Prólogo
En este volumen se recogen un total de cincuenta piezas de ficción breve escritas por el autor ecuatoriano José de la Cuadra.
Su temprana muerte nos privó de un escritor lúcido, con una mirada penetrante y una capacidad para la crítica social que no está reñida con la ternura y el humor.
Un autor en general desconocido para los lectores fuera de Ecuador, pero que por su modernidad y la certeza de su escritura merece ser conocido mucho más allá de sus fronteras.
Solo espero que esta colección, que reúne todas sus obras de ficción excepto la novela corta inconclusa "Los monos enloquecidos", sirva precisamente para que su prosa llegue mucho más allá de su Guayaquil natal y otros muchos lectores puedan disfrutar de su sensibilidad y elegancia.
Eduardo Robsy Petrus
Madrid, 27 de febrero de 2024
Aquella carta
Yo la leí.
Mi voz —que la emoción tornaba angustiosa,— era férvida, quizás un mucho amarga, al leerla.
Creo que nunca —como en esa ocasión— he leído tan bien.
Decía la carta:
“Alina:
“¡Adiós para siempre!
“Habría, querido, luego de estas palabras —definitivas—, garrapatear al pié mi pobre firma... y no decirte más. En este minuto —único— en que voy a franquear con firme paso la puerta que se abre al Gran Camino, todo concepto obvia y toda frase está demás.
“¡Alina! ¡Alina! Te quiero... Nadie te querrá como yo te quiero. Si Dios —perdóneme El que en este instante de pecado máximo, lo nombre;— si el bello Dios me hubiera dotado del arte de bien rimar, en inmortales versos mi amor a ti perduraría... Si al buen Dios le hubiera sido en gracia concederme la de la armonía, en lindas canciones mi amor a tí perduraría... Alguna vez, al pasear por el campo, en quién sabe cuál choza humilde, cualquiera moza garrida al susurrar a media voz una canción —la Canción— que yo te compuse, te habría traído mi recuerdo...
“Pero Dios —que a la tierra me mandó sólo a sufrir,— creóme horro de aquellas mercedes que a otros concede a manos llenas. (El —sólo El— sabrá en su justicia por qué lo hizo).
“Alina, me voy... Como esos barcos que izan velas para el viento favorable, me he preparado para partir. Listo estoy. Pisoteé mis creencias. Derrumbé mis convicciones. Mi fe, legado único pero inapreciable que mi madre —¿la recuerdas?— me dejó; la manché. ¡Yo soy un hombre que ha manchado su fe! Y había que oír cómo lloraba mi alma cuando la ahorcaba... Porque antes que al cuerpo, he matado a mi alma...
“Mi alma... mi alma, que formó mi madre, quien lo fue tuya también. ¿No te dio mi madre a beber —como a mí— su sangre hecha néctar en sus senos gene..............”
Aquí había en el papel una gran mancha de sangre que
obstaculizaba el seguir leyendo. Por lo demás, el resto del papel estaba
hecho trizas por el mismo proyectil que había causado la muerte al
atravesar el corazón.
Miré a Alina.
Inclinada la cabeza, pensé que lloraría...
—Alina.
Su padre se aproximó en ese momento a nosotros.
—¿Han encontrado algo?
—Nada, señor —contesté yo, mientras ocultaba la carta en uno de mis bolsillos;— absolutamente nada.
El viejo hizo un gesto desesperado.
—¿Dónde habrá metido el documento este torpe? —se preguntó en tanto que miraba el cadáver. —¡Cualquiera, antes de matarse, devuelve lo que no es suyo! ¿No es usted de esta opinión, Efrén?
Asentí.
—¿Y qué hacemos ahora? —interrogué.
—Pues... enterrarlo otra vez. ¡Eh, panteonero!
Se trataba de un caso origina!. El padre de Alina, mi presunto
suegro, buscaba con empeño cierto documento que —se le ocurría,— podía
tener su antiguo secretario —muerto por suicidio escasamente un año
antes;— y a costa de billetes y de influencias, obtuvo que exhumaran el
cadáver para registrar sus ropas.
Por curiosidad asistió Alina al tétrico acto. Yo —su novio— hube de acompañarla.
Y —cuál mi sorpresa— al rebuscar en el saco del muerto, encontré aquella carta...
Alina estaba junto a mí, frente al ataúd destapado, en cuyo fondo un montón de huesos aún ligados y unas piltrafas de carne corrompida y un poco de hedentina, querían producir la impresión de un cuerpo humano.
—Infeliz Roquita —había dicho ella, llamándolo por el tratamiento familiar que le daba en vida al secretario;— nadie supo por qué se mató.
Y he aquí cómo, ahí mismo, por una extraordinaria, circunstancia, el propio Roquita nos ofrecía la clave de su oscura tragedia.
—¿Qué dices a esto, Alina?
—¿A qué?
—A lo de la carta.
Alina me miró.
Estaba engañado. No lloraba. Sus ojos se abrían absortos, pero secos. Ni una lágrima. Y yo hubiera querido que llorase.
—Cosas de la vida —comentó a la postre—. ¡Quién se hubiera imaginado que el secretario se atrevía a pensar en mí! Un poco alto volaba Roquita. ¿Y te fijas cómo me tutea? La verdad, creo recordar que cuando él y yo éramos pequeños, nos tratábamos de tú. Era mi hermano de leche.
Y añadió, risueña:
—¿Sabes? Era un poco tartamudo... Nos hacía reír...
Luego tuvo un gesto piadoso que yo —por tí, Roquita, humilde Roquita,— agradecí. Tomó del ojal de mi levita una violeta que poco antes ella misma colocara allí, y la echó al ataúd aún abierto.
¿Sería ilusión? Yo vi la descompuesta faz del cadáver sonreír —¿ironía?— a la ofrenda de Alina.
—Nos vamos, Efrén, ¿eh? Que papá se las arregle con su muerto... En el auto te iré contando algo de la vida de Roquita, ¿quieres?, su historia, su muerte... Fué esto una cosa imprevista. Papá, que detesta el escándalo, consiguió que se lo enterrara sin mucho preámbulo, ¿ves? Así, así, como si hubiera fallecido de muerte natural.
* * *
En mí y por mí has encontrado tu venganza, —pobre, loco, infortunado Roquita.
Alina me quería. Yo era «su» hombre.
Pero tu amor a ella fué tan grande, Roquita, tan grande; que al lado de él no he osado poner el mío.
Consuélate...Que esto te sirva de lenitivo, siquiera.
Por otra parte, Alina tiene ahora algo más de treinta años, y ha perdido mucho de su belleza desde cuando tú la dejaste —en la vida— mi desdichado, compadecido rival... Seguramente, ningún otro hombre se acercará ya a ella, como tú y yo nos acercamos,— pobre, loco, infortunado Roquita...
Ayoras falsos
El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.
Este, desde su escritorio, dijo aún:
—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.
Añadió, todavía:
—No te olvidarás de los tres ayoras.
El indio Balbuca no lo atendía ya.
Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.
Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.
De vez en vez se detenía, cansado.
Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.
Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.
El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.
—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!
Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.
—¡Ujc!…
Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.
Estúvose ahí tres horas largas, sin un movimiento que denotara aburrimiento siquiera, con los ojos fijos en sus pies descalzos, sobre los cuales revoloteaban las moscas verdinegras de alas brillantes y rumorosas.
Al fin pasó quien esperaba: el amito Orejuela.
—Amitu Orejuela, ¿adelantarás tres socres? Descontará en trabajo el huambra, m'hijo Pachito, ¿queres?
El amito Orejuela —que era mayordomo de una hacienda vecina— se preciaba de saber tratar a los indios.
Discutió largamente con Balbuca. A la postre convino en que, por cuenta del patrón, le daría los tres sucres; pero que, en cambio, el Pachito prestaría sus servicios durante tres semanas.
Le conozco a tu hijo. Huahua tierno no más es. Ocho años tendrá. Nueve, estirando. ¡Qué ha de hacer solito! Perderá los borregos. Para una ayuda no más valdrá.
Llegaron a un acuerdo. El Pachito vendría al día siguiente, de mañanita.
Con todo, hubo una última dificultad.
—¿Le darás la comida, amitu?
Orejuela protestó. ¿Comida? Pero, ¿es que también había que darle de comer al huambra?
¡Elé, eso no! Iba a salir muy caro así. Que trajera su maíz tostado y su máchica. Bueno… Agua sí le daría…
Balbuca suplicó. La choza estaba muy lejos.
De traer su fiambre, como era galgón el chico se lo tragaría en dos jornadas.
Consintió a la larga Orejuela en darle de comer todos los días… menos los domingos.
Se rió a carcajadas.
—Los domingos que coma misa. En la hacienda no se mantienen ociosos: el que no trabaja no come, igual que dizque ha de ser siendo en el comonismo. Y como es mando santo que los días feriados se han de guardar… Tú sabes que el patrón es curuchupa.
Balbuca aceptó la excepción, y se cerró el trato.
—Trai, pues, la platita.
Orejuela manifestó que antes había de suscribir un documento.
—Hay que asegurarse. El chico es minor edad, y tú has de darlo representando como su padre… Las leies son unas fregadas.
Fuéronse en busca del teniente político, que despachaba en el traspatio de una casa de vecindad, en un sucucho oscuro y hediondo.
Formalizóse el contrato. Como el indio Balbuca no sabía leer ni escribir, puso, en lugar de firma, una cruz patoja.
En el documento había algunas variantes, introducidas por el funcionario a una seña de complicidad que le hiciera Orejuela. Lo que Balbuca declaraba haber recibido, eran diez sucres, y comprometía el trabajo personal de su hijo por dos meses llenos.
Orejuela pagó en tres moneditas blancas que Presentación guardó celosamente en la bolsita del fiambre.
—A mano. No olvidarás mandar mañana misu al huambra.
Lo prometió Balbuca, y salió a la calle.
Enfiló por la cuesta, de bajada.
Cuando estuvo frente a la tienda del abogado, hizo alto.
—Amitu doctor, —llamó desde afuera—. Te traigo los tres socres esus que me dijiste para los derechus de correo.
Mostróse el doctor a la puerta y extendió una mano ávida y temblorosa que hubiérase confundido con la de un mendigo.
Explicó:
—Con estos tres sucres se completan los cinco que son para las estampillas que hay que ponerle al expediente cuando vaya en la apelación.
Apretó entre los dedos las monedas, que se encarrujaron blandas.
El amito doctor so agitó iracundo:
—De plomo son. Falsas como tu misma madre.
Estaba el abogado soberbio de indignación.
Tiró las monedas al rostro del indio.
—Me has querido engañar, runa hijo de mula. A mí… a mí… ¡a un letrado!
Balbuca, silencioso, recogió el dinerillo.
Trepó de nuevo la cuesta hasta la plaza.
Buscó a Orejuela. Lo encontró en una barraca, sentado a una mesa, bebiendo chicha con el teniente político.
—Amitu Orejuela, no valen —le dijo, depositando sobre la mesa las monedas—. Amitu doctor las vio.
Orejuela irguióse, violento.
¿Cómo? ¿Qué era lo que decía el desgraciado éste? ¿Que él, Felipe Neri Orejuela, le había dado monedas falsas? ¿Eso decía? ¿Eso? ¿Le imputaba la comisión de un delito? Y ahí, delante de la autoridad… Y la autoridad, ¿no haría algo para hacerse respetar y hacer respetar a un libre ciudadano ecuatoriano vejado por un indio miserable? ¡Qué horror! ¡Y a qué extremos de corrupción se ha llegado en este país perdido!
Balbuca escuchó sin chistar el latoso discurso de Orejuela. Cuando éste concluyó, dijo sencillamente:
—Si no cambias, no mandaré huambra.
Entonces, llenas sin duda las medidas, intervino la autoridad. Pasaban dos longos cargadores, y los conminó el teniente político:
—¡Llévenlo preso a este arrastrado!
Los longos obedecieron, medrosos.
Volviéndose a Balbuca, el teniente político agrego:
—Estarás detenido hasta que llegue tu hijo.
El contrato es sagrado y hay que cumplirlo.
Balbuca forcejeaba débilmente entre los brazos de sus apresadores. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, y se mordía los labios. Algo ininteligible murmuró en su lengua quichua. Después calló y se dejó hacer.
Orejuela intervino con aire compasivo. Se ofreció. El mismo enviaría un propio a la choza de Balbuca para que viniera el hijo lo más pronto posible. No estaría mucho tiempo privado de su libertad el indio. Él —Orejuela— no era hombre de alma perversa que gustaba de ver sufrir a los demás, aun cuando se tratara de estos mitayos alzados que rompen todos los frenos sociales.
