Unas pocas palabras
Estos cuentos que doy ahora á la estampa son hojas arrancadas literalmente de mi album. Escogidos al azar van tales como salieron de los puntos de mi pluma. Muchos de ellos son cuadros extraídos de la vida real, especie de instantáneas que aún guardan los trazos de una fidelidad desesperante. He querido que permanezcan así por tener para mis fines ulteriores la importancia de documentos humanos, que reaparecerán más tarde transformados en novelas. Más de uno de estos episodios ha sido vivido por mí, y de alguno que otro he sido mudo espectador. No temo arrojarlos á los vientos de la publicidad, ni me aflige la suerte que corran porque como padre siempre los aguardo cariñoso para defenderlos ó protegerlos.
Iquitos, Mayo 18 de 1902.
José Antonio Román
La Walkyria
Nunca pude ser amigo de Karl O’Brian, estudiante judío, de nacionalidad polaca, quе junto conmigo cursaba Filosofía en la pintoresca Heidelberg. Algo le enajenó desde el primer instante mi fraternal cariño, y ese algo fué la diferencia de religión, pues yo era ferviente católico.
Sin embargo, su sombría actitud, sus grandes y elocuentes pupilas de mirada soñadora, su pálido rostro de frías y correctas líneas y su ingénita displicencia para con todo el mundo, atrajeron vivamente mi curiosidad.
Averigüé sus orígenes. Descendía de noble estirpe irlandesa, y devorado por extraño spleen el joven conde viajaba por Europa buscando en las distracciones y en el estudio un lenitivo para su desencanto. Así transcurría su existencia sin ser comprendido por los hombres ni amado por las mujeres. Era en extremo reservado para espontanearse con alguien. No pude saber más.
Demasiado madrugador, se lo veía muy de mañana, y cuando muchos de nosotros dormíamos todavía, instalado en su mesa favorita de la cervecería del viejo Paddy, su compatriota, bebiendo con lentitud su bock y fumando su enorme pipa.
Largas horas antes de comenzar las clases se estaba allí contemplando pensativo, cómo huían las nieblas tenuemente doradas por los albores matutinos y cómo las calles se llenaban de gentes atareadas y de paseantes vagabundos. Cuando la cercana iglesia alborotaba los aires con sus broncas campanadas, que llamaban á misa de alba, Karl, disgustado, quizás rabiando interiormente del estrépito aquél encaminabase calmosamente hacia la Universidad.
Estudiaba con laborioso afán, como si buscase en la árida ciencia el olvido de alguna idea torturadora. Y al atardecer, entre los esplendorosos matices de un sol poniente, se lanzaba á las afueras de la ciudad, y encaramado sobre los derruidos paredones de las antiguas murallas se abstraía en la silenciosa contemplación del paisaje circunvecino.
Y era, por cierto, soberbio de hermosura el espectáculo que á su vista se ofrecía. A su frente la campiña rebosante de maduras mieses, suavemente agitadas por la brisa, cortada aquí y allá por bosquecillos que, rompiendo la monotonía del campo, servíanle de gallardo adorno; á su derecha espejeante cual pulida lámina de acero, en caprichosas curvas, el río arrastraba, pausado, su caudal de limpias aguas; y en la lejana linde, cerrando el azulado horizonte, una cadena de montes se alzaba, toda ella coronaba de restos de legendarios castillos. Fueron las fortalezas de un orgulloso margrave á quien abatió el rey de Prusia.
Las manos devotamente cruzadas sobre las rodillas, meditativo el aspecto, se deslizaban las horas para el soñador Karl, y solamente cuando las sombras le envolvían y en el cielo brillaban como los cirios en los templos las constelaciones irradiando deslumbradoras, despertaba Karl de su ensimismamiento. Entonces regresábase presuroso en busca de la cena canturreando melancólicos lieds, mientras Heidelberg se iluminaba con el gas y la luz eléctrica.
Al sentarse á la mesa en su modesta hospedería, cogiendo con negligante ademán el jarro de cerveza que le alcanzaba la fresca y garrida Zoila, le murmuraba invariablemente todas las noches esta frase:
—¡Está muy rica la cerveza, Zoila; gracias!
Y la muchacha, sonriéndole tiernamente, clavaba en él sus azulados ojos como esperando algo que todavía no llegaba. Karl, incontinenti, empezaba á comer silencioso.
Un día le ví aparecer entristecido, trayendo en la mano un voluminoso cuaderno. Fué á tenderse en el canapé que decoraba un ángulo del salón: la cervecería estaba llena de estudiantes bulliciosos y de mozas alegres; el ambiente se hacía casi irrespirable por el humo de las pipas. O’Brian, desdeñoso, sin arrojar una mirada sobre еl regocijado concurso y como si estuviera completamente solo, abrió el cuaderno y se puso á leer.
Un deseo rabioso de averiguar lo que había escrito en aquellas páginas aguijoneó mi curiosidad, y con disimulo, muy quedo, me encaminé hacia una ventana vecina del canapé, y allí, de codos sobre el alféizar, encendí un cigarro y pasé largos instantes sumergido en la muda contemplación de la ciudad. Logré cumplidamente mi propósito, pues ví que eran versos dispuestos en líneas cerradas y trazados con rasgos muy finos.
Este incidente tuvo para mí la trascendencia de una revelación. ¡El judío era poeta, pensé yo! ¿Y esos versos estarían dedicados á la amada, al pueblo errante del que formaba parte, ó eran meras fantasías?
Karl no amaba á nadie. La hermosa Marie vanamente desplegaba todos sus encantos para cautivar al insensible judío. Israel no le merecía el menor recuerdo; nunca le oímos hablar de su raza.
¿Entonces, qué cosa inspiróle sus poesías? Muy pocos podrían adivinarlo. Sólo el acaso vino en ayuda de mis deseos. Pero debo anotar un sorprendente cambio que se operó desde luego en el ánimo de O’Brian; abandonó su continente mesurado y saliendo de su habitual mutismo, varias veces tomó parte en nuestras ruidosas discusiones, con timidez al principio, más tarde con relativo entusiasmo.
Entonces me propuse con firme resolución intimar con el judío, y así lo hice. Quizás se debió el éxito que obtuve en mi plan á mis cualidades de reserva y prudencia que un tanto me distinguían de mis compañeros, más expansivos, más intransigentes que yo.
En una ocasión recorrimos juntos los campos que rodean á Heidelberg, y á instancias suyas prolongamos nuestra excursión hasta los restos de los antiguos castillos. ¡Cuán grande fué la alegría que inundó su pecho! Estaba transfigurado. Y cual un chiquillo en vacaciones escolares, se precipitaba por las estrechas y oscuras escaleras enverdecidas por el moho. Bajo las anchurosas bóvedas nuestras pisadas despertaban ecos profundos, casi cavernosos; muchas veces los líquenes y demás parietarias que se prendían de los rezumantes muros, me hicieron temblar de miedo al acariciarme el rostro. Karl parecía no ver ni sentir nada, dominado por una extraña é inexplicable idea.
Corriendo tras él, aquí tropezando con un bloque demasiado saliente, allá sumergiendo los pies en pequeñas charcas, residuos de constantes filtraciones, seguíalo yo renegando interiormente de su singular capricho.
Después de una hora de recorrer escondrijos y galerías, le confesé claramente que no avanzaba más. Me contempló un instante, movió la cabeza en señal de asentimiento y haciendo un breve gesto descendió por una abertura del pavimento, camino de los sótanos del castillo.
Le llamé, pero inútilmente. Y sorprendido, irresoluto, permanecí un momento. Entretanto, firme, pausado y amortiguado por el verdoso tapiz de lamas, se iba alejando el rumor de sus pasos.
Entreví rápidamente un misterio y quise á todo trance descubrirlo. Entonces partí en pos de sus huellas. Al colocar el pie en la escalinata sentí un brusco chirrido, y luego una cosa blanda que cedía; mi temor fué entonces inmenso y estuve á punto de gritar. Era un pobre grillo que quedó allí despachurrado.
Al cabo de unos cuantos minutos llegué á un especie de pasadizo demasiado angosto, sombríamente iluminado por una estrecha claraboya, y que terminaba en una arquería envuelta en densa oscuridad. Me adelanté medroso y volví á llamar. Nadie contestó á mi voz. ¿Qué se había hecho Karl?
Y como respuesta á mi secreta pregunta percibí el lejano resplandor de una linterna que avanzaba y retrocedía cual si estuviera poseída por nerviosa inquietud.
«O’Brian!» repetí fuertemente. Y entonces ví que cambiando bruscamente de dirección a luz, un débil reflejo vino á morir cerca de mis plantas. Luego me dijeron: «Llegue usted sin temor.»
Me acerqué hacia el lugar donde estaba el judío. A mi atónita mirada se ofreció de súbito un antiguo panteón. Allí estaban enterrados los nobles poseedores de aquella mansión feudal. El tiempo y la humedad habían devastado ese fúnebre recinto. Dos ó tres estatuas, un jarrón roto longitudinalmente y una cruz de mármol hecha pedazos yacían esparcidos por, los suelos. Un sentimiento de triste piedad me sobrecogió, al mismo tiempo que un invencible disgusto me hacía contemplara con horror esos despojos de la muerte.
O’Brian, que permanecía sentado sobre un montón de piedras, sumergido en melancólicos ensueños, se levantó al instante y tomándome por el brazo me llevó al más apartado ángulo de aquella bóveda y trémulo de emoción, esquivando mi escrutadora mirada, me dijo: «Por fin la he encontrado; allí reposa en adorable actitud tan pura y linda como un querube.» Y me señalaba con la mano un mausoleo ricamente trabajado, de reluciente alabastro; representaba una hermosa dama, de porte señoril, de perfiladas facciones, que reclinada sobre un almohadón, parecía dormitar entregada á bizarras fantasías. El es escultor estuvo afortunado en su ejecución y bien podía calificarse su obra de maestra: á tanto llegaba la impecabilidad de las líneas y la elegancia del trabajo.
—«¿Verdad que es divina? susurró en voz baja Karl. Le dije que sí con la cabeza, pues temeroso de yo no sé qué no me atrevía á despegar los labios; por momentos me sentía mal y una rara opresión me acongojaba el alma y hacía latir con fuerza mis sienes.
De repente azotó mi rostro el extremo de una ala membranosa, dejándome en la mejilla algo así como la huella de una caricia áspera y repulsiva. Lancé un gemido de espanto y al levantar la cabeza, ví alejarse pausadamente un enorme buho; pareció titubear unos instantes, luego fué á posarse sobre una cruz y desde allí nos miraba con sus asombradas pupilas. La claridad le hacía daño, y tal vez se preguntaba con sorpresa por qué causa veníamos á turbarlo en su tenebrosa morada
Por fuera el viento silbaba rudamente. Yo le cogí por el hombro y le indiqué la hora mostrándole mi reloj; marcaba las siete de la noche. Se puso pensativo, luego volteándome las espaldas suspiró, y con tono resuelto agregó: «No quiero irme de aquí; puede usted marcharse si gusta »
Lleno de estupor le escuché, y deseoso de sacudir una horrible duda que súbitamente había prendido en mi cerebro, le repuse: «Voy á creer entonce que está usted loco »
Mis palabras le volvieron á la realidad; miróme con extraña fijeza, y en seguida, con acento resignado, me dijo: «Pues bien, en marcha.»
Cuando llegamos á la plataforma del castillo fulguraba en el cielo un hermoso creciente que iluminaba las erguidas almenas y arrojaba sobre la llanura la vasta sombra de la fortaleza. A lo lejos veíanse los prados bañados en una claridad suave, plateada.
Karl O’Brian se recostó sobre un trozo de muro, encendió con calma un cigarro y avanzando la cara hacia las tinieblas que anegaban la parte baja del edificio, se quedó así breve rato silencioso y reflexivo. El ambiente estaba fresco y perfumado.
Como si recobrara la consciencia de su yo, perdida durante cortos momentos en medio del turbión de pensamientos que le asaltaron simultáneamente, O'Brian se esforzó por sonreír y me abocó con esta singular pregunta: «¿Conoce usted á las walkyrias?»
—Bah, contesté yo, es cosa muy difícil el conocerlas; son unos seres de existencia mitológica, doncellas dedicadas al sport guerrero, según afirman los mitólogos.
—No; no lo crea usted. La ciencia es míope cuando se trata de asuntos ultraterrestres; la pobre no ve más que sus números y sus reactivos. Existen las walkyrias, y al presente no me cabe la menor duda ¿De qué manera? pensará usted. Sencillamente; en ese panteón que acabamos de visitar ha querido una rara casualidad que yo descubra la tumba de una walkyria, de la amantísima Geell.
Refieren las viejas crónicas que Geell se prendó tan apasionadamente de un cruel y feroz barón, sanguinario cual un lobo, que permaneciendo sorda á los ruegos de sus hermanas, trocó su vida de inmortal por la insípida dicha de ser la esposa del noble guerrero.
Yo la he soñado en mis largas noches de insomnio y creyendo devotamente en la tradición he venido hasta aquí en busca de sus huellas. Para ella han sido mis amorosos pensamientos y los lieds más delicados de mi cartera; casi llego á imaginar que no amaré así á mujer alguna. Ahora podrá usted concebir la inmensa emoción que me poseyó instantes ha; y si es usted discreto le suplico calle lo que ha oído esta noche.
Enmudeció bruscamente, se limpió con el dorso de la mano unas cuantas gotas de sudor que perlaban su alta y pálida frente; en seguida empezamos á descender meditabundos. Una claridad difusa nos envolvió repentinamente; la luna se ocultaba tras una espesa cortina de nubes. En torno nuestro reinaba una espantosa calma.
Hacía rato que un sordo disgusto, mezclá de aversión y de rabia, se iba apoderando de mi alma; me creía horriblemente engañado por el judío. Sí; jamás le hubiera imaginado tal como se me reveló esa noche, y era un derrumbe espantoso el de mis ilusiones. Yo le creí, como todos los de su raza, egoista, sórdido, persiguiendo hipócritamente el engrandecimiento de su nación, soñando recalcitrante idólatra en futuros de prosperidad para su pueblo de parias; hasta llegué á figurarmelo obsedido por el oro; pero no había nada de eso. Era, por el contrario, fantaseador, romántico, enamorado de una walkyria y poeta. ¡Qué burla más cruel para mis presuntuosos cálculos! Entonces creo que le odié cordialmente.
Durante nuestro camino evitó dirigirme la palabra, y con la cabeza inclinada seguía marchando á mi lado. Parecióme notar en su rostro algo así como una especie de arrepentimiento por haber hablado tanto, y varias veces le sorprendí examinándome con afán prolijo.
Nuestra despedida fué glacial; él me tendió la mano y estrechando rápidamente la mía murmuró entre dientes un adiós sordo, triste, y se perdió en las sombras de la próxima calleja. En aquel instante la luna reapareció y su luz como en pleno medio día alumbró fantásticamente los edificios de la ciudad; en el ambiente luminoso, sereno, erguían sus cruces de hierro y sus recias veletas las forres de las iglesias.
Transсurrieron muchas semanas sin vernos; llegó la época de los
exámenes y las labores de fin de año embargaron toda mi atención. Un día
nos encontramos casualmente, cambiamos un saludo, y él apuró el paso
como si quisiera evitar una conversación entre nosotros. No quise
detenerlo y le dejé seguir su camino.
Una tarde, cuando estábamos en vacaciones, vino á mi cuarto á despedirse; me dijo que partía para su patria y quizás para no volver nunca. No hicimos alusión á nuestro paseo al castillo, y tampoco ofrecí escribirle. Karl comprendió que nuestra amistad había terminado y se sonrió con resignada tristeza.
Al día siguiente por la mañana no pude abandonar el lecho, porque un violento dolor de cabeza me hizo sufrir de un modo espantoso. A eso de las tres logré aliviarme y entonces salí á la calle. Distraídamente me dirigí á las afueras de la ciudad, y pensaba ya en regresar cuando me encontré con un grupo de estudiantes que me rodearon tumultuosos, gritando: «Oye, ¿sabes la nueva? Karl ha sido encontrado muerto al pie del castillo.»
No escuché más, y como un loco, espoleado por un secreto impulso, me eché á correr al través de los campos. En breve tiempo estuve en el castillo; allí, junto á un derruido muro, reclinada la cabeza sobre un bloque, reposaba el infeliz O’Brian. Le contemplé largo rato, sintiéndole invadido por inexplicable melancolía, deplorando su mísero fin, cual si hubiera sido mi propio hermano. La singular actitud del cadáver encerraba para mí un misterio; estaba semi incorporado, los músculos distendidos, como acusando una lucha suprema; á su lado, al alcance del brazo, violentamente encogido, veíase un revólver; pero en su cara había un rictus tal que apenaba y estremecía; era una dolorosa mezcla de desesperación y de contento. Entonces me imaginé yo que alguna alma caritativa quiso evitar el suicidio de O'Brian, ó tal vez la walkyria Geell en el postrer instante vino á arrebatarle el revólver; pero al mismo tiempo ella quiso satisfacer su deseo de morir depositando en sus exangües labios un largo y lento beso de muerte.
Entonces medité con honda amargura en el aciago destino de O'Brian; en rapidísimos momentos reconstruí su lamentable historia. Veíalo partir de su cara patria irlandesa en una mañana brumosa, arribar á Heidelberg siguiendo las huellas de la amada y por último me lo figuraba, deshecho el corazón, quebrantado por el desaliento, muriendo ahí tristemente sin amigos, ni madre... Y un sollozo incontenible desgarró mi pecho; fué aquel un recuerdo para el desventurado O'Brian.
Me puse de hinojos y oré unos minutos por el ánima de Karl. Al levantarme, el crepúsculo languidecía; hacia el poniente las nubes arremolinadas fingieron á mi calenturienta fantasía una brillante cabalgata de amazonas que, flotantes las caballeras, desceñidas las vestiduras, galopaban silenciosamente levantando con los finos cascos de sus corceles una suave polvareda de oro.... «¡Ah, esas son las walkyrias,» pensé yo melancólicamente!
En el Nilo
La bella Cleopatra, reina del Egipto, rodeada de esclavas, da la última mano á su regio tocado. Desde el balcón de su palacio de recreo, gallarda y viril, vese la flota romana. Marco Antonio llega en ella
En la terraza del intercolumnio de jaspe y balaustrada de mármol, reclinada en muelle triclinio y envuelta en real manto, está la hermosa Cleopatra, el mórbido brazo hundido en el almohadón, mientras una de sus manos ensortija, distraída, su ondulante cabellera. Sus pies, blandamente aprisionados en babuchas cuajadas de piedras preciosas, rasgan con las suelas claveteadas de oro, la sliciomática alfombra de Smirna. Una flotante y sedosa túnica con orlas argentadas y franjas exóticas, modela los encantadores escorzos de su carne de diosa.
A su alcance y pendiente del corolítico ábaco de una columna salomónica se balancea á impulsos de la brisa primaveral un grandioso abanico de plumas bizarras; Cleopatra lo abre, contemplando aburrida el bello paisaje. Su gacela, mimosa y ágil, penetra en la estancia, derriba dos ó tres negrillos y de un salto sube al triclinio apelonándose á sus pies; ella acaricia el suave y mullido pelaje del animal, y palmotea su coposa cabeza.
A su alrededor reina sepulcral silencio. El enjambre de esclavas, sentadas sobre pieles, las cabezas inclinadas, esperan silenciosas las órdenes de su señora. Tres griegas hermosísimas, semi-desnudas, destrenzadas las cabelleras, renuevan el aire con anchurosos abanicos mientras la guardia nubia, fornida y hercúlea, pasea por los anchos corredores A Cefis, la tebana, su esclava favorita, le hace un signo, y al punto multitud de braserillos tintinean al chocar contra el piso de pórfido, y volutas azuladas en caprichosas espirales ascienden lentamente perfumando la estancia.
Luego, chirriando al correr sobre metálicas anillas, se pliega un cortinaje dejando ver un proscenio, donde esclavas egipcias reclinadas sobre pieles, vistiendo albas túnicas, desnudo el torso, las sienes ceñidas por diademas, pulsan unas grandes arpas, como camaleones curvados, con cabezas de cariátides, y otras címbalos y flautas; mientras que varias de pie, los extendidos brazos en actitud dramática y con voz suave, canturrean extrañas canciones, impregnadas de melancolía. Aquella música parece apropiada para un país como el Egipto, donde todo se distingue por ese sello de monotonía que le dan sus graníticas construcciones, siempre las mismas, uniformemente vaciadas en un molde común.
Al poco rato, un signo de Cleopatra hizo cesar la música. Y su vista entretúvose en contemplar los antiguos tapices de color sombrío, decorados con las fantásticas luchas de Osiris y Tifón con las guerras de Sesostris. Las dos esfinges que mudas, inmóviles, reposaban en sus pedestales de piedra se doraban con los últimos rayos del sol; á su claridad los bajo-relieves, las cornisas egipcias de líneas frías y severas destacábanse mejor.
Cleopatra está aquella tarde hondamente preocupada, y en sus contraídas cejas adivinase los sombríos pensamientos que la torturan. Sus crispadas manos acarician el cincelado pomo de un puñal, pendiente de su rico cinturón, y, nerviosa, clava la vista en el camino real, que partiendo de la ciudad viene á terminar en su palacio. Después, de un cofrecillo cercano, saca un rollo de papiro, lo desenvuelve, y al concluir su lectura, quédase pensativa, fija la mirada en la flota romana que blandamente mecían las ondas del Mediterráneo.
Marco Antonio no disimulaba sus propósitos; venía por la corona de Egipto. Cleopatra, aunque bastante animosa para defender su cetro, no contaba con súbditos leales. A cada instante los mercenarios se insurreccionaban. ¿Entregarse, abandonada por todos? ¡Eso nunca! Y al pensar así se sonreía; era bastante hermosa para subyugar sin necesidad de ejércitos. Y solapadamente, fingiendo resignarse, solicitó una entrevista con el jefe romano. Esta cita era para ella su batalla decisiva. Si triunfaba no temía á Augusto, pero si fracasaba su plan, entonces la muerte era preferible á la esclavitud.
Impaciente veía transcurrir las horas sin que llegara el General romano. A su izquierda el Nilo, manso y límpido, se deslizaba espejeante y murmurador, lamiendo las cultivadas orillas y las escalinatas que rizaban su brillante superficie. Reclinada contemplaba al través del boscaje, de las fachadas y techumbres, el descenso del sol, que teñía con tonos de oro pálido todo el paisaje. Y triremes, amarrados á la orilla, se columpiaban haciendo inflarse los pabellones de seda. Ahí también estaba su trireme de bandas argentadas, todo de ébano, con su camarín forrado de ricas telas recamadas de pedrería. Algunos ibis, posados en el escamoso dorso de los cocodrilos, alisaban con el pie su espléndido plumaje. A lo lejos, borrosas, confundiéndose con el vaporoso azul, veíanse las gigantescas pirámides.
De pronto, en la galería que daba acceso á sus habitaciones, sintióse rumor de voces, ruido de armas, como si se empeñara una lucha, luego un grito de agonía. A poco, apartáronse bruscamente las cortinas y un hombre jadeante precipitóse en la estancia. Sobresaltada, irguióse al punto Cleopatra empuñando el puñal; mas el intruso, antes de que ella hablara, murmuró inclinando la frente:
—Perdón, Cleopatra. Tus servidores me impedían la entrada; grandes nuevas tenía que comunicarte; ellos no escuchaban mis razones y entonces espada en mano, tuve que llegar hasta aquí.
Cleopatra indiferente:
—Habla.
—Tu pueblo, á la vista de los romanos, se ha sublevado pidiendo tu cabeza Victorea á Marco Antonio. En las plazas y calles gritan ebrias las chusmas.
—Que mis mercenarios asaeteen á esos perros.
—¡Imposible! Ellos secundan el movimiento. Solo te quedan líeles los nubios y etiopes.
—Al instante vé á la ciudad y á la cabeza de ellos ataca á los insurrectos.
Una vez reía, cesó de fingir, cayendo desfallecida en el triclinio. ¡El pueblo por Marco Antonio! ¡Estaba perdida! Y sumergiendo el rostro en un almohadón, dió rienda suelta á su dolor llorando su impotencia. Entonces oyéronse á lo lejos, confusos, apagados, los sones de un clarín. Cleopatra enjugó su llanto, serenó su rostro, murmurando:
—Aun es tiempo.
En apretado pelotón, destellando al sol las bruñidas armaduras, avanzaba una cohorte romana escoltando á Marco Antonio. Instantes después apeábanse en el vestíbulo, haciendo resonar con sus pisadas las baldosas del pavimento.
Entre tanto la reina de Egipto, de pie, majestuosa en su porte, radiante la mirada, espera al General romano jugueteando con un pequeño cetro de oro. Sin conmoverse escucha los pasos del centurión que, descorriendo el cortinaje, anuncia á su jefe. A poco llega Marco Antonio, la espada en la diestra, marcial el talante y con aire de vencedor; mas al ver á Cleopatra se apaga en sus labios la altanera frase del triunfo y ofuscado inclina la cabeza, murmurando respetuoso:
—¡A vuestros pies, señora!
Mientras que de la ciudad, y traído por la brisa, llegaba á su oído como un reproche el ensordecedor clamoreo de las turbas egipcias que victoreaban á los romanos.
La piedad divina
Por delante del supremo Tribunal de la Justicia Divina desfiló lentamente la procesión de almas, contritas las unas, meditativas las otras, todas cubiertas de largos sayales. El Padre Eterno estaba sentado en una enorme amatista; su augusta cabeza ceñida por una diadema de zafiros y su amplia barba infundían santo temor.
El Pensador fué á colocarse en la última fila, esquivo y receloso. Tanta magnificencia le mortificaba, y con los ojos dilatados por el asombro miraba aquel vasto salón que tenía por techumbre la bóveda estrellada y esos sitiales dispuestos en semicírculo, donde se instalaba ceremoniosa la Corte Celestial que venía á presenciar el juicio de las almas.
Principió el juzgamiento. Entonces se vió un espectáculo demasiado impresionador; las infelices almas á quienes el inapelable fallo de Dios condenaba al fuego eterno, se entregaban á lastimosos extremos de desesperación, ya se retorcían las manos hasta el crujimiento de los huesos, ya se humillaban en el polvo desgarrando sus vestiduras y haciendo sangrar sus carnes, siempre implorando piedad. Impasible, sin la menor muestra de compasión, en hierática actitud la vengadora diestra, Dios les indicaba la puerta Por ahí salían en tropel las desventuradas almas estremeciendo los aires con sus lamentos de dolor. Algunas, convencidas de la inutilidad de sus esfuerzos, tenían súbitas rebeliones y se erguían á manera de víboras pisoteadas; pero fulminadas por el fulgor de las miradas divinas se doblegaban y partían á su vez sollozantes y gemebundas. La sala se iba quedando desierta; apenas si restaban unas pocas que temblaban de terror.
El juzgamiento finalizaba De pronto el Pensador que se había abstraído en una silenciosa contemplación, sintió que alguien le tocaba en el hombro. Volvió instantáneamente el rostro y miró junto á sí á un angel que le hacía señas de que se acercara al tremendo Tribunal. Tuvo miedo y quiso huir. Su vacilación duró un minuto, el espacio de tiempo necesario para concluir el breve análisis retrospectivo de su vida. Después con paso firme, con ademán resuelto, se aproximó al Todo Poderoso, cuyas escrutadoras pupilas leían de corrido en su conciencia.
Y escuchó sereno, casi altivo, la invariable pregunta del Señor:
—¿Pecador, cuál fué tu vida?
Se recogió un instante para responder con más acierto, y cuando formulaba la respuesta, una ráfaga de incontenible orgullo plegó sus labios. Al cabo de unos instantes el Eterno sorprendido dijo:
He preguntado, ¿por qué no quieres contestar?
Nuevo silencio, durante el cual reinó grande consternación en el auditorio. Los ángeles se agrupaban para ver mejor aquella escena. El Pensador levantó la cara, contempló fijamente al Eterno, y repuso con tranquilidad:
—¿Quién eres tú para interrogarme así?
El Omnipotente sintió que le abandonaba a calma, pero deseoso de saber hasta dónde llegaba la soberbia de esa alma, replicó bondadosamente, como si fuese Moisés el que estuviera en su presencia:
—¡Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y le Jacob!
Y calló al punto, porque el Pensador alzó los hombros con aire de menosprecio, como si todo aquello le interesara muy poco. Sorpresa in el concurso y enojo en Dios. Cuando iba á descargar su fulminación sobre el rebelde, éste rompió á hablar atropelladamente:
—Yo soy el Pensador, el dueño de los misterios de la Ciencia, quien conocerá, andando los tiempos, el alfa y el omega de tu creación. No es el orgullo el que me dicta esto; es el estudio infatigable de la Naturaleza al cual be aplicado mi existencia entera. Encanecí en la labor, la oscuridad de mi gabinete ha dejado sombras en mis cansadas pupilas, pero en cambio, cuán abundante raudal de luz ha arrojado sobre mi espíritu. Ocupado siempre en investigar algún secreto, no tuve vagar para rendirte homenaje; ni podría hacerlo ahora, porque te he relegado á la categoría de simple mito. Por eso no te conozco ni pienso en tí.
El Pensador enmudeció bruscamente y tomó su habitual actitud de indiferencia.
Dios le replicó entonces:
—¿Eres ateo, Pensador orgulloso?
—¿Cómo habré podido negarte, si nunca supe que existías? El negarte implicaría, siquiera sea remotamente, la posibilidad de tu existencia, y yo no discuto sobre mitos.
El Omnipotente exclamó:
—Eres ingrato y vil. Responde, desgraciado. ¿Quién te sacó de la nada, quién te permitió proseguir esas investigaciones de que tanto alardeas y te alentó durante ellas? Fuí yo á quien desconoces. Mi magnanimidad puso en el cerebro de tus antepasados la chispa de la sabiduría; sin mí ni hubieras envejecido en el estudio, ni osarías ahora contestarme altaneramente. Vé cómo he podido servirte en algo, por lo menos para que salieras de la condición le bestia feroz ¿Te imaginas que la ciega Naturaleza te hubiera transformado en un ser racional?
El Pensador parecía profundamente desconcertado. Una vaga angustia le impedía hablar.
Por fin se reportó y con tímida voz agregó:
—Seas quien fueres, me importa poco el conocerte. No solicito premio para una adhesión que no he tenido, tampoco merezco castigo por no haberte encontrado entre las alambiques y matraces de mi laboratorio. Hemos vivido en mundos completamente distintos. Pues bien; no ambiciono tu cielo, me va mucho mejor en mi planeta. Me has llamado y acudí á tu Tribunal; pero advierte que no te concedo el derecho de juzgarme.
Voy, sin embargo, á contarte cómo he empleado los mejores años de mi vida. Encerrado en mi aposento noches enteras devoré muchísimos libros nutriendo mi cerebro con multitud de conocimientos. Me alejé de todos y viví como el monje más austero. Al pisar los umbrales de la muerte, estaba colmada mi dicha: era el poseedor de pasmosos descubrimientos. Yo sé de explosivos terribles que en contados segundos pueden hacer volar en mil pedazos a tierra y tengo filtros que dan la vida al que padece de enfermedad mortal. En las ciencias útiles para la humanidad soy inventor de innumerables artefactos que mejorarían la condición de todas la clases sociales.
Cuando la muerte me sorprendió, estaba en vísperas de encontrar un milagroso elixir que alargaría la vida. Alguien me reemplazará continuando mis manipulaciones y quizás obtenga éxito lisongero.
A pesar de todo, si algo me consuela es la idea de que al fin comienza para mi espíritu agitado por las torturas de la investigación el reposo definitivo. Concluyen para siempre esas interminables noches de meditaciones pacientes y laboriosas, interrumpidas á ratos por bruscos accesos de alegría al vislumbrar el ansiado objetivo, cuando no acibaradas, como á menudo sucedía, por el sombrío desaliento del repentino fracaso. Cesan para mí también esas encarnizadas luchas con el arcano, horribles de soportar y en las que he perdido vigor y lozanía; yo no volveré á derramar ardientes lágrimas sobre la esterilidad de mis esfuerzos.
Ahora, despojado ya del humano ropaje por tu voluntad, puedo reclinar mi fatigada frente sobre el blando almohadón del no ser. Te doy las gracias porque me otorgas el supremo descanso.
Una vez que hubo acabado de hablar el Pensador, el Eterno permaneció reflexivo durante breves segundos. De improviso miró ceñudo al alma y extendiendo el brazo se dispuso á pronunciar su implacable sentencia. El concurso se conmovió de horror. En algunas miradas so notaba la más angustiosa ansiedad. Entre tanto el Pensador, como si no se tratara de su persona, seguía imperturbable durante la amenaza divina.
Dios se alzó sobre su mirífico trono y resplandeciente de indignación, con poderoso acento que fué á repercutir en los ámbitos del cielo, dijo:
—Por tu maldita soberbia que te iguala á Luzbel, Pensador empedernido en el mal, te condeno á sufrir simultáneamente por una eternidad todos los suplicios del infierno ¡No habrá piedad para el réprobo pertinaz en el error! ¡Véte de aquí, malvado!
