Infidelidad

José Antonio Román


Cuento


Y fueron una palabra imprudente, una sonrisa maliciosa y un ligero rumor de asombro que provocó en los concurrentes su aparirición, los que llevaron á su ánimo la dolorosa certidumbre de su deshonra. Le latieron fuertemente las sienes, una repentina oscuridad le envolvió un instante y sintió que el brazo de la infiel se agitaba nervioso bajo la brusca presión del suyo. Pero había que aparentar serenidad ante aquellas pupilas impertinentes, que se clavaban en sus rostros, y ambos empezaron á repartir á diestra y siniestra saludos afectuosos y frases galantes.

Puso término á su embarazosa situación los alegradores preludios de un vals, y las brillantes parejas que discurrían por el vasto salón atrajeron sobre sí la atención del concurso. Al fin estaban salvados. Y mientras ella se instalaba entre un grupo de amigas riendo y charlando de buen humor, él deseoso de aire puro y de soledad se encaminó á la terraza. Una vez allí encendió un cigarro y se dejó caer sobre una butaca sintiéndose quebrantado por tantas emociones. Ante sus ojos se extendía gran parte de la ciudad con sus luces temblorosas, medio velada por una transparente neblina. Las torres de las iglesias se destacaban sobre el brumoso horizonte. De las solitarias calles subía hasta él una bienhechora humedad que calmaba su sobreexcitado organismo. Hacia el oriente una hermosa luna llena, brillante como un inmenso disco de bruñida plata, iluminaba las nieblas, dándoles un aspecto fantástico. Lima en aquella silenciosa medianoche, con los extrañas cúpulas de sus templos y sus balcones de bizarro estilo, traía á la mente dulces recuerdos de antiguas ciudades.

Perdido en las tinieblas, la cabeza apoyada en la palma de la mano y ligeramente iluminados sus pies por una débil ráfaga de luz que se filtraba al través del entreabierto cortinaje, se entregó á una sombría meditación. Allí, enclavado en su asiento, completamente sólo, en medio de una densa oscuridad, podía saborear, libre de indiscretos testigos, su irreparable desventura y sin que nadie pudiera seguir en su pálido rostro las arrugas que iba cavando el dolor. Porque indudablemente el golpe había sido demasiado rudo, yendo á herirle en pleno corazón y cuando se creía más seguro de la fidelidad de su esposa. Nunca, como entonces, maldijo tan acremente la estúpida fragilidad del sexo, que destrozaba en un instante de locura toda una existencia tranquila y dichosa. Ella ni tuvo miramientos de ninguna clase ni consideró que su alta posición social, su fortuna y su talento, harían á su marido más fácilmente blanco de la burla. Y al pensar así sintió el infeliz que le ahogaba la pena, se recostó sobre la baranda y clavó la mirada en el oscuro extremo de la larga calle, en donde un efecto de perspectiva, hacía que los numerosos faroles de gas pareciesen una constelación de palpitantes puños de fuego.

Luego vinieron á su memoria, con el suave perfume del recuerdo, los pasados días de ventura, cuando él la retenía entre sus brazos, toda temblorosa de pasión y húmedas sus amplias pupilas, mientras sus amantes labios recorrían su cuerpo con un beso único, cálido y devorador.. Y le parecía verla trémula de placer, toda encendida de rubor bajo la dulce caricia de los blancos velos de novia, radiosa en medio del iluminado altar, cuando pronunció el ansiado sí con voz armoniosa que tenía inflexiones de canto de gloria. Después se la imaginaba en el paseo, negligentemente reclinada en su hombro, la cabeza echada hacia atrás con irresistible coquetería, enviando á todos sonrisas triunfadoras; en tanto que los rayos del sol, dorando su luenga cabellera, le formaban una aureola de virtud.

Entonces le acometieron unos celos rabiosos. Comprendió que nunca había poseído completamente á su mujer, porque la complejidad de su alma la hacía incomprensible. ¡Cuántas veces, pensaba él, una palabra audaz, unos ojos libertinos recreándose en sus formas, la habrán conmovido despertando en ella dormidos deseos, y al regresar á casa ya anochecido todavía febril habrá experimentado un profundo disgusto al recibir sobre su frente pálida y sudorosa mi ósculo de cariño!. Y mientras á la rosada claridad de las arañas del salón, sentado á sus pies, la estrechaba yo por la cintura, contándole muy bajito ardientes ensueños de amor, ¿qué pensamientos hacían brillante su mirada, y comunicaban un delicioso temblor á sus finos labios? Ahora mismo, entre los arrebatadores giros del baile, una multitud odiosa de rivales la están cortejando, y cada uno de ellos, allá en sus adentros, viendo su faz sonrosada por la agitación y la leve palpitación de un semi-desnudo seno, desearán, brutales en sus ansias, poseerla á trueque de mi deshonra.