…En efecto, a la alborada del día siguiente llegó el huambra Pachito, con sus ocho años fatigados y su carita sudorosa, cuyos pómulos, tostados y enrojecidos por el frío de los páramos, daban la impresión engañosa de que por dentro le circulaba sangre robusta…
Presentación salió de la cárcel, y no quiso ver a su hijo. Abandonó el pueblo, tomando la ruta de su choza lejana.
Cuando pasó por frente a la puerta de la hacienda del patrón de Orejuela, tomó una piedra pequeña, se cercioró de que nadie lo veía y la lanzó contra la tapia, rabiosamente. Sonó en seco el golpe. Un trozo del revoque de cal y arena, se desprendió.
El indio sonrió sin expresión, vagamente, estúpidamente…
De inmediato, miró para todos lados, jugando sus azorados ojillos relucientes, y escondió presuroso, bajo el poncho colorado a grandes rayas plomas, la mano…
Banda de pueblo
Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.
Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.
Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.
La única cosa que le disgustaba en realidad, era alzarse a cuestas el bombo. Del resto, dábale lo mismo ir a entregar, hurtándose a los perros bravos y a los ojos avizores, una carta amorosa de Pacheco, que era el tenorio lírico de la banda, y a cualquier chola guapetona; o adelantarse, casi corriendo, cuadras y cuadras, al grupo, para anunciar como heraldo la llegada, o, en fin, aventurarse por las mangas yerbosas en busca de un ternero, un chivo, un chancho o cualquier otro "animal de carne", al que hundía un largo cuchillo que punzaba el corazón, si no era que le seccionaba la yugular para satisfacer los nueve estómagos hambrientos, en las ocasiones, no muy raras, en que los "frejoles se veían lejos".
Cuando andaban por las zonas áridas de cerca al mar, Cornelio Piedrahita, tenía que hacer mayor uso de sus habilidades de forzado abigeo.
—Estos cholos de Chanduy son unoh fregaoh —decía Nazario Moncada Vera, contando y recontando las monedillas de níquel—. Tre'sucreh, hermo'sacao.
Severo Mariscal, que era tan alegre como los golpecillos de su tambor cuando tocaba diana, oponía , esperanzado:
Pero, en Sant'Elena noh ponemoh la botah. ¡Eso eh gente abierta! ¡Ya verán! Yo hey estao otras veces, en la banda der finao Merquíade Santa Cru.
—¿Er peruano?
—Boliviano era. Le decían peruano, de inssulto. Er se calentaba.
—¡Ah!...
Redentor Miranda inquiría, angustiado:
—Bueno, ¿y la comida? De aquí a Snt'Elenaaa hay trecho.
Nazario Moncada Vera permanecía silencioso, pensativo. Resolvía después:
—Me creo de que debemo'ir a lo'sitioh: Engggunga, Enguyina, Er Manatial, L'Azucar...despuéh tumbamo pa Sant'Elena.
—Como sea.
Segundo Alancay no se satisfacía:
—¿Y l'agua? ¿Quiersde l'agua?
—En Manatial vendeh.
—¿Y la plata? ¿quiersde la plata?
Todo él era dificultades; lo contrario de su hermano José, para quien ni los obstáculos verdaderos le parecían reparo.
Manuel Mendoza, sentencioso, sabio de vieja ciencia montubia, decía la última palabra:
—Pah la seh, lo que hay eh la dandiya... sssandiyah no fartan en estoh lao...
Redentor Miranda insistía:
—Pero, seh no máh no eh lo que siente uno..... ¿Onde hayamoh er tumbe?
Redentor Miranda se parecía, en la facha, a su trombón. Era explicable su ansiedad.
Pero, estaba ahí Manuel Mendoza, oportuno:
—¿Y loh chivo? ¿Onde me dejah loh chivo? No hay plata pa mercarloh... ¡Bueno!... ¿Y ónde me dejan a "Tejón Macho"? ¿Onde me lo dejan?
Con esto de "Tejon macho" se refería a Cornelio Piedrahita, que tenía ese apodo desde antaño, cuando era un chiquitín y vivía aún en su pueblo natal de Dos Esteros.
El muchacho sólo les permitía a Mendoza, que era su padrino, y a Moncada Vera, que lo llamaran por el mote. A los demás les contestaba cualquier chabacanada.
Ramón Piedrahita miraba a su hijo amorosamente con sus ojos profundos, brillosos, afiebrados.
—¡Me lo están dañando ar chumbote! —decía———. ¡Ya quieren que se robe otro chivo! ¡Tan enviceándomelo!
Suspiraba y añadía:
—Cuando me muera y naiden me lo vea, va'a parar a la cárcel...
Manuel Mendoza intervenía enérgico:
—¿Y nosotroh? ¿Onde noh deja'a nosotroh? ¿Y yo? ¿Onde me dejah'a mi?
Arrugaba el entrecejo al agregar:
—A voh, compadre, l'enfermedad t'está volvviendo pendejo. ¡Y no hay derecho! ¡No hay derecho, compadre!
* * *
Contando al muchacho, eran siete de la costa y dos de la sierra.
Se habían ido juntando al azar, al azar de los caminos; y, ahora, los
unía prietamente un lazo fuerte de solidaridad, que no subía a la boca
en las palabras mal pronunciadas, en los giros errados del lenguaje, en
la sintaxis ingenua de su ignorancia campesina; pero que, mucho mejor,
se significaba a cada momento en los gestos, en los actos.
Fueron primero, tres: Nazario Moncada Vera, Esteban Pacheco y Severo Mariscal. Un saxo, un bajo y un redoblante.
Hacían unas tocatas infames. A las personas entendidas ocurríaseles de escucharlos, que se habían desatado en la tierra los ruidos espantosos del infierno o un abierta tempestad de mar de altura.
—Pero, la gente bailaba; ¿verdá, Pacheco? —¡Claro!
—¡Y dábamoh sereno!
—Noh contrataban por noche. Mi'acuerdo quuue don Pepe Soto, er mentao "Zambo jáyaro" noh paso treinta sucreh una veh pa que le tocáramos en una tambarria q'hizo onde lah Martine... ¿Conociste voh, Mendoza, a lah Martine?
—¿Y meno? ¿Me creeh de que soy gringo? ¿NNNoh eran lah'entenada de Goyo Silva, que le decían lah "Yegua meladah"?
—Lah mesmah.
—¡Ah!... Corrieron gayo lah doh... La mayooor izque vive con un fraile en la provincia... la otra izque se murió de mal...
—Sí... Esa eh la qu'interesaba "Zambooo jáyaro"... Camila... No la aprovechó... Una moza que bía dejao por eya "Zambo jáyaro" l'hizo er daño en pañolón bordao que le mandó a vender con un turco senciyero, de'esos que andan en canoa... El turco arcagüetió la cosa...
—Aha...
Eran así los recuerdos de la época, ya lejana, de los tres.
—Despuéh te noh'apegaste voh, Mendoza.
—¿Cómo "apegaste"? ¡Rogao ni sannnto que juí!
—Hum...
—¡Claro!
Reían.
—¡Claro!
Reían anchamente las bromas.
—A redentor Miranda lo cogimo pa una fiesttta de San Andreh, Boca'e Caña.
—Mejor dicho, en el estero de Zapán.
—Como a lagarto.
Tornaban a reír.
—Voh, Piedrahita, te noh'untaste en Daule,,, pa una fiesta de mi Señor de loh Milagro. Vo'habíah bajado de Dos Estero buscando trabajo.
—Sí... Jué ese año de loh dos'inviernoh quuue s'encontraron... Ese año se murió la mamá de m'hijo... Quedé solo y la garré grima ar pueblo...
Se ponía triste con la memoria dolorosa.
Añadía:
—Er día que me venía a Daule jué que me frregaron... ¡Porque a mí lo que m´hicieron eh daño, como a Camila Martine, la "Yegua melada"!... Yo no me jalaba con mi primo Tomáh Macía, y ese día, cuando m'iba a embarcar, me yamó y me dijo: "Oiga, sujeto; dejémono de vaina y vamo dentrando en amistá". "Bueno, sujeto" le dije yo (porque así noh tratamo con ér, de "sujeto".), y noh dimo lah mano... En seguida m'invitó unoh tragoh onde er chino Pedro... Y en la mayorca me amoló... Desde entonces no se me arrancan la toseh... Y ve que m'hey curao ¡Porque ya me hey curao!
Manuel Mendoza cortaba el discurso:
—Ya te lo hey dicho, compadre. Pa voh toddavía hay remedio porque tu mar no'stá pasao. Onde puedah'irte a Santo Domingo de loh Colorao, loh indio te curan.
—Este verano voy.
Así era siempre... El próximo verano se iba Ramón Piedrahita a curarse de su tos en las montañas de los Colorados... El próximo verano... Pero, no partía nunca... No fue nunca allá... A otra parte se fue...
—Con loh'Alancayeh noh completamo en Babahhoyo pa una fiesta de mi señora de lah Mercede...
—¡Ahá!
* * *
Los hermanos Alancay habían bajado desde la provincia de Bolívar,
y tenían una historia un poco distinta de las de sus otros
compañeros...
Los hermanos Alancay eran oriundos de Guaranda, y, cuando muchachos, habían trabajado en los latifundios, al servicio de los gamonales de la provincia de Bolívar. Creyendo mejorar escaparon a Los Ríos y buscaron contrato en una hacienda donde se exploraba madera.
Era la época del concertaje desenmascarado y de la prisión por deudas.
Los Alancay, sin saber como, se encontraron conque, tras un año de labor ruda y continuada, no guardaban nada ahorrado, apenas si habían comido, estaban casi desnudos, y para remate, tenían con el patron una cuenta de cien sucres cada uno.
Acobardados, huyeron de nuevo, rumbo a sus tierras natales. Esperaban que les iría menos mal que en la llanura, a pesar de todo. Les fue igual, si no peor.
Entrampados, fugaron por tercera vez, encaminándose a Riobamba.
Felizmente para ellos, ardía el país en una guerra intestina, y necesitaban gente fresca en los cuarteles.
Se metieron de soldados. El jefe del cuerpo los defendió cuando la autoridad civil, a nombre de los patronos acreedores, los reclamó.
Zafaron así. La esclavitud militar los libró de la esclavitud bajo el régimen feudal de los terratenientes; y, el látigo soportando encima de la cureña del cañón, a rítmicos golpes compasados por los tambores, en la cuadra de la tropa... los libró del látigo sufrido con más los tormentos de la barra o del cepo Vargas en las bodegas o en los galpones de las haciendas y sin más música que el respirar jadeante del capataz...
Hicieron la campaña.
Sacaron heridas leves y un gran cansancio, un cansancio tan grande, tan grande, que sentían que ya nada les importaba mayor cosa y que la vida misma no valía la pena.
Esto lo sentían oscuramente, sin alcanzar a interpretarlo; a semejanza de esos dolores opacos, profundos, radiados que se sienten en lo hondo del vientre y de los cuales uno no acierta a indicar el sitio preciso.
Transcurrió mucho tiempo para que se recobraran; pero, en plenitud, jamás se recobraron.
En la paz cuartelera aprendieron música por notas. Llegaron a tocar bastante bien, en cualquier instrumento de soplo, las partituras más difíciles, con poco repaso. Las composiciones sencillas las ponían a primera vista.
Los ingresaron en la banda de la unidad.
Entonces, ser de la banda era casi un privilegio, y los soldados se disputaban porque los admitieran al aprendizaje de la música.
Los Alancay se consiguieron sus barraganas entre las cholas que frecuentaban los alrededores del cuartel. Junto con las demás guarichas, sus mujeres seguían al batallón cuando, en cambio de guarnición, era destacado de una plaza a otra.
Los dos hermanos se consideraban ya casi venturosos; yendo de acá para allá, conociendo pueblos distintos y viendo caras nuevas.
El rancho era pasable; tenían hembras para el folgar, dinero al bolsillo, ropa de abrigo, y el trabajo era soportable y les agradaba hacerlo. ¿Qué más?
Pero, de su tranquilidad los desplazó bruscamente la noticia de otra revolución.
El ambiente cuartelero no los había militarizado, y guardaban vivo y perenne, el recuerdo de la anterior campaña. Por eso, al saber la orden de movilización de su unidad, desertaron.
A prevención, lleváronse dos instrumentos, los que más a mano toparon: un requinto y un barítono; pero, como en pago, abandonaron sus guarichas al antojo de los compañeros.
Erraron meses y meses por las montañas, perdidos a veces, miserables, hambrientos, pero satisfechos de estarlo antes que arrostrar las penurias y los peligros de la campaña contra los montoneros, que hacían una destrozadora guerra de guerrillas.
En los aldeúcas de indios, en los sitios de peones, tocaban el requinto y el barítono, acompañándose como podían. Después recogían las moneditas.
Eran casi mendigos.
Un día, en Babahoyo, toparon con la banda popular que ya por entonces dirigía Nazario Moncada Vera.
Les propuso éste que ingresaran en ella, y los Alancay gustosísimos aceptaron.
