La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.

No obstante, la historia de amor que la evocación me trajo a la memoria y que entonces narre en la cocina conventual de Pueblo Viejo, no fue entendida por mis oyentes, quienes, sin duda, no quisieron entenderla...

Narrador incomprendido, la escribo para el gran lector.

Es un suave desquite del que, por desgracia, jamás se tendrá noticia en la remota aldea del agro montuvio, donde fracasé.

Como es de buena técnica comenzar presentando a los personajes, antes que nada describiré a la muchacha que se llamaba Perpetua o algo por el estilo.

Para mis paisanos, con decir que era guayaquileña ya la he descrito brillantemente; pero, como quiero creer que me leerán incluso extranjeros, debo añadir que, además, era morena.

Con esto sí me parece que es bastante.

El general José San Martín creía lo mismo que yo; y así se lo expresaba a su amante guayaquileña, la «Protectora».

Samuel Morales era dueño de una canoa vivandera, en la cual navegaba, en plan de comercio, por los ríos montuvios.

Se le conocía venir, desde lejos, por el prolongado grito de su caracola, que sonaba como un cuerno de caza.

Las patronas ricas se agitaban en sus cocinas:

—Hay que renovar la provisión.

—Ahá.

—Harinas. Sobre todo, harinas. Y víveres serranos. Llámenlo.

—¿Para qué? Ya apegará. Siempre lo hace.

En efecto, jamás Samuel Morales dejaba siquiera de acercarse a alguna casa, por humilde que fuese.

Aquí decía:

—¿No se les ofrece nada?

—Nada, mismo.

El vendedor ambulante recitaba de corrido la retahila de sus artículos.

—Nada, don Morales; no queremos nada.

Samuel Morales meditaba un momento. Luego, decía a la compradora remolona:

—Si necesita, lleve no más lo que sea, patrona. No importa que no tenga platita. Me pagará otra vez cuando mismo pueda...

Le compraban.

Él conocía a su gente miserable, a su gente «que no tenía platita».

Por supuesto que cobraba después, casi siempre. No sabía leer. Contaba, apenas. Pero tenía una memoria maravillosa:

—¿Se acuerda, doña Angelita? El día del aguacero grande del mes pasado, le dejé...

Y seguía una lista de menudencias, con precio en centavos y medios centavos.

Mas, no exigía. Cuando advertía que era menester, daba más crédito, todavía:

—Lleve, no más. Me pagará cuando venda el arroz. No se preocupe.

Referíase que, en ocasiones, hasta ayudaba a sus clientes con pequeños préstamos y en toda forma que le era factible.

Cierta vez, la viuda Moreno, que le debía diez sucres, lo llamó:

—¿Podría dejarme, don Samuel, cuatro velitas?

—¿Y comida? ¿No quiere comida?

—No; sólo las velitas.

—¿Y para qué, ah? ¿Para qué?

La viuda se echó a llorar. Morales subió a la casa.

En media sala, en el piso de tablas, estaba tendido un cadáver infantil.

La viuda explicaba absurdamente:

—Se me murió, ¿sabe? ¡Era mi hijo y se me murió! Y necesito cuatro volitas. ¡Le pagaré lo más breve!

Samuel Morales bajó hasta su canoa. Volvió luego con un paquete de cirios y unas varas de tela blanca.

—Aquí están las velas, señora. No le cuestan nada, mismo. Y este ruán... P’al ataucito, ¿sabe?

Así era Samuel Morales, comerciante montuvio.

Sólo en las novelas el amor principia desde un límite fijo y determinado. En la vida real, la cuestión sucede de manera distinta. Va naciendo sin saberse cómo. Se va formando —eso es— como las nubes tupidas en el cielo claro; empieza por ser apenas una mancha turbia contra el azul hasta preñarse de negrura y de amenaza.

Nadie podría decir, y mucho menos ellos mismos, pues jamás supieron exactamente si se amaban; nadie podría decir, ni siquiera las bravías comadres de la orilla, cómo se iniciaron los amores de Samuel Morales y la muchacha guayaquileña.

