Parte 1
Sus fueros, sus bríos,
sus premáticas, su voluntad.
Quijote.— Parte primera.
Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas:
En que tal vez la campana
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que los sábados convoca
a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban
las torres de las iglesias,
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche
reposaba, y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río,
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones,
noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas
cruje y un ¡ay! se escuchó;
un ay moribundo, un ay
que penetra el corazón,
que hasta los tuétanos hiela
y da al que lo oyó temblor.
Un ¡ay! de alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.
El ruido
cesó,
un hombre
pasó
embozado,
y el sombrero
recatado
a los ojos
se caló.
Se desliza
y atraviesa
junto al muro
de una iglesia
y en la sombra
se perdió.
Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd
cual si de negro crespón
lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura
y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra
una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado
la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo
al pasar frente a la cruz.
Cual suele la luna tras lóbrega
nube
con franjas de plata bordarla en
redor,
y luego si el viento la agita, la
sube
disuelta a los aires en blanco
vapor:
Así vaga sombra de luz y de
nieblas,
mística y aérea dudosa visión,
ya brilla, o la esconden las densas
tinieblas
cual dulce esperanza, cual vana
ilusión.
La calle sombría, la noche ya
entrada,
la lámpara triste ya pronta a
expirar,
que a veces alumbra la imagen
sagrada
y a veces se esconde la sombra a
aumentar.
El vago fantasma que acaso
aparece,
y acaso se acerca con rápido pie,
y acaso en las sombras tal vez
desparece,
cual ánima en pena del hombre que
fue,
al más temerario corazón de acero
recelo inspirara, pusiera pavor;
al más maldiciente feroz
bandolero
el rezo a los labios trajera el
temor.
Mas no al embozado, que aún sangre su
espada
destila, el fantasma terror
infundió,
y, el arma en la mano con fuerza
empuñada,
osado a su encuentro despacio
avanzó.
Segundo don Juan Tenorio,
alma fiera e insolente,
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor:
Siempre el insulto en los ojos,
en los labios la ironía,
nada teme y toda fía
de su espada y su valor.
Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja,
y, hoy despreciándola, deja
la que ayer se le rindió.
Ni el porvenir temió nunca,
ni recuerda en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió.
Ni vio el fantasma entre sueños
del que mató en desafío,
ni turbó jamás su brío
recelosa previsión.
Siempre en lances y en amores,
siempre en báquicas orgías,
mezcla en palabras impías
un chiste y una maldición.
En Salamanca famoso
por su vida y buen talante,
al atrevido estudiante
le señalan entre mil;
fuero le da su osadía,
le disculpa su riqueza,
su generosa nobleza,
su hermosura varonil.
Que en su arrogancia y sus
vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a igualar:
Que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza,
pone un sello de grandeza
don Félix de Montemar.
Bella y más segura que el azul del
cielo
con dulces ojos lánguidos y
hermosos,
donde acaso el amor brilló entre el
velo
del pudor que los cubre
candorosos;
tímida estrella que refleja al
suelo
rayos de luz brillantes y
dudosos,
ángel puro de amor que amor
inspira,
fue la inocente y desdichada
Elvira.
Elvira, amor del estudiante un
día,
tierna y feliz y de su amante
ufana,
cuando al placer su corazón se
abría,
como el rayo del sol rosa
temprana;
del fingido amador que la mentía,
la miel falaz que de sus labios
mana
bebe en su ardiente sed, el pecho
ajeno
de que oculto en la miel hierve el
veneno.
Que no descansa de su madre en
brazos
más descuidado el candoroso
infante,
que ella en los falsos lisonjeros
lazos
que teje astuto el seductor
amante:
Dulces caricias, lánguidos
abrazos,
placeres ¡ay! que duran un
instante,
que habrán de ser eternos imagina
la triste Elvira en su ilusión
divina.
Que el alma virgen que halagó un
encanto
con nacarado sueño en su pureza,
todo lo juzga verdadero y santo,
presta a todo virtud, presta
belleza.
Del cielo azul al tachonado
manto,
del sol radiante a la inmortal
riqueza,
al aire, al campo, a las fragantes
flores,
ella añade esplendor, vida y
colores.
Cifró en don Félix la infeliz
doncella
toda su dicha, de su amor
perdida;
fueron sus ojos a los ojos de
ella
astros de gloria, manantial de
vida.
Cuando sus labios con sus labios
sella
cuando su voz escucha embebida,
embriagada del dios que la
enamora,
dulce le mira, extática le adora.
Parte 2
… Except the hollow
sea's.
Mourns o'er the beauty of the
Cyclades.
Byron.—Don Juan, canto 4. LXXII.
Está la noche
serena
de luceros coronada,
terso el azul de los
cielos
como transparente
gasa.
Melancólica la luna
va trasmontando la
espalda
del otero: su alba
frente
tímida apenas levanta,
y el horizonte
ilumina,
pura virgen solitaria,
y en su blanca luz
süave
el cielo y la tierra
baña.
Deslízase el
arroyuelo,
fúlgida cinta de plata
al resplandor de la
luna,
entre franjas de
esmeraldas.
Argentadas chispas
brillan
entre las espesas
ramas,
y en el seno de las
flores
tal vez se aduermen las
auras.
Tal vez despiertas
susurran,
y al desplegarse sus
alas,
mecen el blanco
azahar,
mueven la aromosa
acacia,
y agitan ramas y
flores
y en perfumes se
embalsaman:
Tal era pura esta
noche,
como aquella en que sus
alas
los ángeles
desplegaron
sobre la primera llama
que amor encendió en el
mundo,
del Edén en la morada.
¡Una mujer! ¿Es
acaso
blanca silfa
solitaria,
que entre el rayo de la
luna
tal vez misteriosa
vaga?
Blanco es su
vestido, ondea
suelto el cabello a la
espalda.
Hoja tras hoja las
flores
que lleva en su mano,
arranca.
Es su paso
incierto y tardo,
inquietas son sus
miradas,
mágico ensueño parece
que halaga engañoso el
alma.
Ora, vedla, mira
al cielo,
ora suspira, y se
para:
Una lágrima sus ojos
brotan acaso y abrasa
su mejilla; es una
ola
del mar que en fiera
borrasca
el viento de las
pasiones
ha alborotado en su
alma.
Tal vez se sienta,
tal vez
azorada se levanta;
el jardín recorre
ansiosa,
tal vez a escuchar se
para.
Es el susurro del
viento
es el murmullo del
agua,
no es su voz, no es el
sonido
melancólico del arpa.
Son ilusiones que
fueron:
Recuerdos ¡ay! que te
engañan,
sombras del bien que
pasó…
Ya te olvidó el que tú
amas.
Esa noche y esa
luna
las mismas son que
miraran
indiferentes tu dicha,
cual ora ven tu
desgracia.
¡Ah! llora sí,
¡pobre Elvira!
¡Triste amante
abandonada!
Esas hojas de esas
flores
que distraída tú
arrancas,
¿sabes adónde,
infeliz,
el viento las
arrebata?
Donde fueron tus
amores,
tu ilusión y tu
esperanza;
deshojadas y
marchitas,
¡pobres flores de tu
alma!
Blanca nube de la
aurora,
teñida de ópalo y
grana,
naciente luz te
colora,
refulgente precursora
de la cándida mañana.
Mas ¡ay! que se
disipó
tu pureza virginal,
tu encanto el aire
llevó
cual la aventura ideal
que el amor te
prometió.
Hojas del árbol
caídas
juguetes del viento
son:
Las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas
desprendidas
del árbol del corazón.
¡El corazón
sin amor!
Triste páramo cubierto
con la lava del dolor,
oscuro inmenso
desierto
donde no nace una
flor!
Distante un bosque
sombrío,
el sol cayendo en la
mar,
en la playa un aduar,
y a los lejos un navío
viento en popa
navegar;
óptico vidrio
presenta
en fantástica ilusión,
y al ojo encantado
ostenta
gratas visiones, que
aumenta
rica la imaginación.
