San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.
—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.
Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.
Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.
Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.
La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir
haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre
de quien se burló la Muerte.
—No me preguntéis —advirtió San Feliú— cómo vine en el preciso
detalle de estos hechos. Largo y enojoso sería el explicar porqué sé yo
hasta de los postreros instantes de Fernando Acevedo.
—Pierda cuidado, coronel —garantizó Savrales;— no averiguaremos más de lo que usted quiera decirnos.
—Bien; comienzo... Los Acevedos se extinguieron, por lo menos en la rama ecuatoriana, a fines del pasado siglo. El último de ellos, Juan José, acompañó al destierro al capitán general Ignacio de Veintimilla, y desde entonces no se
supo más de él; su único hermano, Fernando, moría en Guayaquil poco después.
“Este Fernando no había nacido, sin duda, bajo el signo de Venus. La sangre procer de los Acevedos, jamás floreció en bellezas masculinas... ni femeninas; y desde antiguo, fama tuvieron los de esa familia de negados de aquellos dones que los dioses derramaron generosamente sobre Adonis... Detalles... Un Acevedo, contemporáneo de García Moreno y general de la República, se ganó en justicia el
simbólico apodo de Duguesclín: fué, como en su tiempo aquel legendario guerreador, el caballero más bravo y más feo.
“Pero esto Fernando aventajaba a todos sus antepasados y hacía pleno honor a la tradición de la línea... Aparte de qué su fealdad no era sólo física, sino también moral. En esto, asimismo, era un perfecto Acevedo. Sobre esta antigua familia pesa una prolongada leyenda de dolores y de sangre; y Fernando, en su alma jorobada como su cuerpo, resumía y sintetizaba la maldad ancestral de sus gentes, flageladoras de indios allá en la puna solar.
“El medio civilizado en que vivía, dulcificó un tanto la hiel heredada; pero no lo suficiente para hacer de él un hombre como, más o menos, son los demás, es decir, con un porcentaje bastante reducido de la vieja maldad —maldad de
amoralidad,— legado de la caverna.
“La madre —una San Feliú,— viuda a poco de tenerlo, lo envió desde pequeñín a Europa. Graduado en no sé cuál ciencia germánica (porque hay ciencias nacionalmente germánicas), regresó a la patria hecho ya todo un hombre.
“En nada diferente de los jóvenes porteños de la época, se manifestó Fernando Acevedo. Pero esto fué sólo al principio. Poco a poco, como se dice, se fué dejando caer. Era malo porque sí, sin que nada explicara su proceder. Extremaba crueles rigores con los animales, con los indefensos, con los humildes. Gozaba, a lo que parece, con el padecimiento ajeno y con el ajeno sufrir. Tenía alma de inquisidor y su sentido de la justicia era el de un bárbaro.
“Mas, he aquí que, como en castigo, la felicidad —me refiero a esa alcanzable felicidad que los pequeños éxitos constituyen en la vida de todos,— huía de él inaprensible, como una sombra. Todo le salía al revés. Si emprendía en un negocio que había sido para otros fuente de inagotables riquezas, sufría pérdidas. Naufragaron los buques que adquirió para traer ganados de las Galápagos. Allá en sus tierras de pan sembrar de la cordillera, paramaba frecuente, y a veces exclusivamente, sobre sus cosechas. Bien sabéis vosotros lo extraordinario que es el que se produzca una avenida en nuestra costa... Pues una extensa y feracísima isla que poseía en la desembocadura del Guayas, fué arrastrada por la avenida. ¡Horroroso!
“Parecía como que algo extraño se burlaba de él. La única felicidad aparente de su vida, fué sólo eso: aparente. Me refiero a sus amores con una consaguínea suya, y mía, llamada, si no recuerdo mal, Teresa San Feliú.