Nunca alma alguna, por más endurecida que hubiese estado en el vicio, mereció tan cruelísima sentencia.
Quizás el mismo Dios deploró en lo íntimo de su pecho, que la falta de arrepentimiento del culpable le impidiera ejercitar su alta misericordia.
El Pensador, con reposado talante, con digna actitud, escuchó su espantosa condenación. Como no se le vió hacer el menor movimiento de súplica, creyeron todos que el terror le había enloquecido. Nada de eso; por el contrario sacudió la cabeza que echó hacia atrás y, con satánica frialdad, prorrumpió:
—Con todo no te guardo rencor por el castigo que me infliges. Cúmplase tu despótico querer. Con tal que en el infierno haya matraces, retortas y simples, podré ocupar mis ocios en algo útil; espero, pues, pasarlo bien.
Y giró sobre sus talones con ánimo de retirarse. Cuando salía por la puerta, el Eterno le gritó:
—¡Detente, Pensador! Voy á ser generoso contigo. Te perdono de buen grado, pero con esta sola condición: volverás á la tierra para seguir allí arrancándole sus secretos á la Naturaleza. Repara que la tarea que te impongo es á perpetuidad, y que no habrá para tí reposo ni solaz.
Dejó de hablar el Eterno y su rostro se iluminó con una sonrisa de triunfo: se había vengado cumplidamente. Mientras tanto el Pensador se había quedado inmóvil en el sitio, mudo y atónito, sin darse cuenta de la enormidad de la pena impuesta por Dios. Y al comprenderla conoció también hasta qué extremo llegaba la saña divina: entonces él, que sin la más ligera crispadura de sus nervios oyera momentos antes la formidable sentencia del Eterno, no pudo soportar esta nueva. Y como de las recién restañadas heridas, de súbito abiertas, fluye copiosa la sangre, así el Pensador, recorriendo con rapidísima memoria sus dolorosos insomnios dedicados al estudio, sus lentos martirios producidos por las elucubraciones científicas, lloró inconsolablemente, y convulso, abatido, corrió á perderse en las azuladas profundidades del firmamento.
El beso de Elvira
Hacía una hermosa noche de luna en aquella elegante terraza guarnecida de torneados balaustres de pórfido y esculpidas jardineras de mármol que ostentaban exóticas flores de embriagador perfume. Por entre la columnata percibíase parte del jardín, y las magnolias, al agitarse movidas por la brisa, nos enviaban cariñosamente sus deshojados pétalos un tanto descoloridos. En lontananza sereno, difundiendo sugestiva paz, el cielo se extendía palpitante de luz.
Allí nos encontrábamos reunidos en franca charla alrededor de una frágil mesita, Elvira, nuestra espiritual anfitrión, el pintor Corot y yo tomando té
Una dulce sensación de bienestar inundaba nuestras almas, sellando los labios y haciendo que nuestras pupilas se clavasen extasiadas en lejanos paisajes envueltos en una tenue bruma de plata, que les daba cierto tinte de ensueño. De las tazas de té ascendían blancas nubecillas de humo que semivelaban las correctas y delicadas facciones de Elvira, la cual, pensativa, reclinaba su hermosa cabeza sobre el respaldo del sofá.
De repente, deslumbrándonos con su triunfadora mirada, alzando en alto su taza, la apuró de un sorbo, y al colocarla en el platillo, exclamó:
«Premio con el más exquisito de mis besos al que conmueva hondamente mis nervios imaginando la más abracadabrante fantasía.» Y al concluir estalló en una ruídosa carcajada que hizo estremecerse en su dorada jaula al mirlo que, soñoliento, se columpiaba sobre nuestras cabezas.
Entonces Corot mirándola intencionadamente contestó: Elvira, mío va á ser ese beso; porque le aseguro á usted que mi narración es muy terrorífica. ¿Sonríe usted? Pues bien, hela aquí:
Tendría yo en aquella época veintiséis años á lo sumo y acababa
de llegar de Italia, lleno de ardientes ideales y ganoso de gloria. Mis
primeros cuadros apenas merecieron la atención del público. Un crítico
dijo que mi manera era violenta, que mis figuras tenían contorsiones de
histéricos y que en la combinación de los colores había algo de
pesadilla; en una palabra, me calificaba de artista desequilibrado, casi
vesánico.
Cuando concluí de leer el periódico, lo rasgué furioso y, con la cabeza entre las manos, junto á la lámpara á media luz y de bruces sobre mi modesta mesa de trabajo, permanecí largas horas sumergido en penosa meditación. Y pensé con amargura en el derrumbe de mis ensueños, en la inutilidad de mis esfuerzos para renovar el colorido en la pintura y maldije despechado la estupidez del público, cuyos gustos chocan siempre con los ideales del artista.
Aquel insomnio se prolongó mucho. Una torre vecina dió horas. Las campanadas me sacaron de mi atonía, y vacilante como un ebrio, casi automáticamente, abrí la puerta y me lancé á la calle.
Un viento frío mezclado de llovizna azotó mi rostro y me hizo tiritar. Un coche retrasado rodando violentamente sobre el macadám me arrojó al paso una ráfaga de claridad; después torció por una bocacalle, y ese movimiento brusco me permitió ver en el fondo del carruaje, indecisa, la pálida silueta de una mujer que parecía temblar envuelta entre sus pieles. Luego un vago ruido que se alejaba, los faroles de luces dudosas y las aceras interminables, extendiéndose en dos láminas pulidas y brillantes de agua, mientras á mi alrededor volvía á reinar un silencio pavoroso.
Tuve una extraña sensación de miedo, una vez vuelto en mí, al bailarme vagando á deshoras por las calles de la ciudad en aquella lluviosa noche de invierno. ¡Qué soledad tan absoluta! Ningún otro rumor que el de mis pasos despertando los dormidos ecos; ningún rayo de luz que se filtrara al través de las entornadas maderas de los balcones. Una tranquilidad de cementerio flotaba en el aire, y llegué á imaginarme que una repentina peste había hecho desaparecer á los habitantes de aquella villa, salvándome yo sólo de sus estragos.
Varias veces quise volver á mi casa, pero un secreto impulso espoleaba mi voluntad, y sin ser dueño de mi albedrío avanzaba errante, febril, las crispadas manos hundidas en los bolsillos del abrigo El cansancio me rindió y me hizo caer sobre un guardacantón, resuelto á no dar un paso más.
El alba me sorprendió allí sentado. Por el oriente se difundía un suave color de rosa con matices de oro viejo; Venus lucía radiante, como si celebrala la próxima salida triunfal del sol ¡Qué agradable es el amanecer! ¡Cómo huyen á la desbandada las nieblas que traban durante la noche, red de ensueño en torno de los objetos! ¡Con qué placer el alma angustiada por terrores nocturnos mira asomar el sol!
También fué un alivio para mi congoja, pues disipó completamente mis aprensiones y me dió nuevas fuerzas para la lucha. Me arrepentí del instante de cobardía en que estuve á punto de claudicar. ¡Vano empeño el de los retardatarios! La jornada de la gloria es sangrienta en verdad, pero los espíritus bien retemplados la emprenden animosos, impávidos, siempre anhelantes del triunfo. Yo me dije que lo haría como tantos otros, á despecho de todo, y entonces prendió en mi cerebro la idea del cuadro que me ha hecho célebre, mi obra maestra como dicen por ahí; me refiero á «La exaltación de la bienaventurada Lidwina.»
Aquí empieza realmente mi cuento. Días enteros, allá en la soledad de mi taller, devoré ansioso, presa de una sobrexcitación nerviosa, muchos antiguos centones de vidas de santos y mártires buscando á aquel que debía encarnar mi ideal. Al fin lo encontré en Lidwina nacida en el siglo XIV en Schida de Holanda. De una belleza incomparable, pero rebosante de piedad, obtuvo del Señor que hiciera caer sobre sus frescas carnes de virgen las más repugnantes enfermedades. Desde ese instante, condonada á un forzado reposo sobre su miserable camastro, pasó treinta y cinco años en medio de los más crueles dolores, todo su adorable y blanco cuerpo cubierto de purulentas úlceras.
No satisfecha aún su inextinguible sed de sacrificio, suplicó al Eterno, en cierta ocasión en que la peste desolaba á Holanda, que fuera ella su primera víctima. Dios escuchó sus votos, y dos pústulas brotaron en su pecho; pero la mártir pidió una tercera, y esta última más horrorosa la comió la nariz y le hizo saltar uno de los ojos, mientras el otro se cerraba para siempre á la luz del día.
Siempre llena de fervor, arrasada en ardientes lágrimas, impenetraba el favor divino. Alma tan pura como esa, debía tener sitio preferente en el Cielo. Cristo la llamó á sí, y entre nubes de gloria y de perfumes sacros, escoltado por un enjambre de querubines, vino una noche por ella. La ciudad se conmovió grandemente con tan maravilloso suceso, y desde entonces fué ella la patrona de los enfermos.
Pues bien, yo quería trasladarla al lienzo, toda palpitante de vida, pero cubierta de llagas, en el instante mismo en que tendiendo las manos al Señor subía al Cielo aclamada por los coros de ángeles.
Este era mi pensamiento: Una noche destemplada, lluviosa, bajo un cielo horriblemente gris; una miserable cueva, muy fría, apenas guarnecida la angosta puerta por toscas cortinas, y adentro, perdida en misteriosa penumbra, acariciada por los pálidos reflejos de una lamparilla, exangüe, las flacas manos cruzadas sobre el seno, los descoloridos labios resecos por la fiebre, las pústulas del rostro destilando virus, tendida sobre su lecho la desventurada Lidwina. Así realizaba el objetivo de mi existencia, así colmaba las aspiraciones de mi espíritu, que era pintar el cuerpo humano, no vigoroso, ágil y pletórico de salud, sino la carne enferma, gangrenada por los vicios, corroída fibra á fibra; el cuerpo con todas sus hediondas lacerías, porque yo detestaba cordialmente los miembros sanos, rebosantes de savia vital, de igual manera que los temperamentos equilibrados de los burgueses.
Pero tuve desde el comienzo de mi obra una dificultad casi insuperable; me faltaba un soplo de fe religiosa, de ese entusiasmo ingenuo de los hagiógrafos al narrarlos milagros de los santos. Y recorrí los templos permaneciendo horas enteras envuelto en su dulce penumbra cuando cae la tarde y en los retablos las vírgenes, semi-difusas, adquieren en sus rostros ese vago colorido de cirio pascual y sus cabellos parecen embeberse en la ascendente oscuridad mientras, en sus vidriosas pupilas algún postrer rayo de sol, filtrándose el través de una alta ojiva, viene á morir con trémulas escintilaciones. Yo procuraba ganar en mi cerebro esas caras ovaladas, de rasgos finísimos, casi espiritualizados, que instintivamente hacían pensar en el martirio; esas manos diáfanas, de dedos largos como pistilos de flores, incoloras, Siempre cruzadas sobre el seno; y esos cuerpos magros, nerviosos, casi sin sexo que cubrían las túnicas castas y ondulantes. Lidwina tenía que ser, como esas vírgenes, de una belleza litúrgica, algo así como una figura de los cuadros del Primitivo.
¿Y dónde encontrar un modelo que satisfaciera todas esas condiciones? Las muchachas que venían á los talleres de los artistas eran por lo común bien formadas, ricas en carnes y colores; demasiado libres en sus maneras. Era inútil buscarlo entre ellas.
Pero la suerte vino en mi auxilio. Una noche, en que obsesionado por mi cuadro vagaba á deshoras por la ciudad, casi al entrar en mi casa, un brazo descamado y tembloroso, surgiendo de la oscuridad de una puerta, me detuvo y al mismo tiempo una voz femenina, casi enfermiza, imploró mi caridad. Nerviosamente la cogí por el puño y arrastrándola conmigo la llevé al cercano farol. Entonces pude verle el rostro; era una mujer, muy joven todavía, una de esas criaturas descarriadas que principiando por la mendicidad pronto terminan en la prostitución. Le pregunté cómo se llamaba, y me dijo que Ana. Luego, animada por mi cariñoso acento, me contó en breves palabras su existencia de hija del arroyo. Entre tanto al contemplarla tan desmedrada, de una intensa palidez y con sus profundos ojos azules de, mirada ruborosa, casi mística, una idea me asaltó de súbito: bien podía esa niña servirme de modelo Y sin reflexionar, bruscamente, le dije: «Oye, chiquilla, quieres venirte conmigo?
La cogió de sorpresa mi pregunta, miróme un instante, con recelo, y titubeante, como avergonzada de su acción, muy bajito, con voz casi imperceptible, murmuró que si. Me había comprendido mal la pobrecilla.
Una vez en mi habitación le expliqué con claridad el móvil de mi conducta. Cuando concluí pareció satisfecha y hasta creo que intentó sonreirse.
Al día siguiente, muy de mañana, poseído por la fiebre de la inspiración, comencé á trabajar. La cosa marchaba á las mil maravillas, y al dejar los pinceles, terminada la tarea, pude lanzar una exclamación de alegría. El conjunto era seductor. La santa aparecía adorable en su actitud yacente, semi desnuda, mostrando su casto vientre de un rosa pálido, aplanado, y cuya curva ideal ascendía á perderse en el torax muy saliente, dejando percibir, acusadas distintamente bajo la descolorida piel, las costillas, como si los estertores de la muerte quisieran hacerle estallar el pecho; el seno izquierdo estaba roído por una horrible pústula que se extendía hasta el nacimiento del cuello. Un pie descarnado, con extraño color de marfil, se asomaba por debajo de los cobertores. No podía quejarme. Pero donde volvió á presentarse la dificultad de mi obra fué en el rostro de Lidwina.
¿Cómo pintar con exactitud impresionadora un rostro así? Luego Ana tenía una faz hechicera de las que se desprendían efluvios de bondad y ternura. Yo no podía avanzar más. Sus ojos sujestivos, de mirada cálida, apasionada, semi velados por sus largísimas pestañas de oro, me retenían en el asiento, inmóvil, completamente fascinado. Y era que poco á poco su aire de ingenuidad y su dulce pasivismo á todos mis caprichos de artista, violentada por el ardor de la composición, habían cautivado mi voluntad y concluído por apoderarse de mi ánimo.
Estaba perdido; mientras me enamorara esa mujer no podía continuar mi cuadro.
Y rabioso contra ella, contra mí mismo, pasé noches enteras presa de dolorosos insomnios. ¿Qué hacer? me preguntaba en medio de mis nocturnas angustias.
¿Quién sopló en mis oídos esa idea satánica? Tal vez fué un espíritu malévolo, quizás el diablo que á trueque de mi gloria quería la posesión de mi alma. El caso es que resolví maquiavélicamente envenenar su sangre y destruir la belleza de su rostro. De ese modo me libertaba de su amorosa esclavitud y concluía mi obra, pues vencía el único obstáculo para su realización.
Urdí un plan siniestro, y una vez, con engaño, aprovechando su inexperiencia, le inoculé en un brazo el virus de la más desastrosa de las enfermedades venéreas. Ella reía cándidamente creyendo, en su ignorancia, que era un paliativo para aplacar la neurósis que tanto trabajaba su débil organismo. ¡Infeliz! ¡La había condenado á la muerte!
Cuando el mal hizo sus estragos estampando en la tersusa de su piel sus repugnantes huellas; cuando, como á Lidwina, floreció en asquerosas pústulas en el rostro y en el seno, entonces yo con salvaje alegría, borracho de entusiasmo, cogí los pinceles y sordo á sus gemidos, con esa brutal crueldad del poseso, en pocas sesiones trasladé á la tela con espeluznante fidelidad esas lacras que eran como el florecimiento del pecado en esa carne de cirio bendito, casi santa, de la bienaventurada Lidwina.
Pocos días después murió Ana torturada por horribles dolores. Un atroz remordimiento se apoderó de mí, y cada instante, durante mis sueños, creía verla con su aspecto tranquilo, con su dulce mirada de víctima que ignora por qué se la sacrifica, reprochándome mi infame acción. Mis noches fueron probadas de vengadores fantasmas, de horrendas visiones, que iban lentamente obsesionando mi cerebro, y en cierta ocasión—creánme ustedes que no fué locura—sentí sobre mi frente el leve roce de unos labios delgados fríos como una piedra. Eran sin duda los suyos que me besaban como solía ella hacerlo durante su vida todas las Mañanas.,
Yo me creí perdonado, y llorando de placer, de rodillas en mi lecho, me esforcé por recordar las oraciones infantiles, pero fué inútil, y sólo pude exclamar: ¡«Ana, mi bondadosa Ana, yo fuí muy cruel para contigo, tanto como tú eres buena para con este criminal!»
A pesar de todo no recobré completamente la quietud de mi espíritu. Algo sí como una maldición pesa sobre mí; no he vuelto á emprender ninguna otra obra maestra, y hace tiempo que un sordo disgusto por la existentencia y el arte me va dominando. Desde entonces quedé enfermo, caneado y triste. Algunas canas platearon mi cabellera y profundas arrugas ajaron mi rostro. Nunca más volví á pintar. Sólo espero que venga ya la muerte á libertarme de estos atroces remordimientos
Luego bajando la voz, con la mirada pensativa, concluyó: «ya ve usted, Elvira, con cuánta sobrada razón podía asegurarle á usted que el premio seria mío.» De pronto se estremeció como á impulsos de un calofrío, miró con sobresalto en torno suyo y cogiendo su taza de té la apuró rápidamente de un solo sorbo.
Cuando calló el narrador, todos permanecimos en silencio durante
unos minutos, como si una súbita meditación hubiera embargado nuestras
mentes. Después Elvira continuó impasible, siempre risueña, la vista
clavada en el fondo del jardín fantásticamente iluminado por la luna,
que descendía pausada y magnifica. Yo la contemplé asombrado,
preguntándome lleno de horror si esa mujer no tenía nervios; porque esa
historia ya fuese horrible verdad ó fruto de una delirante imaginación,
era sombríamente cruel. Corot, de bruces sobre la mesa, ajeno á lo que
pasaba á su alrededor, seguía meditabundo, como abrumado por penosos
recuerdos.
Una rabia sorda, incontenible, germinó en mi pecho contra esa mujer de formas finas y sensuales, de actitudes estudiadas para enardecer á sus adoradores. Asimismo pensé con amargura que hubo un tiempo en que la amé con pasión, y al encontrarla ahora convertida en cortesana, rodeada de lujo y de amantes, ostentando desdeñosa su fría sonrisa de excéptica, brotó en mí repentinamente la idea de matarla.
En seguida con tono chancero, grité: «Llegó mi turno, hermosa Elvira.» Y bruscamente, atropellando las palabras, aguijoneado por un incomprensible deseo, narré lo siguiente:
«Soy de temperamento nervioso, demasiado aprensivo, y al acostarme, cuando me rodean completamente las tinieblas, un extraño temor me sobrecoge, y largo rato, bien cerrados los párpados, permanezco inmóvil en mi lecho en espera de algo desconocido, creyendo escuchar rumor de pasos y batir de gigantescas alas. Muchas veces he pensado en seres sobrenaturales que viniesen á danzar en mitad de mi estancia.
Una vez, á eso de las dos de la madrugada, percibí un ligero ruido sobre mi cabeza, y al alzar la vista contemplé horrorizado á un enorme vampiro posado fuertemente en la cabecera de mi lecho, fijas en mí con insólita tenacidad sus redondas pupilas relumbrantes como dos encendidos carbones. Me agité convulso, quise gritar, pero sólo se escapó de mi garganta un gemido ronco, casi inarticulado.
El monstruo se movía pesadamente, y hubo instante en que entreabriendo su chato hocico pareció querer hablarme. Un sudor de muerte bañó mis sienes, y en medio de mis congojas pensé para mis adentros: «Sin duda esta horrible alimaña ha sido arrojada aquí por el tempestuoso viento que ruge afuera; ahora mismo, dentro de breves minutos, va á emprender el vuelo para nunca más turbar mi sueño.» Pero nada, me había engañado. La fatídica ave continuó en el mismo sitio, imperturbable, mirándome de hito en hito, como si se recreara en mi secreta angustia.
Por fin amaneció, y el primer rayo de luz le hizo huir por la alta claraboya de mi dormitorio; pero á la siguiente noche, con sorprendente puntualidad, volvió á aparecérseme, cuando se extinguía el eco de la última campanada de mi viejo reloj de pared.
Y ahora asómbrese usted, mi bella amiga, y si puede, descífreme el misterio. Es el caso, que insensiblemente,—no sé si fué alucinación de mis sentidos ó espantable realidad,—fuí notando una transformación en las facciones del vampiro, y cosa más rara, eran las suyas, encantadora Elvira, las que iba adquiriendo el maldito nictálope. Así su mirada enigmática me hacía pensar en la de usted, cálida, profundamente sugestiva y llena de misteriosas promesas; también sus labios finos y sensuales, que tantas veces presionaron los míos con amante frenesí, los be percibido en la cara del vampiro. Además, algunos de sus movimientos, algunas de sus actitudes despertaban en mi sobrexcitada imaginación el recuerdo de ciertas posturas indolentes que adopta usted en sus horas dé ocio, y cuando sentía sobre mi frente el suave roce de sus membranosas alas, creía tenerla á usted muy junto á mi, en aquellas noches de dulce embriaguez amorosa, en que sus luengos y profusos cabellos me acariciaban finos y flexibles.
No obstante esto, yo tenia un miedo horroroso. ¿Por qué? No sabría explicármelo. Pero desde el fondo de mi cerebro, como fiera que atisba atentamente la próxima presa, la locura acechaba el instante propicio para apoderarse de mis facultades intelectuales.
Entonces comprendí que era necesario librarme á todo trance de esa obsesión satánica, y formé el propósito de matar al vampiro. En efecto, un día afilé un agudo puñal y lo oculté bajo mi almohada. Con nerviosa impaciencia sentí transcurrir las horas. Por fin le oí posarse sobre mi cabecera, saqué el arma y alzando rápidamente el brazo...
Durante el curso de mi narración me había entretenido jugueteando con el mango de un chillo que servía para cortar las pastas, pero al llegará esta parte, un impulso homicida sacudió mis nervios. Callé por varios instantes saboreando interiormente, con salvaje alegría, su dolorosa sorpresa al sentirse herida por mi mano. De pronto renació en mí el odio profundo hacia esa mujer que tanto había escarnecido mi amor, y sin poder contenerme, casi instintivamente, quizás sugestionado por la deliciosa blancura de sus incitativas carnes, ganado por un súbito vértigo de destrucción, cogí con violencia el cuchillo y simulé asestarle una puñalada en su opulento seno izquierdo que se agitaba suavemente... pero reflexioné al punto en lo que iba á hacer y me contuve
Al mismo tiempo rasgó los aires un grito de horror, y al reportarme, á muy corta distancia de mí, ví á Elvira de pie, temblorosa de emoción y mirándome con fijeza como pretendiendo adivinar mis verdaderas intenciones..
Pero yo, haciendo un poderoso esfuerzo, intenté sonreir; luego con tono indiferente, pausado, concluí así... «y con vigoroso empuje le partí el corazón. Y, rara coincidencia, creí escuchar un grito semejante al suyo. Solo de esta manera pude recobrar mi perdida calma».
En seguida arrojando el arma sobre la mesa, me crucé de brazos tranquilamente. Había triunfado; el beso era mío.
Al estrépito, Corot, saliendo de su ensimismamiento, nos dirigió una picaresca sonrisa, después volvió á inclinar la cabeza y se quedó profundamente dormido.
Ensueño de absintio
En la larga mesa, colmada de botellas vacías, destellaba la luz de las arañas de gas, y lujosamente ataviadas, mundanas incitantes, con ruidosa algazara, sostenían con sus gallardas diestras talladas copas llenas de licor, mientras nosotros, estudiantes en parranda, con cínico atrevimiento, ultrajábamos la tersura de sus desnudos senos al compás de canciones báquicas y destempladas. La orgía estaba en su período álgido. Todos hacíamos locuras, todos menos uno, Ricardo, excéntrico y atrabiliario, á quien llamábamos el taciturno.
Fué durante aquella noche un mudo espectador de nuestras locas alegrías, y bebió muy poco. Y cuando el vocerío subía de punto, mezclando bizarramente voces, gritos ó interjecciones, él replegado sobre sí mismo, dejaba vagar su melancólica mirada por encima de la mesa, deteniéndola, ora en los residuos del jerez, donde tumultuosamente refulgían espesos haces de luz dorada é inquieta, ora en la deslumbrante blancura del mantel, donde se perfilaba limpiamente el brazo de un comensal vestido de frac. A los postres, estalló incontenible la risa en todas las bocas, junto con las frases de cálida galantería. La hermosa Berta, una rubia parisiense, cuyo abanico, de caprichosos paisajes, se agitaba con vivacidad cerca de su rostro de miniatura, sublevando los rizos de su frente, se inclinó con seductora indolencia sobre el hombro de Ricardo, y le murmuró al oído tiernas palabras de amor. Entonces, éste, con brusquedad, sin volver la cabeza y sin despegar los labios, contestó secamente: «¡No quiero nada; déjame en paz! »
Después, con desdeñosa actitud, paseó sobre los grupos sus grandes y tristes ojos, tomó una botella de absintio, y con pulso firme, llenó su vaso hasta los bordes. Lentamente apuró el contenido, paladeándolo á cortos sorbos, como si quisiera encontrar en ese verde licor el olvido de algo intolerable. Quise detenerlo, é intenté un esfuerzo; pero él me envió una sonrisa, tan desesperada, tan desconsoladora, que incliné la cabeza y le dejé beber.
¿Qué extraños pesares, qué desencantos tan irreparables le llevaban así de modo irresistible al suicidio? ¿Qué implacable termita le roía en mitad del corazón? Yo siempre le había conocido sombrío. Y en los bancos del colegio, perdido hacia el fondo de la clase, envuelto en la penumbra del crepúsculo, recordaba yo haber contemplado su rostro, empalidecido por un temprano sufrimiento.
Muchas veces, paseándonos por las solitarias sendas del jardín del colegio durante las noches de luna, me confió sus extrañas amarguras, su incomprensible desapego por la vida, no obstante sus veinte años. ¡Que ensueños extravagantes forjaba su imaginación en aquellas veladas luminosas y tibias, bajo las acacias en flor! Y es que el infeliz leía á Edgard Poe, ese sombrío genio americano que murió consumido por el alcohol; á Baudelaire, satánico y ebrio de poesía, víctima de su ansia de rebuscada originalidad; y de todos esos autores había extraído un summum de rarezas y de locuras, que á veces me hacía temer por su razón.
Yo le oí con espanto una ocasión en que señalándome la luna, decía con reconcentrado furor; «Esa maldita solitaria es la cómplice de todos los crímenes y de todas las miserias; figura en el inmenso catafalco de la noche la blanca calavera, que es el símbolo del ocultismo de la vida. No sé quién ha dicho que lo blanco es el signo de la pureza. ¡Horrible mentira! Al contrario, representa el amorfismo de la vida, la carencia absoluta de pasiones y de virtudes. Y cuando llegue el día en que el globo terrestre se cubra de hielo, entonces lo blanco será muestra de desolación, de ruina y muerte; y ella, la maldita solitaria, reinará como única soberana de aquel páramo de nieves. Por eso, siempre que luce con tanto fulgor como ahora, deseo que nubes muy negras le manchen esa blancura que me hace daño.»
Si algo me horrorizaba en él, era su filosofía fríamente pesimista, reasumida en esta terrible palabra: Nihil. La nada era, según pensaba él, lo supremo deseable en esta vida: vivir era sufrir, y quien matara la vida extinguiría el dolor. Se nacía á la vida envuelto en sangre y vertiendo llanto, desgarrando las entrañas de la madre que nos daba á luz, y se moría dejando en pos de sí crueles desolaciones, duelos eternos; mientras que en el cerebro del moribundo se formulaban quizás furiosas depreciaciones por una juventud que se acababa sin goces ni ruidos, ó por una mísera ancianidad fatigada de agitarse en vano.
Hartman había dicho la verdad cuando preconizó el suicidio universal. Glorioso día aquel en que volara por los aires, hecho pavesas, este mísero planeta. Feliz el hogar que no tuviera hijos, donde no chillaran esos pequeños seres débiles y sucios Y si verdaderamente se acababa la vida por consunción, ¿quién sería el dichoso mortal que viese por última vez la puesta del sol?
Acortemos la vida, aumentando al mismo tiempo los placeres; que la ciencia aniquile el dolor inventando tales dichas que hagan impotentes los aguijones del mal.
Por ahora debe aspirarse al amorfismo del alma, es decir, á un estado en que ni el vicio ni la virtud puedan conmovernos. Ser anapáticos, es gustar de lo puro con la misma indiferencia que de lo podrido ó enfermo; ese debe ser nuestro ideal. Estas teorías de Ricardo me entristecían; porque adivinaba el oculto escollo donde iba á naufragar sin remedio esa juventud acibarada por el prematuro desencanto de la vida.
Completamente borracho, moviendo penosamente la cabeza, Ricardo
luchaba con las tinieblas de la embriaguez que empezaba á dominarle. A
su lado la botella de absintio á medio vaciar; á su frente, el vaso
lleno hasta los bordes. En las comisuras de su boca verdeaba lívidamente
el licor, y atónito, abatido, miraba con su mirada de enfermo y de
neurótico.
¿Quién de nosotros lo importunó pidiéndole que narrase su historia? No lo recuerdo, pero ciertamente hizo muy mal. Al punto demudáronse sus facciones, palideció su rostro y con voz ruda, salvaje, respondió: «No tengo historia que contar; soy un paria, un desdichado. ¿No he pagado mi cubierto en este festín? ¿No tengo mi correspondiente querida? ¿Entonces que más se quiere de mí?» Y luego, contraídos los labios, burlona la mirada y recogiéndose en su silla, soltó una fría, satánica y cortante carcajada, que nos crispó los nervios.
Después, cruzando les brazos sobre el pecho, echando hacia atrás la noble cabeza cuyo firme perfil fué á dibujarse sobre el suntuoso decorado de la pared, quedóse Ricardo estéticamente inmóvil, estereotipada en su sombrío rostro de borracho una melancólica sonrisa, mientras en sus asombradas pupilas parecía vagar una súplica dolorosa: ¡la de que lo dejasen á solas con su peregrino y doloroso ensueño del absintio...!
El tonel de whisky
Cuando sе bebe mucho whisky en alta mar bajo una noche implacablemente negra, y las olas turbulentas y rebramadoras zarandean el bajel, se sueña así:
Se encaminan los marineros sordamente hacia la bodega. Tienen esa
extraña indecisión de los fantasmas. James, el pícaro grumete pelirojo y
obeso, aparece trayendo sobre sus hombros un tonel de forma rara,
diente á madera fresca y á sabroso whisky.
Y con saltos de trasgos, relampagueantes las miradas, el grupo rapaz, custodiando el tesoro, se dirige á un ricón escasamente iluminado por la vacilante luz de un farol que chirría infundiendo espanto. La campana del buque, con fúnebre solemnidad, tañe las dos la mañana.
Cruje el velamen ante el empuje del vendabal, y el cordaje, como enjambre de víboras, silba horrorosamente... Los marineros, silenciosos, con ademanes maquinales, beben del tonel.
El viejo Tom, de tez morena por el sol de Oriente, de recios músculos que sujetan mal de su agrado la indómita vela, quiere cantar con su extentórea voz, el God save the queen. Sus camaradas estrangulan sus desaforados gritos, mientras el maligno James, á hurtadillas, arranca un mechón de los canos cabellos del viejo lobo.
Lo reducen, por fin, á la obediencia. Y todos sacando sus groseras pipas de barro, repletas de negro tabaco, dejan escapar, de sus desdentadas bocas, un humo denso, amarillento y fétido, que borronea sus ojos y estúpidos rostros de borrachos.
Uno de ellos golpea el tonel que produce un sonido rápido, seco, y entonces, como asaltados por la misma idea, en coro, lanzan todos una prolongada y satánica carcajada. Piensan en la cara que pondría al día siguiente el capitán, al saber la jugarreta.
Instantes después, impelido por los puntapiés de los marinos, el
pobre tonel rodaba por toda la cubierta con cierta lentitud, como si
todavía contuviese algo.
Hasta entonces el malévolo grumete, de facha de sileno, oculto tras un mástil, había contemplado, con socarrona sonrisa, la escena anterior. Desde su escondite dió un salto, yendo á caer cómicamente á horcajadas sobre el barril, y, hundiendo la tapa con su vigoroso puño, extrajo del fondo una cosa que semejaba un cuerpo humano.
Turbias las pupilas, desencajadas las facciones de un pronunciado tinte verdoso, horriblemente pálido, al rugada la piel, destilando gotas de nauseabundo whisky, mostró el cadáver de una vieja...
Al ver esto, los ebrios, tambaleantes, votando como condenados, se abalanzaron á las bordas, y ahí, tumbados de barriga, exclamaron todos:.