Tú eres, mujer, un
fanal
transparente de
hermosura:
¡Ay de ti! si por tu
mal
rompe el hombre en su
locura
tu misterioso cristal.
Mas ¡ay! dichosa
tú, Elvira,
en tu misma
desventura,
que aun deleites te
procura,
cuando tu pecho
suspira,
tu misteriosa locura:
Que es la razón un
tormento,
y vale más delirar
sin juicio, que el
sentimiento
cuerdamente analizar,
fijo en él el
pensamiento.
Vedla, allí va que
sueña en su locura,
presente el bien que para siempre
huyó.
Dulces palabras con amor
murmura:
Piensa que escucha al pérfido que
amó.
Vedla, postrada su
piedad implora
cual si presente la mirara
allí:
Vedla, que sola se contempla y
llora,
miradla delirante
sonreír.
Y su frente en
revuelto remolino
ha enturbiado su loco
pensamiento,
como nublo que en negro
torbellino
encubre el cielo y amontona el
viento.
Y vedla cuidadosa
escoger flores,
y las lleva mezcladas en la
falda,
y, corona nupcial de sus
amores,
se entretiene en tejer una
guirnalda.
Y en medio de su
dulce desvarío
triste recuerdo el alma le
importuna
y al margen va del argentado
río,
y allí las flores echa de una en
una;
y las sigue su
vista en la corriente,
una tras otras rápidas
pasar,
y confusos sus ojos y su
mente
se siente con sus lágrimas
ahogar:
Y de amor canta, y
en su tierna queja
entona melancólica
canción,
canción que el alma desgarrada
deja,
lamento ¡ay! que llaga el
corazón.
¿Qué me valen tu
calma y tu terneza,
tranquila noche, solitaria
luna,
si no calmáis del hado la
crudeza,
ni me dais esperanza de
fortuna?
¿Qué me valen la
gracia y la belleza,
y amar como jamás amó
ninguna,
si la pasión que el alma me
devora,
la desconoce aquel que me
enamora?
Lágrimas
interrumpen su lamento,
inclinan sobre el pecho su
semblante,
y de ella en derredor susurra el
viento
sus últimas palabras,
sollozante.
… … … … … … …
… … .
… … … … … … …
… … .
… … … … … … …
… … .
… … … … … … …
… … .
Murió de amor la
desdichada Elvira,
cándida rosa que agostó el
dolor,
süave aroma que el viajero
aspira
y en sus alas el aura
arrebató.
Vaso de bendición,
ricos colores
reflejó en su cristal la luz del
día,
mas la tierra empañó sus
resplandores,
y el hombre lo rompió con mano
impía.
Una ilusión
acarició su mente:
Alma celeste para amar
nacida,
era el amor de su vivir la
fuente,
estaba junto a su ilusión su
vida.
Amada del Señor,
flor venturosa,
llena de amor murió y de
juventud:
Despertó alegre una alborada
hermosa,
y a la tarde durmió en el
ataúd.
Mas despertó
también de su locura
al término postrero de su
vida,
y al abrirse a sus pies la
sepultura,
volvió a su mente la razón
perdida.
¡La razón fría!
¡La verdad amarga!
¡El bien pasado y el dolor
presente!…
¡Ella feliz! ¡que de tan dura
carga
sintió el peso al morir
únicamente!
Y conociendo ya su
fin cercano,
su mejilla una lágrima
abrasó;
y así al infiel con temblorosa
mano,
moribunda su víctima
escribió:
«Voy a morir:
perdona si mi acento
vuela importuno a molestar tu
oído:
Él es, don Félix, el postrer
lamento
de la mujer que tanto te ha
querido.
La mano helada de la muerte
siento…
Adiós: ni amor ni compasión te
pido…
Oye y perdona si al dejar el
mundo,
arranca un ¡ay! su angustia al
moribundo.
»¡Ah! para siempre
adiós. Por ti mi vida
dichosa un tiempo resbalar
sentí,
y la palabra de tu boca
oída,
éxtasis celestial fue para
mí.
Mi mente aún goza la ilusión
querida
que para siempre ¡mísera!
perdí…
¡Ya todo huyó, desapareció
contigo!
¡Dulces horas de amor, yo las
bendigo!
»Yo las bendigo,
sí, felices horas,
presentes siempre en la memoria
mía,
imágenes de amor
encantadoras,
que aún vienen a halagarme en mi
agonía.
Mas ¡ay! volad, huid,
engañadoras
sombras, por siempre; mi postrero
día
ha llegado: perdón, perdón, ¡Dios
mío!,
si aún gozo en recordar mi
desvarío.
»Y tú, don Félix,
si te causa enojos
que te recuerde yo mi
desventura;
piensa están hartos de llorar mis
ojos
lágrimas silenciosas de
amargura,
y hoy, al tragar la tumba mis
despojos,
concede este consuelo a mi
tristura;
estos renglones compasivo
mira;
y olvida luego para siempre a
Elvira.
»Y jamás turbe mi
infeliz memoria
con amargos recuerdos tus
placeres;
goces te dé el vivir, triunfos la
gloria,
dichas el mundo, amor otras
mujeres:
Y si tal vez mi lamentable
historia
a tu memoria con dolor
trajeres,
llórame, sí; pero palpite
exento
tu pecho de roedor
remordimiento.
»Adiós por
siempre, adiós: un breve instante
siento de vida, y en mi pecho el
fuego
aún arde de mi amor; mi vista
errante
vaga desvanecida… ¡calma
luego,
oh muerte, mi inquietud!… ¡Sola…
expirante!…
Ámame: no, perdona: ¡inútil
ruego!
¡Adiós! ¡adiós! ¡tu corazón
perdí!
—¡Todo acabó en el mundo para
mí!»
Así escribió su
triste despedida
momentos antes de morir, y al
pecho
se estrechó de su madre
dolorida,
que en tanto inunda en lágrimas su
lecho.
Y exhaló luego su
postrer aliento,
y a su madre sus brazos se
apretaron
con nervioso y convulso
movimiento,
y sus labios un nombre
murmuraron.
Y huyó su alma a
la mansión dichosa,
do los ángeles moran… Tristes
flores
brota la tierra en torno de su
losa,
el céfiro lamenta sus
amores.
Sobre ella un
sauce su ramaje inclina,
sombra le presta en lánguido
desmayo,
y allá en la tarde, cuando el sol
declina,
baña su tumba en paz su último
rayo…
Parte 3
Cuadro dramático
Sarg. ¿Tenéis más que parar?
Franco. Paro los
ojos.
… … … … … …
… …
Los ojos si, los ojos: que
descreo
Del que los hizo para tal
empleo.
Moreto. San Franco de Sena.
PERSONAS
DON FÉLIX DE MONTEMAR.
DON DIEGO DE PASTRANA.
Seis jugadores.
En derredor de una
mesa
hasta seis hombres
están,
fija la vista en los
naipes,
mientras juegan al
parar;
y en sus semblantes se
pintan
el despecho y el
afán:
Por perder
desesperados,
avarientos por ganar.
Reina profundo
silencio,
sin que lo rompa
jamás
otro ruido que el del
oro,
o una voz para jurar.
Pálida lámpara
alumbra
con trémula claridad,
negras de humo las
paredes
de aquella estancia
infernal.
Y el misterioso
bramido
se escucha del
huracán,
que azota los vidrios
frágiles
con sus alas al
pasar.
Escena I
JUGADOR 1.º El caballo aún no ha salido.
JUGADOR 2.º ¿Qué carta vino?
JUGADOR 1.º La sota.
JUGADOR 2.º Pues por poco se alborota.
JUGADOR 1.º Un caudal llevo
perdido:
¡Voto a Cristo!
JUGADOR 2.º No
juréis,
que aún no estáis en la
agonía.
JUGADOR 1.º No hay suerte como la mía.
JUGADOR 2.º ¿Y como cuánto perdéis?
JUGADOR 1.º Mil escudos y el dinero
que don Félix me
entregó.
