Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!

—¡Ah, joven! —añadí, contem­plándole con verdadera lástima—; usted me ha inspirado gran simpa­tía, y quiero que su visita le resulte á usted provechosa. Con las ideas y proyectos de usted sólo se alcanza una representación; la de San Ber­nardino. Otra es la ruta que debe usted seguir, si quiere llegar al lími­te de sus deseos.

—¿Yo?

—Vamos á cuentas, y no me inte­rrumpa; ¿conoce usted á algún per­sonaje influyente?

—Sí, pero el tal no participa de mis ideas.

—¡Vaya un tropiezo...! Participe usted de las suyas y estarán acordes en seguida.

—Eso equivale á una abdicación.

—Y ¿qué es abdicar? Un verbo en moda y elegante. Los reyes lo con­jugan cada tres meses y los políticos cada tres minutos... Nada, joven, nada, es necesario echar á un lado esas pequeñeces. ¿Cómo se llama el personaje que usted conoce?

—D. Éxito. Es un animal.

—Pero un animal que ha llegado á ministro, y los animales de esta categoría se convierten en personas acreedoras á la mayor consideración. Usted debe visitar á D. Éxito; elogiar á diario sus más enormes bar­baridades, como sí fuesen el limíte, fin y compendio de la ciencia huma­na y divina; acosarle en el salón de conferencias; llamarle genio á grito pelado; quitarle las motas del gabán cuando lo lleve puesto, y ayudarle á sacar y meter las mangas cuando se lo ponga y se lo quite.

—¡Yo!

—Usted mismo, joven; usted mis­mo. Con eso, con dedicaile un suel to encomiástico en los periódicos cada tres días y con limpiarle las botas de vez en cuando, ya hemos adelantado la mitad del camino.

—¡Caballero, mi altivez no me permite semejantes bajezas!

—¿Ahora salimos con que tiene usted altivez? ¡Ay amigo! Con esa virtud no se va á ningún sitio, más que á uno. La altivez se guarda para más adelante, para cuando sea usted director general, pongo por caso.

—Pero...

—Déjeme usted seguir. ¿Tiene hijas D. Éxito?

—Una muy fea.

—¡Bravo...! Cultive usted el amor de esa fea como si de la mismísima Venus se tratara. Las feas dan excelentes resultados, créame usted á mí; enamore usted á la hija fea de D. Éxito, y si el padre se opone, róbela usted.

—¡Robarla!

—Sí, señor. ¿Qué cree usted que vendrá después del robo?

—Una pareja de la Guardia civil.

—No, señor, un distrito.

—¡Pero, caballero, yo amo á otra mujer!

—Y eso qué importa. Siga usted amándola; el robar á la hija de un ministro no es lance amoroso, es una manera de conseguir el acta muy semejante á la que emplean los gobernadores de provincias para que logren el triunfo los candidatos mi­nisteriales.

—¡Oíga usted, señor mío...!

—Oígame usted primero á mí. Una vez diputado, dediqúese usted á frecuentar el trato de la mujer de cualquier otro personaje superior á D. Éxito; es medio infalible para llegar á una subsecretaría en tren ex­preso, y de subsecretario se salta á ministro con la mayor facilidad del mundo. ¡Qué demonio, joven, usted es guapo, sanguíneo, robusto...! No hay que desanimarse. Siga usted mis consejos, y crea que siguiéndolos, podrá ser lo que mejor le venga en gusto, sin afanes, sin trabajo y sin exposiciones de ninguna clase.

—¡Usted ha olvidado que yo soy un hombre de vergüenza!

—¿También eso? Pues amigo mío, siento mucho decírselo; pero con semejantes repulgos y sin una peseta, llegará usted á diputado (si llega), con permiso del sepulturero, cuando no pueda disfrutar de las ventajas materiales que el Poder pro­porciona, cuando haya dejado entre las zarzas del camino sus ilusiones, sus esperanzas, su vida entera. Haga usted lo que le parezca mejor, pero no olvide esta sentencia:

Para ser diputado en España va­len más, infinitamente más, que las ideas y la constancia y la firmeza y el talento, el gabán de D. Éxito, las botas de D. Éxito y la hija de don Éxito.

Puedo presentarle á usted muchos diputados que no me dejarán mentir.


Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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