La Epopeya de un Presidiario

Joaquín Dicenta


Cuento



I

Fue condenado a presidio por delito de sangre. Era un obrero aplicado, trabajador, de instrucción escasa, pero muy útil y muy entendido en su modesta profesión de albañil. Su maestro le apreciaba, los vecinos del barrio se hacían lenguas de él; a su novia le saltaba el corazón en el pecho cuando le veía acercarse a su puerta, y a su madre, una viejecita de pelo canoso y ojos alegres, se le caía la baba de gusto en presencia de aquel muchachote alto, fornido, cariñoso, sostén de la casa desde la muerte de su padre y retrato vivo del padre muerto, en las condiciones físicas y morales de su persona.

Pedro, este era el nombre del simpático mozo, adoraba en su madre, depositaba en ella íntegro o poco menos el producto de su trabajo, y vivía feliz, con ese relativo desahogo del obrero que le permite cruzar el mundo gozando los bienes de una miseria decorosa.

Este edificio de ventura se vino abajo al anochecer de una fiesta. Pedro jugaba a las cartas con otros compañeros en una taberna inmediata a su domicilio. Menudeaban entre los jugadores sendos vasos de vino; hallábanse más que calientes las cabezas y suscitose agria disputa, a propósito de una jugada entre el mozo y su contrincante: hubo aquello de «Eso no me lo dices en la calle», y a la calle salieron navaja en mano, y de frente y cuerpo a cuerpo riñeron y en la calle quedó con el corazón partido de un navajazo el contrario de Pedro, mientras este, amarrado codo con codo por los agentes de la autoridad, era conducido a la cárcel y sentenciado unos meses después, por la Sala correspondiente, a ocho años de presidio.

Y a presidio fue, porque era de justicia que fuese, porque bueno es hacer la vista gorda cuando dos hombres pelean en un café y se matan a las veinticuatro horas delante de testigos; pero no es posible hacerla con dos hombres que riñen a la puerta de una taberna, acto seguido de la injuria, frente a frente y con armas iguales. Aunque a primera vista no lo parezca, existe una diferencia enorme entre un hecho y otro.

Pedro fue a presidio, y con él se fueron todas las dichas de su hogar y todas alegrías de su alma. En el último rincón de la casa, humilde antes, miserable desde que Pedro la abandonó, se veía a la pobre vieja, sentada en una silla, con los cabellos siempre blancos, y los ojos, aquellos ojos tan alegres, tristes, muy tristes, enrojecidos por el llanto y enturbiados por la amargura. También se puso muy triste la novia del mozo cuando se pronunció la sentencia de este. Solo que a los dos años de pronunciada la sentencia, la novia se había casado con otro hombre y la madre seguía llorando. Así es la vida y así son las madres y las novias.

II

En los registros del presidio podía leerse, a propósito de Pedro, la siguiente nota:


Conducta, buena.— Aplicación, mucha.— Subordinación, mucha.— Carácter, retraído.


Los jefes estaban muy contentos con él; los compañeros le apreciaban; algunos, que habían sentido la dureza de sus puños, le temían, y Pedro iba extinguiendo su condena, sin amistades grandes y sin odios profundos, sustrayéndose, por determinación invencible de su voluntad, a la atmósfera contagiosa y podrida que le rodeaba, al medio ambiente criminal donde su mala suerte le había arrojado. Silencioso, esquivo, resignándose con su desgracia, era un enigma para sus compañeros y un buen muchacho para sus superiores.

Solo una vez, excepción hecha de aquellas en que para conservar su independencia fuele preciso tener a raya a los matones del penal, solo una vez salió de su actitud indiferente y de su conducta pasiva, y sus ojos brillaron con cólera, y sus dientes rechinaron de rabia, y apretó los puños con ira, y lanzó una blasfemia, encarándose con el trozo de cielo azul recortado por los altos muros del presidio: fue el día que supo que su novia se había casado con otro.

Pero aquello duró un instante; después volvió a su retraimiento, hízose más huraño y más hosco, y siguió cumpliendo su condena con la esperanza puesta en la libertad y el corazón en la pobre y desamparada madre, que le aguardaba en el fondo de su casita blanca y humilde, de aquella casita con la que Pedro soñaba todas las noches al tenderse sobre el duro camastro que desde cuatro años atrás le servía de lecho…

III

Tu madre está muy mala, sin esperanzas de salvación; quiere verte; no piensa más que en ti.


