Ellos hubieran querido que la boda fuese aquel mismo día; pero necesitaban esperar al día siguiente, un domingo de enero, más hermoso para los novios, con sus esperanzas y sus promesas, que todos los domingos de mayo, con sus flores y con sus perfumes.
¡Qué remedio! No era cosa de perder un día de trabajo en casarse… ¡Así que no andaban necesitados de ganar un jornal, para desperdiciarlo, aun tratándose de la dicha! Y luego, que habían hecho un gasto enorme; su fondo de ahorros estaba completamente exhausto; el arreglo de un hogar nuevo se traga una fortuna. Cuatro años de privaciones y de fatigas les fueron precisos a Moncho y a Teresa para constituir el suyo.
Durante aquel tiempo, ni Moncho bebió un vaso de vino, ni Teresa compró una cinta de seda para adornarse el moño. Uno y otro vivieron como dos avaros, escatimando un céntimo de este lado, un real del otro, una peseta de más allá; pero al fin tocaban el límite de sus ambiciones; ya tenían puesta su casa; ¡y qué casa!, daba gozo mirarla.
Un albañil le había lavado la cara, y era de verla, coquetona y humilde, apoyada sobre una roca, dorada por el sol, saludada por el mar, que la acariciaba con risas de espuma, y curioseada por las gaviotas de la costa, que no pasaban una vez siquiera por delante de ella sin prorrumpir en graznidos envidiosos, como si quisieran decirse:
«¡Pero qué felices van a ser esos pícaros!».
Esto por lo que tocaba al exterior de la vivienda. Del resto no se diga: Teresa estaba segura de que no existía en el pueblo otra más limpia y aseada; y con todos sus menesteres.
A la entrada en un patinillo cubierto, la pila de piedra para lavar la ropa de su Moncho y dejarla blanca como la nieve a puros restregones de sus manos fuertes y musculosas; sobre la pila la herrada, cuyas anchas abrazaderas de hierro relucían como si fuesen de plata diestramente bruñida; allí, en un rincón, una jaula espaciosa hecha de tablones viejos, y transformada en gallinero para cobijar a un gallo de cola dorada y ojos de lumbre, y a siete gallinas, que en punto a fecundas, podían apostárselas con las mejores ponedoras del país; cruzando el espacio del patinillo, y sujetas por garruchas a la pared, dos cuerdas de esparto para secar las redes en los días lluviosos, y el traje de mar de Moncho en todo tiempo. Más adentro la sala, con un sofá de enea, cuatro sillas de Vitoria, una cómoda de pino con chapas de caoba, y encima de la cómoda, una cajita de conchas naturales, dos floreros de barro y una imagen de la Virgen, vestida por la novia, y detestablemente vestida por cierto, pues era moza lega en puntos de modistería celestial; en la pared estampas y en el suelo la madera desnuda que, merced a los encerados de Teresa, relucía como un espejo.
A la derecha de la sala la alcoba, con el lecho limpio de presente y la felicidad de los novios en perspectiva; a la izquierda un pasillo y al final de este la cocina con un hogar de hierro para hacer lumbre, cuatro cacerolas para guisar la comida, un armario de encina para guardar platos y cubiertos, dos sillas de pino y una mesa, de pino también, donde los futuros esposos saborearían la comida por ellos ganada, y ganada a medias, pues mientras Moncho apretaba el remo, y tendía la red, y corría la mar, Teresa andaría por los pueblecillos de la costa con la banasta en la cabeza y el pescado dentro, voceando su mercancía en ese idioma vasco, que al pasar por los labios de las mujeres, más parece canto de pájaro que voz humana.