JUGADOR 2.º ¿Dónde anda?
JUGADOR 1.º ¡Qué sé
yo!
No tardará.
JUGADOR 3.º Envido.
JUGADOR 1.º Quiero.
Escena II
Galán de talle gentil,
la mano izquierda
apoyada
en el pomo de la
espada,
y el aspecto varonil:
Alta el ala del
sombrero
porque descubra la
frente,
con airoso continente
entró luego un
caballero.
JUGADOR 1.º (Al que
entra.)
Don Félix, a buena
hora
habéis llegado.
DON FÉLIX ¿Perdisteis?
JUGADOR 1.º El dinero que me
disteis
y esta bolsa
pecadora.
JUGADOR 2.º Don Félix de
Montemar
debe perder. El amor
le negara su favor
cuando le viera
ganar.
DON FÉLIX (Con
desdén.)
Necesito ahora dinero
y estoy hastiado de
amores.
(Al corro, con altivez.)
Dos mil ducados,
señores,
por esta cadena
quiero.
(Quítase una cadena que lleva al pecho.)
JUGADOR 3.º Alta ponéis la tarifa.
DON FÉLIX (Con
altivez.)
La pongo en lo que
merece.
Si otra duda se os
ofrece,
decid.
(Al corro.)
Se vende y se rifa.
JUGADOR 4.º (Aparte.)
¿Y hay quién sufra tal
afrenta?
DON FÉLIX Entre cinco están
hallados.
A cuatrocientos
ducados
os toca, según mi
cuenta.
Al as de oros. Allá
va.
(Va echando cartas, que toman los jugadores en silencio.)
Uno, dos…
(Al perdidoso.)
Con vos no cuento.
JUGADOR 1.º Por el motivo lo siento.
JUGADOR 3.º ¡El as! ¡El as! Aquí está.
JUGADOR 1.º Ya ganó.
DON FÉLIX Suerte
tenéis.
A un solo golpe de
dados
tiro los dos mil
ducados.
JUGADOR 3.º ¿En un golpe?
JUGADOR 1.º (A DON FÉLIX.)Los perdéis.
DON FÉLIX Perdida tengo yo el
alma,
y no me importa un
ardite.
JUGADOR 3.º Tirad.
DON FÉLIX Al primer embite.
JUGADOR 3.º Tirad pronto.
DON FÉLIX Tened
calma:
Que os juego más
todavía,
y en cien onzas hago el
trato,
y os lleváis este
retrato
con marco de
pedrería.
JUGADOR 3.º ¿En cien onzas?
DON FÉLIX ¿Qué dudáis?
JUGADOR 1.º (Tomando el
retrato.)
¡Hermosa mujer!
JUGADOR 4.º No es caro:
DON FÉLIX ¿Queréis pararlas?
JUGADOR 3.º Las paro.
Más ganaré.
DON FÉLIX Si ganáis
(Se registra todo.)
no tengo otra joya aquí.
JUGADOR 1.º (Mirando el retrato.)
Si esta imagen respira…
DON FÉLIX A estar aquí la
jugara
a ella, al retrato y a
mí.
JUGADOR 3.º Vengan los dados.
DON FÉLIX Tirad.
JUGADOR 2.º Por don Félix, cien ducados.
JUGADOR 4.º En contra van apostados.
JUGADOR 5.º Cincuenta más.
Esperad,
no tiréis.
JUGADOR 2.º Van los cincuenta.
JUGADOR 1.º Yo, sin blanca, a Dios le ruego
por don Félix.
JUGADOR 5.º Hecho el juego.
JUGADOR 3.º ¿Tiro?
DON FÉLIX Tirad con
sesenta
de a caballo.
(Todos se agrupan con ansiedad alrededor de la mesa. El JUGADOR 3.º tira los dados.)
JUGADOR 4.º ¿Qué ha salido?
JUGADOR 2.º ¡Mil demonios, que a los dos
nos lleven!
DON FÉLIX (Con calma al
1.º)
¡Bien, vive Dios!
Vuestros ruegos me han
valido.
Encomendadme otra
vez,
don Juan, al diablo; no
sea
que si os oye Dios, me
vea
cautivo y esclavo en
Fez.
JUGADOR 3.º Don Félix, habéis perdido
sólo el marco, no el
retrato,
que entrar la dama en el
trato
vuestra intención no habrá
sido.
DON FÉLIX ¿Cuánto dierais por la dama?
JUGADOR 3.º Yo, la vida.
DON FÉLIX No la
quiero.
Mirad si me dais
dinero,
y os la lleváis.
JUGADOR 3.º ¡Buena fama
lograréis entre las
bellas
cuando descubran
altivas,
que vos las hacéis
cautivas,
para en seguida
vendellas!
DON FÉLIX Eso a vos no importa nada.
¿Queréis la dama? Os la
vendo.
JUGADOR 3.º Yo de pinturas no entiendo.
DON FÉLIX (Con
cólera.)
Vos habláis con
demasiada
altivez e
irreverencia
de una mujer… ¡y si
no!…
JUGADOR 3.º De la pintura hablé yo.
TODOS Vamos, paz; no haya pendencia.
DON FÉLIX (Sosegado.)
Sobre mi palabra os juego
mil escudos.
JUGADOR 3.º Van tirados.
DON FÉLIX A otra suerte de esos dados;
y al diablo les prenda
fuego.
Escena III
Pálido el rostro, cejijunto el
ceño,
y torva la mirada, aunque
afligida,
y en ella un firme y decidido
empeño
de dar la muerte o de perder la
vida,
un hombre entró embozado hasta los
ojos,
sobre las juntas cejas el
sombrero:
Víbrale el rostro al corazón
enojos,
el paso firme, el ánimo
altanero.
Encubierta fatídica
figura.—
sed de sangre su espíritu
secó,
emponzoñó su alma la
amargura,
la venganza irritó su
corazón.
Junto a don Félix llega— y
desatento
no habla a ninguno, ni aun la frente
inclina;
y en pie delante de él y el ojo
atento,
con iracundo rostro le
examina.
Miró también don Félix al
sombrío
huésped que en él los ojos
enclavó,
y con sarcasmo desdeñoso y
frío
fijos en él los suyos,
sonrió.
DON FÉLIX Buen hombre, ¿de qué
tapiz
se ha escapado, —el que se
tapa—
que entre el sombrero y la
capa
se os ve apenas la
nariz?
DON DIEGO Bien, don Félix, cuadra en
vos
esa insolencia
importuna.
DON FÉLIX (Al JUGADOR 3.º sin hacer caso de
DON DIEGO.)
Perdisteis.
JUGADOR 3.º Sí. La
fortuna
se trocó: tiro y van
dos.
(Vuelve a tirar.)
DON FÉLIX Gané otra
vez.
(Al embozado.)
No he entendido
qué dijisteis, ni hice
aprecio
de si hablasteis blando o
recio
cuando me habéis
respondido.
DON DIEGO A solas hablar querría.
DON FÉLIX Podéis, si os place,
empezar,
que por vos no he de
dejar
tan honrosa compañía.
Y si Dios aquí os
envía
para hacer mi
conversión,
no despreciéis la
ocasión
de convertir tanta
gente,
mientras que yo
humildemente
aguardo mi
absolución.
DON DIEGO (Desembozándose con ira.)
Don Félix, ¿no
conocéis
a don Diego de
Pastrana?
DON FÉLIX A vos no, mas sí a una
hermana
que imagino que
tenéis.
DON DIEGO ¿Y no sabéis que murió?
DON FÉLIX Téngala Dios en su gloria.
DON DIEGO Pienso que sabéis su historia,
y quién fue quien la
mató.
DON FÉLIX (Con
sarcasmo.)
¡Quizá alguna calentura!
DON DIEGO ¡Mentís vos!
DON FÉLIX Calma, don
Diego,
que si vos os morís
luego,
es tanta mi
desventura,
que aún me lo habrán de
achacar,
y es en vano ese
despecho,
si se murió, a lo hecho,
pecho,
ya no ha de
resucitar.