Al leer esta carta, que le entregó un empleado del presidio, creyó Pedro que todo el edificio se desplomaba sobre su cabeza. ¿Cómo? ¡Su madre, el único amor que le restaba en este mundo, se iba a morir y quería verle y él no iba a poder cumplir esta suprema y última voluntad! No, aquello no era posible; no era posible de ningún modo. Él necesitaba ver a su madre; recoger su beso postrero, estrecharla en sus brazos… Y lo hacía, ¡vaya si lo hacía! ¿Quién iba a negárselo?… No era posible que se lo negasen.

Pedro fue a ver al director del penal, y al llegar a su presencia exclamó con la voz enronquecida por la pena:

—Mi madre se muere, señor director; concédame usted licencia para verla; que me acompañen; juro a usted que volveré en cuanto me despida de ella.

—Si eso fuera posible, lo haría —respondió el director, que estimaba en mucho el carácter y la buena conducta de Pedro—. Pero ya sabes que no puede ser.

—No puede ser.

—No.

Pedro salió del despacho del director con las cejas fruncidas, y alguien le oyó murmurar por lo bajo:

—¡Que no puede ser!… ¡Pues yo digo que sí puede ser, y será!

Al anochecer de aquel día, terminadas sus tareas en el arsenal, los presidiarios se alineaban en el muelle para el recuento. De pronto vieron a un hombre que corría sobre las rocas hasta el punto donde estas se encuentran con el mar; era un preso que intentaba fugarse; algunos soldados salieron en su persecución; pero el hombre les llevaba mucha delantera. Llegó a la punta del acantilado, dio un salto terrible, y cayó de cabeza al mar. Viosele aparecer un momento y desaparecer después; los soldados descargaron sus armas en dirección del fugitivo, las lanchas del puerto se lanzaron en busca suya, nada; ni el menor rastro, o al hombre se lo habían tragado las olas o había sido muy diestro para ocultarse.

El fugitivo era Pedro. ¿Cómo pudo sustraerse a las investigaciones y pesquisas de sus perseguidores? Ni él mismo ha podido explicárselo luego; solo sabe que permaneció toda la noche, una noche lluviosa y terrible de enero, oculto detrás de unas rocas, tiritando de frío, bajo sus vestidos empapados de agua; oyendo al mar romper estruendosamente a sus plantas, al trueno rugir en las nubes y al huracán bramar en el espacio con bramido ronco y salvaje.

Así pasó horas y horas, con el pensamiento puesto en su madre; así, a nado unas veces, otras desgarrándose los pies contra las erizadas puntas de los peñascales que bordean la costa, consiguió ganar una casuca donde se facilitan vestidos y disfraces a los presidiarios. Cambió en ella de ropa; hizo durante tres o cuatro horas ese camino ruinoso, hipócrita, incierto, confuso, que hace la presa para despistar a sus acechadores, y al cabo de tres días, muerto de hambre, de frío, de sed, con los pies sangrando, la ropa hecha jirones y los ojos llorosos, llegó a la puerta de su casita, de la casita blanca con que soñaba todas las noches, al dormirse sobre el camastro del presidio.

En la alcoba, desfigurada por la fiebre, próxima a lanzar el último suspiro, acompañada por una vecina compasiva, está su madre, con los ojos clavados en el techo, las manos en cruz, murmurando por lo bajo, como si dialogara con su esperanza: ¡Hijo mío!

Pedro, que adelantaba su cabeza, pálida y febril, por entre las cortinas de la alcoba, oyó aquellas palabras, y sin poderse contener:

—¡Aquí me tienes, madre, aquí me tienes! —gritó avanzando hacia la anciana y estrechándola entre sus brazos…

Fue un beso largo, muy largo; la eternidad de un amor y el fin de una vida, confundiéndose sobre dos bocas temblorosas… Luego, la vieja abrió los brazos, cayó muerta sobre la cama y Pedro rompió en ahogados sollozos.

IV

A los seis días entraba un hombre por las enrejadas puertas del penal. Era Pedro. Cuando fue presentado al director, le dijo:

—He ido a despedirme de mi madre; aquí me tiene usted. No pensaba escaparme y he vuelto.

El director había dado parte de la fuga y el penado sufrió cuatro años de recargo en su condena.

Pero lo que Pedro decía hablando con sus compañeros:

—Bien vale cuatro años de presidio el último beso de una madre.


Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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