José Manuel Valverde, el mozo, pasaba, repasaba y tornaba a pasar aquella tarde por frente de la Prevención, donde estaba desde por la mañana, casi cadáver ya, tendido de espaldas sobre el cochino suelo, el Negro Viterbo, que había sido, justamente hasta la noche anterior, el más tenebroso bandolero de la comarca.
Valverde, el mozo, miraba al agonizante con ojos curiosos e intrigados, que se iban sobre él a través de las piernas de los carabineros, quienes lo rodeaban en una guardia inútil.
—¿Inútil, cree usted? Se ve que no ha conocido al Negro Viterbo. Este se levanta de la tumba para escapar a la justicia, si a mano viene. Es tremendo el moreno.
—O, mejor dicho, era...
—Ni lo piense. A lo peor, se alza de esta enfermedad... que l’himos hecho con las balas. De otras más graves ha regresado el bandido. Una vez cuentan que en el Saliere le metieron cinco plomos en el pecho. Al mes dizque ya montaba a caballo y hacía de las suyas, como de costumbre. Por eso es que afirman que el Negro tiene amarrado trato con el Compadre... Patica lo protege.
—Si es así...
—Claro que es así. Por lo mismo nosotros, que tenemos la responsabilidad, no lo aflojaremos ni muerto. Sólo cuando, después de abrirle la panza en la Morgue, lo entrieguen al enterrador, quedaremos tranquilos. Y aún así, yo sería del parecer que le pusieran centinelas de vista en el sepulcro, siquiera por tres días, no sea que resucite al tercero, como don Lázaro el santo.
—No exagere, hombre.
—No esagero, señor.
Este diálogo lo sostenían uno de los policías rurales y el amanuense de la Tenencia Política, un joven «ciudadano», en presencia de Valverde, el mozo, quien no perdía sílaba de cuanto decían.
El infeliz hacía esfuerzos desesperados, torciendo el cuello en posturas inverosímiles, como una pequeña garza, para mejor ver al bandolero. Habría dado cuanto le pidieran por el privilegio de contemplarlo de cerca, a sus anchas, desde el ventajoso sitio donde se encontraban los carabineros, tan próximos a él. Lo había intentado:
—Déjeme entrar, señor, ¿quiere?
—¿Y qué se te ha perdido aquí, mocoso? Anda al trabajo, flojonazo.
—Es que yo...
—Tú... ¿qué?
—Nada, señor.
Había corrido un peligro nada insignificante. Uno de los policías lo halló «sospechoso».
—¿No será éste algún espión de la banda del Negro Viterbo? ¿No será, mismo? Agarrémoslo.
Lo hubieran «agarrado». Y eso habría sido trance mayor. Hasta que se esclareciera el asunto y, consecuentemente, el padre del muchacho gratificara debidamente a los acuciosos gendarmes, habría transcurrido su buena punta de días, pasados en el calabozo inmundo del pueblo, con la más siniestra compañía, entre ladrones, cuatreros, asesinos, prostitutas.
Por ventura, uno de los policías, nada menos que «el Encargado», lo reconoció a tiempo:
—¡Qué va a ser nadie, hombre! Este muchacho es hijo de José Manuel Valverde, el viejo.
Había añadido, para el mocetón:
—¡Largo de aquí, mamarracho! Si otra vez te pesco espiando lo que no te importa, te meto p’adentro.
«P’adentro» era el calabozo, que quedaba precisamente detrás de la Prevención.
Valverde, el mozo, no dejó de considerar la posibilidad de que realmente lo encerraran. No le era nada agradable aquello; pero, en fin... habría visto, al pasar, el rostro del bandido, su trágica cabeza macheteada, su tronco trizado de balazos... Lo habría visto.
—¡Largo de aquí, te digo!
Obedeció. A pasos lentos siguió por la calle que conducía a la
plaza grande de la aldea. Ahí se.detuvo. Un grupo de gentes comentaban
la captura de Viterbo. El muchacho se acercó al corro. Lo formaban
amigos y conocidos de su familia. Le contestarían. Satisfarían su
curiosidad desbordada. Preguntó:
—¿Y cómo lo apresaron, vea? ¿No era, pues, tan bravo?
