La protesta de la musa
En el cuarto sencillo y triste, cerca de la mesa cubierta de hojas escritas, la sien apoyada en la mano, la mirada fija en las páginas frescas, el poeta satírico leía su libro, el libro en que había trabajado por meses enteros. La oscuridad del aposento se iluminó de una luz diáfana de madrugada de mayo; flotaron en el aire olores de primavera, y la Musa, sonriente, blanca y grácil, surgió y se apoyó en la mesa tosca, y paseó los ojos claros, en que se reflejaba la inmensidad de los cielos, por sobre las hojas recién impresas del libro abierto.
—¿Qué has escrito? —le dijo.
El poeta calló silencioso, trató de evitar aquella mirada, que ya no se fijaba en las hojas del libro, sino en sus ojos fatigados y turbios...
—Yo he hecho —contestó, y la voz le temblaba como la de un niño asustado y sorprendido—, he hecho un libro de sátiras, un libro de burlas en que he mostrado las vilezas y los errores, las miserias y las debilidades, las faltas y los vicios de los hombres. Tú no estabas aquí... No he sentido tu voz al escribirlos, y me han inspirado el Genio del odio y el Genio del ridículo, y ambos me han dado flechas que me he divertido en clavar en las almas y en los cuerpos, y es divertido... Musa, tú eres seria y no comprendes estas diversiones; tú nunca te ríes; mira: la flechas al clavarse herían, y los heridos hacían muecas risibles y contracciones dolorosas; he desnudado las almas y las he exhibido en su fealdad, he mostrado los ridículos ocultos, he abierto las heridas cerradas; esas monedas que ves sobre la mesa, esos escudos brillantes son el fruto de mi trabajo, y me he reído al hacer reír a los hombres, al ver que los hombres se ríen los unos de los otros. Musa, ríe conmigo... La vida es alegre...
Y el poeta satírico se reía al decir esas frases, a tiempo que una tristeza grave contraía los labios rosados y velaba los ojos profundos de la Musa.
—¡Oh profanación! —murmuró ésta, paseando una mirada de lástima por el libro impreso y viendo el oro—, ¡oh profanación!, ¿y para clavar esas flechas has empleado las formas sagradas, los versos que cantan y que ríen, los aleteos ágiles de las rimas, las músicas fascinadoras del ritmo? La vida es grave, el verso es noble, el arte es sagrado. Yo conozco tu obra. En vez de las pedrerías brillantes, de los zafiros y de los ópalos, de los esmaltes policromos y de los camafeos delicados, de las filigranas áureas, en vez de los encajes que parecen tejidos por las hadas y de los collares de perlas pálidas que llenan los cofres de los poetas, has removido cieno y fango donde hay reptiles, reptiles de los que yo odio. Yo soy amiga de los pájaros, de los seres alados que cruzan el cielo entre la luz, y los inspiro cuando en las noches claras de Julio dan serenatas a las estrellas desde las enramadas sombrías; pero odio a las serpientes y a los reptiles que nacen en los pantanos. Yo inspiro los idilios verdes como los campos florecidos y las elegías negras como los paños fúnebres donde caen las lágrimas de los cirios... Pero no te he inspirado. ¿Por qué te ríes? ¿Por qué has convertido tus insultos en obra de arte? Tú podrías haber cantado la vida, el misterio profundo de la vida; la inquietud de los hombres cuando piensan en la muerte; las conquistas de hoy; la lucha de los buenos; los elementos domesticados por el hombre; el hierro, blando bajo su mano; el rayo, convertido en esclavo; las locomotoras, vivas y audaces, que riegan en el aire penachos de humo; el telégrafo, que suprime las distancias; el hilo por donde pasan las vibraciones misteriosas de la idea. ¿Por qué has visto las manchas de tus hermanos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por qué te has entretenido en clavar esas flechas, en herirlos, en agitar ese cieno, cuando la misión del poeta es besar las heridas y besar a los infelices en la frente, y dulcificar la vida con sus cantos, y abrirles, a los que yerran, abrirles, amplias, las puertas de la Virtud y del Amor? ¿Por qué has seguido los consejos del odio? ¿Por qué has reducido tus ideas a la forma sagrada del verso, cuando los versos están hechos para