“Teresita San Feliú era bella y honesta. Joven y rica, además, nadie se explicaba cómo pudo corresponder de amores a su execrable pariente y consintió en ser su compañera en el tálamo nupcial. Hablóse, por entonces, de imposiciones familiares; díjose, quizá con mayores fundamentos, que Fernando Acevedo, durante una visita de las San Feliú a una de sus haciendas, hizo suya, manu militarí, a la linda Teresita. ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que casó con él.
“Las mujeres de la estirpe de los San Feliú, blasonaron siempre de invencible virtud —fortalezas inexpugnables...
Prevalido de su amistad con el coronel, el ingeniero Savrales subrayó con una ligera tos la última frase de aquél.
—Está de más su oportunísima tos, ingeniero —saltó el coronel un tanto disgustado.—Al cabo estoy de las leyendas que circulan sobre las mujeres de mi casa; y tiempo habrá para hablar de ello. Ya verá usted cómo aun tratándose de los míos, soy imparcial. Por ahora le ruego me deje continuar en paz.
“Prosigo...Esta flor de castidad, este lirio de candidez y de pureza que era la mujer de Fernando Acevedo, se manchó de pecado. Pero, no; no fué culpa de ella. Fué el siniestro destino de su marido, que había inexorablemente de cumplirse, lo que la empujó al adulterio; y, la santa, la dulce, la incomparable Teresita, engañó como cualquier mujerzuela desarrapada, al hombre a quien había jurado fidelidad.
“Una vez más aquello —sabe Dios qué— que se mofaba constantemente del infeliz Acevedo, ganaba la partida.
“El escándalo se produjo con tan grandes proporciones que el marido ofendido no pudo evitarse el retar a duelo al burlador de su honra. Digo que no pudo evitárselo; porque Acevedo, cobarde como todo malvado, bien hubiera querido rehuir un desafío.
“En aquel entonces —fresco todavía el recuerdo caballeresco de la colonia,— los desafíos no eran las papeladas ridículas de ogaño. En el suyo, Acevedo, que fué a lavar con sangre la mancha de su honra, la lavó, en efecto, pero con la suya propia...¡Era demasiado! La punzante sorna de las gentes tijereteadoras y maldicientes, no le dejaba tranquilidad; y, convaleciente aún de la herida que recibiera en la liza, decidió —en un arranque que su herencia procera explicaba como lógico al fin y al cabo,— sustraerse definitivamente a esa suerte color de carbón que le perseguía desde la cuna.
“El suicidio le ofrecía fácil remedio. Durante tres días meditó sobre la forma y manera cómo llevaría a término su resolución, desechando uno a uno los medios que se le ocurrían. A la postre creyó encontrar el que le acomodaba. Había oído hablar por ahí de la muerte dulce de los ahorcados, y optó por ahorcarse. Al efecto, cierta tarde se encaminó a una quinta abandonada que poseía en las afueras de la ciudad, y se preparó al suicidio.
“Escogió para su objeto una de las habitaciones del viejo edificio, y en una de las gruesas vigas del techo ató un extremo de la cuerda cuyo otro extremo había enlazado a su propio cuello. Practicada esta primera operación trepó encima de unos cajones superpuestos, acortó la cuerda lo suficiente para el menester, se ajustó bien el lazo al cuello, y empujando con los pies la columna de cajones sobre la cual estaba subido, se dejó colgar en el vacío...
“Fué un momento de drama. El suicidio iba a consumarse plenamente.
“Mas he aquí que, de repente, la viga —carcomida madera vieja— en que se sostenía la cuerda, cedió al peso del cuerpo y se partió, cayendo uno de sus pedazos, con la fuerza de un ariete, sobre la cabeza del presunto ahorcado, el cual había rodado por el suelo.
“Ni siquiera pudo suicidarse. Fue el recio golpe lo que lo mató.
“Al día siguiente, rodeado de los suyos, en su propio lecho, expiró...”
—¿No os parece —concluyó el coronel San Feliú— que este Acevedo fue un hombre de quien la Muerte, lo más serio que hay, se burló?...