DON DIEGO Os estoy mirando y
dudo
si habré de manchar mi
espada
con esa sangre
malvada,
o echaros al cuello un
nudo
con mis manos, y con
mengua,
en vez de desafiaros,
el corazón arrancaros
y patearos la lengua.
Que un alma, una vida,
es
satisfacción muy
ligera,
y os diera mil si
pudiera
y os las quitara
después.
Juego a mi labio han de
dar
abiertas todas tus
venas,
que toda su sangre
apenas
basta mi sed a
calmar.
¡Villano!
(Tira de la espada; TODOS los jugadores se interponen.)
TODOS Fuera de aquí
a armar quimera.
DON FÉLIX (Con calma,
levantándose.)
Tened,
don Diego, la espada, y
ved
que estoy yo muy sobre
mí,
y que me contengo
mucho,
no sé por qué, pues tan
frío
en mi colérico brío
vuestras injurias
escucho.
DON DIEGO (Con furor reconcentrado y con la
espada desnuda.)
Salid de aquí; que a fe
mía,
que estoy resulto a
mataros,
y no alcanzara a
libraros
la misma virgen
María.
Y es tan cierta mi
intención,
tan resuelta está mi
alma,
que hasta mi cólera
calma
mi firme resolución.
Venid conmigo.
DON FÉLIX Allá voy;
pero si os mato, don
Diego,
que no me venga otro
luego
a pedirme cuenta. Soy
con vos al punto.
Esperad
cuente el dinero… uno…
dos…
(A DON DIEGO.)
Son mis ganancias; por vos
pierdo aquí una
cantidad
considerable de oro
que iba a ganar… ¿y por
qué?
Diez… quince… por no sé
qué
cuento de amor… ¡un
tesoro
perdido!… voy al
momento.
Es un puro disparate
empeñarse en que yo os
mate;
lo digo, como lo
siento.
DON DIEGO Remiso andáis y
cobarde
y hablador en
demasía.
DON FÉLIX Don Diego, más sangre
fría:
para reñir nunca es
tarde,
y si aún fuera otro el
asunto,
yo os perdonara la
prisa:
pidierais vos una
misa
por la difunta, y al
punto…
DON DIEGO ¡Mal caballero!
DON FÉLIX Don Diego,
mi delito no es gran
cosa.
Era vuestra hermana
hermosa:
la vi, me amó, creció el
fuego,
se murió, no es culpa
mía;
y admiro vuestro
candor,
que no se mueren de
amor
las mujeres de hoy en
día.
DON DIEGO ¿Estáis pronto?
DON FÉLIX Están
contados.
Vamos andando.
DON DIEGO ¿Os reís?
(Con voz solemne.)
Pensad que a morir
venís.
(DON FÉLIX sale tras de él, embolsándose el dinero con indiferencia.)
Son mil trescientos ducados.
Escena IV
Los jugadores.
JUGADOR 1.º Este don Diego
Pastrana
es un hombre
decidido.
Desde Flandes ha
venido
sólo a vengar a su
hermana.
JUGADOR 2.º ¡Pues no ha hecho mal disparate!
Me da el corazón su
muerte.
JUGADOR 3.º ¿Quién sabe? Acaso la suerte…
JUGADOR 4.º Me alegraré que lo mate.
Parte 4
Salió en fin de aquel estado, para caer en el dolor más sombrío, en la más desalentada desesperación y en la mayor amargura y desconsuelo que pueden apoderarse de este pobre corazón humano, que tan positivamente choca y se quebranta con los males, como con vaguedad aspira en algunos momentos, casi siempre sin conseguirlo, a tocar los bienes ligeramente y de pasada.
MIGUEL DE LOS SANTOS ÁLVAREZ. La protección de un sastre.
Spiritus quidem promptus est; caro vero infirma.
(S. Marc. Evang.)
Vedle, don Félix es, espada en
mano,
sereno el rostro, firme el corazón;
también de Elvira el vengativo hermano
sin piedad a sus pies muerto cayó.
Y con tranquila audacia se
adelanta
por la calle fatal del Ataúd;
y ni medrosa aparición le espanta,
ni le turba la imagen de Jesús.
La moribunda lámpara que ardía
trémula lanza su postrer fulgor,
y en honda oscuridad, noche sombría
la misteriosa calle encapotó.
Mueve los pies el Montemar
osado
en las tinieblas con incierto giro,
cuando ya un trecho de la calle andado,
súbito junto a él oye un suspiro.
Resbalar por su faz sintió el
aliento,
y a su pesar sus nervios se crisparon;
mas pasado el primero movimiento,
a su primera rigidez tornaron.
«¿Quién va?», pregunta con la voz
serena,
que ni finge valor, ni muestra miedo,
el alma de invencible vigor llena,
fiado en su tajante de Toledo.
Palpa en torno de sí, y el impío
jura,
y a mover vuelve la atrevida planta,
cuando hacia él fatídica figura,
envuelta en blancas ropas, se adelanta.
Flotante y vaga, las espesas
nieblas
ya disipa y se anima y va creciendo
con apagada luz, ya en las tinieblas
su argentino blancor va apareciendo.
Ya leve punto de luciente
plata,
astro de clara lumbre sin mancilla,
el horizonte lóbrego dilata
y allá en la sombra en lontananza brilla.
Los ojos Montemar fijos en
ella,
con más asombro que temor la mira;
tal vez la juzga vagarosa estrella
que en el espacio de los cielos gira.
Tal vez engaño de sus propios
ojos,
forma falaz que en su ilusión creó,
o del vino ridículos antojos
que al fin su juicio a alborotar subió.
Mas el vapor del néctar
jerezano
nunca su mente a trastornar bastara,
que ya mil veces embriagarse en vano
en frenéticas órgias intentara.
«Dios presume asustarme: ¡ojalá
fuera,
—dijo entre sí riendo— el diablo mismo!
que entonces, vive Dios, quién soy supiera
el cornudo monarca del abismo.»
Al pronunciar tan insolente
ultraje
la lámpara del Cristo se encendió:
y una mujer velada en blanco traje,
ante la imagen de rodillas vio.
«Bienvenida la luz» —dijo el
impío—.
«Gracias a Dios o al diablo»; y con osada,
firme intención y temerario brío,
el paso vuelve a la mujer tapada.
Mientras él anda, al parecer se
alejan
la luz, la imagen, la devota dama,
mas si él se para, de moverse dejan:
y lágrima tras lágrima, derrama
de sus ojos inmóviles la
imagen.
Mas sin que el miedo ni el dolor que inspira
su planta audaz, ni su impiedad atajen,
rostro a rostro a Jesús, Montemar mira.
—La calle parece se mueve y
camina,
faltarle la tierra sintió bajo el pie;
sus ojos la muerta mirada fascina
del Cristo, que intensa clavada está en él.
Y en medio el delirio que
embarga su mente,
y achaca él al vino que al fin le embriagó,
la lámpara alcanza con mano insolente
del ara do alumbra la imagen de Dios,
y al rostro la acerca, que el cándido
lino
encubre, con ánimo asaz descortés;
mas la luz apaga viento repentino,
y la blanca dama se puso de pie.
Empero un momento creyó que
veía
un rostro que vagos recuerdos quizá,
y alegres memorias confusas, traía
de tiempos mejores que pasaron ya.
Un rostro de un ángel que vio en un
ensueño,
como un sentimiento que el alma halagó,
que anubla la frente con rígido ceño,
sin que lo comprenda jamás la razón.
Su forma gallarda dibuja en las
sombras
el blanco ropaje que ondeante se ve,
y cual si pisara mullidas alfombras,
deslízase leve sin ruido su pie.
Tal vimos al rayo de la luna
llena
fugitiva vela de lejos cruzar,
que ya la hinche en popa la brisa serena,
que ya la confunde la espuma del mar.
También la esperanza blanca y
vaporosa
así ante nosotros pasa en ilusión,
y el alma conmueve con ansia medrosa
mientras la rechaza la adusta razón.