cantar la bondad y el perdón, la belleza de las mujeres y el valor de los hombres? Y no me creas tímida. Yo he sido también la Musa inspiradora de las estrofas que azotan como látigos y de las estrofas que queman como hierros candentes; yo soy la musa Indignación que les dictó sus versos a Juvenal y al Dante; yo inspiro a los Tirteos eternos; yo le enseñé a Hugo a dar a los alejandrinos de los Castigos, clarineos estridentes de trompetas y truenos de descargas que humean; yo canto las luchas de los pueblos, las caídas de los tiranos, las grandezas de los hombres libres... Pero no conozco los insultos ni el odio. Yo arrancaba los cartelones que fijaban manos desconocidas en el pedestal de la estatua de Pasquino. Quede ahí tu obra de insultos y de desprecios, que no fue dictada por mí. Sigue profanando los versos sagrados y conviértelos en flechas que hieran, en reptiles que envenenen, en Inris que escarnezcan; remueve el fango de la envidia; recoge cieno y arrójalo a lo alto, a riesgo de mancharte; tú, que podrías llevar una aureola si cantaras lo sublime, activa las envidias dormidas. Yo voy a buscar a los poetas, a los enamorados del arte y de la vida, de las Venus de mármol que sonríen en el fondo de los bosques oscuros y de las Venus de carne que sonríen en las alcobas perfumadas; de los cantos y de las músicas de la naturaleza, de los besos suaves y de las luchas ásperas; de las sederías multicolores y de las espadas severas. Jamás me sentirás cerca para dictarte una estrofa. Quédate ahí con tu Genio del odio y con tu Genio del ridículo.
Y la Musa grácil y blanca, la Musa de labios rosados, en cuyos ojos se reflejaba la inmensidad de los cielos, desapareció del aposento, llevándose con ella la luz diáfana de alborada de mayo y los olores de primavera, y el poeta quedó solo, cerca de la mesa cubierta de hojas escritas. Paseó una mirada de desencanto por el montón de oro y por las páginas de su libro satírico, y con la frente apoyada en las manos sollozó desesperadamente.
Diciembre 14 de 1890
Elvira Silva G.
El tiempo ha pasado. Peregrino que se dirige a la eternidad, nunca detiene su marcha. Llegó para la niña la edad en que el pudor es aurora en las mejillas y el sentimiento llama en el corazón. Como flor que al nacer la primavera despliega a las caricias del céfiro sus pétalos de raso, así de hermosa es Elvira. No tiene esa hermosura que produce el vértigo de los sentidos, sino aquella que hace levantar al cielo los ojos de quien la mira para buscar en la armonía del azul y del éter esplendoroso el laúd que ha modulado la nota que se escucha, la estrella que se ha encarnado en la forma que se admira.
Todos los que sueñan y acarician a solas un mundo de ilusiones color de rosa la miran, y luego bajan la frente como roble tronchado. Es que ya no tienen misión en el mundo, es que ya deben despedirse de los hermosos sueños que flotan en su mente, vagos e indecisos como los jirones de niebla sobre la superficie de un lago, es que ven en ella realizado su ideal y, realizado éste, ¡oh!, la vida es una carga para vosotros los de la frente pálida y la mirada triste.
Ella pasa y por donde pasa deja el destello de su hermosura como el sol sus resplandores. Su vida es como un himno, porque si su cuerpo es bello, su alma es perfecta, y de esa unión armónica nacen la alegría de su hogar, el consuelo de los pobres y la esperanza de los que sufren. Cada uno de sus actos enjuga una lágrima o disipa una pena. El ángel la llaman los pobres, Elvira la llama su madre cubriéndola de besos, y el padre... ¡ah!, el padre se despidió de ella demasiado pronto, pero al despedirse se dieron una cita.
El cielo está espléndido, la naturaleza sonriente.
Al través de persianas enlutadas penetran los rayos del sol y destacan sobre el fondo triste y sombrío del aposento los contornos de un féretro. Los cirios chisporrotean y lloran. Ni un murmullo se escucha. Parece que el silencio hubiera tomado posesión de este recinto. De tiempo en tiempo el eco trae en sus alas algo como una protesta, como un grito de desesperación y angustia: ¡Mi Elvira!, ¡hija mía!, ¡me abandonas!