¡Pauch!
La última ondina
¡Esfumina, de tez de alabastro y de finos ea bellos rubios, trajeada con vaporosos tules, iba una vez recorriendo el vasto mar en su rauda carretela de nácar y corales. Tenía por cochero á un primoroso pececillo con librea de plata y azul, quien sujetando las riendas con a boca dirigía diestramente la soberbia cuadriga de gallardos delfines, que saltaban veloces sobre las ondas, pulverizando las aguas con sus batientes colas.
Hacia el lejano oriente, decorando el fondo azul claro del cielo, percibíase un prematuro matiz rosa que indicaba el orto del día, y era tan delicada y suave esa coloración, que evocaba el recuerdo de las acuarelas de Watteau. En torno del carruaje de Espumilla, entre los rápidos hervores de espumas que levantaban las ruedas, asomaban sus chatas cabezas algunos lobos y con sus pupilas llenas de extraño asombro miraban alejarse el esplendente carro, mientras los primeros resplandores del alba ponían en sus negros hocicos placas de luz.
La ondina, reclinada sobre almohadones, se sintió estremecida por una ráfaga de fresca brisa y al instante requirió su abrigo de pieles de oso polar. Una vez arrebujada en él, se puso á admirar las magnificencias de la madre Naturaleza. Acaso piense alguno que las ondinas, acostumbradas á esos paseos por los mares, no deberían experimentar esos pasmos de admiración; pero la cosa es fácil de explicar si se atiende á que Espumina era de muy regia estirpe y las de esta clase nunca abandonan su residencia submarina. En la corte de Oceánida XII, reina en ese entonces de las ondinas, desempeñaba Espumina el distinguido cargo de dama de honor, dedicada al servicio inmediato de su soberana.
Como muestra del singular favor que le acordaba Oceánida XII, habíale ésta encomendado una importantísima misión: celebrar, como representante de su persona, un tratado de alianza con la reina de las madréporas, á fin de contener las incursiones de las bandas de medusas y zoófitos. Fué feliz en el desempeño de su cometido, y muy pocos diplomáticos, aun los más avezados á los manejos del oficio, hubieran procedido con mayor tino y sagacidad en idénticas circunstancias.
La soberana de las madrépora, haciendo cabal justicia á los aquilatados méritos de la lábil plenipotenciaria, le obsequió con la milagrosa red de Anfítrite, mediante la cual podía balizarse estupendas maravillas. Regocijado el espíritu y tranquila la conciencia, despertóse en Espumina un incontenible deseo de repartir mercedes, y así lo hizo. Un pobre pececillo se debatía, sumamente angustiado, entre las fuertes garras de un martín pescador. Espumilla lo libertó lanzando al ave un certero dardo; dos amantes, casi niños ambos, se amaban descuidados sobre el musgo de una ancha gruta y estaban á punto de ser sorprendidos por el airado padre de la muchacha, cuando la ondina, viendo esto, tendió su red y al instante se tornó invisible la gruta.
Espumina, mirando el cielo, calculó por la marcha del sol lo que le restaba de esa jornada, la última de su viaje. Muy pronto, al cabo de una legua, columbró al través de las mansas aguas, tan tersas y limpias como un espejo, las caladas torrecillas del magnífico alcázar que, á semejanza de un grandísimo brillante, fulgía sobre las arenas del fondo. Se destacaba en primer termino el alto vestíbulo con sus labradas columnas de coral recubiertas de arabescos de nácar, y más al interior, entre la ovada penumbra que proyectaba la amplia columnata veíase la grandiosa puerta, cuyos batientes eran de mármol rosa artísticamente esculpidos y que ostentaban enormes perlas Según una antiquísima tradición, muy en boga durante el reinado de Oceánida XII. las dinastas y grandes nobles, cuando alcanzaban fabulosas edades, se metamorfoseaban en perlas por permisión especial del dios Neptuno. Espumilla sabía esto y también que una de sus abuelas, la cual fué princesa siglos há, se encontraba al presente exornando la regia puerta. Vino en conocimiento de tal suceso una noche en que, terminado su servicio de camarera, se desveló, y no sabiendo qué empleo dar á las largas horas de insomnio, se echó á hojear los voluminosos infolios que se hallaban hacinados en los estantes de la biblioteca real. Quiso la suerte que recorriendo un tratado de heráldica se topara con su apellido, y cogiendo ese cabo se remontó hasta los más remotos tiempos. Así supo lo limpio y prestigioso de su alcurnia.
Sin embargo de su índole modesta y de sus relevantes prendas morales, Espumina, al fin mujer, se sintió picada por el diablillo de la vanidad, cuando se acordó de tales cosas. Breves momentos se desperezó con los ojos bien cerrados á manera de gato sibarita y luego se replegó al fondo del carruaje que hizo marchar menos á prisa, deseosa de recapacitar á su sabor sobre su actual condición de alta negociadora en asuntos de Estado. Y pensó asimismo en los honores que pronto iban á tributársele, cual cumplía á su rango de embajadora, en las bulliciosas fanfarrias militares con que sería saludada á su arribo y en las entusiastas aclamaciones de la guardia real al verla subir, graciosa y triunfante, la gran escalinata del palacio. Sobre todo lo que la colmaba de inmenso júbilo era el representarse la envidia y los celos de Cristalina, una de las más orgullosas favoritas de Oceánida ХII, al presenciar su apoteosis. Cristalina entonces ardería en cólera por no haber sido ella la elegida para tan delicada misión.
De súbito la carretela se detuvo bruscamente ante la alta gradería del vestíbulo; Espumina salió al punto de su ensueño y descendiendo con paso ligero franqueó el pórtico y penetró al patio de honor. Allí se paró desconcencertada, sorprendida, y largos instantes aplicó el oído como si esperara escuchar rumor de pisadas ó ecos de músicas; pero solamente llegó hasta ella el ronco mugido de las aguas al socavar los lejanos montes de granito que se alzaban á espaldas del palacio. «Nadie viene á recibirme, se preguntaba sobrecogida por dolorosa sorpresa. ¿Dónde están los bravos centinelas del alcázar? ¿Dónde los trompeteros cuyas bocinas de marfil anuncien á los vientos mi llegada?. ¡Dios mío, nadie, pero absolutamente nadie!» Y Espumilla, diciendo esto para sus interioridades, recorría desolada, gemebunda, las anchurosas salas y las vastas galerías sin encontrar alma viviente.
¿Cómo colegir de modo racional la causa de ese repentino abandono? ¿A qué gloriosa conquista habían marchado las gentes del alcázar? Por un instante renació la calma en el atribulado espíritu de Espumina al figurarse que rotas las hostilidades con las rapaces medusas, ya todos habían partido á la guerra. También llegó á pensar en alguna grandiosa pesquería de ámbares en las grutas del mirítico oriente. Pero demasiado pronto se desvaneció esta última ilusión; pues de las cavernas que rodeaban el alcázar, como emergidos de sus más íntimas profundidades, salieron gritos desgarradores, lamentos tristísimos, cual si millares de cautivas aherrojadas se quejaran sin tregua ni reposo.
Espumina interrumpió bruscamente su imaginativa y atisbo unos instantes. Y al cerciorarse de la verdad rompió á llorar sin consuelo. No podía caberle ya la menor duda. Sus hermanas eran las que se deploraban así tan lamentablemente. Y para que no lo restara el más pequeño asomo de esperanza, apareció de súbito un pintado caracolillo, que poniéndosele por delante y con aflautada vocecilla contóle esto:
«¡Oh desventurada Espumina, tienes sobrada razón en desolarte por tus perdidas hermanas; porque nunca más volverás á verlas!»
Al oírle Espumina se serenó un punto y le miró interrogadoramente. El caracolillo juzgó prudente no prolongar la justa ansiedad de la ondina, y reanudó así su relato:
«Como sabrás muy bien, hace varios meses que voltejea en estas latitudes un barco de extraña forma, y á tal extremo alarmó á los pobladores de estas submarinas regiones, que fueron necesarias las profusas y científicas explicaciones de nuestros más conspicuos sabios á fin de tranquilizar á los espantadizos, pues había quien se figuraba que el tal bajel no era otra cosa que el mismísimo Leviatán, no faltando individuo que asegurara á pies juntillas haberse aproximado al monstruo á tan corta distancia que había escuchado su rugido terrible, ensordecedor. Por último, fué opinión corriente entre nosotros que sólo se trataba de un pequeño yate á vapor comandado por Mr. Sampson, un viejo comodoro de la marina norteamericana, rojo como un diablo y feo hasta la exageración.
Dícese que en Nueva York, estando un día de sobremesa varios ingleses, ocurrióseles una idea ingeniosa: explorar el fondo de los mares, especialmente aquellos parajes adonde se decía existir fabulosas riquezas por haber acaecido allí repetidos naufragios. Les entusiasmó el proyecto, y al momento reunieron el capital indispensable para dar comienzo á los respectivos trabajos.
Pocas semanas más tarde se encontraba listo para partir un magnífico yate á vapor. Surco los mares y llegó á estos lugares.
Recordarás asimismo, gentil Espumina, que la primavera pasada se fué á pique en estas alturas una hermosa fragata cargada de oro, plata y ámbar; venía de la India y encalló en un arrecife. El oleaje destrozó el casco y una gran parte de él, la que contenía la bodega, cayó á muy poca distancia de estos sitios. Recogimos un soberbio botín y el acontecimiento celebróse con música y baile.
Pues bien, los ingleses buscadores de tesoros submarinos, al recorrer estas latitudes, recordaron el referido naufragio y decidieron aprovechar la favorable conyuntura que se les ofrecía de extraer ese tesoro. Por eso los vimos permanecer perplejos algunos días oteando el Océano y haciendo prolijos cálculos, y cuando, según su entender, dieron con el lugar del siniestro aprontaron sus cuerdas y sus trajes de buzos.
¿Qué cosa es un buzo, me preguntarás tú, bella Espumina? Yo te digo que es un ser de singular apariencia y dotado ele sorprendentes cualidades; un ser rarísimo, mitad hombre, mitad pescado, que suspendido por un largo cable, penetra en las aguas, vestido de pies á cabeza con una tela resistente y doble y armado con hachas y puñales. A veces sube á la superficie llevando consigo fabulosas riquezas; otras, sobrenada cubierto de sangre y desgarrado por los mordiscos de los tiburones y demás monstruos que pululan en el seno de los mares.
Yo aborrezco cordialmente á esos intrusos que vienen á turbar nuestro reposo, á arrebatarnos nuestros tesoros, dejándonos en cambio el luto y la desolación. Son feos de verdad esos ingleses, velludos como bestias salvajes, con sus biceps desmesurados y sus manazas de orangutanes. La otra noche, avanzando recatadamente, pude pegarme á uno de los costados del buque, subir hasta una de las bordas, y desde allí les escuché conversar. Eran los interlocutores un viejo de faz curtida y acribillada de arrugas, que tenía una cabellera coloide viruta, y el otro Mr. Sampson, el comodoro más borracho y brutal que recorre el Océano. Según pude comprender, daban la última mano á los preparativos de la empresa que ha causado tu ruina. Y los ojillos grises de Mr. Sampson relumbraban de gozo al pensar en las locas ganancias de la expedición. Sin duda calculaba anticipadamente las botellas de oloroso whisky que podría beberse con los provechos del negocio.
Supe asimismo que al día siguiente, cuando rayara el alba, una de las más veloces falúas del yate, tripulada por vigorosos remeros, se dirigiría á estos sitios conduciendo cuatro ó cinco buzos exploradores. No logré oir más, porque la campana del buque llamó á relevar el cuarto de guardia y á sus sones mis contertulios se separaron tomando cada uno opuesta dirección.
Entonces yo me deslicé al agua sin hacer el menor ruido, y dejándome arrastrar por las olas vine hasta aquí, y sin pedir licencia me colé en el aposento de tu reina á quien le expuse de manera circunstanciada, y tal como lo había oído, el serio peligro que amenazaba sus dominios.
Oceánida XII pasó súbitamente de la sorpresa al temor, y no sabiendo qué medidas adoptar de pronto para salvar sus estados, convocó á sus consejeras, las altas funcionarias que estaban á la cabeza de los diversos ramos de la Administración. Como sucede á menudo en casos semejantes, después de varias horas de soportar pacientemente interminables discursos, la pobre Oceánida se halló tan irresoluta como al comienzo del debate.
Por fin, encontróse un recurso conjurador de tan apurada situación: el de huir á toda prisa buscando refugio en el vecino reino de la madréporas con el cual se estaba en vísperas de ajustarse un pacto de alianza. Este fué el temperamento que de modo unánime prevaleció al final de la ardua discusión.
Llenado mi propósito y deseoso de poner en conocimiento de mi soberano lo que á sazón acontecía, me escapé de allí, y anda que anda, dos horas más tarde me plantaba ante Su Majestad Caracolino VI y en pocas frases le noticiaba de lo sucedido. Mi soberano frunció el entrecejo, hundió sus engarabitados dedos en la hirsuta pelambrera, que adorna su puntiagudo cráneo, y después de sacudirme de las orejas, envióme á llamar á su obeso generalísimo de los ejércitos submarinos. Acudió también una nube de ingenieros militares, especie de zánganos que, so capa de un fingido y laborioso atareamiento, engordan á su regalado gusto en los campos de maniobras. Y con mapas, instrumentos y mil zarandajas de la misma clase, se pusieron á organizar la defensa tan á conciencia, que estuve á punto de creer en la realidad del imaginario asalto. Nuestros tácticos son muy hábiles y no desperdician ocasión de asombramos con sus eruditísimos conocimientos.
Por otra parte, á Carceolino VI empezaron á reventarle tantos planes militares y tal suerte de medios estratégicos que le espetaban sus profesionales en el arte de la guerra, que le acometieron rabiosas ganas de mandar al traste á toda esa turba de mentecatos; pero pudo más en él la prudencia y se reportó. Yo olí la chamusquina y á fuer de discreto, por si el rey volvía á las andadas, es decir, á su enfado anterior, tomé soleta demasiado contento y tranquilo, casi orgulloso, no obstante mi condición humilde, al considerar el importante rol que la providencia me había hecho desempeñar en los destinos de dos pueblos.
Volvíame á escape á mi domicilio, cuando me espoleó vivamente la curiosidad de saber cuál seria el resultado de tantos sustos y afanes. Partí, pues, en dirección al reino de tus hermanas, y, aunque anduve diligente, llegué demasiado tarde. Ya habían entrado á saco en la ciudad los malvados ingleses, y á mis ojos, arrasados en lágrimas, se ofrecieron escenas desgarradoras y crueles espectáculos de desenfrenado pillaje. Era pavoroso el cuadro aquel y no quiero aumentar tu duelo describiéndotelo.
No obstante la heroica y porfiada resistencia de la brillante legión que acaudilla tu bizarra reina, y que á despecho de su coraje veía clarear sus compactas filas, rindióse á la postre la ciudad. Entonces se levantó de entre los vencedores un estruendoso vocerío de triunfo, y como si ésta fuera la señal del saqueo, se desparramaron por las calles, talando y robando sin misericordia. No les movió á compasión la lozana juventud y la sonrosada blancura de las ondinas; antes bien, aquellos atractivos parecieron despertar en el pecho de esos feroces guerreras sus mal reprimidas pasiones.
Solamente la insaciable sed de riquezas los estremecía, y á trueque de encontrarlas se internaban en las más recónditas grutas y salían de ellas agobiados con las cargas de perlas, ámbares y nácares. Así, agachados, fatigosa la respiración, marchando con penoso esfuerzo, cubiertos los rostros con horripilantes carátulas que ostentaban descomunales lentes á manera de ojos, aquellos buzos simulaban una espantable procesión de rapaces medusas.
Ahitos de fortuna, imaginándose cada uno de ellos ser un Creso, resolvieron regresar á su yate; pero un concupiscente pensamiento cruzó por la cabeza de uno de los salteadores: llevarse á bordo una partida de buenas mozas.
Tal lo pensó y así lo dijo á sus compañeros, y dando él primeramente el ejemplo, se arrojó sobre un grupo de indefensas y aterradas ondinas, y entre desesperados chillidos y convulsiones de epiléptico, apretó contra su musculoso pecho á la más fresca y garrida. Todos le imitaron, encandiladas las pupilas, febriles los movimientos, contemplando cómo se debatían entre sus toscas manos las desdichadas cautіѵаs.
Cuando cada marinero tuvo su prisionera Regida á su voluntad, el silbato del contramaestre anunció el instante de la ascensión; pero ¡oh prodigio! tus hermanas, merced á sorprendente encantamiento, convirtiéronse en las manos de sus raptores en perlas del más acrisolado brillo, enormes como frutas de próvidos vergeles submarinos. Los buzos, pasmados, indecisos, quedaron mirándose los unos á os otros, pintado el miedo en sus estúpidas facies.
Nunca volveré á ver en todo el resto de mi vida suceso igual, y de él me acordaré siembre hasta la hora de mi muerte, gentil Espumina. Muy pocas, las más felices que lograron escapar de las garras de sus perseguidores, buscaron un refugio en las cavernas; pero han tenido que sufrir la influencia del milagro y convertirse á su vez en lindísimas perlas.
¿Qué divinidad solícita y protectora accedió á los ruegos de tus contristadas hermanas? ¿Cómo se operó tan maravillosa metamórfosis? He sabido después, averiguando afanoso aquí y allá, que el dios Océano, padre de tu raza, se apiadó de sus bijas y las transformó en perlas, para de este modo evitar á las prisioneras los rigores del cautiverio y á las que quedaron libres el dolor de la separación.
Transcurridos algunos días, en una hermosa y limpia mañana de esplendoroso sol, zarpó con rumbo á su país el pirático yate; yo me asomé al haz de las aguas é instalado en la larguísima cabellera de una descomedida medusa, los miré partir y ví cómo los tripulantes enarbolaban en el extremo de sus extendidos brazos sus gorras azules, mientras á voz en cuello atronaban los aires con sus triunfales burras. Yo rabiaba y me reconcomía en mis adentros al pensar en el irreparable daño que habían causado aquellos bárbaros sin entrañas; pero lo que colmó mi indignación fué el percibir al maldecido bonachón del comodoro fumando en su descomunal pipa y tirando con una pistola sobre los alcatraces. ¡Pícaro bandido, tal vez reviente de alguna aplopegía fulminante causada por su intemperancia!
Ya sabes, infeliz Espumina, cual ha sido la suerte de tu pueblo, y se rae aflige el alma al figurarme lo inconsolable de tu pena. Ahora tú eres la única que queda de esa escogida pléyade de vírgenes que habitó los mares, y el destino, por sarcástica ironía, te ha reservado para que eternamente veles el perenne sueño de tus hermanas.»
Terminada su narración callóse el caracolillo, y antes de que la ondina volviera de su espanto escurrióse respetuosa y prudentemente. El caracolillo dió con esto muestra de ser discreto y de saber conllevar los pesares ajenos.
Durante el curso del anterior relato, Espumilla tuvo transida el ánima y los ojos hinchados á punto de resolverse en incontenible llanto; pero cuando se vió á solas, no fueron grimas las que vertió la desdichada ondina, ano mares desbordados, al mismo tiempo que medio destrenzada y caída la rubia cabellera, enrojecidas los facciones, desceñidas las vestiduras, se puso á recorrer desatentada los patios y salas del desierto alcázar, repitiendo en su dolor con tenaz monotonía: «¡Sola, completamente sola!»
Desde entonces la grácil Espumina, la única moradora del magnífico palacio, todas las loches sale de él en su regia carretela á vagar por la vasta extensión de los mares. Cuando en las veladas de estío la luna abrillanta los ápices de las ondas y en las góndolas de paseo se dicen ternezas los enamorados, la ondina arrulla sus amores con dulcísimas barcarolas, en cambio, cuando hay borrasca en el Océano y las aguas espumosas y rebramadoras zarandan el bajel amenazando tragárselo, Espumina, arrebujada entre las tempestuosas nubes, aompaña los gemidos de las aterrorizadas tripulaciones con sus prolongados y dolorosos amentos.
De todos modos, siempre que al despuntar el día, cuando el límpido cielo se decoración suntuoso colorido, mientras los mares se tiñen de oro y rosa, veáis en los remotos confines, entre los fulgores del naciente sol, una flotante y delicada nubecilla, algo así como la punta de una cauda, decid sin vacilar que esa nube es Espumina que va recorriendo los mares en busca de sus perdidas hermanas.
Los hipocampos
Para Ernesto G. BOZA.
Entre las blancas caricias de las espumas, surcando velozmente el
mar de un verde tenue, oleoso, nadan en grupo deslumbrador los sedosos y
níveos hipocampos, las crines sueltas y los ojos brillantes. En el
cielo, de un suave color de zafirina, entre movedizas nieblas de oro,
luce radiosa una clara luna primaveral, que deja en las inquietas aguas
su fulgurante estela.
Piafan gozosos los corceles marinos al sentirse azotados por las turbulentas ondas; sus lustrosos flancos se adornan con irisadas é hirvientes grecas, que les dan un extraño y fantástico aspecto en medio de la tranquila, solemnidad de la alta noche.
¿Adónde va el bullidor rebaño levantando con su furioso galope diamantina polvareda? ¿A qué grandiosa conquista; á qué inaudita pesquería vuela presurosa la blanca legión casqueada de oro y sujetando en la diestra el pesado é invencible arco, mientras la siniestra blande fieramente la maciza lanza?
Van muy lejos; más allá de esa isla solitaria y misteriosa que cierra como broche cabalístico el mágico horizonte, á la triunfal captura de seductoras nereidas. Y fué el legendario dios Océano, quien sacudiendo su antigua cabellera, blanqueada por los siglos, y haciendo fulgurar sus grandes ojos de incomparable esmeralda, les envió á tan peregrina expedición
Al punto, ardiendo en fogosa impaciencia, apenas cubriendo las robustas espaldas por grises pieles de focas, lanzaron su grito de guerra y partieron animosos bajo el comando de un viejo tritón, cuya estruendosa trompa acallaba el resonante mugido de las olas.
Las nereidas, inviolables vírgenes de formas sonrosadas que
cabalgan hechiceras sobre lucientes dorsos de mansos delfines, retozan
en voluptuoso abandono sobre las diamantinas ondas; con dulces reflejos
sugestivos brillan sus puros ojos de agua marina mientras la azulada y
coqueta cabellera, coquetamente prendida de corales y amatistas,
encuadrando el artístico óvalo del rostro, rebata los incitativos senos,
carnudos y redondos. En las manos ostentan pequeños tridentes que
destellan satánicos fulgores.
Siguen en bulliciosa gira aturdiendo el aire con sus locas carcajadas é inventando juegos atrevidos y refinados. Así apelotonadas en delicioso grupo, devorándose en ardientes besos, flotan con perezosa lentitud, fingiendo gallarda fruta cogida en ignorados vergeles submarinos, en tanto que algunas de ellas, ávidas le emociones, palpitando al recibir el beso de las olas, patalean furiosas, presas de rápidos accesos de histerismo, como si anhelasen, excitadas por la acre y salada frescura de las guas, una violenta posesión Sólo unas pocas, pálidas como rosas té, se dejan llevar por la corriente, entregadas á éxtasis incomprensibles y desfallecientes los cuerpos por eróticos ensueños.
¿Cuál de ellas fué la que primero dió el grito de angustiosa alarma? Polydora, la más diestra en ejercicios de natación y la que mejor sabe domar á los rebeldes delfines. Entonces en aturdido tropel, temblando de espanto, las nereidas emprenden la fuga. Pero ya era tarde. Como una devastadora tromba, entre triunfales clamores, caen sobre ellas los rapaces hipocampos, sudorosos los fornidos torsos y llameantes las pupilas ante tantas carnes blancas, nerviosas y delicadas...
Y hubo gritos indescriptibles, llantos desgarradores y cuerpos convulsos que se retorcían desesperadamente bajo el musculoso abrazo de los raptores. Unas cuantas, en sublime heroísmo, sacrificaron su vida á la honra, sumergiéndose intrépidas en el proceloso mar. Mientras tanto, á algunos metros de distancia, la altiva Polydora lucha silenciosamente como una loba furiosa, procurando desgarrar la gruesa piel del monstruo que la tiene cogida por la cintura. Siente que las fuerzas la abandonan; unos instantes más y queda á merced del vencedor. Entonces una súbita idea brota en su mente enloqueciéndola y, rápidamente, antes de que nadie pueda detenerla, se arroja sobre la aguda y brillante lanza de su opresor, que se hunde suavemente en su tibio y sedoso flanco. Sangre muy roja, humeante aún, se escapa en copioso chorro de la profunda herida, y en tanto que el feroz hipocampo, mudo de espanto, remueve entre sus crispadas manos el pálido cuerpo de la virgen heroína, sus compañeros parten en ruidoso pelotón, sacudiendo orgullosos sus ásperas crines, agitando en lo alto los delicados trofeos y lanzando á los vientos un formidable y prolongado relincho de victoria.
La esposa del Sr. de Chantel
El Sr. Arturo de Chantel despachaba su voluminosa correspondencia, cuando un criado descorriendo el pesado portier, deteniéndose en el umbral, dijo con acento ceremonioso: «Acaban de traer este cablegrama para el señor.» En seguida avanzó hasta la mesa escritorio, colocó encima el papel cuidadosamente doblado y se fué sin nacer ruido.
De Chantel que en esos instantes concluía de escribir una carta y se preparaba á sellarla con su lujoso mono rama de oro que colgaba la cadena del reloj, apenas si levantó rápidamente la cabeza al oir las palabras del doméstico. Después continuó en su tarea, silencioso, abstraído
Hacia el mediodía se sintió fatigado; un calor sofocante, embrutecedor, se cernía en el ambiente de la estancia; el sol en el cenit llameaba como una colosal hoguera. De Chantel abandonó el asiento, abrió una ventana y aspiró largo tiempo el aire fresco y perfumado que venía del cercano jardín. Cuando iba á reanudar su labor reparó en el cablegrama y movido por súbita curiosidad lo abrió presuroso.
Entonces, con grandísima sorpresa, sus ojos recorrieron los siguientes renglones: «Arturo, hoy día parto de Génova y dentro de poco estaré en esa; espérame. Tu Amalia» Creyó haberse equivocado y volvió á leer. Efectivamente su esposa Amalia regresaba de Europa. Y abrumado por la noticia, mirando con aire estúpido la pared, se estuvo largos momentos sin pensar en nada y removiendo entre sus chatos dedos aquel maldito despacho
Era una catástrofe para De Chantel ese in oportuno regreso; venía á destruir su delicioso idilio con una agraciada limeñita, allá en los apartados barrios de la ciudad. Apenas habrían transcurrido seis meses desde que se conocieron; aquello fué durante una noche de fiesta en la plaza de Armas entre la balumba de gente que repletaba los portales y el traquido de los cohetes. Una franca simpatía unió sus corazones y desde entonces se amaron sencillamente.
Todo eso iba á terminar dentro de breves semanas; á esta sola idea un sentimiento de amargura inundó el alma de De Chantel Calculó mentalmente, viendo el calendario, los días que emplearía en el viaje, y al acabar la cuenta no pudo reprimir un ademán de cólera.
En seguida recordó el inmenso placer con que la vió partir el invierno del año pasado, muy enferma, para París en busca de expertos cirujanos que extinguieran de modo radical la dolencia que lentamente la mataba. La acompañó solícito hasta el vapor, la llenó de cuidados y un gran rato, de pié en el muelle, recostado en la baranda, permaneció indiferente contemplando la salida del buque, recreándose en contemplar las gruesas columnas de humo que barbotaba la ancha chimenea. Luego cuando, estampándose en el lienzo azul del cielo, la nave pareció una mancha de tinta coronada de un ligero penacho de niebla, lanzó un suspiro de satisfacción y sus labios murmuraron un leve adiós. No es que quisiera mal á su mujer; pero en cambio le tenía un miedo horroroso.
Además con su partida se inauguraba para su atribulado espíritu una era de sosiego, de cuasi bienestar. Vería cesar todos esos mil rumores que hacían sangrar su honra
Y recordaba asimismo una frase imprudente pronunciada por un quidam el día de su matrimonio: durante la cena, entre sorbos de café, alguien había dicho: «Es una mujer muy peligrosa la que se lleva el Sr. De Chantel.» Y 'a frase había circulado entre los contertulios con muestras de aprobación.
Tocó el timbre y mandó preparar el almuerzo. Después, invadido por esa dulce dicha que proporciona una confortable mesa, repantigado en una silla, se enfrascó en sabrosa charla con su madre y su hija, un lindo pimpollo de diez años, demasiado lista y alegre. Les anunció la próxima llegada de su mujer; entonces la chiquilla batió palmas con alborozo, sus ojos brillaron de contento y sonrió largamente. El regreso de mamá la regocijaba más que la promesa de una elegante muñeca; significaba para ella paseos á la Exposición, giras por los balnearios y numerosas visitas donde se divertiría á sus anchas. La madre del Sr. De Chantel no dijo nada; movió solamente la cabeza en señal de asentimiento.
Cuando volvió á entrar en su escritorio, un reloj de sobremesa dió las tres. Se sintió perezoso y antes de ponerse á trabajar se tumbó sobre una chaise longue de esterilla. Al través de las persianas de color verde claro penetraban rayos de sol que caldeaban el ambiente haciéndolo fatigoso de respirar. Una vaga somnolencia parecía flotar en torno de los objetos. Un ramo de violetas se marchitaba en una etagére. De Chantel se adormitaba entregado á sus pensamientos.
Repentinamente un fuerte viento corrió por la calle, agitó con violencia las persianas y una viva claridad invadió el aposento; entonces un polvillo tenue, blanquecino, rebulló un instante á manera de transparente neblina y á poco desapareció imperceptiblemente dejando sobre la brillante superficie de los muebles tapices de gasas tan finos y blancos como polvos de arroz.
El desfile de imágenes comenzó. Revivió toda su pasada existencia; evocó su llegada al puerto del Callao un día frío y lluvioso. Venía en busca de fortuna y resuelto á ganársela. Inteligente y laborioso, muy pronto se vió empleado en una fuerte empresa industrial. Lentamente fué ascendiendo, y al cabo de algunos años de perseverante labor le hicieron consocio. Entonces, rico ya, anheló formarse un hogar; su alma de aventurero, una vez colmados sus deseos, soñó con las dulzuras exquisitas del amor. Y tales trazas se dió que á los pocos meses se unía en matrimonio con una de esas adorables muñequitas que veía con encanto discurrir por las calles y paseos de la capital.
Se detuvo bruscamente no queriendo llevar más lejos el hilvanamiento de sus recuerdos. Una sensación de disgusto estremeció su cuerpo. Atroces remordimientos le royeron encarnecidamente en pleno corazón; fué como un golpe de luz que iluminara de modo instantáneo las sombras que oscurecían su vida conyugal. A punto estuvo de convenir que bien merecía su irremediable desgracia.
Luego se preguntó cómo pudo casarse con semejante mujer; de qué artes supo valerse ella para trastornarlo hasta el extremo de cerrar los ojos á su vergonzoso pasado. Su imaginación se la representaba radiante de hermosura y triunfadora, deslumbrando á sus adoradores en los lujosos salones de sus jefes, en cuya casa vivía en clase de pariente pobre y allegada.
Rememoraba también esa comida íntima en que por primera vez, antes de levantarse de la mesa, deslizó en sus oídos tímidas frases de amor, mientras ella, fingiendo ocultar su turbación, hacía nudos con su pañuelo de batista. Toda esa noche se mostró Amalia risueña y amable, y entre dos valses, desprendiéndose un momento del brazo de su acompañante, se le acercó cariñosa para suplicarle que le tuviera por breves instantes su abanico; y de este modo, inventando cualquier pretexto, siempre se le aproximaba envolviéndole en la red invisible de sus sugestivas miradas, impregnándole con su hálito perfumado.
Su voluntad cedía blandamente; no era él hombre capaz de resistir al influjo de semejante seducción. Su inteligencia fría, calculadora, acostumbrada al manejo de los guarismos, se desconcertaba al tratar de excrutar las interioridades de esa alma femenina tan compleja como sutil. Su embeleso crecía cada vez más, pues Amalia, con admirable habilidad, mantenía vivo en el pecho de Chantel el fuego que le devoraba.
Durante las tardes crepusculares contemplábala él á la distancia, mudo y respetuoso, sin atreverse á interrumpirla en sus meditativas lecturas en la semipenumbra del anchuroso salón; mientras que ella, fingiendo no percatarse de su presencia, volteaba con indolente ademán las satinadas páginas del libro. De esta manera logró insensiblemente prenderlo mejor en la red de sus encantos.
En una ocasión ella misma, segura ya de su absoluto predominio sobre De Chantel, le ofreció con seductora sonrisa una fragante violeta de Parma, permitiéndole que largo rato le estrechara la mano, mientras sus negros y provocativos ojos le miraban con dulzura. Entonces él, poseído por un transporte de pasión, se arrojó á sus plantas y con balbuceante acento le dijo todo su amor. Amalia le escuchó bondadosa, complacida, y cuando él quiso abrazarla huyó de su lado agitando graciosamente la cabeza. Desde ese día quedaron unidos sus corazones.