* * *
Aún cuando los hermanos Alancay eran los que más sabían de música
y dirigían y enseñaban a los demás, la jefatura la conservó siempre,
aun por encima del viejo Mendoza, Nazario Moncada Vera.
Este se decía nacido en las proximidades de Cone y pretendía ser de una familia de bravos yaguacheños que siguieron al general Montero en todas sus aventuras, completándole las hazañas. Aseguraba que, en un solo combate, pelearon con el partido del general nada menos que siete Moncadas, formando parte de su famosa caballería.
—Yo no hey arcanzao esoh tiempoh... A mí mmme tocó la mala, cuando jué la de perder, en la cerrada de Yaguachi... Ahí m'hirieron en un brazo... Una bala me pasó atocando...
En efecto. Nazario Moncada Vera era casi inválido de un brazo a cuya circunstancia atrubuía sus dificultades con el instrumento.
—Anteh tocaba máh mejor. Yo hey sido músiiico de línea, como loh'Alancayen...
Contaba que en la acción de Yahuachi, ya herido, hubo de ocultarse, huyendo del enemigo, debajo del altar de San Jacinto, en la iglesia parroquial, y que, en su escondrijo, permaneció dos dias sin poder salir.
—Noh cazaban como a zorroh... Onde noh garrrraban, noh remataban a culata limpia... ¡Eso era coco!... Ahí, voh Mendoza, que te la dah de macho, te bierah cagao loh calzoneh...
Parecían tener sus "picos pendientes" con Mendoza, porque frecuentemente se echaban chinitas.
El viejo decía:
—¡No me la caracoleeh! ¡Tíramela en paro, que yo l'aguanto!
Reían y no ocurría nada.
De Moncada Vera se referían en voz baja historia poco edificantes.
—Comevaca ha sido.
—En la cárcel de Guayaquil estuvo.
—Pero jué por político.
—¿Y en Galápago? ¿Por qé estuvo en Galápagggoh?
—¡Por comevaca puh!
—No...
—Auto motivado tiene...
—¿Y como no lo garra la Rurar?
—¿No saben? Lo defendió un abogao gayazo..... Cuando le cayó auto motivado, lo hizo pasar por muerto y presentó er papel de la dejunción como que había muerto en Baba... No se yama Nazario... Felmín se yama... Y ér dice ahora que Fermín era su hermano y que eh finao... ¡Pero, loh que sabemoh sabemoh!...
—¡Ah!...
Sea como fuere, Nazario Moncada Vera hablaba mucho de su pasado. Mas, es lo cierto que a menudo se contradecía.
Mostrábase orgulloso de su origen, y este lado flaco que lo explotaba el viejo Mendoza.
—Todo Yaguacheño, amigo, lo que eh, eh laaadrón...
—¡Mentira!
—¿Y er dicho? ¿Onde me deja'her dicho? ¿¿¿Qué dice er dicho? "Anda a robar a la boca'e Yaguachi..." ¿Dice o no dice?
—¡No me lah resqueh'en contra, Mendoza!.....
En otras ocasiones se gloriaba de sus paisanos ribereños, que antaño fueron temidos piratas de río.
—¡Esoh eran hombreh, caray!
Nazario Moncada Vera sabía tantop de monte como el propio Mendoza y más que los otros compañeros.
Poseía, sin duda, el don de los caminos, y resultaba un guía infalible. Era, en una sola pieza, brújula, plano topográfico y carta de rutas. De Quevedo a Balao y de Boliche a Ballenita, no había fundo rústico, o poblado, por chico que fuera, donde careciera de relaciones y no conociera, por lo menos, a alguno de sus antecesores. En todas partes tenía amigos, compadres o "cuñados".
He aquí una escena.
Llegaba de noche la banda a una casuca pajiza, "aflojada en media sabana como cabayuno d'engorde".
Ladraban los perros.
Arriba apagaban el candil, y la casa quedaba cautelosamente a oscuras.
Moncada Vera gritaba: —¡Amigo!
Silencio.
—¡Amigo!
Silencio.
Al fin, aburrido, decía:
—No seah flojoh... ¡Soy yo, Moncada Vera, con la banda'e música.
Arriba notábase un movomiento apenas perceptible, alguien se para petaba tras la ventana abierta. Veíanse, en la oscuridad rebrillar el filo del "raboncito" o el cañón de la "garabina".
Y después de unos instantes, una voz jubilosa daba la bienvenida:
—¡Adioh, compadre Nazario!
—¿Noh me conocían?
—Con la ascurana, no, compadre. Dispense... ¡Y como hay tanto mañoso! Suba, compadre, con loh caballeroh...
Sucedía que, al cabo de los años, Nazario Moncada Vera había hallado a su compadre Remanso Noboa, con quien, de seguro, habrían estado mucho tiempo juntos en alguna parte, y con quien harían, mano a mano, memorias de las pellejerías que, juntos también, le habrían hecho a alguna mujer o algún hombre...
—¡Vea como son lah cosah!
Podría ser otra la escena.
Estaba la banda en una aldea enfiestada. Nazario Moncada Vera necesitaba un caballo "pa'un menester urgente".
Pasaba un joven jinete.
—¡Oiga, amigo!
El jinete se revolvía.
—¿Qué se l'ofrece?
—¿No eh'usté de loh Reinoso de la Bocana?<<
—No; soy de loh'Arteaga de Río Perdido. —¡Ah! ...¿Hijo'e Terencio?
—No; de Belisario.
—¡Ah! ...¿De mi cuñao Belih...? ¡ahi'stá llla pinta!
Después de poco, Nazario Moncada Vera, trepando en el caballo del desmontado jinete, iría a despachar su asunto, dejándolo al otro a pie y satisfecho de servir al "cuñado" de su padre.
Estas condiciones de Nazario Moncada Vera obraban, sin duda, para mantenerlo a perpetuidad en la jefatura de la banda.
* * *
Casi no se separaban los músicos
En ocasiones, alguno de ellos quedábase cortos dias en su casa, de tenerla, con los suyos, o, si no, en la de algún amigo o pariente.
Los que escondían por ahí su "cualquier cosa", eran quienes mayor tiempo disfrutaban de vacaciones.
En especial, Severo Mariscal.
Nazario Moncada Vera le decía, cuando el del tambor le comunicaba su intención de "tomarse una largona".
—¡Ya va'empreñaralguna mujer, amigo! ¡Usttté'eh—a—lafija!
Y era así, infallable.
A los nueve meses de la licencia había en el monte un nuevo Mariscal.
Severo se gloriaba:
—¡Pa mi no hay mujer machorra!
La verdad es que tampoco había, para él, mujer despreciable: de los doce años para arriba, sin límite de edad...
— Lo que hay que ser eh dentrador —repetíaaa.
Cuando tratábase de una chicuela, se justificaba diciendo:
—La carne tierna p'al diete flojo.
Cuando ocurría lo contrario, decía:
No crea amigo: gayina vie, echa güen cardo.
O también:
—Eh er güeso que da gusto a la chicha... Se burlaba de Esteban Pacheco, cuyos amores eran casi todos platónicos.
Lo aconsejaba:
—¡Dentra Pacheco! A la mujer que dentraleee.
Reía:
—A mí no se mepasan ni las comadreh...
Pacheco argüía tímido:
—Te vah'a fregar.
—Yo me limpio con la vaina de loh castigohhh.
Al oir estas discusiones, Manuel Mendoza terciaba, según costumbre, inclinándose siempre a favor de Severo Mariscal, en contra de Esteban Pacheco.
—¡Déjalo Severo! —decía—. A Pacheco no le agrada mah bajo que su estrumento.
Y reía con su risita aguda, que era —según expresión de Redentor Miranda "calentadora"...
* * *
En la temporada seca, la banda iba generalmente completa.
—P'al invierno, bueno que gorreen... Pero p'al verano hay que ajuntarse decía Nazario Moncada Vera.
—Cierto. Eh en que verano cai toda la fieeestería...
Apenas se les escapaba alguna fiesta de pueblo, por apartado que estuviera de las vías de comunicación más transitadas; y, no sólo en la provincia del Guayas, sino en la de los Rios y aún en la parte sur de la de Manabí, en las zonas que colindan con las del Guayas.
Sobre todo, eran infaltables en las más importantes: Santa Ana, de Samborondón; San Lorenzo, de Vinces; San Jacinto, de Yaguachi; Santa Lucía; la Virgen de las Mercedes, de Babahoyo; el Señor de los Milagros y Santa Clara, de Daule, San Pedro y San Pablo, de Sabana Grande de Guayaquil; San Antonio, de Balao; la Navidad, del Milagro...
El año anterior a la muerte de Ramón Piedrahita, fueron por primera vez, a Guayaquil, para celebrar la Semana Santa en la barriada porteña de la iglesia de La Victoria. Les fue bien y pensaban volver al año siguiente.
La banda era número de importancia en los programas pueblerinos. En los anuncios que, suscrito por el prioste o encargado, aparecían en los diarios guayaquileños invitando &quor;a los devotos, turistas y público en general a contribuir con su presencia a la solemnidad de la fiesta"; se decía, al pie de los datos sobre lidia de gallos, carrusel de caballitos, circo, carrera de ensacados, etc., que amenizaría los actos "el famoso grupo artístico musical que dirige el conocido maestro Nazario Moncada Vera, con sus reputados profesores, poniendo las mejores piezas de su numeroso y selecto repertorio, tanto nacional como extranjero".
Era, en verdad, nutrido el repertorio.
No había pasillo que la banda no tocara; desde el remoto Suicida hasta Ausencia, pasando por Gotas de ajenjo, Alma en los labios, Ojos verdes, Vaso de lágrimas, Mujer lojana, etc., es decir, por toda la abundancia flora de esas composiciones populares.
En materia de valses, la banda prefería Loca de amor, Sobre las olas, Sufrir y más sufrir, Idolatría y otras semejantes.
No figuraban en la lista de piezas más tangos que Julián y Muchacha de circo; pero, los Alancay habían cambiado de tal modo los compases, que ya de tango sólo les restaba el nombre y podían ser bailados como el más atrafagado y saltarín de los pasillos.
También se tocaba sanjuanes andinos, en especial uno que comenzaba:
San Juanito, nito,
de Pulí, pulí...
¡Sácate los ojos!
¡Dámelos a mí!
Zambas, rumbas, marineras, chilenas, boleros, de todo había en el
repertorio; pero, con estas piezas ocurría, poco más o menos, lo que
con los tangos.
Para las serenatas, los músicos escogían canciones, de esas viejas canciones cuyo origen se ha perdido en la no escrita historia de los campos, y en las que, si bien algunas fueron traídas de Cuba o Yucatán en el pasado siglo, remontan su origen, en la mayoría a la época colonial y calentaron de amor la sangre criolla de las bisabuelas...
Para acompañar los entierros de los montubios pudientes, dedicaban una suerte de pasodoble tristón, en el que introducían, alterando contextura, trozos de sanjuanes, de bambucos, y aún de jotas aragonesas.
Cuando "alzaban a Santo" en la misa mayor de las aldeas enfiestadas, la banda entraba por una machicha brasileña que los Alancay aprendieron en el cuartel y enseñaron luego a sus compañeros.
Había también machicha en la ceremonia del descendimiento del ángel, para la pascua de Resurrección; el ángel —representado siempre por la más guapa chica del pueblo— bajaba, atada de una soga encintada a la espalda, desde la ventana más alta del campanario, sobre el petril de la iglesia... Callados los sones de la música, anunciaba a las pávidas gentes que Dios, aunque pareciera mentira, estaba vivo y más robusto que nunca después de su crucifixión y entierro... Los cohetes y las palomitas de colores —debido a la munificencia de los chinos acatolicados— expresaban luego el júbilo de los circunstantes por la extraordinaria noticia... Y, de nuevo la machicha brasileña...
Finalmente la banda sabía el himno nacional ecuatoriano y una arrancada rapidísima, a paso de polka, con intermedios de ataque.
Nazario Moncada Vera decía que esta arrancada, que él calificaba de marcha guerrera, fue la última que tocaron las fuerzas militares revolucionarias en la rota de Yaguachi...
* * *
La banda utilizaba todas las vías posibles para trasladarse de un punto a otro.
Ora viajaban los músicos en lanchas o vapores fluviales, en segunda clase, sobre las rumas de sacos de cacao para exportación o junto al ganado que se llevaba a los camales; ora, en piraguas ligeras, que navegaban en flotillas apretadas ora, en canoa de montaña, a punto de palanca contra corriente, o a golpe de remo, a favor , en las bajadas; ora, por fin alguna vez, en las balsas enormes que se deslizan, por el río al capricho de las mareas, conduciendo frutas, desde las lejanas cabeceras, para los mercados ciudadadnos.
