Al compañero Carlos Falconi Villagómez.
I
Detrás estaba la selva, apenas hollada, virgen quizá en largas extensiones, vivero de alimañas; y desde la cual, en las tardes soplaban vaharadas de salvajes aromas y golpes de ruidos misteriosos.
Caballero en Bubi —un talamoco enano— en varias ocasiones me había aproximado a los linderos de la selva, sin atreverme a penetrarla, cohibido ante su vieja doncellez.
—Hay una trocha, blanco, que dentra hasta un punto que llaman der Pajonal.
Esto me decía Crisanto, el peón negro, que fuera capataz de la hacienda hasta mi llegada como administrador; y añadía:
—Un compadre mío de allá, me contó de que hay gente... Un gringo no sé cuanto que vino el año pasao...
La trocha era practicable, y en uno de mis frecuentes ocios, casi sin intención seguí por ella.
...Era una mañana clara. Terciada la carabina a la bandolera, jinete en mi Bubi leal, no me arredraba la soledad. Mis lecturas de bachiller huracanaban recuerdos en mi memoria, y suspiraba por el advenimiento de una aventura —al clásico estilo del género— con su inevitable cohorte de fieras y de hombres peor que fieras.
Siguiendo los vuelos de mi imaginación —que era una loca libélula—, apenas prestaba atención a la despampanante belleza de la Naturaleza, desnuda allí, al descubierto la magnificencia de sus encantos; ni a las horas tampoco.
Las repentinas paradas de Bubi y sus relinchos, me volvieron a la realidad... Bubi era mi reloj. Miró al cielo, y el sol ardía ya en el cénit; al propio tiempo que un agradable cosquilleo en el estómago, delataba un próximo apetito, (Ah, mis formidables apetitos de entonces, lejanos ya, imposibles de tornara ser!)
Decidí regresar y volví riendas. Calculé el tiempo que había durado mi viaje: cinco horas; y temblé al pensar que sólo al caer la tarde me vería en la hacienda, ante la mesa...
Piqué espuelas, y Bubi, hostigado en los ijares, voló...
El sendero se arrastraba en aquel trecho por entre una arboleda gigantesca. Gruesas ramas rozaban los flancos del caballo y mis propias espaldas, y en el suelo, las lluvias —apenas cesadas— habían dejado peligrosos sartenajales.
...Enloquecido de terror, ví que a cortos metros de mí, una rama a medio desgajar interceptaba el camino a la altura de mi pecho. Quise detener a Bubi, pero fue tarde. Tendido por un golpe seco, rodé por el suelo...
Y no supe más.
II
Cuando abrí los ojos, vi, inclinado sobre mí, un rostro de mujer, anheloso... Era ese rostro tan divinamente bello con sus ojos azules, grandes, serenos, que yo cerré los míos otra vez, pensando en una angélica visión. El roce de una mano suave sobre mi frente, me incorporó a la realidad, al tiempo que una voz varonil, nombraba:
—Olga Catalina...
Recobrada del todo la conciencia de ser, me revolví, curioso. Tendido en rústico lecho, estaba en una habitación desconocida para mí. Sentada ahora al borde del camastro, la mujer de la visión...
Penetró luego a la estancia un hombre maduro, de raza blanca, con cierto aire de inconfundible majestad en su continente, y cuyo aspecto señalaba en él al tipo europeo del Norte. Detrás, quedamente, entró mi peón.
Me dirigí a Crisanto. ¿Cómo estaba aquí? ¿Qué me había sucedido? Porque apenas si recordaba la escena de la caída...
Crisanto me explicó. Tenía luxada una pierna, y además, en la espalda, serias contusiones. Por supuesto que había quedado sin sentido en el camino, y allí habría estado quién sabe hasta cuando si «este señor gringo y la blanquita, que es su hija», no me hubiesen recogido. Él, Crisanto, se inquietó al ver llegar la hacienda a Bubi sin jinete, y partió ea mi búsqueda. Me encontró aquí; pero ya «el señor gringo y la catirita» me habían hecho atender de un curandero...