De Chantel formó el propósito de casarse con Amalia. Apenas circuló el rumor del próximo enlace, un ambiente de sorda hostilidad comenzó á rodearlos. Al principio fueron miradas impertinentes, sostenidas, que alfilereaban tus rostros, que ahondaban con encarnizamiento en sus pupilas, como pretendiendo encontrar en sus serenos semblantes la clave de algún misterio; luego, cuchicheos solapados, cabos de frases que de modo intencionado se lanzaban á medias dejando siempre entender alguna infamia; y por último, con desembozo, sin discretas atenuaciones, corrieron por las calles malévolas historietas preñadas de calumnia, pero de esa calumnia aviesa que, á manera de mezquino arroyo en su lento curso, va acarreando por donde pasa partículas de lodo.
El clamor subió de punto, y De Chantel quiso entonces averiguar lo que había de cierto en esos insidiosos rumores. Y aunque la indagación hiciera sangrar su alma, dió tregua á sus náuseas morales y lo investigó todo. Supo cosas horrendas, inauditas. Dijéronle que la madre de Amalia, en un tiempo esposa de un estimable caballero, se olvidó de sí misma hasta el punto de escarnecer el nombre que llevaba. El marido no pasó por el ultraje y la abandonó á su infame destino Naturalmente, lanzada en esa vía, fué descendiendo; llegó hasta el cinismo en su degradación. Y de esta suerte contaban de ella multitud de historias á cual más repugnante.
Y Amalia misma, quizás mal de su grado, tuvo que ser testigo de los devaneos de su madre. Al fin la conducta vituperable de esa mujer sublevó los sentimientos de su familia que recogió en su seno á la desdichada hija. Su adolescencia había sido, pues, contaminada con esa vida de escándalos. De esta manera conoció todo el vergonzoso pasado de la que iba á ser su esposa.
Esto le afligió muchísimo. Sinceramente amaba á Amalia; él la hubiera querido tan pura como la nieve. Varias noches el insomnio pobló de desolantes visiones sus lacrimosas pupilas, y pensó con incontenible amargura en el fracaso de sus ensueños. Amalia no podía ya ser suya.
Sin embargo, á veces se resistía ante la evidencia abrumadora de los hechos, se imaginaba que la calumnia había forjado todo aquello inspirada por malévolos deseos. Se creía injusto asintiendo con los maldicientes, y en su ansia rabiosa de vindicar la honra de su amada, se la figuraba tan diáfana y blanca como esas leves nubecillas, que no obstante de surgir de las ciénagas, vagan por los aires tiñendo sus indecisos pliegues con los más suaves arreboles.
Hizo más; tuvo con ella una explicación clara, enérgica, como la quería para desvanecer el menor asomo de su duda. Se vieron en el salón una calurosa mañana de estío. El estuvo seco, casi agresivo, y contó sin ambajes lo que decían de sus sucios orígenes. Ella le escuchó imperturbable, con aire de insolente desdén, y cuando terminó él, habló entonces con ese acento firme, convencido, que presta la inocencia injustamente mancillada. De Chantel casi lloró de placer al oirla; sí, la creía de todas veras. Y al repetírselo así la miraba con escrutador afán queriendo descubrir al través le la sonrosada epidermis de su semblante la sutileza ó la malicia de su alma; y los ojos de ella, esquivos, se removían con inquietud febril como esas lagartijas que se agitan nerviosamente en los agujeros penumbrosos, á flor de los viejos paredones. Como son cosas demasiado impenetrables la piel y los ojos de las mujeres, De Chantel quedó siempre perplejo, confuso.
Cuando se encerró en su gabinete á meditar serenamente sobre la anterior escena, se consideró indigno, pues andaba en trates con la deshonra. Se lo confesó así sin reparos, deplorando inconsolable sus complacencias acomodaticias, sus torpes debilidades que le obligaban á hacer tabla rasa de sus honrados escrúpulos. Pero se sentía inerme ante la irresistible seducción de esa mujer y á tanto llegaba su loco apasionamiento por ella, que hasta al crimen hubiera descendido á trueque de poseerla. Y con rabia se mesó los cabellos y rompió á llorar con nerviosas sacudidas.
A pesar de todo se había casado. Su vida conyugal se deslizó tranquila durante algunos años, muy pocos para desdicha suya. Volvieron á propalarse rumores insidiosos; se habló de adulterio. De Chantel vió evaporarse su anhelada felicidad. Luchó al principio ahogando dentro del pecho la fiera duda que allí le mordía cruelmente. Contestó después con el desprecio á la torpe diatriba; pero pudieron más sus celos, y enloquecido, sofocado por tanta infamia, inquirió por todas partes. Alguien llegó hasta verter en sus oídos un nombre: el de un primo de su mujer
Entonces quiso matar á la infiel, divorciarse, dar el gran escándalo obcecado por la sed de venganza. Luego le sobrevino la calma; comprendió, con inmenso dolor de su alma, que su presente ignominia era la lógica consecuencia de su impremeditado enlace. Ya no pudo tener confianza en su esposa, y lentamente se le fué haciendo aborrecible. Por eso se había alegrado de su partida; esos meses de ausencia eran de reposo para él, eran meses de quietud para su atribulado espíritu.
Descansaría durante ese tiempo de tantos infames cuentos, de tanto cieno, que gentes viles se complacían en amontonar en torno de su infeliz mujer.
En aquel momento el reloj dió las seis; una claridad apenumbrada iluminaba la estancia; en los respaldos de los muebles lucía los postreros lampos del sol. Un polvillo de oro mariposeaba en el ambiente. De Chantel despertó entonces de su melancólico ensueño, arrancándose á sus penosas reflexiones; en breves horas había echado una concienzuda ojeada retrospectiva sobre su anterior existencia. Al concluir, una desesperante amargura le invadió completamente, lanzó un suspiro de triste resignación; en seguida descorrió las persianas y de codos en el antepecho contempló la ciudad pensativamente.
Hacia el fondo de la calle angosta y larga, entrecruzada por inextricable red de alambres que rayaban el limpio azul del cielo, entre palpitantes hiladas de picos de gas, percibieron sus ojos la arquería de los portales grises y chatos y por entre ellos el discurrir hormigueante de multitud de personas empequeñecidas y borrosas por la distancia. De las elegantes tiendas se desprendían ambientes luminosos que alumbraban de pies á cabeza á los paseantes y arrancaban rápidos destellos de los arneses de los caballos y de las charoladas cajas de los carruajes al troto.
Allá abajo, sobre los puentes y abarcando una gran zona de la ciudad, Lima evaporaba una bruma sutil y blanquecina. Y de las encrucijadas, negras de sombras las unas, esplendentes de claridad Las otras, escapábase un rumor confuso, algo así como una respiración entrecortada y fatigosa; al oirlo pensábase involuntariamente en el gruñir soñoliento de alguna bestia en descanso. De vez en cuando, rasgando los aires con su estridente silbato, estremeciendo los rieles, un tren corría á todo vapor hacia el vecino puerto; y largos instantes flotaban en el espacio la humareda rojiza que escupía la máquina.
Un soplo de brisa refrescó su frente y le hizo mucho bien; tranquilizáronse sus nervios y un inefable bienestar invadió su cuerpo. Un gran rato respiró con fruición ese aire puro, tónico, que le enviaba el río, cuyas aguas torrentosas sentía mugir á lo lejos.
Luego sе puso á meditar melancólicamente; sus ideas eran demasiado sombrías, empapadas de inconsolable amargura y desoladoras hasta la muerte. Cogido por el engranaje de sus dolorosos pensamientos sintió exarcerbarse sus rencores hacia su esposa infiel, hacia esa sociedad egoista, escéptica é implacable con los caídos. En rápido desfile vió con los ojos del alma cuadros de infamias, de miserias y podredumbres. Entonces comprendió que había muchos hogares, como el suyo, asentados sobre movedizas capas de detritos sociales; muchas familias que, á modo de incurable lepra, perpetuaban al través de sus generaciones el bagaje hereditario de sus vicios; y modus vivendis de repugnantes adulterios consentidos por esposos complacientes ó pusilánimes. Un asco profundo le desgarró las entraña. Y volvió á sumergirse en su meditación de horas antes.
Repentinamente la estancia se iluminó con la luz eléctrica encerrada en una blanca bomba de cristal. De Chantel abandonó el antepecho y fué á sentarse delante de su escritorio. Tocó el timbre para que le trajeran café; y bebiéndolo pausadamente rumiaba todavía algunos cabos de sus anteriores pensamientos.
La luna ascendía radiosa y tranquila, bañando el horizonte con sus plácidos reflejos. De Chantel la contempló breves instantes y una sensación de voluptuosidad recorrió sus miembros; volteó la silla hacia la abierta ventana, se arrellanó perezosamente y dejando que la luz acariciara el semblante cerró los ojos como para dormir.
De pronto dió un salto y levantando vivamente la cabeza miró la pared; ahí estaba colgado el retrato de Amalia en actitud provocativa, semi desnudo el seno de sonrosado color y brillantes sus negras pupilas en donde parecían palpitar detalles de pasión. En vano el infeliz había procurado olvidar su duelo ante las bellezas de la noche; su imaginación le torturaba sin descanso representándole con rasgos seductores el rostro de su mujer. Recrudecieron entonces sus aplacados rencores; del cuadro le exasperó más
Ese retrato fué un capricho de De Chantel; él se lo obsequió á Amalia en un cumpleaños de ésta. Después de la partida de su esposa, queriendo tenerla siempre cerca de sí, lo había hecho colocar en ese sitio.
Se levantó furioso, midió la estancia á grandes pasos y cruzando las manos por detrás de la espalda se plantó con brusco ademán delante de la efigie. La miró un instante con sus pupilas ardientes de cólera; después volvió á pasearse.
Su cerebro estaba aturdido por un aluvión de recuerdos; le parecía que le aporreaban el cráneo. Tenía un andar vacilante de beodo. El desdichado se retorcía, jadeaba palpitante el cuerpo, como si nubes de avispas le clavasen repetidas veces sus aguijones.
Y decía para sus adentros, sacudido de pies á cabeza por una incontenible náusea moral que le anudaba la gargunta hasta la sofocación, que era un infame al seguir viviendo con esa mujer viciosa y cínica. Eso debía concluir le cualquier modo.
Lleno de indecible asombro trataba de explicarse cómo hasta entonces pudo consentir en su lenta degradación; y todas aquellas cotas, mareándole con el vertiginoso recordar le su memoria, se le aparecían vagamente, lejanas, olvidadas y concluídas.
Miró otra vez el retrato de Amalia; la imagen pareció sonreirle con exquisita coquetería, guiñarle los ojos con mimo picaresco.
Creyó De Chantel que ella se ufanaba de sus vergonzosas hazañas, y al punto se le encendió la sangre. Sus labios temblorosos de furor, con chasquido de fuete, silbaron más bien que pronunciaron un epíteto hiriente.
Luego transportado, espumajeante, ensebando los puños á la efigie, irguióse lleno le ira; y ganado por un formidable deseo de golpearla, de hacerla rodar á puntapiés como esas perras sarnosas, le gritó á manera de insulto, como intentando abofetearla con las palabras, esta frase nutrida de rabia: «Oye, miserable, tú eres mi señora. ¿No es verdad eso? ¡Mi señora...!»
Y encogiéndose de hombros escupió el rebato y soltó en seguida una sarcástica carcajada.
La Reina Saba
Por la real y anchurosa avenida que sombrean aromáticos aloes y tupidos sicomoros, en medio de su brillante cohorte de rudos etíopes de bronceado color y de aspecto guerrero, avanza la Reina Sabá hacia Jerusalem para conocer de cerca á Salomón, el sabio rey de los judíos. Cierran la marcha de la comitiva numerosos camellos que, balanceando gravemente sus flexibles cuellos, llevan pesadas cargas cubiertas con mantos de púrpura, fimbriados de plata, y con borlas doradas. Son presentes valiosos, esencias mágicas y rarísimas que rejuvenecerán al gastado monarca y darán glóbulos rojos á su empobrecida sangre de insaciable libertino. A guisa de obsequio para sus bellas concubinas y sus hermosas siervas, trae también la reina Sabá preciosa pedrería y ricas especias.
Sobre los fértiles campos de Israel apunta soberbio el día; Jerusalem se dora con las claridades matutinas; la cúpula y techumbre del templo se perciben claramente dibujadas en el sereno azul del cielo. Por las altas y estrechas puertas de la ciudad salen las gentes labradoras y vistas así, destacándose sobre los grises muros, indecisas sus siluetas, parecen bajorelieves asirios, de esos que exornan los monumentos funerarios.
Poco rato después, el sol asciende derramando su copiosa y cálida luz; los prados se iluminan alegremente y triscan bulliciosos los rebaños. A lo lejos, el monte de los cedros alborota su follaje á impulsos de la brisa, semejando un ángel de paz que asegurara la ventura al pueblo escogido.
Tendida de modo negligente sobre mullidos cojines, replegada al fondo del suntuoso palanquín, mecida por el tardo paso de su elefante favorito, la reina etíope se abstrae en la melancólica contemplación del paisaje, que recorta geométricamente el plateado marco de una ventanilla lateral
Mientras vislumbra en lontananza la ansiada ciudad de Sión, un tropel de tristes pensamientos la asaltan tumultuosos. Y se acuerda entonces de su querida Balkis, la capital de su reino que tanto codician las rapaces tribus del desierto; de la Nubia, envidiable botín de guerra que conquistaron la primavera pasada para su corona sus bravos etíopes, comandados por ella; y por último, desde el fondo de su alma, envía un recuerdo á su varonil hermana, la linda Makeda, cuyos certeros dardos son el terror de los enemigos y á cuyo gobierno había dejado encargado sus vastos dominios.
Pensando así, se reprocha con amargura su proceder. Se valió de un indigno ardid para abandonar sus estados; dijo que transcendentales conveniencias de sagaz política, hacían necesario un viaje suyo á la distante Jerusalem, que esa entrevista con Salomón conjuraba futuros peligros para el reino etíope.
Sus consejeros, no sospechando el engaño, aplaudieron su noble determinación y la dejaron partir bien custodiada. Su más aguerrida guardia le formó escolta durante el viaje.
Ocultando así la verdad fué demasiado hipócrita; calló el motivo que la llevaba á ver á Salomón, y se guardó muy bien de decir que estaba prendada de él, que en sus venas ardía incendiador el deseo y que iba á demandarle un heredero para el viejo reino de os bravos etíopes.
Una perlada claridad embellece la regia sala de recepciones donde
Salomón, bajo la tibia penumbra del suntuoso dosel, sentado sobre
deslumbrante sitial y en gallarda actitud, espera á su noble huésped. De
la alta puerta de entrada, toda esculpida y cuajada de bajorelieves,
hasta las primeras gradas de la luciente escalinata del trono, los
guerreros hebreos, en traje de gala, cayéndoles cumplidamente sobre las
amplias espaldas sus profusas cabelleras, forman marcial galería.
Sobre blandas y espesas pieles de Tiro, con indolentes posturas de harem, las siervas favoritas del monarca por su rara belleza, balancean con suave compás argentados pebeteros que, suspendidos de largas cadenillas, esparcen en el ambiente sus vagarosas volutas. Flota en el anchuroso salón una perfumada neblina que enerva y hace soñar. Varias de las siervas, inclinadas sobre pérsicos tapices, arreglan con minuciosos cuidados los crujientes pliegues del manto real, historiado de áureos bordados y de ricas joyas, mientras sus húmedas y cariñosas pupilas contemplan el rostro del rey con dulce embeleso
De pronto se oye el argentino son de un clarín; anunciase la llegada de la reina Sabá. Momentos después, ceremoniosa, pausada la marcha y haciendo resaltar las opulentas curvas de su formidable cuerpo de princesa etíope, avanza Sabá resueltamente en dirección al trono.
La preceden, caminando de rodillas, seis esclavas nubias, semi-desnudas, engalanadas con collares y desmesurados zarzillos, que sostienen con sus extendidos brazos grandes y extraños azafates repletos de inusitados presentes.
Dos negrillos, blanqueando entre sus rojos labios el nácar deslumbrador de sus dientes, vivaz la mirada y vestidos de encendida púrpura franjeada de oro, sustentan con delicadeza la pesada cauda de su manto de armiño recamado de flores hechas de valiosa y exótica pedrería, hábilmente talladas por los más eximios orífices del reino. De la diadema que ciñe la hermosa cabeza de Sabá se desprende tal brillo y de modo tan continuo como mareador, que á Salomón figurósele ser un arcángel rodeado de sacratísima aureola, y sin poder contenerse, deslumbrado, hipnotizado, se levantó rápidamente y le tendió los brazos ¡para estrecharla contra su amante pecho..!
Es la última noche que la reina Sabá permanece en Jerusalem;
mañana cuando la aurora engalane los cielos con sus vistosos tintes,
deberá partir para su lejano país. Sabá, devorada por nerviosa
impaciencia, reclinada en blandos almohadones, espera febril en la
soledad de su estancia, á su real amado. Van á darse el adiós de
despedida Su corazón palpita violentamente; honda tristeza le domina á
tal punto que tiene deseos de llorar.
Discretos y recatados se oyen sonar los pasos de alguien, por la galería que conduce á su camarín: es el príncipe hebreo el que llega. Así lo piensa Sabá y un destello de alegría ilumina bus bronceadas facciones. Esta entrevista viene á ser el definitivo lazo de unión entre sus dos razas: la camítica y la semítica.
Vuelan rápidas las horas; pronto alborea el día en el oriente. Bajo las ventanas del aposento de Sabá, piafan los indómitos corceles de sus guardias, y se siente un ruido de hierros que se entrechocan, precursor de la próxima partida.
Entonces la reina, arrancándose súbitamente á su amoroso ensueño, piensa en la patria distante y en su pueblo que con ansia la espera, y reprimiendo su fiero dolor, entristecida, se cuelga del cuello de Salomón y junta á sus labios los suyos húmedos y ardientes.
Y cuando el príncipe hebreo abandona la habitación, Sabá de pie y radiante de júbilo, le ve alejarse por la amplia galería, después sonríe con orgullo, arregla sus abundantes cabellos, y con acento de triunfo exclama: «¡Ahora sí están colmadas mis aspiraciones; ya tiene un heredero el antiguo remo de los bravos etíopes!»
La pur sang
Aquella tarde de carreras estaba concurridísimo el hipódromo. Como era temprano pude instalarme en un buen sitio en la tribuna de los caballeros; desde ahí oteaba todo el terreno circunvecino y contemplaba el hervir de la muchedumbre que se agolpaba alrededor del valladar, los carruajes enfilados y los caballos, cuyos jinetes distraían las impaciencias de la espera recorriendo al trote los campos circundantes.
El cielo ostentaba un azul limpio, despejado, y en el cual rielaba, hacia el tercio de su camino, el flamante disco del sol. Ni la más tenue nubecilla empañaba por la parte del oriente la acrisolada diafanidad del horizonte.
De improviso sonó la campanada de anuncio, y, al punto, ocuparon la pista los corceles que iban á entrar en liza. El concurso se removió con inquietud; todas las miradas se clavaron ahincadamente en los colores que distinguían á los jockeys que regían á los caballos. Empezaron al instante á cruzarse cuantiosas apuestas entre los aficionados. El sport subía cada vez más
Dióse la señal de partida. Los brutos arrancaron vigorosamente levantando con sus finos cascos una copiosa polvareda, que, por largos momentos, quedó suspendida en los aires hasta resolverse en ligero polvillo que se iba prendiendo por donde quiera. Al cabo de unos cuantos minutos entre clamores de triunfo y ruidosos palmoteos, jadeantes, cubiertas de sudor las lucias ancas, llegaron los caballos á la meta. Se voceó el nombre del jockey vencedor, quien fué recibido por sus admiradores con los brazos abiertos.
Uno tras otro, de esta manera, fueron llevándose á cabo los números de carreras que rezaban los programas, sin más peripecias que las consiguientes emociones de los que perdían ó ganaban en las apuestas concertadas.
Pensaba retirarme de aquel espectáculo, cuando un amigo vino á mi encuentro. Nos pusimos á charlar de multitud de cosas, y entretenidos de este modo, no reparamos en que avanzaba el tiempo y en que las carreras iban á terminar. Sólo faltaba la última, que es llamada carrera de consuelo.
Salimos de la tribuna y nos dirigimos al tren que debía conducir á los concurrentes á la capital. Pero atrajo de pronto mis miradas una gallarda amazona que diestramente manejaba una soberbia y fornida yegua, cuyos bríos, nervudas piernas y elegante estampa, denotaban su puro origen inglés.
Casi pequé de descortés al extasiarme en la admiración de la yegua, sin embargo de que la dama que la montaba era de arrogante presencia, de esbelto talle y de rostro cuya corrección de facciones le hacían agraciado y encantador; en sus ademanes fáciles, amplios, se aunaba la gentileza de sus formas con un no sé qué de imperativo y avasallador que de ella se desprendía.
Mi amigo se enteró de la aparición de esa bella mujer, y, adelantándose á la pregunta Pe pensaba hacerle, me guiñó los ojos y me dijo con alegre acento: «¡Ah, esa es la pur sang!» No acerté á comprender su extraña respuesta; creí que él no me había entendido bien; así me lo figuraba yo al ver la lastimosa confusión que hacía entre la yegua y la mujer.
Quise aclarar mi duda y se lo expresé sin ambajes No había equivocación alguna por arte suya; él, al contestarme así, aludió á la mujer. Y redondeando su explanación concluyó de esta suerte: «Esta misma noche, si tú lo quieres, serás presentado en casa de esa beldad; soy uno de sus íntimos y puedes acompasarme sin recelo. Es una mundana que hace as delicias de sus buenos amigos. Con maña puedes conquistar sus favores. Pero, en cambio, si más que á las garridas mozas eres aficionado á casos sorprendentes, hallarás en ella uno del más palpitante interés; es la víctima de una ley fatal que, al través de varias generaciones de su familia, viene marcando con sello indeleble á alguno de sus miembros. Más tarde te explicaré esto, así como el significado del apodo pur sang, con que la designan sus admiradores.»
Poco después el tren corriendo á todo vapor sobre la pradería nos llevaba á la capital Por las ventanillas del vagón columbrábanse las distantes arboledas esfumadas por el polvo y doradas por el crepúsculo. En el poniente franjas de nácar y púrpura, vivaces, inmensas, recorrían gran espacio del cielo. Súbitamente, al volver un recodo, percibimos la ciudad extendida á ambos lados del río, pintoresca, con sus torres y sus techumbres, y con su sello original de ciudad antigua y extraña.
A trechos, por entre los claros del ramaje, estampadas en las azules lejanías, veíanse distintas en sus perfiles las pequeñas casas de labor, todas blancas y de aspecto humilde. Por los sembrados, á pasos lentos, la yunta de bueyes arrastraba el tosco arado; en los establos de recias y mal unidas tablas los carneros y cabras se revolcaban en medio del estiércol seco. Los palos del telégrafo, plantados á la derecha de la vía, hacían gemir sus alambres agitados por un fuerte viento.
Cuando oscurecía llegamos á la capital. En el anden nos despedimos con un fraternal apretón de manos, citándonos para la noche en uno de los cafés más centrales.
Una vez solo me eché á andar en dirección á mi casa rumiando con calma este pensamiento: esta noche he de visitar á esa mujer, cuya historia apasiona mi curiosidad. Me prometía hacer un verdadero hallazgo, encontrarme con uno de esos casos que, puestos en letras de molde, parecen ser una creación del narrador.
A las nueve de la noche estaba aguardándole de pie en la puerta de «El Americano.» Mi amigo fué puntual á la cita, pues no me hizo esperar arriba de unos cuantos minutos. Al llegar me saludó con una leve inclinación de cabeza y sin decir palabra, me indicó que le siguiese. Recorrimos en silencio varias calles durante un cuarto de hora.
Por fin nos detuvimos delante de una puerta que daba acceso á una empinada escalera. Mi compañero franqueó el umbral y empezó á subir, yo le imité subiendo tras él.
Antes de que tuviese yo tiempo de analizar mis impresiones, me ví en una elegante y confortable estancia; en frente de mí, negligentemente reclinada en un sillón, abanicándose, estaba la dama que esa tarde había cautivado mis ojos. Si entonces me pareció bella, ahora colocada en aquella habitación lujosa y tibia, iluminada por el raudal de claridad que vertía el gas de la araña, la encontré divina. Sin poder formular una de esas frases banales con que se inicia una conversación, permanecí un breve rato, después de la presentación usual, recreando mi mirada en la mórbida esbeltez de sus formas. De pronto cobré ánimo y me puse á conversar con ella; al cabo de una hora éramos ya grandes amigos.
Deliciosos fueron los instantes que pasamos en su amena compañía; ella no omitió medio alguno á fin de regocijarnos, y entre sorbos de perfumado té y sendas copas de hummel veíamos con pesar llegar el término de aquella agradable velada.
Mientras estuve cerca de ella, deleitándome con su chispeante jovialidad, inebriándome con el aroma de su roja y húmeda boca, que realzaba la limpia blancura de sus ordenados dientes, ni un deseo carnal turbó la serenidad de mi alma. La contemplaba inerme, sosegada, llena de encantadora fe en su porvenir y satisfecha en medio de su existencia de rumbosa cortesana, y al reir lo hacía con tal inocencia, con tan cándido desenfado, que quien no estuviese sobre aviso respecto de su equivoca posición, á poco esfuerzo la hubiera confundido con la más inocente y adorable chiquilla.
A semejante linaje de reflexiones me entregaba yo al escuchar su voz suave, con entonaciones armoniosas, que poblaba el ambiente del aposento de musicales recuerdos, á par que escudriñaba en las reconditeces de sus profundas pupilas que, á despecho del velo de sus largas pestañas, derramaban un abundante haz de ofuscadores rayos. Me encantaba también de modo indecible su epidermis adornada con un ligerísimo vello y de un blanco pálido, que semejaba un antiguo marfil.
Un reloj de sobremesa dió horas. Nuestra entrevista había durado lo suficiente para ponerle término. Mi amigo dió la señal poniéndose de pié, yo seguí su ejemplo y poco después nos hallábamos en la calle.
Cogidos del brazo nos encaminamos en diección al centro de la ciudad. En aquella noche cálida y estrellada flotaban en el aire perfumadas emanaciones venidas de no se sabía dónde. Una frescura reconfortante, grata, nos azotó el rostro. Marchábamos lentamente invadidos por aquel plácido bienestar que alegraba nuestros espíritus y permitía á nuestras mentes fantasear á su regalado gusto. No me atrevía á hablar temeroso de alejar de mí esa quietud bienhechora que me poseía.
Por delante de nosotros, sin columbrarse el final, la calle se prolongaba desierta y silenciosa, iluminada por su doble hilera de faroles, cuyas luces, á medida de la distancia en que estaban colocados, tendían á entrecruzarse fingiendo hacia el extremo de la dilatada calle na vivida constelación de puntos luminosos, tanto más resaltante cuanto más oscura se mostraba la noche.
Ibamos á los barrios de abajo del puente. Un mismo pensamiento guiaba nuestros pasos: el propósito de buscar un sitio apartado, tranquilo, donde pudiéramos descuidadamente cambiar nuestras mutuas impresiones. Yo le había propuesto que fuéramos al café de «La Línea.» Mi amigo aceptó gustoso mi indicación, y por eso nos dirigimos á ese establecimiento.
Cuando llegamos al puente de piedra, el río oreó nuestras faces con una brisa sutil, húmeda. El agua con sordo estrépito, con ruidos de piedrezuelas ludidas entre sí, corría alborotada é iba á precipitarse bajo la tenebrosa arquería del puente, recamando los grises muros con finas grecas de espumas En la margen izquierda, por encima del parapeto, se parecía la masa confusa de la frondosa alameda de sauces, que se diseñaba vagamente sobre el azul sombrío del cielo. A nuestra derecha, envueltas en las tinieblas, sumergidas en el más completo silencio, distinguíase la prolongada fila de casas que por ese lado constituye la otra ribera.
Un largo rato nos paramos á contemplar el fragoroso curso del río salpicado de centelleantes regueros de claridad que á manera de inquietas sierpecillas, corrían sobre el haz de las aguas; esos reflejos partían del café de «La Línea», cuyo iluminado balcón mira sobre esa parte del Rimac.
Como eran altas horas de la noche, una opresora solemnidad se espaciaba á nuestro alrededor. La ciudad dormía en santa paz. Ni un transeunte andaba por las calles. En medio de aquella profunda calma se hacía más perceptible, casi ensordecedor, el estruendoso resonar del río.
Poco más tarde tomábamos asiento en torno de una mesita, desde la cual, gracias á las abiertas vidrieras del balcón del café, mirábamos el paisaje circundante. Pedimos dos tazas de café y una media botella de coñac. Al beber á sorbos lentos el aromático líquido, nos sentíamos embargados por una suave molicie que daba á nuestras ideas una brumosidad de ensueño. Un ardor desconocido me subió al rostro; el alcohol empezaba á encenderme la sangre. Sin hablarnos, permanecíamos ensimismados, viendo cómo refulgía la luz en el jarabe amarillento que, en el fondo de las tazas, había formado la combinación del café con el coñac.
Ya era tiempo de que mi amigo me refiriera a historia de esa mujer. Deseaba con viva impaciencia conocer el pasado de aquella cortesana. Y bruscamente, arrancando á mi compañero de su soñación, le dije:
—Vaya, ¿acabarás alguna vez de contarme a historia que me prometiste? Sé compasivo en mi curiosidad
Entonces mi amigo, sin contestarme, se sirvió una copa de licor, se la bebió de un trago y comenzó de esta manera:
—Ante todo debo mostrarte el retrato de a madre. Aquí lo tienes. (Al decir esto lo sacó de su cartera.) El parecido es asombroso ¿Verdad?
Efectivamente, mis ojos fijos en esa fotografía iban por instantes apreciando mejor las sorprendentes semejanzas entre la madre y la hija. Yo recordaba haber visto ese retrato en los escaparates de Courret. Allí se parecía ella aún lozana á pesar de sus años, fresca la piel y sin arrugas el rostro, tocada con un sombrero-gorra y vestida con un abrigo con vueltas de armiño figurando estar de viaje. Era de arrogante apostura, y el observador perspicaz á poco esfuerzo podía reparar en la expresión casi maquiavélica de sus grandes pupilas. Algo echado hacia atrás el firme busto, un brazo un tanto escorzado, aquilino el perfil de su nariz, no sé por qué se me ocurría encontrarle singulares semejanzas con alguna bestiecilla linda y viciosa
Cuando hube concluído de examinar el retrato se lo devolví, mi amigo lo puso á un lado y continuó:
—Si se rastrea en sus orígenes, vése algo así como una especie de lepra moral que torciendo las buenas inclinaciones de los individuos de esa familia, especialmente en las mujeres, los arroja por modo súbito á la sima del vicio. Yo he conocido á la abuela, y desde ella vengo comprobando este estigma hereditario.
En mis mocedades completado con otros chiquillos de idénticas aficiones que las mías, hacíamos escapadas del colegio, y guiados por el más talludito y más diestro en picardigüelas, íbamos á solazarnos á casa de esta buena señora. Empeñosamente defendía ella su belleza de los estragos del tiempo y con cold creams, pinturas y otros afeites, bien podía hacer palpitar de placer el corazón de algún mocito estudiante. Nosotros la tratábamos con respeto, casi con cariño. Tenía para nuestras juveniles imaginaciones el prestigioso encanto de su vida de vieja cortesana. La considerábamos como una especie de centón del deleite. Pero lo que más contribuyó á nuestra admiración, fué lo que se susurraba acerca de su pasado. Había quien propalaba el rumor de que ella, en época no remota, había sido dama de linaje y adinerada. De este modo contaban otras muchas cosas más.
En breves palabras resumiré lo que se decía respecto de ella. Fué hermosa como pocas, perteneció á una familia distinguida y tuvo numerosa corte de enamorados. Sagaz, sabiéndose deseada con ansia por los hombres, no se dió prisa por casarse hasta no encontrar al que verdaderamente le conviniese para marido. Como en esta clase de asuntos las mujeres tienen una penetración sutilísima, la espera no duró mucho tiempo y al fin se casó á su placer.
Los comienzos del matrimonio fueron dichosos. El marido, un italiano acaudalado, se desvivía por brindarle toda suerte de comodidades. Así corrieron los años, no muchos para desgracia de ambos. Al cabo de algunos, los goces conyugales perdieron para ella su principal atractivo. Sintióse poseída por un súbito desamor. Su esposo no hacía vibrar, como antaño, las delicadas fibras de su corazón. A la postre tuvo que confesarse á sí misma la falta absoluta de cariño hacia su marido.