¡Ah!, es que se ha cumplido el término de la cita que le diera su padre y ha volado con él. ¿Adónde? Al cielo, patria de ambos.
¡Pobre madre! ¡Justo es que llores, que tus lágrimas rueden por las frías mejillas de tu hija para que tu corazón se desahogue y no estalle, pero deja también que en tu alma penetre un rayo de consuelo! Ella te acompañó por mucho tiempo. ¿Recuerdas que a veces se quedaba sola y pensativa mirando al cielo? Era que sentía la nostalgia de la patria ausente. ¿No recuerdas también que, después de esos mudos diálogos con el infinito, volaba a tus brazos, te acariciaba, cubría de besos tu frente y unía en estrecho abrazo tu cabeza contra su pecho de virgen? ¡Era que no quería abandonarte, era que te amaba!
Pero su ausencia del cielo estaba haciéndose ya muy larga, sus hermanos no pudieron conformarse por más tiempo con que ella estuviera tan lejos... Cuando ya su respiración se hizo lenta, cuando sus ojos te miraron por última vez, ¿no sentiste que la arrebataron de tus brazos?
¡Sí, fueron ellos, sus hermanos, los que te arrebataron a tu Elvira!
1891
Transposiciones
Carta abierta a la Señora Rosa Ponce de Portocarrero
Señora:
Hace dos años, en una larga temporada que pasó usted en el campo llevando una vida apacible y tranquila consagrada a la pintura, me hizo usted el honor de invitarme a almorzar una vez en su casa. Las horas que pasé allí me parecieron breves, como nos parece breve todo lo que es muy grato. Antes de que nos sentáramos a la mesa nos mostró usted su último estudio de pintura en pleno aire, acabado en la semana anterior. Era aquella figura la de una muchacha campesina, perdida en un trigal y que lleva en las manos unos manojos de yerba y unas flores; un cuadro lleno de luz y de aire de campo. Después del almuerzo, al tiempo del champaña que hervía en las copas y del café negro aromático como una esencia, nos propuso usted que diéramos una vuelta por las cercanías y todos aceptamos alborozados su idea. Adelante íbamos usted y yo, y nuestra conversación fue una larga confidencia mutua de nuestra adoración a la Belleza. Me hablaba usted de los incomparables goces que el arte le ha proporcionado en su vida; de la serenidad que esparció en su alma la contemplación de los mármoles antiguos; de la fascinación que ejercen sobre usted la ingenuidad inefable de las Vírgenes de los Primitivos, la sonrisa misteriosa de la figura de Vinci, la claridad que dora las tinieblas rojizas de Rembrandt, la diáfana luz extraterrestre en que baña Murillo sus aspiraciones; me contaba usted que la música de algunos maestros la hace a usted olvidarse de sí misma y sentir la tristeza, la alegría, los matices de sentimiento que interpretan las sinfonías inmortales. Con frases ardientes y sin dominar mi entusiasmo de fanático le decía a usted que en las obras de los grandes sacerdotes de la palabra, ésta acumula todos los medios de que disponen las otras partes para recrear la vida, agregándole el alma del artista; le contaba cómo me desvanece el olor de los cadáveres de aquella ciudad que agoniza en el último canto del poema de Lucrecio; le contaba que, de entre la muchedumbre que gesticula y ama y odia y mata y muere en los dramas de Shakespeare, salen a veces a hablar conmigo el pálido príncipe que conversa con los sepultureros y el judío ávido que reclama su libra de carne; le decía a usted que los poetas son compasivos con los que los aman, que Musset les da a beber a sus íntimos el champaña ardiente de su sensualismo gozador; Vigny, un brebaje negro que procura la resignación; Shelley, un haschich sutil que lo hace sentirse a uno hermano de las plantas que florecen en el jardín encantado; Longfellow, el agua de las fuentes campesinas en que se mojan los helechos y se refleja el cielo, y Baudelaire y Poe, un opio enervante que puebla el cerebro de sombras alucinadoras, entre cuya oscuridad brillan los ojos de Lady Ligeia y vibran unas campanas fantásticas y aletea el cuervo y suenan quejidos de inexplicable angustia.
