A Colón Serrano
1
Zhiquir es un anejo de indios, adherido como una mancha ocre, al contrafuerte andino.
Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el
Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del
cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era
un privilegio hereditario.
Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.
Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.
Cuando el viento glacial de la noche, bajando desde las lejanas cimas nevadas, se metía, por las callejuelas de Zhiquir; encontraba casi siempre a Blas Toalombo, sentado a la puerta de su huaci de tierra, alumbrándose con sus propios ojos, cuando Quilla no estaba en el cielo... remendando alguna alpargata vieja, un zapatón a veces...
Eran buenos amigos el viento frío y Blas Toalombo. Tenía también éste otros amigos: los grandes sapos chucchumamas que desde la acequia pestilente le ofrecían su música:
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Los agentes del teniente político —los varayos— perturbaban de vez en cuando con sus pisadas secas y autoritarias el concierto sapuno al cruzar la callejuela.
Desde su hueco del umbral, aún sabiendo que no le contestarían, Blas Toalombo rendíales humildemente su salutación:
—¡Taita Diosito le dé buenas noches a su mercé!
Ocurría alguna vez que el varayo iba de buen humor, y contestaba al indio:
—¡Buenas se las dé a tu madre, runa!
2
No estaba muy satisfecho taita curita —el padre Terencio— de su fámulo.
Blas —que, según la expresión de su paternidad, era un poco más bruto de lo que suelen serlo los indios— se emborrachaba con frecuencia, valga decir, con demasiada frecuencia; y, además, y en esto residía el pecado como en un trono —su paternidad era fiuúreador y metafórico— el Blas profesaba, ciertas ideas poco en armonía con las convenientes a un sacristán pío. Dizque en vida de su padre, el Blas anduvo por todos los anejos próximos, y hasta se susurraba que bailó en las sangrientas revueltas que ocurrieron en Pucto durante uno de los últimos y mayores levantamientos de la indiada. De sus ajetreos, el Blas había sacado una suerte de conclusión de la que ni él mismo acababa de estar seguro: que todos eran iguales, la gente de Zhacao y la gente de Zhiquir, y la de más allá... todos... Y cuando se ajumaba más de la cuenta, soltaba la cosa a boca llena, en la chingana del Purificación Rosillo —“El Trompezón”,— que se abría sobre la plazoleta única del poblado.
Sabiendo su paternidad de tales opiniones, llamaba a su sacristán.
—¡Ele, runa bestia! —decíale—. ¿Cris vos que todos dizque somos iguales? ¿Quiersde? Da pus vos firmando uficios como el teniente político a ver si te los reciben... Da pus vos sacrificando a ver si es lo miso...¿Y quiersde tenís plata vos como el Juan de Dios Quijo, que ha hecho un entierro de treinta sucres? ¡Mapa huaccha! ¿No decís vos que yo y tú y todos somos iguales?
A Blas Toalombo le caía pesado el razonamiento. No encontraba el modo de rebatirlo, ni se habría atrevido tampoco. Y le flaqueaba la convicción debilucha, no virilizada por el alcohol, “que lo hacía más hombre”.
Pero a breve andar, en la tiendita del Purificación Rosillo, con tres lapos adentro como estuviera, ya peroraba fundamentalmente: Que todos somos iguales; que él era lo mismo que el teniente político, aun cuando no firmara oficios, y que el cura, aun cuando no dijera misa... y hasta un poco más que el Juan de Dios Quijo —cañarejo peludo!— aun cuando no guardara plata enterrada... Decía, a la postre, que no tardaría en dejar Zhiquir y bajarse a las llanadas de la costa.
—¿Como tu hermano huahuíto?
Sí; como el Miguelito, que no más huambrito vendió la madre a un viajero por cuarenta sucres.
Pero, él —el Blas— no iría vendido. Solito iría... Mas que en la yunca se lo tragara vivo algún fiero animal colebra, como quizá le habría pasado al ñaño huahuíto.
Ibanle en seguida con el soplo al padre Terencio. Y el cura comprendía que algo debía hacer urgentemente para que la oveja descarriada tornara al redil del Señor. Lo que, después de todo, habría significado para taita curita, no sólo un triunfo más de la santa causa eclesiástica, sino también un considerable ahorro para el sagrado tesoro de la huaca.
Porque la mansa raza de los Toalombos, hasta en Zhiquir se está acabando; y, de largarse el Blas, no era fácil hallar otro que gratuitamente lo reemplazara en la abandonada sacristanía.
3
Dióle pié el azar —su paternidad habría dicho que la Providencia; pero, es lo cierto que la Providencia no se preocupaba para nada de Zhiquir;— dióle pié el azar a taita cura, para intentar, y creía que con éxito, la vuelta definitiva del Blas al hondo y suave seno de la Iglesia.