Luego, como consecuencia natural, el adulterio la solicitó con todas sus energías disolventes de las más firmes voluntades. Uno de sus amigos asiduos le sirvió para el caso. Ella fué, pues, adúltera, pero sin grandes apasionamientos, sin esas brusquedades escandalosas que suministran combustible á la hoguera de la implacable maledicencia. Su cómplice, galante y discreto, supo secundarla diestramente en la trama que ella urdió para cegar los ojos de su esposo.
Nada la retrajo de sus criminales amores, ni la ternura bondadosa que le demostraba su confiado marido ni el porvenir de sus angelicales hijas, dos pimpollitos de tez pálida, ojos negros, ardientes y cabellos de un castaño claro, tirando á rubio. Siguió cada vez más impenitente como si quisiera buscar en el aturdimiento de su frenesí sensual el olvido de su delito ó el reposo de su conciencia, de cuando en cuando aguijoneada por los reproches que á ella misma le merecía su vituperable conducta.
Por fin el desvío del amante por una parte y la saciedad consiguiente á la satisfacción de un torpe capricho, por otra parte, acabaron con ese lazo infame. Sin mutuas reconvenciones, sin disputas que agriaran los ánimos, casi quedando amigos, se separaron los dos amantes. Como un hecho de antemano previsto, esta ruptura pareció no haber causado sorpresa á ninguno de los dos. Ella era sumamente orgullosa y al comprender el móvil del repentino alejamiento de su amante, disimuló la herida hecha en su vanidad hasta el extremo de poner todo empeño para romper más pronto aquellos vínculos que los ligaban.
Este desenlace vino demasiado tarde para la paz del hogar. Alguien sopló la traición en los oídos del desdichado esposo. Entonces la catástrofe, que no había ocurrido durante el imperio de la pasión adulterina, vino á estallar con la instantaneidad del rayo cogiéndola desprevenida. Era de índole pacífica el marido, pero lo sangriento del ultraje le transportó de ira, y sin reparar en nada se dejó llevar por la violencia de sus instintos echando por tierra su felicidad doméstica. Se separaron con gran escándalo. Por espacio de algunos días formaron el tema de las conversaciones. Después, al cabo de unas cuantas semanas, nadie volvió á ocuparse de ellos.
Al verse abandonada por su esposo, ella afrontó resueltamente las consecuencias de su gravísima falta. Desde luego sus bienes particulares pudieron de sobra subvenir á las necesidades de su lujosa existencia; pero con el transcurso de los años, menguada ya su fortuna, sufrió ésta un notable quebranto motivado por ciertas calamidades públicas y del cual nunca pudo restablecerse.
El porvenir se tornó entonces desesperado. Tuvo que recurrir á esas uniones temporales que, á trueque de la deshonra, proporcionan pan á los hogares desvalidos. Una vez puesto el pie en la pendiente, fácil es rodar hasta el abismo. Ella se sumergió, pues, en el vicio.
En aquel ambiente malsano crecieron y se desarrollaron sus hijas. ¿Cómo pudieron permanecer incólumes en medio de la corrupción de su madre? No atino á explicármelo. Y, sin embargo de eso, la suerte les fué propicia. Ambas llegaron á ser esposas. Más adelante te relataré cómo y por que medios sutilísimos é incomprensibles, el virus emponzoñó también aquellas almas cándidas.
No obstante esto, ella ha continuado recorriendo hasta el fin la senda de sus devaneos. Vive, á buen seguro, si no satisfecha cuando menos impasible, importándole un ardite el qué dirán.
Ahora, una vez terminada la historia de la madre, paso á referirte la de una de sus hijas, la de aquella que se llama Elvira; ocuparse de la otra no viene al caso ni aumenta en lo menor el interés de mi narración.
Elvira tiene al presento algunos lustros encima, pero compite ventajosamente en punto á hermosura, con cualquiera mujer. Quizás en repetidas ocasiones te habrás topado con ella en las calles de Lima. Es de porte altivo y de una intensa palidez que acusa un temperamento mitad nervioso y mitad histérico; pero sobre todo, lo que poderosamente atrae las miradas, son sus espléndidos ojos amplios, húmedos, de una incomparable negrura que finge una noche de tempestad
Se enlazó con un comerciante alemán, que, idolatrando en ella, supo rodearla de un bienestar apetecible. Esto no colmó sus aspiraciones ni refrenó sus perversas tendencias. Se mostró desagradecida y desleal. ¿Quién pudiera sondear con acierto en la complicadísima psicología femenina? En ese revuelto mar de las pasiones humanas, toda ciencia es vana, y toda penetración, de lamentable exigüidad.
¿Qué cosa podía llevarla al adulterio? Tenía el amor profundo, inalterable, de su marido, la holgura que da una regular fortuna, y las caricias de sus hijos que bien podían haberle servido de fuerte escudo contra las malas tentaciones; pero á pesar de todo adulteró.
El lance se hizo del dominio público. Como en casos semejantes los comentarios abundaron, y el suceso principal, glosado al antojo de cada narrador, voló por doquiera. ¿Qué desconocido impulso, qué secreta perversión mal disimulada, mueve á la sociedad á cebarse en estos hechos escandalosos? ¿Por qué nos complacemos íntimamente en escuchar su relató, aun cuando de un modo hipócrita compadezcamos á los infelices protagonistas? Porque las multitudes, aunque aparenten detestar el vicio, buscan afanosas el vitando deleite de regocijarse con sus deletéreos resultados, cual si de este modo quisieran aquietar en parte ese légamo espeso, removido, de nuestros bajos instintos, y que forma la parte innoble de nuestro sér. Hay en la sociedad algo del cerdo hozador de podredumbres, para el que tiene el pantano su atractivo peculiar.
Antes de ser severo con esa pobre mujer delincuente, debo investigar cuál es el grado de su culpabilidad en el delito cometido. Seré justo, pero no implacable.
Ella recibió de su madre un legado horrendo. En las venas llevaba, desde su nacimiento, el virus que la empujó casi de manera inconsciente al crimen. El proceso había sido lento, pero seguro.
Me la representaba en sus momentos de tremenda lucha, cuando se debatía palpitante de angustia y de terror, casi vencida por las bruscas rebeldías de la carne. Elvira se veía desfallecer devorada por el mal que mordía con tenacidad en sus entrañas. Caro pagaba ella los deslices de su madre.
Aunque pidió á la religión consuelo para sus cuitas y á la medicina lenitivo para sus sufrimientos, tanto la una como la otra defraudaron sus esperanzas. Como escollaran por todas partes las tentativas hechas para dar reposo á su atribulado espíritu, cayó ella en una honda postración.
Después de aquel aplanamiento moral vino la reacción más violenta é insoportable. Entonces llegó al colmo el delirio de sus ímpetus eróticos. En esa hora propicia se presentó el amante y la hizo su presa. Este fué un primo suyo que visitaba la casa y que era solícito concurrente á todos sus saraos.
Al principio no se dió ella por entendida de las finezas y atenciones con que mostraba empeño en agradarla su estimable primo. El, impertérrito, estrechó el asedio amoroso. Entonces ya no cupo disimulo posible.
A tan peligroso extremo habían llegado las cosas, cuando le acaeció ese extraño estado de ánimo.
Con ardorosa furia se dedicó al cultivo de esa adulterina pasión. Citas diarias preparadas con una premeditación punible, entrevistas nocturnas en los restaurants, paseos al campo en donde soltaba toda rienda á su frenesí de amor, eso y mucho más fué en cifra y compendio su vida de locuras, que por espacio de algunos meses horrorizó á las conciencias timoratas.
A este amante siguieron otros. Sin tapujos, cual si lanzara un bravo reto á los difamadores, rompió abiertamente con la sociedad y siguió impávida en la senda de sus extravíos.
Como torrente desbordado que sale de madre é inunda los sembrados vecinos, ensanchó
Elvira el ámbito de sus hazañas. Se contaron de ella las más peregrinas é inverosímiles historias.
La infeliz era una mísera esclava de sus desordenados apetitos exacerbados por el impulso atávico; así, lo que en la madre había sido una falta, tal vez disculpable, en la hija, merced al trabajo sutilísimo de la herencia, se convertía en una propensión morbosa que revestía los caracteres de un hábito. Hubiera podido afirmarse que esa mujer adulteraba casi por costumbre, obedeciendo á titánicas exigencias de su neurótico organismo.
En el alambique humano los productos primitivos tratados por cierto estilo y en combinación con otros de distinta índole, pero de diversas propiedades cuando todos ellos se fusionan, dan origen á uno nuevo y muy diferente, algo á modo de esencia dupla, si se me permite la frase. Eso precisamente había sucedido en el caso de Elvira.
Nunca pude explicarme cómo este matrimonio continuó subsistiendo, á pesar de las depravaciones de la esposa. Quizás voluntariamente el marido cerró los ojos á todo, con sintió de tácita manera á trueque de no turbar el reposo de su hogar
Con los años vino el olvido. Más tarde, pocos recordaron la pasada existencia licenciosa de Elvira. Por otro lado, el tiempo imprimió en su belleza destructoras huellas y aplacó también sus juveniles ardores. Ella experimentó un súbito cambio; entregóse con inusitado fervor á las prácticas religiosas, y al ver el fuego con que lo hacía, alguien hubiera podido figurarse que buscaba en la devoción el perdón de sus culpas.
De los hijos que tuvo, sólo le quedó una chicuela linda como un sol Rubio hasta cegar el abundante cabello, limpiamente azuladas las pupilas, de nieve y rosa el rostro, era Emma de admirable hermosura. Pronto creció la niña aumentando más en encantos y oscureciendo por completo la decadente belleza de su madre.
Al presente no me resta más que contarte la historia de Emma, la pur sang como le llaman sus amigos íntimos. Para llegar hasta ella me ha sido preciso referir antes lo que acabas de oir. Ahora le toca el turno á la nieta
Dentro de breves instantes terminaré, pero voy á descansar unos segundos, mientras bebo otra taza de café.»
En tanto que mi amigo apuraba su taza de hirviente café, yo salí al balcón y me puse de codos en la baranda. Hacía un tiempo sereno, claro, con un cielo muy azul y un horizonte de lechosas transparencias. Poco más tarde, refrescó el ambiente, y un vientecillo crudo salpicó con fuerza en las mejillas.
De repente un lejano reloj dió las tres de la madrugada. La luna apareció entonces; su disco enorme, radiante, semejaba una grandiosa perla prendida, á modo de regio adorno, en la vaporosa gasa de la noche. Los sauces de la ribera se decoraban con reflejos de plata. Los edificios fronterizos á mí, bañados en oleadas de luz, acinados en confuso amontonamiento, traían á la sobreexitada imaginación melancólicos recuerdos de ciudades antiguas, perdidas en lontananza de las muertas edades. Y repetí maquinalmente el verso aquel de Banville: «Messina est une ville étrange et surannée.» Ciertamente, así se me figuraba Lima en esos momentos de dulce tranquilidad.
A mis plantas el río, alborotando sus linfas, fingía á mis ojos una hirviente disolución de nácares. Sobre la diáfana lejanía el Puente de Balta recortaba con vigor la masa gris de su construcción. Una sugestiva molicie se desprendía de todo el paisaje sumergido en la deliciosa calma del nocturno sueño. Largo rato bebí con fruición el hálito embalsamado de esa noche de paz.
Sentí que me llamaban: era mi amigo que quería proseguir su relato Volví á sentarme y me dispuse á escucharle.
Entonces él, continuando, siguió de esta manera:
«Cuando Emma fué pequeñita, sus parientes la abrumaron con caricias, la mimaron hasta lo inverosímil y deseosos de que ella tuviera una esmerada educación, aconsejaron á sus padres que la pusieran en uno de los mejores colegios. La colocaron en el instituto de San Pedro. Fué una elección acertada, porque las madres educadoras, que en achaques de enseñanza son habilísimas y que llevan su maestría hasta el extremo de hacer un estudio especial de las aptitudes personales de cada una de las educandas, así como de su posición social, en pocos años la devolvieron á su familia, nutrida de conocimientos y de otros muchos primores.
Después hizo entrada en el mundo que frecuentaban sus padres. Obtuvo un éxito estupendo y una nube de admiradores se prendó le sus gracias y encantos. Festejada, dichosa, viéndose en el apojeo de su triunfo, cualquiera pensará que ella trató entonces de buscarle un marido que fuera de su pleno agrado; pero no hubo tal cosa. Lejos de eso, apartó de sí con visible enfado á la turba de sus enamorados, le entre los cuales nunca intentó ella escoger esposo.
Prefirió mirar cara á cara su porvenir; y aunque se había guardado á su alrededor la más cautelosa reserva para que nada del borrascoso jasado de su madre le fuera conocido, sin embargo, á despecho de tales precauciones, la insidia humana no aplacó sus rencores: la infeliz supo todo de corrido y de un modo brusco. Era que alguien se había complacido, con malévolo gozo, en narrarle la vergonzosa historia le sus ascendientes.
Aun cuando ni una palabra se le hubiera dicho, ya había presentido algo. A veces, vagamente, sentía extrañas opresiones, desvanecimientos instantáneos, mortales cansancios que le ponían los pelos de punta y le hacían sufrir como una azogada. Todos estos singulares síntomas la alarmaban mucho, á par que la sumían en un mar de espantosas confusiones. Después este á modo de incógnito mal fue precisando sus caracteres, acentuando sin matices, como si se aprestara á declararse con brutal franqueza.
No aguardó mucho. Al principio la enfermedad se infiltró en su sangre con suave lentitud, luego hizo su aparición de golpe y poco después asumía las apariencias de una verdadera crisis. Entonces en medio del paroxismo del dolor, tuvo una repentina intuición: fué así como un copioso chorro de luz que rápidamente iluminara la densa oscuridad.
Con amargura se reconoció perdida para siempre. La herencia se cebaba también en ella como lo había hecho con su desventurada madre. Al comprender esto, un rugido de rabia se escapó de su pecho. En su interior se rebeló contra ese terrible decreto del destino. Encontrarse joven, hermosa, dispuesta á saborear los goces de la vida, y no poder hacerlo por estar irremisiblemente condenada á la voracidad de la repugnante hidra del vicio. Por eso su desesperación no tenía límites.
Cuando su espíritu se calmó, le sobrevino la reflexión y se puso A meditar sobre su sombrío porvenir. Se remontó hasta la historia de tu abuela, y uno á uno, evocados por su febril fantasía, pasaron por delante de sus ojos, agrandados en sus proporciones más saltantes sus detalles, todos los cuadros de infamias en que había sido testigo, agente ó paciente su antecesora. Tuvo una sensación de espanto y cerró los párpados para no verlos; pero al través de ellos, con rasgos luminosos, percibía el rostro de su abuela, un poco avejentado y de plácida expresión, que le sonreía con ternura. Se apretó las sienes con ambas manos pugnando por arrojar de sí esas horripilantes imágenes, cuyo veloz desfile le mareaba. Como si esa presión avivara la nitidez de las visiones, éstas se ofrecieron entonces á su vista más fulgurosas. Quería gritar y no podía. De su garganta solamente salía un sordo ronquido.
En seguida colmó su angustioso desvarío un nuevo tropel de escenas que acudió á su desvanecida mente. Reconstruyó con ayuda le él la pretérita existencia de su madre. Vió reproducidos con palpitante realidad todos aquellos lances de ignominia en que había ido actora aquella mujer.
Después un humo espeso echaba un vela obre esa horrenda teoría, y antes de que desapareciera todo, surgía del fondo blanquecino un punto de fuego de una brillantez ofuscadora, que se desenvolvía luego en una multitud de rayos que formaban como una especie de fúlgida aureola. En su centro, Emma reyó contemplar su rostro hermoseado hasta la transfiguración, con sus pupilas hechas un par de relucientes zafiros. Su rubio cabello caía en desbordante cascada de oro sobre su cuello. Aquella apoteosis ora la suya, pero al mismo tiempo pensaba Emma que allí resplandecía ella como una soberbia flor del vicio.
Entonces se resignó con su sino, ocultó la cara entre sus manos y lloró largo rato en silencio.
¡Cuán pasmoso no sería el asombro de los altos círculos sociales á los que Emma concurría, cuando supieron un día que ella había abandonado el hogar de sus padres en compañía de un amante! Nunca se acertó con la solución de este enigma. Algunos atribuyeron el suceso á uno de esos caprichos de joven mimada que á la postre producen irreparables consecuencias. Otros sólo vieron en ese acto de Emma un tic de muchacha nerviosa.
Su carácter franco, siempre en perpetua guerra con los convencionalismos sociales, rechazaba la falaz hipocresía del mundo. Comprendió que ella no podía ser una esposa honrada ni una amante fiel, y antes de manchar el tálamo nupcial con el adulterio, eligió la vida libérrima de la cortesana.
El primer paso lo había dado fácilmente, escapándose con uno de sus admiradores. Desde ese momento principió para ella una nueva etapa. Toda su vida anterior la consideró como un sueño.
Emma rayó á gran altura entre las mujeres de ese género. Sus cenas eran reputadas como las mejores. Delirante de gozo, trajeada con las más ricas y vistosas telas, aturdiendo la ciudad con el estrépito de sus fiestas, así vió trascurrir algunos años.
Cuando Emma ponía punto final á esta serie de locuras, la conocí yo. Desde esa vez fuimos cordiales amigos. Recuerdo una ocasión en que ella, espontaneándose conmigo, me contó su historia, la misma que acabo de narrarte.
Ahora concluiré refiriéndote el origen del apodo que lleva. Fué al terminar una comida, entre los ardorosos brindis de los comensales, cuando la bautizamos. Se hablaba de caballos, pues precisamente todos nosotros habíamos asistido á las carreras de esa tarde. Uno elogió las gracias y la admirable resistencia de la yegua que había ganado la copa de oro. Otro ponderó también los triunfos de la madre de la yegua, que dijo ser de pura sangre inglesa, terminando así: ¡Ah! les aseguro á ustedes que estos animales pur sang valen un tesoro; yo siempre apuesto por ellos.
Entonces uno de la reunión soltó una carcajada y encarándose con Emma, agregó á modo de comentario: ¡Eh, Emma, como tú que eres una pur sang! Y volvió á reir con más júbilo. La frase tuvo un éxito colosal y dió la suelta á la mesa entre los aplausos de los concurrentes. Para hacer más chusca la humorada, yo arrojé sobre su pulcro y redondo seno ni copa de champagne; así quedó Emma bautizada.
Ella no mostró el menor enfado y pareció complacida. Un breve instante vagó por sus finos y purpúreos labios una encantadora sonrisa.
Con estas palabras terminó mi amigo su largo relato. Le dí las gracias por su amabilidad y juntos salimos á la calle. El frío de la mañana nos hizo estremecer. Al cruzar el puente solitario á esas horas eché una mirada al río.
Entonces admiré un espectáculo sorprendente y del más lindo efecto; diríase que era un cuadro de magia. Una niebla transparente, sutil, había descendido sobre el agua que corría quieta sin el más ligero repliegue en su nacarada superficie; después dejando al río libre había ido á amontonarse en ambas riberas formando allí unos simulacros de muros que á la luz de la luna brillaban con el esplendor de la nieve.
Sobre cada uno de ellos, mis deslumbrados ojos se figuraron ver, reclinadas en abandonada postura, en plena desnudez, á la madre y á la hija La primera, me parecía que esquivaba las miradas como tratando de buscar un refugio entre la niebla; en cambio la segunda, la hija, se mostraba á todos sin pudores estudiados, adorable en la blancura de sus carnes, con ingenuidad deliciosa que hacía, involuntariamente, pensar en la inmaculada corderilla tendida sobre el ara del altar, siempre dispuesta al sacrificio!...
El incendio de Persépolis
Brilla como ascua de oro la gran sala del festín y solícitos discurren los servidores llenando de aromático vino de Naxos las cráteras de los numerosos invitados Alejandro obsequia de este modo á sus oficiales en su nuevo palacio de verano, situado á inmediaciones de Persépolis.
Se canta, ríe y bebe al abrigo del vasto recinto decorado por los más eximios pintores del reino, alumbrado por lámparas de oloroso aceite y perfumado por las más fragantes resinas que se queman en plateados pebeteros de artísticos nieles. El Asia es pródiga para con u soberano, y las carabañas se internan en remotas regiones á fin de traerle selectos regalos.
Se sientan alrededor de la mesa bellas mu eres, las hetairas y pallakas más célebres de la Grecia, pues el gran rey ama como pocos los encantos de las hermosas. Entre el concurso femenino que alegra los ánimos con el grato colorido de los xistones, descuella la incomparable y altiva Thaïs, que con una mano sostiene en lo alto una crátera, mientras su brazo izquierdo se anuda al cuello de Alejandro.
Pero aquella noche un amargo pesar entristece al monarca, y no bastan á regocijarle ni las músicas de los instrumentistas venidos de todos los países y que ejecutan hábilmente, ni las refinadas caricias de su querida Thaïs. Sigue, imperturbable, entregado á su melancolía que aumenta á medida que bebe mayor cantidad de vino. Sueña con heroicas hazañas, con ejércitos invencibles, que escalan altísimos montes, empeñados en conquistar el cielo; pero un tenaz remordimiento le atenacea el alma: la muerte de Clito. Y piensa con dolor que al asesinar á Clito mató para siempre la paz de su espíritu; y en medio de la embriaguez siente, á impulsos del recuerdo, que sus pupilas abrillantadas por el licor se nublan de abrasadoras lágrimas que se secan sin brotar, y el rey conoce, adolorido el pecho, que ya no puede llorar.
Sobre su frente, empalidecida por el sufrimiento y surcada por precoces arrugas, arroja densa sombra el pesado casco, en cuya cimera se yergue amenazador, horriblemente abiertas las fauces, un escamoso y alado dragón que enrosca hacia arriba su afilada cola.
Los cortesanos reparan en la sombría preocupación de Alejandro, y hacen señas al copero mayor que, ceremonioso y grave, está de pie al lado del monarca. Repetidas veces se llena y vacía la crátera real.
Thaïs quiere también distraerle, y balanceando su fino torso, se inclina sobre el hombro del Rey, junta á su rostro el suyo, que ha hecho la desesparación de los más afamados artistas atenienses, y le habla al oído con tierna voz.
Alejandro apenas si contesta, continúa pensativo, hosco. De súbito una llamarada fulgura en sus adormilados ojos, y ensayando una ligera sonrisa dice con triste acento: «Hermosa Thaïs, vas á cantarnos la «Destrucción de Troya», por el divino Homero.» La hetaira lo mira desconcertada sin que acierte á explicarse la causa de tan raro capricho. Ella lo esperaba todo, menos peticiones de esa clase.
¿Por qué desear oir canciones guerreras, cuando hay alegría en los corazones y lindas mujeres alrededor de la mesa? ¿Qué tiene que hacer la Iliada con las dichas del presente festin? Así piensa Thaïs, requiriendo la cítara para complacer al monarca.
Entonces orquestas invisibles rompen á toar acompañando la gemidora voz de la hetaira y un soplo de tristeza pasa por encima de los comensales; más de uno piensa para sus adentros que es tontería echar á perder de esta manera las dulzuras de una suculenta comida rociada con abundante Flionte. Y detrás del muro de verdura situado en el testero del salón se escucha cantar á los coros de esclavas. Bruscamente se detiene Thaïs y clava ceñuda la vista en un punto del lejano horizonte.
Desde su triclinio, al traves de las amplias ventanas, vislumbra la famosa Persépolis, residencia en otros tiempos de los reyes persas. Al contemplarla, prende en su cerebro un maquiavélico pensamiento, y por breves instantes se recrea con él: ha ideado incendiar la ciudad. Y se fragua, llena de cruel delicia, el soberbio espectáculo de ver á Persepólis ardiendo al compás de sus versos.
Ella no aborrece á los persas hasta el punto de querer reducir á cenizas su capital; pero recuerda con rasgos de palpitante colorido la escena del incendio de Atenas por el altanero Jerjes y, como justa represalia, reclamada por su dignidad de griega amante de su patria, devolverá incendio por incendio. Para el logro de sus planes cuenta con su poderoso influjo sobre el monarca, que no sabrá resistirse á su vehemente súplica.
Contribuye á afirmarla en su propósito la sospecha de que Statira pretenda disputarle el corazón de Alejando y, sintiendo horribles celos, no titubea ya; sella con sus húmedos labios los ardorosos del rey formulándole claramente su voluntad:
—¡Incendia Persépolis, amor mío!
Al oirla, Alejandro hace un rápido movimiento de asombro y mueve negativamente la cabeza. Thaïs no se desanima y vuelve á la carga con acento apasionado, vibrante de entusiasmo, mientras sus miradas cálidas, trastornadoras, intentan doblegar al monarca; comprende que va á escollar su tentativa, pero de repenté se le ocurre un medio salvador: coge las manos á Alejandro, le contempla con decisión y le dice con gesto imperativo:
—¡Elige entre la ciudad y yo!
Luego abandona su asiento con ánimo de partir.
Entonces el Rey vacila ante la amenaza de Thaïs y, blando al ruego de su amada, da la orden fatal. En seguida apura su crátera é inclina la frente ahogando un suspiro de remordimiento. Entretanto multitud de esclavos salen veloces á cumplir los deseos de su señor.
Al cabo de una hora, Thaïs baila semi-desnuda y provocativa en
medio de los invitados, que aplauden con furor; la hetaira está ebria de
vino y felicidad. Como se halla contenta, arrulla al auditorio con sus
más armoniosas canciones y le prodiga sus más hechiceras sonrisas.
En un rapto de locura pulsa la cítara, corre hacia una de las ventanas y, recostada en ella, vuelve á cantar el poema de Homero. A medida que se escapan de su garganta las notas, la sobrexcitada imaginación de los oyentes va construyendo toda una serie de cuadros de desolación y espanto.
Y cuando estallan incontenibles y estruendosos los aplausos, ve la reunión, sofocando un grito de terror, á Persépolis ceñida por un cinturón de llamas. La ciudad arde como voraz hoguera; hasta el cielo ascienden trombas de humo salpicadas de fúlgidas chispas. Ante este espectáculo todos callan horrorizados.
Thaïs mira satisfecha á su alrededor. Está complacida de su triunfo y para dar un tinte poético á semejante escena, entona con doliente acento, con modulaciones de llanto, la Iliada. En aquella ocasión, débilmente iluminada por los resplandores del lejano incendio, tiene su voz extrañas sonoridades que evocan la tragedia y el funeral. Cuando ella concluye, Alejandro, sacudiendo la pesada embriaguez que le domina, hipnotizado por su avasalladora hermosura, la contempla sumergido en amoroso éxtasis.
Alabastrina
Alabastrina, la hermosa gata favorita de Edgardo, se despereza soñolienta, destacando la suave blancura de su piel sobre la seda escarlata del canapé. El la contempla envolviéndola con una mirada acariciadora y bondadosa Un artístico péndulo, gallarda imitación de templete bizantino, que adorna el jaspeado mármol de la chimenea, marca dulcemente las horas. La luz de las arañas, fantaseadoras, reluciendo en las talladuras de los muebles y atenuando el fuerte colorido de los tapices, entibia el ambiente poblando la cabeza de extraños ensueños y dando á los objetos contornos vagos é indecisos.
Edgardo, aquella noche, como de costumbre, se entrega á sus bizarras fantasías; es el heredero de la refinada neurosis de su madre que murió joven, consumida por extravagantes raptos de misticismo; y de su padre, un perpetuo turista, que viajaba todos los años de los Alpes á Italia, y de ésta á la Rusia, sin emplear en nada su actividad, tenía esa pereza aburridora que iba gastando sus energías físicas. Y luego, cuando pequeño lo colocaron en un seminario, donde frailes de rostros pálidos y afables le rodearon de mil cuidados, evitándole todo exceso intelectual y procurando educar su espíritu conforme á los nobles principios de la moral cristiana. En unos infolios forrados en grueso pergamino y adornados con efigies en colores de santos y vírgenes, aprendió raras teorías de sacrificio y renuncia de los bienes terrenales. Su alma de adolescente ardió en místico entusiasmo por los desheredados, por los que, cubiertos de harapos y úlceras, mueren abandonados; soñó que era el hermano de esos infelices, el médico benevolente de esos enfermos.
Pero todo eso no era más que delirio de su espíritu generoso, sordo atavismo de su madre, que resucitaba en el fondo de su ser desarrollado por el medio ambiente del convento. Tampoco tenía contracción para el estudio; cada tentativa para atacar aquellos libracos le causaba dolorosos esfuerzos; y en ese horror á todo lo que fuera trabajo serio, continuado, revivía el temperamento de recalcitrante vagabundería que caracterizó á su progenitor.
Después en medio del aturdimiento de la vida, junto á lindas mujeres que le ofrecían sus encantos en cambio de su brillante juventud, sintió implacable la punzada del hastío, que le hizo huir de esas dichas que le causaban. Pero lo estraño era que su cansancio no provenía de la saciedad, menos de la monotonía de los placeres de nuestra existencia; sino de un singular pensamiento que en largas noches de mortificación había brotado en su cerebro: «de la inutilidad del esfuerzo humano».
Creía él que nuestra vida no era otra cosa que una bizarra fantasmagoría; que nos deslizábamos entre sombras repitiendo cada uno de nosotros eternamente los mismos gestos; en una palabra, el mundo era un vasto teatro de marionetes parlantes.
Si todo movimiento produce un esfuerzo y este causa el dolor, el mal; ¿para qué agitartanos, para qué obrar, si esto ha de acarrearnos el sufrimiento? Suprimid todo esfuerzo y habréis concluído con el dolor. Por eso Edgardo pensaba que en el reposo, en la inactividad cuasi absoluta, era en donde podía encontrarse, si no la dicha, por lo menos la ausencia del dolor.
Y ahora dominado por una laxitud de harem, tundido muellemente en un diván, se pasaba las veladas en su tibia y perfumada estancia, arrullado por el áspero ronquido de su gata, y contemplando los arabescos de oro que con luminoso perfil resaltaban en el fondo azulado del techo. Al través de los vidrios de las ventanas, como rápidas exhalaciones, pasaban las fugitivas luces de los carruajes; uno que otro vendedor retrasado turbaba con su plañido lastimero el misterioso silencio de aquella noche.
Poco después Alabastrina se irguió, encorvó su satinado dorso, y,
paso tras paso, dejando ver sus filosas uñas, se adelantó zalamera
hacia Edgardo; y una vez sobre sus rodillas, poseída de extraña ternura,
apoyó sus dos blancas patas sobre el pecho de su amo, clavando en sus
pupilas, las suyas, fijas, redondas, impenetrables, en tanto que su
espesa cola ondeando suavemente parecía un suave resplandor de nieve.
Luego de un salto se colocó sobre una mesita cercana y sentándose
gallardamente junto á un vaso lleno de absintio, permaneció largo rato
contemplando el verde licor que arrojaba sobre su cabeza un ligero matiz
de esmeralda.
En el fondo de la habitación, tallada soberbiamente en mármol negro por la habilidad artística de un amigo escultor, guardaba Edgardo, cubierta de gasas rosadas, una Esfinge, cuyos ojos caprichosamente formados por el lapidario, con crisoberilo, cimofana y zafirina, lucían con reflejos acuosos y malsanos.
La gata, arrastrándose sobre la alfombra, se encaminó hasta la Esfinge y encaramándose sobre la cabeza del monstruo, casqueado de oro, empezó á describir complicados círculos, mientras sus pupilas fulguraban enigmáticas y cabalísticas.
Edgardo la miraba hacer, acompañando con una sonrisa bondadosa sus jugueteos de animal favorito. El reloj dió en aquel instante tres campanadas; ni el más ligero rumor turbaba la serenidad encantadora de aquella noche; en la chimenea crepitaban los troncos de leña llameando vivaces El ambiente cálido, perfumado con pastillas aromáticas que se quemaban en pequeños platillos de nikel, invitaba al sueño.
Más tarde extinguidas las luces de la araña, Edgardo, ligeramente
iluminado por la trémula claridad que despedían los troncos de la
chimenea, antes de dormirse, dedicó algunos minutos á sus raros
ensueños. Y volvía á pensar en aquel imaginario estado de felicidad de
los hombres, una vez extirpado el dolor. El se sentía hermano por el
vínculo de la desdicha de todos los que sufrían: la conmiseración era la
base de su altruismo. Deseaba el quietismo inalterable ante los bienes y
los males. Aquí nos desgarramos mutuamente, pensaba él; cada uno de
nosotros es un terrible adversario de los demás: somos como los galeotes
unidos por la misma cadena de pesares; nos detestamos cordialmente; y
es porque luchando con penosos esfuerzos creemos más felices á los
otros. La resignación, la mansedumbre del claustro, el dejad pasar
de esos pobres frailes mendicantes, era el único antiséptico para esos
males. Kempis en su Imitación y Schopenhauer con su pesimismo llegaron
al mismo fin. Budha y Cristo fueron almas purificadas por el
sufrimiento.
Pero, ¿para qué crear un mundo semejante?-No valía la pena que Dios hubiese salido de su reposo absoluto para dar existencia á este infierno; ¿no era fácil extinguir todos los dolores haciendo estallar al globo? ¿Dónde estaba el intrépido anarquista que consumara esa obra benéfica?
