En la larga mesa, colmada de botellas vacías, destellaba la luz de las arañas de gas, y lujosamente ataviadas, mundanas incitantes, con ruidosa algazara, sostenían con sus gallardas diestras talladas copas llenas de licor, mientras nosotros, estudiantes en parranda, con cínico atrevimiento, ultrajábamos la tersura de sus desnudos senos al compás de canciones báquicas y destempladas. La orgía estaba en su período álgido. Todos hacíamos locuras, todos menos uno, Ricardo, excéntrico y atrabiliario, á quien llamábamos el taciturno.
Fué durante aquella noche un mudo espectador de nuestras locas alegrías, y bebió muy poco. Y cuando el vocerío subía de punto, mezclando bizarramente voces, gritos ó interjecciones, él replegado sobre sí mismo, dejaba vagar su melancólica mirada por encima de la mesa, deteniéndola, ora en los residuos del jerez, donde tumultuosamente refulgían espesos haces de luz dorada é inquieta, ora en la deslumbrante blancura del mantel, donde se perfilaba limpiamente el brazo de un comensal vestido de frac. A los postres, estalló incontenible la risa en todas las bocas, junto con las frases de cálida galantería. La hermosa Berta, una rubia parisiense, cuyo abanico, de caprichosos paisajes, se agitaba con vivacidad cerca de su rostro de miniatura, sublevando los rizos de su frente, se inclinó con seductora indolencia sobre el hombro de Ricardo, y le murmuró al oído tiernas palabras de amor. Entonces, éste, con brusquedad, sin volver la cabeza y sin despegar los labios, contestó secamente: «¡No quiero nada; déjame en paz! »
Después, con desdeñosa actitud, paseó sobre los grupos sus grandes y tristes ojos, tomó una botella de absintio, y con pulso firme, llenó su vaso hasta los bordes. Lentamente apuró el contenido, paladeándolo á cortos sorbos, como si quisiera encontrar en ese verde licor el olvido de algo intolerable. Quise detenerlo, é intenté un esfuerzo; pero él me envió una sonrisa, tan desesperada, tan desconsoladora, que incliné la cabeza y le dejé beber.
¿Qué extraños pesares, qué desencantos tan irreparables le llevaban así de modo irresistible al suicidio? ¿Qué implacable termita le roía en mitad del corazón? Yo siempre le había conocido sombrío. Y en los bancos del colegio, perdido hacia el fondo de la clase, envuelto en la penumbra del crepúsculo, recordaba yo haber contemplado su rostro, empalidecido por un temprano sufrimiento.
Muchas veces, paseándonos por las solitarias sendas del jardín del colegio durante las noches de luna, me confió sus extrañas amarguras, su incomprensible desapego por la vida, no obstante sus veinte años. ¡Que ensueños extravagantes forjaba su imaginación en aquellas veladas luminosas y tibias, bajo las acacias en flor! Y es que el infeliz leía á Edgard Poe, ese sombrío genio americano que murió consumido por el alcohol; á Baudelaire, satánico y ebrio de poesía, víctima de su ansia de rebuscada originalidad; y de todos esos autores había extraído un summum de rarezas y de locuras, que á veces me hacía temer por su razón.
Yo le oí con espanto una ocasión en que señalándome la luna, decía con reconcentrado furor; «Esa maldita solitaria es la cómplice de todos los crímenes y de todas las miserias; figura en el inmenso catafalco de la noche la blanca calavera, que es el símbolo del ocultismo de la vida. No sé quién ha dicho que lo blanco es el signo de la pureza. ¡Horrible mentira! Al contrario, representa el amorfismo de la vida, la carencia absoluta de pasiones y de virtudes. Y cuando llegue el día en que el globo terrestre se cubra de hielo, entonces lo blanco será muestra de desolación, de ruina y muerte; y ella, la maldita solitaria, reinará como única soberana de aquel páramo de nieves. Por eso, siempre que luce con tanto fulgor como ahora, deseo que nubes muy negras le manchen esa blancura que me hace daño.»
Si algo me horrorizaba en él, era su filosofía fríamente pesimista, reasumida en esta terrible palabra: Nihil. La nada era, según pensaba él, lo supremo deseable en esta vida: vivir era sufrir, y quien matara la vida extinguiría el dolor. Se nacía á la vida envuelto en sangre y vertiendo llanto, desgarrando las entrañas de la madre que nos daba á luz, y se moría dejando en pos de sí crueles desolaciones, duelos eternos; mientras que en el cerebro del moribundo se formulaban quizás furiosas depreciaciones por una juventud que se acababa sin goces ni ruidos, ó por una mísera ancianidad fatigada de agitarse en vano.
Hartman había dicho la verdad cuando preconizó el suicidio universal. Glorioso día aquel en que volara por los aires, hecho pavesas, este mísero planeta. Feliz el hogar que no tuviera hijos, donde no chillaran esos pequeños seres débiles y sucios Y si verdaderamente se acababa la vida por consunción, ¿quién sería el dichoso mortal que viese por última vez la puesta del sol?
Acortemos la vida, aumentando al mismo tiempo los placeres; que la ciencia aniquile el dolor inventando tales dichas que hagan impotentes los aguijones del mal.
Por ahora debe aspirarse al amorfismo del alma, es decir, á un estado en que ni el vicio ni la virtud puedan conmovernos. Ser anapáticos, es gustar de lo puro con la misma indiferencia que de lo podrido ó enfermo; ese debe ser nuestro ideal. Estas teorías de Ricardo me entristecían; porque adivinaba el oculto escollo donde iba á naufragar sin remedio esa juventud acibarada por el prematuro desencanto de la vida.
Completamente borracho, moviendo penosamente la cabeza, Ricardo
luchaba con las tinieblas de la embriaguez que empezaba á dominarle. A
su lado la botella de absintio á medio vaciar; á su frente, el vaso
lleno hasta los bordes. En las comisuras de su boca verdeaba lívidamente
el licor, y atónito, abatido, miraba con su mirada de enfermo y de
neurótico.
¿Quién de nosotros lo importunó pidiéndole que narrase su historia? No lo recuerdo, pero ciertamente hizo muy mal. Al punto demudáronse sus facciones, palideció su rostro y con voz ruda, salvaje, respondió: «No tengo historia que contar; soy un paria, un desdichado. ¿No he pagado mi cubierto en este festín? ¿No tengo mi correspondiente querida? ¿Entonces que más se quiere de mí?» Y luego, contraídos los labios, burlona la mirada y recogiéndose en su silla, soltó una fría, satánica y cortante carcajada, que nos crispó los nervios.
Después, cruzando les brazos sobre el pecho, echando hacia atrás la noble cabeza cuyo firme perfil fué á dibujarse sobre el suntuoso decorado de la pared, quedóse Ricardo estéticamente inmóvil, estereotipada en su sombrío rostro de borracho una melancólica sonrisa, mientras en sus asombradas pupilas parecía vagar una súplica dolorosa: ¡la de que lo dejasen á solas con su peregrino y doloroso ensueño del absintio...!