Carta a modo de prólogo
Sr. D. José de Urquía
Querido amigo y compañero:
Me pide usted autorización para publicar Juan José en La novela corta y dedicar el número, en que mi drama se publique, a los obreros españoles.
La miseria me llevó a convivir con los humildes y con los miserables.
Entre ellos escogí modelos para personajes de mi obra; ellos, con sus dolores, con sus ignorancias, con la pobreza material y moral a que les reducían la codicia, el egoísmo y la (crueldad) de explotadores y viciosos, trajeron a mi corazón primero que a mi inteligencia el trágico poema de los desheredados, al cual quise dar vida escénica en Juan José.
Mucho ha progresado el obrero español desde que escribí la obra; pero la médula de mi drama subsiste, subsistirá mientras la mujer pueda ser empujada a la prostitución y el hombre honrado al crimen, por la miseria, por el abandono y por las explotaciones sociales.
Dedicando usted, querido Urquía, mi drama a los obreros en la fecha 1.º de Mayo, satisface mi deseo más firme. No lo he realizado antes por mi propio, temeroso de que tal acción se atribuyera a vanidad o a ansias ruines de lucro.
Gracias pues y una usted la mía a su dedicatoria.
Muy sinceramente amigo y admirador de usted.
Joaquín Dicenta
Personajes
ROSA.
TOÑUELA.
ISIDRA.
MUJER 1.ª
MUJER 2.ª
JUAN JOSÉ.
PACO.
ANDRÉS.
EL CANO.
IGNACIO.
PERICO.
EL TABERNERO.
UN CABO DE PRESIDIO.
BEBEDOR 1.º
BEBEDOR 2.º
Un mozo de taberna.
Bebedores.
Acto I
El teatro representa el interior de una taberna de los barrios bajos. Al fondo una puerta de cristales, de dos hojas, con cortinillas en las vidrieras. Al lado derecho de la puerta del fondo, un escaparate con fondo y puertecillas de cristal. En segundo término, a la izquierda, un mostrador de madera forrado de cinc en su parte superior y en los bordes; sobre el mostrador, empotrada en él una cubeta de cinc, de la que arranca una pequeña cañería de fuente rematada por un tubo de goma. Encima del mostrador, vasos, copas, botellas, frascos llenos de vino y una jarra con tapadera de madera. Entre el mostrador y el escaparate, una trampa practicable que da acceso a la cueva del establecimiento. A la izquierda del mostrador, entre éste y el escaparate, una puerta que comunica con la cocina.
En primer término, a la izquierda, un velador, en torno del cual, así como en el de tres o cuatro veladores que ocuparán la escena convenientemente distribuidos, se colocarán taburetes de madera.
A la derecha, una puerta de cristales con cortinillas encarnadas que da paso a una habitación reservada. Sobre la puerta de la derecha, un reloj de pared. A lo largo de la pared de la derecha, una estantería de madera pintada, con botellas de varias clases llenas y vacías.
Cuídese mucho de todo lo referente al servicio de vino, enjuague de las copas y demás detalles que se irán marcando en el curso de la representación.
La escena, lo mismo que el escaparate y la habitación reservada, cuando de ella se haga uso, estarán alumbradas por mecheros de gas.
Al levantarse el telón, aparecen en escena cuatro Bebedores jugando a las cartas en un velador de segundo término. En un taburete colocado al lado de los jugadores habrá una bandeja con varias copas de vino a medio apurar. El TABERNERO al lado de los jugadores, mirando el juego.
IGNACIO y PERICO sentados frente al velador de la izquierda. Encima de este velador habrá una botella y dos vasos. PERICO tiene un periódico en la mano. El MOZO estará en pie detrás del mostrador.
Escena I
IGNACIO, PERICO, el TABERNERO, el MOZO, BEBEDOR 1.º, BEBEDOR 2.º y dos bebedores; al final, ANDRÉS.
BEBEDOR 1º.— ¡Envido!
BEBEDOR 2º.— Diez más.
BEBEDOR 1º.— ¡Órdago!
BEBEDOR 2º.— Quiero.
BEBEDOR 1º.— Perder. (Enseñando las cartas.) Duples de reyes y caballos.
BEBEDOR 2º. (Tirando las cartas sobre la mesa con despecho.) — ¡Qué suerte!… Hay que hablar con Dios pa llevar eso.
BEBEDOR 1º. (Tirando una raya con yeso sobre la mesa.) — A dos juegos.
BEBEDOR 2º. (Al MOZO.) — ¡Chico, media docena!
(El MOZO llena unas copas en el mostrador; las coloca en una bandeja y las lleva adonde están los jugadores. Cada uno de éstos coge una copa. Cuando terminan de beber, el MOZO coloca una bandeja en el taburete y retira lo que está sobre el mismo. Llega con ella al mostrador, vacía el sobrante de los vasos en la jarra y enjuaga las copas. Todas estas operaciones las hará mientras sigue el diálogo.)
BEBEDOR 1º. (A otro de los bebedores.) — Tú das.
PERICO. (Leyendo en voz alta el periódico que tiene en la mano y deletreando al leer.) — «No… es… posi… ble… sopor… tar… en… si… lencio… la… con… du… ta… de… un… go… bierno… que… así… vi… vio… viola… los… sa… cra… tí… si… mos… de… re… chos… del… ciu… da… dano… Hora… es… ya… de… que… el… noble… pue… blo… es… pañol… pro… tes… te… de… tan… ini… ini… ini… ini… cuos… a… ten… tados… y… salga a… la… defen… sa… de… la… libertá… y… de… la… patria… escar… escarnecidas… por… los… se… se… secuaces de la reacción». (Deja el periódico y da un puñetazo sobre la mesa). ¡Pero que ni más ni menos!… Este papel está muy bien. (A IGNACIO). ¡Hay que echarse a la calle y acabar con el hato de granujas que nos oprime!
IGNACIO. (Con desdén.) — ¡Echarse a la calle!… No sería mala primáa.
PERICO. (Con tono de sorpresa.) — ¡Primáa!
IGNACIO.— Lo que oyes. Soy más viejo y sé más que tú esas cosas.
PERICO.— ¿Qué sabes tú?… Vamos a ver.
IGNACIO.— ¿Qué sé?… También me echao a la calle yo, y he andao a tiro limpio en las barricás, y hasta renqueo de un balazo que me atizaron en esta pierna… Pues oye: albañil era, y albañil soy; diez reales ganaba, y diez reales gano; los que me metieron en el ajo van en coche y yo a pie; ellos sacaron de las barricás una excelencia y yo un mote. A ellos les llaman el excelentísimo señor don Fulano de tal, y a mí, Ignacio el Cojo… Ahí tienes lo que yo he sacao con echarme a la calle.
PERICO.— Pero lo que dice el papel… la libertá, los…
IGNACIO. (Con desdén.) — Palabras, música… el tío del hiqui. Esas revoluciones de quita a ésta pa que suba yo, las aprovechan los políticos, los señorones de levita… ¿Son pa ellos? Que las hagan ellos.
PERICO.— De modo que tú…
IGNACIO.— ¡Como no hallen otro!… Pon que te metes en una trifulca, y pon que ganas y suben los tuyos. Ya están arriba. ¿Y qué? ¿Echarás un kilo más de carne en el puchero al día siguiente?… No. Al día siguiente volverás a morirte de hambre, a trabajar como una bestia, y los que te, dijeron: «Ayúdame», te dirán: «¡Arrima el hombro y revienta, que pa eso has nacido!».
PERICO.— Es que…
(Entra ANDRÉS por el fondo, desde donde avanza sin ser visto de IGNACIO y PERICO hasta una distancia suficiente para oír la conversación. El TABERNERO se dirige al mostrador y permanece en él.)
IGNACIO.— No. Perico, no. Pa luchar por nosotros, pa vengarnos de los que nos explotan, pa eso estoy pronto siempre, y te diré ¡Sí! no una, cien veces que me lo preguntes. Por hacer una revolución así, nuestra, de nosotros, sí me echaría yo a la calle, y hasta perdería con gusto las dos piernas.
ANDRÉS. (Que ha llegado hasta ellos, dice apoyando la mano en el hombro de IGNACIO.) — Como no las pierdas hasta entonces irás al cementerio andando.
IGNACIO.— ¡Eres tú!… ¿qué dices?
ANDRÉS.— Que me deis una copa, y os dejéis de revoluciones.
PERICO. (Llena un vaso y se lo ofrece a ANDRÉS.) — Bebe.
(ANDRÉS apura el vaso. Los jugadores se levantan y se dirigen al mostrador.)
BEBEDOR 1º. (Al TABERNERO.) — ¿Se debe algo?
TABERNERO.— Una buena voluntá.
BEBEDOR 2º.— Échenos unté otro pa digno.
(El TABERNERO llena unas copas, que beben los otros.)
PERICO. (A ANDRÉS.) — ¿Quieres más?
ANDRÉS.— Venga.
(Apura la copa que le da PERICO. Salen los bebedores por el fondo.)
Escena II
ANDRÉS, IGNACIO, PERICO, el TABERNERO y el MOZO.
IGNACIO. (A ANDRÉS.) — A ti, en diciendo que tienes vino, no te hace falta náa.
ANDRÉS.— Porque el vino es la sola cosa buena de este mundo. Si lo será, que con todo y con lo que echan los taberneros, aún se puede beber.
TABERNERO. (Acercándose a la mesa.) — ¡Muchas gracias!
ANDRÉS.— No hay de qué darlas. (A IGNACIO). Lo que oyes, y lo que yo le decía la primera vez que tuve voto a un caballero que me lo compró en tres pesetas. Allá estas, de pintor de puertas no he de pasar; conque vengan las tres pesetas y pague unté una copa, y de unté es mi voto y el de mi novia, si sirve, que quizá que sirva.
IGNACIO.— ¿Y por qué partido votaste?
ANDRÉS.— ¡Yo qué sé!… Por el partido de las tres pesetas y una copa; maldito si me importaba aquello.
PERICO.— ¿No?
ANDRÉS. (Haciendo ademán de morderse la uña del pulgar.) — ¡Ni esto!… Yo tengo mi idea. La política, pa los políticos; la mujer, a ratos, y el vino, a cualquier hora.
TABERNERO.— Conformes.
IGNACIO. (Al TABERNERO.) — Faltaría que tú no lo estuvieras.
ANDRÉS.— El vino es el cúralo todo. ¿Que estás cansao de trabajar? Bajas del andamio, te echas una limpia entre pecho y espalda, y tan guapo. ¿Que tienes penas? ¿A quién vas a ir con ellas? ¿A una mujer? Una mujer te las aumenta. ¿A un amigo? Un amigo las oye si no está de prisa y para de contar. Al vino, hombre, al vino. Y mejor que al vino, al aguardiente.
PERICO.— Si quieres aguardiente, pídelo.
ANDRÉS.— Que lo traigan.
TABERNERO. (Al MOZO.) — ¿Oyes, chico?
(El MOZO llena unas copas de aguardiente y las lleva a la mesa.)
ANDRÉS. (Cogiendo una copa.) — ¡Vaya por el triple!… (A IGNACIO.) ¿Tú, no bebes?
IGNACIO.— Aguardiente, no. Me emborracha enseguida.
ANDRÉS.— ¡Buen defecto le pones!… ¿Pa qué bebe uno?… Pa emborracharse. Pues cuanto antes, mejor.
PERICO.— Verdá.
ANDRÉS.— Pa mí el aguardiente está de non. Porque con esto de la bebida pasa como en la guerra; lo he visto muchas veces cuando era soldao. Nos decían los jefes: «¡A ver, muchachos, hay que tomar esa trinchera!…». Y echábamos por la cuesta arriba con la cabeza gacha y el fusil enristrao, mientras los contrarios nos freían a tiros; y aquí caía uno, y allí otro, y luego diez, y después veinte, y ¡hala! adelante, siempre adelante; hasta que llegábamos; pero ¡cómo llegábamos!… Chorreando sangre y sudor, y dejando el camino lleno de hombres patas arriba. En cambio, les decían a los artilleros: «¡Abajo esa casa!», y ¡bum!, ¡bum!, a los cuatro disparos, la casa hecha cisco. Pues con esto (Golpeando la mesa con el vaso.) sucede igual. Las botellas de vino son la infantería: Hay que tumbar muchas pa coger la mona, las medias copas de aguardiente son los artilleros: con pocas basta. Voy a dispararme el primer cañonazo. (Apura la media copa.) ¡Esto es gloria, hombre!
IGNACIO.— ¿Y Juan José?
ANDRÉS.— Esperándole estoy. Nos ha salido una chapuza, y vamos juntos a arreglarla.
PERICO.— ¿Sigue con la Rosa?
ANDRÉS.— Y más emperrao cada vez. Ahora somos vecinos; vivimos en el veintitrés, dos puertas más arriba de la taberna. Rosa trabaja con Toñuela. Aquí vendrán a buscarnos cuando salgan de la fábrica.
PERICO.— ¿Conque Rosa…?
ANDRÉS.— Le tiene vuelto el juicio. Lo malo es que él lo ha tomao por donde quema, y ella…
IGNACIO.— Ella, ¿qué?
ANDRÉS.— Ella es, como todas las mujeres, mala.
IGNACIO.— Como todas, no. Me parece a mí que Toñuela…
TABERNERO.— No tendrás queja, Andrés.
ANDRÉS.— Por la presente, no la tengo. Toñuela se sujeta a mí; si hay dos, con dos pasa; si no los hay, pone los pucheros a la funerala; y a esperar otro día; y si se me baja el aguardiente a los deos y si se me suben los deos a la cara de ella, se aguanta y como si tal cosa; pero ya verás cómo a lo mejor sale por peteneras.
PERICO.— ¡Que tú digas eso!…
ANDRÉS.— No me cogería de susto. En fin, Toñuela es Toñuela, y Rosa…
IGNACIO.— ¿Qué?
ANDRÉS.— Está hecha a otra vida. Mucha juerga, y mucho vestido de raso, y mucha bota de charol. Lo que tiene siempre una mujer cuando es guapa y tira la vergüenza a la calle. Así es que la viene muy pelo arriba agarrarse al trabajo. Y si le quisiera, menos mal.
PERICO.— ¿No le quiere?
ANDRÉS.— De capricho no pasa. (A IGNACIO.) Ya sabes cómo se conocieron.
PERICO.— ¿Cómo?
ANDRÉS.— Rosa estaba de juerga con unos señoritos en una taberna donde entró Juan José, que entonces bebía más que ahora. En cuanto vio aquella cara de cielo, y aquel cuerpo, y aquellos ojazos, y oyó cantar a Rosa con la voz de ángel que Dios la ha dao, se quedó con tres cuartas de boca abierta. Siguió la broma, y no sé cómo fue que se emborracharon los señoritos y quisieron pegar a la chica. Allí fue la gorda; Juan José, que ya estaba prendao de ella, se levantó y dijo: «A ésta no hay quien la toque». Total, que se movió el broncazo padre; y como Juan José es de los que empujan, y cuando se arranca se lleva por delante lo que le estorba, echó de la tasca a los señoritos y se quedó solo.
PERICO.— ¡Bien hecho!
ANDRÉS.— A ella le gustó aquel desplante, y lo que pensaría: «Tropecé con mi hombre». Cerca de un año lo ha estao creyendo, y va pa dos meses que quiere volar por su cuenta.
PERICO.— ¿Tú sabes…?
ANDRÉS.— Sé que no falta quien la ronde, y sé que a ella no le parece costal de paja porque es joven y de posibles, y no le duele tirar cinco duros a tiempo.
IGNACIO.— ¿Le conoces?
ANDRÉS.— Y tú, y éste. Es Paco.
IGNACIO.— ¿El maestro de la obra donde trabaja Juan José?
ANDRÉS.— Y si te digo quién trastea a Rosa de parte suya, verás que el caso no es de los buenos pa Juan José.
PERICO.— ¿Pues quién?…
ANDRÉS.— ¡Quién ha de ser! La infiernacasas de este barrio: la señá Isidra.
(Se abre la puerta del fondo y entra por ella JUAN JOSÉ.)
TABERNERO. (A ANDRÉS.) — ¡Chist!… Juan José.
(JUAN JOSÉ se dirige hasta el sitio donde está ANDRÉS; el TABERNERO se va al mostrador.)
Escena III
JUAN JOSÉ, ANDRÉS, IGNACIO, PERICO, el TABERNERO y el MOZO.
JUAN JOSÉ.— ¡Buenas noches!
ANDRÉS.— ¿Qué hay?
JUAN JOSÉ.— Lo que hay cuando se trabaja desde las siete de la mañana hasta anochecío, mucho cansancio y mucho sueño.
(Se deja caer en uno de los taburetes que hay junto al velador.)
PERICO. (Levantándose.) — Y mucha hambre. Por mí lo digo, que ya me está haciendo cosquillas éste. (El estómago. A IGNACIO.) ¿Vienes, tú?
IGNACIO.— Sí; la vieja tendrá el pucherillo a la lumbre y no es cosa de dejar enfriar las patatas. ¡Valiente cena pa el que llega a su casa destrozao de fatiga!
JUAN JOSÉ.— Menos mal que lo haya.
IGNACIO.— Verdá; porque hasta eso falta muchas veces. (A JUAN JOSÉ y ANDRÉS.) ¿Os quedáis?
ANDRÉS.— Esperando que den las siete pa ir en busca de Antonio y arreglar la chapuza.
IGNACIO.— A más ver.
(IGNACIO y PERICO se dirigen hacia el fondo, por donde salen, no sin pagar antes al TABERNERO.)
TABERNERO. (Al MOZO.) — Súbete dos frascos de vino.
(El MOZO abre la trampa de la cueva y baja por ella con dos frascos vacíos. A poco vuelve con ellos, los deja en el mostrador y entra en la cocina. El TABERNERO se pone a leer un periódico.)
Escena IV
JUAN JOSÉ, ANDRÉS y el TABERNERO.
ANDRÉS. (A JUAN JOSÉ.) — Bebe. (Alargándole una media copa.)
JUAN JOSÉ. (Rechazándola con la mano.) — No tengo sed. (Queda en silencio, con la cabeza apoyada en la mano.)
ANDRÉS.— ¿Qué tienes entonces?
JUAN JOSÉ.— Ya lo he dicho antes. Estoy cansao.
ANDRÉS.— No es eso.
JUAN JOSÉ.— Lo que te dé la gana. (Con impaciencia y mirando el reloj de pared.) ¡Cuánto tardan!
ANDRÉS.— ¡Qué han de tardar, si salen a las siete largas de la fábrica y necesitan más de un cuarto de hora pa llegar aquí!… Tus celos son los que tienen prisa, y te traen a mal traer. ¡Parece mentira que tú!…
JUAN JOSÉ.— Déjalo estar. No hablemos de ello.
ANDRÉS.— Es pa empezar contigo a trastazos. Estaría bueno que un hombre se acongojase por una mujer. Todas juntas no valen una perra.
JUAN JOSÉ.— ¡Qué sabes tú!
ANDRÉS.— Más que tú, que no sabes lo que te pescas porque estás encelao.
JUAN JOSÉ.— Sí lo estoy, Andrés, y la sangre se me enciende en el cuerpo cuando imagino que Rosa puede dejarme de querer.