No; esos medios violentos debían de abandonarse; extinguido el dolor en este mundo continuaría atormentando en otros á los demás seres; poco se habría alcanzado entonces. Era preciso habituar al hombre al sufrimiento desde niño, educar el espíritu en esa enseñanza, determinar en él la anapatía, es decir, la ausencia del dolor, y cuando, mediante esa terapéutica moral, el ser humano, consciente del mal, lo sufriese sin sentirse impresionado, sin que estallasen en él esas rebeldías que ponen de manifiesto su miseria, entonces habríamos alcanzado el amorfismo intelectual, la gran liberación y la muerte, despojada de todo ese aparato de horrible y repugnante, seria considerada como la fiel amiga que rompe solícita cadenas insoportables.. «Oh dulce muerte! ¡Diosa compasiva de los desventurados! ¡Bien amada de los enfermos, ven á mí!» murmuraron finalmente los labios de Edgardo. Una claridad brumosa empezaba á filtrarse por las rendijas de las ventanas. El reloj dió las cuatro y media.
De repente Alabastrina, abandonando de un salto la cabeza del
monstruo, fué á posarse sobre una mesita y allí, sentándose sobre sus
patas traseras, erizados los pelos y lanzando llamas verdosas por sus
redondeadas pupilas, pareció gesticular, modulando fúnebres maullidos.
La Esfinge, en su actitud clásica, fija y serena la mirada, esbozaba una
fina y excéptica sonrisa ante los reproches de la gata. Era siempre la
implacable divinidad que gusta devorar cerebros y desgarrar ansiosa el
alma de los que aún creen en la Ciencia y en la Fe.
La frente de Edgardo se arrugaba; penosos estertores de una pesadilla congojosa dilataban su pecho y un sudor abundante corría por sus sienes; el desgraciado escuchaba ese diálogo terrible y simbólico en aquella estancia escasamente alumbrada por la mortecina claridad de la chimenea y la naciente de un día estival.
Por fin se despertó Edgardo, dió unos cuantos pasos, todavía turbado por los vapores del sueño, y abrió las ventanas para que penetrara alegre la luz del nuevo día; junto con los pétalos de las flores entraron también las perfumadas auras del jardín. Contempló á la Esfinge y acarició á su gata; luego, dirigiéndose al monstruo, que parecía mirarle imperturbable, dijo. «¡Detente aquí, Esfinge!...» Y á la gata: «¡Sé siempre el sostén del hombre, Mujer!...»
Y volviendo á tenderse en el canapé encendió un cigarro, saboreando voluptuosamente las bocanadas de humo que ascendían vagorosas, espiritualizadas, como sus ensueños...
La Sra. Marionnette
Fué aquel un crepúsculo luminoso, desfalleciente, que llenaba el espíritu de honda melancolía. El cielo plácido, puramente azulado, rasgueado por el incierto vuelo de alguna retardada ave, se extendía sobro nuestras cabezas. A lo lejos, por una abierta ventana, veíamos pasar los carruajes, bulliciosos, naciendo retemblar las piedras.
Bebíamos cerveza con lentitudes de sibarita. Y en los polvorosos aleros de los edificios los dorados reflejos de un sol poniente.
Adoptando una muelle posición levantó su pálido rostro en el que un temprano é incurable hastío había dejado dolorosas huellas, y con su voz dulcemente triste, un tanto cansala, empezó mi amigo así:
—Es al concluir la gran calle que, tortuosa, conduce á la Exposición, donde ella vive. Casi todas las tardes, negligentemente apoyada en su balcón contemplando el desfile de los paseantes solía verla yo. Y horas enteras, trajeada de rojo, se estaba allí con su actitud de ídolo inciensado, con su extraña sonrisa de Astarté-Astaroth, mientras á sus pies, ensordecedores con su áspero traqueteo ritmado por el chillador silbato del conductor, los sucios y pesados tranvías se deslizaban arrastrados penosamente por Hacas bestias. En aquella gente que se apiñaba en las banquetas, sudorosa, tostada lentamente por el sol, clavaba ella sus miradas de hembra ansiosa.
¿Por qué había reparado yo en ella? No sabría explicármelo. Pero en medio de mi neurosis incomprensible, monstruosa mezcla de refinadas depravaciones y delicadezas femeninas, tengo un instinto altamente desarrollado: el de la curiosidad; es la mía una curiosidad intensísima, casi mórbida, que me exaspera y arrastra con irresistible fatalidad en pos de todo lo que impresiona mis sentidos. Y me ha sucedido permanecer largo espacio de tiempo abstraído en el estudio de una nimiedad que á otros no les habría hecho perder un solo instante. Otras veces un sutil hilo de araña, temblando delicadamente, retorciéndose á impulsos del aura, me ha valido algunas horas de profundas reflexiones. Un simple lampo de luz agitándose en la pulida superficie de un trozo de metal, un claror fuyente en una puerta vidriera, una nadería, en fin, irrita mis nervios y reclama mi atención con enfermiza tenacidad. Después, vuelto á mi estado normal, que dan mis miembros lasos é incapaces para la menor fatiga, y hay en mí un amargo pesimismo que me hace odioso lo que veo.
Quizás á esta singular disposición de ánimo debíase el interés que supo despertar en mí. Cada vez que pasaba por delante de ella me complacía en admirar su torso opulento, modelado, amenazando hacer estallar su ajustado polquin; sus caderas amplias, carnosas en a plena madurez de sus treinta y tantos años; su cuello corto, grueso, cruzado por venas de vigorosa sangre; y su ancha y poderosa cabeza que le daba una vaga semejanza con Semíramis, la reina cruel y voluptuosa. Su piel era suave, fina y láctea.
Pero lo que más me seducía eran sus pupilas redondas, sombreadas por largas pestañas, un tanto felinas, adornadas con un leve resplandor esmeralda; y sobre todo su sonrisa insinuante, sugestiva, casi prometedora que hacía resaltar las prematuras arrugas de su rostro de mujer casada.
A pesar de mis escépticas creencias y de mis sistemáticas negaciones de todo lo bueno, amable y bello, llegué á enamorarme perdidamente de esa mujer. Y fué la mía una pasión muda, casta. Hastiado de los placeres que se compran, llevando en mi alma el amargor del absintio bebido en las crapulosas orgías, enfermo, gastado, quise adorar en ella, no la carne avasalladora, brutal, exigente, sino ese feminismo tenue, casi intangible, omnipotente, redentor, que transforma á la mercenaria en la Virgen Madre salvadora de los desesperados, de los blasfemos
Hacía tiempo que deseaba amar con esa candorosidad ingenua del púber, con ese gracioso abandono del niño. Me lancé irreflexivo en la región de los ensueños. Y fueron mis ensueños perfumados, plenos de dulces cántigas, bajo enramadas murmuradoras, lejos del mundo, viviendo ocultos, enamorados, siempre el uno en brazos del otro. Y en las noches diamantinas, frescas, errabundeábamos por los campos sintiendo reconfortados nuestros organismos con los sanos olores del heno y de los trigales ¡Qué tranquila se desliza así la existencia sin rencores ni pasiones!
Me dijeron que era casada. No me importaba aquello. Yo no iba en pos de una mujer, sino tras un alma que, batiendo sus inmaculadas alas cabe mi ardorosa frente, alejara de ella todas las ignominias de mi mundana vida. Tú crees que el adulterio con sus vergonzosas inquietudes me encantaba. No; buscaba con la fe del creyente, con la santa decisión del convicto, la ternura de la hermana, casi el cariño bondadoso de la piadosa madre. Yo era un pobre sediento que reclamaba mucha agua pura y cristalina para refrigerarme
Y á solas con ella en la discreta penumbra del boudoir, juntos nuestros cuerpos en el muelle diván, entregados á las inocentes fruiciones de un amor casi divino, apenas si tembloroso, temiendo mancillarla con mi aliento impuro, hubiérame atrevido á besar sus blancas mejillas de diosa sonriente.
Te causará gran extrañeza escuchar de mis labios todos estos ridículos transportes de una pasión cursi.
Pero sumérgete como yo en el fango; gasta tus energías morales en el vicio espantoso, devorador como un Minotauro; desciende, tambaleante, asqueando, en la sentina de nuestra moderna sociedad; respira ese hedor de podredumbre y de cosas viejas, arrumadas, que se siente en medio de ese pueblo que llaman sano, vigoroso, los ignorantes; y entonces, despertándose en tí un santo horror creerás en Dios, en la Virgen María que clamante, generosa y fecunda Isis, intercede por nuestra salvación y en el amor, agua lustral para nuestras almas enfermas.. ¡Ah! Es una desgracia irremediable nacer sensible, delicado, en un medio como éste, egoista, frío destructor de todo lo que se levanta sobre lo efímero y práctico de la vida humana The struggle for life, despiadada, imperiosa, destroza implacable as más caras ilusiones. Me voy sintiendo fatigado; soy de los vencidos, de aquellos que hechos despojos, faltos de energía, van no se sabe á dónde. Me iré al fondo, muy al fondo, como los muertos náufragos en busca de una sepultura sombría, movediza, como mi agitada existencia...
Transcurrieron algunos instantes de cruel y doloroso silencio. Llegaba la noche tendiendo recatada sus mallas de sombras. Cesaban los ruidos callejeros. Después recomenzó con indefinible amargura, el narrador.
Ella burló mis halagüeñas esperanzas ensombreciendo más mi espíritu. No era la esposa pura, maternal, de la que me había forjado un ídolo sino la mujer tornadiza, concuspicente, que se entregaba con cínica impudencia á un imbécil más hermoso que su marido
Aquella noche sufrí humildemente. Celos rabiosos, investigadores del crimen, como aves carniceras me mordieron prolongadamente en el corazón. Oscurecía Las sombras invadían las fachadas. Los picos de gas con penoso temblor, palidecientes, resplandecían como al través de vaporosas brumas. En los techos los vidrios de algunas altas claraboyas, se incendiaban con los postreros destellos de un sol muriente... El crepúsculo era triste, desanimado. Se sentía uno melancólico, friolento...
¿Qué desconocido impulso me condujo cerca de su casa? Algún malvado demiurgo quiso atormentarme. Soy de aquellos que creen en fuerzas misteriosas propulsoras de las acciones humanas.
De pie en la vereda, altiva, con su traje rojo, esperaba un tranvía. Subió á él; yo en seguida. La luz indiscreta esclareció su rostro que sonreía regocijado á un hombre. Desde el otro extremo, casi oculto en la penumbra, turbado por la ira, los contemplaba. Cruzamos varias calles Fingiendo distracción fijábase en las siluetas borrosas, danzantes, que en macábrico tropel iban desde las aceras hasta las paredes, siempre deformadas por la rápida tracción del carro; en esas sábanas de claridad untuosa, surcada por fajas oscuras que arrojan los faroles del alumbrado público sobre los muros pintados al óleo; y en las charoladas cajas de los carruajes donde temblaban radiantes lampos de luz. Por las boca calles, en lontananza, percibíanse trozos de cielo con un encendido color de cobre.
Del interior de la casa, al través de las vidrieras iluminadas, notábase ese afanoso trajín de las horas de comer. Algunos transeúntes tornaban presurosamente á sus domicilios. Cerrábanse las puertas de los últimos establecimientos
Frente al portal de Botoneros descendimos. Había poca gente. Sin más ruido que el melodioso frufú de su vestido sobre las baldosas, majestuosamente arrolladora, con esa confiada insolencia que da la hermosura, se deslizó seguida por el otro. Impávido, esperé que pasara por mi delante; clavé en ella una mirada inquisitorial, como pretendiendo arrancarle la confesión de su falsía; pero su rostro permaneció imperturbable, desdeñoso. Y seguida siempre por mí, sintiendo un infierno en mi cerebro, acariciando satánicamente los más repugnantes crímenes, con la zozobra cautelosa del felino, rozando las paredes; la ví perderse acompañada de su amante por una calle sombría, angosta, mal oliente... Me acometieron vivas ansias de correr tras ellos, de separarlos violentamente matando á él y estrangulando á la impura. En medio de la calle, ebrio de celos, titubeante entre el crimen y el desprecio, permanecí algunos instantes con la inconsciencia del animal herido. Tuve una reacción. Me encogí de hombros, sonreí irónicamente. Además, ¿qué me importaba todo aquello? Yo no era su marido. A mí no me había jurado ella fe alguna. Maldije la estúpida fragilidad del sexo, y llevando en el alma un incurable hastío volví á mi casa. He perdido una ilusión más. Tengo el desencanto del vencido, la indiferencia brutal del loco. Desde entonces algo me duele en el pecho, dijérase una saeta clavada con furiosa saña...
Su voz temblorosa calló con pianísimos de dolor. Salimos á la calle silenciosamente. Aquella noche había fiesta en los parques de la Exposición. Los tranvías pasaban repletos de gente, y en uno de ellos la vimos indolentemente reclinada, cruzadas las manos sobre su vientre de Astarté—Astaroth, con su reposada actitud de bestia satisfecha. Nos arrojó al pasar una mirada impertinente. Corrió mi amigo, los puños en lo alto, tras el carro como queriendo detenerlo. Y furioso, en medio de la calle, descargó muchas manotadas como si aplastara algo.
Luego, sordas, sibilantes, brotaron de sus labios frases injuriosas, acres reproches:
Muñecas envueltas en trapos y relumbrones, mujeres—marionnettes, ¿qué sois? Trozos de carne fajados por nervios conductores de los vicios. Neuróticas, neurasténicas, desequilibradas, visionarias, las mujeres no son más que unos grandes y ridículos fantoches...
Y desordenadamente, con gestos de epiléptico, empezó á agitar los dedos, como si tirara de los hilos de una invisible Marionette..
Infidelidad
Y fueron una palabra imprudente, una sonrisa maliciosa y un ligero rumor de asombro que provocó en los concurrentes su aparirición, los que llevaron á su ánimo la dolorosa certidumbre de su deshonra. Le latieron fuertemente las sienes, una repentina oscuridad le envolvió un instante y sintió que el brazo de la infiel se agitaba nervioso bajo la brusca presión del suyo. Pero había que aparentar serenidad ante aquellas pupilas impertinentes, que se clavaban en sus rostros, y ambos empezaron á repartir á diestra y siniestra saludos afectuosos y frases galantes.
Puso término á su embarazosa situación los alegradores preludios de un vals, y las brillantes parejas que discurrían por el vasto salón atrajeron sobre sí la atención del concurso. Al fin estaban salvados. Y mientras ella se instalaba entre un grupo de amigas riendo y charlando de buen humor, él deseoso de aire puro y de soledad se encaminó á la terraza. Una vez allí encendió un cigarro y se dejó caer sobre una butaca sintiéndose quebrantado por tantas emociones. Ante sus ojos se extendía gran parte de la ciudad con sus luces temblorosas, medio velada por una transparente neblina. Las torres de las iglesias se destacaban sobre el brumoso horizonte. De las solitarias calles subía hasta él una bienhechora humedad que calmaba su sobreexcitado organismo. Hacia el oriente una hermosa luna llena, brillante como un inmenso disco de bruñida plata, iluminaba las nieblas, dándoles un aspecto fantástico. Lima en aquella silenciosa medianoche, con los extrañas cúpulas de sus templos y sus balcones de bizarro estilo, traía á la mente dulces recuerdos de antiguas ciudades.
Perdido en las tinieblas, la cabeza apoyada en la palma de la mano y ligeramente iluminados sus pies por una débil ráfaga de luz que se filtraba al través del entreabierto cortinaje, se entregó á una sombría meditación. Allí, enclavado en su asiento, completamente sólo, en medio de una densa oscuridad, podía saborear, libre de indiscretos testigos, su irreparable desventura y sin que nadie pudiera seguir en su pálido rostro las arrugas que iba cavando el dolor. Porque indudablemente el golpe había sido demasiado rudo, yendo á herirle en pleno corazón y cuando se creía más seguro de la fidelidad de su esposa. Nunca, como entonces, maldijo tan acremente la estúpida fragilidad del sexo, que destrozaba en un instante de locura toda una existencia tranquila y dichosa. Ella ni tuvo miramientos de ninguna clase ni consideró que su alta posición social, su fortuna y su talento, harían á su marido más fácilmente blanco de la burla. Y al pensar así sintió el infeliz que le ahogaba la pena, se recostó sobre la baranda y clavó la mirada en el oscuro extremo de la larga calle, en donde un efecto de perspectiva, hacía que los numerosos faroles de gas pareciesen una constelación de palpitantes puños de fuego.
Luego vinieron á su memoria, con el suave perfume del recuerdo, los pasados días de ventura, cuando él la retenía entre sus brazos, toda temblorosa de pasión y húmedas sus amplias pupilas, mientras sus amantes labios recorrían su cuerpo con un beso único, cálido y devorador.. Y le parecía verla trémula de placer, toda encendida de rubor bajo la dulce caricia de los blancos velos de novia, radiosa en medio del iluminado altar, cuando pronunció el ansiado sí con voz armoniosa que tenía inflexiones de canto de gloria. Después se la imaginaba en el paseo, negligentemente reclinada en su hombro, la cabeza echada hacia atrás con irresistible coquetería, enviando á todos sonrisas triunfadoras; en tanto que los rayos del sol, dorando su luenga cabellera, le formaban una aureola de virtud.
Entonces le acometieron unos celos rabiosos. Comprendió que nunca había poseído completamente á su mujer, porque la complejidad de su alma la hacía incomprensible. ¡Cuántas veces, pensaba él, una palabra audaz, unos ojos libertinos recreándose en sus formas, la habrán conmovido despertando en ella dormidos deseos, y al regresar á casa ya anochecido todavía febril habrá experimentado un profundo disgusto al recibir sobre su frente pálida y sudorosa mi ósculo de cariño!. Y mientras á la rosada claridad de las arañas del salón, sentado á sus pies, la estrechaba yo por la cintura, contándole muy bajito ardientes ensueños de amor, ¿qué pensamientos hacían brillante su mirada, y comunicaban un delicioso temblor á sus finos labios? Ahora mismo, entre los arrebatadores giros del baile, una multitud odiosa de rivales la están cortejando, y cada uno de ellos, allá en sus adentros, viendo su faz sonrosada por la agitación y la leve palpitación de un semi-desnudo seno, desearán, brutales en sus ansias, poseerla á trueque de mi deshonra.
Y su sufrimiento era insoportable, porque su cerebro, con líneas de fuego, le iban dibujando todos aquellos cuadros. Volvió á imaginarse la escena del adulterio, tal como él creía que se había realizado. Ya no pudo más. Sintió un golpe violento en las sienes; una oleada de sangre pasó ante sus ojos; luego extendió las crispadas manos y asiendo la baranda la sacudió reciamente, mientras sus dientes castañeteaban ahogando un rugido de dolor. Le vinieron terribles impulsiones de darle muerte, dé reducir á carroña toda esa carne fresca y precaminosa, todos esos nervios sensuales y vibrantes que se agitaban espasmódicos bajo la adulterina caricia.
Después le sobrevino la calma. Se tendió en un cercano diván, y trayendo á colación una multitud de observaciones psicológicas recogidas aquí y allá, en las modernas obras de literatura pasional y en su mundana vida de hombre de cuarenta años, se puso á reflexionar sobre lo que él llamaba su caso. Desde luego para metodizar su tarea, para encarrilar sus disquisiciones, recorrió á grandes rasgos toda su existencia de casado, remontándose hasta las causas que él creía determinantes de la traición. Clavó su pensamiento en el pasado de su mujer, investigó prolijamente los menores detalles, las más pequeñas sombras que parecían sospechosas á su mirada de implacable analista, experimentando un raro placer en torturarse así el cerazón.
El la había conocido pobre, aunque de muy buena familia. Siempre recordaba la primera vez que la vió, entre las sombras del crepúsculo, de codos en su antepecho, con su extratraña palidez y sus profundos ojos negros, insinuantes y expresivos. En ellos residía el secreto encanto de su belleza, que hacía temblar de amor al contemplarlos.
El no había trepidado en casarse con ella depositando á sus pies su cuantiosa fortuna su espectabilidad de hombre público y sus relevantes prendas intelectuales; y se consideraba feliz, cuando saliendo del brazo con su esposa á la calle, creía sentir á sus espaldas un mal reprimido murmullo de admiración.
Complaciente como nadie, satisfizo siempre sus menores caprichos.
Además le compró dos carruajes flamantes con una soberbia pareja de caballos normandos; altos, de pelaje lustroso y veloces como el rayo, que con su cochero de gallarda apostura, negro como el ébano, siempre estaban listos ara pasearla por donde ella quisiera. También tenía un pequeño groom con su casaca de plateada botonadura. Sin embargo, á pesar de todas esas deferencias y atenciones, ella le había infamado, sin reflexionar en el irreparable daño que le causaba. Cuanto más meditataba en la falta, tanto más cuesta arriba se le hacía el perdón. Sobre todo, siendo como era la aventura, tan sumamente ridícula; repetíase por todas partes, con burlona intención que una aristocrática dama en un instante de bondad había concedido sus favores, ¿á quién se diría? á un jovenzuelo, casi un muchacho. Entonces volvió á poseerle una rabia incontenible y todo lo vió de color de sangre.
De repente sintió que le tocaban con suavidad en un hombro. Dió un salto y al levantar la cara se encontró con la mirada tranquila de su esposa, cuyos labios esquiciaban una seductora sonrisa. Luego ella le dijo meliflua, envolviendole en su perfumado aliento: «Oye, Ricardo, ya es hora y debemos retirarnos.»
El timbre de su voz le sacó de su ensueño. Se acordó instantáneamente de esa mirada profunda, sugestiva y apasionada que tantas veces le había cautivado; se la representó guardando aún en su piel de armiño las huellas del adulterio. Entonces una tromba de pensamientos homicidas pasó rápidamente por su cerebro aturdiéndole.
De súbito se dejó oir un ruido sordo, pero muy lejano; después vióse en la distante bocacalle, iluminando una gran extensión de terreno, avanzando misteriosamente, el rojo fanal de un express. Segundos más tarde, rugiente, lanzando por la chata chimenea densas espirales de humo, pasó ante ellos alumbrándolos y enviando á los aires el precaucional tañido de su campana. Un instante todavía pudo verse brillando en los pulidos rieles el sanguinoso resplandor de las linternas de atrás.
¿Por qué se quedó él atolondrado, con las extraviadas pupilas fijas en el tren que se alejaba velozmente? Era que su calenturienta fantasía se había figurado en un brevísimo instante una multitud de atrocidades. Le pareció verse cogiendo por el talle á la pérfida, levantándola en vilo y arrojándola en seguida sobre la vía. Luego creía percibir el choque blando de su cuerpo al caer y el grito de indefinible angustia que se le escapaba á ella, viendo á la locomotora venírsele encima. Después... un confuso hacinamiento de carnes sangrientas y de huesos fracturados.
Al punto apartó de sí tan horrible pesadilla y haciendo un esfuerzo para serenarse dió el brazo á su esposa.
Una vez en la puerta de la calle un suspiro de satisfacción dilató su oprimido pecho. El ambiente fresco del amanecer le hizo mucho bien. Y al abrir la portezuela del coche para que montara ella, tuvo la suficiente sangre fría para sonreirla.
Entre tanto el cielo se había despejado adquiriendo una singular limpidez. 1.a luna ascendía triunfalmente esparciendo su diamantina claridad que prendía fantásticos fulgores en los vidrios de los cerrados balcones, mientras la parte baja de los edificios permanecía anegada en sombra
Los caballos piafando briosamente arrancaron al galope, torciendo en seguida por el girón de la Unión haciendo resonar sordamente el pavimento de madera con sus herrados cascos, y en pocos minutos llegaron á la plaza de Armas.
Una atmósfera diáfana, precursora del alba, hacía palidecer los focos de luz eléctrica dándoles un tinte violáceo. Algunas estrellas, todavía rebeldes, destellaban en lo alto despidiendo amortiguados reflejos, mientras la mayor parte de ellas se fundían en la blancura luminosa del horizonte.
El reloj de la Municipalidad dió horas, y por breves instantes quedaron vibrando en sus oídos las lentas campanadas. En un extremo de la anchurosa plaza, percibíase la rara silueta de la Catedral, que á la luz de la luna tenia un extraño aspecto de antiguo monumento, y á su lado, silencioso é inerte, dormía perdido en la sombra el viejo palacio arzopispal. Un tenue perfume de flores embalsamaba el aire. De la pila de bronce llegaba hasta ellos el melancólico ruido que hacían los chorros de agua al desgranarse en los bordes de la amplia taza
Luego, á trote lento, con gran estrépito, penetró el coche en otra calle. Al través de los cristales de las ventanillas contemplábase el desfile tumultuoso y oscilante de las grises fachadas.
Cuando llegaron al domicilio conyugal él se instaló en la alcoba de su esposa y, con gran sorpresa de ésta, en vez de retirarse á su aposento deseándole una buena noche, la interpeló bruscamente:
—¿Estás deseosa de descansar?
—Sí, amigo mío,—contestó ella,—te confieso que tengo un sueño atroz.
—Pues bien; роr esta noche no pienses en dormir. De graves asuntos tengo que hablarte.
Pero ella, comprendiendo mal sus intenciones, le echó los brazos al cuello, y con zalamería replicó;
—¡Ah! ¿Quieres acaso que permanezca á tu lado, amor mío?
—No es eso,—agregó él con un movimiento de enojo
Es que hacía rato que una horrible duda había prendido en su cerebro trastornándole. Y en el coche, durante todo el trayecto recorrido por éste, la estuvo contemplando cuando al paso la luz de los faroles la bañaban con su fugitiva claridad. Varias veces viéndola tan imperturbable y enigmática como siempre, recostada indolentemente en el asiento, acariciándole con sus serenas y esplendorosas pupilas, sintió vehementes impulsos de sacudirla rudamente increpándole su falta. Pero no pudiendo su honrada alma imaginar semejante hipocresía, le asaltaba la sospecha de su inocencia. Y por eso, deseando una situación clara y definida, había hablado así.
Maquinalmente, reprimiendo su emoción, un tanto pálida, ella se dejó caer sobre un diván apoyando sus menudos pies en un cojín. El la miró fijamente durante un segundo, luego con acento frío, cortante como el acero, sin atenuar la crudeza de su pensamiento, se lo dijo todo.
Al principio aparentó ella tranquilidad escuchándole con benévola actitud, mientras sus nerviosos dedos jugaban con las puntas del cinturón de su bata; pero cuando le inculpó su feo delito, entonces no pudo contenerse. Una ola de amargura le subió hasta la garganta amenazando resolverse en convulsivos sollozos; pero temerosa al mismo tiempo de lo que podía suceder en el caso de que su marido descubriera la menor muestra de arrepentimiento en la dolorosa crispación de sus facciones, hizo un violento esfuerzo y se reportó. Sólo unas cuantas lágrimas, pequeños brillantes presos entre sus largas y sedosas pestañas, temblaron un punto, resbalando después, silenciosamente, sobre el marfil de sus mejillas.
Se detuvo sorprendido. Esas lágrimas eran para él un elocuente desmentido de la grosera calumnia. Y deploró sinceramente haberla tratado con tanta crueldad, dejándose llevar por los trasportes de la ira. Anheloso le suplicó con los ojos que se disculpara, que dijera algo en su defensa, porque él la deseaba limpia como el armiño.
Ella removió la cabeza con hondo desaliento y adivinando quizás las ideas que lo dominaban en aquellos momentos, le envió una dulce mirada de gratitud. Entonces él la cogió por las manos, estrechó contra su pecho, y suavizando la voz la consoló largamente, diciéndole, que nunca había dudado de ella, que la creía, por el contrario, pura y fuerte como cristal de roca; pero que la maledicencia, minando insidiosamente su firme confianza, le había enloquecido hasta el punto de injuriarla con sus celos. Ahora sí, concluía él, podré reclamar muy alto tu honradez.
Y mientras él le hablaba de esta manera ardiendo en santo entusiasmo y apartando de su frente los invasores rizos de sus copiosos cabellos, ella, vencida por la fatiga, entornaba los párpados y se adormecía forjando deliciosos ensueños. Y su caprichosa imaginación en cuadros rapidísimos reconstruía sus adúlteros amores.
Se representaba al adolescente que la había apasionado hasta el delirio, gallardo y rico en salud, de músculos fuertes y ágiles. Un aire de inocencia que se desprendía de todos sus movimientos lo daba un aspecto más seductor.
Recordó también aquel caluroso medio día de verano, allá en la azotea de su rancho de Chorrillos, cuando ella se mecía en su hamaca lánguidamente y dejando al descubierto el breve pie, mientras él á corta distancia, recostado sobre una mesita, leía dulcemente una novela de Ohnet: «La Condesa Sara». El mar destellante, sin olas, les enviaba su ofuscadora reflexión. Sobre el radioso horizonte la isla de San Lorenzo dejaba su silueta gris y ondulosa.
Y más tarde, después de la comida, descendieron al jardín, todo pequeño y florecido, y bajo la discreta penumbra de una enramada departieron amigablemente hasta altas horas de la noche. Allí fué donde por primera vez, sugestionado quizás por una clara luna y por el fragante perfume de los vecinos jazmines en flor, le declaró ser su ardiente pasión. Al oirle ella disimuló su turbación fingiendo un acceso de hilaridad; pero al notar que el adolescente, fuera de sí, tendía suplicante los brazos pretendiendo estrecharla, se hizo vivamente atrás y lo contuvo con un ademán imperioso. Luego él se despidió confuso é inquieto, poniendo término al embarazoso silencio que sobrevino después.
Y mucho tiempo, antes de irse á dormir, permaneció meditabunda reflexionando sobre sus sentimientos. Un rápido examen de conciencia le reveló su estado de alma. Ella lo amaba furiosamente. Breves instantes se quedó extática, jubilosa la faz, pensando en él, mientras una desconocida voluptuosidad la conmovía fuertemente, despertando en ella extraños deseos.
Cuando salió de su ensueño, amanecía. Una dorada claridad
iluminaba la estancia. El se acercó á la ventana y descorrió las
cortinas. Un rayo de sol fué rectamente á colorear el pálido rostro de
su esposa. Y viéndola tan delicada y tan gentil, recordó la maldad de
los calumniadores, y lleno de furia lanzó contra ellos un apostrofe
imprecatorio.
Luego la contempló un segundo con muda admiración y sonriente la abrazó con paternal ternura, como queriendo protegerla contra abominables asechanzas.
En el huerto de Arimatea
José de Arimatea había presenciado de principio á fin el horrible suplicio del buen Jesús de Nazareth. Varias veces estuvo tentado de acudir en su socorro, y con el alma transida de pena le vió espirar enclavado en el afrentoso madero. Cuando todo concluyó, echando en olvido su habitual prudencia, corrió á mezclarse en el grupo de los fieles discípulos que se desolaban al pie de la Cruz.
Allí estaban, desencajadas por el dolor, arrasadas en copiosas lágrimas, María y Magdalena, á quienes José, con esquisito tacto, prodigó sus consuelos; les ofreció asimismo su propio sepulcro para que en él depositaran el cuerpo de Jesús.
Los apóstoles aceptaron tan generosa proposición, y guiados por José condujeron los restos del Crucificado al blanco sepulcro que durante las noches de luna, iluminado por sus trémulos fulgores, parecía del más pulido mármol. Se encontraba situado en mitad del jardín, entre macizos de geranios, terebintos y rosas. José no descuidó nada, andando diligente en los últimos preparativos del sepelio. Después, concluída la fúnebre ceremonia, abandonó el huerto cogido del brazo de uno de los apóstoles, al cual procuraba distraerle del quebranto que lo poseía. Una vez que se halló á solas se dirigió meditativo á su casa.
A la sazón la tarde moría en el remoto oriente; los purpúreos arreboles manchaban de sangre las techumbres de los edificios de Jerusalem, que estaba invadida por un tenue polvillo de oro, que resaltaba extrañamente sobre el rojo matiz del cielo. Al contemplar José aquel soberbio espectáculo suspiró con honda melancolía, y arrebujándose en su manto se dispuso á cenar.
Por la noche no pudo conciliar el sueño. Congojosas pesadillas pobladas de horrendos monstruos, de espantables vampiros, le produjeron rebeldes insomnios. En vano se revolvía en su lecho, febril, asaltado por los terrores de sus quimeras, porque no le venía el apetecido descanso.
Las horas transcurrían con desesperante calma. Cada momento se incorporaba, abría los ojos, y viendo en su alrededor las más tupidas tinieblas, se dejaba caer rabiando interiormente contra esa noche que nunca parecía acabar.