DON FÉLIX «¡Qué! ¿sin respuesta me deja?
¿No
admitís mi compañía?
¿Será
quizá alguna vieja
devota?…
¡Chasco sería!
En
vano, dueña, es callar,
ni
hacerme señas que no;
he
resuelto que sí yo,
y
os tengo que acompañar.
Y
he de saber dónde vais
y
si sois hermosa o fea,
quién
sois y cómo os llamáis.
Y
aun cuando imposible sea,
y
fuerais vos Satanás,
con
sus llamas y sus cuernos,
hasta
en los mismos infiernos,
vos
delante y yo detrás,
hemos
de entrar, ¡vive Dios!
Y
aunque lo estorbara el cielo,
que
yo he de cumplir mi anhelo
aun
a despecho de vos:
y
perdonadme, señora,
si
hay en mi empeño osadía,
mas
fuera descortesía
dejaros
sola a esta hora:
y
me va en ello mi fama,
que
juro a Dios no quisiera
que
por temor se creyera
que
no he seguido a una dama.»
Del hondo del pecho profundo
gemido,
crujido del vaso que estalla al dolor,
que apenas medroso lastima el oído,
pero que punzante rasga el corazón;
gemido de amargo recuerdo
pasado,
de pena presente, de incierto pesar,
mortífero aliento, veneno exhalado
del que encubre el alma ponzoñoso mar;
Gemido de muerte lanzó y
silenciosa
la blanca figura su pie resbaló,
cual mueve sus alas sílfide amorosa
que apenas las aguas del lago rizó.
¡Ay el que vio acaso perdida en un
día
la dicha que eterna creyó el corazón,
y en noche de nieblas, y en honda agonía
en un mar sin playas muriendo quedó!…
Y solo y llevando consigo en su
pecho,
compañero eterno su dolor crüel,
el mágico encanto del alma deshecho,
su pena, su amigo y amante más fiel
miró sus suspiros llevarlos el
viento,
sus lágrimas tristes perderse en el mar,
sin nadie que acuda ni entienda su acento,
el cielo y el mundo a su mal…
Y ha visto la luna brillar en el
cielo
serena y en calma mientras él lloró,
y ha visto los hombres pasar en el suelo
y nadie a sus quejas los ojos volvió,
y él mismo, la befa del mundo
temblando,
su pena en su pecho profunda escondió,
y dentro en su alma su llanto tragando
con falsa sonrisa su labio vistió!!!…
¡Ay! quien ha contado las horas que
fueron,
horas otro tiempo que abrevió el placer,
y hoy solo y llorando piensa cómo huyeron
con ellas por siempre las dichas de ayer;
y aquellos placeres, que el triste ha
perdido,
no huyeron del mundo, que en el mundo están,
y él vive en el mundo do siempre ha vivido,
y aquellos placeres para él no son ya!!
¡Ay! del que descubre por fin la
mentira,
¡Ay! del que la triste realidad palpó,
del que el esqueleto de este mundo mira,
y sus falsas galas loco le arrancó…
¡Ay! de aquel que vive solo en lo
pasado… !
¡Ay! del que su alma nutre en su pesar,
las horas que huyeron llamara angustiado,
las horas que huyeron jamás tornarán…
Quien haya sufrido tan bárbaro
duelo,
quien noches enteras contó sin dormir
en lecho de espinas, maldiciendo al cielo,
horas sempiternas de ansiedad sin fin;
quien haya sentido quererse del
pecho
saltar a pedazos roto el corazón;
crecer su delirio, crecer su despecho;
al cuello cien nudos echarle el dolor;
ponzoñoso lago de punzante
hielo,
sus lágrimas tristes, que cuajó el pesar,
reventando ahogarle, sin hallar consuelo,
ni esperanza nunca, ni tregua en su afán.
Aquel, de la blanca fantasma el
gemido,
única respuesta que a don Félix dio,
hubiera, y su inmenso dolor, comprendido,
hubiera pesado su inmenso valor.
DON FÉLIX «Si buscáis algún ingrato,
yo
me ofrezco agradecido;
pero
o miente ese recato,
o
vos sufrís el mal trato
de
algún celoso marido.
»¿Acerté?
¡Necia manía!
Es
para volverme loco,
si
insistís en tal porfía;
con
los mudos, reina mía,
yo
hago mucho y hablo poco.»
Segunda vez importunada en
tanto,
una voz de süave melodía
el estudiante oyó que parecía
eco lejano de armonioso canto:
De amante pecho lánguido
latido,
sentimiento inefable de ternura,
suspiro fiel de amor correspondido,
el primer sí de la mujer aún pura.
«Para mí los amores acabaron:
todo en el mundo para mí acabó:
los lazos que a la tierra me ligaron,
el cielo para siempre desató»,
dijo su acento misterioso y
tierno,
que de otros mundos la ilusión traía,
eco de los que ya reposo eterno
gozan en paz bajo la tumba fría.
Montemar, atento sólo a su
aventura,
que es bella la dama y aun fácil juzgó,
y la hora, la calle y la noche oscura
nuevos incentivos a su pecho son.
—Hay riesgo en seguirme. —Mirad ¡qué
reparo!
—Quizá luego os pese. —Puede que por vos.
—Ofendéis al cielo. —Del diablo me amparo.
—Idos, caballero, ¡no tentéis a Dios!
—Siento me enamora más vuestro
despego,
y si Dios se enoja, pardiez que hará mal:
véame en vuestros brazos y máteme luego.
—¡Vuestra última hora quizá esta será!…
Dejad ya, don Félix, delirios
mundanos.
—¡Hola, me conoce! —¡Ay! ¡Temblad por vos!
¡Temblad, no se truequen deleites livianos
en penas eternas! —Basta de sermón,
que yo para oírlos la cuaresma
espero;
y hablemos de amores, que es más dulce hablar;
dejad ese tono solemne y severo,
que os juro, señora, que os sienta muy mal;
la vida es la vida: cuando ella se
acaba,
acaba con ella también el placer.
¿De inciertos pesares por qué hacerla esclava?
Para mí no hay nunca mañana ni ayer.
Si mañana muero, que sea en mal
hora
o en buena, cual dicen, ¿qué me importa a mí?
Goce yo el presente, disfrute yo ahora,
y el diablo me lleve si quiere al morir.
—¡Cúmplase en fin tu voluntad, Dios
mío!—,
la figura fatídica exclamó:
Y en tanto al pecho redoblar su brío
siente don Félix y camina en pos.
Cruzan tristes
calles,
plazas solitarias,
arruinados muros,
donde sus plegarias
y falsos conjuros,
en la misteriosa
noche borrascosa,
maldecida bruja
con ronca voz
canta,
y de los sepulcros
los muertos
levanta.
Y suenan los ecos
de sus pasos huecos
en la soledad;
mientras en
silencio
yace la ciudad,
y en lúgubre son
arrulla su sueño
bramando Aquilón.
Y una calle y otra
cruzan,
y más allá y más allá:
ni tiene término el viaje,
ni nunca dejan de andar,
y atraviesan, pasan, vuelven,
cien calles quedando atrás,
y paso tras paso siguen,
y siempre adelante van;
y a confundirse ya empieza
y a perderse Montemar,
que ni sabe a dó camina,
ni acierta ya dónde está;
y otras calles, otras plazas
recorre y otra ciudad,
y ve fantásticas torres
de su eterno pedestal
arrancarse, y sus macizas
negras masas caminar,
apoyándose en sus ángulos
que en la tierra, en desigual,
perezoso tronco fijan;
y a su monótono andar,
las campanas sacudidas
misteriosos dobles dan;
mientras en danzas grotescas
y al estruendo funeral
en derredor cien espectros
danzan con torpe compás:
y las veletas sus frentes
bajan ante él al pasar,
los espectros le saludan,
y en cien lenguas de metal,
oye su nombre en los ecos
de las campanas sonar.