ANDRÉS.— ¿Y quién te manda imaginarlo?
JUAN JOSÉ.— ¡Qué sé yo!… Es una idea que se me ha metido aquí dentro (Señalando la frente.) poco a poco, pero con fuerza; igual que si me la hubieran clavao a martillazos; y no puedo deshacerme de ella, y me martiriza, y me azuza, y me tiene como sobre carbones encendíos.
ANDRÉS.— Eres un chico de la escuela.
JUAN JOSÉ.— No sé lo que soy; sólo sé lo que me sucede; sólo sé que Rosa no es la misma de antes pa mí. (Con tono sombrío.) Y luego, Paco, ese mozo que no ha tenido más que hacer en el mundo que heredar la parroquia y los dineros de su padre, no la deja ni a sol ni a sombra. Él se figura que no me entero. ¡Sí me entero! (Con acento amenazador.) ¡Que lleve cuidao!
ANDRÉS.— Serán cavilaciones tuyas.
JUAN JOSÉ.— No lo son, Andrés, no lo son. Hace tiempo que le vengo oservando. La otra mañana me fue Rosa a buscar a la obra, y Paco se puso delante de ella y empezó a soltarle requiebros y pasearle por los ojos sus deos llenos de sortijas, y a decirle, mirando pa mí y como en broma: «¡Qué suerte tienen algunos hombres y qué mal ganáa!…». Ella se reía de oírle, y yo… Yo seguía trabajando mientras bromeaba el señorito, y me fijaba en él, y a la vez que en él, en mi blusa remendáa y en su ropa nueva, en el yeso que había en mis manos y en las sortijas que había en las suyas, y sentí… No sé lo que sentí entonces; pero apreté con rabia el mango del palustre y estuve a punto de meterle por el pecho adelante aquella herramienta mancháa con la cal que nosotros amasamos pa que él se luzca…
ANDRÉS. (Con zumba.) — Haberlo hecho, y después, ¡a presidio!… (Con ironía triste.) Tienes una manera de arreglar las cosas, que da gozo.
JUAN JOSÉ. (Luego de pasarse la mano por la frente como si quisiera desechar un mal pensamiento.) — Yo no soy malo, Andrés, no quiero serlo. Y ocasiones de serlo he tenido muchas, que a quien le dejan en la calle sin otro amparo que el de Dios, más cerca le ponen del presidio que de la iglesia. No, no quiero; no he querido ser mal hombre nunca; pero en tocante a Rosa, ¡qué no la toquen!, ¡que no me la toquen, porque seré peor que malo!… (Con desesperación.) ¡Si ella!…
ANDRÉS. (Interrumpiéndole.) - A eso voy. Si yo sospechase que me faltaba una mujer, ¿sabes tú lo que haría?
JUAN JOSÉ.— ¿Qué?
ANDRÉS.— Lo primero, enterarme si era verdad, que a veces, se le meten a uno los infundios en la sesera porque sí, y cree que un cañamón es una bola del puente de Segovia.
JUAN JOSÉ.— ¿Y si era verdad?
ANDRÉS.— ¡Si era verdad!…
JUAN JOSÉ.— ¿Qué harías?
ANDRÉS.— Muy sencillo. A él nada; porque, bien mirao, nadie tiene la culpa de que sea mala la mujer que vive con uno. A ella, sí; a ella, cogerla por el moño y madurarla las costillas con un garrote, y abrirle la puerta y darle dos patás y ponerla al fresco y quedarme tan fresco.
JUAN JOSÉ.— ¡Yo dejar a Rosa!…
ANDRÉS.— Si te engañaba, ¿por qué no? ¿Has firmao escritura pa vivir con ella hasta que te entierren?
JUAN JOSÉ.— No hace falta. En las cosas del querer, se firma con éste (El corazón.); y cuando éste dice «quiero de veras», firmao está pa toa la vida.
ANDRÉS. (Con tono de broma.) — ¡Pocas firmas así he puesto yo! Y luego a borrarlas. Ni señal queda. Antes se borra el querer que la tinta.
JUAN JOSÉ.— Será el tuyo, que el mío, no. ¡Dejar yo a mi Rosa!… ¡Perderla!… ¡Echarla de aquí!… (Golpeándose el pecho.) No podría; está muy agarráa y… Yo me entiendo… no sé explicarlo, pero me entiendo… Vamos, que si yo dijese, se acabó Rosa, mi corazón, y mi alma, y todo yo, nos habíamos acabao con ella.
ANDRÉS.— ¡Bah! ¡Enseguida me desazonaba yo por ninguna! Ponte en lo peor, en que la pena sea tan grande que no consigas descuajarla de un tironazo. ¡A distraerse!, ¡qué contra!… no se acabó el mundo por eso. Otros quereres hay, a ellos se coge uno hasta que no se le pase la basca…
JUAN JOSÉ.— Tú, sí, porque tienes padres, hermanos, familia que te consuele y te saque las malas ideas del cuerpo. Yo no tengo nada. ¿Padres?… Dios los dé; no sé quiénes fueron los míos, sólo sé que me tiraron a la calle, mismamente que se tira la basura al arroyo pa que la recoja el trapero. (Con tristeza profunda.) ¡Debe ser tan bueno tener padres!… Lo veo por ti cuando vas a casa de los tuyos, y la pobre vieja de tu madre se alza de su silla y te mira que parece que se te va a comer con los ojos, y te dice: «¡A ser hombre de bien, Andrés!». Tú te ríes, como si no te importase verla ni oírla; pero en la cara se te conocen que no te cogen el gozo en el cuerpo y la alegría en el corazón.
ANDRÉS. (Con ternura.) — Porque ciego por ella; porque se trata de mi madre, y la madre es la sola mujer que no engaña.
JUAN JOSÉ.— Yo no he conocido a esa mujer. Sólo he conocido a la mujer que me recogió junto a las piedras de una cantería pa llevarme en brazos por las calles y compadecer a la gente llamándome hijo suyo. ¡Pa eso me recogieron! Y luego, cuando fui mayor y pude andar solo, pa que pidiera limosna, con los pies descalzos, y la pidiera bien, y llevase mucha, que si llevaba poca, me ponían maduro a palos.
ANDRÉS.— ¡Sí es desgracia! (Con tristeza.)
JUAN JOSÉ.— No lo sabes, Andrés, hay que pasarlo. Pidiendo un pedazo de pan pa que comieran otros, como ahora lo gano pa que otros disfruten, he vivido yo mucho tiempo. Cariño, ninguno. Malas razones y peores hechos. Golpes, no golpes buenos, de los que los padres dan a sus hijos pa que se corrijan, sino golpes de los que da el arriero a su bestia cuando no puede con la carga. A mí nunca me han dicho al pegarme: «¡Toma, pillastre, pa que te enmiendes!». A mí me decían: «¡Toma, granuja, pa que traigas más!». ¡Ya ves qué diferencia! El recuerdo de aquellos golpes, de los que dan los padres, debe saber a gloria; el de los que yo recibía me sabe amargo, y me trae a la boca mucho rencor y muchos odios.
ANDRÉS.— ¡Pobre Juan José!
JUAN JOSÉ.— Más tarde, cuando me vi libre de la caena y dije: «¡a trabajar!», ¿qué encontré? De aprendiz, cachetes del maestro, y de los oficiales, y una cazuela de sobras en un rincón; después, mucho trabajo y muchas fatigas, y un jornal escaso ganao sobre dos tablones mal unidos, tiritando de frío en invierno, abrasándome la piel en verano, afanándome desde la mañana a la noche, pa llegar por la noche a mi casa y encontrarme solo sin que nadie viniera a decirme: «¡Descansa, hombre, que bien lo mereces!». Así vivía cuando conocí a Rosa. Ella me dio lo que aún no había encontrao en el mundo, cariño. ¿Crees tú que puedo dejarla, o conformarme con que me deje?…
ANDRÉS.— Yo…
JUAN JOSÉ.— ¡Dejarme ella a mí!… No, Andrés, ¡que no lo haga, que no lo intente!… ¡Si se atreviera a hacerlo!… (Con tono de amenaza.)
ANDRÉS.— ¿Vuelves a las mismas?
JUAN JOSÉ.— ¡Eso quisiera yo, no volver!… Pero estas cavilaciones mías pueden más que yo, me levantan en peso, y cuando imagino que Rosa me puede abandonar, marcharse con otro, se me pone una nube de sangre delante de los ojos, y… (Con angustia y odio.) ¡Que no suceda, Andrés, que no suceda; porque si sucede, estoy perdío!
ANDRÉS.— Déjate de tontunas, que por la presente, no tienes fundamento y bébete esa media copa. (Alargando la que habrá quedado llena sobre el velador.)
JUAN JOSÉ.— Tienes razón. Más vale callar.
(Apurando la copa de un sorbo. Se abre la puerta del fondo y entra por ella ISIDRA, que se dirige al mostrador.)
Escena V
JUAN JOSÉ, ANDRÉS, ISIDRA y el TABERNERO.
ISIDRA. (Al TABERNERO.) — Dame una de tiple
(El TABERNERO sirve la copa a ISIDRA; ésta la apura a sorbos junto al mostrador.)
ANDRÉS.— La Isidra. (A JUAN JOSÉ, que se habrá vuelto al oír la voz de ISIDRA.)
JUAN JOSÉ.— Esta vieja es la que trae a mal traer a Rosa con sus comadreos.
ISIDRA. (Como si viera por primera vez, desde que entro, a JUAN JOSÉ y ANDRÉS.) — ¡No había reparao! (Acercándose a ellos.) ¡Buenas noches hijos!
ANDRÉS.— Señora, haga usté el favor de no faltar, que nadie se ha metido con usté.
ISIDRA. (Sorprendida.) — ¡Faltar!
ANDRÉS.— Dice que no, y acaba de llamarnos hijos. Contentos andarían los suyos como los tuviese.
ISIDRA. (Con despecho.) — ¡Poca vergüenza!
ANDRÉS. (Con seriedad cómica.) — A todo hay quien gane.
ISIDRA. (A JUAN JOSÉ.) — ¿Ves qué mala lengua?
JUAN JOSÉ. (Con sequedad.) — Peores las hay y más daño hacen. (Con dureza.) Miré usté en qué emplea la suya, porque puede salirle caro.
ISIDRA.— ¿A mí? (Como sorprendida.)
JUAN JOSÉ. (Con el mismo tono de antes.) — ¡A usté!
ISIDRA. (Como si no le entendiera y con fingida sinceridad.) — ¿Qué te pasa, chico?… ¿Te ha picao la víbora?
JUAN JOSÉ.— Quizá que sí. Ya sabe usté lo que quiero decirle, y ándese con cuidao porque too el monte no es orégano, y un día, por culpa de sus trapisondas, va usté a tropezarse con algo que le duela.
ISIDRA.— ¡Yo! ¿Pero qué dices?
JUAN JOSÉ.— Lo que he dicho, y con ello basta. (A ANDRÉS.) Vamos en busca de Antonio, que ya es hora. (Levantándose.)
ANDRÉS.— Vamos. (Se levanta también.) Cuando vengan ésas, que esperen.
TABERNERO.— Quedar con Dios.
(JUAN JOSÉ y ANDRÉS se dirigen al fondo; al llegar delante de ISIDRA, ANDRÉS le da a ésta un golpecito en el hombro, y le dice con tono zumbón:)
ANDRÉS. (A ISIDRA.) — Hasta luego, mamá…
(Salen por el fondo ANDRÉS y JUAN JOSÉ.)
Escena VI
El TABERNERO e ISIDRA.
ISIDRA. (Por JUAN JOSÉ y ANDRÉS.) — ¡Condenaos!… Y no es más que porque Juan José ha pensao que yo aconsejo mal a Rosa (Al TABERNERO.)
TABERNERO.— ¿No lo hace usté? (Con sorna.)
ISIDRA. (Con tono de inocencia.) — ¡El Señor me libre!… Usté me conoce, Manuel.
TABERNERO.— Porque la conozco a usté no la creo.
ISIDRA.— ¿No?
TABERNERO.— Dígame usté, señá Isidra. Yo no me meto en los asuntos de mi parroquia porque no debo, y porque todo el que entra en mi casa a dejar un duro, o una peseta, o una perra chica, es sagrao pa mí. Yo sé oír, y ver, y callar, y respetar a cada uno su marcha, que ese es mi oficio y mi negocio; pero no me venga usté con pamplinas. Aquí no cuelan.
ISIDRA.— ¿Yo?
TABERNERO.— Déjese usté de historias. Desde que Paco se mudó a esta calle y conoció a Rosa, ¿qué ha hecho Paco sino rondar a Rosa, y qué ha hecho usté más que meter a Paco por los ojos de Rosa?
ISIDRA.— ¿Soy yo responsable de que se echen a mala parte mis buenas intenciones?
TABERNERO. (Con tono de duda.) — ¿Buenas intenciones usté?
ISIDRA.— ¡Claro! Paco es una gran proporción, y me duele que no se aproveche de ella Rosa. Eso es cierto; tan cierto, como no me he metido nunca en que ella quiera o deje de querer a Juan José. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?
TABERNERO.— ¡Una friolera!… ¿Usté se ha creído que Juan José iba a conformarse?
ISIDRA.— No sería el primero.
(Se abre la puerta del fondo y entra PACO seguido de dos mujeres y dos hombres. Los hombres llevan capas y sombreros anchos, las mujeres pañuelos de seda a la cabeza y mantones de flecos.)
PACO. (Desde la puerta.) — ¡Adentro!… ¡Ahora veréis si llevo razón!
(Entran los dos hombres y las dos mujeres.)
Escena VII
ISIDRA, PACO el TABERNERO, dos mujeres y dos hombres; luego, el MOZO.
TABERNERO. (Dirigiéndose a PACO con la oficiosidad propia de un tabernero cuando entra un buen parroquiano en su casa.) — ¡Señor Paco!…
PACO.— ¡Hola, Manuel! Les he dicho a éstos que tienes la mejor copa de vino del distrito, conque echa unas pa que se enteren.
TABERNERO. (Llenando unas copas y poniéndolas sobre la repisa del mostrador.) — Éstas son las mías.
PACO. (A ISIDRA.) — ¿Qué bebe usté?
ISIDRA.— Aguardiente.
(El TABERNERO sirve a ISIDRA; los demás apuran sus copas.)
PACO. (A los que le acompañan.) — ¿Qué tal?
MUJER lª.— ¡Superior!
PACO. (Al TABERNERO.) — Danos otras, y que nos arreglen un arroz con pollos y unas chuletas. Cenamos aquí.
TABERNERO.— ¡Chico! (El TABERNERO sirve otras copas; el MOZO sale por la puerta de la izquierda. Al MOZO.) Entra en la cocina y que avíen un arroz con pollos y unas chuletas. Son pa el señor Paco; no digo más. Ponles la mesa en ese cuarto.
(El de la derecha. El MOZO sale por la izquierda.)
PACO. (Al TABERNERO.) — ¿Tienes guitarra?
TABERNERO. (Con afán de agradar.) — Pa usté se buscaría aunque no la hubiera. Ahí dentro (Por el cuarto de la derecha.) encontrarán ustedes una, y de primera.
PACO. (A las mujeres.) — ¿No bebéis?
MUJER 1ª.— ¿Digo? (Apurando la copa.)
PACO. (Al TABERNERO.) — Repite.
(El TABERNERO llena otras copas. PACO se dirige al velador de la izquierda, enfrente del cual se habrá sentado ISIDRA. El MOZO sale de la cocina con un servicio de platos y manteles; atraviesa la escena y entra en la habitación de la derecha, que se ilumina como si acabasen de encender el gas.)
PACO. (A ISIDRA.) — ¿La ha visto usté?
ISIDRA.— Sí.
PACO.— ¿Y qué?
ISIDRA.— Durilla anda; pero déjela usté de mi cuenta, que ya se dará.
PACO.— Si me ayuda usté no ha de pesarle.
ISIDRA.— ¿Ayudarle a usté…? Con alma y vida. A un mozo tan rumboso y tan guapo se le ayuda siempre. Y no lo hago por interés, Dios lo sabe; lo hago porque le tengo a usté simpatías.
PACO.— Si yo pudiera hablar a solas con ella; pero no encuentro ocasión nunca; se pasa el día en el taller; sale del taller con Toñuela, y en cuanto Juan José viene de la obra, no se aparta de ella un instante.
ISIDRA.— ¿Ocasión?… Esta noche se le puede ofrecer a usté una.
PACO.— ¿Esta noche?
ISIDRA.— Rosa vendrá aquí, y vendrá antes que él, porque él ha ido a arreglar un negocio, y a poco que tarde, tardará un poco; si en tan y mientras ella se queda sola, sale usté del cuarto, se hace el encontradizo, y… Créame usté, Paco, con dinero y con simpatías se va a todas partes.
(Sale el MOZO de la habitación de la derecha y se dirige al mostrador.)
PACO. (A ISIDRA.) — ¿Quiere usté cenar?
ISIDRA.— Gracias, ya lo he hecho. Ahora voy en casa de una vecina a que me preste unos cuartejos. Poca cosa: un apuro de veinte reales.
PACO. (Metiendo la mano en el bolsillo del chaleco y sacando de él unas monedas.) — Ahí van dos duros, y quédese usté por si la necesito.
ISIDRA. (Toma el dinero y lo guarda con expresión de profunda codicia.) — ¡De rodillas le serviría yo a usté, Paco!
TABERNERO. (A PACO.) — Cuando ustées quieran; eso está listo. (Por la habitación de la derecha.)
PACO. (A los que le acompañan.) — Vamos.
TABERNERO. (Abriendo de par en par la puerta de la derecha.) — Pasen ustées.
(Entran los dos hombres y las dos mujeres en la habitación de la derecha.)
PACO. (Al TABERNERO desde la puerta de la derecha.) — Mándanos dos docenas y unas aceitunas, pa hacer boca.
(Entra PACO en la habitación de la derecha, cuya puerta se cierra tras él.)
Escena VIII
ISIDRA, el TABERNERO y el MOZO; luego, ROSA, TOÑUELA.
ISIDRA. (Al TABERNERO.) — ¡Es un chorro de oro este Paco!
TABERNERO. (Mientras llena unas copas, que coloca sobre una bandeja, y pone en un plato, sacándolas de un frasco que habrá en el mostrador, dos o tres cacillos de aceitunas.) — Y usté bebe de él a borbotones. Con tal de que no se le atragante a usté Juan José y la ahogue.
ISIDRA.— En peores me he visto.
TABERNERO. (Al MOZO.) — Lleva esto. (El TABERNERO entrega al chico la bandeja de copas y el plato de aceitunas; el chico las entra en la habitación de la derecha, de la que sale breves momentos después de entrar. A ISIDRA.) ¡En fin, allá usté! A mí no ha de dolerme.
(Se abre la puerta del fondo y entran por ella ROSA y TOÑUELA en traje de obreras, mantón de lana, delantal azul, falda corta, pañuelo a la cabeza y manguitos azules en los brazos.)
TOÑUELA. (A ROSA.) — ¡Una quincena sin trabajo!… ¡Estamos lucías!
