I
KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!
—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.
Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.
Entiéndase bien: morirse; no matarse.
Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.
Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.
Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.
—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!
Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...
Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.
Don Ramón, por ejemplo, quería sinceramente morirse; pero,le hubiera agradado de infinito modo el fallecer natural y tranquilamente, hasta plácidamente, tendido en su elegante cuja de metal inglés, sobre su colchón calentito de suave plumón, arrebujado en sus sábanas de alba batista.
¿Sería esto posible?
Así, como quien no le da importancia, consultó con varios médicos amigos suyos.
Hablóle alguno de tóxicos orientales que producían una muerte dulcísima, sin dolores, sin convulsiones, sin espectáculo. Mas, ¿cómo conseguir esos bebedizos?
Los mil sucres de renta mensual, no daban como para un viaje de muerte al Extremo Oriente; por lo que, don Ramón casi llegó a descuidar su propósito de exterminarse, al ver las dificultades con que topaba para realizarlo. Y anduvo atajándose el fúnebre afán.
Pero, era tan grande su aburrimiento, que por mucho que lo llamara elegantemente, en inglés, spleen, para halagarlo un poco, siempre lo traía desazonado.
—Debo morir. Es el único remedio.
Mas, ¿cómo?
No estaba don Ramón, queda dicho, por un suicidio ostensible. Él, además de ser una persona decente, era católico, y quería conservar las apariencias aún más allá del umbral de la tumba. Comulgaba con aquello de que pecado oculto es menos pecado. Ah, si pudiera engañar a los demás, hacerles creer que el suyo se trataba de un vulgar deceso, para que, encima, le mandaran decir misas y le rezaran oraciones...
Charlando incidentalmente sobre su tópico favorito con un galeno amigo, don Ramón vino en convencerse de que una impresión violentísima podía paralizar bruscamente la función cardiaca y ocasionar la muerte.
Batió palmas. ¡Eureka! Eso, eso era lo que él quería... Lo difícil estaba ahora en conseguirse la impresión, una impresión auténtica, capaz de romperle el corazón instantáneamente.
¡Una impresión! ¡Una impresión! Hubiera cedido su fortunita, aquélla que daba de sí el millar mensual de mariscales, por una impresión...
Don Ramón hizo lo imposible para lograrla.
Visitó en la alta noche los cementerios... Viajó en automóvil por el carretero a Salinas... Se embarcó en los vapores locupletos que, a la llegada del tren de la sierra, transportan los pasajeros de Eloy Alfaro a Guayaquil... Nada... El corazón le funcionaba, regular y descansadamente, como un relojito suizo. Tic... tac; tic ... tac... Hasta parecía que se burlaba de su propietario. Tic... tac...
Fastidiado, se le ocurrió una idea, que efectivó —este terminacho es suyo,— al instante. Contrató los servicios de un ladrón profesional, a quien facilitó la llave de su departamento para que, por la noche, una noche cualquiera, le hiciera una visita terrorífica, macabra, en la que —como en una escena bien representada— no habría de faltar ni un solo detalle... El ladrón penetraría sigilosamente, encendida la linterna sorda, en la diestra la pistola amartillada, cubierto el rostro con un antifaz...
Don Ramón, que gozaba de una salud física lamentablemente plebeya, no obstante su hidalga ascendencia navarra; solía dormir como un lirón... El ladrón contratado entró, cumplidamente, con todas las de ley, a cosa de las tres de una madrugada; pero, don Ramón no despertó, por más que el ladrón hizo algún ruido al falsear la chapa del armario ropero, de donde, sin duda como recuerdo, se llevó cuantos ternos de casimir cupieron en la alfombra del salón...
Francamente a don Ramón le dió más rabia el haberse perdido de la impresión del ladrón entrando en su domicilio, que por el robo de que fué víctima.
Pero él era un hombre de recursos, y claro está, no sólo económicos.
A la postre dió en la clave, es decir, creyó encontrar el medio de procurarse una impresión capaz de hacerle estallar, cuando más paralizar, la rebelde víscera...
II
EL REY LEAR: ¡Aullad, aullad, aullad! ¡Oh, sois hombres de piedra! Si yo poseyera vuestras lenguas y vuestros ojos, de tal modo los emplearía, que haría estallar la bóveda del firmamento. ¡Se fué para siempre! Yo sé cuándo una persona está muerta y cuándo está viva. ¡Está muerta como la tierra! ¡Dadme un espejo! Si su aliento añubla o empaña la superficie, ¡ah!, entonces vive.
—Shakespeare, ibidem.
De lo más apropiada para llevar a buen término su propósito, estimó que era una noche de domingo.
Así que tomó el té, infusión de que no gustaba, pero que invariablemente trasegaba cada tarde a las cinco, por lo elegante que juzgaba esa costumbre; don Ramón despidió a su cocinera y a su sirviente, a quienes dijo que no comería en casa y que, por lo tanto, podrían aprovechar la tarde para pasearse. Advirtiólos de que no debían regresar antes de las once de la noche, porque él no volvería sino después de esa hora. Por lo demás, la advertencia obviaba.
Cuando se quedó solo, don Ramón cerró puertas y ventanas: vistióse correctamente de negro —el vestido era nuevo, porque el otro que tuviera de ese color habíaselo llevado su colaborador de la fracasada impresión del robo nocturno;— acicalóse como mejor pudo, y luego, con un zapato que le venía holgado, tomó en el suelo la medida de su cuerpo: siete veces el zapato y un poquito más, por si acaso. Un metro noventa resultó.