Mas luego cesa el
estrépito,
y en silencio, en muda paz
todo queda, y desaparece
de súbito la ciudad:
palacios, templos, se cambian
en campos de soledad,
y en un yermo y silencioso
melancólico arenal,
sin luz, sin aire, sin cielo,
perdido en la inmensidad,
tal vez piensa que camina,
sin poder parar jamás,
de extraño empuje llevado
con precipitado afán;
entretanto que su guía
delante de él sin hablar,
sigue misterioso, y sigue
con paso rápido, y ya
se remonta ante sus ojos
en alas del huracán,
visión sublime, y su frente
ve fosfórica brillar,
entre lívidos relámpagos
en la densa oscuridad,
sierpes de luz, luminosos
engendros del vendaval;
y cuando duda si duerme,
si tal vez sueña o está
loco, si es tanto prodigio,
tanto delirio verdad,
otra vez en Salamanca
súbito vuélvese a hallar,
distingue los edificios,
reconoce en dónde está,
y en su delirante vértigo
al vino vuelve a culpar,
y jura, y siguen andando
ella delante, él detrás.
«¡Vive Dios!, dice entre sí,
o Satanás se chancea,
o no debo estar en mí
o el málaga que bebí
en mi cabeza aún humea.
»Sombras, fantasmas, visiones…
Dale con tocar a muerto
y en revueltas confusiones,
danzando estos torreones
al compás de tal concierto.
»Y el juicio voy a perder
entre tantas maravillas,
que estas torres llegué a ver,
como mulas de alquiler,
andando con campanillas.
»¿Y esta mujer quién será?
Mas si es el diablo en persona,
¿a mí qué diantre me da?
Y más que el traje en que va
en esta ocasión, le abona.
»Noble señora, imagino
que sois nueva en el lugar:
andar así es desatino;
o habéis perdido el camino,
o esto es andar por andar.
»Ha dado en no responder,
que es la más rara locura
que puede hallarse en mujer,
y en que yo la he de querer
por su paso de andadura».
En tanto don Félix a tientas
seguía,
delante camina la blanca visión,
triplica su espanto la noche sombría,
sus hórridos gritos redobla Aquilón.
Rechinan girando las férreas
veletas,
crujir de cadenas se escucha sonar,
las altas campanas, por el viento inquietas
pausados sonidos en las torres dan.
Rüido de pasos de gente que
viene
a compás marchando con sordo rumor,
y de tiempo en tiempo su marcha detiene,
y rezar parece en confuso son.
Llegó de don Félix luego a los
oídos,
y luego cien luces a lo lejos vio,
y luego en hileras largas divididos,
vio que murmurando con lúgubre voz,
enlutados bultos andando
venían;
y luego más cerca con asombro ve,
que un féretro en medio y en hombros traían
y dos cuerpos muertos tendidos en él.
Las luces, la hora, la noche,
profundo,
infernal arcano parece encubrir.
Cuando en hondo sueño yace muerto el mundo,
cuando todo anuncia que habrá de morir
al hombre, que loco la recia
tormenta
corrió de la vida, del viento a merced,
cuando una voz triste las horas le cuenta,
y en lodo sus pompas convertidas ve,
forzoso es que tenga de diamante el
alma
quien no sienta el pecho de horror palpitar,
quien como don Félix, con serena calma
ni en Dios ni en el diablo se ponga a pensar.
Así en tardos pasos, todos
murmurando,
el lúgubre entierro ya cerca llegó,
y la blanca dama devota rezando,
entrambas rodillas en tierra dobló.
Calado el sombrero y en pie,
indiferente
el féretro mira don Félix pasar,
y al paso pregunta con su aire insolente
los nombres de aquellos que al sepulcro van.
Mas ¡cuál su sorpresa, su asombro
cuál fuera,
cuando horrorizado con espanto ve
que el uno don Diego de Pastrana era,
y el otro, ¡Dios santo!, y el otro era él… !
Él mismo, su imagen, su misma
figura,
su mismo semblante, que él mismo era en fin:
y duda y se palpa y fría pavura
un punto en sus venas sintió discurrir.
Al fin era hombre, y un punto
temblaron
los nervios del hombre, y un punto temió;
mas pronto su antigua vigor recobraron,
pronto su fiereza volvió al corazón.
—Lo que es, dijo, por Pastrana,
bien pensado está el entierro;
mas es diligencia vana
enterrarme a mí, y mañana
me he de quejar de este yerro.
Diga, señor enlutado,
¿a quién llevan a enterrar?
—Al estudiante endiablado
don Félix de Montemar»—,
respondió el encapuchado.
—Mientes, truhán. —No por
cierto.
—Pues decidme a mí quién soy,
si gustáis, porque no acierto
cómo a un mismo tiempo estoy
aquí vivo y allí muerto.
—Yo no os conozco. —Pardiez,
que si me llego a enojar,
tus burlas te haga llorar
de tal modo, que otra vez
conozcas ya a Montemar.
¡Villano!… mas esto es
ilusión de los sentidos,
el mundo que anda al revés,
los diablos entretenidos
en hacerme dar traspiés.
¡El fanfarrón de don Diego!
De sus mentiras reniego,
que cuando muerto cayó,
al infierno se fue luego
contando que me mató.
Diciendo así, soltó una
carcajada,
y las espaldas con desdén volvió:
se hizo el bigote, requirió la espada,
y a la devota dama se acercó.
Con que, en fin, ¿dónde vivís?,
que se hace tarde, señora.
—Tarde, aún no; de aquí a una hora
lo será. —Verdad decís,
será más tarde que ahora.
Esa voz con que hacéis miedo,
de vos me enamora más:
yo me he echado el alma atrás;
juzgad si me dará un bledo
de Dios ni de Satanás.
—Cada paso que avanzáis
lo adelantáis a la muerte,
don Félix. ¿Y no tembláis,
y el corazón no os advierte
que a la muerte camináis?
Con eco melancólico y sombrío
dijo así la mujer, y el sordo acento,
sonando en torno del mancebo impío,
rugió en la voz del proceloso viento.
Las piedras con las piedras se
golpearon,
bajo sus pies la tierra retembló,
las aves de la noche se juntaron,
y sus alas crujir sobre él sintió:
y en la sombra unos ojos
fulgurantes
vio en el aire vagar que espanto inspiran,
siempre sobre él saltándose anhelantes:
ojos de horror que sin cesar le miran.
Y los vio y no tembló: mano a la
espada
puso y la sombra intrépido embistió,
y ni sombra encontró ni encontró nada;
sólo fijos en él los ojos vio.
Y alzó los suyos impaciente al
cielo,
y rechinó los dientes y maldijo,
y en él creciendo el infernal anhelo,
con voz de enojo blasfemado dijo:
«Seguid, señora, y adelante
vamos:
tanto mejor si sois el diablo mismo,
y Dios y el diablo y yo nos conozcamos,
y acábese por fin tanto embolismo.
»Que de tanto sermón, de farsa
tanta,
juro, pardiez, que fatigado estoy:
nada mi firme voluntad quebranta,
sabed en fin que donde vayáis voy.
»Un término no más tiene la
vida:
término fijo; un paradero el alma;
ahora adelante.» Dijo, y en seguida
camina en pos con decidida calma».
Y la dama a una puerta se paró,
y era una puerta altísima, y se abrieron
sus hojas en el punto en que llamó,
que a un misterioso impulso obedecieron;
y tras la dama el estudiante entró;
ni pajes ni doncellas acudieron;
y cruzan a la luz de unas bujías
fantásticas, desiertas galerías.
Y la visión como engañoso
encanto,
por las losas deslizase sin ruido,
toda encubierta bajo el blanco manto
que barre el suelo en pliegues desprendido;
y por el largo corredor en tanto
sigue adelante y síguela atrevido,
y su temeridad raya en locura,
resuelto Montemar a su aventura.
Las luces, como antorchas
funerales,
lánguida luz y cárdena esparcían,
y en torno en movimientos desiguales
las sombras se alejaban o venían:
arcos aquí ruinosos, sepulcrales,
urnas allí y estatuas se veían,
rotas columnas, patios mal seguros,
yerbosos, tristes, húmedos y oscuros.