Chumóse el sacristán cierta tarde de sábado en la cantina del Rosillo con unos indios de Cañar, que trabajaban en las cercanías de Zhiquir. En unión de ellos, bailando al son del bombo, esperó el sol del domingo. Amanecido, fuese con los cañarejos a las eras vecinas, y en la chacra de un compadre se pasó el día bebiendo uinapu en cantidades fabulosas. Regresó a Zhiquir anochecido. Como el cielo, el Blas estaba también anochecido. El alcohol trasegado en veinticuatro horas de copeo, teníalo como loco.
Encontró vacía la chozica que habitaba con su madre.
En la puerta de la choza contigua, una longa gordota lascaba menudamente sus pulgas.
El Blas inquirió por su madre:
—¿Quiersde la doña?
La vecina se lo quedó mirando sin responder, pero cesó de rebuscarse las pulgas. Luego se puso de cuclillas, atenazada por la angustia vesical, y sin alzarse el follón comenzó a mear. Sus meados iban saliendo de entre los pliegues del guardapolvo y se extendían manchosamente por el suelo enlucido de luna.
Púsose a hipar la longa, siempre mirando al Blas. Ahora lloraba y meaba a un tiempo mismo.
—¿Quiersde la doña? —gritó Toalombo.
La vecina, sin dejar su postura, señaló a lo alto con el brazo extendido.
—Taita Diosito se la llevó...
Lloraba más fuertemente. Meaba más abundantemente. Parecía una doble pila.
En su beodez, el Blas intuyó la trascendencia del dicho de la longa. Instintivamente se encaminó a la iglesia.
Iba nauseoso, bamboleándose sobre la línea angulosa de la callejuela.
Sus amigos, los chucchumamas, desde la larca le daban la bienvenida:
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
En el pretil de la iglesia había un corrillo numeroso: los amigos, los parientes, los curiosos: medio Zhiquir.
Al ver al Blas, empezaron a salomar en coro fuerte. Rocordáronle vagamente a Toalombo la canción de sus amigos chucchumamas cuando pedían agua a los ciclos socos.
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Era, pues, verdad lo que dijera la longa vecina.
El Blas preguntó, jugando sobre la vertical:
—¿Donde’stá la mamita?
4
Del interior del templo salió el padre Terencio, acatarrado de solemnidad.
—Tu mama ha muerto, Blas. Tú le has matado.
Erguíase tremendo.
—Como no dijiste anoche donde t’ibas, creió que habías fugado a la costa. Sufría del shungu la doña, y se murió aurita no más, esta tarsde, de pena...
Le gritó al Blas que lloraba agudamente:
—Tu mama ha muerto. Tú le has matado. Mañana lo entriegaré a los varayos, ¡asinino!
El sacristán se le arrojó a los pies, abrazándole las piernas sobre la sotana estrujada.
—No, taita curita... lindito... ¡perdón!
Agravósele el llanto, que degeneró en náuseas. Se vomitó, así como estaba, sobre los zapatos de su paternidad.
Su paternidad le dió una patada.
—¡Indio sucio, hijo de pampay-runa!
—¡Perdón, taita curita!
Se le alcanzó al clérigo que había sonado la hora de aprovecharse de la ocasión.
—Te perdonaré —le dijo— donde te portes bien como sacristán. Donde te portes mal, te entriego yo miso a los varayos.
—Te juro, taitita; te juro... —sollozaba el Blas.
Entre amigos y parientes, a empellones lo metieron en la iglesia.
5
La mama del Blas estaba extendida en una tabla colocada sobre dos cajones vacíos en media nave. Cuatro velas de cebo, plantadas en el suelo, elevaban hasta el cadáver una claridad mustia. Pero, no hacía falta la luz artificial. Por una claraboya practicada en el techo, penetraba un haz de rayos de luna que le daban de lleno en el rostro a la muerta. Y era como un votivo homenaje de Mama Quilla a la descendiente humildísima de los que otrora fueran sus poderosos adoradores.
Aproximóse el Blas al rudimentario catafalco. Lloró su buena media hora. Cansado, vencido por el dolor y la borrachera, se quedó dormido en el suelo, junto a uno de los cajones vacíos que servían de sostén a la tabla.
Salieron amigos y parientes. En la huaci de cualquiera de ellos armarían la zambra funeral.
El cura apagó las velas y salió tras ellos, cerrando con llave la endeble puerta de la iglesia.
Alzó el brazo en ademán de bendición sobre la madre muerta y el hijo dormido, que quedaban ahí, en la iglesia cerrada. Pero, su paternidad padecía ya de reumatismo de las extremidades. Encogiósele el brazo, y se le quedó así, formando ángulo, en un gesto vano.
Por el camino se lo fué acomodando...