ROSA. (Con indiferencia y como pensando en otra cosa.) — Cierto que sí. (Al TABERNERO.) ¿Han venido ésos?
TABERNERO.— Me dejaron razón de que les esperaseis. No tardarán.
ISIDRA. (Dirigiéndose a ROSA y TOÑUELA.) — ¡Hola, muchachas!
TABERNERO. (Al MOZO que ya habrá salido de la habitación de la derecha.) — Estate al cuidado. Voy a dar una vuelta por la cocina.
(Sale por la izquierda.)
Escena IX
ROSA, ISIDRA, TOÑUELA y el MOZO.
TOÑUELA. (A ROSA.) — ¡De bonito humor va a ponerse Andrés cuando lo sepa!…
ISIDRA.— ¿Qué ocurre?
TOÑUELA.— ¡Qué va a ocurrir, señora! Que han puesto en la calle, por una quincena, a la mitá de las obreras de la fábrica, y nos ha tocao la china a nosotras.
ISIDRA.— ¡Vaya por Dios, mujer!
TOÑUELA.— ¡Dos pesetas diarias que se va a baños! ¡Qué remedio! ¡Tendremos paciencia!
ROSA.— ¡Pa lo que yo ganaba!… ¡Valiente puñao son tres moscas o seis reales, que era mi jornal, por estarme dale que le das desde las siete de la mañana!
TOÑUELA.— No es tan poco. Con seis reales se puede hacer mucho.
ISIDRA. (Con burla.) — ¡Lo menos un hotel!…
ROSA. (Riendo.) — ¡Sí!…
TOÑUELA.— Menos mal que quince días pasan a escape. Lo siento por Andrés, que tendrá que acortar su ración de vino.
ISIDRA.— Que se aguante. Demás hacéis con trabajar pa ellos y estropearos las manos por ellos.
ROSA. (Mirándose las manos con aire triste y mal humorado.) — ¡Buenas las tengo yo!
TOÑUELA.— Cuando se es pobre, hay que arrimar el hombro. A mí me sabe a gloria el dinero que gano pa ayudar a Andrés. ¿A ti no te sucede igual? (A ROSA.)
ROSA. (Con displicencia.) — Sí, claro está que sí.
ISIDRA. (Con desdén.) — ¡Aperrearse por un hombre!…
TOÑUELA.— Queriéndole y viéndole apurao, se hace a gusto.
ROSA.— ¡Queriéndole!…
ISIDRA.— Déjate de quereres. El querer se acaba un día u otro. ¡Cualquiera me tosía a mí si fuese joven y bonita como vosotras dos!… (A ROSA.) ¡Quita allá, infeliz!… Mujeres conozco que no valen la mitá que vosotras y viven con desahogo, y las tienen a boca que pides, y son las reinas de su casa.
ROSA.— Sí las hay, y están como se les antoja, y se ríen del mundo.
TOÑUELA.— Mientras que les dura el palmito. Cuando éste se acaba, ¿qué es de ellas? Ni los perros las quieren.
ISIDRA.— ¡Qué sabes tú!…
TOÑUELA.— ¡Quiá!… Prefiero sujetarme a mi Andrés, y sufrir su pobreza, y aguantar su genio, a pasar lo que pasan otras, y llegar a vieja y verme como usté se ve, sola, sin la calor de nadie.
ISIDRA.— ¿Y por qué me veo yo así?… Por tonta y por no llevarme de buenos consejos… Y si no, anda, fíate de los hombres; quiérelos por ellos, pasa por ellos fatigas, y penas, y disgustos… ¡ya verás qué pago te dan!
ROSA. (A TOÑUELA.) — En eso tiene razón la seña Isidra. Te afanas por un hombre, pasas con él tu juventud, te aperreas por él, y el día menos pensao se cansa de ti, te pone en la del rey, y si te he visto no me acuerdo. Ahí está lo que ocurre.
TOÑUELA.— No siempre. En fin, cada uno hace de su capa un sayo; y yo me voy a casa a dejar este lío (Uno que habrá puesto al entrar sobre un taburete.) y a preparar la cena, que esta noche tengo convidaos. (Se levanta.)
ISIDRA.— ¿Convidaos?…
ROSA.— Sí; Juan José y yo.
TOÑUELA.— Pa mí, como si fuéseis el rey y la reina de España. (Coge el lío de encima del taburete. A ROSA.) ¿Me esperas aquí?
ROSA.— Bueno.
TOÑUELA.— Bajo en un Jesús. ¡Pobre Andrés!… ¡Tan contento como estaba, y ahora dos semanas de ahogos!… (Como desechando su mal humor.) ¡Qué demonio!… Dios proveerá. Menos ganan los gorriones y viven.
(Sale por el fondo.)
Escena X
ROSA, ISIDRA y el MOZO; al final, PACO y sus compañeros, dentro.
ROSA. (A ISIDRA, por TOÑUELA, y con acento de despecho.) —
Ahí la tiene usté, tan satisfecha y tan alegre… Parece que le ha tocao
el premio gordo con su Andrés. ¿Cómo podrá estar alegre con la vida que
lleva?
ISIDRA.— Porque está acostumbrá a ella desde que nació y no ha visto el mundo por un bujero, ni sabe lo que son comodidades y bienestares y llevar a los hombres de mérito amarraos a la cola del vestido. (Con desprecio.) ¡Qué sabe esa méndiga!… (Con fingida compasión y cariño, y cogiendo las manos de ROSA entre las suyas.) No te ocurre a ti lo mismo, pobrecilla. ¡Quién te ha visto y te ve! Caro estás pagando el capricho.
ROSA. (Con tristeza.) — ¡Sí lo pago, sí!… (Con despecho.) ¡Encontrarme como me encuentro!… ¡Ay, señá Isidra, cada día me acostumbro menos a estas miserias!…
ISIDRA.— Naturalmente.
ROSA.— Nada, que no es posible. Yo procuro, y quisiera y no puedo… ¡Vamos, que no sé a punto fijo lo que me pasa! Un deo de la mano diera yo por saberlo, y por explicármelo.
ISIDRA.— A que yo te lo explico.
ROSA.— Usté…
ISIDRA.— Yo… En primer lugar, te figuras que quieres a Juan José, y no lo quieres.
ROSA. (Con sorpresa.) — ¿No?
ISIDRA.— Vamos, quererle, sí le quieres; pero no con ese cariño que ciega y pone una venda en los ojos.
ROSA.— Yo…
ISIDRA.— No, así no le quieres. La prueba es, que notas lo que al lado suyo te falta; y como no eres una imbécil, reflexionas en que vales mucho y dices: «¿Voy yo a conformarme con esto?», y no te conformas; y haces bien.
ROSA.— ¡Conformarme!…
ISIDRA.— ¡Calla, mujer, calla!… Es un dolor que estés como estás. ¿Y por quién? Por un… Así como así, lo merece la prenda.
ROSA. (En un arranque de vanidad de hembra.) — Eso no; Juan José es un buen mozo.
ISIDRA.— Los domingos, que se lava y se desenyesa la cara; los demás días cualquiera averigua lo que es. ¡Y aunque sea un buen mozo!… Tan buenos los hay y se mueren por tus pedazos, y no te obligarían a trabajar y a sufrir privaciones… Quita, que no tienes perdón de Dios. ¡Si yo estuviera en tu pellejo!…
ROSA.— Señá Isidra, ¿qué voy a hacer sino lo que hago? ¿Cómo le dejo, si no me da motivo, y se muere por mí, y me considera, y dos que gane, míos son? No tengo más remedio que agradecérselo y aguantarme.
ISIDRA.— Y morirte de agradecimiento en un rincón.
ROSA.— Es…
ISIDRA. (Interrumpiéndole.) — ¡Ése sí que es un hombre ñora; porque sólo agradecimiento le tienes ya! ¿Crees que yo me chupo el dedo?… pues no; yo sé de alguien que no te disgusta, y te ha ido interesando poco a poco, y metiéndose en tu sentir. (Como respondiendo a una señal negativa de ROSA.) No me hagas señas de que no, porque es verdad. ¿Quieres que te lo nombre? Paco.
ROSA.— No; no suponga usté…
ISIDRA. (Interrumpiéndole.) — ¡Ése sí que es un hombre cabal y buen mozo, y dispuesto a cuanto sea menester por gustarte!… Sólo que tú, con tus desprecios y con tus repulgos, acabarás por aburrirle y hacer que se canse de ti…
ROSA. (Con orgullo.) — ¡Cansarse!… Apueste usté que no. ¡Como yo quisiera!…
ISIDRA.— Pero no quieres, y acaso cuando vayas a acordarte de él, se haya él olvidao hasta del santo de tu nombre.
ROSA.— ¡Quiá! Paco será el mismo de hoy mientras a mí me dé la gana. No me gusta presumir ni echar plantas, pero, sépalo usté; así, mal vestida, y con esta facha, y sin dármelas de farolera, donde estuviera Paco y mi cuerpo se presentase, no habría más que un ama; yo.
ISIDRA. (Con cariño.) — ¡Vanidosa!
(Se escucha en la habitación de la derecha el rasgueo de una guitarra, acompañado con palmadas y taconazos.)
ROSA.— ¿Hay música ahí dentro?
(UNA VOZ DE HOMBRE entona dentro la salida de una malagueña.)
ISIDRA.— Es…
ROSA. (Levantándose y dirigiéndose hacia la derecha.) — Oiga usté, que va a cantar.
UNA VOZ DE HOMBRE. (Dentro y cantando acompañado por la guitarra.) — Vivir sin ti no es vivir, y sin ti no vivo yo; más vale esperanza en ti que no andar en procesión, hoy aquí, mañana allí.
VOCES. (Dentro.) — ¡Olé! ¡Viva lo bueno!… ¡Viva!…
ROSA. (Con alegría.) — ¡Olé! (A ISIDRA.) ¡Que muy rebién cantao!
ISIDRA. (A ROSA.) — ¿Lo ves? No puedes remediarlo. Ya te está saltando el alma del cuerpo. De buena gana entrarías a echar una copla.
ROSA.— ¡Que lo diga usté!…
ISIDRA. (Con sorna y haciendo un gesto picaresco.) — Ahora que caigo… ¡Pues no se me había olvidao!… ¿A qué no adivinas quién está ahí dentro?
ROSA.— ¿Quién?
ISIDRA.— Paco. Ha venido con unos amigos y con dos mujeres muy guapas. (Recalcando la frase.)
ROSA.— ¿Sí? (Con despecho mal disimulado.)
ISIDRA.— ¡Guapas de veras! (Con tono insidioso.) Lo que pensará el hombre: un clavo saca otro…
ROSA.— Lo que tiene es rabia porque no le hago cara.
(Se abre la puerta de la derecha y sale por ella PACO.)
PACO. (Desde la puerta. Al MOZO.) — ¡Chico!… ¡Vino!… (Como si reparase en ROSA.) ¿Es usté, vecina? (Dirigiéndose a ella.)
ROSA.— Ya me ve usté.
PACO.— ¡Y la veo tan real moza como siempre!
ROSA.— Como que soy la misma.
(El MOZO llena una bandeja de copas, la lleva a la habitación de la derecha. ISIDRA se retira al segundo término.)
Escena XI
ROSA, ISIDRA y PACO; luego, el MOZO.
PACO. (A ROSA.) — ¿Me deja usté que la convide?
ROSA.— Se estima. (Con ligero acento de despecho.) No quiero entretenerle. Podía enfadarse la reunión.
PACO.— ¡Valiente cuidao se me da! Estando como estoy ahora, al lado de usté, cien años me parecerían un minuto.
ROSA.— ¡Cien años! (Con acento irónico.) Iba usté a encontrar calvo cuando volviese, a las señoras que le acompañan.
PACO.— Por mí, que se les caiga el pelo.
(Sale el MOZO de la habitación de la derecha con una bandeja llena de copas a medio apurar; llega con ellas al mostrador y vacía el sobrante de las copas en la jarra.)
ROSA. (A PACO.) — Ande usté, que le esperan; ande usté con ellas y diviértase.
PACO.— ¡Divertirme!… ¡Yo ya no me divierto, Rosa!
ROSA. (Con ironía.) — ¿Le ha ocurrido a usté alguna desgracia?
PACO.— La mayor de todas, penar por causa de una mujer, que maldito si hace caso de mí.
ROSA.— ¡Qué pícara!… ¿Y quién es? ¿Alguna de las señoras que está ahí dentro?
PACO.— No se burle usté. Conmigo no ha venido nadie. Esas mujeres vienen con dos amigos míos, y están ahí porque ellos las han invitao. Pa mí, como si no estuvieran.
ROSA.— ¡Vamos!…
PACO.— La persona por quien yo peno no está en aquel cuarto; usté lo sabe, y si cualquiera de esas mujeres le estorba a usté, lo dice y se marcha a la calle, y si la estorbo yo, me voy yo; porque donde yo esté y usté se presente, usté es la dueña, y la que manda, y la que dispone, y aquí está quien lo dice, y no se ha ido.
ROSA.— Gracias, Paco. (Dirige a ISIDRA una mirada de triunfo y orgullo satisfecho.) No lo decía yo por tanto. (Después de una ligera pausa y como si quisiera variar de conversación.) ¡Vaya una malagueña bien cantáa la de antes!
PACO.— No está mal; pero al lado de usté… ¡Usted sí que canta como un ángel del cielo!
ROSA. (Entre satisfecha y avergonzada.) — ¡Eche usté arena!
PACO.— Como si fuese hoy, tengo presente la primera vez que la oí a usté cantar. Llevo la copla en el corazón, y daría lo que me pidiesen por volverla a oír.
ROSA.— No sea usté romancero, Paco. Cualquiera pensará que nunca ha escuchado usté nada mejor.
PACO.— ¡Nada! Y, ahora que caigo en ello, ¿por qué no entra usté a cantarnos una malagueña?
ROSA.— ¿Yo?
PACO.— Hágame usté ese obsequio.
ROSA.— De buena gana; pero no es posible.
PACO.— ¿Por qué?
ROSA.— Estoy esperando a Juan José; él es muy poco aficionao a que yo entre y salga y alterne. Podía enfadarse.
PACO.— ¡Enfadarse! Si yo fuera un desconocido, se comprende que se enfadara. Tratándose de mí, no hay caso.
ROSA.— Claro que usté es su maestro, y Juan José le debe los dos o los cuatro que gana, pero…
PACO.— Pero ¿qué?
ROSA.— No puedo; de veras no puedo. Él tiene su carácter, y si lo toma a mal…
PACO.— No lo tomará. Es un momento, y si en ese momento llega él, que pase y se beba una copa, o diez, o cuarenta; están ustedes con nosotros lo que les cumpla, y cuando les dé la gana, se van. (Con insistencia cariñosa y como tratando de vencer la actitud indecisa de ROSA.) Vaya, haga usté algo en su vida por mí; aunque sólo sea cantarse una copla… (A ISIDRA, que permanece en segundo término junto a un velador, apurando a sorbos un vaso pequeño de aguardiente.) Señá Isidra, ayúdeme usté a convencerla.
ISIDRA. (Acercándose.) — ¿Qué es ello?
ROSA.— Que Paco se empeña en oírme cantar un rato; yo no me atrevo a complacerle, porque Juan José va a venir y puede figurarse cualquier cosa y darme un disgusto.
ISIDRA.— No hay motivo pa que Juan José se incomode; entre amigos un obsequio se acepta, que no somos salvajes pa desairar a las presonas.
ROSA.— Yo…
ISIDRA.— Anda, mujer, anda; y no te hagas de rogar tanto.
ROSA.— Iré. (A PACO.) Advierto que no hago más que cantar dos coplas y salir.
PACO.— A gusto de usté. De esa puerta adentro, usté es la reina. (A ISIDRA.) ¿Viene usté?
ISIDRA.— Yo me voy a acostar.
PACO. (Abriendo la puerta de la derecha.) — Entre primero la gracia de Dios.
(Entran PACO y ROSA en la habitación de la derecha, cuya puerta se cierra detrás de ellos.)
Escena XII
ISIDRA y el MOZO; a seguida, el TABERNERO; luego, JUAN JOSÉ y ANDRÉS.
ISIDRA. (Al MOZO.) — Dame otra copita, que quiero coger el sueño a gusto.
(Sale el TABERNERO por la izquierda y oye a ISIDRA.)
TABERNERO. (Al MOZO.) — Yo la serviré. Anda tú a la cocina, y en cuanto echen el arroz, llévalo. (Entra el MOZO en la habitación de la izquierda. A ISIDRA.) ¿Aquí todavía?
(Entran por la puerta del fondo JUAN JOSÉ y ANDRÉS.)
ANDRÉS.— Ya estoy templao. Esta noche la tomo. (A JUAN JOSÉ.) He dicho que la tomo, y no estaría bien que un hombre faltase a su palabra; la tomo, aunque no se haya arreglao esa chapuza.
JUAN JOSÉ.— También es capricho. (Reparando en la ausencia de ROSA.) ¿No ha venido aún?
ISIDRA. (Aparte.) — ¡El otro! Yo me largo. (Alto. Al TABERNERO.) Hasta mañana. (Dirigiéndose al fondo.)
ANDRÉS.— ¿Se va usté, doña siglo?
ISIDRA.— A mi nido a dormir.
ANDRÉS.— ¿Pues cómo, si ésta es la hora de las lechuzas?
(ISIDRA se encoge de hombros y sale por el fondo sin contestar.)
Escena XIII
JUAN JOSÉ, ANDRÉS y el TABERNERO; al final, TOÑUELA.
ANDRÉS. (Al TABERNERO.) — ¿Y ésas? ¿No han venido?
TABERNERO.— Hace tiempo. Aquí las dejé con la señá Isidra, cuando entré en la cocina.
JUAN JOSÉ.— ¿Dónde han ido? (Al TABERNERO.) ¿No lo sabes tú?
TABERNERO.— No.
ANDRÉS.— A mi casa; a aviar el guisao. No te apures. ¡Verás cómo vuelven antes de lo que yo quisiera! ¡Miá que sábado y retrasarse sabiendo que llevamos dinero en los bolsillos!… ¡Si fuera lunes!…
JUAN JOSÉ.— Subiremos nosotros.
ANDRÉS.— Sí que tienes tú prisa. No habrá que buscarlas. (Viendo a TOÑUELA que entra por el fondo.) ¿Te convences? Aquí está Toñuela.
TOÑUELA. (Dirigiéndose a ANDRÉS.) — ¿He tardao?
Escena XIV
TOÑUELA, JUAN JOSÉ, ANDRÉS y el TABERNERO; dentro, PACO, ROSA, los dos hombres y las dos mujeres.
ANDRÉS.— ¡Qué vas a tardar, si eres un conómetro pa eso de
quitarme el beber! ¡Sólo que hoy te has retrasao, prenda! Llevo sopláas
unas pocas.
TOÑUELA.— No lo digas, que bien se te conoce, borracho.
ANDRÉS.— A mucha honra. (Se acerca a TOÑUELA y la pone la mano en el hombro cariñosamente.)
TOÑUELA. (Rechazándole cariñosamente también.) — Aparta, que no estoy pa bromas. (A JUAN JOSÉ.) ¿Y Rosa?
JUAN JOSÉ. (Sorprendido.) — ¿No subió contigo?
