I
Su nombre andaba de boca en boca, como la carne del jabalí en los dientes de la trabilla, destrozado, mordido, hecho tiras, chorreando sangre. Su primer triunfo fue la señal para emprender aquella batida cobarde, con la que se trataba de cortar el paso a una reputación naciente. Chasco se llevan los que calentando su espíritu y mortificando su cerebro con la esperanza del primer aplauso, imaginan que, una vez logrado éste, termina el vía-crucis y pueden seguir su camino por sendas fáciles, por carriles seguros, que hacen el viaje cómodo y la llegada pronta. Más se estrecha el sendero cuanto más se adelanta; más áspero es el piso, más enmarañados y espinosos los zarzales que a uno y otro lado del sendero se elevan y hacia él se extienden y en su centro se unen; muralla movediza y punzante que hay que salvar a pecho descubierto, sin volver la cabeza, disimulando el dolor, gritando hacia adentro, llorando hacia adentro también, con el pie firme, la frente alta y los ojos en el porvenir...
¡Qué remedio!... Algo ha de costar romper el dique de las vulgaridades consagradas, rebasar el nivel de las medianías, salirse de la recua... Mujer hermosa y hombre superior que no cuentan con la calumnia y con la envidia, no echan sus cuentas bien. Ocurre con esto lo que con el sarampión: hay que pasarlo.
Un hombre que tiene cosas suyas dentro del cráneo, que no se sujeta al patrón general, que ni se apaisa, ni se pliega a los usos, ideas y costumbres del «común» de las gentes, es un ejemplar raro, una sorpresa; un caso de asombro y de recelo para los que no le comprenden; un objeto de odio para los que, siendo capaces de comprenderle, son incapaces de llegar a su altura. Recelo justo, odio perfectamente lógico después de todo. «Lo que piensas, lo que dices, lo que haces—gritan los ignorantes—es en contrario de aquello con que nosotros vivimos tan a gusto. ¿Por qué nos molestas con tus novedades?»—«¡Hola!—dicen las medianías inteligentes—este mozo viene a demostrar nuestra pequeñez, a quitarnos el puesto. De ninguna manera. Hay que acabar con él, antes de que él acabe con nosotros.»
Y véase cómo, sumándose a la ignorancia asustadiza de los unos, la malevolencia interesada de los otros, surgen obstáculos y prevenciones, y rencores, para triunfar de los cuales hace falta ser algo muy parecido a lo que era Enrique, el protagonista de mi cuento; aquel muchacho inteligente, originalísimo y audaz, que produjo entre sus futuros compañeros el mismo efecto que produciría un cachorro de león arrojado de pronto en una asamblea de monos sabios.
¡Qué marejada se levantó contra sus ideas primero, contra su persona después!... ¡Qué gritería hubo en el tribunal, donde la crítica de bajo vuelo expende credenciales y títulos al correr de su pluma, que ojalá no corriera tanto, para bien del idioma y tranquilidad de la sintaxis!... (Cómo se trató de matarle con el silencio primero, y después, cuando se vió que el silencio era inútil, con la censura sistemática, con la injuria encubierta, con el invocar las venerandas tradiciones profanadas, los clásicos preceptos desatendidos, las buenas fuentes enlodadas por aquel perturbador insensato! ¡Qué de anatemas furibundos se lanzaron más adelante contra el pobre Enrique en nombre de la moral, del recato artístico, de la honestidad literaria, del estilo casto, de la pudibundez estética, de los asuntos vedados, de los conceptos atrevidos, de todos esos cocos que, manejados hábilmente por una impotencia vanidosa que aborrece y repugna lo que ni puede realizar ni sabe sentir, trata de poner puertas al campo, de hacer el arte a la medida de su pequeñez, de convertirlo en un molde de flanes retóricos, de trocar la que debe ser figura gigantesca, grandiosa, donde se cuenten los músculos y se sienta circular la sangre y vibrar los nervios y palpitar la vida, en un figurín de sastrería con cuerpo de madera é indumentaria de munición!...
De todas estas armas esgrimidas contra él, un día y otro día, se echó mano para dar en tierra con el talento y con las esperanzas de Enrique. Pero aun así y todo resultaba difícil empresa vencerle; algunos de sus aletazos eran tan formidables que atravesaban las nubes amontonadas sobre su nombre y lo lanzaban a la luz. En la bravura de aquellos aletazos el público adivinaba al
águila.
*Lo que dice es extraño—llegaron a exclamar algunos,—pero es grande.»—«No—repetían sus enemigos,—no hay tal grandeza; fíjense ustedes bien; eso es el parto de un cerebro desequilibrado; el fruto monstruoso de una imaginación enferma; sólo a un loco puede ocurrírsele atrevimiento semejante.»—¿Loco?—repetían los otros.—¡Quién sabe!... En este hombre hay un luchador; algo donde palpitan a un tiempo la fiereza indomable del combatiente y la honradez de pensamiento del apóstol. Acaso no debamos creerle, pero tal vez debamos admirarle.»
