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Por ello, cuando Mateo Alvarado nos hizo esa enfebrecida apología de las delicias hogareñas, de las alegrías del hombre casado, Santos Frías, anheloso de una nueva confidencia, nos lanzó de sopetón la pregunta:
—¿A qué no saben ustedes porqué no me he casado yo?
Cada quien auspiciaba una solución. Por esto. Por lo otro. Por lo de más allá.
En vísperas de la confidencia, Santos Frías negaba con rotundos ademanes de cabeza, fortalecidos con un sonoro no. Evocaba en cierto modo la escena de Tartarín de Tarascón
acompañándola romanza de Roberto el Diablo.
No que no. Él —Santos Frías Osorio— había sido siempre un propugnador del matrimonio como estado ideal de vida. Pero...
Y se nos vino encima con el secretillo.
Aún cuando nos pareciera mentira, él —podía jurarlo, pero no
hacía falta,— había sido, cuando contara treinta años menos del medio
siglo de ahora, lo que se llama en todas partes un mozo guapo. Lo tenían
así acabado, con facha de espectro, el alcohol, la comida escasa “y sin
vitaminas”, el pobre acomodo, el trabajo rudo y largo... En plena
juventud fué otra cosa. Las mujeres le sonreían tan bonitamente como
pensaba que la vida habría luego de sonreírle. Él, sin desdeñarlas del
todo, se contraía a adorar —que adoración fué lo suyo— a una su primita.
La Olguita ésa, su prima, era una ilusión hecha carne: rosada y tersa
carne de mujer. Lo amaba también. Un poco menos que
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Publicado el 8 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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