En pie sobre el asiento del landeau hallábase el conde, siguiendo, anteojo en mano, las peripecias de la carrera, el galope vertiginoso de los caballos y los movimientos de los jockeys, que, describiendo en el aire curvas rápidas con el extremo de sus látigos, recogido el cuerpo, calada la gorra y hundidas las espuelas en los ijares de sus cabalgaduras, avanzaban por la pista adelante, persiguiéndose, desafiándose, estimulándose, estorbándose el paso, maniobrando habilidosamente para ganar la cuerda, y formando vistoso grupo, en el cual se destacaban sus elegantes blusas de colores, hinchadas por el viento y abrillantadas por el sol. Y mientras seguía el combate, y la multitud, escalonada en los desmontes y vericuetos que circuyen el Hipódromo, animaba á los luchadores con gritos roncos y salvajes; mientras en las tribunas se hacían apuestas y en los fondines improvisados sobre la superficie pantanosa del recinto, preparaban los mozos fuentes de emparedados y botellas de manzanilla, y damas y caballeros lujosamente puestos charlaban en los carruajes, y el conde perseguía desde el suyo, con ansias de jugador y de sportman, las evoluciones de su caballo favorito, la condosa, dirigiéndose a Enrique, á aquel mozo de dieciocho años que, parado á muy corta distancia de ella, acababa de pedirla una cita amorosa por medio de una tarjeta arrojada con juvenil descaro encima de la cubierta del landeau, le dijo en voz baja, enloqueciéndolo á la vez con su acento y con la mirada de sus ojos grandes y burlones: «Al que algo quiere, algo le cuesta.»
Enrique bajó la cabeza en señal de asentimiento; escuchóse el sonido de la campana anunciando el término de la carrera; pasó por delante de las tribunas el vencedor caballo, y comenzó el heterogéneo y bullicioso desfile de breaks, de charreters, de faetones, de landeaux y victorias á la Daumont y á la media Daumont, de milores, de carretelas y berlinas que, ocupados por hombres elegantes, por mujeres hermosas, por lo mejor y más selecto que abarca en sus limites, inmateriales, pero precisos, la alta sociedad madrileña, se amontonaban sobre las anchas puertas del Hipódromo, extendiéndose luego por el Paseo de la Castellana arriba, entre el crugir de las fustas, el pataleo metálico de los caballos, el súave chirrido de los ejes y el sordo voltear de las ruedas, mientras el popular, como se decía en los tiempos antiguos, la gente de á pie, como se dice ahora, ganaba los paseos laterales en montón apretado y alegre, empujándose, codeándose, ondulando con desconcertadas ondulaciones y marchando de frente y en tropel, entre un rumor no interrumpido de palabras y risas y una espesa nube de polvo.
Enrique vió desfilar toda aquella turba de seres y cosas sin darse cuenta de ello; no tuvo ojos más que para contemplar el landeau de la condesa, que partió con los otros carruajes, no sin que su dueña, volviendo el rostro hacia su desconocido adorador, le dirigiera una sonrisa, despedida silenciosa, muda promesa que contrajo los nervios del joven y le hizo permanecer quieto, inmóvil, con las pupilas puestas en la encantadora mujer que se alejaba y el cuerpo iluminado por los últimos rayos del sol, próximo á ocultarse tras los áridos desmontes del Hipódromo.
Cómo se entendieron Enrique y la condesa, no es hecho digno de mención; baste decir que una noche recibió el joven la siguiente epistola:
«Dentro de cuatro días saldré sola para el Escoríal; vaya usted allí, y hablaremos.
»Será conveniente que abandone usted la corte antes que yo.
»Rompa usted estas lineas después de leerlas.»
Enrique hizo pedazos la carta, no sin besarla antes repetidas
vecos; buscó dinero, cosa muy difícil de obtener por un joven que no
tiene otro caudal que sus ilusiones y sus esperanzas, y dejó Madrid para
comenzar la historia de sus primeros amores con una señora del gran
mundo.
* * *
En las estribaciones del monasterio del Escorial (digo
estribaciones porque, más que de monasterio, tiene trazas de cordillera
aquella mole inmensa y maciza), álzase una casa, edificada en forma de
hotel, lo bastante lejos del pueblo para no confundirse con éste, y lo
bastante cerca para hallarse comprendida en su limite municipal. En la
tal vivienda, rodeada por un jardín y defendida por una reja de
artistico remate, vivía la condesa, sin más compañeros de habitación que
dos ó tres criados.
A esta casa iba Enrique todas las noches después de las once, sin ser visto de nadie, ni de la servidumbre siquiera, y allí permanecía hasta el clarear de la aurora, gozando las múltiples delicias á él ofrecidas en frenéticos y delirantes espasmos de pasión por aquella mujer hermosa como ella misma, carnal como un desnudo del Ticiano, majestuosa como una reina y ardiente como una cortesana.
Enrique adoraba los encantos de la condesa como adora el neófito, á medida que los descubre, los misterios de su religión. Para él, joven, ardiente, con el cerebro repleto de ilusiones, las venas de sangre y los nervios de electricidad, era la condesa el resumen de todas las dichas y la síntesis de todos los placeres. ¿Qué valían junto á ella, inteligente, graciosa, espiritual pronta á seguir á Enrique, y seguirle sin desventaja en sus quimeras de poeta, en sus avances de pensador, en sus locuras de hombre mozo y sediento del porvenir, las otras mujeres ineducadas, humildes, torpes, que había tenido ocasión de tratar hasta entonces? Y si del ingenio, de la gracia, del entendimiento de Luisa (este era el nombre de la condesa), de los goces intelectuales pasaba á los goces materiales, ¿dónde ni cuándo pudo él, no ya disfrutarlos, ni siquiera soñarlos, semejantes á los imaginados por ella en sus horas de exaltación y de fiebre?
