(Cuento de Año Nuevo).
El doctor Eduardo Rivaguirre, abogado consultor del Banco
Nacional, respiro satisfecho al saberse solo en aquel elegante
rinconcito hasta donde apenas si llegaba el eco de las músicas y el
cascabelear de las risas.
—¡Ah! —suspiró—. No hay duda que envejezco. Casi no soporto ya el ruido de las fiestas.
Era el doctor un hombre delgado y largo de extremidades. Sus movimientos perezosos hacían que, al andar, recordara el paso del camello; y, alguna vez, en sus épocas juveniles de luchador, lo habían hostigado con el nombre de tal animal. No era, por cierto, guapo; pero, su rostro era inteligente y simpático. Aparentaba cincuenta anos. Acaso tuviera más.
Casi tumbado sobre una poltrona baja de marroquín, montada una pierna sobre la otra, había tomado un cigarro de cierta mesita próxima y fumaba.
Ya era sonada la hora magna de la media noche y, luego del champagne de estilo, la gente joven bailaba allá afuera, en los salones feéricos, por la gloria del nuevo año. Los hombres de edad se habían replegado sobre las cantinas y los fumaderos, y las señoras murmuraban —como es natural— en las vecindades de los tocadores. El doctor Rivaguirre, vagamente fastidiado, se acogió al remanso que era este saloncito solitario, al que nadie vendría.
Mas, de improviso se había levantado el portier y aparecido en la entrada la señora viuda de Jiménez Cora.
—¡Oh, doña Elena!
Le ofreció un asiento frente a él, que ella aceptó.
Doña Elena posiblemente le igualaba en edad; pero, aún podía considerarse digna de ser mirada, conservando rasgos de pasada belleza, como momificados en el rostro; y, la armonía de su cuerpo no estaba perdida del todo.
Hizo ella una voz acariciadora, para, decir:
—Usted busca como yo, doctor, los lugares solitarios. Está malo eso; porque el apartarse es uno de los síntomas inconfundibles de la vejez.
Sonrió él amargamente. ¡Claro! Al menos por su parte... Había que dejar a los jóvenes libres en su alegría escandalosa. El no iba a usurpar su puesto a la juventud. Llega una edad en que ni soñar está permitido; ¿verdad?
Ella opinaba lo mismo. Naturalmente... Ya, había pasado el turno de ellos. Además, tenían hijos, y había que cederles el lugar. Que los chicos gozaran, rieran, se hicieran el amor. Nunca fiarían más, después de todo; porque la vida es muy igual en el fondo. Apenas si cambia el paisaje.
—Crea, usted, doctor, que a mí no me inspira ilusión el Año Nuevo.
Sí; él lo creía, y lo comprendía perfectamente. Amén de que cualquier ilusión de uno, se la ha cedido a los hijos. Que sueñen ellos por uno; que se ilusionen. Pero, los viejos.... Y todavía, que si alguna vez sueñan éstos, a aquéllos los coge el sueño. Es, generalmente, en su provecho.
—¡Ah, los hijos! Son los supremos ladrones. Le quitan la belleza a las madres; la fuerza, a los padres. Son parásitos que medran a costa de los troncos. Como la palmera de los mitos griegos, nacen de entre las cenizas. Es decir, reformando el símil: es preciso la destrucción de la palmera progenitora para que la nueva palmera brote de entre sus desechos... O, como los alacranes de la vulgar creencia, que, al decir, se comen a las madres...
—Desgraciadamente, tiene usted razón, señora. Las creaciones se hacen a base de destrucciones, por ley natural. Es menester que algo muera para que viva algo. La vida sale de la muerte; y, el nacimiento es un fenómeno consecuente a la defunción.
Callaron, pensativos.
¡Ah! ¿Oía él? Ese valse...ese viejo valse que ahora tocaban...
—No se imagina, usted, doctor, lo que ese valse me recuerda. ¡Mi postrer aventura de amor! ¡Mi postrimera ilusión! Fué hace quince años, en Quito, en un baile que diera la Legación del Brasil...
Y Rivaguirre estuvo hasta poco educado al interrumpir:
—Mas, usted ya no pensará en esas cosas...
Rieron.
—Ahora, nuestros hijos.
—Sí; ellos...
La señora viuda de Jiménez Cora sonrió, maliciosa.
—¿No sabe usted, doctor? Su hija Ernestina...
—Y su hijo Luis Felipe...
—Se quieren. ¿Lo sabía usted?
—Me lo dijo ella.
—Yo, por mi parte...
—Y yo, por la mía...
—Sí, doctor —dijo la viuda;— hay que dejarlos. Que se amen. Que se casen, si es que en gana les viene devorar su pobre amor. Después de todo, acaso ellos realizarán lo que a nosotros dos no nos fué dable.
Se sorprendió él. ¿Qué quería ella significar? ¿Qué era aquello que no alcanzaba a entender del todo?