Cuando incursionaban en las poblaciones de junto al mar, viajaban en balandras; y, cierta ocasión que los contrataron para una fiesta en Santa Rosa, en la provincia de El Oro, se embarcaron a bordo de un caletero.
Pero, por lo general, marchaban a pie por los caminos reales o por los senderuelos de las haciendas; y, muchas veces, abriendo trochas en la montaña cerrada.
Cuando la noche o la lluvia se les venía encima, buscaban un refugio cualquiera; bien se apelotonaban bajo un árbol frondoso, bien bajo un galpón o cobertizo; bien en alguna choza abandonada, de esas que suelen hacer los desmonteros de arroz para el pajareo y la cosecha, y los madereros para el corte.
Eso no ocurriía con frecuencia: casi siempre Nazario Moncada Vera arreglaba el itinerario de tal modo que hiciera noche en algún pueblo o hacienda, o, siquiera, en la casa de alguna persona acomodada que les prestara hospedaje gratuito.
Precisamente, alojados en una de estas mansiones rurales — en la de los Pita Santos, de boca de Pula— se encontraban la tarde en que murió Ramón Piedrahita.
Este acontecimiento doloroso cerró una etapa de la historia sencilla de la banda, y abrió otra nueva.
Lo anterior a ese acaecido pertenece al pasado; el presente sigue desde entonces... y seguirá... manso, sereno e igual...
Las cartas amorosas de Pacheco...Las conquistas de Severo Mariscal y los hijos consecuentes... La ciencia montubia de Mendoza... Las dificultades de Segundo Alancay... El hambre insaciable de Redentor Miranda.. Lo mismo... Exactamente, lo mismo...
Continuará de aventura la banda por los caminos del monte, irán los músicos en busca de fiestas poblanas para alegrar con su alharaca instrumental, de entierros que acompañar, de serenatas que ofrecer, de ángeles que ver descender, no del cielo, pero de la ventana más alta de los campanarios rurales... Irán en busca de todo eso; más, irán también, con eso, en busca del pan cuotidiano... que los hombres hermanos se empeñan en que no dé la tierra generosa para todos... sino para unos cuantos...
Cuentan el tiempo los músicos por el triste acaecido de la fuga del compañero tísico que sonaba el bombo roncador y los platillos rechinantes...
—Eso jué anteh de que se muriera Ramón Pieedrahita...
—No; jué despuéh...Ya lo'bía reemplazado &&Quot;Tejón Macho"... M'acuerdo porque en Jujan no pudimoh tocar el himno nacional... "Tejón Macho" no lo bía prendido todavía...
—De verah...
* * *
Era el atardecer.
Los últimos rayos del sol —&que había jalao de firme, amigo"— jugueteaban cabrilleos en las ondas blancosucias del riachuelo.
Redentor Miranda dijo, aludiendo a los reflejos luminosos en el agua:
—¡Parecen bocachicos nadando con la barrigga p'encima!
Manuel Mendoza fue a replicar, pero se contuvo.
—Hasta la gana de hablar se le quita a unoo con esta vaina —murmuró.
Iba el grupo, silencioso, por el sendero estrecho que seguía la curva de la ribera, hermanando rutas para el trajinar de los vecinos. A lo lejos al fin el camino— distinguíase el rojo techo de tejas de una casa de hacienda, cobijada a la sombra de una frutaleda, sobre cuyos árboles las palmas de coco, atacadas de gusano, desvencijaban sus estípetes podridos, negruscos, ruinosos...
—Bay! Esa eh la posesión de loh Pirah Santtoh.
—La mesma.
—¿Arcansaremo a yegar?
Humm...
Hablaban bajito, bajito... Susurraban las palabras...
—Er tísico tiene oido de comadreja.
Esteban Pacheco preguntó, ingenuamente:
—¿Tísico dice? ¿Pero eh que Piedrahita tafectao? ¿No decían que era daño?
Nazario Moncada Vera lo miró.
—¡No sea pendejo amigo! —replicó—. Los'ojoo si'han hecho para ver... ¿Usté ve o no ve?
Ramón Piedrahita no podía más.
Iba casi en guando, conducido por Severo Mariscal y Redentor Miranda.
Delante marchaba su hijo, lloroso, con el bombo a cuestas... Pero, ahora iba el muchacho casi contento de llevarlo... Pensaba, vagamente, que debería haberlo llevado siempre... Y quería, acaso, que pesara más, mucho más...
A cada paso se revolvía:
—¡Papá! ¿Cómo se siente papà? ¿Se siente mejorado papá? ¡Papá!
Ramón Piedrahita no respondía. Hubiera,si, deseado responder. Se le advertía en el gesto de la faz lívida, demacrada, mascarilla de cadáver... un desesperado esfuerzo por hablar... Pero, no hablaba... Hacía una hora que no hablaba ya...
Manuel Mendoza reprendía al muchacho:
—¡Ve que mi ahijao! ¡Se fija que mi compaadre está debilitao y le hace conversación! ¡Deje que se recupere!
Los demás sonreían a hurtadilla, lúgubremente.
Hacían los Alancay la retaguardia del grupo. Cambiaban frases entre sí y con Mendoza, cuando éste se les acercaba para satisfacer su ración de charla inevitable.
—A mí nidien me convenció nunca jamás de qque el Piedrahita estaba amaliado. ¡Picado del pulmón estaba!
—Yo ni me apegaba, por eso. De lejitos....
Mendoza terciaba magistralmente:
—Ustedeh como no son d'estoh laoh, no sabeen esta cosa de loh maleh que li hacen ar critiano... Puede que mi compadre tenga picao el pulmón, no digo que no; pero, ha de ser que Tomah Macía, que jué er que lo jodió, le metió arguna poliya en la mayorca... ¿No li han oído cómo cuenta? Los Alancay otorgaban, respetuosos: —¡Así ha de ser, don Mendoza! Cuando usteed lo afirma...
—¡Vaya que lo firmo!
Nazario Moncada Vera iba de un lado para otro.
—¡Apúrense! ¡Noh va'garrar la noche! ¡Esse hombre necesita tranquilidá!
Se acercó a los que conducían a Piedrahita:
—Háganle, mah mejor, siya'e mano. Arrecuééstenlo un rato en er suelo pa que se acondicionen y el enfermo se entone.
Miranda y Mariscal depositaron sobre una cama de yerba el cuerpo casi exánime de Piedrahita.
Todos lo rodearon.
Tenía ya el pobre la respiración estertorosa de la agonía. Cuando abría los ojos, buscando ansiosamente al hijo, se le clavaba, la mirada vidriosa de las pupilas medio paralizadas... Tosía, aún... Era la suya una tos seca, que parecía salir sólo de la garganta; una tos chiquilla, apenas perceptible... absolutamente semejante al arrullar de la paloma de Castilla en los nidales altos.
Nazario Moncada Vera llamó aparte a Mariscal y a Miranda.
—De que repose un rato —ordenó, li hacen lla siya e mano...Pero, andenle, con cuidado... Cuando tuesa, revuervan la cara pa que no leh sarpique la baba...
—¡Ah!...
—No eh que yo sea asquiento; pero, la enfeermedá eh la enfermedá... El hombre que va morir, suerta toda la avería que tiene adentro...
—¡Ah!...
Ramón Piedrahita se había agravado de un momento a otro. Hasta el día anterior, aún se valía de sus piernas. Fatigábase, pero avanzaba.
Habían procurado dejarlo en varias partes, más él quería seguir, seguir...
Decía:
—Déjenme yegar onde Melasio Vega. Ese hommbre me sana.
Melasio Vega era un curandero famoso, cuya vivienda estaba a cuatro horas a caballo, justamente, de la casa de los Pita Santos, adonde ahora se aproximaba el grupo.
Ramón Piedrahita ya no pensaba en los indios brujos de Santo Domingo de los Colorados. Se contentaba conque lo "medicinara" Melasio Vega...
—¡Milagro hace! Jué er que sarvó a Tiburccio Benavide, que'staba pior que yo...
—¡Ahá!...
Los compañeros no se atrevieron a negarle a Piedrahita la satisfacción de su empeño. Y siguieron adelante.
Comentaban:
—No avanza.
—Onde loh'Arriaga se noh queda.
—Pasa. Onde loh Duarte, tarveh.
—No; máh lejo...
¿Onde?
—Onde loh Calderoneh...
—No; onde loh Pita Santoh no máh...
Esto lo dijo Nazario Moncada Vera y adivinó.
—Máh mejor que sea ayí, a lo meon si está mi compadre Rumuardo...
—Quién sabe está en lah lomah con er ganaddito...
—No; al'hijo grande manda. Er se queda reeposando. Ya'stá viejo mi compadre Rumuardo.
—Ahá...
Y ahora estaban ahí, en las inmediaciones de la hacienda de los Pita Santos, con el moribundo.
—¡Ni qui'hubiera apostao conmigo pa'hacermme ganar! —repetía Nazario Moncada Vera.
Después de un rato, ordenó:
—¡Cárguenlo!
Y en la oreja de los conductores, musitó, recalcando el consejo de antes:
—Cuando tuesa, viren la cara pa que no loss'atoque er babeo.
Lentamente —"como proseción en la plaza'e pueblo chico"—, adelantó el uno hasta la casa de los Pita Santos, en cuyo portal hizo alto.
Nazario Moncada Vera gritó:
—¡Compadre Rumuardo!
Rumualdo Pita Santos se asomó a la azoteilla que se abría en un ala del edificio.
—¡Vaya compadre! —exclamó en tono alegre—.. Feliceh los'ojo que lo ven, compadre!
En seguida, inquirió:
—¿Y qué milagro eh por aquí en mi modesta posesión?
Moncada Vera respondió, muequeando un guiño triste:
—Por aquí, compadre, andamo con er socio PPiedrahita que si'ha puesto un poco adolecente... Y venimoh pa que noh de usté una posadita hasta mañana...
—¡Como no compadre! Ya sabe usté que estéé eh su casa.
—¿Onde noh'arreglamo, compadre?
—Arriba no hay lugar, porque tenemoh posannteh; unoh parienteh de su comadre, que han venido a'hacerse ver con Melasio Vega... Pero abajo, en la bodega, pueden acomodarse.
—Onde se sea.
—Dentre, pueh, compadre, con la compañía; que yo vi'hacerle preparar un tente—en—pié p'al cansancio que tren...seguro...
—¡Graciah, compadre!
Ramón Piedrahita fue colocado en unos gangochos, sucios, de cáscaras de arroz y de café, sobre el suelo de tablas de la bodega. Una vieja montura sirvió para almohada. Encima del cuerpo le echaron un poncho.
La mujer de Rumualdo Pita Santos —ña Juanita, una cincuentona robusta y guapota—. bajó a apersonarse del enfermo.
Cornelio Piedrahita quedóse a la cabecera de su padre; pero; los músicos no entraron en la bodega, sino que se encaminaron a la orilla del río, y en el elevado barrancal se fueron sentando, uno al lado del otro, enmudecidos, junto a los enmudecidos instrumentos.
Por un instante, las miradas de todos convergieron en el gordo bombo que Cornelio Piedrahita dejara abandonado en el portal.
En lo íntimo se formularon pregunta semejante:
—¿Quién lo tocará despueh?
Pero, no se respondieron.
Transcurrieron así muchos minutos, una hora quizás. Las sombras se habían venido ya cielo abajo, sobre la tierra ennegrecida, sobre las aguas ennegrecidas...
En la bodega estaban ahora, además de ña Juanita sus hijas: tres chinas de carnes del color y la dureza de los manglares rojizos... No obstante la amargura que los embargaba, al contemplarlas. Esteban Pacheco resolvió escribirles, aún cuando fuera a las tres, una carta de amor, y Severo Mariscal creyó que había en ellas campo abonado para el florecimiento de nuevos mariscales...
Mas, las muchachas ni los saludaron, siquiera.
Penetraron, de prisa, en la bodega, para acompañar a su madre y ayudar al enfermo a bien morir.
Era en esto que había bajado, porque se escuchaban sus voces que rezaban los auxilios...
Decían:
—¡Gloriosísimo San Miguel, príncipe de la milicia celestial, ruega por él! ¡Santo Angel de su guardia; glorioso San José, abogado de los que están agonizando, rogac por él!
Después rezaron letanías. La madre invocaba; las hijas coreaban...
—San Abel... Coro de los justos... San Abrraham... Santos Patriarcas y Profetas... San Silvestre... Santos Mártires... San Agustín... Santos Pontífices y Confesores... San Benito... Santos Monges y Ermitaños... San Juan... Santa María Magdalena... Santas Vírgenes y Viudas...
—!Rogac por él!... ¡Rogac por él!...Rogac por él...
Más tarde, recomendaban su alma:
—¡Sal en nombre de los Angeles y Arcángelees; en nombre de los Tronos y Dominaciones; en nombre de los Principados y Potestades; en el de los Queribines y Serafines!...
