Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mirada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo recomienda.
—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis aficiones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.
—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?
—Tengo grandes proyectos —replicó el joven, á tiempo que su rostro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evoluciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á economía, todo lo que se ha escrito; nacido en el pueblo, me ha sido sumamente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un programa que defenderé con inquebrantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me proporcione el periodismo, donde pienso exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honradamente los intereses de mi patria.
—¿Conque tales son los pensamientos que á usted animan?
—Sí, señor.
—Usted será rico.
—No, señor.
—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.
—¡Qué dice usted!
—¡Ah, joven! —añadí, contemplándole con verdadera lástima—; usted me ha inspirado gran simpatía, y quiero que su visita le resulte á usted provechosa. Con las ideas y proyectos de usted sólo se alcanza una representación; la de San Bernardino. Otra es la ruta que debe usted seguir, si quiere llegar al límite de sus deseos.
—¿Yo?
—Vamos á cuentas, y no me interrumpa; ¿conoce usted á algún personaje influyente?
—Sí, pero el tal no participa de mis ideas.
—¡Vaya un tropiezo...! Participe usted de las suyas y estarán acordes en seguida.
—Eso equivale á una abdicación.
—Y ¿qué es abdicar? Un verbo en moda y elegante. Los reyes lo conjugan cada tres meses y los políticos cada tres minutos... Nada, joven, nada, es necesario echar á un lado esas pequeñeces. ¿Cómo se llama el personaje que usted conoce?
—D. Éxito. Es un animal.
—Pero un animal que ha llegado á ministro, y los animales de esta categoría se convierten en personas acreedoras á la mayor consideración. Usted debe visitar á D. Éxito; elogiar á diario sus más enormes barbaridades, como sí fuesen el limíte, fin y compendio de la ciencia humana y divina; acosarle en el salón de conferencias; llamarle genio á grito pelado; quitarle las motas del gabán cuando lo lleve puesto, y ayudarle á sacar y meter las mangas cuando se lo ponga y se lo quite.
—¡Yo!
—Usted mismo, joven; usted mismo. Con eso, con dedicaile un suel to encomiástico en los periódicos cada tres días y con limpiarle las botas de vez en cuando, ya hemos adelantado la mitad del camino.
—¡Caballero, mi altivez no me permite semejantes bajezas!
—¿Ahora salimos con que tiene usted altivez? ¡Ay amigo! Con esa virtud no se va á ningún sitio, más que á uno. La altivez se guarda para más adelante, para cuando sea usted director general, pongo por caso.
—Pero...
—Déjeme usted seguir. ¿Tiene hijas D. Éxito?
—Una muy fea.
—¡Bravo...! Cultive usted el amor de esa fea como si de la mismísima Venus se tratara. Las feas dan excelentes resultados, créame usted á mí; enamore usted á la hija fea de D. Éxito, y si el padre se opone, róbela usted.
—¡Robarla!
—Sí, señor. ¿Qué cree usted que vendrá después del robo?
—Una pareja de la Guardia civil.
—No, señor, un distrito.
—¡Pero, caballero, yo amo á otra mujer!
—Y eso qué importa. Siga usted amándola; el robar á la hija de un ministro no es lance amoroso, es una manera de conseguir el acta muy semejante á la que emplean los gobernadores de provincias para que logren el triunfo los candidatos ministeriales.
—¡Oíga usted, señor mío...!
—Oígame usted primero á mí. Una vez diputado, dediqúese usted á frecuentar el trato de la mujer de cualquier otro personaje superior á D. Éxito; es medio infalible para llegar á una subsecretaría en tren expreso, y de subsecretario se salta á ministro con la mayor facilidad del mundo. ¡Qué demonio, joven, usted es guapo, sanguíneo, robusto...! No hay que desanimarse. Siga usted mis consejos, y crea que siguiéndolos, podrá ser lo que mejor le venga en gusto, sin afanes, sin trabajo y sin exposiciones de ninguna clase.
—¡Usted ha olvidado que yo soy un hombre de vergüenza!
—¿También eso? Pues amigo mío, siento mucho decírselo; pero con semejantes repulgos y sin una peseta, llegará usted á diputado (si llega), con permiso del sepulturero, cuando no pueda disfrutar de las ventajas materiales que el Poder proporciona, cuando haya dejado entre las zarzas del camino sus ilusiones, sus esperanzas, su vida entera. Haga usted lo que le parezca mejor, pero no olvide esta sentencia:
Para ser diputado en España valen más, infinitamente más, que las ideas y la constancia y la firmeza y el talento, el gabán de D. Éxito, las botas de D. Éxito y la hija de don Éxito.
Puedo presentarle á usted muchos diputados que no me dejarán mentir.