Quien entrase por vez primera en aquel gabinete dudaría si iba a presentarse delante de una cortesana, de una artista o de una gran señora, tan varios aspectos ofrecía en su ornamentación, tan rico era en contrastes, tales y tan diversas las impresiones que causaba a los ojos y al juicio en ese rápido e inconsciente cálculo de probabilidades que todos hacemos al visitar por vez primera la casa de personas para nosotros desconocidas.
Una chaisse longue, semejante a un lecho por su anchura, adornada con blandos almohadones de seda y puesta enfrente de amplio espejo de luna, evocaba la imagen tizianesca de humanos desnudos, reflejando sobre el cristal los retazos íntimos de la pasión, las truhanerías carnales del deleite. Un armónium chapeado de nácar, dos estantes de pelouche encima de los cuales se gallardeaban las partituras de los grandes maestros y las literaturas más peregrinas del humano ingenio; dos o tres coronas que dejaban caer sobre el armónium como una cascada de gloria sus cintas de colores múltiples y algunos lienzos sin concluir, bocetos, apuntes, notas de color, matrices de cuadros, leitmotives pictóricos de esos que los inteligentes veneran y el público no paga, recordaban el estudio de un artista de genio, mientras el resto del mueblaje, de última novedad, ajustado a la moda, con sus silloncitos de raso, sus sillas maqueadas y sus entredós llenos de baratijas, tan costosas como vulgares, pregonaban la existencia de grandes caudales contraídos a la obligación perentoria de costear un lujo inútil.
¿Quién era la dueña de tal mosaico? ¿Había conseguido encontrar en sí misma el punto de intersección, la convergencia de los tres grandes dominadores del mundo, el vicio, la riqueza y el arte?… ¿Quién era?… No entonces, que apenas sí la conocía, ahora que he dejado de conocerla ya, seríame difícil contestar de un modo preciso.
¿Era una cortesana? Puede. ¿Una artista? Acaso. ¿Una gran señora? Tal vez. Alguien muy versado en idénticas adivinaciones me dijo a propósito de ella: De ser alguna de esas aptitudes o condiciones propia, nativa suya lo será la primera; las otras son reflejas, adquiridas por influencia extraña, cogidas al paso. Como las zarzas del camino se quedan con algo del ropaje que las roza, esta mujer se ha quedado también con algo del mundo artístico y el mundo elegante que rozaron su cuerpo al gozarla.
Tal fue la opinión del práctico. Yo repito que no tengo ninguna.
De todas suertes, me pareció a mí y hubo de parecer a cuantos la vieron, encantadora. Su trato era exquisito. Afable sin empalago; graciosa, sin chavacanería; coqueta, sin descoco; inteligente, sin petulancia; bonita, no hermosa; incitante, no provocativa; franca, no libre; con una educación esmerada, unos ojos que decían «sí» y una boca que contestaba «no» a quien de los ojos se fiase, pronto fue la desconocida objeto de galante atención para los hombres y de envidiosa curiosidad para las mujeres.
Poco o nada se supo en Madrid relacionado con su vida anterior. Llegaba de muy lejos, sin otra compañía que la de una señora anciana, sin más relaciones que las que ella misma se buscó. Se tuvieron de su existencia las noticias que ella quiso dar, y por ella supimos que viuda a los cinco meses de casarse con uno de esos imbéciles que tienen el talento de esposar a las mujeres hermosas para morirse pronto, había sido por espacio de largos años la locura y la loca de un hombre de genio, artista eminente, cuyo nombre anda de labio en labio y cuyo retrato ocupaba puesto de honor en el gabinete de Carmen.
* * *
Carmen se llamaba aquella mujer, viuda civil y canónica de un señor cualquiera, viuda por el corazón de un grande hombre.
