Aquello fue horrible; te aseguro que fue horrible. Bien castigado estoy; como no pueden imaginarlo los jueces que me condenaron, los alguaciles que me condujeron a la cárcel y el carcelero que me guarda. Si ellos supiesen mi secreto, me dejarían en libertad… ¡Mi secreto! No lo saben, ¡no lo sabrán nunca! ¿Para qué?… A ti sí quiero revelártelo, a fin de que me compadezcas, de que me consueles, de que conozcas mi desventura… ¡Sufro tanto!… Oye y no me tomes por un loco. Te juro que es verdad. Si el pecho fuera transparente; si en el sitio donde late mi corazón se abriese una ventana y te asomases a mirar por ella, lo verías con tus propios ojos. ¿Qué verías?… Vas a saberlo, a saberlo tú solo. Escucha la historia de mi martirio y luego calla; ¡calla siempre!, no se la reveles a nadie.
No sé explicarte cómo se aposentó en mi cráneo idea tan ruin; pero es lo cierto que no pensaba en otra cosa. Al igual de esas plantas que nacen entre las grietas de los muros ruinosos y siendo al principio imperceptible mancha verde, se extienden pronto y crecen y se desarrollan y trepan por el muro adelante e invaden a su víctima de granito, esta idea brotó en mi cerebro indeterminada, confusa, inconsistente; su primera aparición fue tan rápida, que apenas sí me di cuenta de ella; no hice caso; imaginé que se había ido para no volver nunca; pero aquella idea tenía la condición de los traidores; acechaba en la sombra y echó raíces, y comenzó a extenderse con sigilo; y trepó por todos los filamentos nerviosos de mi máquina de pensar y ocupó las celdillas microscópicas donde gestan los decretos de la voluntad y las determinaciones del juicio, y un día se levantó delante de mí despótica, absorbente, única. Era su esclavo; no tenía más remedio que obedecerla.
Así viví mucho tiempo, mucho; solo en mi pobreza, en mis ambiciones, en mis ansias de placer, de fortuna y de poderío… Es decir, solo no, con ella, con la maldita idea causa de mi perdición y de mi desgracia.
Mil veces, cruzando el estrecho recinto de mi habitación, entablaba esos diálogos en que la personalidad se duplica; en que el hombre se dobla para preguntarse y responderse. Tú ya conoces estos diálogos de uno solo, durante los cuales el bien discurre como un justo, y el mal argumenta como un sofista.
—Soy joven —decía uno de mis Yo— y mi juventud se pierde entre los jirones de mi traje. Las mujeres no me miran; los hombres me desprecian; mis ambiciones se agostan; mis anhelos de placer no se cumplen. Si yo fuera rico, inmensamente rico, tendría cuanto mi deseo apetece. ¡Y esto es imposible!
—¿Imposible? ¿Por qué? —le contestaba mi otro Yo—. Porque no quieres. Con despreocupación y con audacia se consigue todo.
—¿Qué dices?
—La verdad; no es esta la vez primera que la escuchas, ni tampoco es la primera vez que te indico el modo de conseguir lo que ambicionas.
—¿Robando al viejo?
—Sí. Vive en el piso tercero de esta casa; su ventana cae debajo de la tuya; es un avaro que posee mucho oro; está solo y es débil. ¿Por qué no lo intentas?
—Porque no quiero cometer un crimen. Además, el avaro defendería su arca; está allí, no se aparta de ella, es un obstáculo viviente. ¿Cómo voy a vencer ese obstáculo?
—Como se vencen todos los obstáculos en el mundo: suprimiéndolos.
—¡No contento con proponerme un robo me propones un asesinato!… ¡Calla!, ¡calla!… Eres un infame.
—¿Infame porque te propongo matar a un avaro caduco que ha hecho su fortuna con la desgracia de sus prójimos? El viejo posee un caudal enorme que de nada le sirve y a nadie aprovecha; está execrado por los hombres y maldito de Dios; de nada goza y todos le aborrecen; yo trato de que seas dueño de ese tesoro; tú que eres joven, vigoroso, inteligente, audaz, que puedes utilizarlo en ventura propia y acaso en beneficio de tus semejantes… ¿Soy infame por eso?… No sé si seré infame, pero tú eres cobarde e imbécil.