Todo vago, quimérico y sombrío,
edificio sin base ni cimiento,
ondula cual fantástico navío
que anclado mueve borrascoso viento.
En un silencio aterrador y frío
yace allí todo: ni rumor, ni aliento
humano nunca se escuchó; callado,
corre allí el tiempo, en sueño sepultado.
Las muertas horas a las muertas
horas
siguen en el reloj de aquella vida,
sombras de horror girando aterradoras,
que allá aparecen en medrosa huida;
ellas solas y tristes moradoras
de aquella negra, funeral guarida,
cual soñada fantástica quimera,
vienen a ver al que su paz altera.
Y en él enclavan los hundidos
ojos
del fondo de la larga galería,
que brillan lejos, cual carbones rojos,
y espantaran la misma valentía:
y muestran en su rostro sus enojos
al ver hollada su mansión sombría,
y ora en grupos delante se aparecen,
ora en la sombra allá se desvanecen.
Grandiosa, satánica figura,
alta la frente, Montemar camina,
espíritu sublime en su locura,
provocando la cólera divina:
fábrica frágil de materia impura,
el alma que la alienta y la ilumina,
con Dios le iguala, y con osado vuelo
se alza a su trono y le provoca a duelo.
Segundo Lucifer que se levanta
del rayo vengador la frente herida,
alma rebelde que el temor no espanta,
hollada sí, pero jamás vencida:
el hombre en fin que en su ansiedad quebranta
su límite a la cárcel de la vida,
y a Dios llama ante él a darle cuenta,
y descubrir su inmensidad intenta.
Y un báquico cantar tarareando,
cruza aquella quimérica morada,
con atrevida indiferencia andando,
mofa en los labios, y la vista osada;
y el rumor que sus pasos van formando,
y el golpe que al andar le da la espada,
tristes ecos, siguiéndole detrás,
repiten con monótono compás.
Y aquel extraño y único rüido
que de aquella mansión los ecos llena,
en el suelo y los techos repetido,
en su profunda soledad resuena;
y expira allá cual funeral gemido
que lanza en su dolor la ánima en pena,
que al fin del corredor largo y oscuro
salir parece de entre el roto muro.
Y en aquel otro mundo, y otra
vida,
mundo de sombras, vida que es un sueño,
vida, que con la muerte confundida,
ciñe sus sienes con letal beleño;
mundo, vaga ilusión descolorida
de nuestro mundo y vaporoso ensueño,
son aquel ruido y su locura insana,
la sola imagen de la vida humana.
Que allá su blanca misteriosa
guía
de la alma dicha la ilusión parece,
que ora acaricia la esperanza impía,
ora al tocarla ya se desvanece:
blanca, flotante nube, que en la umbría
noche, en alas del céfiro se mece;
su airosa ropa, desplegada al viento,
semeja en su callado movimiento:
humo süave de quemado aroma
que al aire en ondas a perderse asciende,
rayo de luna que en la parda loma,
cual un broche su cima al éter prende;
silfa que con el alba envuelta asoma
y al nebuloso azul sus alas tiende,
de negras sombras y de luz teñidas,
entre el alba y la noche confundidas.
Y ágil, veloz, aérea y
vaporosa,
que apenas toca con los pies el suelo,
cruza aquella morada tenebrosa
la mágica visión del blanco velo:
imagen fiel de la ilusión dichosa
que acaso el hombre encontrará en el cielo.
Pensamiento sin fórmula y sin nombre,
que hace rezar y blasfemar al hombre.
Y al fin del largo corredor
llegando,
Montemar sigue su callada guía,
y una de mármol negro va bajando
de caracol torcida gradería,
larga, estrecha y revuelta, y que girando
en torno de él y sin cesar veía
suspendida en el aire y con violento,
veloz, vertiginoso movimiento.
Y en eterna espiral y en
remolino
infinito prolóngase y se extiende,
y el juicio pone en loco desatino
a Montemar que en tumbos mil desciende.
Y, envuelto en el violento torbellino,
al aire se imagina, y se desprende,
y sin que el raudo movimiento ceda,
mil vueltas dando, a los abismos rueda:
y de escalón en escalón
cayendo,
blasfema y jura con lenguaje inmundo,
y su furioso vértigo creciendo,
y despeñado rápido al profundo,
los silbos ya del huracán oyendo,
ya ante él pasando en confusión el mundo,
ya oyendo gritos, voces y palmadas,
y aplausos y brutales carcajadas;
llantos y ayes, quejas y
gemidos,
mofas, sarcasmos, risas y denuestos,
y en mil grupos acá y allá reunidos,
viendo debajo de él, sobre él enhiestos,
hombres, mujeres, todos confundidos,
con sandia pena, con alegres gestos,
que con asombro estúpido le miran
y en el perpetuo remolino giran.
Siente, por fin, que de repente
para,
y un punto sin sentido se quedó;
mas luego valeroso se repara,
abrió los ojos y de pie se alzó;
y fue el primer objeto en que pensara
la blanca dama, y alrededor miró,
y al pie de un triste monumento hallóla,
sentada en medio de la estancia, sola.
Era un negro solemne monumento
que en medio de la estancia se elevaba,
y a un tiempo a Montemar, ¡raro portento!,
una tumba y un lecho semejaba:
ya imaginó su loco pensamiento
que abierta aquella tumba le aguardaba;
ya imaginó también que el lecho era
tálamo blando que al esposo espera.
Y pronto, recobrada su osadía,
y a terminar resuelto su aventura,
al cielo y al infierno desafía
con firme pecho y decisión segura:
a la blanca visión su planta guía,
y a descubrirse el rostro la conjura,
y a sus pies Montemar tomando asiento,
así la habló con animoso acento:
«Diablo, mujer o visión,
que, a juzgar por el camino
que conduce a esta mansión,
eres puro desatino
o diabólica invención:
»Siquier de parte de Dios,
siquier de parte del diablo,
¿quién nos trajo aquí a los dos?
Decidme, en fin, ¿quién sois vos?
y sepa yo con quién hablo:
»Que más que nunca palpita
resuelto mi corazón,
cuando en tanta confusión,
y en tanto arcano que irrita,
me descubre mi razón.
»Que un poder aquí supremo,
invisible se ha mezclado,
poder que siento y no temo,
a llevar determinado
esta aventura al extremo.»
Fúnebre
llanto
de amor,
óyese
en tanto
en son
flébil, blando,
cual quejido
dolorido
que del alma
se arrancó;
cual profundo
¡ay! que exhala
moribundo
corazón.
Música triste,
lánguida y vaga,
que a par lastima
y el alma halaga;
dulce armonía
que inspira al pecho
melancolía,
como el murmullo
de algún recuerdo
de antiguo amor,
a un tiempo arrullo
y amarga pena
del corazón.
Mágico embeleso,
cántico ideal,
que en los aires vaga
y en sonoras ráfagas
aumentando va:
sublime y oscuro,
rumor prodigioso,
sordo acento lúgubre,
eco sepulcral,
músicas lejanas,
de enlutado parche
redoble monótono,
cercano huracán,
que apenas la copa
del árbol menea
y bramando está:
olas alteradas
de la mar bravía,
en noche sombría
los vientos en paz,
y cuyo rugido
se mezcla al gemido
del muro que trémulo
las siente llegar:
pavoroso estrépito,
infalible présago
de la tempestad.
Y en rápido crescendo,
los lúgubres sonidos
más cerca vanse oyendo
y en ronco rebramar;
cual trueno en las montañas
que retumbando va,
cual rujen las entrañas
de horrísono volcán.
Y algazara y gritería,
crujir de afilados huesos,
rechinamiento de dientes
y retemblar los cimientos,
y en pavoroso estallido
las losas del pavimento
separando sus junturas
irse poco a poco abriendo,
siente Montemar, y el ruido
más cerca crece, y a un tiempo
escucha chocarse cráneos,
ya descarnados y secos,
temblar en torno la tierra,
bramar combatidos vientos,
rugir las airadas olas,
estallar el ronco trueno,
exhalar tristes quejidos
y prorrumpir en lamentos:
todo en furiosa armonía,
todo en frenético estruendo,
todo en confuso trastorno,
todo mezclado y diverso.