Un anciano le fijó la mirada de sus ojós cansados:
—Claro que era bravo el Negro. Pero, a todos nos llega nuestra hora de caernos. A más de eso, al Negro lo tomaron en una emboscada. Lo traicionaron. Una mujer lo traicionó.
—¡Qué bonito! ¿No? ¿Conque una mujer?
El anciano se engolfó en su relato. Era una historia vulgar, y a lo mejor hasta falsa. Dizque la amante del bandolero mandó un aviso anónimo a la Policía Rural, indicando dónde se escondía el Negro. Parece que la mujer estaba celosa y resolvió vengarse de esa suerte. La policía rodeó la casa en que se ocultaba Viterbo y «la cirnió a bala» desde una distancia respetable. Al fin, el Negro se rindió. Hizo que izaran en una caña guadúa su camisa blanca, manchada en la sangre de las heridas recientes.
—No había otro trapo pa bandera en la casa —dijo.
Desfallecido, lo trajeron al pequeño poblado. El medico municipal aseguró que nada había que hacer con él. Que moriría en un día o dos.
—Depende de la resistencia del cuerpo —expresó—. A veces estos morenos son más aguantones que una res.
Desde la mañana, el Negro Viterbo agonizaba, tumbado sobre el piso de la Prevención, sin más abrigo sobre él que el sudadero de su potro, muerto éste la noche anterior por los carabineros en un instante de terror... El potro había venido siguiendo por su propia cuenta a la comitiva que traía al pueblo a su amo malherido. Quiso entrar tras él a la Prevención. El centinela se dio cuenta. Se llenó de un miedo salvaje.
—¡El diablo! —gritó—. Es el diablo que viene a salvar al Negro Viterbo.
Descerrajó su fusil sobre la pobre bestia fiel.
Viterbo presenció la escena. Con un hilo de voz le escupió el insulto al longo:
—¡Cobarde!
José Manuel Valverde, el mozo, se encaminó a la casa familiar, situada en las afueras de la aldea.
La tribu de los Valverdes —formaba la familia una verdadera tribu—, era de varones particularmente aficionados, por una tradición que se perdía en los años, a las lidias de gallos. Nadie como ellos. En el pueblo, la altura de su fama no tenía rival ni oponente alguno. Lo cierto es que les venía en herencia el vicio gallero. Se contaba que los antiguos Valverdes, los de las buenas épocas del cacao y del caucho, hacían viajes a remotos lugares —algunos viajaron, a lomo de mula, hasta el Perú—, en busca de gallos finos. Cuando sabían de algún «fenómeno», los viejos Valverdes lo sacrificaban todo por adquirirlo. Luego, lo traían orgullosamente al pueblo, para «acotejarlo».
Como buenos galleros, los Valverdes eran supersticiosos a extremos bárbaros. Además de los mil cuidados de que rodeaban a sus gallos de lucha, practicaban innumerables ritos que, a su creer, les asegurarían el triunfo en las próximas peleas. Algunos de aquellos ritos eran meramente ridículos e inofensivos; en cambio, otros resultaban siniestros y tenebrosos.
Uno de estos últimos era el llamado de «la velación». La velación se efectuaba durante todo el curso de la noche inmediatamente anterior a la riña. En un ataúd negro «usado» (es decir, que hubiera ya prestado alojamiento a un cadáver auténtico, y que lo proporcionaba a subido precio el sepulturero del pueblo), se acostaba el dueño del gallo que iba a lidiarse, el cual permanecía entrabado en un rincón de la estancia, o al pie mismo del ataúd. Sendos cirios alumbraban fúnebremente a éste; y, el hombre tendido, cerrados los ojos, adoptaba la yacente postura definitiva en la forma que más le parecía semejante a la natural. Se creía que después de la media noche, el espíritu de Satanás, que vigila los «velorios», penetraría en la estancia, y que, al toparse con la farsa, querría apoderarse del pseudo cadáver. Pero, el gallo desafiaría a Satanás y defendería a su dueño. El gallo es un animal con sagradas virtudes misteriosas. Figura entre los animales de la Pasión, y su canto puede ahuyentar a los demonios y a las potencias dañinas. Satanás saldría en fuga precipitada al escuchar el canto del gallo; pero, el valiente alado alcanzaría siempre a picotearlo en la cola, con sólo lo cual el gallo se posesionaría de fuerzas infernales que derrotarían a su adversario de la lidia inminente.