Esto fue lo último. Cesaron las voces.
Los músicos se estremecieron.
Apareció en el umbral de la puerta de la bodega, la figura de ña Juanita.
—¡Ya'cabó! —dijo.
Prendido a su falda, Cornelio Piedrahita, ahora más pequeño, vuelto más niño ahora, sollozaba...
¡Papá! ...¡Papá!...
Nada más.
Los músicos guardaron su silencio.
Y transcurrieron nuevos minutos. Parecía como si todas las gentes hubieran perdido la noción del tiempo.
Y, de improviso, sucedió lo no esperado.
Uno de los hombres —después se supo que fue Alancay, el del barítono—, sopló en el instrumento. El instrumento contestó con un alarido tristón.
Los demás músicos imitaron inconscientemente a su compañero... Se quejaron con sus gritos peculiares al saxo, el trombón, el bajo, el cornetín...
Y, a poco, sonaba pleno, aullante, formidable de melancolía, un sanjuan serraniego... Mezclábanse en él trozos de la marcha fúnebre que acompañaba los entierros de los montubios acaudalados y trozos de pasillos dolientes...
Lloraban los hombres por el amigo muerto, lloraban su partida; pero, lo hacían, sinceros, brutalmente sinceros, por boca de sus instrumentos, en las notas clamorosas...
Mas, algo faltaba que restaba concierto vibrante a la música: la armonía acompañadora del bombo, el sacudir reclinante de los platos.
Faltaban.
Pero de pronto, advirtieron los músicos que no faltaba ya.
Se miraron.
¿Quién hacía romper su calma al instrumento enlutado?
—¡Ah!...
Cornelio Piedrahita golpeaba rítmicamente la mano de madera contra el cuero tenso...
—¡Ah!...
...Arriba, Romualdo Pita Santos, desentendido del muerto, se preocupaba exclusivamente del temé—en—pie.
Hablándole a un peón le decía:
—Búsqueme, Pintado, unah gayinah gordah. Hay que hacer un aguao. Eh lo máh mejor paun velorio... Despuéh va'comprarme café pa destilar, onde er guaco Lópeh... ¡Ah, mayorca! Un trago nunca está demah.
Cuando oyó la música que sonaba en el barranco, exclamó:
—Han garrao estoh gayoh la moda de la sierrra... ¡Bueno!... Que aiga música... Pero, baile no aguanto... Cuando se baila a un muerto, se malea la casa...
Dirigiéndose a una mujer que animaba el fuego del fogón con un enorme abanico, exigió confirmación:
—¿Verdá, comadre Inacita, usté que eh tan sabedora d'eso?
La interpelada contestó, convencida:
—Así eh, don Pita.
...Abajo, las mujeres musitaban rezos junto al comedor.
La música cesó.
Las últimas notas las dieron unas lechuzas que tenían su nido en el alero del edificio.
Al oir los chirridos de los animaluchos, el viejo Manuel Mendoza comentó:
—Esah son lah que han cortao la mortaja paa mi compadre Piedrahita...
¡Desgraciadah!...
Como los pajarracos continuaran en sus lúgubres gritos, mientras revoloteaban sobre la casa, agregó:
—Y sigue er vortejeo... Leh ha sobrao telaa pa otra, mortaja, se ve... Santigüensen, amigoh, no sea que noh atoque a arguno de nosotroh...¡Mardita sea!
Todos, incluso Nazario Moncada Vera, se persignaron, contritos...
Barraquera
I
Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.
—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!
—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.
—¡ Pa lo que a Dios le importa una!
—Récele a San Pancracio.
—Ese, sí; ese es milagroso.
—Y li oye al pobre.
—No, comadre; li oye al rico.
Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.
Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.
Mientras tanto, soñaba.
Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.
Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.
Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…
No la importunaban las moscas zumbadoras. Ni las espantaba, siquiera, permitía que revolaran por la barraca, posándose en los artículos expuestos, o correteándole pegajosas sobre su propia piel. Quién sabe si, instintivamente, ña Concepcioncita hallaba por bien que las moscas reclamaran su puesto al sol y tomaran su breve parte del pan de Dios.
Apenas si impedía que le cosquillaran los labios con sus patitas vellosas. Las ahuyentaba, entonces, con un suave resoplar, expeliendo el aire por la boca.
Pero, no se molestaba en abrir los ojos.
No fuera que, por espantar un bichito, espantara un recuerdo… o un ensueño…
Calma, reposada, tranquila, permanecía ahí sentada, sudando…
Y el olor agrio de las cebollas, de las papas, de la manteca enranciada de calor y de las verduras recocidas, lo sentía, sabroso, en las narices…
II
Veíase, maltoncita, con sombrear de senos, en su poblado natal, perdido en un ostiago de los Andes enormes, y cuyo oscuro nombre quichua sonaba —armonioso, triste…—como un acorde de pingullo.
Veíase jugando en torno de la fuente, con los otros chicos de la aldea, en los atardeceres claros, cuando el cielo estaba despejado y azul.
Tenía poca gracia y siempre le tocaban los malos papeles.
Ponían el juego del ángel, el diablo y los colores, que el cura de almas metiera en moda.
Hacía de diablo el Juan Saquicela, un longote fiero, casi un mozo ya; y, de ángel, la Michita Pumba, indiecita alhaja. La "madrina" repartía entre la muchachada los colores.
—Vos serás blanco; la Dolorcitas será verde; la Carmen, amarillo; el Joaquincito, negro. Vos, Conchita, serás morado.
Los peores colores, los predilectos del señor Satanás.
Venía el ángel que, lo propio que el diablo, se había alejado mientras distribuíanse los papeles.
Decía:
—Tun… tun…
Preguntaba la madrina:
—¿Quién es?
—El ángel de su capa de oro.
—¿Qué busca?
—Una color.
—¿Qué color?
—Blanco.
—Aquí hay blanco.
Se armaba un griterío jubiloso, y el ángel se llevaba de la mano al chico que le correspondiera el color blanco.
Venía el diablo.
Decía:
—Tun… tun…
—¿Quién es?
—El diablo con sus mil cachos.
—¿Qué busca?
—Una color.
—¿Qué color?
—Colorado.
—No hay colorado. ¡Pase cantando!
Se armaba otra vez el griterío. Coreaba la muchachada:
—¡Pase cantando!
—¡Pase cantando!
—¡Pase cantando!
Pero, el diablo volvía. Y pedía el color negro, y se llevaba a Joaquincito. Y, luego, el color morado, llevándosele a ella, a esa otra personita, distinta de la de ahora y que se llamaba —entonces…— Conchita.
Variaban los de conducir del ángel y del diablo. Este lo hacía a empellones, poco menos que a golpes, y hablaba con voz cavernosa, atemorizante:
—Alma condenada, perdido te habís por tus grandes culpas, por tus pecados que te han quitado la benevolencia de taita Dios, Por eso "gozarás" de las llamas del infierno. Amén.
Igual que enseñaba Su Paternidad.
El coro repetía:
—¡Amén!
El Juan Saquicela se apoderaba de su papel y lo desempeñaba a maravilla. En ocasiones hasta se excedía.
Cuando las sombras se habían echado ya sobre el poblado y no había luna, a ella, a la Conchita de esa época remota, le daba positivamente miedo dejarse llevar por el diablo.
En los rincones más oscuros, Saquicela la apretaba contra su cuerpo estrechamente y le pellizcaba las nalgas y los senos en albor.
Ella creía que todo eso era parte del juego, y nada decía.
Pero, sentía miedo. Un miedo calladito, calladito y tembloroso.
Provocábale gritar; pero, Saquicela le decía que si gritaba le haría más, y no gritaba.
III
Recordaba…
Una noche —las siete serían— tocóle en el juego el último lugar. Ni el ángel ni el diablo se acordaron de solicitar "su" color, no obstante ser uno de los preferidos, justamente, por el señor Satanás: el negro.
Los muchachos habíanse ido ya a dormir. Solo quedaban la madrina y Juan Saquicela.
Adivinó, por fin, éste el color; y, como de costumbre, se la llevó por los sitios oscuros.
Se levantó la madrina. Se despidió.
—Que haigan buena noche y sueñen con taita Diosito.
Se marchó.
Juan Saquicela dijo:
—A’ura. Conchita, te daré acompañando a tu casa.
—Bueno.
Andaban. En eso salió la luna.
—¡Elé! Bonito, ¿no?
—¡Ahá!
—Vos, Conchita, ¿habís visto el río cuando hay luna?
—No.
—Alhajita se pone.
—Ah…
—¿Vamos?
—Si tardo, mama me hinca en el suelo.
—¡Qué has de tardar! Aquisito no más es.
Bajaron por las laderas del cañón en cuyo fondo se abría cauce el río pedregoso, bravo. Saquicela la empujó hasta un silo orillero, hundido en el ribazo, cavado sin duda por algún desvío de la corriente.
—¡Elé, juntitos!
La abrazó.
—Frío hace, ¿no? ¡Achachay!
Oprimíala más, hasta dificultarle la respiración.
Y, de improviso, fue otra vez Juan Saquicela el diablo de los juegos: pero, un diablo peor, que pegaba de veras cuando ella le oponía resistencia.
—¡Quieta, carajo!
La arrancó el folloncico, descubriendo sus muslos infantiles y su sexo inapto.
Estaba como loco. En la penumbra del silo, se veían sus ojos brotados, brillantes. Y contra la carne dura y aterrorizada de la chica, babeaba la boca, exhalando un vaho caliente.
Ella, todavía, no sabía nada de nada. Sus once años eran de una ignorancia blanca. Pero, se defendía. Se defendía con las uñitas y con los dientes. Y apretaba las piernas.
Gritaba. Ahora sí gritaba. Su vocecilla aguda se estrellaba contra las grandes piedras, precisamente ahí donde el río chocaba sus aguas, y subía a las alturas impávidas, perdida entre el rumor y las espumas…
A la postre, Juan Saquicela venció. Y destrozó la doncellez impúber.
Ella lloraba mas intuía que ya no había nada qué hacer.
Por eso, cuando Saquicela le dijo que no podía volverla a donde la mama y que tendría que seguirlo, musitó, resignada:
—Ahá…
—Posaremos ahí en el anejo, en la choza del Nacho Tumbaco, que está aurita sola no más, porque el Nacho está trabajando de cuadrillero en la liña.
—Ahá…
—A la vueltita no masito queda. ¿Podrás dir a pata?
Ella lo intentó. No consiguió levantarse.
—¡Quiersde he de poder!
Saquicela rió. La tomó en los brazos.
—Te he de dar amarcando. Chazo recio soy… ¡a la Virgen, gracias!
Al pronunciar la invocación, se persignó el longo e hizo una inclinación de cabeza en el aire, como si se encontrara delante de la imagen en la parroquia.
Repitió:
—A la Virgen, ¡gracias!
Y volvió a gesticular supersticioso.
En seguida le dijo a la muchacha que estaba arrepentido y que lo perdonara.
Se manifestó afectuoso con ella. Por todo el camino —dos horas largas— le fue besando la pelambrera y sobajeándole los senos.
Con el follón de bayeta, le contenía la hemorragia…
IV
Seguía el recordar, exaltado de sol…
—Ah, ¡cómo se alborotó el poblado con el rapto!
Supo ella, mucho después, cuando la madre le dio su bendición de nuevo, los comentarios que hicieron los vecinos en las chinganas de la plaza.
—¡Elé, la mosquita muerta! ¡Puta no más había sido!
—Razana es. Hija de la Manuela había de ser…
—¡Ahá!
—Cuatro maridos le he conocido a la longa vieja.
—Y aura mismo la duerme un tal Toalisa que jué soldado.
—¡Ahá!
—Razana no más es la Concha.
—¡Ahá!
Sólo el yuro Piñas le había salido a la defensa.
—¿Y, pus, qué dirá taita curita? El misu dio enseñando esos juegos del diablo… ¡Elé, pus, viendo!
Deveritas salió que el diablo se llevó a la longuita.
Jodido el curita, ¿no? ¡Beta le diera!
—¡Ahá!
V
No había trabajo. Se pasaban los días muertos arando y sembrando la chacra del Nacho Tumbaco. Pero ni así. A la tarde, apenas si comían unas papas cocidas sin sal y bebían una tisana amarga. Ni mote tenían.
Y, en las noches, eran los festines de la carne excitada por el hambre insatisfecha.
Amanecían ojerosos, paliduchos, más flacos que se acostaran.
Ella rezaba. Rezaba sin tregua. En plena labor, cuando comía: a todas horas. Aun antes de dormirse, exhausta de fatiga tras los largos abrazos del hombre.
¡Que les diera una ayuda taita Diosito!
Pero, no. Taita Diosito no les daba una ayuda.
Sería porque vivían amancebados, porque no se habían casado por la Santa Iglesia y porque no le habían, en fin, pagado al cura la platita para la conservación de Su templo.