En los silencios de nuestros diálogos oíamos atrás las voces de nuestros compañeros que discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción, que ponderaban la honradez y la habilidad de un ministro recién posesionado de quien se prometían maravillas, que pronosticaban la cosecha venidera como muy abundante y calculaban en coro el alza segura del papel moneda. Nosotros, perdidos en nuestra conversación; ellos, discutiendo sus graves cuestiones económicas; y sin que ninguno sintiera la distancia al caminar paso entre paso por la vereda sombreada de salvios oscuros y de lánguidos sauces, fuimos a dar al pueblecito vecino.
Para mí se fundieron en una sola, penetrante, fina y sutilmente voluptuosa, las impresiones del paseo, la temperatura tibia del aire y la claridad de la hora, la expresión aristocrática de la fisonomía de usted y los detalles exquisitos de su vestido, la quietud adormecida del paisaje y el olor de White Rose que emanaba del pañuelo de batista que tenía usted en la mano enguantada de piel de Suecia, la luz sonrosada en que la envolvía a usted al tamizar los rayos verticales del sol, su sombrilla de crespón rojo, la sonrisa desencantada que asomaba a sus labios y la música de su voz al contarme las dificultades con que había luchado al pintar su último cuadro.
Hoy en unas horas perdidas, mientras que la llovizna monótona extiende sus cortinas grises por el horizonte y enloda las calles y lo entenebrece todo, como un pianista desconfiado que antes de preludiar una sinfonía toca interminables escalas para adueñarse de los secretos de la práctica y dominar el teclado sonoro, me he entretenido en hacer ejercicios de estilo, para lograr que las palabras digan ciertas impresiones visuales. Es así como he escrito estas Transposiciones. Mientras las escribía recordaba las hora que pasé aquel día en casa de usted y se me impuso la idea de suplicarle que aceptara estas páginas en recuerdo de ellas y de nuestra plática de Arte.
Nuestros compañeros que conversaban esa mañana del ferrocarril en construcción, de la habilidad del ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio, han tenido después decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces: el ferrocarril está inconcluso y las acciones no tienen cotización, el ministro resulto un imbécil, las sementeras se perdieron y el papel moneda bajó un veinte por ciento.
Usted y yo no hemos tenido desengaños acerca de los entusiasmos que motivaron nuestro diálogo de ese día; sigue usted con más amor que nunca fijando en sus cuadros las poesía eterna del color, de la luz y de la sombra; sigo yo leyendo mis poetas y tratando de dominar las frases indóciles para hacer que sugieran los aspectos precisos de la realidad y las formas vagas del sueño. Cuando se sienta usted a su piano Weber y pasa los dedos ágiles y finos sobre el teclado de marfil, las sonatas de Beethoven la hacen entristecerse más suavemente que entonces; cuando abro yo mi ejemplar de los poemas de Bourget, tirado en papel de la China y empastado por Thibaron en pasta llana de marroquí rojo de Levante con filetes de oro, siento una emoción más profunda al releer la Meditación sobre una calavera, o las estrofas penetrantes y musicales de la Noche de estío; cuando los ojos de usted, fatigados por la policromía de la paleta, se detienen en la Ninfa de Clodión, aprecian mejor el moldeado blando del seno y las curvas armoniosas de las piernas gráciles; cuando vuelve usted a mirar la copia del Angelus hecha por sus manos, siente más a fondo la poesía sencilla y grandiosa del lienzo magistral, y se deja invadir lentamente por la melancolía que flota en la claridad moribunda de aquel cielo de crepúsculo y que cae con la sombra sobre la tierra ennegrecida y sobre las figuras de los labriegos.
Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos, al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del Arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos. Señora, déjelos usted que nos llamen chiflados, que se burlen de nuestra inocente manía. Ya ve usted cómo al cabo de dos años nosotros adoramos con más fervor lo que queríamos entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora, si su bondad inefable se lo permite, y, si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido en la vida la mejor parte, la parte del Ideal, la parte de María, y mientras que Marta prepara el banquete y lava las ánforas, nosotros, sentados a los pies del Maestro, nos embelesamos oyendo las parábolas.