TOÑUELA.— No; la dejé aquí.
JUAN JOSÉ.— ¡Aquí!… ¿Dónde puede haberse marchao?
(Vuelve a oírse dentro el rasgueo de la guitarra.)
ANDRÉS. (Al TABERNERO.) — ¿Tienes gente?
VOCES. (Dentro.) — ¡Olé!… ¡Vamos a oírla!…
(Una voz de mujer entona dentro la salida de una malagueña.)
JUAN JOSÉ.— ¡Qué!… (A ANDRÉS.) ¿No es esa voz la de Rosa? (Avanza hacia la derecha; al oír el comienzo de la copla se detiene.)
ROSA. (Dentro. Cantando.) — Compañero de mi alma mira lo que están hablando; sin tener que ver contigo la gente anda murmurando.
VOCES. (Dentro.) — ¡Olé! ¡Olé!
JUAN JOSÉ. (Que ha llegado seguido por ANDRÉS hasta la puerta de la derecha, luego de mirar por el hueco que dejan libres las cortinas. A ANDRÉS.) — ¡Es ella! (Con ansiedad.) ¿Quién está con ella? (Vuelve a mirar. Con rabia.) ¡Paco!… ¡Lo ves, Andrés!… ¡Está cantando paque él la escuche!… ¡Y él la obsequia!… ¡Y ella le mira!… ¡Te juro que va a durarles poco la diversión!…
(Abre la puerta de la derecha con violencia. Estas frases las dirá JUAN JOSÉ al mismo tiempo que canta ROSA; de suerte que cuando él abra la puerta del cuarto, quede cortada la copla donde sea y llegue el canto.)
TABERNERO.— ¿Qué es esto?
JUAN JOSÉ. (Desde la puerta y hablando con los de dentro.) — ¡Rosa! (Con dureza.)
PACO. (Dentro.) — Entra, Juan José.
JUAN JOSÉ. (Con sequedad.) — No, señor. (Como si hablara a ROSA.) ¡Has oído, que vengas aquí!… ¡Date prisa!… (Con impaciencia y cólera.)
TOÑUELA. (Bajo a ANDRÉS. Por ROSA.) — ¡Qué loca!
(Sale ROSA por la puerta de la derecha.)
ROSA. (A JUAN JOSÉ.) — Aquí estoy. (Reparando en la actitud descompuesta de JUAN JOSÉ.) ¿Qué tienes?
JUAN JOSÉ. (Cogiendo a ROSA por la muñeca con dureza y llevándola al primer término.) — ¡Qué tengo!… Y tú, ¿qué hacías en esa habitación?… ¡No te he dicho que no quiero verte con nadie, y menos con él!…
(Sale PACO por la puerta de la derecha, y detrás de él las dos mujeres y los dos hombres.)
Escena XV
ROSA, TOÑUELA, JUAN JOSÉ, PACO, ANDRÉS, el TABERNERO, los dos hombres y las dos mujeres.
PACO. (Dirigiéndose a JUAN JOSÉ.) — ¿Qué es esto, Juan José?
JUAN JOSÉ. (Con dureza.) — Ya lo ve usté. Saco de ahí a Rosa, porque tal es mi gusto; y no creo que haya quien me lo estorbe.
PACO.— ¿Te enfadas porque la he convidao a una copa? Mía es la culpa; la vi al entrar y la invité de buena manera.
ROSA. (A JUAN JOSÉ.) — Yo no quería. Fue él quien se empeñó.
PACO.— Me parece a mí que un amigo no ofende convidando a la mujer de otro.
JUAN JOSÉ.— Un amigo, no.
PACO.— Entonces…
JUAN JOSÉ.— Pero ¿usté es un amigo mío?
PACO. (Sorprendido.) — ¿Qué dices?
JUAN JOSÉ.— Que no es amigo de uno el que enamora a la mujer que vive con uno y quiere quitársela.
ANDRÉS.— ¡Juan José!…
JUAN JOSÉ.— Estoy harto de disimulos.
PACO.— ¿Tú dices?
JUAN JOSÉ.— Lo que usté sabe tanto como yo; que Rosa le parece buena para sus entretenimientos, y que yo he debido parecerle a usté muy poca cosa cuando se atreve a poner en ella sus ojos.
TABERNERO. (A PACO.) — No le haga usté caso.
ROSA. (Como asustada.) — ¡Dios mío!
TOÑUELA.— Tú tienes la culpa.
PACO.— Está loco.
JUAN JOSÉ.— No estoy loco. Hace tiempo que le vengo observando a usté y sabiendo que, con capa de amigo, quiere usté robarme lo que más aprecio en el mundo, lo sé; y como alguna vez teníamos que jugar limpio, hice antes lo que hice, y le hablo a usté como le estoy hablando en este momento.
ANDRÉS. (A JUAN JOSÉ.) — ¡Ten prudencia!
PACO. (A JUAN JOSÉ.) — Pues hablas mal y apuras mi paciencia, y te olvidas de quien soy yo.
JUAN JOSÉ.— No me olvido. Usté es mi maestro, el que me da el jornal con que como, y dispone de mí y de estos brazos desde que sale el sol hasta que anochece. ¡Ya ve usté cómo no me olvido! Sin duda por eso, porque me paga usté, ha llegao a creerse que todo lo mío le pertenece, y no contento con lucirse a costa de mi sangre, quiere usté mandar también aquí dentro y coger lo que aquí dentro vive y llevárselo. ¡Pues eso no, no señor Paco; eso, no!
PACO. (Con cólera.) — ¡Mira lo que dices!
JUAN JOSÉ.— Digo, que pobre, pero no tanto. Mi sudor, bueno; mi trabajo, bueno también; de usté son, porque usté los paga. (Cogiendo a ROSA por un brazo y atrayéndola a sí.) Pero esto no se paga con dinero; no hay dinero que lo pague en el mundo. Esto es mi vida, mi alma, me pertenece y no lo suelto.
TABERNERO. (A JUAN JOSÉ.) — No armes escándalo en mi casa.
PACO. (A JUAN JOSÉ.) — Acaba de faltarme, porque se me acaba el aguante.
(Avanzando hacia JUAN JOSÉ; los hombres que acompañan a PACO hacen ademán de seguirle.)
ANDRÉS. (Interponiéndose entre los que avanzan.) — Quietos, que son dos hombres solos.
PACO. (A JUAN JOSÉ.) — ¿Conque buscas peleas?
JUAN JOSÉ.— ¡Yo no busco nada; digo lo que debo decir, y me atengo a los resultaos! (Con energía.)
PACO. (Con ira.) — Tentao estoy de responderte que tienes razón, que la quiero, y que he de poder poco si no te la quito, aunque sea delante de tus ojos.
(Trata de avanzar hacia JUAN JOSÉ; los que van con él le detienen.)
JUAN JOSÉ. (Avanza al mismo tiempo que PACO.) — ¡Quitármela!… (Se detiene como reprimiendo su cólera. A los hombres que contienen a PACO.) No sujetarle. (A PACO.) Pruebe usté. A la calle vamos. (Dirigiéndose a ROSA.) Sal delante, y sal tranquila, y ve despacio. Anda.
TOÑUELA.— Yo iré.
(Haciendo ademán de acompañar a ROSA, que se dirige al fondo.)
JUAN JOSÉ. (A TOÑUELA.) — He dicho que sola. (A PACO.) Esa mujer es la mía, la que yo quiero; y la quiero pa mí solo, ¡solo!… (ROSA abre la puerta del fondo y sale por ella.) ¿Hay quien dice que desea quitármela? ¡Que pruebe!… Sola va. El que la quiera que salga por ella. ¡Pero no olvide que tiene que salir por esta puerta (La del fondo.), y que en esta puerta estoy yo!…
(La actitud de los actores será la siguiente: JUAN JOSÉ en el fondo. PACO, en primer término, sujeto por los hombres y las mujeres que le acompañan. El TABERNERO al lado de PACO. ANDRÉS cerca de JUAN JOSÉ. TOÑUELA junto a ANDRÉS.)
FIN DEL ACTO PRIMERO
Acto II
El teatro representa el interior de la casa en donde habitan ROSA y JUAN JOSÉ. Puerta al fondo, que supone ser la de la calle; una en el lateral derecho y otra en la izquierda.
En el primer término a la derecha, una cómoda de pino, pintada, desvencijada y resquebrajada por varios sitios; encima de la cómoda, dos floreros de loza con flores de papel, una imagen de barro y un quinqué de hoja de lata con pantalla de cartón verde; pegado a la pared, encima de la cómoda, un periódico taurino con el retrato de un torero; una mesilla baja de pino; tres o cuatro sillas de Vitoria en mal uso y un banquillo de madera, completan el mueblaje de la habitación. En los dos costados del fondo y pegados a la pared, dos números ilustrados de La Lidia. En la pared de la izquierda, un espejo de mano pendiente de un clavo. A la derecha, un brasero de hierro con tarima y sin lumbre, mediado de ceniza.
Al levantarse el telón aparecen en escena ROSA, ISIDRA y TOÑUELA. TOÑUELA y ROSA, sentadas en primer término junto a la mesa. ISIDRA, en pie, cerca de la puerta del fondo, como si acabara de entrar.
Escena I
ROSA, TOÑUELA e ISIDRA.
ISIDRA. (Restregándose las manos.) — ¡Vaya un frío!… ¡Se quedan los pájaros tiesos en la calle! ¡Hay más de una cuarta de nieve, y dura como un mármol!… (Acercándose al brasero y removiendo la ceniza con la badila. A ROSA.) ¿No tienes lumbre?
ROSA. (Con ironía amarga.) — ¡Lumbre!… ¡Dios la dé!… ¡Por supuesto pa la falta que hace!… El fogón no la necesita, porque está huérfano de alimento, y yo… Acostumbrándose a no comer, bien puede una acostumbrarse a tiritar.
TOÑUELA.— Y que las desgracias siempre vienen juntas. ¡Parece que nos ha caído una maldición! Primero, nosotras; al día siguiente, Juan José sin trabajo, y el viernes, Andrés. (A ISIDRA.) ¡Le digo a usté que es pa tirarse de los pelos!
ISIDRA.— ¡Ya! ¡Ya!…
TOÑUELA.— ¡Y gracias a que Andrés tiene la casa de su madre!
ISIDRA. (A ROSA.) — ¡Qué quincena lleváis!
ROSA.— ¡Y cada vez peor! (Con desesperación.)
ISIDRA. (Con fingido cariño.) — ¡No te apures!… Como a hija te quiero, y no consentiré que lo pases mal en tan y mientras yo pueda evitarlo. Una cazuela de sopas he puesto a la lumbre y media espuerta de cisco en el brasero. Las sopas vienes a comerlas cuando estén aviáas, y el cisco, tu brasero me llevo, le echo la mitá del mío y te traigo un poco de calor. (Haciendo ademán de coger el brasero.)
ROSA.— ¡Déjelo usté!…
ISIDRA.— ¡Miá que dejarlo!… (Cogiendo el brasero.) ¡Vuelvo enseguida!…
(Sale por el fondo. Comienza a obscurecer.)
Escena II
ROSA y TOÑUELA.
ROSA. (Por ISIDRA.) — ¡Qué buena es!…
TOÑUELA.— ¡Bondades hay que meten miedo! ¡La de la señá Isidra es una de ellas!
ROSA. (Con tono de reproche.) — ¿Vas a tomarla con la pobre?
TOÑUELA.— Sí la tomo; porque esa vieja es lo mismo que la polilla: donde entra, daña.
ROSA.— ¡Qué cosas dices!
TOÑUELA.— Y hace mal en venir a tu casa. El mejor día la saca arrastras Juan José.
ROSA.— No tiene motivos.
TOÑUELA.— ¿Me quieres hacer comulgar con rueas de molino?
ROSA.— No te quiero hacer comulgar con náa. Tú eres la que miras bultos donde no los hay.
(Entra ISIDRA por el fondo con el brasero apoyado en una cadera y sujeto con la mano derecha, y una alcuza de aceite en la mano izquierda. Al entrar deja la alcuza encima de la cómoda.)
Escena III
ISIDRA, ROSA y TOÑUELA; al final, IGNACIO y ANDRÉS.
ISIDRA. (Dejando el brasero en el suelo.) — ¡Ya está aquí el brasero! ¡Y calienta que es una bendición! ¡Acercarse, hijas, acercarse!…
(ROSA y TOÑUELA se acercan al brasero.)
ROSA. (Poniendo las manos cerca de la lumbre.) — ¡Estoy arrecía!…
ISIDRA.— También traigo un poquillo de mineral; las noches son largas, y se pone una muy triste cuando está a obscuras.
ROSA. (Con tono de gratitud.) — ¡Por Dios!… ¿Cómo pagar a usté?…
ISIDRA.— Ya me pagarás, hija; ya me pagarás. Este mundo da muchas vueltas. (Al ver que ROSA hace ademán de levantarse a arreglar el quinqué, la detiene.) Yo misma le avío. Caliéntate tú, que buena falta te hace.
(ISIDRA se dirige hacia la cómoda, y sigue la conversación mientras arregla el quinqué y lo enciende. ROSA vuelve a sentarse.)
ROSA. (Con desesperación.) — ¡Qué vida, Santísima Virgen, qué vida!
ISIDRA.— ¡Pensar que todo esto lo ha traído el pícaro genio de tu hombre!…
TOÑUELA.— Eso no es verdad.
ROSA.— ¿Le defiendes?
TOÑUELA.— Pues claro. Si te vio con quien le das celos, ¿qué iba a hacer? Si yo me hubiese atrevido a lo que tú, y Andrés se hubiera portao como se portó Juan José, más le querría yo desde entonces, y todo lo llevaría con gusto sabiendo que él se jugaba la vida y el pan porque otros ojos que los suyos no me mirasen como él me mira.
ISIDRA. (Con ironía.) — ¿Sí?
TOÑUELA.— No era mi hombre, y se me erizó la carne de orgullo cuando le vi ponerse delante de la puerta y decir: «¡El que la desee, que salga a buscarla!». El otro no salió; por supuesto, hizo bien. Si sale, de la puerta no pasa. Había en la cara de Juan José algo que hablaba y decía: «Al que se la atreva, lo mato».
ISIDRA.— Calla, mujer, calla. ¡Paece que te has pasao los años leyendo esas historias que tiran por debajo de las puertas a cinco céntimos el cuaerno!
TOÑUELA.— No sé leer.
ISIDRA.— Nadie lo diría; que eres pintiparáa a un presonaje de los que salen en esos libros. Bueno que una persona se acalore cuando hay fundamento. Aquella noche no lo había.
ROSA.— Eso digo yo. Paco me invitó a buen hacer. Si a Juan José no se le hubiera subido la sangre a la cabeza, nos habríamos evitao el disgusto y las resultas, que no son flojas.
ISIDRA.— Juan José lo echó todo a barato.
ROSA.— ¿Y qué ha sucedío? Que a la mañana siguiente le dieron la cuenta y le despidieron de la obra; que durante ocho días hemos ido tirando con lo que había en casa, y que, a la presente, se consumió todo. La lana del colchón, a puñaos hemos ido vendiéndola; miá dos pares de enaguas, las sábanas, la colcha y media docena de camisas que teníamos entre los dos, están en la casa de préstamos; su capa no la ha llevao porque no la toman; de manta nos sirve. Antiayer empeñé mi mantón en diez reales; con ellos hemos pasao hasta hoy, y hoy, naa, un cacho de pan raciao con aguardiente, y a esperar el maná, porque lo que traiga Juan José, en la frente dejo que me lo claven.
ISIDRA.— ¡Jesús, qué desdicha!
ROSA.— ¡A ver si hay quien lo aguante!… ¡Yo, no!
TOÑUELA.— ¡Mujer!
ROSA.— ¡Y que esto ocurra por no venirse él a razones!…
TOÑUELA.— Ocurre por ser tú ligera de cascos, y meterte a cantar donde estaba Paco y no haberle parao a tiempo los pies.
ROSA.— ¿Yo?
TOÑUELA.— De más hizo Juan José, que se creyó lo que le dijiste y no te rompió un hueso.
(Aparecen en la puerta del fondo ANDRÉS e IGNACIO.)
ROSA.— ¡Hubiera estao bien que me pegase!
TOÑUELA.— Por menos he llevao yo muchos cachetes.
ANDRÉS. (Desde la puerta.) — ¡Y los que llevarás!… ¡Más efecto os hace a las mujeres un cachete a tiempo que un sermón de Cuaresma!… Entra, Inacio.
(Entran ANDRÉS e IGNACIO.)
Escena IV
ROSA, TOÑUELA, ISIDRA, ANDRÉS e IGNACIO.
IGNACIO. (A ROSA.) — ¿No ha vuelto ése?
ROSA.— No.
ANDRÉS.— Como si lo viera, vuelve con las manos vacías. Así como así es fácil encontrar trabajo. ¿Sales de una parte?… Pues aguarda sentao a que te llamen de otra.
IGNACIO.— Y Juan José, menos. Ya has oído al maestro con quien hemos estao hablando por él.
ROSA.— ¿Qué os ha dicho?
ANDRÉS.— Pues nos ha dicho: «Juan José es un buen oficial; pero no puedo darle ocupación. ¿Sabéis lo que hizo con Paco la otra noche? Gasta muy mal genio, y no respeta a nadie».
IGNACIO.— ¿Que no respeta?… ¿Por qué no respeta?… ¡Porque no ha querido sufrir que su maestro se burle de él y requiebre a la mujer que vive con él!… ¡Peazos le hubiera hecho yo!
ANDRÉS.— No faltó mucho. ¡Negro me vi pa sujetarle! (A ROSA.) ¡En menudo fregao nos metiste!
ROSA.— ¿Yo?… ¿Dirás que tuve yo la culpa?
ANDRÉS.— ¿Pues quién la tuvo? ¿La Cibeles?
ROSA.— ¿En qué he faltao yo? ¿Porque un hombre le diga a una mujer buenos ojos tienes ya han faltao la mujer y el hombre? ¿Se ha propasao Paco conmigo? ¿Le he dejao yo que se propase? ¡Entonces!… Sólo que Juan José, y Toñuela, y tú os empeñáis en echarme los cargos encima; y yo aquí pa sufrirlo todo: privaciones, desconfianzas… Y si un día me harto y tiro por la calle de en medio me pondréis como un trapo. (Llorando, más de rabia que de sentimiento.) ¡Vaya que tiene esto mucho que ver!
ISIDRA.— No te apures.
TOÑUELA.— ¡Chica, no es pa tanto!
ANDRÉS.— Ahora unas lagrimitas… Toas las mujeres sois lo mismo. A creeros, nunca tenéis la culpa de nada. Os dejáis requebrar sin mala intención; dais en cara a un hombre con otro como quien da una broma; os reís con el que os piropea; le hacéis arrumacos delante del que os quiere, y un día, esos dos hombres, que se han tomao entre ojos, se disparan, se dicen cuatro desvergüenzas, la emprenden a navajazo limpio, van el muerto al hoyo y el vivo a la cárcel, y vosotras rompéis a llorar y a decir, con cara de inocentes: ¡Yo no tengo la culpa!… ¡Quién iba a pensarlo!… ¿Verdá?