Y su sufrimiento era insoportable, porque su cerebro, con líneas de fuego, le iban dibujando todos aquellos cuadros. Volvió á imaginarse la escena del adulterio, tal como él creía que se había realizado. Ya no pudo más. Sintió un golpe violento en las sienes; una oleada de sangre pasó ante sus ojos; luego extendió las crispadas manos y asiendo la baranda la sacudió reciamente, mientras sus dientes castañeteaban ahogando un rugido de dolor. Le vinieron terribles impulsiones de darle muerte, dé reducir á carroña toda esa carne fresca y precaminosa, todos esos nervios sensuales y vibrantes que se agitaban espasmódicos bajo la adulterina caricia.

Después le sobrevino la calma. Se tendió en un cercano diván, y trayendo á colación una multitud de observaciones psicológicas recogidas aquí y allá, en las modernas obras de literatura pasional y en su mundana vida de hombre de cuarenta años, se puso á reflexionar sobre lo que él llamaba su caso. Desde luego para metodizar su tarea, para encarrilar sus disquisiciones, recorrió á grandes rasgos toda su existencia de casado, remontándose hasta las causas que él creía determinantes de la traición. Clavó su pensamiento en el pasado de su mujer, investigó prolijamente los menores detalles, las más pequeñas sombras que parecían sospechosas á su mirada de implacable analista, experimentando un raro placer en torturarse así el cerazón.

El la había conocido pobre, aunque de muy buena familia. Siempre recordaba la primera vez que la vió, entre las sombras del crepúsculo, de codos en su antepecho, con su extratraña palidez y sus profundos ojos negros, insinuantes y expresivos. En ellos residía el secreto encanto de su belleza, que hacía temblar de amor al contemplarlos.

El no había trepidado en casarse con ella depositando á sus pies su cuantiosa fortuna su espectabilidad de hombre público y sus relevantes prendas intelectuales; y se consideraba feliz, cuando saliendo del brazo con su esposa á la calle, creía sentir á sus espaldas un mal reprimido murmullo de admiración.

Complaciente como nadie, satisfizo siempre sus menores caprichos.

Además le compró dos carruajes flamantes con una soberbia pareja de caballos normandos; altos, de pelaje lustroso y veloces como el rayo, que con su cochero de gallarda apostura, negro como el ébano, siempre estaban listos ara pasearla por donde ella quisiera. También tenía un pequeño groom con su casaca de plateada botonadura. Sin embargo, á pesar de todas esas deferencias y atenciones, ella le había infamado, sin reflexionar en el irreparable daño que le causaba. Cuanto más meditataba en la falta, tanto más cuesta arriba se le hacía el perdón. Sobre todo, siendo como era la aventura, tan sumamente ridícula; repetíase por todas partes, con burlona intención que una aristocrática dama en un instante de bondad había concedido sus favores, ¿á quién se diría? á un jovenzuelo, casi un muchacho. Entonces volvió á poseerle una rabia incontenible y todo lo vió de color de sangre.

De repente sintió que le tocaban con suavidad en un hombro. Dió un salto y al levantar la cara se encontró con la mirada tranquila de su esposa, cuyos labios esquiciaban una seductora sonrisa. Luego ella le dijo meliflua, envolviendole en su perfumado aliento: «Oye, Ricardo, ya es hora y debemos retirarnos.»

El timbre de su voz le sacó de su ensueño. Se acordó instantáneamente de esa mirada profunda, sugestiva y apasionada que tantas veces le había cautivado; se la representó guardando aún en su piel de armiño las huellas del adulterio. Entonces una tromba de pensamientos homicidas pasó rápidamente por su cerebro aturdiéndole.

