Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.
Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.
Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.
—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.
Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.
...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.
Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.
Sofronio Redal nos dijo que él contaba entre los perseguidores y que —acaso por su aspecto de más seriedad,— por el prestigio de su calva iniciada, conforme al burlesco comentario mío, —fué él, el único favorecido con sonrisas prometedoras; pero, no le creímos esta aseveración barata, porque, según calculamos, Redal, por aquella época, debía haber estado en España... si es que ese cuento suyo del viaje a la península fué verdad.
No sólo un revoloteo de chiquillos se alzó al paso de Magdalena; hombres de cierta calidad trataron de enredarla n redes de amor. Mas ella, altiva, orgullosa, despreció a todos. Era una enamorada de sí misma, una suerte de Narciso femenino que sólo vivía para su belleza.
Esta fué por lo menos la explicación de Sofronio Redal, entendida por nosotros a nuestro antojo.
No; no era orgullosa Magdalena. Su psicología embrollada, no se traduciría con tan sencilla clave. ¡Ya lo quisiera Sofronio Redal!
Desengañados, pues, de las condiciones observativas y de narrador de nuestro amigote, resolvimos aprovecharnos de los datos que él nos proporcionaba, para forjar —cada, uno por su cuenta la “verdadera” historia de la interesante fémina.
Magdalena se idolatraba —eso sí— en un admirable desenvolvimiento espiritual; ella era su amor humano y su amor divino en una pieza, y ella misma era su ambición. Comprendió que al entregarse a un cualquiera, malograría torpemente su belleza, y procuraba porque esto no fuera, desdeñando a los mozos guapos que la asediaban, evitando comprometer la “víscera” y perder el control seguro de su razón. Anhelaba, en horas de loco soñar, por un véjete millonario, señor de ínsulas, con cuenta corriente en el Banco de la Nación, que se dispusiera a adquirirla como una joya rara, estucharla en un palacete, y apenas muy de tarde en tarde permitirse el lujo de tocarla...
Mientras el sui generis Lohengrin —rico y viejo— llegaba, Magdalena no perdió su tiempo... Sabía que el mejor marco para la belleza es el oro, y lo buscaba —a lo largo de su vida tesonera y humilde,— con la paciencia de un minero.
Distraída en esa espera y esta búsqueda, no prestó atención al tiempo que corría indiferente y raudo como las aguas que van a la mar. Un día se encontró dueña, del más acreditado atelier de modas de la ciudad y con un depósito bancario a la vista, que ascendía a algunos centenares de miles de sucres.
Desilusionada, un tanto, ya sin peligro llamó al amor.
Pero el amor no vino.
Sorprendida por el inusitado rechazo, encargó al espejo que descifrara el enigma. Y el espejo por primera vez le dijo la verdad: tenía cuarenta años, que el rudo trabajar había hecho más ostensibles, más cuarenta años.
Aquí cedimos la palabra a Sofronio Redal, por tratarse de un hecho concreto que holgaba comentarios.
—Fueron días de dolor aquéllos que siguieron al “descubrimiento”. Madame Magde, como la llamaban los extranjerizantes, se tornó meditabunda; apenas hablaba y nunca una sonrisa plegó más su boca fina que ignoraba el sabor del beso —¡oh, miel de las abejas del Himeto!
—Sírvete, Redal, dejar de lado las alusiones clásicas. Grecia está demodé.
—Como gustéis... As you like it...
—Adelante, suegro profesional.
—Eso...Pues, ¡ah! Magdalena solía cerrar su almacén cerca de las nueve de la noche, y a esa hora, sola, sin más compañía que su pequinés a veces, regresaba a pié a su casa; no obstante poseer un Packard elegantísimo. Más, todavía; ni siquiera andaba por las avenidas alumbradas, sino que lo hacía por las calles estrechas y obscuras de entrecorte. Hallaba en eso un placer.
—Una excentricidad.
—¡Silencio!
—No sé...Una noche Magdalena se sintió seguida por alguien cuya presencia intuyó con aquel misterioso poder de adivinación que es femenina cualidad innata. Miró y no pudo conocer a su perseguidor; nunca, en realidad, supo quién fué... Iban perseguidor y perseguida por un sórdido callejón, suerte de pasillo a cuyas veras se cerraban puertas de casas inhóspitas o se abrían las de mansiones, por el contrario, sobrado hospitalarias, ¿eh?
—Sí... Whorehouses...
—Te entendemos. Prosigue.
—De repente, Magdalena fué empujada violentamente por la espalda y obligada a entrar en un zaguán largo y tenebroso... Después, no se explicaba porqué no resistió... Ella, a pesar de todo, era pura, ¿comprendéis? Bueno; cuando salió, en sus entrañas se gestaba una vida: la de esa muchachita, cuyos ojos —azules— han puesto nervioso a Arturo Nilmes.
—Y, de veras. ¿Magdalena no supo quién fue el osado?
—No. Diz que parecía extranjero y estaba borracho. No lo volvió a ver. El la tomaría por otra cosa.
—Ah...¿Y ella no se empeñó en demostrarle su error? Rarísimo.
—He ahí el misterio para que lo aclaréis vosotros, señores psicólogos de club: Magdalena, según propia declaración, no ofreció la más pequeña resistencia.
—Pero...
—El cuarto de hora...
—Bueno, allá... Al principió, se avergonzó. Hizo un viaje a Francia y volvió con la niñita... de París. Luego cambió de parecer, y hoy se enorgullece de su hija. A sus amigos íntimos, entre los cuales, como os dije, me cuento, narra, sin comentarios, la historia singular. Por otra parte, fue una sola vez. El tiempo se ha encargado de purificarla.
—¿Y qué edad tiene ahora Magdalena?
—Va de prisa a los sesenta, que, como veis, es edad un tantico avanzada para una mujer, como ésta no sea reencarnación de aquélla que en los albores del siglo XVIII se llamara Ana María de la Tremoille...