El Santo Nuevo

José de la Cuadra


Cuento



Cuento de la propaganda política en el agro montuvio

I

En la vega estaba el arroz espigón amarillecido. Calentaba el sol dorando las cimeras de las matas; refrescaba el pie de los tallos la marisma lodosa, negruzca, que se hinchaba con las mareas crecidas y se desinflaba en las vaciantes. El viento —que seguía el curso fluvial, jugando en dnamorisqueos con las ondas, desde la lejana cabecera, y que nacía con el agua, como ella cristalino, en el mismo hontanar lejano de la sierra— agitaba las hojas largas, ásperas. Los coletazos de los bagres hediondos y los trampolines maromeros de los camarones, sacudían desde abajo el armazón vegetal. Pronto se pondría reventón el grano, madurado por la obra del lodo y del sol.

—Va a embolsicarse buena plata, don Franco.

—Según: depende de que haya precio. Me creo de que el arroz está en Guayaquil por los suelos. ¡Claro, sudor de pobre!... Hasta apesta...

—No remolque, don Franco. Ya verá los sucres que le entran. Más que mosquitos salen de tembladera.

—Tal vez.

Pero no era de las gramíneas enhiestas, verdes como loras jóvenes, de lo que se preocupaba a la sazón ño Camilo Franco (a quien apodaban «Mamadera» por su afición, antaño desmedida, a las botellas literas de aguardiente de caña). Ni era tampoco de la frutaleda, que, detrás de la casuca cañiza, en tierra de bancal extendía la fronda de sus árboles. Ni de las gallinas ponederas que cacareaban en el corralito, picoteando gusanos y maíces. Ni de los blancos patos pesados, «grandes como muchachos de año y medio», que flotaban en las charcas y en los canalillos de desagüe, zambullendo las cucharetas en pesca vana. Ni de los gordos cerdos, mestizos, que esperaban su sanmartín en el chiquero, engrasándose mientras tanto para menos sentir la cuchillada definitiva. Ni siquiera de los ternerillos gráciles que traveseaban las horas, estrujándose contra las ancas de las vacas madres y ramoneando los brotes tiernos del janeiro en las mangas de los pastizales.

Hubiéranle dicho al hombre:

—Ño Camilo, se le cae la casa...

Y él habría respondido:

—Que se caiga.

Cuando mucho, añadiría:

—Son los comejenes que han ablandado los calces... ¡Y no tengo arsénico!

Y haría una mueca resignada, fea de tristeza, vaga, lenta.

Sin embargo, don Franco era, o mejor, había sido un hombre enérgico, recio, bravo como las guadúas de montañas, espinoso como ellas también; que vencía día por día, en una lucha jamás suspendida, a la vejez, desde cuando ésta, veinte años atrás, al bordear él la cincuentena, se le fue viniendo encima.

Tenía un pasado aventurero, del que no se vanagloriaba y que, por el contrario, maldecía.

Había nacido don Franco en las comarcas de Catarama. Era hijo de peones conciertos y descendía de un linaje de esclavos que consumieron sus existencias miserables, siempre al servicio de los mismos patrones, en el antiguo latifundio.

Ño Camilo no revocó la negra tradición de su familia de explotados seculares:

—Hasta cuando tuve casi la edad de Nuestro Señor Jesucristo trabajé para los blancos Moreira.

Se fugó luego, a la selva, por no casarse con Magdalena.

—Yo había sido enamorado de la Magdalena. ¡Hembra linda era! Parecía una vaconcita de raza. Nos íbamos a juntar pronto: para la fiesta del Santo de mi nombre. Pero, el patrón se adelantó... —Suspiraba ño Camlio aún ahora... ¡Aún ahora!— Se adelantó y me propuso después que le tapara la porquería. Yo no acepté. Magdalena lloraba...; yo la quería más, más todavía... Pero el patrón se había adelantado...

Tornábasele opaca, ronca, la voz. Si alguien le hubiera escudriñado en esas ocasiones los ojos a don Franco, nítidamente habría distinguido cruzar, por el fondo cenizo de las pupilas, la morena figurita de la remota campesina, extraviada hoy quién sabe por qué atajo de la vida...

Esa historia de amor era una mala égloga. Una égloga falsificada que andará sin duda por ahí, cantada por cualquier poetastro burgués del novecientos, desde el punto de vista del patrón Moreira: el campo color de rara grosularia, el cielo azul y... el amor que bate las almas rumorosas... y la doncella campesina que se rinde entre los brazos sojuzgadores del conquistador, en tanto Pan, o cualquier otro sujeto de laya, ríe en la floresta...