En su nueva casa pensaba Teresa, contemplándola desde la ventana de la que entonces ocupaba, y esperando a Moncho que debía pasar por allí antes de ir a la pesca, para saludarla y arreglar por centésima vez los últimos preparativos de la boda; porque era lo cierto que con tanto gasto se habían quedado sin una peseta; y aunque el padrino, patrón de la lancha donde trabajaba su novio, fuese hombre rumboso que los quería mucho y correría gustoso con todas las pertenencias del convite, no era cosa de que los novios no pudieran ofrecer un barril de sidra y una bandeja de dulces a los invitados. Afortunadamente la época era buena, y con lo que sacara Moncho aquel día bastaría a las atenciones del convite y aún quedaría algo para el día siguiente. Después… no iba a faltarles Dios; eran jóvenes, trabajadores, religiosos, muy apreciados del señor cura; se habían querido como manda el cielo, y el cielo no abandona a los que se portan bien con él. ¡Poco que pensaba divertirse ella el domingo! Por la mañana a confesar, a oír misa, a prepararlo todo: la ropa blanca, el justillo de seda, la falda de lana, el manto negro, los zapatos de tela y las medias de hilo; por la tarde a la iglesia otra vez, con una patulea de chiquillos delante, y el novio al lado, y al lado del novio el padrino, y al de la novia la madrina, y detrás todos los convidados, aquellos marinerotes de tez curtida y corazón sano, aquellas mujeres que la habían visto nacer o habían jugado con ella; todos limpios, endomingados, llenos de satisfacción y contento; después, el discurso del señor cura, las bendiciones, y en seguida de las bendiciones, el baile y el convite y los jarros de sidra pasando de una mano a otra, y luego… luego, Moncho sería suyo para siempre, y la casita construida sobre las rocas, el nido vacío, tendría dos amantes que lo habitaran.
* * *
En su porvenir pensaba Teresa, echada de pechos sobre la ventana
de la casa de sus padres, e iluminada por la luz del crepúsculo de la
mañana, que mejor que dibujar, abocetaba sobre el marco de madera la
hermosa figura de la joven, su cara larga, morena, sonriente; su pelo
negro, que, partido en trenzas a medio hacer, caía sobre sus hombros
robustos para acariciar su talle flexible y recoger los estremecimientos
de su cuerpo, sacudido a un tiempo por el frío de la mañana y por los
anhelos del amor; hermosa estaba la muchacha a la luz incierta del
crepúsculo, mientras clavaba sus ojos negros en su hogar futuro y
recogía en su pensamiento la imagen de Moncho, de aquel mocetón fuerte
como un mástil, de carota franca, de piel dura, enrojecida por la
intemperie y por la borrasca; de músculos de acero y de alma cándida
como la de un niño de cuatro años; hermosa estaba, y más hermosa pareció
todavía cuando Moncho, abriendo la puerta de su casa y saliendo por
ella con la red en la mano y el remo al hombro gritó con su voz áspera,
hecha a dejarse oír entre los rugidos del vendaval y el estruendo del
oleaje:
—¡Buenos días, Teresa!
—¡Buenos los tengas, Moncho! —respondió la muchacha—. ¿Vas a la pesca?
—Sí. No hay otro remedio; ya sabes que contamos con ella para quedar bien con los convidados… Con que… hasta la noche. El día está bueno y la pesca abundante… No dejes de ir a esperarme en el muelle.
—¡Pues no faltaba más!… Hasta la noche, Moncho.
—Adiós, Teresa.
Y el mozo, empinándose sobre la punta de los pies, envió un beso a su novia; ella se lo devolvió con la mano. Fueron los dos besos las primeras notas de amor que sonaron en la naturaleza aquella mañana… Los novios se adelantaban a los pájaros que aún dormían con las alas plegadas entre las ramas de los árboles.
* * *
—¡Buena pesca, José Mari! —gritaba Moncho encarándose con su
patrón y volcando en el fondo de la lancha su red llena de peces que
coleaban y se retorcían dentro de ella, semejantes a un montón de
láminas de plata revueltas por la mano de un chico travieso—. ¡Buena
pesca! Por esta vez tocamos a tres duros. ¡Si estaba yo seguro de que no
iban a faltarle a Teresa los dulces de la boda!… Desengáñate, José
Mari, el mar es muy bueno para nosotros.
—Algunas veces —respondió el patrón contemplando la superficie tranquila de las aguas y volviendo después los ojos hacia el pueblo, apenas visible desde aquella altura de la costa.
Hizo una pausa, durante la cual se contrajo su semblante rugoso, salpicado a trechos por una barba entrecana y áspera, y a seguida añadió:
—¡Vamos, muchachos!, aún quedan tres horas de faena. Con otras dos tenemos bastante para volver al pueblo. No hay que desperdiciar las buenas ocasiones.