ROSA. (Con despecho.) — ¡Andrés!…
ANDRÉS.— Si os damos celos, os ponéis moños; si os advertimos, os reís; si os reprendemos, os enfadáis, y si os pegamos, nos llamáis brutos… ¡Brutos!… ¡Más vale ser bruto que…! ¡Como los hombres siguieran mi consejo no haríais tantas piernas vosotras!
ISIDRA. (Bajo a ROSA.) — ¡Qué borrico!
TOÑUELA. (A ANDRÉS.) — ¡Déjala en paz!
ROSA. (A ANDRÉS.) — ¡Si Juan José te oyera!…
TOÑUELA.— Si lo oyera, ¿qué?
ANDRÉS.— Quizás se pusiese de su parte; porque el que media entre un hombre y una mujer, ése pierde. Lo sé de buena tinta.
IGNACIO.— ¿Tú?
ANDRÉS.— En persona; y no hace veinte días que pasó.
TOÑUELA.— ¿Qué pasó?
ANDRÉS.— Verás. Bajaba yo por la calle de Embajadores, y al desembocar en el barranco, me veo a uno que le estaba atizando a su mujer, o lo que fuera, un palizón órdago. No es que yo me asuste porque se les tiente el traje a las mujeres; pero aquel ciudadano pegaba tan fuerte y ella soltaba tales quejíos que me dio lástima y me metí por medio, y sujeté la mano del hombre y le dije: ¡Camará, basta; ni que fuese la señora una caballería! El sujeto era razonable, y se contuvo; ¡pero ella!… ¡A ella había que verla!… Se puso en jarras, se vino pa mí, arrimó su cara a la mía, como si quisiera tragárseme, y me soltó esta rocida: «¿A usté qué si me pega, tío morral?… Pa eso es mi marido…». Vamos que si me descuido me pega ella a mí.
IGNACIO.— ¿Y qué hiciste?
ANDRÉS.— ¡Calcula!… Gritarle al otro: ¡Siga usté hasta que se canse, buen amigo! Y echar por el barranco abajo, jurando no meterme en jamás en líos de mujeres y de hombres.
ISIDRA.— Pronto has olvidao el juramento.
ANDRÉS.— Porque se trata de Juan José… Juan José es un amigo, y no quiero que ni él ni ésta (Por ROSA.) tengan que sentir. (Se acerca a ROSA.) ¡Déjate ya de lloriqueos!
ISIDRA. (A ROSA.) — Claro; no te aflijas ni hagas caso de éste.
ANDRÉS.— Hazlo de ella, que irá mejor.
IGNACIO.— Haya paz; basta de tontunas… (A ANDRÉS.) Puesto que Juan José se tarda, bajaremos tú y yo a la taberna. Enrique debe estar allí con el recao de si hay o no obra en ese pueblo.
ANDRÉS.— Dios lo haga, porque estamos todos en las últimas. (A ROSA.) Cuando venga, dile que abajo le aguardamos.
IGNACIO. (A ANDRÉS.) — Anda.
ANDRÉS. (A TOÑUELA.) — Tú, vete a aviar y que estés lista pa cuando yo suba.
ROSA. (A ANDRÉS.) — ¿Cenáis en casa de tu madre?
ANDRÉS.— Y si no cenamos allí, no cenamos… Hay donde escoger. Hasta luego.
(Salen por el fondo TOÑUELA, ANDRÉS e IGNACIO. La primera por el lado derecho de la puerta, y los otros por el izquierdo.)
Escena V
ROSA e ISIDRA.
ISIDRA.— ¡Los ves!…
ROSA.— Sí, señora, lo veo; estoy conforme con usté; ¡es ya demasiao!
ISIDRA.— Naturalmente.
ROSA.— ¡Y no aguanto más!… ¡Ea, que no!… Si Juan José no cambia de genio, si no halla trabajo, si él y todos siguen mortificándome con el otro, yo sé lo que tengo que hacer.
ISIDRA.— ¡Cambiar de genio!… ¡Sí, sí!… ¡Otro gallo te cantaría! ¿Te crees que si le hubiese hablao a Paco y se hubiera rebajao unas miajas con él, Paco le hubiese echao de la obra? De ningún modo. Paco no es malo; ¡qué va a serlo! Tiene un corazón de oro, y respective a ti, descolgaría la luna del cielo por complacerte.
ROSA.— ¿Él?
ISIDRA.— Más que tú padece viéndote padecer. Sólo que, lo que dice: «¡Gotas de mi sangre diera yo pa que a Rosa no le faltara nada; pero si me desprecia y prefiere las fatigas y los malos tratos con él, al bienestar y al descanso conmigo, allá se las componga, mientras yo me como los puños de rabia! Ya que rabio yo, rabiaremos todos».
ROSA.— ¡No será tanto!
ISIDRA.— ¿Que no?… De sobra conocemos lo enamorao que está de ti. ¡Pena da ver lo que sufre por causa tuya!… ¡Lástima de hombre! ¡Tan fino, tan simpático y con muchos billetes en la cartera!… ¡Lástima de ti, que podrías estar a la hora de ahora en una buena casa y con un mantón alfombrao en los hombros y dos orlas de brillantes en las orejas, y cuatro o cinco sortijas en esos deos tan bonitos que Dios te ha dao!
ROSA. (Suspirando.) — ¡Ay!
ISIDRA.— ¡Qué pareja haríais!… De ti no hay que hablar; y él… ¡No me negarás que Paco es un buen mozo!
ROSA.— ¡Si no lo niego!
ISIDRA.— Como que te gusta más que el otro; y te pondría a flote… No sé qué esperas.
ROSA.— ¡Yo! (Como vacilando. Con tono de duda.) No me determino, señá Isidra, no me determino.
ISIDRA.— Haces mal. ¿Sabes lo que me ha dicho esta mañana Paco?
ROSA.— ¿Qué?
ISIDRA.— Pues me ha dicho: «Vea usté a Rosa; pregúntele si puedo hablar con ella, y asegúrela que como ella me quiera haré lo que me pida y no habrá quien la toque el pelo de la ropa, porque yo estoy pa salir por todo y a mí no se me come nadie».
ROSA.— ¿Le ha dicho a usté eso?
ISIDRA.— Como lo oyes. Conque tú verás.
ROSA.— ¡Hablar con él!… (Como si dudara.)
ISIDRA.— Y ello ha de ser hoy. A Paco se le ha rematao la paciencia; vendrá a verme luego pa saber tu resolución. Además, yo también necesito que decidas una cosa u otra, porque me estoy exponiendo a que Juan José me dé un disgusto. Anda muy escamao conmigo, y más va a escamarse si me ve que hablo con el otro, y que entro y salgo mucho en tu casa.
ROSA.— Pero…
ISIDRA.— ¡No seas tonta!… ¡Con hablar a Paco no adquieres compromiso formal! Hablas con él, le oyes…
ROSA. (Mirando hacia la puerta del fondo.) — ¡Chist!… Juan José.
(Entra JUAN JOSÉ por el fondo, donde se detiene.)
Escena VI
ROSA, ISIDRA, JUAN JOSÉ.
JUAN JOSÉ. (Desde la puerta. Con desaliento.) — ¡Nada!…
¡Nada!… Parece que el hielo de la calle se les ha metido en el corazón a
los hombres, según lo tienen de duro y de frío pa mí. (Avanza hacia ROSA, que le mira como interrogándole.)
¿Qué me miras?… Ya puedes suponértelo; no hay trabajo; no lo encuentro
en ninguna parte, ¡en ninguna!… ¿De qué sirve tener buena voluntá y
buenos brazos y saber su oficio?… ¿De qué?… ¡Ni que el trabajo fuese una
limosna pa que a uno se lo nieguen!… Pues qué, ¿no hay más que condenar
a un hombre a morirse de hambre o a pedir por Dios?… ¿Hay en esto
justicia?… Y si no la hay, ¿por qué sucede? ¡Luego dicen que si los
hombres matan y roban!… ¡Qué van a hacer!… (Se deja caer junto a la mesa en actitud desesperada, y oculta la cabeza entre los puños.)
ISIDRA.— Ten calma y ven a calentarte un poco, que hace mucho frío en la calle.
JUAN JOSÉ. (Levanta la cabeza. Con amargura y sorpresa.) — ¡Calentarme!… ¿Dónde?… (Reparando en el brasero encendido. A ROSA.) ¿Tienes fuego?
ROSA.— Gracias a la señá Isidra, que me ha traído un poco de lumbre.
JUAN JOSÉ. (A ISIDRA. Con ironía amarga.) — ¡Ah! ¿Conque es usté la buena alma que se ha compadecío de nosotros?… ¿Y quién le ha dao a usté los dineros pa hacer la obra de caridá?
ISIDRA.— ¿Qué dices?
JUAN JOSÉ.— ¡Que en jamás se ha compadecío usté de nadie sin su cuenta y razón!
ISIDRA.— ¡Juan José!… (Como ofendida.)
JUAN JOSÉ.— ¡Le tiene usté mucha ley a esta casa! Sobre todo cuando no estoy yo en ella.
ROSA. (Con tono de reproche.) — ¿Te enfadas con la pobre después de lo que hace por mí?…
JUAN JOSÉ.— ¡Por ti!… (Con sarcasmo.) ¡Es muy buena la señá Isidra, muy buena!… Miá si lo es que sólo procura por tu felicidá, y viendo que no las has encontrao conmigo, viene a proporcionártela con otro. ¡Con Paco!
ROSA.— No hables así.
JUAN JOSÉ. (A ISIDRA.) — ¿Imagina usté que ando ignorante de sus manejos? Pues estoy al cabo de la calle. Tan enterao vivo de lo que Paco trata con usté, como de lo que usté viene a hacer a mi casa.
ISIDRA.— Te equivocas; te juro que…
JUAN JOSÉ.— No jure usté en falso. Usté se ha conchavao con el otro pa engañarme a mí, pa convencer a ésta. Y la ocasión no es mala. ¡Saben ustees que estamos en las últimas, que la desgracia nos tiene apretaos por el cuello, y se piensan que ella cederá, que yo bajaré la cabeza, porque el hambre es mal consejero del querer y la miseria mala compañera de la honra; se figuran ustees eso, y él se achanta y espera, mientras usté le ayuda y viene a robarnos lo único que nos ha quedao, un poco de cariño!… Pues se equivoca él y se equivoca usté. No sé cuál es o cuál será el sentir de Rosa; el mío… Hay algo que no me hará vender el hambre: la vergüenza.
ISIDRA. (A ROSA.) — ¿Ves que mal pensao, hija?… (A JUAN JOSÉ.) ¿Me tienes por capaz de favorecer a éste con mala intención?… (Como indignada y sorprendida.) ¡Jesús, María y José!… No estás en tus cabales.
ROSA. (A JUAN JOSÉ.) — ¡Parece mentira que la insultes, cuando viene a darnos su miaja de pobreza!
JUAN JOSÉ.— No la defiendas. ¡Mira que me resisto a dudar de ti, y si la defiendes voy a hacerlo! (Con tono de amenaza. A ISIDRA.) ¡A usté!… Ya se lo he dicho; no quiero nada que de usté venga. Sólo un favor la pido: que salga de esta casa y que no se le ocurra más poner los pies en ella.
ISIDRA.— ¿Me echas de tu casa?
JUAN JOSÉ.— Sí, la echo a usté.
ROSA.— Pero…
JUAN JOSÉ.— ¡No has oído que calles!… (A ISIDRA.) Nada quiero de usté, lo repito; ni el pan que me ofrece, y se me atravesaría en la garganta antes de tragarlo; ni esa lumbre maldita (Empuja con el pie el brasero, que medio se vuelca, en forma que gran parte de la lumbre se desparrama por el suelo.) que me enciende la cara y me da más frío en el corazón que la nieve de la calle en el cuerpo. (Avanzando hacia ISIDRA.) ¡No quiero nada, nada más que no verla a usté; conque andando y de prisa, si no prefiere usté que la coja por el cogote y la eche yo mismo!
ISIDRA. (Con temor.) — ¡Basta, hombre, basta!… Ya me voy. (Retrocediendo hasta la puerta; cuando llega a ella se detiene, se encoge de hombros y le dice a JUAN JOSÉ.) ¡Tú te arrepentirás!
(Sale ISIDRA por el fondo.)
Escena VII
ROSA y JUAN JOSÉ.
JUAN JOSÉ. (Con desprecio.) — ¡Arrepentirme!…
ROSA. (Con enfado.) — No te arrepentirás. No hay cuidao. Sería la primera vez que te arrepintieses de tus prontos.
JUAN JOSÉ. (Sorprendido.) — ¡Mis prontos!… ¿He hecho mal despidiéndola?
ROSA. (Con ironía.) — ¡Quiá! ¡Si lo has hecho perfectamente! ¿A qué ha venido la señá Isidra? A ofrecerme una cazuela de sopas y a traerme un cogedor de cisco. ¡Miá que ofrecernos eso a nosotros, que tenemos medio cordero en el fogón y un quintal de cok en la chimenea!… ¡Es mucho faltar!… ¡Bien prudente has estao!… ¡Había pa ahorcarla!…
JUAN JOSÉ.— ¿Pero estás ciega, o te burlas de mí? (Con enojo.) ¿Aún no has entendido lo que huronea esta mujer? (Con tono de recelo.) ¿Es qué te has propuesto no entenderlo?…
ROSA.— Como nada malo me ha dicho, nada malo tengo que pensar de ella. (Con displicencia.)
JUAN JOSÉ.— ¿Conque no?… ¿Conque te encierras en negar sus propósitos? ¿Conque no los conoces?
ROSA.— No. Sólo sé que por causa de tus cavilaciones y de tus recelos estamos como estamos.
JUAN JOSÉ. (Con enojo.) — ¡Rosa!
ROSA. (Con sarcasmo.) — No te incomodes. Ya te se ha satisfecho el gusto. ¿Qué más quieres si te has salido con la tuya? ¡Aunque yo reviente, no importa!
JUAN JOSÉ.— ¿Pero cómo voy a portarme? ¿Iba yo a sufrir que Paco te cortejase y me ofendiese por no perder el jornal que me daba? ¿Voy por una cucharaa de sopas a conformarme con los trapicheos de la Isidra? ¿Voy a hacer eso?… ¿Te has creído que voy a hacer eso?… ¿Quieres que lo haga?… ¡Habla y acaba de una vez!
ROSA.— Yo me refiero a lo que sucede; a que tu genio nos lleva de mal en peor, y te pregunto hasta cuándo van a durar estas desdichas.
JUAN JOSÉ.— Tú…
ROSA.— Sin duda tendrás algún medio pa salir del atranco cuando te atreves a resollar tan fuerte. Lo tienes, ¿verdá?
JUAN JOSÉ.— No; no tengo ninguno, ¡ninguno!… (Con desesperación.)
ROSA.— ¿Qué aguardas entonces? ¿Que yo me consuma aquí dentro como un candil falto de aceite?… Claro; como los hombres entráis y salís, nunca os falta un amigo que os convide a una copa u otra. Con eso se va uno defendiendo, y a la mujer, que la parta un rayo.
JUAN JOSÉ.— Pero ¡qué hablas!… ¿No sabes que si alguien me diera un pedazo de pan, ese pedazo de pan llegaría a tus manos sin que yo lo tocase?… (Con pasión.) ¿No comprendes lo que tú significas pa mí? ¿Ignoras que desde el punto de conocerte sólo en ti he pensao y de cuanto he tenido has dispuesto?… Pa mí se acabó el mundo al mirarte. Amigos, diversiones, ¡hasta el vaso de vino que tomaba en la taberna al volver de la obra!… A trabajar pa ella, me dije, y con calor, con frío; cortándome el viento la carne o abrasándome el sol la piel, cantaba yo encima del andamio, más contento que nunca; porque aquel frío, y aquel calor, y aquel dale que le das sin descanso eran mi jornal, el cuarto donde habitas, tu comida diaria, tu paseo de los domingos, el vestido de percal pa tu cuerpo, el mantón de lana pa tus hombros, ¡tú entera que vivías por mí!… ¡Qué me importaban el cansancio, y la faena, y el peligro!… ¡Calcúlate lo que iba a importarme padecer de día si me esperabas tú por la noche!… Ahí tienes lo que he hecho; lo que haría hoy mismo si pudiese; lo que deseo hacer… ¡Si hasta pediría pa ti una limosna, pa ti; pa mí, no! ¡Si no creyera que ibas a avergonzarte de que esta juventud y estos brazos servían sólo pa echarse pa alante y pedir por Dios! ¡Y aún dices que no me interesas, que te abandono y te descuido!… ¡No lo digas, Rosa, no lo digas!… ¡Por ti lo intento yo todo, todo!… ¿Qué quieres que haga?…
ROSA.— Tú lo sabrás. ¿Qué voy yo a decirte?… ¿Qué sé yo?…
JUAN JOSÉ. (Con tristeza y asombro.) — ¡Nada más que eso me contestas!…
ROSA.— ¿Qué voy a contestarte? Como no te conteste que no he comido desde ayer y que esta noche nos helaremos juntos en aquel camastro.
JUAN JOSÉ.— ¿Tú crees que yo puedo evitarlo?
ROSA.— ¿Crees tú que se puede vivir de este modo?
JUAN JOSÉ.— ¡Rosa! (Con desesperación.)
ROSA. (Con acritud.) — No; así no se vive; así no se puede vivir.
JUAN JOSÉ.— ¿Y cómo impedir lo que está ocurriendo? ¿No pido trabajo?… ¿No lo busco? ¿Tengo la culpa de no encontrarlo?
ROSA.— ¿La tengo yo de que no lo encuentres?
JUAN JOSÉ. (Con asombro y pena.) — ¿Qué te propones al contestarme de esa forma? ¿No es bastante martirio el mío pa que tú lo aumentes?… ¿Te has propuesto desesperarme?
ROSA.— No me he propuesto nada; te cuento lo que hay; te lo pongo delante de los ojos. ¡Tú eres el hombre y debes resolver, porque yo no resisto más!
JUAN JOSÉ. (Con enojo.) — ¿No?
ROSA. (Con firmeza.) — No.
JUAN JOSÉ.— ¿Te has olvidao de que la mujer tiene obligación de sufrir por el hombre que vive con ella?
ROSA.— ¿Te has olvidao tú de que el hombre tiene obligación de que no se muera de hambre la mujer que vive con él?
JUAN JOSÉ. (Con enojo.) — ¡Oh!… ¡Esto es demasiao!…
ROSA. (Con sequedad.) — Demasiao, sí.
JUAN JOSÉ. (Luego de contemplar a ROSA un instante. Con tono desengañado y duro.) — Rosa, ¡tú eres mala!
ROSA. (Con brusquedad.) — ¡No sé lo que soy, pero carezco de todo, de lo más preciso, y no puedo pasar sin ello; porque sin nada no se pasa! ¡Si tú no me lo das tendré que buscarlo!
JUAN JOSÉ. (Con ira.) — ¡Buscarlo!… ¿Has dicho buscarlo?… (Acercándose a ROSA y mirándola cara a cara. Con furor.) ¡A ver, repite eso, repítelo!… ¡Vamos, que yo lo oiga!