Las mozas de cántaro, perseguidas por Enrique en los estrechos corredores de su casa; las alegres modistillas, que se dejaban galantear en medio de la calle para entregarse luego en el gabinete reservado de una fonda cualquiera; las mismas cortesanas que el mozo tuvo ocasión de conocer, valían muy poco, en punto á placeres, comparadas con la ilustre señora; porque la condesa era maestra en deleites. Aquella mujer que en público parecia la virtud misma por la severidad de su aspecto, por la parsimonia de sus modales, por la rigidez de su trato, se metamorfoseaba en el silencio de su gabinete, ante las pupilas absortas de su amante, como se había metamorfoseado ante sus otros galanteadores; los cuales, dominados por ella aun después de la ruptura, guardaban á la condesa el secreto de sus culpas y de sus deslices, y ésta seguía siendo á los ojos del mundo, y á los de su marido también, una dama modelo de virtudes, de costumbres honestas y de fidelidad inalterable.
Y no se crea que el tipo descrito es inverosimil: existe, Luisa, en lo que toca á hipocresía y á conocimiento de los hombres, podia dar quince y raya á Mme. de Marnaffe, á la cortesana imaginada por el talento incomparable de Balzac, á la que sabía entretener á un tiempo, obligándoles á arrastarse á sus plantas como miserables esclavos, al degenerado Hulot, al egoísta y panzudo Crovel, al muelle y lascivo Steimbock y al romántico y salvaje Montes de Montéjanos; y podía darle quince y raya, porque Valeria explotaba á sus adoradores, y Luisa no; Luisa veía en los hombres instrumentos de sus liviandades, Valeria medios de hacer fortuna; y la condesa era, si no más querida, más respetada por sus adoradores que la bastarda del ilustre General del Imperio.
Imaginese á qué extremo llegaría la pasión de Enrique, mozalbete inexperto y cándido, en presencia de aquella mujer de treinta y cinco años, que supo tenerle junto á ella durante un mes sin concederle otros favores que los estrictamente necesarios para enardecerle y subyugarle. Besar sus cabellos, acariciar sus manos, extasiarse en la contemplación de su pie calzado primorosamente, rodear con su brazo aquella cintura robusta y flexible al mismo tiempo, eran para el joven delicias inagotables y sublimes; y cuando la condesa fué suya, cuando suponía haber llegado al término de la posesión, hubo de comprender que nunca la poseería lo bastante para poseerla por completo; siempre encontraba en ella algo nuevo, enloquecedor y codiciable, no porque Luisa hubiera descubierto placeres hasta entonces desconocidos en la tierra, sino porque hacía con los usuales lo que hacen las mujeres que tienen pocos vestidos con los suyos: combinarlos artisticamente, de tal modo que, siendo dos ó tres, parezcan infinitos. Luisa procedía en idéntica forma, y Enrique, excitado, seducido por y ante los encantos de su querida, había traspasado los límites de la pasión para perderse en los abismos de la locura.
Y Luisa, ¿amaba á Enrique? No: los organismos asi constituidos mo aman nunca. Aquel mozo de dieciocho años era para ella, mujer de treinta y cinco, un manjar apetitoso; estas uniones de la juventud que empieza y de la juventud que acaba, se realizan siempre obedeciendo á una ley fatal. Las mujeres maduras apetecen á los mozalbetes inexpertos. No parece sino que en ellos van á encontrar el elixir de la vida, ese elíxir formado, según la opinión de los antiguos, con gotas de sangre arrancadas á la juventud.
Tienen estas mujeres una condición semejante á las de esos grandes vampiros americanos que manteniendo con el abaniqueo cálido de sus alas el sueño de sus victimas, absorben su vida y se alejan después que no le han dejado una gota de sangre en el cuerpo. Estas mujeres aún son peores, porque, sobre destruir la materia, matan el espiritu.
Para absorber su juventud, queria la condesa á Enrique; pero si pretendía que él se lo sacrificara todo, no quería sacrificar nada por él, y mucho menos los respetos y las consideraciones sociales á que supo hacerse acreedora. Así es que una tarde, á los tres mesos de aquel idilio, dijo á su amante:
—Mañana salgo para Madrid; mi marido me espera.
Y después de una pausa, añadió:
—Excuso decirte que nuestras relaciones han terminado.
—¡Cómo! —exclamó Enrique con acento de sorpresa y de angustia.
—Como lo oyes. Esto ha sido un devaneo que nos ha hecho felices á los dos; conserva mi recuerdo, como yo conservaré el tuyo, y despidámonos. Tú eres joven, apasionado, vehemente, y en Madrid cometerias algún disparate. Yo me debo al mundo, á los respetos sociales, á la consideración ajena, y tengo que cumplir mis deberes. Nuestro amor ha sido un paréntesis delicioso, pero nada más que un paréntesis, y hay que cerrarlo.
—No —repuso Enrique;— yo seguiré amándote, seré tu esclavo, lo que quieras; pero no me abandones, no me olvides. Ámame siempre.
—¡Imposible! —respondió Luisa.
—¿Por qué?
La condesa miró á Enrique con una mirada donde se confundian la lástima y la burla, y le dijo:
—Porque eres joven, porque eres inexperto, porque cometerías muchas locuras.
—¡Yo!
—Si. ¿Qué edad tienes?
—Dieciocho años.
—Pues sábelo, Enrique: á los dieciocho años, los hombres como tú, sólo pueden tener amantes como yo en El Escorial.