Es fácil que algunos instantes de desabrimiento y de acedía le impidan gozar de éxtasis de las fruiciones estéticas; que las tentaciones del mundo vengan a turbar la paz del espíritu de usted, y que la muselina de Siriganor de un vestido de baile salido de las manos de Worth, o el oriente rosado de las perlas de un collar que tengan en el estuche de raso negro la marca de Braugrand Rivir le parezcan a usted más deseables que el claro oscuro exacto de un esbozo difícil o que la interpretación sincera de una mediatinta fugitiva; yo he tenido días de esos en que, desesperado de lograr la armonía de un período o la música de una estrofa y olvidado de mis poetas, he pecado gravemente y he perdido mi fervor, sin fuerzas para resistir las tentaciones vertiginosas del oro. Aconsejado en esas horas de aridez espiritual por mi confesor laico, un viejo psicólogo que tiene en su celda por todo adorno una copia de la Melancolía de Alberto Durero y que posee a fondo los secretos sutiles de la dirección de las almas, he alcanzado grandes consuelos y he restablecido la paz interior leyendo y meditando mucho aquellos versículos suavísimos de la imitación: Excedunt enim spintuales consolationes, omnes mundi delicias et carnis voluptatis. Nam omnes mundance aut vanae sunt turpes (De Imitat, Lib. II, cap. X).
Que al leer ud. estas páginas sienta algo del encanto que tuve al escribirlas y al recordar la mañana clara y tibia en que caminamos juntos por la vereda que lleva a la casa de campo donde pasó ud. horas tan apacibles retirada del mundo y distraída de las preocupaciones mezquinas del diario, por el sortilegio misterioso del Arte.
I. Al carbón
La luz fría que entra por la hoja entreabierta de la ventana del fondo, al través de cuyos barrotes de hierro se ven a contraluz las ramazones de unos árboles que se cortan sobre el cielo claro y descolorido, rayado por la llovizna, aclara el cuarto desmantelado, blanqueado con cal y el piso de ladrillos, desteñidos por el polvo. Al pie de la ventana hay una cama vieja con unos colchones tirados en desorden; a la izquierda un armario abierto y vacío; a la derecha una tina de zinc, sin pintar, un cajón de madera lleno de coke, y sobre el piso, con un montón de botellas de champaña, vacías también, una aglomeración de trastos desvencijados e inútiles; un sillón de cuero, sin brazos, una sartén, dos cacerolas y una regadera de lata. El hollín de la cocina cercana y el polvo del carbón mineral han suavizado la blancura de las paredes, se han acumulado en las desigualdades del pañete y en los rincones tenebrosos. En el primer plano un burro viejo levanta la cabeza pensativa de entre el canasto de hollejos y de desperdicios que tiene al frente; la luz que llega por detrás le platea el contorno del cuerpo, de las piernas delgadas y el pelo largo de las orejas enormes; el animal se perfila oscuro sobre la claridad débil de la pared del frente, y parece el cuarto de trastos viejos, alumbrado así por la luz sin color de la mañana lloviznosa de Noviembre, un estudio al carbón, hecho con imperceptibles transiciones de lo blanco a lo gris, de lo gris claro a lo gris oscuro, de lo gris oscuro a lo negro suave, de lo negro suave a la sombra intensa; un estudio al carbón en que la penumbra domina en el conjunto; en que la luz brilla en el zinc de la tina, en la lata de la regadera, en el borde de las cacerolas, en el tiquete blanco de una botella de champaña, y en que la sombra se acumula en el espaldar del sillón, en el mango de la sartén, en el pliegue de los colchones, en el interior del armario vacío, debajo de las botellas y en tres puntos de la cabeza del burro, en la nariz entreabierta, en el fondo de la oreja peluda y en el ojo grande y redondo, sobre el cual brillan las pestañas plateadas y finísimas como rayas blancas que un dibujante, enamorado del detalle, hubiera trazado con la punta afilada y dura de un lápiz de tiza sobre la negrura mate y grasa de una sombra reteñida con carbón Conté.
