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—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...
Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...
Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:
—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.
Agregó, absurdamente confidencial:
—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...
La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:
—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...
Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:
—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!
Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.
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Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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