A Abel Romeo Castillo y Castillo.
1
—Es una abusión de la gente de la orilla, sólo.
—Pero, dicen...
—Abusión, comadre.
—....de que cuando er chapulete ta colorao y bastantote, tetea er camarón.
—Ojalá.
—Pero er veranillo lo que lo trae es er chapulete.
—Farta un bajío.
—Ya sé.
—No sabe.
—Pa coger camarón.
—Claro. No iba a ser pa coger pluma e garza..
—No digo eso.
—¿Qué, entonce?
—Pa cogesle camarón a Maruja, pué.
—Sirve usté pa bruja, comadre.
—Meno... No iba a ser pa su joven,mi comadre... la pobre.
—Humm...
—Sí, compadre. El hombre es candir pa juera. Se consigue mujer pa que le para.
—¡Comadre!
—No se me ofienda. Digo, nomá.
—E que vamo ar dicho.
—¿Negará, compadre?
—¿Er qué?
—Er que dende que vino la Maruja de Guayaquil, la orilla ta revuerta mismamente que pa aguaje. Toda la hombrada anda como cubos de casa tumbada. ¡Caray! Y no hay pa tanto, pué... De haber habemo mujere aquí, en frente y en la Boca... No lo digo por mí... ¡Pero, es gana nomá de albórotalse, ustede!
—El hombre es como er ganao, que le gusta cambiar de manga.
—¡Sinvergüenza!
Pero, había que irse.
Porque el agua zangoloteaba la canoa como si quisiera desamarrarla. ¡Puta, y qué olorsazo a lagarto! En el aire...
Lagartos de Capones: el viento trae vuestra hediondez amenazadora desde tan lejos como estáis, —fieros, terribles, cebados lagartos de Capones...
2
Maruja: rosa, fruta, canción...
Yo soy “ciudadano” como tú, Maruja. Mi amigo Héctor, también lo es. Sabemos —él y yo— cómo se anda en las tardes de domingo, por el bulevar de Octubre. Y, sin embargo...
Maruja: rosa...
Naciste en los suburbios porteños del oeste, en tierra regada con agua salada de mar y abonada con abono cholo. No tienes —gracias a Dios— mezcla blanca, fina sangre colonche. Aún eres botón a medio abrir. Botón de rosa que marchitará este sol de castigo, quizás antes de que llegue a plenitud. Pero, no importa; porque tienes ya prestigios de rosa. Hueles hondamente a no sé qué. Acaso, tu olor podría llamarse, simplemente, olor de feminidad criolla. Bailando contigo, percibiendo el vaho tibio de tu axila, he comprendido un poco las nobilísimas narices de las damas de Bizancio, que gustaban del almizcle.
Maruja: fruta...
Tu carne, cuyo color oscila entre el café-canela y el mamey-achiote, ha de ser dura y unánime, como la almendra del coco jecho. Cierta vez, a la presión de mis dedos, la carne de tu brazo trinó como si muy adentro se quebraran minúsculos cristales; tal sucede, al calor de la mano, en los trozos del azufre nativo.
Ha de sentirse, al morderte, la misma impresión de que se destempla el cordaje de los dientes, que se siente al morder la púlpula ácida de la grosella. Mas, tu sabor será agridulce, como el de la ciruela cerrera.
Maruja: canción...
Te he oído hablar, Maruja, y tu voz ha cantado a mi oído una canción. O quizás fue que el timbre de tu voz despertó el eco dormido de una canción que yo guardaba ancestralmente olvidada. No sé porqué, —no obstante que tú eres vida, y alegría por eso,— como un halo inconsútil que te rodeara —y que sólo yo veo— flota tristeza en torno de tí. Una dulce tristeza rara, de ésas que únicamente una historia vieja de siglos puede legar. Pero, cuando ríen tus dientes con esa clara risa que sólo he visto en tí y en ciertos niños felices, se olvida uno de todo, hasta de que eres en la vida tan poquita cosa, Maruja: rosa, fruta, canción...
3
—Esta, tarde bailaremos.
—Y esta noche.
—¿Dónde?
—Porque los blanco han venido ha divertilse.
—Quema el aire.
—Pero, la hedentina a lagarto ha desaparecido.
—Bailaremos... ¿en?
—En casa de Tutivén, pues.
—¡Ah!, con Maruja.
—¿Tutivén es peón?
—No; sembrador.
—Aparcero.
Sobre el agua tranquila, la canoa deslizaba su panza lisa de vaca ahogada. Estaba la luna en el cielo. Pero, bajo la luz maravillosa, —luar de invierno,— nosotros, ¡pobres de nosotros!, íbamos a oscuras.
—Hacen falta faroles.
—Hay de venta en Bellavista. Tres cincuenta el litro.
—Un farol caro.
—¡Ah, pero qué bien alumbra! A lo Diamond.
—Vamos.
—Para abajo, nos chorrearemos con el favor. Para la casa de Tuti, la contra.
—Se hará más lejos.