ROSA.— ¿Pa qué repetirlo?
JUAN JOSÉ.— ¡No; si no tienes que repetirlo con la lengua, si lo repites con los ojos, si te sale por ellos la dañina intención! (Cogiendo bruscamente a ROSA por el brazo.) ¡Eres una infame!… ¡Una infame!…
ROSA.— ¡Suelta, que me haces daño!… (Con dolor y rabia.)
JUAN JOSÉ. (Sin soltar el brazo de ROSA.) — ¡Daño!… ¡Mayor me lo has hecho tú a mí, y más adentro!… (Fuera de sí.) Eres una infame, te lo repito. ¡No; tú no mereces que se te trate como te he tratao yo!… A ti hay que tratarte de otro modo; ¡como lo que eres, como lo que eras cuando te conocí! ¡Como…! ¡Así!
(Levanta la mano y la deja caer sobre ROSA. Aparece en el fondo TOÑUELA, ROSA hace un esfuerzo y se desase de JUAN JOSÉ, retrocediendo hacia el fondo. JUAN JOSÉ avanza hacia ella y vuelve a levantar la mano. TOÑUELA se interpone y sujeta el brazo de JUAN JOSÉ.)
TOÑUELA.— ¿Qué es eso, Juan José?…
Escena VIII
ROSA, TOÑUELA y JUAN JOSÉ; luego, ANDRÉS.
JUAN JOSÉ.— No me sujetes; ¡suelta!… (A TOÑUELA.)
TOÑUELA.— ¿Te has vuelto loco?… ¿Vas a pegarla después de lo que la pobre está sufriendo? (Con tono de reproche.)
ROSA. (Llorando.) — Deja que me pegue. Se conoce que no le basta con medio matarme a privaciones y quiere rematarme a golpes.
(Al oír estas palabras JUAN JOSÉ, retrocede y depone su actitud de violencia.)
TOÑUELA. (A JUAN JOSÉ.) — ¡Vamos!… (Con tono contemporizador.) ¡Cuidao que sois brutos los hombres! La veis a una ahogándose de pena, y entoavía apretáis la argolla…
JUAN JOSÉ.— ¡No sabes cómo me ha tratao!
TOÑUELA.— ¡Si creerás que cuando se tiene éste vacío (El estómago.) se está con humor de templar gaitas!
(Entra ANDRÉS por el fondo.)
ROSA.— ¡Pegarme a mí! ¡A una mujer!… ¡Qué valentía!… (Se deja caer llorando en una silla.)
ANDRÉS. (A ROSA.) — ¿Ha habido solfa? (A JUAN JOSÉ, como quien no da importancia al suceso.) Abajo ha estao Enrique.
JUAN JOSÉ.— ¿Y qué dice?… ¿Hay trabajo? (Con ansiedad.)
ANDRÉS.— Luego, cuando alarguen los días, que se paga lo mismo y se trabaja más.
JUAN JOSÉ.— Y hasta entonces, ¿qué va a ser de nosotros? (Con espanto.)
ANDRÉS. (Con sarcasmo.) — Lo que sea. ¿Qué les importamos a ellos nosotros?… ¿Que nos morimos de necesidad? Tal día hará un año.
JUAN JOSÉ.— ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… (Se deja caer con desaliento junto a la mesa.)
ANDRÉS.— ¿Estás lista? (A TOÑUELA.)
TOÑUELA.— Sí.
ANDRÉS.— Pues vamos a casa de madre. Gracias a que vive cerquita; si no, íbamos a quedar acaramelaos en el camino. ¡Cae una helaa, superior!… De modo que nos embaulamos la cena y a casa corriendo, a meterse en la cama, que es donde nos abrigamos en invierno los pobres. La suerte es muy sabia. ¿No nos da dinero pa carbón? Pues nos da lo justo pa comprarnos camas estrechas, muy estrechas, y váyase lo uno por lo otro.
ROSA. (Sollozando.) — ¡No; no lo sufro!…
ANDRÉS. (A ROSA.) — ¡Bah, chica; nubes de verano!… Lo que habrá pensado Juan José: a falta de pan buenas son tortas.
JUAN JOSÉ. (Aparte.) — Rosa tiene razón; la tiene. Así no se puede seguir.
ANDRÉS. (A JUAN JOSÉ.) — Oye, tú: no sé lo que habrá puesto la vieja; pero de lo que haya os traeremos un poco.
JUAN JOSÉ.— ¡Gracias, Andrés!
ANDRÉS.— ¡Gracias!… ¡Has estao bueno, hombre!
ROSA. (Bajo a TOÑUELA.) — No te vayas. Es una fiera. (Por JUAN JOSÉ.)
TOÑUELA.— ¡No ves que está llorando! Las fieras no lloran.
ANDRÉS. (A TOÑUELA.) — Anda, tú. (Marcando con los dedos el movimiento de salida, y haciendo la pausa que el actor juzgue necesaria.)
TOÑUELA. (A ROSA.) — Hasta después. (A JUAN JOSÉ.) ¡Cuidao con volver a las andaas!…
(Salen por el fondo ANDRÉS y TOÑUELA. Después de una ligera pausa, durante la cual ROSA permanece sentada dando la espalda a JUAN JOSÉ, y éste mirándola con expresión de angustia y amor, JUAN JOSÉ se dirige hacia ROSA, se detiene antes de llegar a ella y vacila algunos instantes como si no supiera de qué modo romper el silencio.)
Escena IX
ROSA y JUAN JOSÉ.
JUAN JOSÉ. (Bajo.) — ¡Rosa!… (Viendo que ésta continúa con
la cabeza oculta entre las manos sin contestarle.) ¡Rosa! (En tono de
súplica.) ¿No me contestas?… ¡Mírame!… ¿No quieres mirarme?…
ROSA. (Como si no oyera a JUAN JOSÉ.) — ¡Verme como me veo por él y pegarme encima!… ¡Era lo único que faltaba, y ya llegó!…
JUAN JOSÉ. (Dando la vuelta por detrás de la silla y poniéndose delante de ROSA.) — ¡Oye; por lo que más aprecies en el mundo, oye!… ¡Quítate las manos de la cara! (Viendo que ROSA no lo hace, se las aparta él con las suyas cariñosamente.) ¡Así!… ¡Que yo te vea! ¡Que pueda mirarte!… (Acercando su cara a la de ROSA.)
ROSA. (Echando el cuerpo hacia atrás y sin mirar a JUAN JOSÉ.) — ¡Déjame!… ¿No dices que soy mala?… ¡De lo malo se huye! ¡Déjame!
JUAN JOSÉ. (Con pasión.) — ¡Dejarte! ¡Pues si todo lo que hago es por miedo a quedarme sin ti!… ¡Si te quiero más que a las niñas de mis ojos!… ¡Si al ponerte la mano encima he sentido el golpe aquí dentro!… (El corazón.) ¡Si me ha dolido más que a ti!… ¿No comprendes que me ha dolido más que a ti?…
ROSA.— Comprendo que me has maltratao sin motivo. ¿Qué te hecho pa que me maltrates? Cuando todo me falta, ¿a quién voy a volverme?…
JUAN JOSÉ.— ¡A mí, Rosa, a mí! Si te digo que tienes razón; que he procedío malamente; que me perdones… Pero tú no sabes lo que es encelarse de una mujer que vale pa uno lo que la Virgen del altar, y tener incaa en el corazón esta espina. ¡Ojalá y no lo sepas nunca!… Es un dolor muy perro; y cuando a uno le viene la basca no da cuenta de sí. ¡Se aturulla la cabeza, se llenan los ojos de sangre, se levantan los puños sin querer, ocurre lo que ocurre, sin que uno mismo pueda evitarlo, y se acabó!…
ROSA.— Y porque a ti te entren esas bascas y des en recelarte de mí y de cualquiera, ¿voy yo a sufrir tus prontos y a quedarme luego tranquila hasta que se te ocurra recelar otra vez?
JUAN JOSÉ.— No, Rosa; ¡te juro que no! ¡Te lo juro!… Ya no dudo; te creo… ¡Dime lo que te dé la gana, y te creo! Me hace tanta falta creer en ti… (Con tristeza y amor.)
ROSA.— Si te hace falta, ¿por qué te empeñas en lo contrario? ¿Por qué en vez de oírme la emprendes a trastazos conmigo?… ¡Buen modo tienes tú de arreglar las cosas y de consolar a una!
JUAN JOSÉ.— ¡Es que me has tratao de una forma, y me has dirigido unas expresiones tan duras!…
ROSA.— ¿No eran verdad?… ¡Qué culpa me tengo de que la verdad no sepa mejor!
JUAN JOSÉ.— ¡Verdad, sí, verdad! Todas tus palabras lo son. Verdad que yo me digo a cada momento, cuando entro aquí y te veo desesperaa, sola, malviviendo de la compasión de los vecinos. ¡Tú; porque yo he soñao lo que no había soñao nunca, lo que no me ha traído nunca con pena: ser rico, muy rico, como esos que pasean en coche! ¡tú, por cuyo bienestar arrancaría piedras con los dientes!… ¡Tú; que sufres, que no puedes resistir más; porque no puedes, porque si esto sigue, si no traigo a casa lo preciso, tú tendrás que abandonarme, y harás bien, porque no has nacido pa sufrir y pa martirizarte!… ¡Ahí tienes lo que yo imagino, lo que pienso, mientras el frío me hiela las lágrimas en los ojos. Pero cuando tú me lo dices entonces creo que yo no soy nadie pa ti, que estás deseando dejarme, que no me quieres, que quieres a otro, que ese otro va a robarme el cariño tuyo, y se secan mis lágrimas, y me vuelvo loco, y me dan ganas de matarte!… (Con desesperación.)
ROSA.— ¡Calla; no pongas ese gesto! ¡Me asustas! (Con terror.)
JUAN JOSÉ.— ¡No te asustes, no; nada cavilo contra ti: esto es hablar!… ¡Pero debemos hablar de otra cosa; de buscar un recurso que remedie nuestra desgracia!… ¡Necesito que no padezcas más, lo necesito!
ROSA.— ¡Un medio! ¿Cuál?
JUAN JOSÉ. (Con decisión.) — ¡Uno; el que sea! (Deteniéndose un momento como si meditara. Después de una pausa, con desaliento.) ¡No lo hallo! ¡No lo hallo!… ¡No tengo dónde hallarlo!… Hay pocas obras en tarea, las precisas, y sobra gente; las otras descansan; y si te acercas a los contratistas, a los dueños, te responden: «Más adelante, cuando entre el buen tiempo, cuando alarguen los días. Espera». (Con desesperación.) ¡Espera!… ¡Como si el estómago pudiese esperar! ¡Como si se le pudiese decir al hambre: «Aguarda, no nos muerdas hasta dentro de un par de meses»; y al frío: «No nos entumezcas las manos, no nos agarrotes el cuerpo, ten paciencia hasta que podamos comprar una manta»! ¡Espera! ¡Espera a que alarguen los días! ¡Espera!… ¡Espera!… (Con desesperación.)
ROSA.— ¿A qué te acaloras?… ¿Qué consigues con acalorarte y con maldecir de la gente?
JUAN JOSÉ.— ¿Qué consigo?… (Con acento amenazador.) ¡Enterarme de que no es justo que un hombre trabajador se quede sin trabajo; enterarme de que no hacen bien en negármelo los que me lo niegan; saber que cuando me quejo llevo razón! ¿Te parece poco?… ¡Pues ya es algo!
ROSA.— ¿Algo? (Sin comprender.)
JUAN JOSÉ.— Más que algo, mucho.
ROSA.— No te entiendo.
JUAN JOSÉ.— ¡Me entiendo yo! (Con angustia.) ¿Conque todos son a acorralarle a uno?… (Con energía desesperada.) ¡Pues el animal, cuando se mira acorralao, muerde!… ¡Yo también morderé! Si la bestia tiene ese derecho, mejor debe tenerlo el hombre, porque vale más.
ROSA. (Con temor.) — ¿En qué piensas?… ¿Por qué arrugas el entrecejo? ¿Por qué te retuerces las manos?… ¿Qué te pasa?… ¿Qué quieres decir?
JUAN JOSÉ.— ¡Que deben acabarse nuestras fatigas; que no quiero perderte y no te perderé! (Con decisión.)
ROSA. (Con tono de duda.) — ¿Acabarse nuestras fatigas?… ¿Cómo?
JUAN JOSÉ.— Aún no lo sé de cierto. Está aquí, aquí. (Golpeándose la frente.) Lo veo como se ve al anochecer, muy oscuro. ¡Pero esta noche tendrás todo lo que necesitas, te aseguro que lo tendrás!
ROSA.— ¿Vas a ver a alguien, a pedir?
JUAN JOSÉ. (Con energía salvaje.) — ¡Pedir!… ¡Que pidan los viejos, los inútiles, los que no se puedan valer! El que, como yo, tiene fuerzas en los brazos, y no es perezoso en la faena, y sabe ganarlo, sólo debe pedir una cosa, trabajo. Si no lo encuentra, si no se lo dan… Entonces le queda un recurso; ¡uno!… No hay duda… ¡Ni sé cómo he dudao tanto tiempo! (Con tono resuelto y sombrío.)
ROSA.— ¿Qué te propones?
JUAN JOSÉ.— Que no pases hambre, y miseria, y frío; que no me abandones, que no necesites ir a buscarlo; porque tienes razón, cuando todo falta, hay que buscarlo; y antes que la mujer lo busque, lo busca el hombre. ¡Yo lo encontraré! (Con dureza.)
ROSA.— ¡Oye!…
JUAN JOSÉ.— Te digo que lo encontraré. (Se dirige hacia el fondo. Antes de llegar al fondo vuelve hacia ROSA.) ¡Espérame; tardaré una hora, dos; quizás menos; pero traeré a mi casa lo que en ella no hay; lo que tú me pides, lo traeré!… Lo juro por lo más sagrao, por… Los que han tenido madre, juran por ella. ¡Yo lo juro por ti!… ¡Espérame; adiós!
(Sale JUAN JOSÉ por el fondo en actitud resuelta. ROSA se queda mirando hacia el fondo como sorprendida y sin acertar a darse cuenta de los propósitos de JUAN JOSÉ.)
FIN DEL ACTO SEGUNDO
Acto III
El intermedio entre los dos cuadros será breve y corriendo el telón de boca.
Cuadro I
Telón corto, representando un ángulo del patio de la Cárcel Modelo de Madrid, destinada a los presos de tránsito y a los sentenciados a cumplir condena en otros presidios. Una rompiente a la derecha y otra a la izquierda. En primer término, a la derecha, un banco de madera.
Escena I
El CANO y un PRESIDIARIO.
PRESIDIARIO.— ¿Conque al escurecer liáis el petate y salís con la condución?
CANO.— ¡Ya era tiempo! Esta cárcel es mu aburría. ¡Se está más a gusto en los presidios; hay más libertá y mejor gente!
PRESIDIARIO.— ¿Verdá? ¡Yo que estoy de cabo, lo sé!
CANO.— Aquí todos son prencipiantes. ¡Un hato de panolis que no sirven pa na! ¡Con decirte que, fuera parte de la tuya, no he encontrao ninguna cara conocía!
PRESIDIARIO.— ¡Y miá que pa no conocerlos tú! ¡No hay gachó que valga tanto así en los presidios a quien no te sepas de memoria!
CANO.— ¡Cómo que dende los veintidós años, descontando los que he andao huío por ahí, me los he pasao de inquilino perpetuo en veró! ¡Voy a cumplir cincuenta y seis! ¡Calcúlate si se me despintará ninguno de la cuerda!
PRESIDIARIO.— ¡Y lo que te respetan toos!
CANO.— ¡Faltaría!… (Con arrogancia.) (Con desprecio.) ¡El respeto de éstos no es pa presumir! ¡Ninguno de ellos se las trae, ni tié guapeza!… Digo ninguno, y miento. ¡Hay uno!
PRESIDIARIO.— ¿Juan José?
CANO.— ¡El mismo! ¡Te lo certifico yo que lo entiendo!
PRESIDIARIO.— Conformes; pero como si no lo fuera, porque ni se pone a ello ni quié hacerse un sitio y achicar a los otros.
CANO.— Entoavía es temprano. Anda el pobre mu entristecío con su desgracia, y se figura que achantándose y cumpliendo con formaliá podrá salir antes y volver a ser hombre de bien. La de toos, la primera vez que nos echan mano… Ya se le pasará. Sin embargo, en una ocasión ha tenío que probarlo, y lo ha probao el mozo.
PRESIDIARIO.— ¡Vaya!
CANO.— Fue el día que lo bajaron del chiquero, después del juicio y de la sentencia, en que le salieron ocho años. ¿Te acuerdas tú?
PRESIDIARIO.— ¡Si me acuerdo!… ¡Vaya un chavó!… ¡Cómo atizaba!…
CANO.— Hizo bien. Estos sinvergüenzas, en cuanto se presumen que un perro no muerde, son toos a tirarle del rabo. Como le vieron tan callao y tan humilde, se dijeron: «¡Ha llegao la nuestra!». A mí me dio lástima, e iba a salir por él. No hizo falta. El perro mordió.
PRESIDIARIO.— Y cogió carne.
CANO.— En cuanto el Mellao, ese charrán que aún se cree que anda por las tabernas asustando a los tontos, la tomó con él, ya le viste. Al principio procuraba zafarse de la bronca; pero al convencerse de que no tenía más remedio de pegar o que le pegasen, se fue pa el Mellao, alzó el puño y lo tiró roando contra la tapia con la cara llena de sangre.
PRESIDIARIO.— ¡Buen golpe fue! ¡Lo espaletilló!
CANO.— Y luego al otro, al Churro, que se le venía dando voces y haciendo esplantes y ramitagos con la cuchara… De poco le sirvieron. Juan José le tendió la zarpa, le trincó, así, por la muñeca, y salieron por un lao el Churro y la cuchara por el otro… ¡Inútil le ha dejao pa unos días!… ¡Na, que es un bravo! ¡Desde entonces le miran con un lente!
PRESIDIARIO.— Y desde entonces no ha vuelto a meterse con nadie. Sigue como cuando bajó: huraño, callao y sin que un alma le saque las palabras del cuerpo. Contigo es con el único con quien se franquea unas miajas.
CANO.— Porque es agradecío, y no olvida de lo que yo quise hacer por él.
PRESIDIARIO.— ¿Te ha contao los motivos de su desgracia? (El CANO hace con la mano el movimiento de robar.) Un robo corriente; pero antes del robo ha de haber una historia mu negra. Él está muy preocupao. ¿Tú no sabes?…
CANO.— Aunque lo supiera no te lo contaría. Que te lo cuente él si le da la gana. Lo que sí te digo, es que le aprecio, y he de hacer lo que puea por él. (Como respondiendo a sus pensamientos.) Esta noche salimos juntos en la condución, y nos toca ir apareaos. ¡Como él quiera!…
PRESIDIARIO.— (Con curiosidad.) ¿Qué?
CANO.— (Con mal gesto.) ¡A ti qué te importa! ¡Déjame en paz!
PRESIDIARIO.— (Con tono sumiso.) ¡Bueno, hombre! (Mirando hacia la derecha.) Miá por aonde viene. Sin fijarse en na, con los ojos clavaos en las baldosas Y los brazos cruzaos. Se encamina pa aquí.