—¿Y la ley?
—La ley se ha escrito para que los tontos la sufran y la eviten los hábiles.
—Repito que calles.
—Y yo repito que no te quiero obedecer.
Ahí tienes lo que hablaban ellos a todas horas; ahí tienes cómo la maldita idea de matar al viejo se fue apoderando de mí; ahí tienes cómo una noche decidí matarlo y preparé el crimen.
Mi plan era sencillo. El avaro —te lo he dicho antes— vivía solo, y para evitar el calor del verano, dejaba entreabierta la ventana de su alcoba todas las noches.
Aquella ventana estaba debajo de la mía; una cuerda me era suficiente para realizar mi propósito. Descender por la cuerda, penetrar en la alcoba del viejo, sorprenderle dormido, acercarme a él y herirle con uno de esos golpes que no ceden puesto a la defensa, ni ocasión al grito, un golpe en el pecho o en la garganta, era obra de un instante; luego cerraría la ventana; abriría el arca, y una vez dueño del dinero, saldría por la puerta de la escalera; la cerraría con doble llave; subiría a mi cuarto, y después a ocultar mi tesoro, a engañar a la gente, a despistar a la justicia, a ser feliz. ¿Quién iba a saberlo?… No cabía duda. Estaba en lo firme el Yo que me aconsejaba el asesinato del avaro; el otro, el que lo tachaba de crimen, era un mentecato, un pusilánime… un pobre hombre.
Al fin vino la noche y pasaron horas, y dieron las dos en un reloj de la vecindad; todos dormían en la casa; el patio estaba oscuro; ¡muy oscuro! Mejor; así no podría verme nadie; ni yo mismo. Únicamente la vidriera del cuarto del avaro reflejaba los resplandores de una lamparilla que este dejaba encendida antes de acostarse. Era su único despilfarro. Debía tener miedo a la sombra. Estar en las tinieblas es estar a solas con el remordimiento.
Amarré una cuerda de nudos al alféizar de mi ventana y la dejé caer con mucho cuidado, poco a poco, para que no hiciese ningún ruido; luego cogí del cajón de la mesa un puñal de hoja firme y cortante, cuyos brazos remedaban una media luna invertida y adornada en uno de sus extremos por un leoncillo de bronce; me descalcé; subí al antepecho de madera; me puse a horcajadas en él; afiancé la cuerda y empecé a bajar, despacio, muy despacio, apoyándome en la pared con mis pies desnudos y en la cuerda con mis manos temblorosas; hubo un instante en que, presa de terrible alucinación, creí que la cuerda se convertía en el cordel de una horca y buscaba mi cuello para estrangularlo… Aquello pasó pronto; apoyé mis plantas en la ventana del avaro, entreabrí sigilosamente la vidriera; penetré por el hueco luminoso que aparecía delante de mis ojos y entré en la habitación. Estaba enfrente de mi víctima.
El avaro dormía con la cabeza caída hacia atrás y el busto fuera de la sábana. No he visto imagen más repugnante que la suya; su cara huesosa, lívida, estaba cubierta de arrugas, que se desprendían de su cráneo calvo y amarillento, para extenderse por sus párpados, por sus mejillas, por su nariz, estrecha y larga, la cual, encorvándose en el centro de su trayectoria y cayendo sobre los labios del avaro, parecía un candado de carne construido por la Naturaleza para cerrar los secretos de su boca sumida, falta de dientes y desprovista de expresión. Un ronquido fatigoso se escapaba por aquella boca… Di algunos pasos y llegué junto a la cama; alcé el puñal, y dejándolo caer con fuerza lo envainé hasta el mango en el cuello del viejo. Este abrió los ojos, me miró con más asombro que dolor, hizo una mueca horrible y quedó inmóvil, con los labios contraídos y las pupilas desmesuradamente abiertas. Un chorro tibio y pegajoso salpicó mis dedos. Era su sangre… Había suprimido el obstáculo…
Lo que faltaba hacer no ofrecía peligro; pero necesitaba darme prisa. Extendí el brazo para apoderarme de las llaves que el viejo tenía ocultas debajo de la almohada; al cabo tropecé con ellas. Por fin iba a ser rico, feliz, ¡qué ventura!… En aquel momento sentí un dolor agudo en la mano con que sujetaba el arma cubierta de sangre. Miré y vi una cosa horrible. El león que adornaba el mango de mi puñal se había erguido sobre la reluciente media luna. Erizada la melena de bronce, amenazadores los ojos, y entreabiertas las fauces, me contemplaba con encono y hundía sus garras en mis dedos.