Por nada más sería.
VI
Supo Juan Saquicela que en las minas de azufre de Tixán necesitaban braceros.
Decidió ir allá con la mujer.
Cumplieron a pie el viaje de seis días, marchando por los cerros sin caminos; trepando a uña las paredes de las quebradas; dejándose rodar, desfallecidos, en los prolongados descensos por las faldas de los montes.
Iban bajo las paramadas, mascando el frío. Se angustiaban de asfixia en las horas de sol, al escalar el lomo de las cimas.
Cuando llegaron a las minas, eran dos guiñapos, dos muñecos a medio desarmar. Ni la lujuria les hablaba ya.
Dormían reposadamente, casi sin sentirse.
Consiguió plaza el hombre. Le proporcionaron un pico y le dieron una placa.
—Cavador.
Le pagaban cinco reales y trabajaba diez horas en los socavones tenebrosos, atado —peor que con cuerdas— a la mirada del peón capataz, que brillaba metálicamente, más que los pencos del azufre nativo en las vetas grandes.
Esto duró mucho tiempo. Tres años quizá.
Eran —marido y mujer— casi felices. Tenían su chocita de lodo y piedras, al socaire de una eminencia de terreno, tapada de los vientos. Además, comían a menudo, porque, con frecuencia, daban trabajo en la mina unos catorce días de cada mes.
Y, lo mejor…
Regresó cierta ocasión, ya anochecido, muerto de cansancio Juan Saquicela.
Miró a la hembra:
—Vos tas empreñada— dijo.
—Ahá.
Acaso se sentiría contento, acaso se sentiría dichoso por su triunfo másculo.
La abrazó con las ansias de otras épocas; y, ahí, junto al fogoncillo, antes de comer y burlando la fatiga, la poseyó… una… dos… tres veces…
VII
Cuando nació la huahua —una cocolita linda era— hubo fiesta mayor. Acudieron los braceros de la mina con sus mujeres; se bebió a galonadas la chicha fuerte, y se bailó una noche y un día hasta el atardecer. Como era reducida la choza y dentro estaba el tendido de la puérpera, la zambra se arregló en un pequeño placer fronterizo.
El domingo siguiente cristianaron a la chica en Alausí. El cura dijo que, para que le fuera más fácil la entrada al cielo, la chica debía llamarse María, como la Santa Madre de Jesús; y, después de percibir con religiosa escrupulosidad sus derechitos, la bautizó en la pila con ese nombre.
Saquicela había querido que se llamase Concepción, como la mama; pero Su Paternidad se mostró intransigente, y no hubo manera de arreglar el asunto.
Los padrinos —un matrimonio vecino— costearon los gastos de la nueva fiesta, y encima le regalaron un sucre de capillo a la ahijadita.
¡Ah, era el buen tiempo…!
Concepción se sentía feliz. Cuando lactaba a la huahua, metiéndole en el hociquito el pezón del seno regordito, de esponjaba de placer.
El marido, desde la puerta, sentado junto al umbral, arreglándose las alpargatas, la veía.
—¡Linda la cocola! ¿no?
—Sí.
Desgraciadamente, la mina se desquitó una vez más de quienes la herían la entraña amarilla con los picos agudos.
Y el desquite de la mina envolvió a Juan Saquicela, cavador.
VIII
Fue una mañana, a cosa de las nueve dadas.
Brotó del campamento un clamoreo deslabazado que se iba extendiendo por las chozas del aledaño.
—¡Se ha hundido la mina! ¡Se ha hundido la mina!
—¡Se ha tapado un socavón!
—¡Hay hombres dentro!
—¡Dios los ampare!
—¡Dios nos ampare!
—¡Y la Virgen los cubra con su manto!
Concepción acudió, a prisa, con la mamoncita a la espalda, en la macana.
La entrada de una galería estrecha, que se profundizaba en la base del cerro, se había derrumbado.
Era imposible penetrarla. Las paredes habían cedido bajo el peso del techo, y era sólo un montón de piedras y tierra lo que antes fuera amplia boca del socavón. El derrumbamiento modificó la estructura de los corredores, y no se acertaba al principio con cuál era, exactamente, el sitio a atacarse con los picos para que a los mineros apresados les llegara aire.
Concepción preguntó:
—¿Quiersde el Saquicela?
Un capataz se le aproximó, compasivo:
—Ahí… — dijo, señalando para la galería derruida—.
El y tres zapadores más.
En los comienzos de la labor de salvamento, Concepción lloraba y se desesperaba. Después cesó en sus lamentaciones. Tenía los ojos secos, fijos en el lugar donde presumía estaba el marido.
Hasta le fastidiaba que las mujeres de los otros cavadores encerrados lloraran.
—Shis…, doña… —repetía—. Le van a entrar las iras al ingeñero. Callesé.
De rato en rato lactaba a la huahua.
Se había sentado en un rincón, con el anaco arremangado para abrigar a la cocola. Y contemplaba.
Se trabajó el día y toda la noche. Vinieron en auxilio gentes de los anejos y una compañía de artilleros del Chimborazo, destacada en Alausí.
Cerca del alba se terminó de abrir una nueva galería que cortaba oblicuamente a la taponada, y se logró entrar en ésta.
De los cuatro hombres, dos habían muerto asfixiados: sus rostros amoratados, con los ojos desesperadamente saltados, eran horripilantes.
Juan Saquicela había muerto aplastado; y era tan un poco de carne sanguinolenta, hediendo, a medio corromper, lo que quedaba de él.
Vivía uno no más, pero se había vuelto loco.
Amarrado, lo mandaron en seguida para Riobamba en un furgón de carga.
Conocióse luego su fin.
En un descuido de los policías que lo custodiaban se zafó de sus ataduras, se arrojó a la vía y se mató…
Ya antes, al pasar el puente de Shucos, había rogado a sus conductores que lo dejaran lanzarse al abismo, que nada le ocurriría; porque él, mientras estuvo en la entraña del socavón, había aprendido a volar.
Este hombre se llamaba Pedro Duchicela, y se decía de él que pertenecía a casta de Shyris.
IX
Concepción lloraba.
La comadre le dijo:
—No se apure, comadre Concepcioncita. En Alausí hay donde trabajar. La recomendaré a mi prima Zoila Vilagómez, y ella le buscará colocación… Y por hombres, no lo haga… Sobran los hombres. Y más para busté, comadrita, que es un buen bocado… Yo misu feota como soy, hey tenido propuestas; y, si no fuera porque le quiero al Diego Jara… ¡viera, comadrita, viera!
Concepción se fue a Alausí con la huahua de pechos. La Zoila Villagómez la recibió afablemente.
—De criandera, ¿le parece?
—Como sea su gusto.
—Hay aquí unas monas guayacas que andan a buscar quién le dé el seno a un huambrito que tienen. A la mama se le ha secado la leche.
—Tísica ha de ser…
—¡Psh! A la plata no se le pega el mal, y de que no la contagéen a una…
—Ahá.
—He oído que un quemado de sangorache con puro de veintiún grados, tomado de mañanita, es lo que hay para librarse.
—Ah…
La familia porteña aceptó a la longa criandera, cuando ésta se presentó a ofrecerse.
—Te pagaremos diez sucres por mes… ¿ves?
Una fortuna… Le darás de mamar a Luisito: un seno a él, otro a tu hijita.
—Bueno, ñiña.
—Nos iremos a Guayaquil el lunes. ¿Estás lista?
—Lo que me ve de encima tengo no más, ñiñita.
—Entonces, ¿nos iremos?
—Bueno, ñiñita.
Ya en Guayaquil la patrona cambió de parecer.
—Concepción, el médico dice que mijo no debe estar a media leche. Dale a tu chica mamadera.
—Bueno, ñiñita.
No le quedaba más que acceder; pero, cuando podía, robaba su propia leche para su propia hijita. Le sabía extraño tener que hacer esto. Después de todo, habían otras cosas en su vida de ahora que le extrañaban más.
Hasta que el fraude le fue imposible…
La vigilaban constantemente. Le palpaban el hincharse de las tetas. Se le metían de noche, en el tendido, bajo el tolde de zaraza, a espiarla…
—¡Cuidado! No lo des el seno a tu chica.
Veía a ésta enflaquecerse día por día: la carita, antes sonrosada y buchona, se le había puesto demacrada y paliducha, con las mejillitas flácidas.
Mientras tanto, el niño Luisito estaba rollizote y lúcido.
—¡Buena leche ha tenido la india!
—Y mantecosa… ¡vieras!
—Estas serranas son así. Para crianderas son lo que hay…
El dueño de casa, al escuchar tales comentarios, sonreía y rezongaba:
—Mi plata me cuesta la vaca.
Por fin se murió la chica.
El médico de la familia, que sería un sabio sin duda, expresó que el deceso obedecería a cualquiera de estas dos causas: paludismo… o cólera infantil. Es difícil diagnosticar post mortem… El sólo la veía, ahí, cadáver… Si lo hubieran llamado antes es seguro que podría ahora decir, con exactitud clínica, qué enfermedad se llevaba a la bebe.
Con todo, el doctor pareció inclinarse por el paludismo. Acaso le tendría más simpatías a este mal amarillo que al otro verdoso. Quizás, también él, a su modo, jugaría a los colores.
Porque al firmar, vacilante, el certificado de defunción, puso así: paludismo…
(Y era, ¡carajo! de hambre que se moría).
A Concepción se le había hecho seco el dolor. Ni una lágrima vertió por la cocola. La miraba, no más, la miraba alumbrada por cuatro velas de sebo, metidita en su ataúd de tabla humilde de figueroa, forrado de ruan. La familia murmuraba:
—¡Qué alma dura la de esta mujer! Ni llora, siquiera.
—Estas serranas son así, hija. Me han contado que les echan ají o agua caliente en los ojos a las criaturas.
—¿Para mandarlas a pedir caridad?
—O para librarse de ellos. Así, ciegos, los reciben en los hospicios.
—¡Qué barbaridad!
—En la costa no pasan esas cosas.
—No.
—Es que acá somos mejores.
—¡Ah, claro…!
Concepción no oía estas murmuraciones.
Sufría en silencio. Cuando más un suspiro. Si no lloraba era, en verdad, porque su dolor se le había hecho seco.
X
Cuando, terminada la lactancia del bebe, dejó el empleo, guardaba, anudados en un pañuelo que escondía entre los senos, unos cincuenta billetes de a sucre. Eran sus ahorros miserables, reunidos a costa de sacrificio y medio, consumado hora tras hora, en secreto.
Se asoció con una paisana e instaló una venta de chicha de jora en la calzada de la Legua.
Era estratégico el sitio. Los pata-alsuelo que volvían de los entierros, se bebían la chicha fresca y dejaban sus moneditas de níquel.
—Sírvame otra botella, vea.
—No; esa no. Esa otra más panzona.
—La de allá.
Ña Concepcioncita —ya la nombraba así el vecindario— destapaba el frasco de largo cuello, y lo entregaba con un cojudo redondito, al marchante.
Se entretenía en prestar atención a las charlas.
—¡Barajo que con la muerte se crece! Grandota la caja de don Venancio, ¿no? Y él que era retaquito en vida.
—Dizque deja dos madres d'hijos, ¿cierto?
—Ahá.
—Todo patucho es mujeriego, dice er dicho.
—¡Y el huecote qué hondo!
—Seis sucres costó la cavada.
—Medía tres metros.
—¡Lo que es uno!
—Deme otra chicha.
—Cuidado te coge.
—¿Quién? ¿El difunto?
—No. La chicha.
—¿Será agarradora?
—¿Y meno?
Ña Concepcioncita escuchaba. Quería enterarse a todo trance de lo que era la vida en la ciudad, en esa ciudad rara y especialísima que es el arrabal. Cuando sus clientes trataban de negocios, ella paraba las orejas como las yeguas asustadizas, en los sitios abiertos. Al rumorear el viento.
—Donde se gana es vendiendo carbón.
—No. Más mejor es tener comensales.
—El negocio que rinde es la pulpería.
—¿Y hacer cajas pa muertos?
—De veras.
—Pero el único es dar plata sobre prenda.
—O prestar pa que le vayan pagando sucre diario.
—En el mercado hacen eso.
—Y el interés se redobla. Sale al cuarenta por ciento.
—¡Barajo que vos sabés de número!
—No sé. Me han dicho.
—Ah…
Adentro, en el fondo del solar, la compañera de ña Concepción, junto a una candelada enorme que tostaba la piel, preparaba la chicha para la venta.
Iba bien el asunto. Se ganaba algún dinerito.
Ña Concepcioncita pudo encargar a un carpintero vecino que le hicera una cruz tamaña, con cuadrada caja de vidrio y letrero dentro, para la tumba de su hija que estaba allá, en lo alto del cerro.