He aquí una cosa que yo no sabía. La contra acrece la distancia. Más lejos...
4
Yo no había visto morir a un hombre.
Un hombre que se muere, es como un barco que se va; y, yo he rehuído siempre el espectáculo de los puertos a la hora de la zarpada.
Pero......¡qué bella esa canción!
El bordoneo de las guitarras me golpea en el alma. He querido llorar, y no he podido... porque no tenía qué llorar. Entonces he recordado un viejo amor mío perdido... y he llorado por ese amor.
Amor que se me fue,
no volverá, de nuevo...
Pasillo horro de técnica, es preciso escucharte para comprender
tu belleza triste de canto criollo. Dicen buen decir cuando dicen: la
tristeza, mal americano.
Luego he reído un poco más estúpidamente que cuando lloré.
Me han dicho:
—Tu juma, Arturo, es juma llorona, juma de indio.
Fué entonces que reí —para desmentirles—. Y he esgrimido mi protesta:
—Pero, yo no soy indio. Las narices del indio, no perciben al lagarto lejano... y hasta acá me llega vuestro nauseabundo hedor de amenaza, lagartos de Capones...
5
Puesto que yo lo maté, he tenido que ver morir a este hombre.
Lo maté un poco, porque lo matamos entre todos.
Este hombre amaba a Maruja. Y nosotros sé la arrebatamos.
Dividimos en pedacitos el corazón de la muchacha, uno para cada uno, en la farra alegre de la casa de don Tuti. Y él lo había querido entero.
Se fué...
Era mucho más de media noche cuando se fué. En su canoíta de inverosímil pequenez —que mas parecía ún doznajo para cerdos,— partió aguas arriba, cantando.
Iba cantando para no llorar. Pero, lloraba en su canción.
Al despedirse, dijo:
—Adiós, don Tutivén.
Pero, debía regresar.
Volvió a la madrugada.
Primero, llegó su quejido cansado y débil de desangre. Después, reptando como una culebra, llegó él; es decir, todo lo que quedaba de él.
Bajamos con luces. Era un cuadro horripilante. Tenía una pierna menos, seccionado el muslo en el tercio superior, cerca de los glúteos, y sangraba copiosamente. Jamás nos explicamos cómo pudo llegar arrastrándose.
Nos miraba con ojos humildes y clamorosos de perro envenenado, en los que había, sin embargo, para todo y para todos, un callado perdón.
A su generosidad póstuma, correspondimos adivinando lo que nos quería decir... Un colazo de lagarto le volteó la canoíta, y cayó al agua. Cerca de la orilla, se agarró desesperadamente al barranco; pero, un tapazo del saúrio le llevó una pierna antes de que alcanzara a ponerse completamente fuera del agua. A rastras había venido... porque quería morir entre sus hermanos hombres. Comprendimos su anhelo: ver a Maruja.
Subimos a despertarla; pero, estaba tan borracha de sueño y de aguardiente que sólo gruñidos porcinos obtuvimos como respuesta a los pellizcos.
—Maruja duerme. Despertará al amanecer.
El no podía esperar —crepúsculo de vida— al crepúsculo de la mañana.
Cerró los ojos apretadamente (sin duda para ver cómo se moría, porque después los abrió, claros y acuosos), y en seguida murió.
Comentó una vieja, la mujer de don Tuti:
—¡Desgraciao! Er trabajo que tendrá para encontrar sus hueso er día que suene la Trompa...
Pasó por nuestras imaginaciones una escena del Juicio Final, más escalofriante aún que las del cuadro famoso del Michelangelo: este hombre buscando su pierna devorada en las aguas turbias del gran río.
—Sería injusto eso. Alguien la encontrará por él.
—Sólo un angelito, niño, podría ser.
—Uno le tiene Maruja.
—¡Maruja! ¿Pero, es posible? ¿Maruja?
—Sí, niño; ¿no sabía? Él la empreñó. Es que se faja ella; pero, botará el chico pa salidas de agua.
6
Ahora que sé que hay en tí una mujer que va ser madre, es decir, santamente dos veces mujer; eres para mí más lo que eres, Maruja: rosa, fruta, canción.
Héctor me ha dicho:
—Para que el hijo pueda buscarle la pierna al padre, es preciso que muera ángel, ¿verdad?
—Sí.
—O sea, que muera apoco de bautizado.
He comprendido. Pero, Héctor estaba borracho, y no valía la pena de atenderlo.
Con todo, temo algo tenebroso de estas viejas ignaras y supersticiosas.
Pero, no. Tú no lo consentirías, Maruja. Que se las arregle el padre como pueda en la hora del Juicio. No valdrá su dolor de para entonces, la vida del hijo.
Serás tú una buena madrecita, Maruja. Dejarás de ser rosa; dejarás de ser fruta; nadie impedirá que sigas siendo una canción...
Para tu hijito que —según está calculado por la ciencia paisana— nacerá para salidas de aguas, serás una dulcísima canción: una canción de cuna.