No te sonrías… no me contemples con la lástima compasiva con que se contempla a los locos. No fue un delirio; te juro que es verdad; el león estaba vivo, desgarrando mis músculos con sus uñas de hierro; dispuesto a hundir sus dientes en mi carne… Abrí la mano; el puñal cayó sobre el suelo desnudo, produciendo un ruido estridente y metálico y la fiera, apartándose de la empuñadura donde estaba soldada, se dirigió hacia mí lanzando rugidos espantosos.
El miedo horrible que me invadía fue causa de que no prorrumpiese en un grito de espanto. Ya no pensaba en el tesoro del avaro; pensaba en huir; en huir cuanto antes, y traté de hacerlo y di un paso hacia la ventana; pero el león, abalanzándose hacia mis piernas con fuerza inconcebible en ser de tan diminutas proporciones, y tirando de mí, que inútilmente trataba de estorbar su propósito, me fue acercando a la cama del viejo, y me puso delante de él, haciéndome clavar los ojos en la ancha herida por donde brotaba un hilo de sangre… Yo no quería ver aquello, y traté de alejarme… Todo inútil… La fiera, apoyándose en el cuerpo del viejo y atarazando mi pecho con sus garras de bronce, me sujetaba allí… No podía escapar. Para conseguirlo era preciso exterminar a mi adversario… Y ciego de ira, de terror, ganoso de herir, necesitado de salvarme, me abalancé sobre el puñal que brillaba en el suelo, lo empuñé con mano agitada y convulsa, caí sobre mi enemigo, que me miraba en actitud de reto desde el cuerpo inmóvil del avaro, y empezó la lucha.
Lucha espantosa, sobrenatural, indescriptible. La fiera se arrojaba a mi garganta, a mi pecho, a mis brazos; mordía en ellos, destrozándolos con furor, y cuando yo trataba de herirla esquivaba mis golpes, saltando de costado, embistiendo de frente, replegándose diestramente hacia atrás; yo esgrimía el arma, la dejaba caer una vez y otra; pero el arma, no encontrando su cuerpo, iba a hundirse en el del avaro, produciéndole nuevas y sangrientas heridas, y el avaro, inmóvil en su lecho, parecía burlarse de mí con sus ojos mates y con la mueca horrible de su boca desdentada y satánica.
Sentí que me iban faltando las fuerzas, el sudor brotaba de mi frente en gotas anchas y abrasadoras, mis músculos se aflojaban por el cansancio de la lucha. Era preciso terminar de una vez; recogí mis fuerzas, apreté con ira el mango del puñal, y encajados las dientes, contraídas las pupilas y anhelante la respiración, desplomé mi brazo sobre la fiera.
El golpe fue certero; había tocado al león; pero mi puñal, resbalando sobre aquel organismo de bronce con chirrido angustioso, no consiguió herirlo; no lo conseguiría nunca… La lucha era inútil; mi enemigo inmortal; mi perdición cierta. Cuando vencido por el miedo retrocedí dos pasos y abrí la boca con angustia, ocurrió una cosa horrible. El león dio un salto formidable y entró en mi boca, y se deslizó por mi garganta abajo, desgarrándola con sus uñas.
La fiera estaba dentro de mí; yo la sentía romper mis carnes, arañar mis huesos y seguir su camino; estuve a punto de desvanecerme… Luego experimenté un dolor más agudo, más hondo; la fiera había llegado a mi pecho y me mordía en el corazón…
¡Y aquí está, en mi corazón, nutriéndose de cada uno de sus latidos, verdugo de mi vida; del que no podrá librarme nadie, ni la muerte; porque como la fiera vive dentro de mi alma y el alma es inmortal, irá con ella a todas partes!
Ahí tienes mi secreto… secreto horrible. Ese es mi castigo, no el que me impusieron los jueces: la fiera mordiéndome en el corazón y el avaro delante de mí con el cuerpo lleno de sangre, la boca contraída y los ojos desmesuradamente abiertos.