A mi pregunta, Crisanto respondió:
—Er sucedido aconteció al mediodía y ahora son las nueve e la noche.
Iba a deshacerme en agradecimientos para con mis salvadores; pero el hombre maduro me impuso silencio con un amable gesto, al propio tiempo que la mujer de la visión, que permanecía cerca de mí, me pasó dulcemente la mano por los labios.
Dejé caer los párpados, amodorrado. Tenía fiebre.
III
Mi convalecencia fue larga. Acometíanme dolores agudísimos, y el «sobador» —un boliviano charlatán— había prescrito absoluta inmovilidad. Tres semanas estuve postrado en el lecho.
Olga Catalina —tal era su nombre— era mi enfermera. Solícita, esta linda mujercita de veinte años, guardaba inconcebibles energías en su cuerpecito y sobrada caridad en su alma, para soportar las veladas a que la obligaban mis dolencias. A cada paso, su comportarse evocaba en mí el recuerdo de mi hermana Fernanda, a quien hoy la tierra come. Para el enfermo, que el dolor volvía hosco y desabrido, Olga Catalina sólo tenía su sonrisa...(¡Cómo ella nunca nadie habrá de sonreír!)
Apenas hablaba el castellano, así que nuestras conversaciones se hacían en francés. Extraña asimismo a la lengua gala, la ceceaba y suprimía las erres modosamente, como las currutacas del primer Imperio.
Procuraba evitar todo cuanto a su vida anterior se refería. A cierta pregunta mía, respondió una vez:
—Nosotros somos de Holsingfords... Pero bien pudimos haber nacido en Mukden... o en Nueva York.
Y nada más.
El padre, —cuyo nombre nunca logré pronunciar—, hablaba menos conmigo; pues, desconociendo el francés, ni siquiera quedaba este recurso, y sólo podíamos charlar a través de Olga Catalina.
Cuando yo traté en él de hurgar el pasado, me hizo responder:
—Somos unos pobres inmigrantes como tantos otros que vienen a esta tierra vuestra... Ecuador nos ha dado todo: un cuadro de montaña y aperos para labrarlo. ¡Vaya desde nuestros corazones agradecidos, un voto por la grandeza de esta buena patria de los que no hay ninguna!
—¡Pero la vuestra!—Solté yo.
Y a Olga Catalina se le escapó esta frase:
—¡Todo, lo hemos perdido!
Recuerdo, también, que cierta vez, embebecido en la contemplación de la elegante silueta de Olga Catalina, la dije:
—Paréceme que su pie, Olga Catalina supiese del piso de los salones reales, y su cabeza, de los esplendores de la corona.
Y ella, pálida, se estremeció nerviosamente y me miró a los ojos: por los de ella vi pasar la sombra del miedo.
IV
En cuanto pude tenerme en pies, abandoné el lecho. Apoyado en un bastón, ensayaba a andar, mientras Olga Catalina me sostenía por la espalda. Excursionaba por los alrededores de la humilde covacha, auxiliado por mi bella enfermerita que me iba enseñando los progresos alcanzados por su padre en aquel trozo de la selva. Aquí y allá, la mano sabia del civilizado había hecho prodigios, desmontando y roturando, para dedicarlos al cultivo, sendos quintales, donde ya comenzaban a brotar ias plantas útiles. A la orilla de un arroyuelo juguetón, un establo nacía, y en él, orondas y pacíficas, hasta tres vacas ramoneaban con sus crías. El gringo era emprendedor, sin duda, y pronto tornaría aquéllo en una mina de riqueza
—¿Piensa su padre demorar aquí largo tiempo?
—A lo que parece, sí. Él, como todos, quiere hacer fortuna.
¡Él, como todos! ¿Por qué esas palabras de sentido fácil sonaron extrañas a mi oído?, ¡Él, como todos!....