Inmediatamente se puso en comunicación telefónica con la mejor agencia de pompas fúnebres, y pidió que mandaran «a la casa de don Ramón Manuel Lacunza, calle de la Victoria, 1 15, bajos», un ataúd de paño, estilo cofre, con almohadillado interior en raso, de 1.90. Además, claro, el utilaje indispensable.
Fué una desgracia que no hubiera en la agencia sino ataúdes, en el estilo pedido, de un metro ochenta. Pero don Ramón, que era persona a quien no le placía discutir ni regatear la compra, prefirió ir un poco incómodo en el último viaje —ya pasaría, después de todo, a la barca de Aqueronte;— y dispuso que le mandaran el de uno ochenta.
A renglón seguido como si dijéramos, llamó a «El Telégrafo» y a «El Universo» y ordenó una invitación en primera página, a dos columnas, para el sepelio «del cadáver de don Ramón Manuel Lacunza, ceremonia que tendrá lugar al día siguiente, lunes, a las once de la mañana, saliendo el cortejo, etc...»
—¿Pero es que ha muerto don Ramón?
—Sí; no hace una hora. De un ataque cardiaco. Está hablando usted con un familiar...
—¡Es una lástima! Era un buen sujeto.
Aquello de «buen sujeto», primer elogio post mortem que recibía, le hizo maldita la gracia... ¿Conque él no había sido más que un «buen sujeto»? Decididamente el juicio de la posteridad peca de severo...
Con todo, firme en su decisión, don Ramón arrellanóse en un sillón, y se dispuso a esperar el servicio fúnebre, que no tardó en llegar.
—Soy un hermano del difunto, —explicó a los cargadores, aunque éstos nada habían preguntado.— Él está ahí adentro —añadió—. Coloquen el ataúd sobre los pedestales en esta esquina. Arreglen los candeleros y las cortinas.
Cuando todo hubo concluido, los cargadores se ofrecieron para depositar el cadáver en el cofre.
—No; no hace falta; gracias. Ya haremos eso nosotros —se opuso un tanto azorado don Ramón—. Gracias.
Idos que fueron los de la empresa de pompas fúnebres, don Ramón corrió el pestillo de la puerta zaguanera; encendió los cirios, y se aprestó a meterse en el ataúd.
Un pequeño tropezón tuvo al intentarlo, y anduvo a punto de derrumbar la caja. Pero con mayores precauciones logró acostarse a todo lo largo, retrepando la cabeza en la almohadilla, para que los pies no toparan con la parte inferior del ataúd.
Cerró entonces apretadamente los ojos, contuvo la respiración, e hizo un llamamiento con todas las fuerzas de su espíritu al de la muerte.
Parecía como que ésta se hacía reacia en venir. Medio asfixiado, don Ramón hubo de meterse aire a pulmón lleno a los dos minutos de haber contenido la respiración.
En estos fracasados llamamientos se pasó como tres horas.
—Ya vendrá, —decía por la muerte;— ya vendrá.
Al cabo de las tres horas, sintió una inaplazable necesidad física que lo obligó a dejar a las volandas el tétrico lecho para ir a seguro lugar do satisfacerla, corno lo hizo.
Verdad que aprovechó esta levantada, porque, al mismo tiempo, recortó los ennegrecidos pabilos de los cirios.
Tendido nuevamente en el ataúd, procuró empujar su ánima por senderos de éxtasis... Y entre que conseguía su objeto y no lo conseguía, echó a perder otras tres horas.
Tras las cuales, tuvo una agradable sensación de que se hundía.
—Es Ella que viene, —pensó.
Ocurriósele como que, enervado, se diluía su espíritu en el gran todo: como que entraba reposadamente en las comarcas del infinito... Y perdió la noción del ser...
A cosa de las once regresaron la cocinera y el sirviente.
Abrieron cautelosamente la puerta del zaguán y enderezaron por el
pasillo con dirección a los cuartos del servicio.
Al pasar frente a la puerta de la sala, tuvieron una horrorosa sorpresa: el cuerpo de su patrón se velaba en negro ataúd rodeado de seis altos cirios.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —clamaron a una voz los fámulos.—¿Cómo es posible?
Mitad pena y mitad miedo, el sirviente estaba enloquecido. La cocinera, más serena o menos encariñada con don Ramón, se aproximó al ataúd y contempló por un instante el rostro de su patrón.
Pálido estaba, como si en vez de muerto don Ramón estuviera dormido.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —aulló agudamente la cocinera, agarrada a uno de los brazos de su Fallecido amo.—¡Dios mío!
Y fue entonces que sucedió lo inesperado: don Ramón abrió los ojos... Sólo había estado dormido, como ya lo estuviera diciendo su rostro.
Pero el espanto de la cocinera y el sirviente no tuvo límites. Disparados salieron a la calle, a pedir auxilió a los vecinos...
Se armó el escándalo. Hasta el cuerpo de bomberos hizo acto de presencia.
Don Ramón optó por esconderse debajo del piso.
Y estúvose ahí hasta el día siguiente.
Era de ver, entre eso de las once de la mañana, cómo la calle se llenaba de gente vestida de riguroso duelo: los amigos de don Ramón que estaban noticiados de su muerte por las invitaciones de los diarios, y que no conocían el resto...
Miraba el «fallecido» por una rejilla. Tanta gente trajeada de luto, le parecía una desconcertada procesión de hormiguitas negras...