He dicho antes que era bonita, bella, pero con una belleza extraña, tan compleja e incalificable como el gabinete donde me recibió por primera vez, donde siguió recibiéndome luego. Si fuera posible que existiese una mulata blanca, Carmen estaría descrita; que de mulata eran sus facciones, sus ojos grandes, en cuyo fondo azuloso destacábanse con apasionada valentía dos pupilas negras como dos cuentas de azabache, su nariz corta, un poco ensanchada hacia los bordes, sus labios gruesos, rojos, entreabiertos naturalmente para enseñar, sin el esfuerzo de la sonrisa, una dentadura irreprochable, su barba redonda y su pelo indómito y rizoso. Solo que por estas facciones que parecían modeladas por la sangre caliente del mulato, se extendía una piel blanca, blanquísima, transparentadora de venitas azules y salpicada a trechos con lunares color de rosa. Cierto que sus cabellos eran rizosos y crespos, pero tenían reflejos castaños y suavidades de seda sin tejer, y si sus labios eran carnales y sus ojos brillantes, no lo eran ni con la carnalidad bestial, ni con el brillo felino propios a la raza africana. Solo su cuerpo, donde el vestido ocultaba los tonos de la piel, asemejábase por la corrección y la sensualidad de su dibujo, al de esas mujeres bronceadas que cruzan las calles de América moviendo con gracia andaluza y con poderío salvaje las líneas estatuarias de su contorno.
… Fui presentado a ella y recibido pronto en su intimidad. Gustaba yo del trato de Carmen, Carmen del mío, y se estableció entre nosotros una amistad franca. Agradábanle a ella mis arranques sinceros, mis asperezas de carácter, mis romanticismos de poeta y mis materialismos de hombre de mundo, mis chulerías como llamaba a los últimos Carmen, aceptando el vocablo aceptado ya y aceptado con todas sus consecuencias por la aristocracia de nuestro país. Encantábanme a mí los giros varios de su conversación, reflejo fiel de su carácter, tan pronto chispeante, audaz, provocativa, como sentimental y melancólica. De todo podía hablarse en presencia suya, sin temor a que se asustase por lo que le decían, sin temor tampoco a que no comprendiera lo que le querían decir.
Y claro, que este trato continuo y esta mutua simpatía trajeron conmigo confidencias, relatos, historias, cuanto compone el recuerdo de dos existencias humanas. Y de aquellas confidencias, de aquellos relatos, de aquellas historias era testigo el retrato del gran artista, de mi único marido, como decía Carmen en sus momentos de expansión.
¡Cuánto quiso, mejor dicho, cuánto quería Carmen a aquel hombre!… Aún recuerdo la primera confidencia que me hizo de sus amores con él, amores cortados por la muerte de un golpe brutal, como corta un hacha manejada por un verdugo experto, a cercén.
¿Quién era ella al conocer a Alberto? Nadie; una muchacha bonita, pero muy vulgar; una chica de la clase media, que no sabía de educación, de trato, de gramática y de pasiones más que los rudimentos, lo que pudieron enseñarle una madre adocenada, unos señoritines cursis, unas monjas francesas y un marido de munición.
Él, el otro, el artista, el hombre admirado, reverenciado, ensalzado, envidiado y aplaudido por todos, fue quien le enseñó una vida nueva. Nueva, sí, porque le había enseñado a sentir, a pensar, a querer, a gozar con las sublimes concepciones del arte, a extasiarse con esas delicadezas del sentimiento que son al espíritu lo que el aroma a las flores, su belleza intangible, pero su belleza mayor y su mayor encanto. Él le había enseñado a amar, a amar de veras con ese amor caótico, donde se unen el suspiro con el rugido, el beso con el mordisco, las lágrimas con las risas, las brutalidades grandiosas de la carne con las grandezas infinitas de la imaginación. Él la había hecho, la había formado construyéndole un nido de riquezas con su oro, un nido de gloria con sus triunfos, un nido de placeres con sus caricias. Alberto era su Dios y ella su criatura.
Y a pesar de esto, aquel creador, aquel Dios, aquel amo, era suyo, de ella, su esclavo, su súbdito, su servidor, lo que ella apetecía que fuese. No; muerto estaba; no era ella de las que creen que la naturaleza puede dominarse, quedarse ayuna en sus precisas e inevitables exigencias… pero el recuerdo de aquel hombre, el amor de aquel hombre, era el único recuerdo, el único amor que llenaría ¡siempre!, ¡siempre!, ¡siempre!… su vida… ¡Ni con el pensamiento siquiera escarnecería su memoria!… Todo antes que un acto suyo, el más insignificante, cualquiera, capaz de ofender al muerto querido.