II. Pastel
Han estado jugando un juego de prendas nuevo, en que nadie acierta y en que la dueña de la casa para castigar a las perdidosas, inventa penitencias absurdas. Las ha hecho comer huevos crudos, marcarse en la frente con ceniza, arrodillarse para decir versos grotescos y predicar sermones por mano ajena. Una de las jugadoras, una muchacha de quince años, muy vulgar, vestida de muselina blanca con ramos de flores azules, dos lazos de cintas rosadas en los hombros y una rosa roja en el seno, no acertó una adivinanza, y en penitencia le pintaron con la punta de un corcho quemado, una cruz en la frente, otra en la mejilla derecha y otra en el hoyuelo de la barba. Después, para quitar el carbón, se frotó la cara con una toalla de lino, le quedaron tres manchitas negras, y en cambio la fricción le enrojeció las mejillas con el bermellón de la sangre, atraída a flor de piel. Ahora, para colmo de males, le tocó otra penitencia más difícil que la anterior: sacar con los dientes de entre la harina de trigo puesta en un plato hondo, una sortija de oro. Al tratar de hacerlo, una mano atrevida le empujó la cabeza contra el plato y la hizo enharinarse toda. Tiene cubiertos de harina los cabellos de visos rojos, blanqueada la cara; no puede levantarse porque está agitada por el juego, y para refrescarse un poco antes de salir, se pasa el pañuelo por las mejillas, y va a sentarse, allá lejos, en un rincón donde hay poca luz, dándose aire con un abanico de raso amarillo. Al envolverlos la penumbra, aquellos colores violentos que chillaban a la claridad brutal de la lámpara de petróleo; el blanco y lo rojo del pelo enharinado, el blanco de la harina sobre la cara, el bermellón de las mejillas, el negro de las tres manchas del carbón, el azul de las ramazones del vestido, el rojo de la rosa, el rosado de las cintas, el amarillo del abanico, se destiñen, se suavizan, se esfuminan, se aterciopelan, se funden uno en otro, como sumergidos en un baño de leche, como velados por una niebla, y es la jugadora retozona de juegos de prendas, vista así de lejos, en el rincón oscuro, un pastel adorable de la marquesa del siglo XVIII, uno de aquellos pasteles del gran maestro de los lápices de color, de la pintura delicada como el esmalte de las alas de las mariposas, del inimitable La Tour; uno de aquellos pasteles que, a la caída del crepúsculo, sonríen suavísimamente en la galería de Saint-Quentin.
Suspiros
Si fuera poeta y pudiese fijar el revoleteo de las ideas en rimas brillantes y ágiles como una bandada de mariposas blancas de primavera con alfileres sutiles de oro; si pudiera cristalizar los sueños en raras estrofas, haría un maravilloso poema en que hablara de los suspiros, de ese aire que vuelve al aire, llevándose consigo algo de las esperanzas, de los cansancios y de las melancolías de los hombres.
Y para huir de los suspiros de convención, de las romanzas sentimentales, llenas de luna de pacotilla y de ruiseñores triviales, hablaría de los suspiros angustiosos que flotan en el aire espeso e impregnado de olor de ácido fénico, en la luz dorada de los cirios, entre el aroma vago de las flores mortuorias, cerca de aquellos cuyos ojos, cerrados para siempre, guardan las huellas violáceas de los últimos insomnios, y cuyos labios se ajaron con el frío de la muerte...
¡Ah, no! Ese suspiro sería demasiado triste para hablar de él; su recuerdo haría nublarse los ojos nuevos de las lectoras, los ojos oscuros unas veces como noches de invierno, azules y claros otras, como el agua de los lagos quietos.
Para que no se nublaran, hablaría del suspiro de voluptuosidad y de cansancio que flota en el aire tibio de una sala de baile, iluminada como el día, reflejada por espejos venecianos; del suspiro de una mujer hermosa y joven agitada por el vals, cuya piel de durazno se sonrosa, y cuyos dedos de hada estrechan febrilmente el abanico de plumas flexibles que le besan la falda; del suspiro sensual y vago que se pierde entre las blancuras rosadas en el aire donde palpita el iris de los diamantes, donde la luz se quiebra en el aire de los rubíes, en el azul misterioso de los zafiros, en el aire que arrastra tentaciones de ternuras y de besos...