¡Admirarle!... ¡Era lo que faltaba!... ¡Hasta ahí podían llegarlas cosas!... ¡De ningún modo!.., ¿No bastaba lo hecho?... Se haría más. Era preciso concluir con él, fuese como fuese, apelando a todos los medios. Había que rematarlo y rematarlo pronto. ¿No era suficiente herir su fama de artista? Pues a herir su fama de hombre y a herirla en lo hondo, donde duele, donde juntamente con la sangre de la herida brota la protesta pública primero, el menosprecio después, el hundimiento total al cabo. Derribar lo que se pudiera, manchar de lodo lo que permaneciese en pie; he aquí el programa cumplido—digámoslo en elogio de sus formuladores—con rigurosa exactitud.
Mientras se atacaba, coram pópulo, la fama del artista, tratando de pulverizarla a mazazo limpio, creábasele por lo bajo, sin dar la cara, una reputación de perdido que no había más que pedir. ¿Cómo? Como tienen costumbre de hacerlo los prácticos de la calumnia: partiendo de un hecho insignificante, de esos que cualquiera realiza y que examinados con frialdad, significan poco y hallan excusa en todos los labios para tergiversarlo habilidosamente, presentarlo con los más negros y vergonzosos colores é irlo deslizando de oído en oído, hasta que el vulgo se apodere de él y lo comente a su capricho y lo convierta en eco escandaloso que destruye nombre, prestigio, honor, porvenir, todo.
¡Y qué hacedero es esto!... Lo que en el artista es desorden, motivado casi siempre por las preocupaciones de la obra en que tiene puestos sus sentidos todos, califícase de incorrección, de menosprecio al deber social, de falta de juicio, de carencia absoluta de trato y de buenas costumbres; el arranque juvenil y espontáneo de una existencia pletórica de nerviosidades y de anhelos, de viciosa licencia; su franqueza se llama descaro; su altivez, orgullo; su recogimiento, pereza; el valor de sus actos y de sus convicciones, cinismo; la conciencia de su propio valer, vanidad satánica... Así se desfigura la imagen, así se presenta a los ojos del vulgo; y el vulgo la toma como se la dan, porque no tiene tiempo de estudiarla, ni obligación de hacerlo tampoco.
Esto fue lo que se hizo con Enrique; esta la faena implacable del odio contra aquel luchador tenaz. Se tiraba a eso; a que cayese y a que nadie tuviera lástima de él si caía.
II
Decir cuánto sufrió Enrique en aquella pelea larga, empeñada, implacable, es inútil. Los que le entendían, los que le apreciaban, los que le tendieron la mano—que también hay almas generosas en el mundo del arte, como hay espíritus independientes en el mundo real, —saben todas las amarguras, todos los dolores, los desengaños todos devorados a solas por aquel hombre que tuvo la desgracia de no ser una de tantas medianías, que se pavonean orgullosas de sus triunfos y laureles; porque las medianías vencen pronto y el genio tarde; la cosa se explica: es más fácil levantar un guardacantón que una pirámide.
Momentos hubo, en aquel largo período de tiempo, durante los cuales Enrique, contemplando lejano el triunfo, inseguro el éxito y prevenida la derrota, se sintió desfallecer y formó propósito de darse por vencido, de renunciar a sus esperanzas, de rehuir el combate y hundirse en la sombra... Pero tales pensamientos duraban poco en él. ¡Rendirse!... ¿Para qué? ¿para dar esta satisfacción a sus enemigos? ¿para hacer buenas todas sus profecías y negaciones? ¿para que se cerniesen alegremente sobre sus restos y gritasen a voz en cuello: «¡Lo ven ustedes!...» ¿Nos equivocábamos?... Ahí está ese que presumió de atleta, de grande hombre, convertido en nada, en una imagen irrisoria, en una nulidad despreciable?...
—¡No, no dirían eso; no les daría ese placer! Aunque sólo fuese por ellos lucharía, lucharía siempre, sin descanso, sin tregua. Los odios amontonados contra él convertíanse en acicate, le espoleaban en el alma. ¡Nada de rendirse!
¡A combatir, a combatir y a triunfar costárale lo que le costara, aunque le costase la vida; aunque sólo tuviera tiempo para clavar la bandera, arriba en lo más alto, y envolver con ella su cadáver!...
Y llegó... ¡Llegó!... ¿Cómo? Habiendo gastado cincuenta años de existencia en los veinte que duró la lucha, desangrándose por cien heridas, con la cara llena de arrugas y el alma de desengaños. Pero, en fin, llegó...
* * *
Al día siguiente de su triunfo, almorzaba Enrique con siete
individuos. Aquellos siete individuos eran sus enemigos más crueles, los
que, por los mayores medios de publicidad que tuvieron a su alcance y
por su mayor número de relaciones sociales, le habían hecho más daño en
su fama de artista y de hombre; los mantenedores constantes de la lucha;
los fervorosos guardadores del odio que contra él se había desatado.
La invitación partió de Enrique; fue recibida con asombro; los tales sujetos no se daban cuenta del agasajo, y sin darse cuenta de el estuvieron hasta que su anfitrión, llenando una copa de champagne y levantándose de su asiento, les dijo:
—He querido obsequiar a los que me han ayudado a conseguir el triunfo. Mil veces creí caer y el odio de ustedes me sostuvo.
Y mientras sus comensales le contemplaban con asombro, añadió:
—¡Bendito sea el odio que me ha hecho vencer! Muchas gracias, señores.