La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.

Luego, cuando se sigue hacia adelante, se marcha en completa soledad, hasta que, volviendo hacia la derecha se distingue un grupo de árboles frondosos, que enlazan sus hojas como si tratasen de prestar sombra al viajero y sosiego al espíritu. Por entre aquellas hojas descúbrense una cerca de boj, cuatro o cinco plantas de flores, un patio anchuroso, los muros de una casa de un piso, decorada con altas y capaces vidrieras, y el desahogado portalón que da acceso al interior del edificio construido en forma de hotel. Los árboles, la cerca, el patio, las plantas de flores, la vivienda, en fin, por frente de la cual pasea un hombre con gorra galoneada como los conserjes de los palacios, constituyen una propiedad siniestra: la finca de los muertos.

Aquello es el depósito judicial de cadáveres, donde residen en común como dueños absolutos, con numerosa servidumbre que les atiende, recostados sobre lechos de piedra, útiles para soportar el desplome marmóreo de sus miembros, sin estorbarse los unos a los otros, en paz completa y en muda tertulia, los desheredados de la suerte, las víctimas de la violencia, que miran sin ver, con ojos desmesuradamente abiertos, la espaciosa estancia, saturada por una atmósfera de plomo, donde se confunden en fétido consorcio los miasmas que brotan de la carne podrida y las enérgicas emanaciones del cloruro de cal y del ácido fénico.

Allí están ellos recibiendo con quietud perezosa de sultanes las visitas de los curiosos, las caricias del bisturí y los nuevos tertulios que les ofrecen a diario la desesperación y el crimen.

Estoy seguro de que si esos muertos tuvieran el don del movimiento y de la palabra, dirían, incorporándose sobre sus lechos, cuando un nuevo cadáver penetra por la puerta de su domicilio:

—Adelante, amigo; acuéstese usted con toda confianza; está usted en su casa y no nos molesta.


* * *


No hace muchos días tuve ocasión de visitar la finca de los muertos, en cumplimiento de penosos deberes.

Un amigo mío, acaso por aburrimiento, tal vez por impotencia, quizá por las dos cosas, y mejor aún por haber puesto sus ambiciones más allá de donde alcanzaban sus medios para cumplirlas, había resuelto quitarse la vida, y realizó su plan una noche cualquiera, llevando el sosiego definitivo a su espíritu, y el luto y la amargura, transitorios, como todas las emociones humanas, al seno de su hogar.

Llegué al depósito; me detuve en el anchuroso portalón —porque también los muertos se permiten el lujo de hacer guardar antesala a sus visitantes—, examiné con viva curiosidad los doce retratos de homicidas y asesinados que adornan el recinto, como adornan las casas particulares los retratos de los miembros de la familia, y contemplándolos estuve hasta que un guardián de cadáveres, tan hecho a mover cuerpos inertes como un obispo a echar bendiciones, abriendo de par en par la puerta que al cuarto de autopsias y operaciones conduce, me arrojó de golpe entre sus inquilinos, diciéndome al paso: «Tápese usted las narices, porque con estos calores de junio huelen que apestan».

Eran once, si mal no recuerdo; sus rostros afeados por la convulsión trágica y suprema de la agonía, lívidos, deformes, inspiraban horror. Notábase en el cuarto una repugnante y lógica promiscuidad de sexos; los muertos no aman, no sienten agitadas sus médulas por la sacudida brusca del deseo, no experimentan la atracción del organismo complementario; por tal motivo, sin duda, reposaba tranquila junto a mi amigo mozo de 27 años, que tenía la sien hecha trizas a consecuencia de un pistoletazo, una muchacha de 16 abriles, rubia, pálida, con los ojos azules y el cuerpo admirablemente contorneado, la cual muchacha ostentaba debajo del seno izquierdo una herida ancha y profunda, abierta allí por los celos y los apetitos de su amante.

¡Maridaje extraño el de aquellos dos seres, uno de los cuales nos contaba con lenguaje mudo, por la deforme y asquerosa boca de la herida abierta en su cráneo, todos los desengaños, las amarguras todas de su existencia, mientras el otro, con las pupilas asombradas aún, parecía buscar en el espacio las esperanzas múltiples, cobijadas por su alma de niña y repercutidas por su cuerpo de adolescente!

La mirada del hombre, dura, burlona, sarcástica, parecía gritarle al destino: «Jugarreta por jugarreta. Estamos en paz». La de la muchacha, dulce, estupefacta, sorprendida, encerraba esta pregunta dolorosa: «¿Por qué?».

Yo les miré un instante, y cuando, afanoso por evitar la impresión de angustia que me producían sus dos imágenes quise volver a otro lado los ojos, retrocedí con angustia y con miedo. Los nueve cadáveres restantes se presentaban enfrente de mí con sus rostros contraídos, sus miembros rígidos, sus ropas manchadas de sangre y sus manos convertidas en garabatos horribles; era el de entonces un espectáculo solo comparable al que ofrece el mar después de un naufragio, cuando, sacudido por las últimas convulsiones de la borrasca, deposita sus víctimas sobre las rocas.

Extendidos en aquellas rocas con siniestro desorden, hecho jirones el ropaje, engarfiadas las manos por el esfuerzo postrero de la desesperación y del instinto, azulada la piel y dilatado el rostro por espantosa mueca, se descubren los náufragos, en torno de los cuales se apiña la curiosa y horrorizada multitud, y se retuerce con rumor sordo la salobre espuma de las olas.

Náufragos son aquellos; náufragos eran también los que yo contemplaba entonces; el oleaje del mar empujó a los unos contra las rocas inhospitalarias de la costa; el oleaje de la vida arrojó a los otros sobre las mesas del depósito de cadáveres; los curiosos de la playa estaban sustituidos en el recinto de la ley por mí y por el mozo que me acompañaba; nos faltaba el cielo infinito y azul; pero yo no lo eché de menos, porque tenía, para sustituirlo, las pupilas azules de la pobre muchacha asesinada por su amante.


* * *


Salí del depósito; cargaron el cuerpo de mi amigo en un carro fúnebre, que debía transportarlo al cementerio; púsose en marcha el humilde vehículo: atrávesamos pausadamente por entre los muchachos que jugueteaban en la alcantarilla y las mujeres que murmuraban a la puerta de sus casucas; llegamos a la carretera; tomé yo el camino de este Madrid bullicioso e indiferente que consume vidas y destruye ambiciones, y siguió el cadáver la ruta que conduce al cementerio del Este en busca de un asilo más seguro, más solitario y más perenne que el que le ofreció durante treinta y seis horas la finca de los muertos.


Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
Leído .