¡Ah, no! Ese suspiro sería demasiado dulce para hablar de él; su recuerdo haría arrugarse la frente cansada, y blanquearía las canas de los filósofos, por cuyas venas no corre, en oleada ardiente, la sangre de la juventud. Para que pudieran leerme, hablaría más bien del suspiro de cansancio de un viejo, de un suspiro oído una tarde de otoño, en el camino que va del pueblo al cementerio, un camino donde rodaba la hojarasca empujada por el viento, donde un hilo de agua dejaba oír su queja monótona, donde los árboles, envueltos en niebla, tomaban extraños aspectos, y en cuyo horizonte entre las nubes frías y húmedas, se ponía el sol. ¡Oh! Aquel suspiro parecía salir, más que de un pecho humano, cansado de la vida, del paisaje mismo, del cementerio donde duermen los huesos bajo la yerba, de la vegetación quemada por el frío, de las oscuridades vagas del horizonte; parecía ser una queja de la naturaleza deseosa de dormir en definitivo descanso, fatigada de su tarea eterna, de la sucesión infinita de los veranos y de los inviernos, de la luz y de la sombra...
¡Si fuera poeta y pudiese fijar el revoloteo de las ideas en rimas brillantes y ágiles como una bandada de mariposas blancas de primavera con clavos sutiles de oro; si pudiera cristalizar los sueños; si pudiera encerrar las ideas, como perfumes, en estrofas cinceladas, haría un maravilloso poema en que hablara de los suspiros, de ese aire que vuelve al aire, llevándose algo de los cansancios, de las esperanzas y de las melancolías de los hombres!
Aun siendo poeta y haciendo el poema maravilloso, no podría hablar de otro suspiro... del suspiro que viene a todos los pechos humanos cuando comparan la felicidad obtenida, el sabor conocido, el paisaje visto, el amor feliz, con las felicidades que soñaron, que no se realizan jamás, que no ofrece nunca la realidad, y que todos nos forjamos en inútiles ensueños.
1892
El paraguas del padre León
(A Clímaco Soto Borda)
Muchas veces lo he visto de cerca y muchas de lejos, y en cada
una de ellas yo he mirado y remirado con el empeño con que un
semi-escritor enamorado de la teoría del documento humano observa a los
tipos que se apartan de la humanidad corriente, de la humanidad de
pacotilla... Me he complacido en estudiar los pormenores de su extraña
figura, mezcolanza de líneas purísimas y de detalles grotescos; aquel
perfil regular y noble de la cabeza amplia, aquellos largos cabellos
blancos, aquellos ojos verdosos de expresión alocada, aquella nariz
aguileña, aquellos paraguas inverosímiles que lo abrigan en los días
lluviosos, aquel lente forjado como para el ojo de un cíclope, que carga
en el bolsillo, aquel cuerpecito de gnomo, aquella voz chillona unas
veces, cavernosa otras, con que alarga hasta lo infinito las sonoras
sílabas latinadas de las liturgias diarias.
Lo he visto oficiar, vestido con una casulla lila tramada de oro, cayéndole sobre las canas ensortijadas una raya de sol matinal, envuelto en la nube aromática del incienso que sube hacia el tabernáculo, y en esos momentos la figura toda, el perfil del filósofo romano, los ojos verdosos, el cuerpo deforme, tomaban una expresión de rara nobleza aumentada por el prestigio de los movimientos lentos y hieráticos... Lo he visto en el tendido de la plaza de toros, vestido con una sotana raída y polvorienta, la fisonomía vulgarizada por el entusiasmo de la corrida, la cara congestionada por el calor del mediodía, sacudiéndose como un energúmeno, limpiándose las gotas del sudor que le perlaban en la frente con un pañuelo enorme de seda amarilla, que estrujaba con las manos, ridículamente pequeñas...