Ella pasaba vacaciones en la hacienda de unos parientes —«El Tesoro»— en las riberas del Vinces.

Él frecuentaba aquellas zonas con su canoa vivandera, anunciando su ambulante comercio con el canto de la caracola.

Desde Vuelta Perdida —una curva inútil del río—, Samuel Morales sonaba su caracola. Se detenía en el muelle de la hacienda, y negociaba con las gentes de «El Tesoro». Luego se alejaba a remo lento. En la Vuelta de los Tamarindos, hacia el norte, antes de perderse detrás de los árboles solemnes, sonaba otra vez la caracola.

Ella, asomada en la gran galería de la casa, lo miraba.

Volvía él luego por la noche, hacia el sur, para rehacer su camino en la mañana.

Y esto ocurría cada día.

En propiedad, aquí cabría concluir la historia de estos amores, en los que no acaeció nada de extraordinario. Mas, como también es de buena técnica anudar incidentes en la narración antes de arribar al desenlace, procuraré recordar alguno y relatarlo.

Cierta ocasión ella se sentiría un poco niña. Lo era, después de todo, con sus diecisiete años alocados, sus trajes de organdí y su melena en alboroto. Quiso comer caramelos de color, y bajó hasta la rambla a comprarlos de la canoa vivandera.

Samuel Morales sintió algo muy extraño en su cuerpo y en su espíritu, al contemplarla tan cerca de él. Habría querido no recibir la moneduca que le extendía; pero, no juzgó prudente hacerlo. Se desquitó entregándole más caramelos de la cuenta: el doble, el triple del valor de la compra.

Luego de improviso, le inquirió:

—Usted, señorita, ¿sabe nadar?

Ella contestó que sí, que sí sabía nadar y agregó:

—¿Por qué me lo pregunta?

Él apenas supo responder:

—Por nada, vea; por nada.

—Ah...

Pero, Samuel Morales mentía. Era que ahora sentía su corazón heroico, vibrante en un hazañoso impulso irrefrenable. Le hubiera gustado, por ejemplo, que ella no supiese nadar y resbalara al río... Él la habría salvado entre los brazos fornidos, oprimiéndola contra su ancho pecho de remero.

—Usted regresa de noche, señor, para volver de mañana, ¿no?

—Así es.

—¿Y por qué no suena la caracola?

Nada impidió que él le dijera entonces:

—La sonaré... despacito... para que usted me oiga, no más.

Ella sonrió levemente.

A Samuel Morales le pareció en ese momento que su canoa no se balanceaba en las sucias ondas del Vinces, sino en verdosas aguas de Kananga, su olor favorito.

Desde aquella ocasión, cada noche sonaba su caracola en la Vuelta de los Tamarindos y en la Vuelta Perdida, al rehacer el camino. Ella, desde su cama, bajo el toldo que la defendía de los mosquitos y de los primos resbaladizos, lo escuchaba y, medio dormida, sonreía.

Así transcurrieron los meses hasta que la muchacha porteña que se llamaba Perpetua o algo por el estilo, dejó la hacienda para reintegrarse a su colegio de Guayaquil.

Por supuesto, en el río Vinces ha seguido sonando la caracola de Samuel Morales.

Pero ahora su canto es triste, como el de las valdivias, que anuncian la muerte bajo la noche medrosa.

La muchacha no volvió jamás a «El Tesoro». Seguramente se habrá casado y tendrá un rondador de chiquitines. Pero hasta mucho tiempo después de su estada en la hacienda, hasta cinco años después, para ser preciso, cada vez que se sentía tomada de melancolía, imitaba, con su dulce voz virginal, el canto de la caracola navegante.

Era curioso constatar que ello le traía una plácida consolación.

Ésta fue la historia de amor que no quisieron entenderme mis paisanos de Pueblo Viejo, minúscula aldea perdida en el agro montuvio.


Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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