Pero, ocurría con frecuencia que esta ceremonia maligna, tan costosa como molesta, se frustraba. Sucedía que, en ocasiones, Satanás, ya quemado de engaños, no acudiera a visitar el velorio; a veces, simplemente decía que aquél, más veloz que el gallo, escapaba sin ser picoteado. Y gastos y fatigas se perdían.
José Manuel Valverde, el mozo, sabía esto por habérselo oído a su padre y a sus tíos, y hasta al anciano abuelo, cabeza visible y venerable de la tribu. Pero, también sabía que existía otra práctica, mucho más difícil de realizar, pero que en sus consecuencias era infalible: la de velar la cabeza cortada de un bandido.
Recordaba el muchacho que el abuelo confesara haber velado en su juventud una cabeza. Añadía el anciano que puso en su derredor unos cuantos gallos, «para que la acompañaran en la trasnochada»; y que ninguno de esos animales hechizados perdió jamás pelea alguna mientras vivieron. Y vivieron largo.
—Me hice de mucha plata —concluía el abuelo.
José Manuel Valverde, el mozo, se sintió lleno de arrestos. Él podía hacer como los antepasados. Por su cabeza zamba, las ideas cruzaron rápidas, veloces, como un torrente que se empuja cerro abajo.
El Negro Viterbo murió al anochecer.
—Se fue como la marea de vaciante —comentó sabiamente un viejo montuvio—. Así se van los heridos.
Lo he visto muchas veces.
Sacaron el cuerpo a un pequeño patio trasero y lo tiraron ahí como a una vieja cosa de desecho. A la mañana lo llevarían a Guayaquil, para que se cumplieran las formalidades legales.
El jefe de los gendarmes dispuso que, de hora en hora, el centinela de ronda «le echara un vistazo al dijunto».
—Siempre es bueno —dijo.
Nada ocurrió en las primeras horas; pero, cuando el policial que tomaba el turno de la medianoche, entró al patiezuelo, lanzó gritos despavoridos:
—¡No tiene cabeza! ¡No tiene cabeza!
Acudió la tropa toda.
Y se comprobó la verdad: el cadáver del Negro Viterbo, torcido contra el suelo como un monstruoso pelele, había sido descabezado.
Era una visión de pesadilla.
Vinieron a la mente de los policiales todas las antiguas historias de las «penaciones» paisanas.
—¿Habrá sido el diablo? —apuntó alguien.
—¡Quién sabe! A lo mejor.
—O algún brujo.
El jefe de los gendarmes no se convencía con explicaciones fantásticas.
—Adefesios —dijo—; lo que más puede ser, es una venganza... Pero, no.
Él conocía a la gente montuvia. Los montuvios no se vengan en cadáveres. Para ellos, la muerte es sagrada.
Mas todavía: tabú. Ellos se desquitan limpiamente con los vivos.
Un policial anciano, oriundo de esas zonas bravias, insinuó:
—¿No habrá sido algún gallero?
Aludió a la práctica supersticiosa de los jugadores de gallos, y recordando la presencia de Valverde, el mozo, «necio como una mosca», en la proximidad del cuartel, insistió, ahora con alguna seguridad:
—¿No habrán sido los Valverdes?
Meditó el jefe:
—Nada se pierde con averiguar —expresó el cabo.
Con sigilo que la noche oscura propiciaba, se llegó la tropa a la casa de los Valverdes. En un cuarto bajo, sobre el potrerito, junto a las cuadras, había luz. Se la veía por las rendijas, tenue, movediza.
Los gendarmes golpearon las puertas con las culatas de sus fusiles.
En el interior se escuchó un alarido de terror.
José Manuel Valverde, el mozo que velaba, rodeado de sus gallos entrabados, la cabeza del Negro Viterbo, creyó enloquecido de miedo, que no sólo Satanás, sino todos los demonios del infierno —donde ya el alma del bandido estaría—, acudían a rescatar de sus manos profanadoras lo que pertenecía a la tumba.