Los marineros, obedientes a la voz del patrón, reanudaron la faena por un momento interrumpida, distinguiéndose entre todos ellos como el más incansable y ardoroso Moncho, el cual tenía tiempo para todo; para tender la red, para recogerla, para contestar a las chanzonetas de sus amigos y para pensar en su Teresa; porque ya era suya; ¡qué significaban unas horas de espera junto a la felicidad de toda la vida!…
Así continuaron por espacio de una hora; y era espectáculo varonil y hermoso el que ofrecían aquellos hombres humildes y aquella naturaleza omnipotente. El cielo azul, limpio de nubes, iluminado por un sol pletórico que, al caer desde la altura transformado en haces de luz, convertía en una esmeralda gigantesca el mar silencioso y apacible; sobre el mar, la lancha que avanzaba por él a impulsos de dos remos soñolientamente manejados; detrás de la lancha la red, ocultando el fino tejido de sus mallas entre el vaivén continuo de las aguas; en la superficie de estas el cebo para la abundante pesca que sobre él caía, y dentro de la barca, nueve hombres jóvenes, robustos, descalzos de pie y pierna, remangados los brazos, descubierto el pecho e inclinados sobre la borda para dejar deslizarse con lentitud la cuerda de la red, para mantenerla tirante, para recogerla de pronto y cerrar toda salida a los prisioneros; para arrastrarla después hasta la barca y subirla a ella, poniendo en tensión sus músculos potentes y en juego su demostrada habilidad, mientras las gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas, y el océano hinchaba y deprimía sus encalmadas ondas, dando paso a su respiración de gigante dormido…
Tan abstraídos estaban los marineros en su pesca, tan cegados por la codicia de la ganancia, que no advirtieron una mancha obscura que se dibujó en los últimos límites del horizonte y fue ensanchándose lentamente, sin que por ello se turbasen, en la apariencia, la calma del mar y las alegrías del cielo.
El patrón, menos atento que los otros a su faena, fue el primero de todos en divisar aquella mancha, y volviéndose hacia los marineros con el rostro ceñudo y el ademán sombrío, les dijo señalando al horizonte con el dedo:
—¡Muchachos, galerna!
Todos alzaron la cabeza y todos comprendieron el peligro. Lo habían desafiado ya otras veces.
—¡Dentro de media hora la tendremos encima! —añadió el patrón—. Hay que adelantarse a ella, o estamos perdidos, porque la cosa se presenta mal; recoged las velas; armad los remos, y al puerto. ¡Vivo!
Fue obra de un instante. Las redes cayeron sobre cubierta; los ocho remos se armaron sobre sus estribos de madera; un vigoroso empuje les obligó a cortar las olas y la barca tomó la vuelta de la playa con rapidez creciente; pero si la obra de los hombres fue breve, fue más breve aún la realizada por la naturaleza. La mancha obscura se convirtió en gigantesco nubarrón, que fue avanzando por el cielo y cubriendo sus tonos azules con un manto parduzco, salpicado a trechos por resplandores cárdenos y por trepidaciones luminosas; el océano se estremeció como una fiera que despierta hambrienta de matar; lanzó un rugido formidable, encrespó sus olas como una melena de espuma, y cambió sus matices verdes en mancha cenicienta de apariencia horrible y de aspecto amenazador… Y la mancha siguió avanzando y cubrió el cielo, y olas formidables se levantaron sobre el océano, y el resplandor cárdeno convirtiose en rayos azules y en centelleos deslumbradores, como la trepidación luminosa se cambió en trueno avasallador y formidable. La borrasca, con todos sus furores, se desataba sobre la lancha sacudida por el oleaje y golpeada por la tempestad.
—¡Nos ha alcanzado! —gritó José Mari—. ¡Ya que no podemos evitarla, lucharemos con ella!… Pronto; armad la vela, poned la proa al viento; correremos con la borrasca… Hay que jugar el todo por el todo… Si el viento no cambia, si conseguimos evitar las rocas y enfilar la entrada del puerto, estamos en salvo. ¡Ánimo! En otras peores nos hemos visto… ¡Vamos, muchachos, de prisa, armad la vela!… Tú, Moncho, que eres el más fuerte, al timón: hace falta un brazo de hierro para mantenerlo firme contra las olas. ¡Vamos!
Moncho cogió la barra del timón sin pronunciar una palabra; la vela fue izada en un segundo; al contacto del viento se hinchó hacia adelante con espantosa tirantez, la barca dio un salto, cayó de golpe sobre las olas; las partió con su quilla puntiaguda y siguió su marcha caída sobre un costado, conmovida por la borrasca y brutalmente balanceada por los hondos sacudimientos del mar.
—¡Ahora a la voluntad de Dios! —murmuró el patrón.
Y dirigiéndose a Moncho, que sujetando la barra del timón levantaba al cielo su rostro pálido y demudado, le dijo:
—¡Qué! ¿Tienes miedo? ¡Tendría que ver eso en ti, que nunca lo has tenido!