Pero la paisana hubo de irse.
Me ha salido una contrata buena pa dar de comer a los soldados y a la polecía en Baboyo. Te quedarás voz con la chicha.
Se repartieron sin pleito las utilidades. ¿Qué iban a pelear? Eran dos hermanas, dos hermanas en la desgracia común de haber nacido como habían nacido: mujeres y pobres, es decir, carne propicia de los prostíbulos baratos, de cuya entrada se iban alejando gracias al esfuerzo incontenido.
No se prometieron escribir. No sabían eso. Y de haber sabido algo, ya se los habría hecho olvidar el trabajo duro, agobiador. Firmarían, apenas. Las cosas pasan así. Y no hay remedio.
—Mandarás recados en las lanchas cuando haigan conocidos.
—Vos también.
Moquearon. Aullaron despacito. Y se separaron. Ña Concepcioncita perseveró en la faena. Sola ahora, era mayor la ganancia.
Pero la labor era terrible: de la madrugada a la prima noche, sin reposo.
XI
Todo anduvo bien, empero, para ña Concepcioncita, hasta que se echó encima un marido.
La soledad sería. Quizás el grito ronco del instinto. Fue un cholo dauleño, que acudía diariamente a beberse su botella de chicha.
Sentado en una piedra plana, con las manos cruzadas sobre las piernas recogidas, permanecía hora tras hora mirándola.
Cuando pasaba cerca de él la piropeaba:
—¡Serranita linda! ¡Mamacita!
Después hablaba con ella. Le hacía confidencias. Era jornalero en el Muelle Fiscal. Ganaba uno cincuenta diario.
—Y soy íngrimo. En la fonda, como. Hasta me sobra plata.
Poco a poco cobraba ánimos.
—A usté, digo yo, le falta compañero.
—¿Y para qué? ¿para que no me coman los muertos?
Indicaba hacia el cementerio próximo con el brazo extendido y, añadía, convencida:
—¡Ave María purísima! No necesito más dolores de cabeza. El que me da la candela basta.
—Un par de pantaloneh no estorban, y son un respeto.
—¿Sí? ¡Ay qué gracioso!
—Y como soy flaco, ¡pa'l poco lao que ocuparé en su cama! Le pagaré lo mismo que pago en la fonda, por la comida. Sólo er cariño no máh me dará usté, mamacita.
—¡Ay, calle!
La tomó por sorpresa.
Cierta noche golpearon escandalosamente la puerta del cuarto. Ella se despertó, asustada.
—¿Quién es?
Una voz desconocida sonó afuera:
—Abra, señora, que hay incendio cerquita.
Quitó la tranca, desprevenida; y, mientras un hombre corría, otro —el cholo dauleño— se metió a prisa.
—Le tapó la boca con la mano abierta.
—No te asusteh, longuita. Soy yo, tu Ramón.
Estaba el hombre borracho, y el alcohol le aumentaban las fuerzas hercúleas. A tientas la condujo al catre, y la tumbó.
Ella se agitaba, se agitaba. Luchaba con todo su cuerpo.
Pero de pronto evocó una escena tejana y se quedó quietecita…
Quitecita…
XII
Ramón Frías le robó cuanto pudo y le hizo dos hijos: Ramoncito y Herminia.
A ésta no la conoció el padre.
Semanas antes de que la mujer librara, Ramón Frías anunció un viaje a Daule, donde dizque tenía un hermano grave.
Arrambló con lo ahorrado para el parto, y…
Estaba de moda el cuplé de Irene Soler… Los guitarristas de la Legua lo cantaban en son de pasillo…
Ojos que te vieron ir,
¿cuándo te verán volver?
Ña Concepcioncita se consoló con los hijos nuevos, le trajeron un buen olvido de la muertecita…
y de todo…
Se dedicó con más ahínco aún a su negocio, para criarlos, para educarlos.
Lo consiguió. El hijo estudiaba —ahora— leyes en la universidad. En breve plazo le entregarían el cartoncito que, encerrado en marco dorado con bandera ecuatoriana en raso, ostentaría como un blasón. Y puede que blasón también lograra. A lo mejor, cualquier amigo genealogista descubriría por ahí, en los medio quemados archivos paisanos, que, por parte del cholo dauleño que lo engendró, descendía el hombre nada menos que de la casa ducal de Frías.
La hija —armada de un flojo bagaje de inglés, piano, violín, polvos auténticos de Coty y raras esencias de narcisos de todos los colores—, esperaba al macho que la acabara de hacer mujer.
Era el triunfo.
Y el epílogo.
Sin duda que ña Concepcioncita había prosperado. La antigua chingana se convirtió en pulpería; la pulpería en barraca grande del mercado, atiborrada de artículos.
Ña Concepcioncita podía casi considerarse rica.
Pero había pasado más de veinte años. Ella tenía ya cuarenta… y, en el corazón —"que me le ha sufrido tánto, niño"— insuficiencia mitral.
Eso: el epílogo…
XIII
Melanio Cajamarca, el longuito de Licto, comía su tercer guineo cuando ña Concepcioncita abrió los ojos.
—¿Se despertó ya, niña?
—Si no estaba durmiendo…
—Ah… Largo rato estaba yo con la portavianda de la comida. Estará frío el locro.
—No importa.
—Ah… Diga, niña, ¿y a quién daba entonces, cuando tenía cerrados los ojos, esos besotes?
Sospiraba busté, niña, y hacía ¡juh!, como mula cansada. ¡Y decía unas palabrotas más cochinas!
Ña Concepcioncita se revolvió, inquieta.
—¡Callaraste la trompa, longo atrevido!
Permaneció un instante silenciosa, y agregó luego, cambiando de conversación:
—¿A vos, Cajamarca, te gusta el pinol?
—Claro, niña.
—Te voy a dar un poco para que tragues.
—Dios le pague, niña.
—Ve y no andarás a repetir, aura que estés con el doctor y la señorita Hermiña, las pendejadas que has estado hablando.
Cajamarca sonrió y dijo:
—Bueno niña.
Calor de yunca
I
José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.
—¡Mama!
Respondió la vieja desde su tendido cochoso:
—¿Qué?
Contestó José Tiberíades con voz viva:
—Se me ha quitado el sueño.
—¡Ah!...
—Es la calor y los mosquitos.
—¿Se te han metido en la talanquera?
—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!
—Ahá.
Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:
—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.
Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:
—¡Mama!
—¿Qué?
—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.
—No vayas, mejor.
—¿Por qué?
—Hay luna. Andan las malas visiones.
—¿Y es cierto las malas visiones, mama?
—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.
—¿Y era mujer?
—Sí.
—¿Y quién era esa mujer, mama?
—La muerte.
—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...
Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.
—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!
—Bueno.
Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.
José Tiberíades se fue a la azotea.
La azotea se abría hacia un costado de la casuca. Estaba cercada con estacas de puntas afiladas. Porque, en ocasiones, había que defenderse. Eran probables las acometidas de animales o de hombres. Sobre todo, de estos últimos. De los «enemigos» del patrón Jiménez. Y el ataque se hacía fácil dirigirlo sobre la única parte descubierta del edificio: la azotea. Las estacas puntonas, filudas, altas como un muslo adulto, gruesas como un muslo de mujer, ofrecían un obstáculo al asalto.
En la azotea estaban el fogón y la hamaca.
También estaban el nidal de las gallinas ponederas y la pipa de agua.
Y el trapecio de ramas que servía de alcántara al diostedé de pico formidable.
II
José Tiberíades se mecía en la hamaca. La hamaca se lamentaba.
—Tac, tac; tac, tac...
José Tiberíades no tenía miedo. Antes bien, abría los ojos muy abiertos y miraba en torno suyo: al campo, al cielo.
Le parecía como si estuviera metido en un hueco: el cielo, bajo, nuboso, color de leche con la luna llena; la montaña, por todos lados cerrada, perpetua; y en medio, en una pequeña explanada, hecha a machete en el corazón vivo de la selva, la casa.
Le parecía como si de ahí, de ese hueco hondo, no se pudiera salir.
Pero no: el sabía que detrás de los macizos de árboles serpenteaba un senderuelo que llevaba, tras un día de andarlo, a «Bejucal», la hacienda del patrón Jiménez, allá abajo, junto al río.
José Tiberíades conocía el camino.
Cada mes lo recorría una vez. Desde cuando vivía el padre, y el —chiquitín— lo acompañaba.
Ahora iba solo. Visitaba al patrón en la oficina; recibía el dinero que Jiménez pagaba a la familia sólo porque viviera donde vivía; compraba, en el almacén de la hacienda, los encargos de comida y ropa que le hubiera hecho ña Nicolasa, la mama; y a la madrugada siguiente se regresaba.
Tomaba esa precaución de viaje para que no lo sorprendiera la noche en la montaña y atravesarla todavía de día.
Él no había pasado jamás de noche por la montaña, pero sabía que era espantoso. Acechaban los jaguares y los grandes monos. Además, y ahí sí era de veras, de las encrucijadas salían las brujas, los duendes y los muertos. Por el suelo cruzaban las culebras. Arriba revolaban las aves malas.
Acá en la casa era diferente.
Se oía, sí, el aullido de los monos y el maullar ronco de los tigres. En ocasiones llegaban éstos a la ceja de la explanada y se veía en la obscuridad rebrillar sus ojos luminosos. Pero era diferente. Había la estacada de la azotea; había la escopeta cargada siempre; y había, en fin, el toro padre —«Zapote»—, que dormía abajo con las tres vacas y las crías.
Cuando «Zapote» bramaba, escapaban los tigres como si oyeran gritar al diablo.
José Tiberíades se reía de eso.
—Los tigres son maricas —repetía.
En el vocabulario de José Tiberíades la palabreja significaba lo mismo que cobardón. Así se lo había explicado la mama.
Un día, en «Bejucal», mientras se bañaba en cueros con otros muchachos, hijos de peones de la hacienda, acertó a pasar el negro Cañarte, el curandero. Lo miró y le dijo, riéndose:
—Vos eres marica, José Tiberíades... ¡Tan grandote!...
Cuando regresó, José Tiberíades le preguntó a la mama, curioso.
—Te quiso decir flojo. ¿Le harás asco al agua, tal vez?
—No; ya sé nadar, mama; ya aprendí...
—¡Ah!...
—Oiga, mama, ¿y por qué me dijo «tan grandote»?... ¿Ya no soy chico, mama? ¿Cuántos años tengo?
Ña Nicolasa contó con los dedos.
Respondió:
—Dieciséis.
—¡Ah!... ¿Y la ñaña? ¿Cuántos tiene Refugio, mama?
Volvió a contar la vieja.
—Catorce.
Hacía un año de eso.
—¡Ah!...
Ocurrió justamente el día en que el patrón Jiménez les aumentó la paga mensual. ¡Ah, el patrón Jiménez, tan caritativo, que les daba dinero y habitación únicamente para que estuvieran allí, en ese rincón de la selva! (Verdad que las gentes afirmaban que el hacendado sólo con que ellos vivieran en esas tierras a nombre de él se haría a vuelta de pocos años dueño de una enorme porción circundante de montaña. Verdad que también aseguraban que Jiménez había sido marido de ña Nicolasa y que ahora engordaba para su lecho a la muchacha, a Refugio. Pero ésas serían la$ malas lenguas...)
José Tiberíades no se acordaba ahora de nada de aquello. Ni siquiera le atemorizaban las malas visiones. Miraba a la noche con ojos valerosos.
Se advertía desazonado, no más. Con algo extraño. Calor. Sí; era eso: calor. Ardía fuego en él, en todo él. En el pecho, en el vientre. La cabeza le daba vueltas. Parecíale como si dentro de los oídos le anduviera un enjambre de zancudos.
A ratos se calmaba. Y luego se sentía desfallecer.
Mas otra vez. De nuevo...
Provocábale morder, morder... Revolcarse, pelear...
Sí; pelear cuerpo a cuerpo, como hacía «Zapote» con las vacas jáyaras... ¡Jugar!... Jugar así... ¡Jugar!...
III
Llamó:
—¡Ñaña! ¡Hazme café!
Refugio contestó desde el cuarto malhumorada:
—No me da la gana. Estoy durmiendo.
El hermano rogó:
—¡No seas mala, ñaña! ¡Levántate! Cuando vaya a «Bejucal» te traigo un paquete de cinta, bonito, verde, para que te amarres el pelo.
—No quiero.
Ña Nicolasa intervino:
—Espera, muchacho; ya voy a prepararte el café.
—No; usted no, mama. Usted está enferma. Que venga Refugio.
Refugio consintió a la postre.
—No te creas que es por ti ni por la cinta. Es para que mama no se levante.
Se acomodó un pañolón sobre el camisoncito ligero y salió.
