MARGIT.—Afortunadamente se ha ido. Cuando está a mi lado, mi corazón cesa de latir, como si lo adormeciera un frío mortal... Es mi marido; soy su mujer. ¿Cuántos años dura la vida humana? ¿Cincuenta años tal vez? ¡Dios mío! ¡Y sólo cuenta mi vida veintitrés primaveras!...
BENGT.—Hay motivo. A fe. de caballero, no sé lo que le falta. Procuro estar a su lado todo el dia. Nadie puede acusarme de severo con ella. Me encargo yo de dirigir los quehaceres de la casa. Y sin embargo...
HENRIK IBSEN. — GILDET PAA SOLHAUG (La fiesta de Solkaug); acto primero.
Bebíamos. Las perchas de la tabernucha —Brasil y Rumichaca,—
íbanse quedando vacías como los estantes de la biblioteca de un poeta
miserable... Cerveza. Más cerveza. Botellas tras botellas.
Nuestro amigote, el viejo Santos Frías, que era inspector a jornal de no sé qué obra pública (sin duda, alguna estatua a un héroe inédito, descubierto por sus celosos descendientes); estaba ya casi borracho. Hablaba hasta por los codos y dio en hacernos confidencias. Sobre cualquier tema que girara la charla, siempre Frías encontraba oportunidad de endilgarnos un comentario, siquiera, dolorosamente arrancado a su propia intimidad. Ignoro por qué tenía ese empeño tenaz de hacerse daño. Que daño se haría al resucitar así, pública y malamente, recuerdos que debía guardar en el silencio de una farsa de olvido, ya que no en el imposible olvido absoluto.
Por ello, cuando Mateo Alvarado nos hizo esa enfebrecida apología de las delicias hogareñas, de las alegrías del hombre casado, Santos Frías, anheloso de una nueva confidencia, nos lanzó de sopetón la pregunta:
—¿A qué no saben ustedes porqué no me he casado yo?
Cada quien auspiciaba una solución. Por esto. Por lo otro. Por lo de más allá.
En vísperas de la confidencia, Santos Frías negaba con rotundos ademanes de cabeza, fortalecidos con un sonoro no. Evocaba en cierto modo la escena de Tartarín de Tarascón
acompañándola romanza de Roberto el Diablo.
No que no. Él —Santos Frías Osorio— había sido siempre un propugnador del matrimonio como estado ideal de vida. Pero...
Y se nos vino encima con el secretillo.
Aún cuando nos pareciera mentira, él —podía jurarlo, pero no
hacía falta,— había sido, cuando contara treinta años menos del medio
siglo de ahora, lo que se llama en todas partes un mozo guapo. Lo tenían
así acabado, con facha de espectro, el alcohol, la comida escasa “y sin
vitaminas”, el pobre acomodo, el trabajo rudo y largo... En plena
juventud fué otra cosa. Las mujeres le sonreían tan bonitamente como
pensaba que la vida habría luego de sonreírle. Él, sin desdeñarlas del
todo, se contraía a adorar —que adoración fué lo suyo— a una su primita.
La Olguita ésa, su prima, era una ilusión hecha carne: rosada y tersa
carne de mujer. Lo amaba también. Un poco menos que
él a ella; pero, lo amaba. Santos Frías estaba “matemáticamente” convencido de eso. Pactaron el matrimonio. Frías trabajaba como ayudante del cajero, en una fuerte casa de comercio, en cuyo empleo pensaba prosperar, hacer carrera. No resultó así. Un mal día el cajero se alzó con los fondos y fugó al Sur. Sobre Frías recayeron sospechas graves y lo metieron en la cárcel. Permaneció allí tres meses. Judicialmente, no existían cargos concretos en su contra, y lo absolvieron. Pero la opinión pública no lo absolvió. Creyóse a firme que había andado en compincherías con su superior inmediato.
Negáronle trabajo en las oficinas calificadas, y hubo de humanarse a esos puestos francamente inferiores de sobrestante, de inspector, de guardián, de tomador de tiempo.
Así que saliera de la cárcel —desde la cual había mantenido una frecuente correspondencia con Olga,— fué a ver a ésta.
—Sinceramente, Olga, ¿te casarás conmigo?
—Sí; no veo inconveniente. Creo que eres honrado. La cuestión está en que busques un empleo que, satisfaciendo tus aspiraciones, nos dé lo bastante para vivir así, así, medianamente, sin lujos, pero tampoco con angustias.
Y entonces vino lo de las negativas de empleo. Y el aquél de humanarse... ¡él, el hijo del alférez Frías que peleó en Gatazo!
Al medir su situación, el verdadero alcance de su situación; al comprender que no vibraban en él capacidades de triunfador, de dominador del éxito reacio; al saberse estigmatizado, marcado con hierro de humillación para siempre.... Santos Frías tuvo miedo, un miedo horrible...
—Doy por seguro —concluía, hablando para nosotros,— que, de haber insistido yo, Olga no se habría negado aún a casarse conmigo, a ligarse con grillete a mi grillete de condenado. Pero, me dio miedo. Miedo egoísta, lo confieso. No compasión de ella, sino temor por mí...Olga...¿la conocéis? Sí; sin duda... Olga de Schmidt —la mujer del gerente do la casa alemana Schmidt & Wolf— era, y es, una mujer demasiado hermosa para que no la tentaran los hombres, desplegando delante de sus ojos codiciosos todo el aparato del lujo, de la molicie, de la material felicidad, en una palabra, que puede dar el dinero...Olga era demasiado femenina para resistir valientemente, al lado de un hombre a quien, poco a poco, hundida en las complicaciones de la existencia difícil y mezquina, iría dejando de amar...¿Y qué hubiera entonces sucedido? Temblé al imaginármelo. Sentí horror por lo que iba a sufrir en lo futuro irremediablemente —el estrujón inevitable de mi honra,— y preferí sufrir pasajeramente en lo que era entonces presente, el dulce presente ya ido... Olga no entendió bien mi gesto o, acaso, fingió no entenderlo. Luego, casó con el rico Schmidt, y puedo aseguraros que es dichosa. Me ha olvidado buenamente. Como casi nunca me ve, cuando la casualidad hace que nos encontremos en la calle —no visito su casa,— tiene un real trabajo para reconocerme. Yo interiormente estoy satisfecho de todo esto.
Mateo Alvarado nos dijo en voz baja que este Santos Frías calzaba
holgadas calzas de majadero. Quiero creer que no fue la suya la opinión
más generalizada entre los que escuchamos su confidencia triste y
melancólicamente vulgar...