Mientras demoró en la selva inhóspita, que le dio su literaria virginidad en cambio de la deliciosamente humana de Magdalena, don Franco había corrido peripecias extraordinarias y sin cuento.

Lo obsequió con sus secretos la montaña, y supo así de las taumaturgias vegetales; de las yerbas que curan y las yerbas que matan; de las maderas que llaman al agua, de las que asustan a los ladrones, de las que alejan a las ánimas y a las penaciones, y de las que indican dónde se ocultan los tesoros enterrados. Supo también de las alimañas terroríficas y penetró en las oscuras vidas de las fieras misteriosas.

—Eso me ha hecho ganar plata bastante. ¡Y que yo nada he hecho para el mal!, porque soy cristiano firme, hijo de mi Señor.

Embromábanlo por su religiosidad:

—Usted, don Mamadera, es un creidón.

En efecto: su religiosidad golpeaba un fanatismo bronco que lo hacía esperar todo de las divinas intenciones:

—San Andrés, que me cuaje el arroz... Santa Ana, que logre la vaca... Santa Bárbara, que llueva... San Jonás, que no haya aguaje ni inundación...

Mas, al propio tiempo, astuto y ladino como era, se auxiliaba según podía para propiciar el milagro en que confiaba.

Y sistematizaba una filosofía refranera:

—Dios dijo que uno se ayude para Él ayudarlo... Cuando se está en el agua hay que nadar para la orilla; que de no, le pasa a uno lo que al camarón que se duerme...

Y reía con una risilla chiquita y aguda.

Dizque cuando supuso que ya no había peligro, que su patrón habría olvidado el asunto de su rebeldía, salió de la montaña.

—Pero, me vine para acá, a estos lados bajos del Vínces.

—¿Y por qué no regresó a la hacienda de los Moreira, ño Mamadera?

—Unos dicen que no volví por no verle la cara al patrón, y otros dicen que no volví por no verle la cara a Magdalena.

—¿Y usted mismo, qué dice?

—Nada. Me quedo quedito. No digo de que sí, pero tampoco digo que no.

Entró de peón en la hacienda de los Echarris, donde continuaba aún, mas ya como arrendatario «al grano» de una pequeña extensión de terreno ribereño.

—Me sopló acá la suerte, y me hice finquero... Aquí me casé con la difunta mi mujer... Acá me nació mi hija Carmen, que la mentaban «la Mora» por la color del cuero... Acá también murió la Carmen, de sobreparto, y me dejó la potrilla de herencia. Acá se ha criado la Marta, que es la única compañía que tengo...

Adoraba en la Marta, en la potrilla... Parecía una mujer, él que era tan redondamente macho, según se calificaba, para atender a la muchacha. Cada noche, antes de acostarse, se aproximaba sigiloso al tendido donde dormía la nieta: la contemplaba un rato; rodeaba cuidadosamente el toldo de zaraza, para hurtarla a los cínifes; y,

luego, alzando la diestra callosa, le bendecía en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...

II

La causa de la preocupación de don Franco era precisamente la nieta.

Sabíala guapota, codiciable. Sabía que su carne dura era un bocado apetitoso para todo paladar. Sabía que eran tentadores sus diecisiete años niños. Y sufría por ella, cancerbero sentimental.

Quería casarla lo más pronto. Habíale ya escogido marido. A entradas de aguas la desposaría.

Pero, temía aún...

El novio, Juan Puente, trabajaba de bracero en una hacienda próxima a la de los Echarris. No era campesino originario. Era de la ciudad. Había sido obrero del Ferrocarril, en Eloy Alfaro, y perdió la plaza sindicado de agitador.

Gustábale al anciano charlar con Juan Puente. Placíale escucharlo más bien, cuando peroraba acerca de la cuestión social, abriendo, delante de los ojos cansados del viejo montuvio, caminos desconocidos. Cuando Juan Puente hablaba sobre las reivindicaciones obreras y campesinas, don Franco comprendía; comprendía y se ponía meditativo, torturado... No lo entendía del todo, pero se empeñaba en entenderlo... Y las ideas que ganaba, las mezclaba con las suyas rancias, y sin quererlo las adecuaba...

Bailábanle en el cerebro ciertas frases... «La Revolución Social»... «Lenin es el Santo máximo de la nueva religión»... «La Dictadura del Proletariado»... «Los obreros y los campesinos son los únicos que sienten de hondo la necesidad inmediata de las retaliaciones»...

