Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.

Un balido quejumbroso hirió sus oídos. Miró en todas direcciones. Sus ojos escudriñadores buscaban en la noche el lugar donde estaría el animal que había gritado su lamento.

Lo descubrió, al fin. Allá, allá, al pie de una pequeña eminencia de arena, se agitaba un bultito prieto.

José Tupinamba comprendió. El Santos, que ayudaba a su padre en el pastoreo del rebaño, había dejado una oveja —ésa— fuera del redil, olvidada.

Presa de una suerte de loco terror, el indio corrió, corrió por los caminos de los cerros, sin cuidarse apenas. El poncho le flameaba como una banderola al viento. Las alpargatas golpeteaban la tierra en un tan-tan brevísimo.

Pensaba. Su pensar —agitado y sacudido en los movimientos del traslado violento—, habría sido intraducible de quererse expresarlo con palabras. Era una eclosión de miedo. El miedo ancestral al amo, que se le había bajado a los pies y le calentaba motores para correr, llameábale un tanto en la cabeza, bajo el casco de cerdas, y le encendía pensamientos.

¡Ah, si el peno que guardaba el rebaño, percibiera el balido de la oveja extraviada! ¡Ah, si — entonces— ladrara su aviso! Se despertarían los animales tímidos en un atolondrado coro de balidos angustiados, y el mayoral, que cerca de esos lugares vivía, se daría cuenta cabal de lo ocurrido.

Veía ya el indio sobre sí las sanciones horribles: el látigo... el destierro en la puna lejana... el trabajo en la mina de azufre, hundido en los socavones, bajo las capas inestables que se desmoronan enterrados vivos a los zapadores...

De nada valdría, para evitar el castigo, que su mujer —la Chasca— hiciera, como hacía, cerca del amo —en la hacienda— ejercicio de huacicama y de querida; de nada valdría que la Chasca —la pobre huarmi— hubiera de dejar a su hijita de pechos confiada al cuidado amoroso y torpe del marido, para ir, cada noche, a matar las lujurias del señor que se había encaprichado con los muslos durotes de la india... De nada valdría...

Ah, si ladran “Vencedor”...

Pero, no; no ladraba “Vencedor”. Estaría somnoliento, fatigado quizás. Era raro eso; mas, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno! O, tal vez, hambriento como lo tenían siempre, con las raciones escasas que el can había de completar cogiendo añas o ratas, se habría escapado por las hondonadas, de cacería... Era más raro esto, aún; pero, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno!

Al cabo llegó Tupinamba a la oveja perdidiza. La tomó en los brazos con mil precauciones, para que no alborotara, y la condujo al rebaño.

Iba el indio sigiloso, anunciando su presencia al perro:

—Shss... Shss... “Vencidur”... Ssss... Pero, “Vencedor” no esta ahí. Había abandonado su guardia.

Tupinamba decidió esperar su vuelta. No cabía hacer nada menos. No era cosa de dejar el rebaño solitario.

Sufría el indio. Sufría por la huahua, que habría despertado quizás, y estaría llorando, llorando, allá en la choza, junto al hermanito dormido, revolcándose en el cuero del borrego sin curtir.

Pero, el rebaño... las ovejas...

Transcurrió una hora atormentada, hasta que tomo “Vencedor”. Era un animalejo largo, escuálido, espectro de perro...

Tupinamba se le aproximó. Entonces, el can soltó a sus pies algo informe que traía en las fauces, y fue a esconderse, con el rabo agachado, entre el rebaño, huyéndole al hombre.

Estaba la luna lo suficientemente clara para que, a la primera mirada, el indio reconociera que la desechada presa de “Vencedor” era el pañalito morado de su huahua —¡de la Michi!— y un bracito sangriento...


Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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