Por delante del supremo Tribunal de la Justicia Divina desfiló lentamente la procesión de almas, contritas las unas, meditativas las otras, todas cubiertas de largos sayales. El Padre Eterno estaba sentado en una enorme amatista; su augusta cabeza ceñida por una diadema de zafiros y su amplia barba infundían santo temor.
El Pensador fué á colocarse en la última fila, esquivo y receloso. Tanta magnificencia le mortificaba, y con los ojos dilatados por el asombro miraba aquel vasto salón que tenía por techumbre la bóveda estrellada y esos sitiales dispuestos en semicírculo, donde se instalaba ceremoniosa la Corte Celestial que venía á presenciar el juicio de las almas.
Principió el juzgamiento. Entonces se vió un espectáculo demasiado impresionador; las infelices almas á quienes el inapelable fallo de Dios condenaba al fuego eterno, se entregaban á lastimosos extremos de desesperación, ya se retorcían las manos hasta el crujimiento de los huesos, ya se humillaban en el polvo desgarrando sus vestiduras y haciendo sangrar sus carnes, siempre implorando piedad. Impasible, sin la menor muestra de compasión, en hierática actitud la vengadora diestra, Dios les indicaba la puerta Por ahí salían en tropel las desventuradas almas estremeciendo los aires con sus lamentos de dolor. Algunas, convencidas de la inutilidad de sus esfuerzos, tenían súbitas rebeliones y se erguían á manera de víboras pisoteadas; pero fulminadas por el fulgor de las miradas divinas se doblegaban y partían á su vez sollozantes y gemebundas. La sala se iba quedando desierta; apenas si restaban unas pocas que temblaban de terror.
El juzgamiento finalizaba De pronto el Pensador que se había abstraído en una silenciosa contemplación, sintió que alguien le tocaba en el hombro. Volvió instantáneamente el rostro y miró junto á sí á un angel que le hacía señas de que se acercara al tremendo Tribunal. Tuvo miedo y quiso huir. Su vacilación duró un minuto, el espacio de tiempo necesario para concluir el breve análisis retrospectivo de su vida. Después con paso firme, con ademán resuelto, se aproximó al Todo Poderoso, cuyas escrutadoras pupilas leían de corrido en su conciencia.
Y escuchó sereno, casi altivo, la invariable pregunta del Señor:
—¿Pecador, cuál fué tu vida?
Se recogió un instante para responder con más acierto, y cuando formulaba la respuesta, una ráfaga de incontenible orgullo plegó sus labios. Al cabo de unos instantes el Eterno sorprendido dijo:
He preguntado, ¿por qué no quieres contestar?
Nuevo silencio, durante el cual reinó grande consternación en el auditorio. Los ángeles se agrupaban para ver mejor aquella escena. El Pensador levantó la cara, contempló fijamente al Eterno, y repuso con tranquilidad:
—¿Quién eres tú para interrogarme así?
El Omnipotente sintió que le abandonaba a calma, pero deseoso de saber hasta dónde llegaba la soberbia de esa alma, replicó bondadosamente, como si fuese Moisés el que estuviera en su presencia:
—¡Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y le Jacob!
Y calló al punto, porque el Pensador alzó los hombros con aire de menosprecio, como si todo aquello le interesara muy poco. Sorpresa in el concurso y enojo en Dios. Cuando iba á descargar su fulminación sobre el rebelde, éste rompió á hablar atropelladamente:
—Yo soy el Pensador, el dueño de los misterios de la Ciencia, quien conocerá, andando los tiempos, el alfa y el omega de tu creación. No es el orgullo el que me dicta esto; es el estudio infatigable de la Naturaleza al cual be aplicado mi existencia entera. Encanecí en la labor, la oscuridad de mi gabinete ha dejado sombras en mis cansadas pupilas, pero en cambio, cuán abundante raudal de luz ha arrojado sobre mi espíritu. Ocupado siempre en investigar algún secreto, no tuve vagar para rendirte homenaje; ni podría hacerlo ahora, porque te he relegado á la categoría de simple mito. Por eso no te conozco ni pienso en tí.
El Pensador enmudeció bruscamente y tomó su habitual actitud de indiferencia.
Dios le replicó entonces:
—¿Eres ateo, Pensador orgulloso?
—¿Cómo habré podido negarte, si nunca supe que existías? El negarte implicaría, siquiera sea remotamente, la posibilidad de tu existencia, y yo no discuto sobre mitos.
El Omnipotente exclamó:
—Eres ingrato y vil. Responde, desgraciado. ¿Quién te sacó de la nada, quién te permitió proseguir esas investigaciones de que tanto alardeas y te alentó durante ellas? Fuí yo á quien desconoces. Mi magnanimidad puso en el cerebro de tus antepasados la chispa de la sabiduría; sin mí ni hubieras envejecido en el estudio, ni osarías ahora contestarme altaneramente. Vé cómo he podido servirte en algo, por lo menos para que salieras de la condición le bestia feroz ¿Te imaginas que la ciega Naturaleza te hubiera transformado en un ser racional?
El Pensador parecía profundamente desconcertado. Una vaga angustia le impedía hablar.