«Lenin... Lenin... nada más que Lenin, bien; pero nada menos que Lenin»...

«Lenin... Lenin... Lenin»...

Y don Franco se había formado de Vladimir Ilich un concepto original en armonía con su ingenua religiosidad campesina.

Juan Puente le proporcionó cierta vez una revista donde aparecía en fotograbado la efigie de Ulianov.

Don Franco recortó la figura y púsola, sin pensarlo, en la pared, junto a las escampas de los Santos cristianos, en la esquinita dedicada al culto: la lamparilla de kerosene, que alumbrara suavemente el ara minúscula, iluminaba así un icono más, al que envolvía en sus plegarias el viejo montuvio.

Sin confesárselo del todo, ño Franco suponía que Lenin podía salvarlo, por vía de milagro, de los abusos del patrón cuando se llegara al caso.

Y el caso se estaba llegando.

El «blanquito», hijo del patrón Dionisio, rondaba la casa de don Franco.

—No me gusta el voltejeo del ave esta —repetía el finquero—. El pájaro busca presa.

Intuía el viejo que la presa buscada era su nieta, su yegüita; la que hasta poco antes fuera su potrilla, no más.

—Lo mismo que el otro. Lo mismo. Son igualitos los blancos. Cortados con una tijera.

Temía que se repitiera con su nieta la historia de la Magdalena; y, por ello, un día comunicó sus temores a Juan Puente.

—Ve, Juan Puente: yo a vos te quiero, ¡claro!; y como te quiero, te digo...

—¿Qué, don Franco?

—Tengo aquí en el guargüero atragantado al niño Echarri...

—¿Y por qué?

—Anda tras de la Marta. Ha de querer lograrla.

—¿De veras?

—Como hay Dios. Lo he visto.

—¡Ah!...

Juan Puente afirmó luego, enteramente:

—Yo lo arreglo al tipito ese, ya verá. Yo sé cómo se los trata.

Don Franco, desconfiado, sonrió.

III

Sin embargo, de ahí a poco se advirtió que había cesado por completo el asedio del «blanquito» Echarri.

Ni pisaba siquiera, como antes lo hiciera con tanta frecuencia, por los alrededores de la vivienda de Mamadera, montando su caballo fina sangre enjaezado a lujo y sin cuidarse de que los cascos de la bestia aplastaran los sembríos.

Y luego corrió por la hacienda la noticia de que el «niño» Echarri se iba a Guayaquil, y de allí a Europa.

Un día, ya atardecido, en que don Franco conversaba con Juan Puente en la azotea de la casuca, aquél abordó el asunto:

—¿Y cómo hiciste, Juan Puente, para zafarnos del tipo?

—Muy fácil. Lo encontré una vez en la vuelta del cafetal y le dije: Vea, joven: Usted anda fregando a la Marta, ¿no? Bueno; la Marta va a ser mi mujer, y donde usted siga atravesándoseme como palo en camino, lo mato, ¿sabe?... sin asco... o con asco, pero con esta barberita que cargo aquí afilada para su pellejo... «¡Tóquela!» Y se la enseñe, no más...

—¿Y qué te contestó el blanquito?

—Se puso amarillo y después tartamudeando me explicó... Que me había equivocado... Que él no tenía segundas intenciones y que, para probarlo, iba a adelantar la fecha de un viaje largo, que tenía que hacer... Yo le dije entonces: «Haga ese viaje no más, niño Echarri; porque, de no, yo le voy a hacer que haga otro más largo, más largo...» ¡Ah, es que yo sé cómo hay que tratarlos a estos burgueses cobardes! ¡Yo sé cómo hay que tratarlos!

—¡Ah!...

Don Franco no siguió interrogando. Penetró en su cuarto; acarició suavemente la cabecita de su nieta, que cosía, sentada junto al altar de los santos, su traje de novia; se aproximó al ara; encendió la lamparilla debajo mismo del retrato de Lenin, y salió de nuevo a la azotea a reunirse con Juan Puente.

Tomó al mozo por el brazo, y le susurró al oído:

—Oye, Juan Puente, voy a decirte una cosa...

—¿Cuál?

—Eso del blanquito Echarri que se va, que se ha ido...

—Sí...

—¡Eso es milagro de Lenin!

Y encarándose con el cielo bajo, nuboso, don Franco, arrebatado inconteniblemente, en un esfuerzo de su voz cascada, gritó contra el horizonte:

—¡Viva San Lenin!

Pasaba justamente en ese instante, camino del río, un poco de viento de sabana... El viento le devolvió la última ene del grito con un campaneo de hojas...


Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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