Buscó un entretenimiento para su tedio, poniéndose á reflexionar sobre los sucesos del día. Recordó también las profecías contenidas en los libros sagrados, las tradiciones populares y todos esos rumores que desde meses atrás volaban de boca en boca, y que le hicieron pensar en prodigios y milagros; y con gran sorpresa suya una rara idea cruzó por su cerebro: ¿sería por ventura ase hombre, que tan voluntariamente ofrendó la vida por el triunfo de sus doctrinas, un Dios? Entonces un prolongado escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Siendo como era un buen judío, asiduo frecuentador de la sinagoga, fiel creyente de las palabras de los rabinos, debía, pues, mirarse mucho antes de diferir á esas noticias callejeras
Pero de nuevo se sintió acometido por los anteriores pensamientos. Y punto por punto, tendido de espaldas, envuelto en la impenetrable obscuridad que llenaba su aposento, evocó los menores detalles de la crucifixión. Desfilaron al conjuro de su exaltada imaginación la turba de verdugos, la muchedumbre enfurecida y rugiente á manera de mares alborotados, los clamoreos de los discípulos y se contempló á si mismo de pie en lo alto de la colina, atónito, mirando aquella cruel escena. Asistía en espíritu á los postreros instantes del mártir: le veía morir con estoico heroísmo, inundando de hermosa piedad hacia sus victimarios, á quienes concedía su sublime perdón; luego, como si los elementos hicieran una suprema tentativa para volver al caos, la Naturaleza se había estremecido, cual mujer en vísperas de dar á luz.
Y todos huían despavoridos exclamando con señales de tardío arrepentimiento que ese hombre, que acababa de morir en una cruz, era el mismísimo Dios; así iban proclamando por todas partes su espantoso deicidio. Enlazó este hecho con lo que sin reparos los sectarios de Jesús contaban á todos; que el Cristo había predicho su resurrección dentro del tercero día ¿Hasta dónde era razonable creer tal cosa? Un acontecimiento de esa índole trastornaría por completo las leyes del Universo, que sólo el Eterno podía alterar.
Con estas ideas en la mente le fué más difícil dormir. De todas ellas la que poderosamente le atraía era la de la resurrección, y se quedó largos momentos dándole muchas vueltas á fin de extraerle la verdad que encerraba.
De balde porfió en la tarea, pues tuvo que abandonarla sin sacar nada en limpio. Y el remordimiento de las multitudes crucificadoras, las profecías, las revelaciones, las citas de los textos bíblicos y los dichos de los apóstoles del Nazareno, todo á lo sumo podía valer como indicios, pero nunca llevar á su ánimo el pleno convencimiento. Por eso dudaba y tenia misteriosas aprensiones
Así pasó José el resto de la noche entregado á estas divagaciones, y con indecible júbilo notó que empezaba á alborear; se levantó de un salto, comenzó á vestirse rápidamente y devorado por una viva ansiedad se lanzó á la calle. Antes de cerrar la puerta echó una mirada alrededor. No se veía un alma en el amplio espacio que abarcaban sus ojos. Por doquiera reinaban una quietud y una fragancia envidiables.
¿Por qué tan presuroso José había abandonado las dulzuras matinales de su tibio lecho y echádose á discurrir por las desiertas calles de la ciudad? ¿A dónde se encaminaba velozmente? Iba á su huerto impulsado por un peregrino pensamiento que de súbito surgió en su alma. Sin explicarse la razón temía ser juguete de una farsa; por ese motivo se dirigía á su sepulcro. Ardía en deseos de verlo y examinarlo.
Cuando salió al campo una fina escarcha adornaba el ramaje de los árboles y relucía como plata bruñida. Ante la brusca caricia del helado vientecillo, que soplaba con fuerza, José tiritó un momento y se embozó en su manto. Rememoró mentalmente todas sus reflexiones de la noche anterior, y agitado siempre por su impía duda aceleró la marcha.
Al cabo de unos cuantos minutos llegó enfrente del huerto. Como conocía á la perfección las entradas y salidas de aquel sitio, con poco esfuerzo que hizo penetró sigiloso en el recinto. En seguida se dirigió al sepulcro esfumado entre las nieblas del amanecer. Junto á él, profundamente dormidos sobre el suelo, estaban varios soldados, guardianes que la suspicacia de los sacerdotes había colocado allí para impedir que los compañeros de Jesús se llevasen el cadáver de éste.
José sin hacer el menor ruido, se acercó al sepulcro, y con inmenso asombro lo vió abierto y vacío. El sudario, impresas todavía las huellas del cuerpo, yacía tirado por un rincón. Examinando el terreno circunstante le pareció distinguir rastros de pisadas, yerbas aplastadas, y entonces se encolerizó muchísimo. Esos apóstoles eran unos trápalas; con refinada astucia habían divulgado el cuento de la resurrección para componer después esta pequeña comedia. Así, ayudados por la credulidad popular, convertían á su Jesús en Dios y realizaban los vaticinios de les profetas.
Todo esto pensó para sus adentros el buen José de Arimatea, parado á corta distancia del sepulcro; pero repentinamente se le disipó el enojo y se sonrió con malicia al imaginarse el estupor de los soldados cuando salieran de su sueño. ¡Vaya una broma pesada la que acababan de jugarles los apóstoles! Ahora sí podía Jesús resucitar dentro del tercero día. El prodigio estaba arreglado con rara habilidad, con una sorprendente maestría que honraba á los amantes discípulos del Nazareno. Por cierto que muy pocos sabrían descubrir el engaño; tan bien fraguado estaba el ardid.
Antes de retirarse de aquellos lugares, José de Arimatea, que sinceramente había creído en un milagro estupendo, en alguna cosa de sobrenatural, deploró en lo más íntimo de su pecho el fracaso de su ensueño. Al acordarse de la burla sufrida no pudo contener una exclamación de rabia No era decente venirle á él con semejantes trapacerías.
Y como irónico resumen de la serie de reflexiones que le asaltaron en aquel momento, solamente pronunció en voz alta esta frase: «¡Por Jehovah, no es correcto portarse así; por lo menos debían haberme pagado el alquiler del sepulcro!»
En seguida se rascó la cabeza con aire confuso, y, paso entre paso, meditabundo, se alejó de aquel sitio, perdiéndose detrás de unos florecidos rosales, mientras en el sepulcro abierto, vacío, penetraba un alegre rayo de sol que lo iluminaba completamente.
El quinto Gemara
Durante una tibia y luminosa noche de verano, varios estudiantes discutiendo ruidosamente bebíamos ginebra. Nuestra modesta brasserie, situada en pleno barrio latino, se había quedado desierta; los mozos dormitaban echados de bruces sobre las mesas. Dos ó tres veces el dueño con afables sonrisas nos había indicado cortesmente la hora: las dos de la mañana Empeño inútil, porque el gordo Max Hunter, idólatra por los maestros italianos de las modernas escuelas positivistas, comentataba con ardor las leyes psicofísicas del profesor Mario Pilo, y cada una de sus afirmaciones iba acompañada de un puñetazo que hacía tintinear las copas. El rubio y soñador Karl, poeta byroniano, era su contradictor, y su voz con inflexiones femeninas nos enviaba nebulosos párrafos de Leibnitz y Kant revueltos con bizarras teorías sobre la psiquis, de brillante originalidad
«Pues bien, queridos amigos míos, de hoy en adelante ese al parecer insoluble problema de la unión del alma con el cuerpo, queda en vía de próxima solución,» concluyó enérgicamente Max.
Y cuando con nervioso ademán se incorporaba Karl en su silla, levantando la mano en señal de protesta, un ruido violento nos hizo volver los rostros hacia la puerta de entrada, en cuyo dintel, densamente pálido, temblororoso, procurando mantenerse de pie, percibimos á Franz Stopen, el más bullicioso de nuestros camaradas. Correctamente embozado parecía ocultar algo bajo su capa. Después avanzó en dirección á nuestra mesa y desplomándose sobre un asiento, nos contempló unos segundos tristemente meditativo.
Nunca recordábamos haberle visto en semejante estado de abatimiento. Le rodeamos cariñosos y compasivos y uno del grupo le interrogó: «¿Franz, qué tienes? ¿Estás enfermo, acaso? ¡Oye, habla por favor!»
Estas preguntas le volvieron á la realidad; pero antes de contestar giró los ojos con febril inquietud, y luego que se hubo cerciorado de estar entre nosotros, sus labios dejaron escapar estas palabras, con voz fatigada, gemidora:
—Soy un infame, amigos míos; creo que he causado la muerte al viejo judío Sylock.
—Estás loco Franz, prorrumpimos todos. Eso es imposible; cuéntanos al punto cómo fué aquello.
Todos conocíamos al buen Efraím Samuel, á quien burlonamente dábamos el apodo de Sylock, algo usurero, sí, pero una oportuna providencia para nuestros exhaustos bolsillos.
Jamás le hubiéramos hecho el menor daño.
Siempre sonriente con su puntiagudo gorro, instalado tras el mostrador de su limpia y ventilada tienda, se le veía á cada momento, eternamente obsequioso con sus clientes. Era el judío de tez pálida, bajo de cuerpo, ancho de espaldas; sus grandes y profundos ojos protegidos por hirsutas cejas, tenían un fulgor receloso; sus ademanes se resentían de cierta brusquedad; y su voz tenía modulaciones ásperas y casi desagradables.
Hacia el fondo, del lado izquierdo de la habitación, detrás de una rejilla de cedro, entre voluminosos libros de caja, se erguía Noemí, su hija, muchacha adorable como una temprana rosa de Jericó, de suave palidez morena, de mirada soñadora y pensativa y una copiosa cabellera de tenues tintes castaños. En sus ratos perdidos, con exquisita indolencia de criolla, el rostro apoyado en su leve y aristocrática mano, leía insaciable á Schiller y Goethe, á Hoffmann y á Heine. Pero eso sí, como cajera se mostraba inexorable; nunca nos perdonó el más pequeño céntimo de intereses.
Por estas razones nos alarmaron las palabras de Franz, é insistimos nuevamente devorados por una cruel ansiedad; todos deseábamos saber lo ocurrido.
Entonces éste, como despertando de un penoso ensueño, nos contempló un instante con indecible melancolía, se limpió el sudor que perlaba su hermosa frente, y después de encender un cigarro, clavó sus serenas y azules pupilas en las lentas y caprichosas espirales de humo que se arremolinaban bajo el decorado planfond del café y comenzó de esta manera:
«Soy de temperamento vesánico. De mi padre he heredado una invencible propensión al misticismo, que me hace vagar noches enteras alrededor de las cerradas iglesias, presa de un tenaz deseo de prosternarme ante sus altares. Mi pobre madre era visionaria y murió neurasténica. Desde mi infancia mi existencia ha sido torturada por una frecuente irritabilidad nerviosa.
En determinados períodos de mi vida me sobrecogen infundados temores, vagas aprensiones de una desgracia irremediable que se cierne sobre mí; otras veces son impulsiones inexplicables que comandan imperiosamente á mis energías volitivas á pesar de los desesperados esfuerzos que hago para resistir sus mandatos. Pero á la postre vencido, quebrantado con un profundo disgusto de mí mismo, obedezco tembloroso como un mísero esclavo. Esta servidumbre es para mí un horrible infierno, y en ocasiones he llegado á pensar en el suicidio.
A esto deben ustedes agregar algunas de mis extravagancias que justamente les ha llamado la atención. Saben muy bien cuánta importancia doy á ciertos números, especialmente al once, que son las letras de mi nombre y apellido; y cosa sorprendente, doquiera voy este número ó alguno de sus múltiplos se me presenta, ya sea en los boletos del ómnibus, ya en las cuentas de mi hotelero ó en la numeración de mi cuarto: es una verdadera obsesión.
Sobre todo cuando el excesivo trabajo intelectual debilita algo mi cerebro, me dominan extraños sentimientos, y en mi conducta noto raras anomalías que me hacen pensar lleno de espanto en la locura Por ejemplo en los paseos, en medio de una compacta multitud me asaltan, peregrinos impulsos, tales como tronchar las ramas de determinados árboles en número de tres ó más; recorrer violentamente con la contera de mi bastón los intersticios de las losas; ó deshacer con la punta del pie las figuras irregulares que forman las briznas de paja sobre el pavimento.
Y crean ustedes que el no satisfacer estas ridículas nimiedades angustia mi espíritu á tal punto que no puedo abandonar dicho lugar ó paraje sin dar curso á mis manías. Como se comprenderá estas cosas me tornan en un ser completamente desdichado; y es en vano que haya cedido, pues tan luego como ha pasado una obsesión, incontinenti me sobreviene otra, y entonces en mi alma vuelve á comenzar esa lucha sorda, interminable, que va con lentitud minando mi existencia...
Eran indispensables las confidencias anteriores para la mejor inteligencia de lo que en seguida paso á referirles. Es la Filología un estudio que siempre me ha apasionado, y al cual he dedicado una gran parte de mi tiempo. En la actualidad dirijo mis investigaciones hacia los cultos de los antiguos pueblos orientales, y pretendo, mediante atinadas comparaciones filológicas, probar que la religión del Asia fué primitivamente una sola, no obstante Zoroastro, Jesús y Buda. Con tal motivo preparo en estos momentos una luminosa disertación, acerca de las íntimas analogías entre las lenguas caldeas, asirias y hebráicas, primera parte de mi trabajo; todos ustedes á quienes he leído trozos de mi obra me han asegurado que la empresa es de aliento y que me valdrá gloria y provecho. No sé si tales augurios se trocarán en consoladora realidad; pero es el caso que nunca sujeto alguno de indagación como ese ha sugestionado más mi inteligencia.
No descanso un instante, acopiando datos, y me instalo días enteros en las húmedas bibliotecas hojeando pesados infolios á caza de un texto hebreo caldáico; he recorrido así mismo todos los tenduchos de los libreros judíos buscando algún raro volumen. He encontrado reliquias preciosas semirroídas por el polvo y la polilla, y ayer por la tarde tropecé con un viejísimo ejemplar del Toseftha, colección de halakhoths judíos, una verdadera joya que obtuve por un par de francos.
Desde entonces he avanzado muchísimo. ¡Qué de argumentos, cuántas raíces similares he extraído y que vienen á corroborar mi teoría! Fui feliz durante una noche. Pero, amigos míos, había en mi manuscrito una laguna que no podía colmar, no obstante mis más prolijas investigaciones: deseaba hallar uno de los Gemaras, que como sabrán ustedes, son los comentarios de la Mischna. Sólo han llegado hasta nosotros cinco, y de esos á mí me faltaba el quinto; hubiera dado la vida por poseerlo.
¡Cómo llegó á mi noticia que el judío Efraín Samuel poseía un ejemplar! Fué durante una calurosa tarde de estío, cuando vanagloriándose de poseer rarísimos incunables me lo mostró junto con otros libros sagrados. Desde ese instante juré para mis adentros apoderarme de él. Puse sitio á la tienda, y diariamente, inventando miles de pretextos, ya una antigua esmeralda con signos cabalísticos, ya viejas ediciones en griego de algunos Midraschim, que venia á ofrecerle, pude introducirme en ella á menudo y sin despertar sus sospechas; porque el judío es terriblemente celoso y vigila mucho á la hermosa Noemí. Esta fué el más invencible obstáculo para la consecución de mi propósito, pues cometió la tontería de enamorarse de mi perdidamente. Pero qué pasión compañeros, la de aquella enigmática, Astarté judía!
Siempre la sentía á mi alrededor, fija su penetrante mirada en mis ademanes, enviándome misteriosas sonrisas, que me alarmaban por el logro de mis aspiraciones. Llegué á tenerla miedo, y con maña me fuí captando su benevolencia. Todas las mañanas le traía un pequeño bouquet de anémonas y narcisos, sus llores favoritas. Tal vez fueron estas atenciones las que dieron margen á los desvaríos de Noemí: pensó que yo la amaba. ¡Pobre israelita, si hubiera sabido el horror que me inspiraba su raza de circuncisos y usureros!
¿Y por qué la cortejabas entonces, me preguntarán ustedes? Es que junto á los vetustos arcones de hierro en donde el avaro judío depositaba sus caudales y joyas, en un primoroso cofrecito de ébano con columnitas salomónicas é incrustaciones de marfil y nácar, muy guardado en su forro de seda roja, estaba un rollo de pergaminos con sus microscópicos caracteres griegos, mi quinto Gemara. Ahora bien; siendo Noemí la cajera me importaba mucho ganármela para de este modo acercarme á los arcones sin infundir recelos. Tal fué, desde luego, mi objetivo hasta encontrar una ocasión propicia para apoderarme del Gemara.
A veces, viendo las dificultades de mi empresa pensaba abandonarla; pero una gran desesperación se enseñoreaba de mi ánimo y una angustia intolerable hacía palpitar con violencia mis sienes; y el insomnio horrible, abrumador, me clavaba en el lecho inerme ante la conquista silenciosa de esa idea-fuerza: la posesión del manuscrito, que me impulsaba á obrar, que excitaba rabiosamente mis nervios. En esos momentos si hubiera sido preciso asesinar á alguien, lo hubiese hecho sin vacilar á trueque de conseguirlo: tan grande era la sugestión.
Por otra parte, mi obra sin adelantar, paralizada cuando estaba á punto de concluirla. ¿Comprenden ustedes mi estado de alma en esas circunstancias? Una solución pronta, decisiva se impuso, á mi cerebro, y entonces meditó un plan que me haría dueño del infolio.
Entre tanto Noemí daba muestras de incontenible impaciencia, y sus ojos cada día más insinuantes parecían exigirme una declaración amorosa. Hubo vez que la sorprendí de pie en mí delante, contemplándome pensativa, siguiendo afanosa mis movimientos, espiando mis actitudes, y yo tenía que hacer poderosos esfuerzos para despistarla fingiendo examinar atentamente antiguos amuletos hacinados en las polvorosas vitrinas.
El judío llegó también á desconfiar de mi extraña asiduidad á su tienda; creyó que intentaba seducir á su hija, y desde ese instante siempre tuve sobre mí sus pupilas de gato montés, que brillaban maquiavélicas al través de sus anteojos de oro. Se tornó brusco y grosero para conmigo. Quizás sintió despertarse en su interior todos los viejos rencores amasados de generaciones atrás, revivir la dolorosa historia de su raza siempre perseguida, eternamente errante en medio de sus verdugos. Recordó á las mujeres violadas y los niños degollados en esas hecatombes religiosas, comprendiendo lleno de intensa melancolía, que todas esas atrocidades eran el prefacio de su vida de mutilado, de ser maldito y fustigado con la ironía ó el desprecio. Esos pensamientos me figuraba yo leerlos sobre la sombría frente de Efraim, especialmente en las tardes lluviosas de invierno, cuando apoyado en el mostrador, miraba él á la gente trotar apresurada bajo la inclemencia del tiempo. El judío me odiaba cordialmente.
Después de varias tentativas que omitiré narrar, me decidí á llevar á la práctica mi proyecto. Me ausentó repentinamente y dejé transcurrir algunos días, antes de dar el golpe. Ya había tomado yo mis precauciones: averigüé la hora en que se acostaban el judío y su hija, las entradas y salidas de la casa y la altura de las tapias del jardín.
Esta noche, aprovechando de la claridad de la luna, á eso de las doce, me introduje furtivamente en la morada de Sylock, resuelto á robarle el manuscrito.
Un silencio sepulcral reinaba en torno mío; dos ó tres ráfagas de luz iluminaron repentinamente los aposentos. Tuve miedo. De súbito un perro á la distancia se puso á aullar lúgubremente, y sentí oprimírseme el pecho bajo una desconocida sensación. El viento, viniendo de afuera, estremecía las colgaduras simulando seres animados.
Por fin penetré al escritorio, y, cuando avanzaba con cautela, un leve ruido atrajo mi atención. Y con sorpresa, á favor de mi linterna sorda, reconocí inmóvil en el dintel, esfumada en la penumbra del cortinaje, á Noemí. Su mirada fría como el acero, impasible, me excrutó durante unos instantes, luego pareció interrogarme severa acerca de mi conducta; quizás pensó de mí alguna villanía. ¡Ah, la necia, como si el dinero de su padre me importara un ardite! Era preciso acabar. Pero al encaminarme hacia el cofrecito, ella se adelantó también. Creí inminente una lucha, pues yo estaba dispuesto á no cejar; esto me repugnaba abiertamente. Se me ocurrió una idea. Fuí á su encuentro, la cogí por la mano, la contemplé silencioso y llevándola en seguida al lugar donde estaban las arcas la rechacé con desdeñosa brusquedad, como deseando significarle que no había ido allí á robar. Y aprovechando de su estupor me apoderé rápipidamente del anhelado cofrecito y antes de que pudiera detenerme salté al jardín. Corrí como un desesperado, brincando por encima de los macizos de geranios y acacias, terebintos y azucenas.
¿Qué sucedió después? No lo sé; pero escuché gritos, voces destempladas y un prolongado rumor tras de mí como, si me persiguieran.
Luego, desde una alta ventana, alguien me llamó rudamente. Levanté la cabeza y ví á á Sylock, que apoyado en el alféizar y gesticulando furioso, me grito: ¿Infame, te la robas?» Yo, sin cesar de huir, le repliqué: «¡Sí, judío!» Incontinenti, con acento angustiado, casi sollozante, volvió á decirme: «¡Mi hija, ó te mato!» Y me apuntaba con un revólver.
Se me sublevó la sangre ante el apostrofe de Sylock, y deshaciendo con ligereza el lío, levanté en alto el cofrecito y se lo mostré con gesto enérgico. A continuación exclamé con tono despreciativo: «¡Tunante, para qué quiero yo á tu hija!»
Instantáneamente sentí una detonación: el judío había disparado sobre mí. En ese momento la luna se ocultó, tras las hayas del jardín. Y al volver el rostro en dirección de la ventana, oí, lleno de sobresalto un ruido seco, lúgubre, como si se desplomara un cuerpo pesado... luego, nada.
Cuando pude reportarme me hallé corriendo como un loco por las calles del barrio latino en busca de ustedes. ¿Ha muerto el judío, víctima de algún accidente? No podría asegurarlo á punto fijo. He terminado, señores».
Y en medio de nuestro general asombro, vimos á Franz colocar sobre la mesa un pequeño cofre, y al forzar nervioso la cerradura cayeron varios rollos de papiro, amuletos y un efod de blanco lino historiado con extraños jacintos bordados en oro.
Al punto se lanzó Franz sobre el Gemara y empezó á hojearlo con avidez; pero, de pronto, se puso pálido, dejó escapar un grito gutural, casi sordo, murmurando con hondo desaliento: «¡Dios mío, me había equivocado, no era el quinto!»
¡Luego, abrumado bajo el peso de su dolor, inclinó pensativo su noble cabeza, mientras de sus exangües y finos labios se desprendían lentas, interminables y con temblores de nieblas las bocanadas de humo que envolvían su rostro de asceta en un halo de dulce misticismo...!
Una profesa
Han corridos ya muchos años.—Una noche leí en El Comercio estos renglones: «Ayer en la mañana, ante numerosa, concurrencia, la bella señorita A... R.. tomó el hábito en el convento de la Encarnación»; luego seguía la descripción de la ceremonia con esa pesada minuciosidad que usan los cronistas al reseñar algún acontecimiento.
¡Me quedé anonadado! ¡Ella de monja! Volví á leer con melancólica amargura el suelto de crónica. Mi hermosa y buena amiga siempre tolerante con mis ideas librepensadoras, ya no existía para mí. El infranqueable muro de la religión nos separaba. ¿Y su nuevo nombre, Sor María de la Soledad, qué doloroso misterio encerraba?
Y lentamente, reconcentrada mi atención, fuí analizando los menores detalles de su vida de joven soltera. Hay multitud de repliegues en el corazón femenino que eluden al más sutil escalpelo del psicólogo. Pero ciertos rasgos generales que desempeñan en la vida íntima el mismo papel que las gruesas y bien negras líneas en los croquis, orientan al observador para que, conocido algo, adivine lo demás.
Ella tuvo en mí un discreto confidente. Sus pequeños disgustos, sus locas alegrías y basta esas contrariedades que surgen en los más tranquilos hogares, todo me fué contado. Poco á poco fuí penetrando en su almita deliciosamente embrollada, conociendo esas nimias inquietudes que al día siguiente de un baile ajan la tersa piel y abrillantan las pupilas, esas transfiguraciones radiosas al desabotonarse los magníficos guantes delante del peinador, una vez vuelta del paseo, esas locuacidades aturdidoras en las que parece briscarse ansiosamente el olvido de alguna idea que obsesiona, seguidas de mutismos feroces, cavilosos, y esas laxitudes ensoñadoras que invitan á la posesión.
Casi siempre le decía: «Es usted interesante mi adorable amiguita... Veamos... Cuénteme usted qué locuras está imaginando esa cabecita endiablada » Y ella, quizás pesarosa, por sentirse arrebatada de alguna atrayente fantasía, con tono de encantador fastidio, respondía: «¡Yo!... nada.. únicamente me aburro.»
Estaba seguro de que me mentía al decir aquello. Y no pasaban muchas horas que ella, llamándome á su lado con voz dulcemente baja, me dijera: «Sabe usted una cosa...» Lo de costumbre: un ligero disgusto. Me sonreía bonachonamente y la ayudaba de la mejor manera á desenredarse del asunto.
Y también me sucedía muchas tardes, encontrarla sumamente exaltada, purpúreas las mejillas, fascinante la mirada, entregada fervorosamente á sus prácticas devotas. Entonces con aspereza me sermoneaba á propósito de mis tendencias que ella llamaba heréticas. Había que escucharla cuando empezaba, con frases soberbias, vibrantes, la apología de!a Virgen. Llena de ternura filial, sollozado el acento, la apellidaba su carísima Madre. En esos instantes, santamente ardorosa, con actitud de iluminada, me hacía pensar en esas abnegadas mujeres que, escudadas con la cruz, van heroicas, indiferentes al ultraje, convirtiendo infieles.
Luego, cediendo á extraña melancolía; narrábame su vida de colegiala. Un colegio situado al extremo de la ciudad, cerca de la Exposición, sombrío, aburridor, casi asfixiante para las delicadas educandas En charla inagotable, coreada por ruidosas carcajadas, desfilaban ante mi vista todos aquellos episodios que forman época en esas cabecitas alocadas.
Las oraciones matinales durante las mañanas lluviosas y entristecedoras, cuando una claridad desanimada, muy pálida, filtrándose al través de los ventanales, esfumaba entre la vaga penumbra las avispadas caritas de las alumnas. Ese sobrecogimiento místico, mezclado de delicioso horror que cae, al anochecer, de las altas y sombrosas bóvedas, mientras el sordo chirrido de las colgadas y bamboleantes arañas hace correr por las carnes temblores de epiléptico. Y el palpitamiento callado, doloroso, de la mariposa que con devoción perenne arde ante la veneranda ara, le traía á la mente crueles remembranzas de martirios y cruxificiones.
Las fugas discretas de las madres, tras los gruesos pilares, cruzando los anchurosos y helados claustros, la despavorían haciéndola pensar en almas en pena que erraban quejumbrosas. Los viejos y polvorosos plátanos del huerto, y que ella vislumbraba al través de los deslustrados vidrios de las ventanas del dormitorio, al entrechocar sus frondas impulsadas por el viento, evocaban en su exaltado cerebro algo de maligno, de desesperante, como amarguras incurables de doncellas abandonadas, gritos maternos de aquellas á quienes se despedazan las entrañas para extraerles el feto, todo en demoníaca pesadilla que inundaba su casta frente en congojoso sudor. ¡Y con qué alborozo veía clarear; los primeros rayos todos coloreados, entibiadores, espantaban las visiones regocijando su espíritu, trayéndola los vistosos paisajes del amanecer! Entreabría con abandono coquetón las frazadas, sacaba afuera sus torneados y carnosos brazos delicadamente incitantes, y dejaba que un chorrito de dorada luz deslizándose tembloroso sobre su inviolado seno de virgen púber fuera á curiosear los profundos misterios de aquel nido de la castidad.
Luego venia el despertar bullicioso de las educandas, los desperezamientos de aquellos cuerpecitos arrancados al descuidado sueño de una inocencia ignorante, el frufú de los trajes al ser puestos apresuradamente y e chapotear del agua al sentirse golpeada por aquellas carnes blancas y sedosas. ¡Ah, el rezo!. Cómo fastidiaban horriblemente los interminables padrenuestros y avemarías recitadas por la gangueante voz de una madre francesa, toda arrugada, y la faz de un rojizo repugnante!. Algunas, queriendo cumplir con sus cristianos deberes, con laborioso esfuerzo seguían maquinalmente las oraciones; pero las más, distraídas, dando ligeros vistazos á su tocado hecho á toda prisa, pensando en esas naderías que tanto inquietan á las mujeres, bostezaban á hurtadillas, deseando la conclusión de todo aquello. Y cuando la campana con alegres sones llamaba al refectorio, era cosa de ver el desbande charlador y riente de las pobrecitas, mientras la vieja madre, de espantables ojos de buho, mascullando todavía trozos finales de oraciones, seguía gotosa el tropel de muchachas.
Fué una noche de luna, aromosa y tibia. Sábanas de deslumbrante
claridad, venidas de afuera, se extendían sobre la alfombra; motitas de
plata, todas vaporosas sobre las molduras de los muebles los diseñaban
entre las sombras con extraños perfiles de ensueños.
Y ella muy pensativa, un tanto nerviosos los ademanes, permanecía en una difusa y misteriosa penumbra. Cerca de sus rodillas un pálido reflejo indicaba el doloroso cruza miento de sus manos. De repente de sus labios tremulantes que dejaban escapar las frases con penoso esfuerzo, brotaron confidencias tristemente desoladoras, toda una existencia, al parecer tranquila, trabajada sordamente por una afección hereditaria. Su padre, un neurópata extravagante, un gran visionario, soñando siempre grandes cosas, y á quien mataron las decepciones. Y ella, hija también, había heredado de una madre acendradamente católica, casi una atroz fanática, un espantoso legado: la neurastenia
Con refinada crueldad reconstruía su pasado: inquietudes inexplicables que la arrastraban á esas exaltaciones místicas, casi feroces, y que tanto me sorprendían; desfallecimientos súbitos, una laxitud de las energías morales, una amarga renuncia de todo lo que fuera labor, un deseo persistente de un quietismo de asceta, de mártir; rebeldías satánicas, incredulidades sacrílegas, yendo hasta el ateísmo y siempre temiendo á un poder ciego, devorador, que aplasta brutalmente... Y así solicitada en contrarias direcciones, su pobre espíritu tambaleante, sangrando á cada nueva crisis, acibarado el cristalino manantial de la fe, cruzaba la vida cargando á cuestas su maldecido fardo.
Después me confesó sentir un alarmante aplanamiento intelectual. En esos instantes de inconsciencia se creía capaz de llevar á cabo los más absurdos proyectos.
«La enfermedad, me dijo con tono dolorido, hace grandes estragos en mi organismo. El médico me aconseja cambiar de medio, buscar impresiones que me reanimen; en una fuerte emoción está quizás mi salud. Pero, crea usted, que es sorprendente lo que me sucede; en medio de esta ruina total de mis sentimientos, de este desbarajuste en que vivo, con rasgos encantadores, con capitosas seducciones, los episodios del colegio, al lado de las buenas madres, ejercen sobre mi cerebro un influjo que me da miedo. Casi creo que es una obsesión de la vida monacal. Le temo al convento, y, sin embargo, siento germinar en mí su insinuante atracción. ¿Seré yo monja?...
Partió para climas distantes en busca de alivio. Y desde el fondo
de mi corazón, presagiando el próximo desenlace, la acompañaron mis
tiernas simpatías de amigo.
Corrieron los años. Y ahora el periódico me anunciaba su extrema resolución, el naufragio le aquella alma. ¡Quién logrará saber algún día las tremendas luchas en que fué sangriento actor ese pobre corazón de mujer neurasténica!
Y adivinaba el fatal dilema: ó el suicidio ó el convento.
Este último triunfó. Bien mirada la cosa tanto valía el uno como el otro. El suicidio mataba el cuerpo, salvándose quizás el alma. ¡Ah! el convento, la mansión impía y oscura, ¡la eterna cripta, condenaba para siempre el cuerpo y el alma!...
Atavismo
Confidencias del boudoir
Estoy en vísperas de viaje, y esta es la última noche que paso en mi tibio boudoir
tan primorosamente arreglado y con sus alegres cortinajes color rosa
claro En torno mío se despliegan los muebles limpios, brillantes,
denotando el afanoso esmero de la criada, y al contemplarlos se apodera
de mi ánimo un invencible sentimiento de tristeza.
Tengo ahora que darles el adiós de despedida; mañana estaré cruzando el Océano en dirección á Italia. Y la chaise longue, semi-oculta en la media sombra que arroja el luciente biombo de seda azul bordado de grullas doradas; la cuja de fina caoba, velada por tules aurorales; y los poufs mullidos y tan bajos, que parece uno descansar sobre el suelo, adquieren, iluminados por la suave claridad celeste de la lámpara, semejanzas de vida, aspectos de seres animados. Experimento una dulce atracción por todo lo que me rodea y aspiro, difundido en el ambiente de esta habitación, vagas emanaciones de mi perfume favorito. Me imagino que en cada una de las piezas del mueblaje, dejo leves rastros de mi permanencia en estos lugares; esa prolongada huella, que atraviesa el canapé en sentido longitudinal, delata mis ocios durante los crepúsculos estivales, y así de este modo iría reconstruyendo todo mi pasado.