6
Durante unas horas el Blas durmió tranquilamente su borrachera.
Hacia la media noche, el sueño se le plagó de fantasmas horrorosos. Se agitó todo él por defenderse de los monstruos. Y, en un movimiento brusco, se fué de nalgas contra los cajones vacíos, y la tabla con la muerta se le vino encima.
Despertó aterrorizado.
—¡La mama! ¡La mama! ¡Perdón, mamitica linda...!
Rodara el cadáver por el suelo en una postura obscena, arremangado el follón sobre las canillas despernancadas, y la blusa de zaraza retrepada sobre el pecho, dejando al descubierto las tetas fofas y flácidas de vaca vieja. A la luz de la luna, era un espectáculo como lúbrico y como trágico.
El Blas no pudo resistir. Se abalanzó contra la puerta, y dueño de una extraordinaria fuerza, hizo saltar la chapa.
Lo serenó un tanto el aire gélido de la calle. Pero, el recuerdo de la muerta le acalambró el espíritu.
Llegó al fin del pueblo y siguió corriendo por el sendero de cabras que se hundía entre los flancos de los altos cerros.
Corría, corría como si lo persiguieran. Creía sentir que detrás de él —velocísima ¡ya lo alcanzaba!— la cama enfurecida de la madre “que él había matado”... venía...
No atendía a sus amigos chucchumamas que, inquietados, le preguntaban, a dónde iba...
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Encontróse de repente al borde de una quebrada. Fué un instante. Quiso detenerse... Quiso avanzar... Quiso detenerse... Avanzó violentamente, como obligado por un impulso extraño.
Sacudido en el vacío, su cuerpo rebotó contra las salientes de las rocas y fue a despedazarse allá abajo, en las piedras del río profundo...
Las zorras asustadizas lo aguaitaron desde sus cuevas de los riscos rudos.
Acaso habría gritado, en el horror de la caída; pero, el gran rumor bronco del río, que sonaba como un inmenso órgano desconcertado, ahogaría tan profundamente su grito, que ni siquiera el oído finísimo de las zorras de largos rabos de plumero, pudo percibirlo...
Nota para el lector extranjero
Para la mejor inteligencia de la lectura doy a continuación la significación de las palabras quechuas (cañaris, no explicadas en el texto; tomando la acepción en que
van empleadas, de la magnífica obra del doctor Octavio Cordero Palacios,—“El Quechua y el Cañan”,—Cuenca del Ecuador, 1924. Doy, también, la significación de algunos otros vocablos que, no siendo propiamente castellanos, quechuas o cañaris, sino más bien corrupción de algunos pertenecientes a esas lenguas, y concretamente hoy ecuatorianismos,— requieren indispensableinente para el lector extranjero, una explicación, siquiera breve.
Para la facilidad de la consulta, van. las palabras en el orden en que figuran en el texto de la narración.
HUACI.—Casa.
QUILLA.—La luna.
RUNA.—Gente. Propiamente, el indio.
CHINGANA.—Taberna.
ELE.—Exclamación. Posiblemente, corrupción del “hele ahí”, o del “hele”, simplemente, castellano.
QUIERSDE.—Dónde. Cuándo.
MAPA.—Inútil. Falso. Inservible.
HUACCHA.-Pobre. Horro.
HUAHUA.—En el quechua antiguo —en el del Inca Garcilaso de la Vega.— “hijo, pero solo respecto de la madre”. Hoy se llama así (el o la huahua) a la criatura pequeña, sin distinción de sexo.
HUAMBRA.—En el cañari antiguo, niño o muchacho. Generalizado, ahora, para entrambos sexos.
YUNCA.—Tierra caliente. La costa.
ÑAÑO.—Hermano. En el viejo quechua sólo existía ñaña, hermana, pero sólo respecto de la hermana. Por extensión, hoy se aplica al hermano o a la hermana.
HUACA.—Va empleada en su acepción de iglesia. Tiene muchas otras.
UINAPU.—“Brevaje hecho de sora o jora”. “Hacése un brevaje fortísimo que embriaga repentinamente; llámanle uinapu.” (G. de la V.)
LONGA.—Llámase así a la india, a la mestiza.
DOÑA.—Tratamiento que se da a la longa.
FOLLON.—Falda de bayeta que usan las mujeres plebeyas de las serranías andinas.
LARCA.—Acequia.
SHUNGU.—Corazón.
PAMPAY-RUNA.—Prostituta. Literalmente: gente de campo y plaza.
CHUCHAQUE.—El estado que sigue a la alcoholización aguda.
CAMA.—Alma. Anima.
ZORRA.—El animal de que aquí se trata es el canis azarae que vive en las regiones americanas, del Ecuador a la Patagonia, hasta en las alturas andinas de 4.000 metros.