—¡Verdad que no! ¡Tú sabes que no! —añadió Carmen fijando en el retrato del gran artista sus hermosos ojos llenos de lágrimas—. ¡Tú lo sabes!… Y usted lo cree. ¿Verdad que usted lo cree? —murmuró volviéndose hacia mí y dejándose caer desvanecida sobre la chaisse longue.
¡Y había que creerla! ¿Qué importaba que su lujuriosa carne de mulata blanca pareciese negar tan delicados sentimientos? ¿Qué culpa tiene el alma de la vestidura que le ofrecen?…
Siempre que nuestras conversaciones recaían, y recaían a diario, sobre el mismo asunto, había en sus ojos llanto y en sus labios palabras de veneración para aquella imagen que se alzaba encima de nuestras cabezas, sobre la chaisse longue, con su rostro pálido, su mirada noble e inteligente, su frente espaciosa y su sonrisa de bondad. Siempre había en los relatos de Carmen un detalle nuevo, una prueba mayor de la grandeza de aquel hombre, detalle y prueba que me hacía admirarle y respetarle más cada día.
Antojábaseme que era el maestro vivo el que yo tenía delante, el autor cuyos libros constituyeron y constituyen una de mis adoraciones más perennes, pero el maestro resucitado y resucitado para mí solo, haciéndome sentir hora por hora, todo su valer, toda su grandeza, todas sus excepcionales condiciones de hombre y de artista, metiéndose en mi corazón y dentro de mi corazón estaba, que yo había acabado por reverenciarle y admirarle tanto como ella.
* * *
¿Cómo ocurrió? Como era lógico que ocurriera entre un hombre
joven y una mujer bonita, que se ven a diario. La aproximación amistosa
se convirtió en conjunción apasionada. Carmen y yo nos enamoramos el uno
del otro sin darnos cuenta de ello, sin decirnos una palabra; lo
sabíamos y lo callábamos; queríamos guardarnos el secreto. ¡Qué
tontería!, ¿eh? Pues la tontería duró cuatro meses.
Y, cosa extraña, a pesar de aquel enamoramiento mío, enamoramiento hondo, firme, yo no tenía celos del maestro. Mi respeto hacia él aumentaba con mi pasión por ella. Ya no era mi maestro, era un Dios que había tenido la condescendencia de formar a Carmen para regalármela luego.
Una tarde de primavera fui, como todas, a casa de Carmen, y me senté a su lado en la chaisse longue. Por las entornadas persianas entraba la atmósfera tibia de la calle, trayendo hasta nosotros los reflejos de un sol procreador envueltos en perfumes de flores, en ráfagas húmedas, en cuchicheos íntimos del aire, en un aliento de la naturaleza provocativo y lujurioso… Hacía un gran espacio de tiempo que no hablábamos… Ignoro lo que hablamos antes de callar, solo sé que nuestras manos se encontraron unidas, que levanté los ojos hacia ella y que ella, mirándome con sus ojos apasionados de mulata, me dijo bajo, muy bajo, con la modulación necesaria para que la escuchase yo solo:
—¡Pues bien, sí; te quiero, te necesito, como tú a mí, lo mismo!
Yo me levanté y Carmen se dejó caer medio desvanecida en la chaisse longue.
¡Qué hermosa estaba! Sus magníficas pupilas negras brillaban amorosamente entre la entornada reja de sus pestañas; las ventanillas de su nariz se dilataban, como si quisieran recoger todas las invitaciones carnales de la primavera; sus labios entreabiertos, enseñaban los dientes menudos, ansiosos de morder mis caricias… Era mía… ¡mía! ¡Podía tomarla cuando quisiera!…
Maquinalmente levanté la vista y vi delante de ella la imagen del grande hombre con su rostro pálido, sus ojos inteligentes, su frente espaciosa y su sonrisa de bondad… ¿Fue temor? ¿Respeto? ¡Fue todo junto!… Que fuese mía, bueno; pero viéndolo él nunca.
Y mientras ella, con los ojos perdidos en el espacio del gabinete, me esperaba, yo, sujetando con una mano su cintura volví con la otra el retrato de cara a la pared.
Carmen no se fijó siquiera en aquel detalle.