Parto dentro de breves horas y he buscado refugio aquí deseosa de meditar á solas: debo pensar en mi novio Carlos que tanto me idolatra. Ya me figuro su pesadumbre cuando no le quepa duda acerca de mis propósitos; todavía le alienta la esperanza de que en el postrer instante desista. ¡Soñador! Hace tiempo que me resolví á partir, y todo esfuerzo será ineficaz, pues soy inquebrantable en mis resoluciones.
No quiero pecar de injusta y reconozco en Carlos sobrado de derecho para recriminarme; fuerza es convenir en mi crueldad para con él. Aunque me acuse de frívola, de tornadiza, hasta de coqueta, no recurriré al enojo ni á las disculpas ¿Pero qué soy yo ciertamente? El descubrirlo nunca ha solicitado mi curiosidad. Y aunque lo Investigara ¿llegaría á una solución satisfactoria? Por otra parte, huyo á sabiendas de todo lo que sea análisis y prefiero permanecer ignorante sobre el particular antes que oir las difusas y pesadas disertaciones de los médicos. Detesto á esos sabihondos que gravemente auscultan al enfermo, le examinan con minuciosidad y se apartan del lecho moviendo la cabeza con aire entristecido; luego, reunidos con otros colegas, sacando á relucir su caudal de indigesta erudición, hablan de atavismos, de propensiones hereditariomorbosas de desequilibrios y vesanías. Nunca he podido tomarlos en serio, y reí grandemente una vez que un médico, amigo mío, dando muchos rodeos, con delicadas reticencias, me comunico con voz meliflua, que en mí se había realizado un caso de atavismo. No quise dejarlo proseguir y le supliqué que se callara. Y entonces dije para mis adentros que tenían un tema bien singular todos aquellos médicos, siempre que se trataba de nosotras las mujeres.
Al saber Carlos mi viaje acudió presuroso á verme. Recuerdo con todos sus detallas aquella escena. Caía la tarde y yo estaba tendida en un diván; de súbito sentí ruido de pasos, luego se abrió la puerta del salón y Carlos se presentó delante de mí breves momentos se detuvo en el umbral; parecía indeciso, turbado; en seguida avanzó lentamente y vino á sentarse á mi lado. Su mano febril estrechó la mía, y sin soltarla, mirándome con extraña fijeza, balbuceó: ¿Conque te marchas decididamente, Leonor? ¿No basta á detenerte mi inmenso cariño?» Comprendí toda la amargura que repletaba su espíritu, me representé las encontradas ideas que enloquecían su razón y por un instante me apiadé de su infortunio; pero rugió mi orgullo de aristócrata y guardé silencio, limitándome á sonreirle dúbitativamente, como acostumbramos á hacerlo las mujeres cuando empleamos esas sonrisas á medias tintas
En seguida se mostró quejoso de mis desvíos, desolado por mis rarezas y terminó rogándome que no partiera. Al verle á mis pies tembloroso, consternado, empalidecido por el sufrimiento su delicado rostro de adolescente, me recreé un segundo con la idea de poseerlo haciéndolo mi marido; pero al instante rechacé semejante locura ¡Enlazarme yo con ese niño! Y recordé entonces las historias y cuentos que murmuraron en mis oídos los médicos. Me conocía atávica, indomable, llena de horror por el matrimonio.
Además me consideraba como depositaria de uh horrendo legado, y en ocasiones sentía arder voraz la sangre en mis venas y prendían en mí raros impulsos, terribles sugestiones, toda una espantosa pesadilla que me atorturaba horriblemente. Entonces mis nervios irritables, espasmódicos, vibraban desordenados, furiosos, é invadida por desconocidos temores corría desalada á los templos buscando, aunque vanamente, alivio para mis males; porque la dolencia que corroía mis entrañas venía perpetuándose al través de las generaciones de mis antepasados.
No consiento en ser esclava sumisa de los caprichos de otro, aunque ese otro sea mi bien amado; porque en mi sangre palpitan rebeldías sensuales que no se compadecen de las castas dulzuras del hogar, y me atrae poderosamente la vida libérrima, sin trabas. Soy fantaseadora á mi manera y encuentro monótona esta existencia.
Nadie me tildará de desapiadada para con él; al contrario, he sido demasiado leal, pues conociéndome bien no he querido abusar de su inexperiencia. Cuando la fiera es brava, el domador tiene que serlo aún más; y en ocasiones, no bastando las pistolas para domeñarla hay que recurrir al hierro candente. Y el domador entonces debe convertirse en implacable, sin que un punto se estremezca su alma, sin acusar el menor asomo de debilidad. Yo soy esa fiera y busco un domador más vigoroso.
¡Dios mío, qué entrevista tan violenta fué la de aquella tarde! ¡Qué lluvia de reproches la que me cayó encima! Yo le oí sin pestañear, compadeciéndole interiormente; una vez que él hubo acabado, queriendo yo concluir con aquella farsa insustancial, le dije que me marchaba; porque, dueña de mi albedrío, á nadie permitía la más ligera observación sobre mis actos.
La rudeza de mis palabras lo desconcertó un minuto; en su rostro vi pintada una angustiosa ansiedad, y en el colmo de su sorpresa no atinaba á hilvanar razón alguna. En medio de su estupor sólo comprendía una cosa: mi súbito enojo. Tuve lástima de su embarazo y le puse término con breve gesto, Carlos salió maquinalmente. Por rápidos instantes, percibí el rumor de sus pasos Después me quedé solitaria, cogida en el mortífero engranaje de mi dolorosa neurosis, mientras acudían á mi cerebro con enfermiza tenacidad horribles pensamientos
Apoyada en el respaldo de un sillón, en actitud de acecho, cada paseante que miraba discurrir por las aceras de la calle me parecía que era Carlos, é instintivamente clavaba los ojos en la puerta, como si realmente él fuera á entrar; pero nadie entraba y se alejaban los pasos cada vez más amortiguados, cada vez más lejenos. Era inútil mi empeño; él no regresaría á implorarme, ni yo cedería un ápice en mi proyecto. Un carruaje pasó con estruendosa rapidez haciendo retemblar los vidrios y agitando las colgaduras de mi lecho, que el ocaso iluminaba con tonos de púrpura.
Desde entonces una incompresible melancolía invade mi espíritu y experimento una mortal congoja; casi creo que tengo ganas de llorar. Ya me explico la causa; las fuertes emociones de estos días me han conmovido á tal extremo
El reloj que adorna la pared marca las tres de la madrugada. ¡Cómo ha corrido el tiempo! Hace horas que estoy entregada á este examen de conciencia. He tenido que hacerlo aun cuando me cueste desgarrarme fibra á fibra el corazón. Desequilibrada, visionaria, ó lo que fuere, sufro un martirio atroz. Hermosa, rica y lisonjeada por todos, soy una infeliz, una galeote que arrastra consigo su cadena de desdichas.
Mañana, cuando luzca el nuevo día, la lumbre del sol calentará mi cuerpo y ahuyentará mis pesadillas. De esta nox tristísima salgo purificada por el sufrimiento
Con mi partida tranquilizo mi alma y salvo á Carlos. Iluso ó calculador, pues no me importa averiguarlo, mi altivez no se resigna al humillante papel de verdugo ó de cómplice. Por otra parte, debo reputar como desventajoso, para mí se entiende, un enlace con él. Alardeo de ilustre prosapia, de aquellas que se ameritan con el transcurso de los años, y siendo esto así, ¿qué voy ganando yo con semejante alianza? Es necesario acallar esas sonrisas preñadas de malevolencia, acabar de una vez por todas con las fabulaciones que fraguan los maldicientes creyendo en su suspicacia que he buscado un marido ad hoc. Quizás, no tanto á mi orgullo de dama linajuda, cuanto á esas hablillas de los desocupados é imbéciles, sacrifico la víctima. No tolero las duplicidades, no admito las reticencias y gusto de la franqueza.
Obro con energía cual cumple á mi indómita voluntad Por ahora cedo en la contienda; más tarde, cuando no estén de por medio razones de ese juez, podremos enfrentarnos resueltamente la sociedad y yo. Atávica ó impulsiva, cargando siempre á cuestas el fardo de mis males hereditarios, quizás de entrambas combatientes, soy yo la más honrada. Después de todo, me encojo de hombros, y sonriéndome irónicamente, debo exclamar que la partida queda solamente aplazada.
Es asunto decidido; mi viaje y mis maletas ya están arregladas. Por fin la noche termina; el día surge por oriente y sus primeros resplandores vienen á iluminar mi rostro; pero antes de partir, doy un cariñoso adiós á mis mis muebles, aliso mis blondos cabellos ante el espejo del tocador, y como actriz una vez acabada la tragedia digo ceremoniosamente: «Hasta la vista»
La linterna japonesa
Eran como las tres de la madrugada, cuando abandonarnos el baile de máscaras aquella lluviosa noche de Carnaval. Había mucha gente en las calles y todos nos dábamos mutuas bromas.
Los picos de gas reflejaban de modo extraño sobre el suelo completamente nevado; el viento desapacible, húmedo, hacíanos tiritar bajo la fina tela de los disfraces.
Marchaba nuestra comparsa atronando los aires con sus estrepitosas carcajadas y cantando, las mujeres especialmente, romanzas cursis de antiguas zarzuelas. El personal que componía la mascarada era el siguiente: dos pierrots con sus rostros enharinados y sus manojos de chilladores cascabeles, un clown— mi buen amigo Peter—vestido de ridícula etiqueta y con su enorme y roja nariz que parecía una brasa ea medio de las tinieblas, una seductora Colombina de rubia cabellera y ojos de suave color de zafiro y amable como buenamente puede serlo una cocotte de París, y por último varios chafarrinescos polichinelas. Yo vestía de juglar japonés.
Los peatones se detenían á vernos pasar sonriéndose burlonamente; Colombina no podía estarse un momento quieta, hacia muecas á los pollos y golpeaba cariñosa con su abanico de rosadas blondas á los señores graves y re posados, que la miraban breves instantes sorprendidos de su descoco.
Nos dirigíamos presurosos á casa de Colombina; allí nos experaba una exquita cena. Una vez instalados en su boudoir, colocados alrededor de las mesas empezábamos á beber, primero de sobria manera, después con impaciencias de sedientos; en tanto que un asmático piano que yacía confinado en un rincón principió á gemir viejas melodías. Con todo vino á aumentar la animación y el contento Aunque bebí poco, el licor se me subió á la cabeza y sentí nublárseme los ojos
Por eso cuando rompieron á valsar, abandoné el asiento y me tendí en un diván sumergiéndome en dulce fantaseo. De pronto alguien gritó con acento enroquecido: ¡Ponche! y al punto como por arte de magia surgió sobre la mesa una elegante ponchera de platino, bellamente esculpida con primorosos bajorrelieves, que despedía un fascinador haz de llamas temblorosas y azuladas. Y pensé entonces con dejos de suave voluptuosidad en las miradas de Colombina que reclinada sobre un sofá se reía de un modo sugestivo, deslumbrando con el limpio esplendor de sus menudos dientes.
La cena había terminado; los comensales que no bailaban discurrían con alborozo sobre diversos temas. Otros fumaban tomando á pequeños sorbos su tacita de café.
El ponche ardía fantásticamente; mis pupilas se llenaban de misteriosos fulgores siguiendo con amoroso afan el callado palpitamiento de las diáfanas flámulas que ora se alargaban tanto que parecían desprenderse del líquido para revolar por el tibio ambiente de la estancia, ora se encogían, se retorcían, haciéndose pequeñitas, estremecidas por repentinos pasmos, como si fueran, en silenciosa agonía, á rendir el alma en luminosos desmayos.
¿Por qué me sentí conturbado aquella noche? ¿Qué rara obsesión ejercía sobre mi espíritu el dulce llamear de la ponchera? Y antes de que hubiese podido encontrar la respuesta, mis sienes latieron sordamente, una compresa de bronce se posó sobre mi frente y en mi cerebro, como extraído de sus más profundas reconditeces, con dolorosos esfuerzos, brotó una penosa historia, cuyo recuerdo entristeció una gran parte de mi vida
Y ahora se precisaba con rasgos de fuego ese lamentable episodio ocurrido hacia muchos años en un pintoreco balneario, á la vez que un irresistible impulso me traía sumamente desasogado; era como un prurito de contar el caso, aplacando así mis redivivos remordimientos. Veía con horror la claridad luminosa que emergía del ponche, y con escalofríos de espanto á medida que esa claridad se tornaba más azulada, mi memoria se complacía con morboso placer en reconstruir ese fúnebre acontecimiento de mi pasado.
Cuando la sobrexcitación nerviosa que hacía rato me iba dominando llegó á su colmo, no vacilé ya y lanzando un hondo suspiro llamé á mi alrededor al concurso. Entonces de un sólo tirón, como quien está demasiado premioso para llegar al fin, todo lo narré
Mientras hablaba emocionado, el alba filtraba sus primeros resplandores al través de los cortinajes del balcón, haciendo palidecer al gas y comunicando á nuestros semblantes un tinto cadavérico. El ponche había cesado de arder. Colombina echada en negligente actitud sobre un tapiz tendido á mis pies, mirándome pensativa, pendiente de mi relato tenía un suave matiz de cera virgen, semi-iluminada como estaba por las discretas luces del amanecer. Dije poco más ó menos lo que sigue: «Sucedió esto que voy á contarles durante una temporada de verano, allá en un delicioso pueblecito situado á orillas del Adriático; en ese entonces la moda, variable en sus predilecciones, lo hizo el lugar más smart de la estación calurosa. Acudieron por bandadas los turistas que andan á caza de impresiones, los pintores en boga, los poetas de los five ó clocks y las aristocráticas damas que se creerían desmerecer ante la estimación «le los círculos sociales si no concurrieran allí. Los días se deslizaban breves y placenteros Se hacía música, se flirtaba en la anchurosa terraza del hotel, edificio montado con todo el moderno confort, y se organizaban partidas de amenas diversiones.
Una incómoda enfermedad de los nervios producida por el surménage intelectual y que poblaba mis noches de desesperantes insomnios, motivaba mi permanencia en aquel balneario. El médico, al prescribirme el viaje, calándose los lentes, así terminó de sentenciosa manera: «Amigo mío, ese organismo no funciona bien; es preciso aire bastante fresco y puro y mucha agua salada. Parta lo más pronto posible. Y partí al día siguiente.
Tuve favorable acogida, y desde luego mis asiduos contertulios fueron un joven polaco, un marqués ruso distinguido é ilustrado y un barón italiano de tez morena y de ademanes neuróticos, médico del pueblo, y á quien me recomendó especialmente el facultativo que me curaba. Al cabo de una semana éramos todos íntimos amigos y nos íbamos á menudo de excursión por los alredederes de la villa.
Por la noche, huyendo de la charla banal de los concurrentes, nos refugiábamos en la habitación del médico, en el segundo piso del hotel y que tenia una magnifica vista al mar. Allí discurríamos largas horas sobre asuntos de palpitante interés.
Hasta nosotros enviaba el Océano sus roncas sonoridades, y por la ventana completamente abierta penetraba una brisa acariciadora, tonificante, que daba grato bienestar á nuestros fatigados pulmones. Las ondas tenían fúlgidos cabrilleos, y en el ambiente luminoso, destacando con limpieza sus bruscos perfiles, el distante faro dardeaba sus rojizos reflejos.
El médico refería casos extraños y difíciles, y á propósito de ellos se lanzaba á toda clase de sabias disquisiciones sobre neurosis complicadas y fobias extravagantes. Era muy erudito en dichas materias y para atestiguarlo estaban metódicamente hacinados en sus estantes de cedro muchísimos volúmenes, grandes y de recia empastadura.
Pero lo que yo no podía perdonarle era su cruel pesimismo, su sistemática negación de todo generoso impulso, de todo esforzado ideal; su burla implacable, cortante como acerada cuchilla, me provocaba repentinos accesos de sorda rabia. Poco á poco, como él iba extremando su empecinamiento de escéptico, se me fué haciendo aborrecible.
Otra cosa sublevó más mis nervios, sus meticulosos cuidados acerca de mi personalidad moral. Creo que me consideraba como inexperto adolescente, demasiado ignorante de las miserias de este mundo y á quien fuese menester amaestrarlo para los lances de la vida. Se convirtió, pues, en mi solícito y cariñoso mentor.
Siempre lo tenía sobre mis pisadas recomendándome el bromuro, las duchas, el reposo más absoluto; en una palabra, un severísimo régimen sin el cual, agregaba él, nunca sanaría. «Los temperamentos neurasténicos como el suyo, me repetía invariablemente, necesitan gran suma de prudencia en su terapéutica; de otra manera se corre muy serio peligro.»
Y muchas veces, á trueque de pecar de grosero, estuve á punto de enviarlo á los mil diablos. Me revestía de calma y simulaba escucharle con gran atención. El continuaba aconsejándome con gestos rápidos, con bruscos parpadeos y siempre con su acento apasionado y rebosante de fogoso entusiasmo.
También el médico—y esto llegué á descubrirlo mediante pacientes investigaciones—padecía del sistema nervioso. Desde luego así lo confirmaban sus maneras algo extrañas, sus temblores de azogado cuando en la discusión se veía vencido y por último la ligera palpitación de su labio inferior, imperceptible á primera vista, pero notable cuando se violentaba.
Un día se lo dije con una leve sonrisa irónica. Al oírme se estremeció un poco, bajó los ojos como si se sintiera corrido; en seguida soltó una carcajada y me hizo un guiño de asentimiento. En todo el resto de la tarde lo hallé preocupado y pensativo.
Hasta aquí las cosas marcharon regularmente; pero un incidente acaecido por ese tiempo, convirtió mi aversión en odio declarado.
Llegó al balneario una gentil italianita acompañada de su mamá. En el hotel los mozos la llamaban la señorita condesa. Ciertamente pocas criaturas podrían cautivar una voluntad desde el primer instante como ella; su rostro de un fino óvalo tenía esa palidez aristocrática de la camelia; sus ojos profundos, ardientes, resaltaban con su húmeda negrura sobre el marfil de la tez; y su boca era un diminuto arco rosa que al sonreir con gracia ingenua se distendía pareciendo despedir una silbante flecha
Tuvo, como cesa muy natural, una entusiasta corte de adoradores; pero ella efectaba una desdeñosa indiferencia por todos sus chichisveos. Su seno frío y hermoso como el alabastro no se conmovía ante las lisonjas.
Como yo tengo mis ribetes de soñador al punto me forjé un problema; pensé que estudiado cálculo inspiraba las acciones de aquella mujer. Y entonces dije para mis adentros: yo también probaré forfuna. Inmediatamente le puso sitio. Mi táctica, de antemano preparada con artificio, fué del todo distinta á la de los otros.
Omito los pormenores del asedio amoroso y sólo diré que obtuve envidiable éxito. ¿Qué halló en mí esa italiana que la apasionó tan locamente? No paré mientes en el misterio que ésto pudiera encerrar; porque tratándose de un sexo tan de suyo impresionable, soy decidido creyente del tic femenino.
Quizás sí contribuyó mayormente á mi triunfo las rarezas de mi carácter, las anomalías de mi conducta rayanas en la locura, notas que adrede procuré extremar de modo excesivo. O también pudo sojuzgar su alma de mujer voluble ese incesante ejercicio mental á que sometía horas enteras, señalándole mi robusta intelectualidad los senderos que mejor conspiraban á mis ulteriores fines. En seguida, con acento vibrante de pasión, dando riendas sueltas á mi calenturienta fantasía, subrayando con la mirada las palabras sobre las cuales pretendía hacerla meditar, le hablaba de las inefables delicias del amor ó le imaginaba paraísos como nunca los soñara el más constante fumador de opio.
Es muy posible asimismo que su nativa curiosidad excitada sobre manera con mis sabios refinamientos la llevara dócil y pasivamente á mis brazos; pero, con todo, el néctar de estos amores, paladeado por mí á sorbos lentos, no me embriagó hasta el delirio. Siempre fué mi ideal el amor en sí, nunca en las mujeres
Se me olvidaba apuntar que entre mis rivales figuraba mi caro amigo el médico pesimista, que dando de mano por esta vez á sus feroces teorías cortejó con ahinco á mi amada. Naturalmente escolló al primer ataque.
Gozaba yo descuidado de mi triunfo, cuando durante un bellísimo crepúsculo, paseándome por la ribera del mar con la adorable condesita cogida tiernamente de mi brazo, acertó á encontrarnos el referido médico, y lejos de evitarnos vino hacia nosotros, nos saludó con desusada afabilidad y al instante comenzó á disertar, galano y persuasivo, sobre sus temas favoritos. No fuí dueño de reprimir un movimiento de desagrado ¿Notóle él? Creo que sí, pero sin desconcertarse, tal vez con más aplomo, continuó hablando.
Mi amada aparentaba oirle, y en sus labios vagaba una sonrisa burlona. No había, pues, otro remedio que soportar su insufrible charla. De esta manera recorrimos algunos centenares de metros; el sol, entre tanto, se hundía en las espejeantes aguas que remedaban un vastísimo incendio. En el cielo los arreboles se agrupaban en artístico desorden y sus caprichosos matices, entremezclados á la ventura, fingían mágicos kaleidescopios.
De pronto se extinguieron los luminosos reflejos y en su lugar una tenue coloración rosa pálida decoró el poniente; el pleamar hizo mugir sordamente las hasta entonces tranquilas ondas. El hotel encendía sus luces; la playa íbase quedando desierta y silenciosa.
Y el médico, sugestionado por maligno deseo, seguía incansable con sus fatigosas elucubraciones. Pensé un segundo en llevarle la contraria, pero reflexioné que cosa peor no podía concebir, pues de ese modo le daba pie para continuar con más empeño.
Se mostró desapiadado con los ensueños de amor, y con sarcástica intención, recurriendo á sus odiosos autores, nos abrumó con sus citas de una realidad espantable.
Entonces comprendí su propósito; quería á toda costa destruir nuestra felicidad, pues su rabiosa envidia no toleraba nuestro jubiloso idilio. Y en su negra perfidia llegó hasta insinuar la duda en mi pecho amante. Cuando creí que iba á estallar mi cólera en frenéticos reproches, descubrí asombrado que una tranquilidad fría, reposada, me dominaba. Ni siquiera se agolpó la sangre á mis sienes y mis pupilas lo vieron todo de rojo. Muy al revés de lo que quizás se aguardaba el muy infame, le sonreí con cariño y tendiéndole la mano le dije con extraño acento:
Hasta la vista, amigo mío.» Y solté una risotada que lo dejó perplejo.
Mi amada me siguió, y en sus excrutadores ojos clavados en mi semblante, percibí el estupor que le produjo mi respuesta; para aquietar sus terrores enlacé voluptuosamente su fino talle y le hablé quedo breve rato.
Me entendió al punto é hizo un gesto de aprobación. Cuando llegamos al comedor del hotel hacía tiempo que las sombras envolvían al pueblo.
¿Qué cosa había fraguado yo para castigar cual se merecía al artero médico? Una idea diabólica, surgida al mágico conjuro de mi rabia, nació en mi cerebro. El asunto era macabro y por demás terrorífico. Recordaba haberlo leído en delicioso volumen que trataba del arte japonés en el siglo XVIII, intitulado Hokousaï La sugestiva y delicada pluma de Edmundo de Goncourt había derramado copios mente en sus páginas las ricas mieles de su galano ingenio y de su inimitable estilo
Este magistral libro que estudia la pintura japonesa en una de sus más interesantes ramas, al ocuparse de los cuadros de Hokousaï, dice en el capítulo XXXV, lo siguiente: «En 1830 aparece Hiaki monogatari, Los cien cuentos: una serie de estampas fantasmagóricas, demasiado espeluznantes, y de la que sólo vieron la luz pública cinco planchas, cosa debida tal vez al espanto que producían La más horrorosa de la colección es una linterna que representa una cabeza de muerto, con los cabellos hirsutos sobro el abultado cráneo pálido y lustroso, mientras los pelos restantes están adheridos á las sienes, viscosos y desordenados; las fibrillas sanguinolentas del blanco de los ojos son iluminadas por la claridad interior de la linterna; y los bordes y pliegues del papel imitan con horrible fidelidad las suturas del cráneo. Esta cabeza de muerto, producto de una imaginación macabra, causa en medio de las tinieblas un indecible pavor.»
Mi venganza consistía en valerme de este medio para ocasionarle á mi enemigo un susto imaginable, burlándome al mismo tiempo de sus orgullosas teorías y de su desprecio por todo lo que significara visiones de ultratumba. Pero advertiré que confiaba mucho en su temperamento desequilibrado y así como en una fobia rara que lo poseía: miedo cerval á las sombras. Bien me acuerdo que fué durante una noche tenebrosa como nunca, cargada de electricidad y de lluvia, cuando hice este singular descubrimiento. Conversábamos de aparecidos y fantasmas. Desde mis primeras palabras le sentí estremecerse como á impulsos de un calofrío; luego prestó inaudita atención á mis lúgubres relatos. Varias veces me figuré escuchar un sofocado aliento, como si alguien muy cerca de mí, se estuviera muriendo víctima de enloquecedora angustia.
Al concluir, me preguntó él si verdaderamente yo creía en esas cosas Le contesté con dubitativo ademán. Para retirarnos á nuestras habitaciones teníamos que recorrer una larga galería, á la sazón muy oscura, porque la violencia del viento había apagado las luces; íbamos casi agarrados de las manos, con esmerada prudencia, á fin de evitarnos un encontrón en los muros. De súbito un fuerte soplo de aire arrebató un paño del toldo que resguardaba á la galería de les rayos del sol y se lo llevó volando con sordo estrépito; como pasó rezándonos bruscamente, nos tambaleamos llenos de horror cual beodos y fuimos á caer junto á un pilar. Cuando me reporté del miedo, levanté la cabeza todavía algo aturdido creyéndome victima de algún mal sueño; pero el cuerpo de mi compañero tendido á mi lado me aclaró el entendimiento. Sin duda nuestra sobrexcitada imaginación fingiónos alguna cosa terrífica que nos desmayó Momentos más tarde, riéndonos de nuestro anterior susto, bebíamos café y fumábamos entregados á sabrosa charla.
Con estos antecedentes arreglé á mi sabor un excelente plan de venganza. Al intento me procuré una linterna japonesa decorada tal como la ideó el fantasista Hokousaï; la suerte vino en mi ayuda de modo providencial. Un agregado de la embajada japonesa, que en ese entonces residía en el balneario me la proporcionó, asegurándome al mismo tiempo que era una feliz imitación de la de Hokousaï.
Ya no tenía más que hacer sino esperar la llegada de la noche. Durante el día, devorado por febril impaciencia, temeroso de un fracaso, preparé con refinada crueldad los menores detalles le mi proyecto. Pensé que era preciso introducirse en su aposento, cuando reinara en el hotel el más completo silencio, acercarse calladamente á su lecho y una vez allí irle despertando con ruidos extraños, con pisadas cautelosas, con frufrús de trajes que simularan fugas presurosas; en una palabra, mi malévolo ingenio me sugería una impresionante mise en scene del terror. Por otra parte el inmenso odio que le tenía, espoleaba mis bajos instintos.
De repente rasgó los aires un gemido indefinible, mezcla extraña de pena y horror; yo temblé de miedo al escucharlo. Nunca he vuelto á oírlo, pero tampoco podré olvidarlo mientras viva. Y á vecos he pensado que los náufragos, cuando cansados de nadar, palpitante el corazón, estertoroso el aliento, contemplando la ola sombría abalanzarse sobre su entreabierta boca, creen ya irremediable su muerte, deben gemir de ese modo. Luego de su pecho, oprimido por intolerable angustia, se escaparon roncos rugidos, estridentes algunos, lacrimosos los demás; y por minutos adivinaba yo el aumento de su espanto á medida que sus párpados sacudían el sueño. «Ya despierta, me decía yo, con satánico regocijo. Ahora mismo, se incorpora, mira en torno suyo opresa el alma, adoloridas las sienes, y piensa para aplacar su terror, que no hay nada, que esos vagos rumores los causa el viento colándose por entre las vidrieras de la ventana ó quizás un ratoncillo que atraviesa medroso la estancia. Y vuelve á dormirse vencido por la emoción.»
Pero todo era en vano; ya no podía conciliar el sueño. Su imaginación, sugestionada por el horror que palpitaba en el ambiente, excitaba sus nervios, impresionables en alto grado, y le iba trazando sobre el lienzo de la oscuridad cuadros de tétrica fantasmagoría, así desfilaban ante sus ojos, agrandados por el miedo, paisajes de inverosímil vegetación aferrando sus nudosas raíces á plutónicos terrenos, ostentando en las ramas de los árboles á manera de frutos macabros racimos de cráneos, de vértebras y esqueletos á medio pudrir, conservando aún entre las costillas restos de carnes verdosas.
Esperé todavía unos cuantos segundos; mi frente abrasaba como una ascua. Tendí el cuello, escuché un rato devorado por la impaciencia y resolví entonces terminar
Como surge el relámpago rasgando el velo de las sombras, encendiendo los aires con su cárdeno resplandor, centelleante hasta cegar, así de modo repentino, prendida al extremo de una caña, columpiándose sobre la cabeza del estupefacto médico, se mostró mi linterna automáticamente iluminada, esparciendo por doquiera una claridad azulada con ribetes azufrosos. Largos instantes la balanceé con irónico movimiento Su efecto era terrorífico de verdad y contribuía á aumentarlo una levísima gasa que se desprendía silenciosa de su base.
Cuando sonaron por fin las doce en el reloj de la vecina torre, me apresté á poner en ejecución mi bien urdida venganza. Su aposento estaba situado en el extremo de un pasadizo que terminaba en la amplia azotea. Desde allí por entre las columnas, divisábase gran extensión del mar sumergido en densísimas tinieblas. La noche se presentaba lluviosa, y una espesa bruma velaba los edificios.
Avancé con exquisitas precauciones hasta colocarme junto á su ventana, que permanecía entreabierta, circunstancia que me regocijó en extremo y que tal vez era motivada por el tempestuoso bochorno que empezaba á sentirse en aquel ambiente cargado de electricidad. Nada se oía á mi alrededor. A ratos débilmente, á manera de lejano trueno, se percibía el apagado retumbo de las olas contra los enormes arrecifes, mar adentro.
Extendí el brazo, empujé con suavidad las hojas de madera y corrí presuroso las cortinillas, y entonces en las sombras se destacó vigorosamente el cuadro de negrura de la ventana. Escuchó un brevísimo tiempo; silencio absoluto, sepulcral. Pero momentos después, aguzada mi oreja por la tensión nerviosa que me agitaba, me pareció distinguir el resoplido de un pecho fatigoso, mientras á intervalos sentía moverse entre débiles quejidos un cuerpo humano. Me imaginé al instante que mi rival soñaba algo horrible.
Aunque no lo veía, me lo figuraba lleno de pavura, debatiéndose jadeante, bañado en copioso sudor, á impulsos de atroz pesadilla, y con maquiavélico gozo pensé que los acontecimientos me eran demasiado propicios. Ya estaba mi sujeto bajo la abrumadora impresión del miedo; ahora me tocaba á mí continuar saturándolo de horror hasta la angustia.
Entonces con el susceptible amor propio del artista que se esmera en desplegar sus habilidades á fin de que el aplauso sea más espontáneo y más nutrido, me puse incontinenti á la obra. Primero encendí una cerilla iluminando bruscamente el cuarto, ofuscando sus veladas pupilas con la instantánea claridad, luego la apagué volviendo á enseñorearse del aposento las caóticas tinieblas. Después á horcajadas sobre el alféizar, calculando la posición de su lecho, arrojaba por esos sitios puñaditos de arena imitando así los leves pasos de una persona que gira á nuestro alrededor. Por último para fingir esos mil rumores inquietantes que nos sobresaltan en las altas horas de la noche, me había provisto de telas engomadas que pendientes de luengas cañas barrían lentamente la alfombra evocando en temperamento nervioso paseos fugaces de siniestras visiones
Una escena horrible presencié en esos momentos. Ví al médico incorporarse tan vivamente como si le hubiera picado una víbora, tender con ademán desesperado las manos, cerrar los ojos con indecible pavura, apretarse con fuerza las sienes como si fueran á estallar y luego lanzando un gruñido sordo, cavernoso, como partido de las interioridades del pecho, desplomarse pesadamente. Después se quedó allí inerte, desencajadas las facciones, vidriosas las pupilas. El médico había muerto.
Mi sorpresa fué en esta ocasión tan grande como mi horror. Yo era un asesino. Corrí hacia su lecho, le moví rudamente esperando que todo fuera un simple desmayo; pero mi duda no duró mucho tiempo. Efectivamente tenía entre mis manos un cadáver
Huí desparido de aquel sitio maldiciendo de mi fúnebre burla, me refugié en mi cuarto, y al día siguiente, sin despedirme de nadie, abandoné el pueblo perseguido por atroces remordimientos. Ignoro lo que ocurrió después.
Solamente supe, años más tarde, que un médico certificó que mi rival había muerto fulminado por una súbita congestión cerebral.