Por fin se reportó y con tímida voz agregó:
—Seas quien fueres, me importa poco el conocerte. No solicito premio para una adhesión que no he tenido, tampoco merezco castigo por no haberte encontrado entre las alambiques y matraces de mi laboratorio. Hemos vivido en mundos completamente distintos. Pues bien; no ambiciono tu cielo, me va mucho mejor en mi planeta. Me has llamado y acudí á tu Tribunal; pero advierte que no te concedo el derecho de juzgarme.
Voy, sin embargo, á contarte cómo he empleado los mejores años de mi vida. Encerrado en mi aposento noches enteras devoré muchísimos libros nutriendo mi cerebro con multitud de conocimientos. Me alejé de todos y viví como el monje más austero. Al pisar los umbrales de la muerte, estaba colmada mi dicha: era el poseedor de pasmosos descubrimientos. Yo sé de explosivos terribles que en contados segundos pueden hacer volar en mil pedazos a tierra y tengo filtros que dan la vida al que padece de enfermedad mortal. En las ciencias útiles para la humanidad soy inventor de innumerables artefactos que mejorarían la condición de todas la clases sociales.
Cuando la muerte me sorprendió, estaba en vísperas de encontrar un milagroso elixir que alargaría la vida. Alguien me reemplazará continuando mis manipulaciones y quizás obtenga éxito lisongero.
A pesar de todo, si algo me consuela es la idea de que al fin comienza para mi espíritu agitado por las torturas de la investigación el reposo definitivo. Concluyen para siempre esas interminables noches de meditaciones pacientes y laboriosas, interrumpidas á ratos por bruscos accesos de alegría al vislumbrar el ansiado objetivo, cuando no acibaradas, como á menudo sucedía, por el sombrío desaliento del repentino fracaso. Cesan para mí también esas encarnizadas luchas con el arcano, horribles de soportar y en las que he perdido vigor y lozanía; yo no volveré á derramar ardientes lágrimas sobre la esterilidad de mis esfuerzos.
Ahora, despojado ya del humano ropaje por tu voluntad, puedo reclinar mi fatigada frente sobre el blando almohadón del no ser. Te doy las gracias porque me otorgas el supremo descanso.
Una vez que hubo acabado de hablar el Pensador, el Eterno permaneció reflexivo durante breves segundos. De improviso miró ceñudo al alma y extendiendo el brazo se dispuso á pronunciar su implacable sentencia. El concurso se conmovió de horror. En algunas miradas so notaba la más angustiosa ansiedad. Entre tanto el Pensador, como si no se tratara de su persona, seguía imperturbable durante la amenaza divina.
Dios se alzó sobre su mirífico trono y resplandeciente de indignación, con poderoso acento que fué á repercutir en los ámbitos del cielo, dijo:
—Por tu maldita soberbia que te iguala á Luzbel, Pensador empedernido en el mal, te condeno á sufrir simultáneamente por una eternidad todos los suplicios del infierno ¡No habrá piedad para el réprobo pertinaz en el error! ¡Véte de aquí, malvado!
Nunca alma alguna, por más endurecida que hubiese estado en el vicio, mereció tan cruelísima sentencia.
Quizás el mismo Dios deploró en lo íntimo de su pecho, que la falta de arrepentimiento del culpable le impidiera ejercitar su alta misericordia.
El Pensador, con reposado talante, con digna actitud, escuchó su espantosa condenación. Como no se le vió hacer el menor movimiento de súplica, creyeron todos que el terror le había enloquecido. Nada de eso; por el contrario sacudió la cabeza que echó hacia atrás y, con satánica frialdad, prorrumpió:
—Con todo no te guardo rencor por el castigo que me infliges. Cúmplase tu despótico querer. Con tal que en el infierno haya matraces, retortas y simples, podré ocupar mis ocios en algo útil; espero, pues, pasarlo bien.
Y giró sobre sus talones con ánimo de retirarse. Cuando salía por la puerta, el Eterno le gritó:
—¡Detente, Pensador! Voy á ser generoso contigo. Te perdono de buen grado, pero con esta sola condición: volverás á la tierra para seguir allí arrancándole sus secretos á la Naturaleza. Repara que la tarea que te impongo es á perpetuidad, y que no habrá para tí reposo ni solaz.
Dejó de hablar el Eterno y su rostro se iluminó con una sonrisa de triunfo: se había vengado cumplidamente. Mientras tanto el Pensador se había quedado inmóvil en el sitio, mudo y atónito, sin darse cuenta de la enormidad de la pena impuesta por Dios. Y al comprenderla conoció también hasta qué extremo llegaba la saña divina: entonces él, que sin la más ligera crispadura de sus nervios oyera momentos antes la formidable sentencia del Eterno, no pudo soportar esta nueva. Y como de las recién restañadas heridas, de súbito abiertas, fluye copiosa la sangre, así el Pensador, recorriendo con rapidísima memoria sus dolorosos insomnios dedicados al estudio, sus lentos martirios producidos por las elucubraciones científicas, lloró inconsolablemente, y convulso, abatido, corrió á perderse en las azuladas profundidades del firmamento.