La dama se estremeció.
— Hoy, día de Ano Nuevo —inició ella con voz trémula,— día en que según el pensar ingenuo de la gente más o menos vulgar, comienza vida nueva, quiero descargarme de un gran peso; hacerle a usted, y sólo a usted, la confesión do una locura cordial de mi juventud. No pensé decírselo jamás; no se lo habría dicho jamás... Pero, no sé, ahora, por qué voy a hacerlo... La oportunidad, este ambiente, la fecha, quizás; acaso, la pretensión banal de que entre usted y yo se ate un lazo que, por unirnos en un bello recuerdo, sea a fortalecer el que ojalá estrecharan su Ernestina y mi Luis Felipe... No sé.
La miraba el doctor Rivaguirre como si intentara hacer oídos de sus ojos, como si fuera, a escucharla con todo el cuerpo y con toda el alma.
Hablaba ella:
—¡Una locura cordial! Hacen... Usted tenía entonces veinte años; comenzaba a escribir y estudiaba jurisprudencia. ¿Recuerda? Vivía usted en mi mismo barrio y pasaba siempre por frente a mi casa. Yo lo miraba; pero, usted, andaba siempre con la cabeza inclinada, y no me veía. Seguía yo su vida; leía lo suyo: sus primeros versos y sus primeros cuentos; sabía de sus luchas y me interesaba por ellas; recortaba y guardaba sus retratos, publicados en diarios y revistas...y quién sabe si por ahí, en cualquier gaveta de mi secretaire, hasta ahora los conservo... ¡Pero, yo era rica! Comprendía que usted, que entonces era un muchachito humilde, no se habría atrevido a requerir de amores a una chiquilla de la aristocracia. ¡Ah, y quizás de haberlo hecho, yo, orgullosa, a pesar de todo, acaso lo habría. despreciado, aún escondiendo en la entraña un sincero dolor! La vida, doctor; las exigencias de la vida... Un día, usted se fue ¿a Chile?, ¿a la Argentina? Yo me casé a poco con Jiménez Cora, que residía aquí como cónsul del Perú. Pero, antes, cuando usted pasaba diariamente por mi calle, yo había pensado... había pensado, no más...: “Si este muchacho quisiera, yo iría con él hasta el fin del mundo, por su oscuro camino de luchador, descalza y pisando espinas”. Una ocasión soñé que usted me había raptado, y no he sido luego, en la realidad, tan feliz como lo fui en ese sueño. Locuras, doctor; locuras...
Él acentuó con una voz cascadamente imbécil:
—Sí, señora; locuras... Locuras propias de la edad.
Parecía que cuanto dijera la todavía hermosa viuda de Jiménez Cora, no le había causado la menor impresión.
Consultó el reloj.
—La una de la madrugada del primero de año... Me voy. Es justamente la hora de los resfríos; y, a mi edad, si pesco un romadizo me sería fatal.
Se levantó. Despidióse a prisa, y salió.
Atravesó los salones repletos de gente alegre que vivaba la fecha y el club social que ofrecía aquel suntuoso baile de Año Nuevo.
Ahí dejaba a Ernestina, al cuidado de Arnoldo, su hermano mayor. No había que importunar a los chicos, ni —mucho menos—, cortarles la diversión.
En la portería pidió su sombrero y su abrigo, y se lanzó a la calle.
Transitaban todavía personas que regresaban a sus hogares o iban a fiestas ajenas; había aún muchachos en torno a los vestigios de las hogueras en que se incinerara al simbólico muñeco.
Próxima ya la estación lluviosa, caía un orballo menudo y helado que calaba.
El doctor Rivaguirre tembló de frío y de emoción.
—Ah..., —murmuró;— ¡y pensar que yo por ella abandoné la patria! ¡Y pensar que por ella hasta matarme quise! Y ella me quería, en secreto...
Suspiró por lo imposible.
—Ahora es tarde ya... ¡Si lo hubiera sabido antes! Mas, quién sabe si, como ella dijo, de haberle yo revelado que la amaba, me habría despreciado... Mejor, mejor así: saberlo cuando ya no puede ser...
Se inquietó aún.
—¡Y pudo ser, sin embargo! ¡Ah, si el Año Nuevo fuera, como la gente asegura, vida nueva! Pero es igual, desastrosamente igual, la vida.
Se contuvo.
—Ahora es ridículo pensar en esas cosas... por mucho que la ilusión que proporciona a cada quien el Año Nuevo autorice a soñar en la posibilidad de lo imposible... Ella, vieja; viejo, yo...
Pero, todavía:
—¡Ah, si el Año Nuevo obrara un milagro! ¡Si la vida diera vuelta atrás! ¡Si el pasado volviera!
Seguía orballando, en menudas gotas tenues, imperceptibles.
—Si el pasado volviera...
Ahora hacía más frío.