Y luego el estrépito crece
confuso y mezclado en un son,
que ronco en las bóvedas hondas
tronando furioso zumbó;
y un eco que agudo parece
del ángel del juicio la voz,
en triple, punzante alarido,
medroso y sonoro se alzó;
sintió, removidas las tumbas,
crujir a sus pies con fragor
chocar en las piedras los cráneos
con rabia y ahínco feroz,
romper intentando la losa,
y huir de su eterna mansión,
los muertos, de súbito oyendo
el alto mandato de Dios.
Y de pronto en horrendo
estampido
desquiciarse la estancia sintió,
y al tremendo tartáreo rüido
cien espectros alzarse miró:
de sus ojos los huecos fijaron
y sus dedos enjutos en él;
y después entre sí se miraron,
y a mostrarle tornaron después;
y enlazadas las manos
siniestras,
con dudoso, espantado ademán
contemplando, y tendidas sus diestras
con asombro al osado mortal,
se acercaron despacio y la seca
calavera, mostrando temor,
con inmóvil, irónica mueca
inclinaron, formando enredor.
Y entonces la visión del blanco
velo
al fiero Montemar tendió una mano,
y era su tacto de crispante hielo,
y resistirlo audaz intentó en vano:
galvánica, cruel, nerviosa y
fría,
histérica y horrible sensación,
toda la sangre coagulada envía
agolpada y helada al corazón…
Y a su despecho y maldiciendo al
cielo,
de ella apartó su mano Montemar,
y temerario alzándola a su velo,
tirando de él la descubrió la faz.
¡Es su esposo!, los ecos
retumbaron,
¡La esposa al fin que su consorte halló!
Los espectros con júbilo gritaron:
¡Es el esposo de su eterno amor!
Y ella entonces gritó: ¡Mi esposo! Y
era
(¡desengaño fatal!, ¡triste verdad!)
una sórdida, horrible calavera,
la blanca dama del gallardo andar…
Luego un caballero de espuela
dorada,
airoso, aunque el rostro con mortal color,
traspasado el pecho de fiera estocada,
aún brotando sangre de su corazón,
se acerca y le dice, su diestra
tendida,
que impávido estrecha también Montemar:
—Al fin la palabra que disteis, cumplida;
doña Elvira, vedla, vuestra esposa es ya.
—Mi muerte os perdono. Por cierto,
don Diego,
repuso don Félix tranquilo a su vez,
me alegro de veros con tanto sosiego,
que a fe no esperaba volveros a ver.
En cuanto a ese espectro que decís mi
esposa,
raro casamiento venísme a ofrecer:
su faz no es por cierto ni amable ni hermosa,
mas no se os figure que os quiera ofender.
Por mujer la tomo, porque es cosa
cierta,
y espero no salga fallido mi plan,
que en caso tan raro y mi esposa muerta,
tanto como viva no me cansará.
Mas antes decidme si Dios o el
demonio
me trajo a este sitio, que quisiera ver
al uno o al otro, y en mi matrimonio
tener por padrino siquiera a Luzbel:
Cualquiera o entrambos con su corte
toda,
estando estos nobles espectros aquí,
no perdiera mucho viniendo a mi boda…
Hermano don Diego, ¿no pensáis así?
Tal dijo don Félix con fruncido
ceño,
en torno arrojando con fiero ademán
miradas audaces de altivo desdeño,
al Dios por quien jura capaz de arrostrar.
El carïado, lívido esqueleto,
los fríos, largos y asquerosos brazos,
le enreda en tanto en apretados lazos,
y ávido le acaricia en su ansiedad:
y con su boca cavernosa busca
la boca a Montemar, y a su mejilla
la árida, descarnada y amarilla
junta y refriega repugnante faz.
Y él, envuelto en sus secas
coyunturas,
aún más sus nudos que se aprieta siente,
baña un mar de sudor su ardida frente
y crece en su impotencia su furor;
pugna con ansia a desasirse en vano,
y cuanto más airado forcejea,
tanto más se le junta y le desea
el rudo espectro que le inspira horror.
Y en furioso, veloz remolino,
y en aérea fantástica danza,
que la mente del hombre no alcanza
en su rápido curso a seguir,
los espectros su ronda empezaron,
cual en círculos raudos el viento
remolinos de polvo violento
y hojas secas agita sin fin.
Y elevando sus áridas manos,
resonando cual lúgubre eco,
levantóse con su cóncavo hueco
semejante a un aullido una voz:
pavorosa, monótona, informe,
que pronuncia sin lengua su boca,
cual la voz que del áspera roca
en los senos el viento formó.
«Cantemos, dijeron sus gritos,
la gloria, el amor de la esposa,
que enlaza en sus brazos dichosa,
por siempre al esposo que amó:
su boca a su boca se junte,
y selle su eterna delicia,
suave, amorosa caricia
y lánguido beso de amor.
»Y en mutuos abrazos unidos,
y en blando y eterno reposo,
la esposa enlazada al esposo
por siempre descansen en paz:
y en fúnebre luz ilumine
sus bodas fatídica tea,
es brinde deleites y sea
a tumba su lecho nupcial.»
Mientras, la ronda frenética
que en raudo giro se agita,
más cada vez precipita
su vértigo sin ceder;
más cada vez se atropella,
más cada vez se arrebata,
y en círculos se desata
violentos más cada vez:
y escapa en rueda quimérica,
y negro punto parece
que en torno se desvanece
a la fantástica luz,
y sus lúgubres aullidos
que pavorosos se extienden,
los aires rápidos hienden
más prolongados aún.
Y a tan continuo vértigo,
a tan funesto encanto,
a tan horrible canto,
a tan tremenda lid;
entre los brazos lúbricos
que aprémianle sujeto,
del hórrido esqueleto,
entre caricias mil:
Jamás vencido el ánimo,
su cuerpo ya rendido,
sintió desfallecido
faltarle, Montemar;
y a par que más su espíritu
desmiente su miseria
la flaca, vil materia
comienza a desmayar.
Y siente un confuso,
loco devaneo,
languidez, mareo
y angustioso afán:
y sombras y luces
la estancia que gira,
y espíritus mira
que vienen y van.
Y luego a lo lejos,
flébil en su oído,
eco dolorido
lánguido sonó,
cual la melodía
que el aura amorosa,
y el aura armoniosa
de noche formó:
y siente luego
su pecho ahogado
y desmayado,
turbios sus ojos,
sus graves párpados
flojos caer:
la frente inclina
sobre su pecho,
y a su despecho,
siente sus brazos
lánguidos, débiles,
desfallecer.
Y vio luego
una llama
que se inflama
y murió;
y perdido,
oyó el eco
de un gemido
que expiró.
Tal, dulce
suspira
la lira
que hirió,
en blando
concepto,
del viento
la voz,
leve,
breve
son.
En tanto en nubes de carmín y
grana
su luz el alba arrebolada envía,
y alegre regocija y engalana
las altas torres al naciente día;
sereno el cielo, calma la mañana,
blanda la brisa, trasparente y fría,
vierte a la tierra el sol con su hermosura
rayos de paz y celestial ventura.
Y huyó la noche y con la noche
huían
sus sombras y quiméricas mujeres,
y a su silencio y calma sucedían
el bullicio y rumor de los talleres;
y a su trabajo y a su afán volvían
los hombres y a sus frívolos placeres,
algunos hoy volviendo a su faena
de zozobra y temor el alma llena:
¡Que era pública voz, que llanto
arranca
del pecho pecador y empedernido,
que en forma de mujer y en una blanca
túnica misteriosa revestido,
aquella noche el diablo a Salamanca
había en fin por Montemar venido!…
Y si, lector, dijerdes ser comento,
como me lo contaron, te lo cuento.