CANO.— Pues alivia, que necesito hablar con él y quiero estar solo.
(Con imperio. Entra JUAN JOSÉ por la derecha en actitud reconcentrada y triste, y se dirige hacia donde está el CANO sin reparar en él. El PRESIDIARIO sale por la rompiente de la izquierda.)
Escena II
JUAN JOSÉ y el CANO.
CANO. (Deteniendo a JUAN JOSÉ por el brazo cuando éste llega al lado suyo.) — ¿Qué hay, Juan José?
JUAN JOSÉ.— ¡Qué quieres que haya! ¡Penas; lo de siempre; lo que tengo desde el día en que la miseria y el cariño de una mujer me volvieron loco!
CANO.— ¡Bah, chico, lo que no tié remedio no lo tié, y sansacabó!… Pecho al agua, que el mundo es ancho, y en el presidio hay muchas puertas.
JUAN JOSÉ.— ¡No es el presidio lo que me trae así! Ocho años son muy largos y tienen muchos días, muchos y muy tristes; sin más consuelo que el que recibe uno de afuera. Parece que no van a acabarse nunca… y se acaban. Entre tantas horas de sufrimiento hay una en que te gritan: «¡Ya eres libre; ya pagaste el daño; anda, sal, vuelve con los tuyos, con los que han sufrío por ti mientras tú sufrías por ellos; vuelve donde te esperan, contando minuto a minuto los que faltan pa que llegues tú!». Aguardando a que suene esa hora puede uno paecerlo todo; porque esa hora, con ser una sola, paga las demás, con ser las demás tantas y tan crueles; ¡pero cuando con el presidio acaba una pena y empieza otra; cuando sabes que nadie vendrá a verte a la reja, que nadie te esperará tampoco al salir, entonces la misma libertá mete miedo, y por mucho corazón que tengan los hombres, no pueden hacer más que desgarrárselo con las uñas, y llorar pa dentro y maldecir, apretando los dientes! ¡Eso es lo que me pasa a mí!
CANO.— ¿Y a quién no le ha pasao algo parecío? ¿Te piensas que el mundo es una viña? Pues al que no le ahorcan por la cabeza lo ahorcan por los pies. Custión de postura. ¿Y no sabés tú lo que hay que hacer? Lo que yo. Tener cachaza y mala idea y esperar; el que sabe esperar, tarde o temprano se sale con la suya.
JUAN JOSÉ.— ¡Esperar! (Con desaliento.) Esperar, ¿a qué?
CANO.— ¿A qué? A cobrarte; a desquitarte de la charraná que te ha jugao la que te ha metío a ladrón y ya no se acuerda de ti.
JUAN JOSÉ.— ¡Que no se acuerda!… (Con ansiedad.) ¿Estás seguro?
CANO.— ¡Es lo más probable! ¡No te hagas ilusiones!
JUAN JOSÉ.— ¡Cómo no he de hacérmelas, si mi vida está en esa mujer!…
CANO. (Con desprecio.) — ¡Bah!…
JUAN JOSÉ.— El día de la audiencia, al entrar en la sala donde iba a jugarse mi suerte, no tenía más que una idea, ésta: Ella vendrá aquí a declarar con los testigos; ¡voy a verla, a oírla, a tenerla un momento cerca de mí! Lo demás no me importaba nada; ¡y lo demás era mi castigo, mi honra, mi sentencia!… ¡Ya ves!… Cuando supe que no venía por impedírselo una enfermedá, justificá por un certificao de los médicos, pensé que acababa de sucederme todo lo malo que me podía suceder en aquella casa, y escuché la sentencia encogiéndome de hombros; y volví a la cárcel preguntándome, lo que me pregunto a todas horas: ¿Qué será de ella? ¿Por qué no viene a verme? ¿Qué debo creer?…
CANO.— Cree lo peor, y estarás cerca de no engañarte.
JUAN JOSÉ.— ¡Y luego, Andrés, mi amigo, sin contestar a la primera carta que le hice escribir, sin contestar tampoco a la que tú le pusiste hace cuatro días! ¿Por qué no me contesta?
CANO.— Porque no habrá podío, o porque no le habrá dao la gana. Vete a averiguar. Lo seguro es que te encuentras solo y que debes pensar en algo.
JUAN JOSÉ.— ¿En qué?… ¿En mi desgracia?… ¿En el presidio que me espera?…
CANO.— El presidio no es tan malo como paece, así, visto de golpe, la primera vez que se entra en él. El que tie valor, y puños, y no es tonto, pue hacerse el amo, y el amo está bien en cualquiera parte; en la cárcel, como en su casa; en su casa, como en un monte, y en un monte, como en un trono. La cuestión es mandar. El demonio vive en los infiernos y es rey… Tú también puees vivir a gusto en presidio, y buscártelas cuando salgas de él.
JUAN JOSÉ. (Con asombro.) — ¡Yo!… ¡Buscármelas yo como tú te las buscas!… ¡Como se las buscan los otros!…
CANO.— ¡A ver!
JUAN JOSÉ.— ¡No, yo no haré eso! (Con energía.) ¡Perdona, Cano; pero la vida vuestra no es pa mí! ¡Me da repunancia! ¡Yo sólo apetezco rematar mi condena, y saber de Rosa, y volver a ser lo que he sido antes!
CANO. (Con ironía.) — ¡Lo que ha sío antes!
JUAN JOSÉ.— Lo que fui siempre, siempre; hasta después de hacer lo que hice. Un hombre honrao.
CANO.— ¡Pa ti, que podrás serlo! No deliries, muchacho.
JUAN JOSÉ. (Sorprendido.) — ¡Delirar!…
CANO.— Tú ya no puees ser más que una cosa, licenciao de presidio.
JUAN JOSÉ. (Con angustia.) — ¡Qué!…
CANO.— Sal de aquí; vete a peír trabajo; acércate a la gente honraa, y verás lo güeno.
JUAN JOSÉ.— ¿Qué es lo que voy a ver? (Con espanto.)
CANO.— Que nadie le da trabajo a un sentenciao por robo; que nadie abre las puertas de su casa a un ladrón.
JUAN JOSÉ. (Con angustia y como aterrado por las palabras que acaba de decir el CANO.) — ¡Oh!…
CANO.— La noche que robaste a un hombre, tomaste en tu mundo, en el mundo de las personas honraas, billete pa otro mundo distinto: el nuestro. En estos viajes no hay billete de vuelta.
JUAN JOSÉ.— ¡No; no digas eso; porque me da horror escucharte!… ¡Yo!…
CANO.— ¡Too es hasta que uno se acostumbra! ¡Luego se hace a ello el garlochí y en paz!
JUAN JOSÉ.— ¿Pero tú hablas de veras? ¿Crees lo que piensas? ¿Estás seguro de que todo ha acabao pa mí?
CANO.— ¡No; sacabó aquello y empieza esto!
JUAN JOSÉ. (Con energía.) — ¡No!… ¡No!… ¡Yo no entro en esa vida!… (Con desesperación.) ¡Una vida de crímenes, de remordimientos, sin más esperanza que el presidio!… ¡No!… ¡Te repito que no!…
CANO.— ¡Los crímenes!… ¡Los remordimientos!… ¡Ptchs!… ¡Por lo que hace al presidio, ya te lo dije antes: del presidio se sale!
JUAN JOSÉ.— Cuando se cumple.
CANO.— O sin cumplir, si sabe uno arreglárselas.
JUAN JOSÉ.— Eso lo dices…
CANO.— ¡Y lo pruebo!
JUAN JOSÉ.— ¡Probarlo! ¿Cómo?
CANO.— Como se prueban estas cosas; haciéndolas. Como tengo confianza en ti, no te oculto los planes míos; al contrario, estoy pronto a darte parte en ellos. Si quiés escaparte esta noche conmigo, no tiés más que abrir la boca.
JUAN JOSÉ.— ¡Esta noche!
CANO.— Al salir de la cárcel; en el camino de la estación. Vamos apareaos. Es coser y cantar.
JUAN JOSÉ.— ¡Escaparnos!… ¿Te has vuelto loco? ¿Y los grillos? ¿Y la caena?
CANO. (Con desprecio.) — ¿Eso? Se lima.
JUAN JOSÉ.— ¡Que se lima!… ¿Cuándo? ¿Con qué?
CANO.— ¿Cuándo?… En el tiempo que estamos ataos en el patio. ¿Con qué? Con esto. (Saca del bolsillo una moneda de veinte reales.)
JUAN JOSÉ.— ¿Dinero?
CANO.— ¡No seas gili!… Pa los vigilantes esto es una monea; pa mí es una caja. Mírala bien. (Hace como quien desenrosca la moneda, y la deja dividida en dos partes; la de la parte de abajo tiene un hueco libre.) La monea está hueca y se abre así, desenroscándola.
JUAN JOSÉ. (Con asombro.) — ¡Es verdad!
CANO.— También se trabaja pa uno en presidio. ¿Ves? (Sacando del fondo de la caja una laminilla de acero.) ¿Qué te paece a ti esto?
JUAN JOSÉ.— Una hojilla de acero.
CANO.— ¡Y qué pequeña! No paece na; pues es la libertá, porque es una lima.
JUAN JOSÉ.— ¿Esto? (Con sorpresa.)
CANO.— ¡Esto! Sabiéndola manejar corta más que las grandes. Con esto se lima la caena… ya te diré cómo. Nadie lo nota; ni los que remachan el anillo; sales andando, busca una ocasión, das un golpe en los hierros, salta la caena y aprietas a correr. Llevas la contra de que un guardia te meta una bala en el cuerpo, y te tumbe patas arriba; pero de alguna muerte se tié que morir. Si no te matan, estás libre. ¿Quieres?
JUAN JOSÉ.— No es la muerte lo que me asusta…
CANO.— En tal caso…
JUAN JOSÉ.— ¿Y si lo cogen a uno vivo? Recargo de pena, más años de martirio, de encierro… No; yo no hago eso, Cano; callaré, pero no te sigo. Aún confío, aún creo que cuando salga de presidio podré volver a ser honrao; aún espero encontrar a Rosa, convencerme de que no es culpable, trabajar pa ella… ¡Qué se yo!… ¿Son delirios? Bueno: déjame con los delirios míos, y escapa.
CANO.— ¡Tú sí que eres loco rematao!
(Entra el PRESIDIARIO por la derecha y se dirige a JUAN JOSÉ.)
Escena III
JUAN JOSÉ, el CANO y un PRESIDIARIO.
PRESIDIARIO.— ¿Juan José?…
CANO. (Con dureza.) — ¿A qué nos vienes a estorbar?
PRESIDIARIO.— Es que el vigilante me ha mandao con un recao pa éste.
JUAN JOSÉ.— ¿Pa mí?
PRESIDIARIO.— Me ha dicho: busca a Juan José, y dale esta carta.
JUAN JOSÉ.— ¡Una carta!… ¿Dónde la tienes? (Con impaciencia.)
PRESIDIARIO.— Aquí está. (Enseñando una carta a JUAN JOSÉ.)
JUAN JOSÉ. (Arrebatándole la carta.) — ¡Dámela!… Tráela pronto.
(El PRESIDIARIO se dirige a la izquierda, por donde sale. JUAN JOSÉ saca la carta del sobre —que vendrá abierto— con precipitación; la abre y se queda con ella entre las manos dándole vueltas y mirándola.)
CANO.— Vamos, ¿a qué esperas?
JUAN JOSÉ. (Con tristeza.) — ¿No sabes que no sé leer? Léemela tú.
(El CANO coge la carta que JUAN JOSÉ le entrega.)
Escena IV
JUAN JOSÉ y el CANO; al final, el PRESIDIARIO.
CANO. (Leyendo.) — «Madrid, quince…».
JUAN JOSÉ.— No; eso no; a la firma… ¡Lo primero, la firma! (Con impaciencia. Con tono de esperanza.) ¡Si fuese de ella!… ¡Anda, pronto, lee la firma! (Con impaciencia y anhelo.)
CANO.— ¿La firma? (Volviendo una cara de la carta.) La firma dice: Andrés.
JUAN JOSÉ. (Con desaliento.) — ¡Andrés!… (Con tristeza profunda.) ¡No es de ella!
CANO. (Leyendo.) — «Querido Juan José: Me alegraré que al recibo de ésta…».
JUAN JOSÉ. (Interrumpiéndole.) — Salta, salta; un poco más abajo; donde acaba el saludo.
CANO.— Allá voy… (Como si recorriese los renglones.) «La mía… a Dios gracias…». Aquí. «Sabrás de cómo no te he escrito antes, porque he estao afuera trabajando; luego no te quería contestar, porque como lo que tú me pedías eran noticias de la Rosa… y…». (Deteniéndose.)
JUAN JOSÉ. (Con gran impaciencia.) — ¿A qué te detienes? No te detengas. Sigue.
CANO.— «Y no eran buenas, pues por eso note escribí».
JUAN JOSÉ. (Con angustia.) — ¡Adelante!…
CANO. (Leyendo.) — «Pues sabrás de cómo no te puse dos letras, por eso; porque te quería evitar un disgusto, que bastante tienes con estar en presidio por ella; así hubieran degollao a la primera que nació». (Deja de leer.) Este gachó es un vivo.
JUAN JOSÉ.— No te pares; ¿no ves que me estoy muriendo de ganas de saberlo todo?
CANO. (Volviendo a la lectura.) — «En fin, como alguna vez han de contártelo y me lo pides con tantas fatigas, allá va: La Rosa está buena; lo de la enfermedad fue una farsa. No fue al juicio porque no quiso verte; y como ahora tiene enflujo y dinero, pues lo arregló».
JUAN JOSÉ.— ¡No quiso verme!… ¡A mí! (Con desesperación. Reponiéndose. Al CANO.) ¿Qué más?
CANO. (Leyendo.) — «Ahora están en grande; no se ha mudao de casa; pero vive en el principal, y vive con Paco…».
JUAN JOSÉ. (Con espanto, odio y dolor.) — ¡Con Paco!… ¿Eso es cierto?… ¿Has leído bien?… (Con desesperación.) ¿Dónde dice eso?… ¡A ver!, ¡enséñamelo! ¡que yo lo vea!… ¿Dónde lo dice?… ¿Dónde, Cano, dónde?
CANO. (Señalándole con el dedo un párrafo de la carta.) — En este renglón. Míralo…
JUAN JOSÉ. (Se abalanza a mirar la carta y el sitio de ella donde señala el CANO.) — ¡Mirarlo!… (Con angustia.) ¡Cómo lo voy a mirar, si no entiendo esas rayas!… (Al CANO.) ¿Pero se ha ido con él?… ¿Lo dice ahí?… ¡Sí, lo dice! ¡Pa qué ibas a engañarme tú!… ¡Está con él!… ¡Con él!… (Reponiéndose; con calma siniestra.) Sigue, Cano, sigue; léelo todo. Después de lo que me has leído, ¿qué cosa mala ha de venir? Lee desde donde pone «vive con Paco».
CANO. (Leyendo.) — «Vive con Paco, y vive, como te decía antes, en nuestra casa, en el principal; hecha una princesa. Por supuesto, que ni la Toñuela ni yo la saludamos. Aquí la tienes con su maestro de obras, mientras tú te pudres en presidio. Ya lo sabes todo».
JUAN JOSÉ.— ¡Todo, sí; todo!… ¡Qué más necesito saber!… (Se deja caer sobre el poyo con abatimiento profundo.)
CANO. (Leyendo sin que JUAN JOSÉ le oiga.) — «Consérvate bueno, y con expresiones de la Toñuela, manda en lo que se ofrezca a tu amigo, que lo es, Andrés Pérez».
JUAN JOSÉ. (Levantándose.) — Trae esa carta; tráela, que yo lo toque. ¡Paece mentira que un cacho de papel haga tanto daño!…
(Entra el PRESIDIARIO por la derecha.)
PRESIDIARIO.— ¡Cano!
CANO.— ¿Qué?
PRESIDIARIO.— Te llaman en la Dirección.
CANO.— Voy a escape. (A JUAN JOSÉ.) No te olvides de lo que hemos hablao.
(Sale el CANO por la derecha.)
Escena V
JUAN JOSÉ, sólo.
JUAN JOSÉ. (Con desesperación.) — ¡Con Paco!… ¡Y no hay duda!… No la puede haber. Tengo la prueba; ¡y está escrita!… La tengo aquí, ¡aquí!… (Mirando la carta que conserva en la mano. Desdobla la carta.) Aquí es donde pone: «¡Rosa vive con Paco!…». (Recorre la carta con los ojos.) Lo pone, sí; pero ¿dónde lo pone?… ¿En qué cara?… ¿En qué sitio?… (Revolviendo la carta en todos los sentidos.) ¿Será en éste?… ¿Será más arriba?… (Con amargura desesperada.) ¡No sé! (Con sarcasmo doloroso.)
Parece que estos garrapatos malditos juegan al esconder con mi
pesadumbre, y me dicen: Aquí está eso de que Paco vive con Rosa; pero ¿a
qué no sabes en dónde está?… ¿A qué no lo encuentras?… (Con angustia y cólera.) ¡Y no lo encuentro! (Con profunda amargura.)
¡Dios mío, qué desgracia tan grande la de los que nacen como yo!… ¡Ni a
leer aprenden! No les enseñan; y cuando llega un instante así, en que
con cuatro rayas de tinta le tiran a uno el mundo sobre la cabeza, se ve
uno privao hasta del último consuelo, del único que le queda ya:
¡Buscar esos renglones y tragárselos con los ojos, y apretujarlos con
los deos, y atravesarlos con los dientes!… ¡Con qué placer retorcería
yo, y mordería yo esas cuatro palabras!: «¡Rosa vive con Paco!». ¡Nada
más que ésas! ¡Esas solas!… ¡Y no puedo! ¡No puedo! ¡No puedo más que
estrujar la carta al tuntún, como si todo fuera igual, el cariño de
Andrés y la infamia de Rosa; la firma del amigo y la traición de la
mujer!… ¡No es eso; no es eso lo que deseo yo!… ¡Es un renglón solo el
que necesito, el que quiero estrujar y morder, y romper en tantos
pedazos como pedazos me ha hecho el alma!… ¡Y no sé cuál es; no lo sé;
no sé dónde está!… (Después de una pausa.) ¡Ella con Paco!… ¡Rosa, mi Rosa de otro! ¡Del hombre a quien aborrezco más en el mundo!… (Con profunda pena, y rompiendo en sollozos. Con ira.) ¡Y lloro!… Los hombres no lloran; se desquitan. (Con energía rencorosa. Con sarcasmo.) Ellos dirán: «Tiene pa mucho tiempo; pa ocho años; después, veremos. ¡A gozar, mientras él padece!». ¡Cómo se reirán de mí!… (Con expresión de odio y acento de venganza.)
¡No se reirán mucho; lo juro por todo el odio que les tengo!… El Cano
me ha dicho que esta noche podemos escaparnos… ¡Conformes! Esta noche o
caeré muerto en la carretera de un tiro, o estaré libre: y si estoy
libre, reiremos todos… (Con acento sombrío.) ¡Todos!… ¡Ellos y yo!…
(Entra el CANO por la derecha.)