—Por mí no lo tengo, José Mari —responrlió Moncho—; he visto muchas veces la muerte de cerca para temblarla; pero ahora sí, ¿por qué he de negarlo?, ahora tengo miedo.
—¿Y eso?
—¿No comprendes que si yo muero, Teresa va a llorar?…
* * *
Allá en el pueblo todo era lamentos, angustia y confusión; la
gente, arremolinada sobre las escaleras del puerto, buscaba con ansia
entre las olas las lanchas de los pescadores, que se distinguían como
puntos blancos en el horizonte sombrío; allí estaban los padres, los
hermanos, los hijos, el sustento de sus cuerpos, la dicha de sus almas;
solo se veían semblantes convulsos y ojos llorosos; el señor cura,
arrodillado en las piedras del muelle, levantaba sus manos y sus preces
al cielo implacable, y junto al señor cura, con el pelo suelto, la faz
trémula y las pupilas nerviosamente dilatadas, se encontraba Teresa, la
novia de Moncho, la infeliz muchacha, que temblaba de espanto por aquel
hombre, vida de la suya, objeto de su amor, resumen de sus esperanzas.
La primera lancha que se hizo perfectamente visible, la que se adelantó a todas las demás, la que con mayor rapidez se acercaba al puerto, fue la de José Mari… Al fin pudo vérsela acostada materialmente sobre las olas, tendida la vela, rápida la marcha, insegura la salvación, con ocho de sus tripulantes agarrados a las bordas y haciendo esfuerzos sobrehumanos para que no les arrebatase un golpe de mar, mientras Moncho, con las piernas abiertas y firmes, la cabeza descubierta, el ojo atento y el ademán bravío, sujetaba con sus brazos de atleta la barra del timón y mantenía la proa de la barca en línea recta con la entrada del puerto.
—Si no cambia la racha, si atraviesan las rocas —gritó un marinero viejo e inútil—, están salvados.
—¡Las rocas! —murmuró Teresa, mientras la gente veía con doloroso anhelo y sin poder prestarles auxilio, el peligro que amenazaba a aquel puñado de valientes.
—¡Las rocas! —Y volvió los ojos hacia aquellas rocas siniestras, encima de una de las cuales, y adelantándose sobre el mar, se descubría su casa, la casita blanca donde ella y Moncho esperaban ser tan felices.
La lancha llegó delante de las rocas; el mar, como si comprendiera que allí iba a librarse el último combate, como si no quisiera ser vencido, aumentó el estruendo y las sacudidas de su oleaje; el horizonte fue cómplice de sus furores, arreció la tormenta, saltó el viento, y la barca, impulsada por él, tomó el camino de las rocas. Entonces se vio a Moncho apoyarse con todo su cuerpo sobre la barra del timón y a los nueve hombres extender la mano para ayudarle, intentando un esfuerzo decisivo y supremo…
¡Esfuerzo inútil!… La barca dio una espantosa sacudida; la vela, arrancada por el huracán, se deshizo en jirones; una ola formidable, cogiendo la embarcación de través, la levantó en alto, la empujó hacia las rocas, la hizo saltar sobre su movediza y terrible curva, y volteándola con salvaje ímpetu, la estrelló contra ellas, mientras un racimo de hombres se desprendía de su fondo para destrozarse en la superficie erizada y cortante de los silenciosos peñascos.
Toda la gente agrupada en el muelle lanzó un grito de horror.
Teresa fue la única que no gritó; sin que nadie acertara a impedirlo, sin que ninguno tuviese tiempo de hacerlo tampoco, abandonó el muelle, saltó sobre las rocas, corrió por ellas desafiando los horrores del oleaje y llegó a la última, a la que servía de cimentación a la casita blanca.
Allí, junto con otros cuerpos despedazados, estaba el de Moncho, que había caído con los brazos en cruz y las manos en garfio.
Teresa se arrodilló delante de él, enseñó al mar y al cielo sus puños cerrados y amenazadores, y con los párpados secos y la voz extinguida, se dejó caer sobre el cadáver de su novio, que tenía los ojos abiertos y apretados los dientes, como si hubiese querido cortar la última palabra que salió de su boca.
Aquella palabra, ¿era una plegaria? ¿Era una blasfemia? Solo Teresa podría decirlo. Teresa, que la recogía con sus labios convulsos de la boca ensangrentada de Moncho…