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En la azotea estaban el fogón y la hamaca.
También estaban el nidal de las gallinas ponederas y la pipa de agua.
Y el trapecio de ramas que servía de alcántara al diostedé de pico formidable.
José Tiberíades se mecía en la hamaca. La hamaca se lamentaba.
—Tac, tac; tac, tac...
José Tiberíades no tenía miedo. Antes bien, abría los ojos muy abiertos y miraba en torno suyo: al campo, al cielo.
Le parecía como si estuviera metido en un hueco: el cielo, bajo, nuboso, color de leche con la luna llena; la montaña, por todos lados cerrada, perpetua; y en medio, en una pequeña explanada, hecha a machete en el corazón vivo de la selva, la casa.
Le parecía como si de ahí, de ese hueco hondo, no se pudiera salir.
Pero no: el sabía que detrás de los macizos de árboles serpenteaba un senderuelo que llevaba, tras un día de andarlo, a «Bejucal», la hacienda del patrón Jiménez, allá abajo, junto al río.
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Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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