Sin embargo cuando pasen muchos años y haya muerto él y lo oiga nombrar y al oír su nombre vuelva yo los ojos hacia los días de hoy, perdidos para siempre en el fondo del tiempo, no lo recordaré ni hermoseado ni ennoblecido por las lujosas vestiduras sacerdotales ni vulgarizado por el ambiente caliginoso del circo...
El Padre León... El paraguas del Padre León... Las misas del Padre León... Las imágenes que entonces, al vibrar en mis oídos, suscitarán esas sílabas no serán las evocadas antes, sino otra, tan precisa, tan neta y al mismo tiempo tan sugestiva que no resisto al deseo de convertirla en unas líneas para esta primera página del álbum que has tenido la peregrina idea de dedicarle...
La esquina de una calle central; el cielo y los lejos negros como boca de lobo, rayados por los hilos de plata de una llovizna fina; el piso húmedo y brillante por la lluvia; allá arriba, entre lo oscuro de la noche, la irradiación fantasmagórica, la claridad deslumbrante e incolora de un foco de luz eléctrica que hace más intensa la sombra alrededor; abajo, en la calle, diez pasos adelante de la lámpara incandescente, esta silueta inverosímil: abajo un paraguas enorme, un paraguas rojo de colosales dimensiones, un duende negro, de un metro de alto, con vestido talar y sombrero plano de anchísimas alas, que lleva en la mano una linterna de vidrios verdes... Sobre el empedrado brillante por la lluvia, la sombra del duende, la cabeza enorme, el cuerpo pequeñísimo, los reflejos rojizos del paraguas y los reflejos verde esmeralda de la linterna se proyectan fantásticos.
El primer instante de verlo así fue delicioso para los ojos que deseaban color, mucho color, fatigados por lo gris del lluvioso crepúsculo. Aquello daba la impresión de una cosa no cierta, irreal...
¿De dónde venía, a dónde iba el Padre León protegido por el enorme paraguas rojo, alumbrado por la diminuta linterna verde? De fijo había tomado el chocolate en casa de unas buenas amigas suyas, dos viejecitas que viven en la calle de los Béjares, en una sala que olía a papayas, sentado en un viejo sillón de cuero labrado de vaqueta cordobesa, teniendo al frente un cuadrito desteñido de Gregorio Vásquez y conversando de las profecías del doctor Margallo y del próximo fin del mundo. Después del chocolate le habían dado dulce de uchuvas o de cabellos de ángel, después un tabaco que olía a vainilla... Aquello era el Santafé dormilón, inocente y plácido de 1700, un pedazo de la vieja ciudad de la mula herrada, del espanto de la calle del Arco y de la luz de San Victorino...
En ese instante, un coupé negro y brillante tirado por un soberbio tronco de alazanes, un coupé que parecía una joya de ónix, manejado por un cochero inglés, correcto y rígido bajo su casacón de paño blanco, cruzó bajo el foco de luz eléctrica. Era el coche salido de los talleres de Million Cuet, del ministro X, que vendió por seis mil libras esterlinas sus influencias para lograr tal contrato escandaloso. Alcancé a ver por la portezuela abierta el perfil borbónico del magnate y la cabecita rubia, constelada de diamantes, de su mujer, aquella fin de siècle neurasténica que lee a Bourget y a Marcel Prevost y que se ha hecho famosa por haber comprado todas las joyas que en su postrero viaje a Europa trajo el último de los Monteverdes. ¿A dónde iba la elegante pareja? A oír el segundo acto de Aída en el teatro nuevo, lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda...
El siglo dieciocho encarnado en el Padre León; el siglo veinte encarnado en el omnipotente X, vistos ambos, en menos tiempo del que había gastado en convertirse en humo aromático el tabaco dorado del cigarrillo turco que tenía en los labios, vistos ambos a la luz de la lámpara Thomson-Houston que irradiaba allá arriba entre lo negro profundo su luz descolorida y fantasmagórica.
¿No vienen siendo las dos figuras como una viva imagen de la época de transición que atravesamos, como los dos polos de la ciudad que guarda en los antiguos rincones restos de la placidez deliciosa de Santafé y cuyos nuevos salones aristocráticos y cosmopolitas, y su corrupción honda, hacen pensar en un diminuto París?
1894