De súbito se dejó oir un ruido sordo, pero muy lejano; después vióse en la distante bocacalle, iluminando una gran extensión de terreno, avanzando misteriosamente, el rojo fanal de un express. Segundos más tarde, rugiente, lanzando por la chata chimenea densas espirales de humo, pasó ante ellos alumbrándolos y enviando á los aires el precaucional tañido de su campana. Un instante todavía pudo verse brillando en los pulidos rieles el sanguinoso resplandor de las linternas de atrás.

¿Por qué se quedó él atolondrado, con las extraviadas pupilas fijas en el tren que se alejaba velozmente? Era que su calenturienta fantasía se había figurado en un brevísimo instante una multitud de atrocidades. Le pareció verse cogiendo por el talle á la pérfida, levantándola en vilo y arrojándola en seguida sobre la vía. Luego creía percibir el choque blando de su cuerpo al caer y el grito de indefinible angustia que se le escapaba á ella, viendo á la locomotora venírsele encima. Después... un confuso hacinamiento de carnes sangrientas y de huesos fracturados.

Al punto apartó de sí tan horrible pesadilla y haciendo un esfuerzo para serenarse dió el brazo á su esposa.

Una vez en la puerta de la calle un suspiro de satisfacción dilató su oprimido pecho. El ambiente fresco del amanecer le hizo mucho bien. Y al abrir la portezuela del coche para que montara ella, tuvo la suficiente sangre fría para sonreirla.

Entre tanto el cielo se había despejado adquiriendo una singular limpidez. 1.a luna ascendía triunfalmente esparciendo su diamantina claridad que prendía fantásticos fulgores en los vidrios de los cerrados balcones, mientras la parte baja de los edificios permanecía anegada en sombra

Los caballos piafando briosamente arrancaron al galope, torciendo en seguida por el girón de la Unión haciendo resonar sordamente el pavimento de madera con sus herrados cascos, y en pocos minutos llegaron á la plaza de Armas.

Una atmósfera diáfana, precursora del alba, hacía palidecer los focos de luz eléctrica dándoles un tinte violáceo. Algunas estrellas, todavía rebeldes, destellaban en lo alto despidiendo amortiguados reflejos, mientras la mayor parte de ellas se fundían en la blancura luminosa del horizonte.

El reloj de la Municipalidad dió horas, y por breves instantes quedaron vibrando en sus oídos las lentas campanadas. En un extremo de la anchurosa plaza, percibíase la rara silueta de la Catedral, que á la luz de la luna tenia un extraño aspecto de antiguo monumento, y á su lado, silencioso é inerte, dormía perdido en la sombra el viejo palacio arzopispal. Un tenue perfume de flores embalsamaba el aire. De la pila de bronce llegaba hasta ellos el melancólico ruido que hacían los chorros de agua al desgranarse en los bordes de la amplia taza

Luego, á trote lento, con gran estrépito, penetró el coche en otra calle. Al través de los cristales de las ventanillas contemplábase el desfile tumultuoso y oscilante de las grises fachadas.


Cuando llegaron al domicilio conyugal él se instaló en la alcoba de su esposa y, con gran sorpresa de ésta, en vez de retirarse á su aposento deseándole una buena noche, la interpeló bruscamente:

—¿Estás deseosa de descansar?

—Sí, amigo mío,—contestó ella,—te confieso que tengo un sueño atroz.

—Pues bien; роr esta noche no pienses en dormir. De graves asuntos tengo que hablarte.

Pero ella, comprendiendo mal sus intenciones, le echó los brazos al cuello, y con zalamería replicó;

—¡Ah! ¿Quieres acaso que permanezca á tu lado, amor mío?

—No es eso,—agregó él con un movimiento de enojo

Es que hacía rato que una horrible duda había prendido en su cerebro trastornándole. Y en el coche, durante todo el trayecto recorrido por éste, la estuvo contemplando cuando al paso la luz de los faroles la bañaban con su fugitiva claridad. Varias veces viéndola tan imperturbable y enigmática como siempre, recostada indolentemente en el asiento, acariciándole con sus serenas y esplendorosas pupilas, sintió vehementes impulsos de sacudirla rudamente increpándole su falta. Pero no pudiendo su honrada alma imaginar semejante hipocresía, le asaltaba la sospecha de su inocencia. Y por eso, deseando una situación clara y definida, había hablado así.

Maquinalmente, reprimiendo su emoción, un tanto pálida, ella se dejó caer sobre un diván apoyando sus menudos pies en un cojín. El la miró fijamente durante un segundo, luego con acento frío, cortante como el acero, sin atenuar la crudeza de su pensamiento, se lo dijo todo.