Escena VI
JUAN JOSÉ y el CANO.
CANO.— Ya estoy aquí de vuelta.
JUAN JOSÉ.— Me alegro, porque me corría prisa hablarte. ¿Estás seguro de que nos podemos escapar esta noche?
CANO.— Te respondo con mi cabeza.
JUAN JOSÉ.— Y después de escaparnos, ¿podremos entrar en Madrid sin que nos vea nadie?
CANO.— Si quieres, también… Tengo aonde ir y aonde nos proporcionen ropa pa disfrazarnos y herramientas pa defendernos. Dinero llevo yo.
JUAN JOSÉ.— Cuenta conmigo; huiremos juntos.
CANO. (Con alegría.) — ¿Por fin te decides?
JUAN JOSÉ. (Con tono sombrío y resuelto.) — ¡Sí! ¡Me decido!
CANO.— Pues hasta luego, y sonsi. (Tendiéndole la mano.)
JUAN JOSÉ. (Estrechando la mano del CANO con fuerza.) — ¡Hasta luego!
Cuadro II
Escena I
(ROSA e ISIDRA.)
ROSA. (Como si acabara de secarse las manos y colgando la toalla en un travesaño que tendrá el tocador. A ISIDRA.) — No traiga usté más este jabón. Me pone muy ásperas las manos.
ISIDRA.— Pues, hija, a mí por bueno me lo dieron. Ya ves, dos pesetas.
ROSA.— Es rematao. Tráigame usté mañana una caja del otro; aquel blanco que huele tan bien. ¿Y mis sortijas?… ¡Aquí están! (Sacando tres o cuatro sortijas de un joyero que habrá encima del velador.) Voy a decirle a Paco que me compre un ajustador, porque ésta me viene ancha. (Una de las sortijas, las cuales se habrá ido poniendo mientras habla.)
ISIDRA. (Acercada a ella para enseñarle las sortijas.) — ¡Y qué hermosa es!… No se cansa una de mirarla. ¡Vaya unas luces!
ROSA.— Cien duros costó.
ISIDRA.— Cuéntamelo a mí que fui a comprártela con Paco. Miá que está enamorao. No hay gasto que le paezca grande siendo pa tu persona.
ROSA.— Paco es un Dios pa mí. Me basta decirle esto me apetece, pa que lo traiga; y en tocante a cariño, usté lo está viendo; cada día me quiere más.
ISIDRA.— Y tú a él.
ROSA.— Sí, señora; y él se lo merece; le quiero, es el único hombre a quien he querido de verdá.
ISIDRA.— Sí; pero el cariño a palo seco tiene mal pasar. (Como tratando de quitar importancia al recuerdo de JUAN JOSÉ.) Eso es una historia acabaa; no hay pa qué mentarla.
ROSA.— ¡Verdá! (Después de una pausa, cogiendo un peine del tocador y dirigiéndose al armario de luna, cuyas velas enciende.) Voy a arreglarme un poco el pelo. (Empezando a soltarse el pelo.) Paco me ha dicho que saldremos juntos esta noche. (Peinándose.)
ISIDRA.— ¿Y la criáa nueva?
ROSA.— Mañana vendrá. Falta me hace, porque llevo unos días… Si no fuese por usté que me ayuda.
ISIDRA.— ¡No he de ayudarte, hija; si gracias a ti y a tu Paco estoy en la gloria!… ¡Eso es portarse!
(Sale PACO por la puerta de la izquierda, donde se detiene, contemplando a ROSA con cariño.)
Escena II
ROSA, ISIDRA y PACO.
PACO. (Desde la puerta de la izquierda. A ROSA, en tono de broma y con cariño.) — No hay como tener una buena mata de pelo pa presumir.
ROSA. (Con coquetería.) — ¡Pues, hijo, todo es mío!
PACO. (Con gachonería y cogiendo el pelo a ROSA entre sus manos.) — ¡Y mío!
ROSA. (Con cariño.) — De eso no hay que hablar… (Rechazando a PACO.) ¡Quita, que no puedo peinarme!… (Mirando a PACO y acercándose a él con el peine metido en el pelo.) Ya podías arreglarte ese lazo, el de la corbata. Lo llevas con una punta mirando palas nubes y la otra pa las alcantarillas. ¡Trae, que te lo arreglaré yo, desastrao!… (Arreglando la corbata a PACO.) Así.
PACO. (Mirando a ROSA con pasión. A ISIDRA.) — ¿Lo ve usté, señá Isidra? ¡Hay que comérsela!… (A ROSA.) ¿Tardarás mucho en aviarte?
ROSA.— No.
PACO.— Pues, en tanto acabas, voy a la taberna a ajustar cuentas con los capataces. Mañana es sábado y hay que pagar a la gente.
ROSA.— ¡No tardes!
PACO.— ¡Calcula!… En cuanto que termine, subo, y nos vamos a dar una vuelta por la verbena en coche. Julián y Faustino me han dicho que irán también con la Indalecia y con la Antonia. Allí nos reuniremos con ellos, y luego nos iremos juntos a tomar un bocao… (A ISIDRA.) Venga usté con nosotros.
ISIDRA.— No, hijo; yo no estoy pa verbenas; pa lo que estoy es pa meterme en cama; lo que haré dentro de un poquillo.
PACO.— Pues hasta mañana, y que usté descanse.
(PACO coge un sombrero ancho, claro, que habrá encima de la mesa, y sale por el fondo.)
Escena III
ROSA e ISIDRA.
ROSA. (Volviéndose hacia la ISIDRA.) — Ya me peiné.
ISIDRA.— ¡Vaya si estás guapa!… Vales… así como el doble que hace ocho meses.
ROSA.— Es que el trabajo y las necesidades matan mucho… ¡Si aún no sé cómo yo…!
ISIDRA.— ¡Locuras que hacemos las mujeres!… Gracias a que abriste a tiempo los ojos.
ROSA. (Que mientras habla ha estado en el tocador, pasándose una borla de polvos por la cara.) — ¡Ya!… ¡Ya!… (Contemplándose en el espejo del tocador.)
ISIDRA.— ¿Qué vestido vas a ponerte?
ROSA.— Esta misma falda y la blusa encarnaa. Allí la tengo, en aquel cuarto. (El de la derecha.) Voy a buscarla. (Entra en el cuarto de la derecha.) Enseguida vuelvo.
ISIDRA.— ¿Quieres que te ayude?
ROSA. (Dentro.) — No hace falta. Sáqueme usté de ese armario el mantón.
ISIDRA.— ¿Cuál de ellos?
ROSA. (Dentro.) — El negro de Manila, bordao.
ISIDRA. (Abre el armario de la izquierda del fondo.) — ¡Tienes aquí una tienda! (Registrando entre la ropa.) ¿Dónde tienes el mantón?
ROSA. (Dentro.) — A la derecha; junto al vestido azul.
ISIDRA.— Ya di con él. ¡Cuidao si es rico!… (Mirando el mantón.) Aquí te lo dejo; en esta silla.
(Deja el mantón sobre una silla. Sale ROSA de la habitación de la derecha, abrochándose la blusa.)
ROSA.— ¡Malditas mangas!… Cuesta un año metérselas.
ISIDRA.— ¿Quieres algo más?
ROSA.— Nada; hasta mañana. Deje usté entornaa la puerta de la calle pa cuando suba Paco.
(Sale ISIDRA por el segundo fondo, y deja entornada la puerta.)
Escena IV
ROSA; al final, JUAN JOSÉ.
ROSA. (Acabando de abrocharse la blusa delante del espejo.) — Ya está. Ahora, un pañuelillo de sea al cuello. (Se dirige al tocador, abre un cajón y hace como que busca en él; luego, saca un pañuelo.) Este. (Doblando el pañuelo y anudándoselo a la garganta.) ¿Con qué lo sujeto?… Con el alfiler de oro. (Coge un alfiler de oro del joyero y se dirige al armario de luna, donde acaba de arreglarse el pañuelo.) Con esto, sobra pa que rabien de envidia la Indalecia y la Antonia. ¡La verdá es que no hay dos como Paco! (Con alegría.) ¡Esto es vivir a gusto! (Entra por la puerta del fondo JUAN JOSÉ.)
JUAN JOSÉ. (Desde el fondo.) — ¡Por fin!…
ROSA.— ¡Entran!… (Sin volver la cabeza.) ¿Eres tú?
JUAN JOSÉ. (Avanzando con calma siniestra.) — ¡Sí, yo! No el que tú esperabas; pero soy yo.
(ROSA levanta los ojos y ve reflejada en la luna del espejo la figura de JUAN JOSÉ.)
ROSA. (Con espanto.) — ¡Juan José!… (ROSA, con la cabeza baja.)
Escena V
ROSA y JUAN JOSÉ.
JUAN JOSÉ. (Luego de hacer la pausa que indica la acotación
anterior, avanza algunos pasos hacia ROSA y se detiene, sin apartar los
ojos de ella.) — ¡Con qué lujo vives!… ¡Y qué bien trajeá estás!… ¡Vaya que no te has vendido por cualquier cosa! (Con sarcasmo y dolor.)
ROSA.— ¡Dios mío!… (Sin atreverse a cambiar de actitud.)
JUAN JOSÉ. (Con sarcasmo.) — ¿No te atreves a volverte pa mí?… ¿Tienes miedo?… ¿Te da reparo hablar conmigo?… ¡Reparo!… ¡Bueno que lo tuvieses antes de que yo robara pa ti! ¡Entonces era yo honrao, y tú, no!… ¡Ahora somos iguales!
ROSA. (En la misma actitud y con tono de súplica.) — ¡Juan José!
JUAN JOSÉ.— ¿Conque tienes miedo?… ¡Claro! ¡La sorpresa! (Con ira reconcentrada.) ¡Cómo ibas a pensarte que yo, condenao a ocho años de presidio, iba a venir, así, de pronto, y a entrar en tu casa, y a echarte en cara el mal que me has hecho!… ¿Cómo ibas a pensarlo?… (Con amenazadora calma.) ¡Pues he venido; ya lo ves!
ROSA.— ¡Has venido!…
JUAN JOSÉ.— ¡Sí! (Cogiendo a ROSA por el brazo y obligándola a que se vuelva hacia él.) ¡Vamos, vuélvete de frente pa mí! (Con cólera.) ¿Sabes a qué he venido?
ROSA. (Con terror.) — ¡Oh! ¡Por caridá!
JUAN JOSÉ.— ¡Caridá!… ¿De quién voy a tenerla?… ¿La ha tenido alguien de mí en el mundo?
ROSA.— ¡Tenla tú de mí! (Como aturdida y sin saber lo que dice.) ¡Vete, por Dios! ¡Vete!
JUAN JOSÉ.— ¡Que me vaya! (Rompe a reír con risa siniestra.) Mira; no creía reírme, y me has hecho reír… ¡Que me vaya!… ¡Estás loca!
ROSA. (Con espanto.) — ¿A qué vienes?… ¿A qué vienes? Dilo.
JUAN JOSÉ.— A cobrarme en una hora ocho meses de angustia. ¡Ocho meses que he pasao abandonao, solo, imaginando la verdá! ¡Que me habías dejao por otro!… ¡Qué noches tan horribles las mías!… ¡Cuando mi cabeza se dejaba caer en la almohada de crin, veía la tuya dejándose caer en el hombro de él; y miraba tus ojos puestos en los del otro, mientras se clavaban los míos en la oscuridá; y os contemplaba juntos, muy juntos, mientras yo mordía la manta pa ahogar mis sollozos!… ¡Eso he hecho yo: blasfemar, llorar, dudar de ti, y después, ni dudar siquiera; convencerme de tu engaño, y huir de la cárcel, y buscarte a ti, y buscarle a él!… ¡Y aún me preguntas a qué vengo a esta casa!… Vengo a matar a Paco.
ROSA. (Con terror.) — ¡A matarle!
JUAN JOSÉ.— ¡Sí!
ROSA.— ¡Tú matarle a él!… ¡Tú matar a mi Pa…! (Conteniéndose como comprendiendo el efecto que hacen sus palabras en JUAN JOSÉ.)
JUAN JOSÉ. (Con odio y asombro.) — ¡Tu Paco!… ¿Has dicho tu Paco?… ¡Y lo dices delante de mí! (Con ira y amargura profundas.) ¿Pero te has olvidao de que primero que él fuese tu Paco he sido yo tu Juan José?
ROSA. (Con terror.) — ¡Márchate! ¡Márchate, por Dios!… ¡Si él viniese!…
JUAN JOSÉ.— Eso aguardo, que venga. ¿No ves que de ti no he hablao entoavía?… ¡Que no te digo aún lo que de ti deseo!… Pues es por eso; porque le espero a él, a Paco, ¡a tu Paco!
ROSA. (Con ansiedad.) — ¡No; no harás lo que dices! ¡Yo lo evitaré!
JUAN JOSÉ. (Con desprecio.) — ¿Cómo?
ROSA.— ¡Avisando! ¡Gritando!
JUAN JOSÉ. (Con ferocidad.) — ¿Avisarle?… No tienes tiempo… ¡Gritar!… Tan cierto como te he querido con toda mi alma, que si gritas, te mato a ti también.
ROSA. (Aterrada.) — ¡No, Juan José! ¡Te lo suplico!… ¿Quieres que te lo pida con los brazos en cruz?… ¡No lo esperes!… ¡Perdóname!… ¡Vete!
JUAN JOSÉ.— ¡Perdonarte cuando pides por él! ¡Irme!… ¡Claro; tan hecha estás a mandar en mí, a que nunca haya dicho «no» cuando me has suplicao, que hasta ahora mismo, en este momento, crees que te haré caso, que me iré!… Crees mal; no me voy. Espero.
ROSA.— ¡Por piedá!
JUAN JOSÉ.— ¡Piedá! ¡A otros hombres pueden ablandarles el corazón pidiéndoles por sus padres, por sus madres, por sus hermanos, por sus hijos, por un cariño que tire de ellos!… ¡A mí, no! ¡Yo no tengo padres, ni hermanos, ni familia!… ¡Nada!… ¡Te tenía a ti, y te he perdido! ¡No hay nadie que pueda llamar a éste! (El corazón.) ¡Nadie! ¡Conque no supliques, porque tus súplicas dan en piedra!
ROSA.— ¡Oye!…
JUAN JOSÉ. (Con firmeza.) — ¿No has oído que no? (Prestando atención hacia fuera.) ¡Suben!…
ROSA. (Poniendo tambien atención.) — ¡Sí! (Con angustia.) ¡Es él!… ¡Son sus pasos! (Con terror.)
JUAN JOSÉ.— ¡Sus pasos!… (Con amargura e ira.) ¡Conoces sus pasos!… Nunca has conocido los míos. (Con desesperación.) ¡Te juro que no volverás a oír los de él! (Se dirige al fondo.)
ROSA.— ¡No! (Tratando de detener a JUAN JOSÉ.)
JUAN JOSÉ.— ¡Que no! ¡Pues si la esperanza de matarlo es lo único que me tiene vivo!… ¡Quita mujer, quita!…
(Rechaza a ROSA con violencia; ésta cae al suelo, y JUAN JOSÉ sale precipitadamente por el fondo, cuya puerta cierra tras él.)
Escena VI
ROSA, luego JUAN JOSÉ.
ROSA.— ¡No! (Levantándose.) ¡Imposible!… ¡No! (Se dirige hacia la puerta del fondo y la empuja.) ¡Cerrada!… ¡Y Paco!… (Como si prestara atención.) ¡Qué! ¡Qué grito es ese!… (Con desesperación.) ¡Paco!… ¡Abre, por Dios, abre!…
(Se abre la puerta del fondo y entra por ella JUAN JOSÉ en actitud descompuesta. ROSA retrocede con espanto; luego avanza hacia JUAN JOSÉ.)
Escena VII
ROSA y JUAN JOSÉ; PACO, muerto.
ROSA. (A JUAN JOSÉ, con espanto.) — ¡Tú! ¿Y Paco?… ¿Qué has hecho de Paco?
JUAN JOSÉ. (Señalando hacia el fondo, con alegría salvaje.) — Ahí lo tienes.
ROSA.— ¡En el suelo! (Mirando hacia el fondo.) ¡Muerto!
JUAN JOSÉ.— ¡A la fuerza! ¡De los dos uno! Le tocó a él.
ROSA. (Con desesperación.) — ¿Le has matao tú?… ¡Tú has matao a Paco, asesino!
JUAN JOSÉ. (Con fiereza.) — ¡Asesino, no! Le he matao dándole tiempo pa defenderse; de cara; peleando, como matan los hombres.
ROSA. (Con espanto.) — ¡Oh!…
JUAN JOSÉ.— Y lo he matao porque ningún hombre, ninguno, te poseerá mientras yo viva, sin que yo lo mate como a ése. (Cogiendo a ROSA por el brazo.)
ROSA. (En un arranque de energía.) — ¿Y de qué te sirve haberle matao si era a él, a mi Paco, a quien yo quería?…
JUAN JOSÉ. (Con estupor.) — ¡A él!… (Suelta el brazo de ROSA.)
ROSA.— ¡A él!… ¡Y le vengaré!… (Aprovechando el estupor de JUAN JOSÉ, se dirige al balcón y lo abre.) ¡Socorro!…
JUAN JOSÉ. (Levanta la cabeza.) — ¿Qué haces?… ¿Gritas?… (Se dirige hacia ROSA.)
ROSA.— ¡Socorro!
JUAN JOSÉ. (Apartando a ROSA del balcón, tapándole la boca con una mano y sujetándola con la otra.) — ¡Calla! ¿Hasta cuándo vas a gozarte en mi perdición? ¡Calla!
ROSA.— ¡Soco…! (Haciendo esfuerzos para gritar y desasirse.)
JUAN JOSÉ.— ¡Calla! ¡No quieras escaparte! ¡Calla! (Apretando más la boca de ROSA y sujetándola por la garganta.) ¡No callarás!… (Después de una breve lucha, viendo que ROSA permanece rígida e inmóvil.) ¡Ya era razón que callases y no te movieras! (Suelta a ROSA, que cae muerta en el suelo.) ¡Calla, sí!… (Acercándose a ROSA.) Pero ¿qué silencio es el suyo?… (Tocando a ROSA, con angustia.) ¿Qué es esto? (Con espanto.) ¡Esto es la muerte!… (Con desesperación.) ¿Y he sido yo?… ¡Yo!
(Entra ANDRÉS por el fondo.)
Escena VIII
Dichos, ANDRÉS, que entra por el fondo.
ANDRÉS.— ¡Un hombre muerto!… ¡Y Rosa!… ¡Quién!… (Viendo a JUAN JOSÉ.) ¿Tú?
JUAN JOSÉ.— ¡Sí!
ANDRÉS.— ¿Tú?
JUAN JOSÉ.— ¡Yo! ¡No te digo que yo!
ANDRÉS.— ¿A qué esperas?… ¡Escápate!… ¡Huye!…
JUAN JOSÉ.— ¡Huir!… ¿Y pa qué voy a huir?… ¿Qué libro con huir?… ¡La vida! ¡Mi vida era esto (Por ROSA.), y lo he matao!
FIN DEL DRAMA