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Ellos no podían fijarse en tales cosas; para ellos no había más que un espectáculo interesante: el de la inmensa población que se descubría a lo lejos, recortando en el horizonte gris las torres de sus iglesias, las manzanas de su caserío y el resplandor amarillento de sus faroles; allí estaba el término del viaje, la comida y el lecho; poco importaba que la comida fuera mala y el lecho duro; poder comer y poder dormir era un refinamiento de lujo para aquellos dos seres.
Y Curro pensaba que el escribano no iba a ser tan malo que no les diese un mendrugo de pan, un puñado de paja y un montón de heno.
Con eso tenían bastante; no estaban acostumbrados a más; así habían vivido desde que se conocieron, desde que Curro empezó a jugar con Madroño y a encaramarse encima de él y a darle palos y a tirarle de las orejas y a cruzar campos. Y caminos sobre su lomo, porque Madroño era un burro muy flaco, muy huesudo, con el vientre pegado al espinazo, el espinazo pegado a la piel, las orejas largas, el rabo corto, el cuerpo repujado de mataduras y las patas llenas de esparavanes.
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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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