Con los días, ya no me fue necesario el báculo; pero entonces, me apoyaba en el brazo de mi enfermerita y hacíamos más largos nuestros paseos por el campo. Casi restablecido, precisó hablar de mi regreso. Crisanto, que venía frecuentemente de la hacienda trayéndome cuanto requería, me avisó un día que, a la siguiente mañana, vendrían peones para conducirme en una suerte de camilla trabajada a propósito.
Esperé la hora del paseo vespertino para comunicar a Olga Catalina mi regreso inevitable... Yo pedía, por supuesto, perdón por las molestias que involuntariamente había ocasionado; pero ellos debían estar seguros de que mi corazón sería fértil a la gratitud: en cualquier dificultad, que acudieran a mí....antes que a Dios mismo.
Ella, acogió silenciosa mis palabras y esquivó el rostro, mirando hacia otra parte, para ocultarme la clase de emoción que la había producido... Nunca habíamos hablado de amor; pero esa tarde lo hicimos, y ella fue quien inició el tema... Ah! ella no había amado aún... Verdad que no estaba en edad. Pero, así como así, los hombres éramos unos entes miserables. Ella los despreciaba a todos. Como amigos, bien; pero como otra cosa... ¡no! Con todo, comprendía lo fatal. Algún día...
Y aquella charla extraña, terminó con esta frase de ella:
—¿A quién, a quién, Dios mío, habré yo do amar? ¿Quién será el que...?
Se interrumpió. Por tácito acuerdo, no hablamos más en todo el resto del paseo.
Al otro día, al despedirme —yo no me imaginaba que para siempre—, vi en los ojos de Olga Catalina, temblar una lágrima.
(¿Fue ilusión? Quizá. Pero sería para mí muy doloroso pensar que eso —lo único— no fue realidad).
—¡Volveré, pronto; volveré!
Y nunca más iba a volver...
V
Imposibilitado aún para el trabajo rudo del campo, en la hacienda lo solo que hacía era leer. Hojeaba pasadas revistas francesas de la Guerra, periódicos, libros. Sentado en un viejo sillón frailero, mientras releía lo que tantas veces había leído, meditaba una próxima excursión al Pajonal por ver a mi linda enfermerita, cuyo recuerdo no se apartaba de mí.
Una tarde, mientras revisaba una de aquellas revistas, me interesó sobremanera cierto artículo, ilustrado con fotografías, sobre la nobleza rusa que segó la cuchilla bolchevique. Entre las víctimas, figuraban el czar y su familia, príncipes, grandes duques.
Al volver una hoja, un retrato de hombre atrajo irresistiblemente mi mirada.... ¡No; no cabía un ápice de duda! ¡Era él, el gringo inmigrante del Pajonal! La leyenda decía: «Desaparecído.—Gran Duque Alexis.» —El gran duque Alexis, primo del Czar, desapareció de Holsingfords con su hija Olga Catalina el 15 de..
No pude seguir leyendo. En ese momento, Crisanto, pálido, tartajoso al hablar, interrumpió en la estancia.
—¡Patrón, patrón, que desgracia! ¡Pobre blanquita, tan buena! ¿No sabe? Se la robaron los brutos.... ¡Ah, pero er día que caigan!
—¡Explícate, hombre! ¿A quién han raptado?
—A la gringuita, pues, a la niña Catalina. Los montoneros esos... Me contó mi compadre, er de allá dentro....
Olvidado de mi pierna luxada, me erguí bruscamente y comencé a dar las órdenes más contradictorias:
—¡Ensilla a Bubi! ¡Prepara la lanchita! ¡No, pon un telegrama a....! ¡Llama a la peonada y reparte armas....! Iremos....
Crisanto me oía sin hacer ademán de moverse.
—¡Ea, poltrón, qué haces ahí!
Reposado me replicó:
—La cosa jué anteayer....
Comprendí. Era inútil cuanto se hiciera.
Aniquilado, roto, me desplomé en el sillón como un pelele, con ganas de gritar mi dolor rabioso, de ahogarlo en llanto.
Nunca como esa vez he comprendido la humana impotencia ante lo irreparable...
—Olga Catalina! Olga Catalina...!