Al principio aparentó ella tranquilidad escuchándole con benévola actitud, mientras sus nerviosos dedos jugaban con las puntas del cinturón de su bata; pero cuando le inculpó su feo delito, entonces no pudo contenerse. Una ola de amargura le subió hasta la garganta amenazando resolverse en convulsivos sollozos; pero temerosa al mismo tiempo de lo que podía suceder en el caso de que su marido descubriera la menor muestra de arrepentimiento en la dolorosa crispación de sus facciones, hizo un violento esfuerzo y se reportó. Sólo unas cuantas lágrimas, pequeños brillantes presos entre sus largas y sedosas pestañas, temblaron un punto, resbalando después, silenciosamente, sobre el marfil de sus mejillas.

Se detuvo sorprendido. Esas lágrimas eran para él un elocuente desmentido de la grosera calumnia. Y deploró sinceramente haberla tratado con tanta crueldad, dejándose llevar por los trasportes de la ira. Anheloso le suplicó con los ojos que se disculpara, que dijera algo en su defensa, porque él la deseaba limpia como el armiño.

Ella removió la cabeza con hondo desaliento y adivinando quizás las ideas que lo dominaban en aquellos momentos, le envió una dulce mirada de gratitud. Entonces él la cogió por las manos, estrechó contra su pecho, y suavizando la voz la consoló largamente, diciéndole, que nunca había dudado de ella, que la creía, por el contrario, pura y fuerte como cristal de roca; pero que la maledicencia, minando insidiosamente su firme confianza, le había enloquecido hasta el punto de injuriarla con sus celos. Ahora sí, concluía él, podré reclamar muy alto tu honradez.

Y mientras él le hablaba de esta manera ardiendo en santo entusiasmo y apartando de su frente los invasores rizos de sus copiosos cabellos, ella, vencida por la fatiga, entornaba los párpados y se adormecía forjando deliciosos ensueños. Y su caprichosa imaginación en cuadros rapidísimos reconstruía sus adúlteros amores.

Se representaba al adolescente que la había apasionado hasta el delirio, gallardo y rico en salud, de músculos fuertes y ágiles. Un aire de inocencia que se desprendía de todos sus movimientos lo daba un aspecto más seductor.

Recordó también aquel caluroso medio día de verano, allá en la azotea de su rancho de Chorrillos, cuando ella se mecía en su hamaca lánguidamente y dejando al descubierto el breve pie, mientras él á corta distancia, recostado sobre una mesita, leía dulcemente una novela de Ohnet: «La Condesa Sara». El mar destellante, sin olas, les enviaba su ofuscadora reflexión. Sobre el radioso horizonte la isla de San Lorenzo dejaba su silueta gris y ondulosa.

Y más tarde, después de la comida, descendieron al jardín, todo pequeño y florecido, y bajo la discreta penumbra de una enramada departieron amigablemente hasta altas horas de la noche. Allí fué donde por primera vez, sugestionado quizás por una clara luna y por el fragante perfume de los vecinos jazmines en flor, le declaró ser su ardiente pasión. Al oirle ella disimuló su turbación fingiendo un acceso de hilaridad; pero al notar que el adolescente, fuera de sí, tendía suplicante los brazos pretendiendo estrecharla, se hizo vivamente atrás y lo contuvo con un ademán imperioso. Luego él se despidió confuso é inquieto, poniendo término al embarazoso silencio que sobrevino después.

Y mucho tiempo, antes de irse á dormir, permaneció meditabunda reflexionando sobre sus sentimientos. Un rápido examen de conciencia le reveló su estado de alma. Ella lo amaba furiosamente. Breves instantes se quedó extática, jubilosa la faz, pensando en él, mientras una desconocida voluptuosidad la conmovía fuertemente, despertando en ella extraños deseos.


Cuando salió de su ensueño, amanecía. Una dorada claridad iluminaba la estancia. El se acercó á la ventana y descorrió las cortinas. Un rayo de sol fué rectamente á colorear el pálido rostro de su esposa. Y viéndola tan delicada y tan gentil, recordó la maldad de los calumniadores, y lleno de furia lanzó contra ellos un apostrofe imprecatorio.

Luego la contempló un segundo con muda admiración y sonriente la abrazó con paternal ternura, como queriendo protegerla contra abominables asechanzas.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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