Armó en el fogón unas astillas, arregló una mecha, la prendió y empezó a soplar con la boca. A poco brilló la candelada. Colocó la olleta con el agua a hervir, y púsose a aventar la fogata con un abanico de hojas.
Del fogón se alzaba el cenizal. Refugio se despojó del pañolón para librarlo.
Estaba contra la luna y en el claror de la candelada veíasela como si estuviera desnuda. Dibujábanse sus líneas intactas. Esculpíanse sus formas redondas y prietas; sus senos chiquitos, sus anchas caderas, sus piernas delgadas y finas.
José Tiberíades la miraba.
—¿No tienes calor, ñaña?
—No; tengo frío.
—Yo también... Me ha dado frío... No sé...
Añadió:
—Deja que hierva sola el agua, ñaña, y vente a la hamaca. Así no sentiremos frío.
—Ahá.
Se acostaron uno al lado del otro, con las cabezas juntas, unidos los cuerpos.
—¡Ñaña!
—¿Que?
—Nada.
José Tiberíades le acariciaba el rostro a la hermanita.
Después la besó.
Refugio preguntó:
—¿Por qué me besas, ñaño?
Él no respondió; pero ella le devolvió los besos.
Sin embargo dijo:
—¡Déjame ya, ñaño!
Casi no podía hablar. José Tiberíades le apretaba ahora entre los brazos hasta hacerla daño. Se le dificultaba la respiración. Se ahogaba.
—¿Por qué haces esto, ñaño?
—No sé... No es nada... Estamos jugando...
—Déjame...
Pero José Tiberíades ya no contestaba. Tenía los ojos extraviados y la mirada perdida.
Refugio lanzó un gran grito:
—¡Ay, Dios mío! ¡Mama! ¡Mamita! ¡Ay, Dios mío!
IV
Ña Nicolasa acudió a prisa.
Desde la puerta contempló el espectáculo de sus hijos...
—¡Malditos!
Corrió hacia ellos. Al correr dio un traspiés y se fue de bruces contra la cerca de la azotea; una estaca puntona, salida del haz, se le hundió profundamente en el vientre.
La vieja rodó por el suelo. Con ambas manos trataba vanamente de ajustarse el hueco sangrante por el que se le iba saliendo la vida.
Cara al cielo, temblorosa, moribunda, alcanzó a balbucir:
—Dios me ha castigado... Me ha castigado por donde pequé... Yo tengo la culpa... Yo parí a estos monstruos... ¡Perdón!
Sus hijos no la veían, no la escuchaban... Estaban ahí, tumbados... Desfallecidos... Como durmiendo...
Allá abajo, en el monte, un gajo de cocos se desprendió de una palmera y cayó con un ruido seco, como el que hace el ataúd al descender al fondo de la sepultura.
La selva seguía jadeando. Respiraba la yunca con un aliento sordo, ancho, como un gran animal cansado...
Camino de perfección
Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.
Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.
Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.
—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.
Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.
...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.
Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.
Sofronio Redal nos dijo que él contaba entre los perseguidores y que —acaso por su aspecto de más seriedad,— por el prestigio de su calva iniciada, conforme al burlesco comentario mío, —fué él, el único favorecido con sonrisas prometedoras; pero, no le creímos esta aseveración barata, porque, según calculamos, Redal, por aquella época, debía haber estado en España... si es que ese cuento suyo del viaje a la península fué verdad.
No sólo un revoloteo de chiquillos se alzó al paso de Magdalena; hombres de cierta calidad trataron de enredarla n redes de amor. Mas ella, altiva, orgullosa, despreció a todos. Era una enamorada de sí misma, una suerte de Narciso femenino que sólo vivía para su belleza.
Esta fué por lo menos la explicación de Sofronio Redal, entendida por nosotros a nuestro antojo.
No; no era orgullosa Magdalena. Su psicología embrollada, no se traduciría con tan sencilla clave. ¡Ya lo quisiera Sofronio Redal!
Desengañados, pues, de las condiciones observativas y de narrador de nuestro amigote, resolvimos aprovecharnos de los datos que él nos proporcionaba, para forjar —cada, uno por su cuenta la “verdadera” historia de la interesante fémina.
Magdalena se idolatraba —eso sí— en un admirable desenvolvimiento espiritual; ella era su amor humano y su amor divino en una pieza, y ella misma era su ambición. Comprendió que al entregarse a un cualquiera, malograría torpemente su belleza, y procuraba porque esto no fuera, desdeñando a los mozos guapos que la asediaban, evitando comprometer la “víscera” y perder el control seguro de su razón. Anhelaba, en horas de loco soñar, por un véjete millonario, señor de ínsulas, con cuenta corriente en el Banco de la Nación, que se dispusiera a adquirirla como una joya rara, estucharla en un palacete, y apenas muy de tarde en tarde permitirse el lujo de tocarla...
Mientras el sui generis Lohengrin —rico y viejo— llegaba, Magdalena no perdió su tiempo... Sabía que el mejor marco para la belleza es el oro, y lo buscaba —a lo largo de su vida tesonera y humilde,— con la paciencia de un minero.
Distraída en esa espera y esta búsqueda, no prestó atención al tiempo que corría indiferente y raudo como las aguas que van a la mar. Un día se encontró dueña, del más acreditado atelier de modas de la ciudad y con un depósito bancario a la vista, que ascendía a algunos centenares de miles de sucres.
Desilusionada, un tanto, ya sin peligro llamó al amor.
Pero el amor no vino.
Sorprendida por el inusitado rechazo, encargó al espejo que descifrara el enigma. Y el espejo por primera vez le dijo la verdad: tenía cuarenta años, que el rudo trabajar había hecho más ostensibles, más cuarenta años.
Aquí cedimos la palabra a Sofronio Redal, por tratarse de un hecho concreto que holgaba comentarios.
—Fueron días de dolor aquéllos que siguieron al “descubrimiento”. Madame Magde, como la llamaban los extranjerizantes, se tornó meditabunda; apenas hablaba y nunca una sonrisa plegó más su boca fina que ignoraba el sabor del beso —¡oh, miel de las abejas del Himeto!
—Sírvete, Redal, dejar de lado las alusiones clásicas. Grecia está demodé.
—Como gustéis... As you like it...
—Adelante, suegro profesional.
—Eso...Pues, ¡ah! Magdalena solía cerrar su almacén cerca de las nueve de la noche, y a esa hora, sola, sin más compañía que su pequinés a veces, regresaba a pié a su casa; no obstante poseer un Packard elegantísimo. Más, todavía; ni siquiera andaba por las avenidas alumbradas, sino que lo hacía por las calles estrechas y obscuras de entrecorte. Hallaba en eso un placer.
—Una excentricidad.
—¡Silencio!
—No sé...Una noche Magdalena se sintió seguida por alguien cuya presencia intuyó con aquel misterioso poder de adivinación que es femenina cualidad innata. Miró y no pudo conocer a su perseguidor; nunca, en realidad, supo quién fué... Iban perseguidor y perseguida por un sórdido callejón, suerte de pasillo a cuyas veras se cerraban puertas de casas inhóspitas o se abrían las de mansiones, por el contrario, sobrado hospitalarias, ¿eh?
—Sí... Whorehouses...
—Te entendemos. Prosigue.
—De repente, Magdalena fué empujada violentamente por la espalda y obligada a entrar en un zaguán largo y tenebroso... Después, no se explicaba porqué no resistió... Ella, a pesar de todo, era pura, ¿comprendéis? Bueno; cuando salió, en sus entrañas se gestaba una vida: la de esa muchachita, cuyos ojos —azules— han puesto nervioso a Arturo Nilmes.
—Y, de veras. ¿Magdalena no supo quién fue el osado?
—No. Diz que parecía extranjero y estaba borracho. No lo volvió a ver. El la tomaría por otra cosa.
—Ah...¿Y ella no se empeñó en demostrarle su error? Rarísimo.
—He ahí el misterio para que lo aclaréis vosotros, señores psicólogos de club: Magdalena, según propia declaración, no ofreció la más pequeña resistencia.
—Pero...
—El cuarto de hora...
—Bueno, allá... Al principió, se avergonzó. Hizo un viaje a Francia y volvió con la niñita... de París. Luego cambió de parecer, y hoy se enorgullece de su hija. A sus amigos íntimos, entre los cuales, como os dije, me cuento, narra, sin comentarios, la historia singular. Por otra parte, fue una sola vez. El tiempo se ha encargado de purificarla.
—¿Y qué edad tiene ahora Magdalena?
—Va de prisa a los sesenta, que, como veis, es edad un tantico avanzada para una mujer, como ésta no sea reencarnación de aquélla que en los albores del siglo XVIII se llamara Ana María de la Tremoille...
Candado
Cuando «la Piltrafa» obtenía las dos primeras monedas de a cinco centavos se sentía como feliz.
—Ya hay p’al cuarto —murmuraba.
Y sobre la boca de labios moraduzcos flotaba una sonrisa leve, que dejaba al descubierto las encías vacías.
«La Piltrafa» llamaba, así, pomposamente, «el cuarto», a la pocilga donde se revolvía cada noche, sobre las tablas, con el hijo chiquitín entre los brazos... El cuarto aquel era el dormidero, algo como el hogar nocturno...
Porque en el día eran las calles... Las calles populosas, angustiadas de tráfico, febricitantes bajo el sol... Las calles anchas, hermosas como avenidas, bordeadas de edificios soberbios, por las cuales circulaba en oleadas la gente que puede regalar de limosna las lindas piezas de a cinco centavos.
Clamoreaba «la Piltrafa»:
—Una caridad, futrecito... Hágalo por su mamá... Por Diosito, hágalo... Vea: me dan unos ataques...
El alquiler del cuarto era de tres sucres mensuales. Pagaderos en partes proporcionales cada sábado.
Diez centavos diarios... Dos piececillas de a cinco, de esas brillantes, redonditas, que parecen juguete...
—Una caridad, niñito...
El sábado por la tarde iba a buscar a «la Piltrafa» un señor de rostro hosco, que no reía nunca. Este señor era el corredor. Cobraba el alquiler irremisiblemente. Le mostraba un papel. Recibía las piezas de a cinco centavos. Las recontaba, un tanto asqueado, con las puntas de los dedos no más. Y las echaba en una gran bolsa de cuero. Era después de esto que le daba el papel a «la Piltrafa». Antes no. Lo enseñaba de lejos, como se enseña un bocado de carne a un perro hambreado. Lo mismo.
«La Piltrafa» guardaba el papel en el seno. Tenía ya muchos papeles. Tantos que habría podido cubrir con ellos las paredes del cuarto.
Por supuesto, «la Piltrafa» no sabía leer. Pero sí sabía que había de conservar como un tesorillo los papeles esos que le entregaba el corredor.
—Una caridad, futrecito...
El corredor jamás le había dado caridad. Mas un domingo, en el American Park, «la Piltrafa» se lo encontró pascando con una mujer y un chico. Y el chico le regaló a «la Piltrafa» una monedita.
Aparte le murmuró al oído:
—Rezarás por papá, que es tan bueno, que nos viste y nos da de comer...
«La Piltrafa» había dicho que sí, que rezaría...
Prometía siempre lo mismo, cada vez que las gentes se lo pedían... Pensaba... La gente es muy interesada... Nunca da por gusto... El que menos, quiere que una rece...
Desde aquella ocasión del American Park, «la Piltrafa», cada sábado, quitaba una monedita del montón, que entregaba al corredor.
—Ésta es la monedita que me tendrá que dar mañana el niñito, su hijito lindo... —repetía, melosa.
Al principio, el corredor se disgustaba. A la larga se acostumbró a ese censo.
—Bueno, pues, ¡que vaina! Tú lo explotas a uno. Pero en fin, ¡que sea por el chico!
A pesar de todo, «la Piltrafa» no cumplía con su compromiso de rezar por la ventura del corredor —¡tan bueno!, ¡tan bueno!—, por la simple causa de que no sabía rezar.
Casi siempre «la Piltrafa» estaba de buen humor. Tarareaba canciones. En las puertas de las cantinas de los arrabales donde había radiolas, se detenía a escucharlas... La acometía una gran risa cuando oía cantos en palabras que no lograba entender. Le hacía eso, de suyo, una gracia profunda. Cuando oía pasillos de la tierra, se entristecía, en cambio. Era como si le removieran algo en el pecho, como si le colocaran encima un peso tremendo que la impidiera respirar a sus anchas. Y los ojos se le hinchaban de lágrimas.
—Una caridad, futrecito... Vea...
A veces le entraba rabia.
Era cuando tenía al hijo enfermo.
Entonces se enfurecía si le negaban las maravillosas piezas de a cinco centavos, con las cuales se obra milagros... Se come... Se compra remedios para aliviar, los dolores... Se vive... Todo depende que el montoncito sea así, tamaño, en la mano extendida.
Como ahora.
—Me dan unos ataques, vea... ¿No me da?... ¡Sin entrañas! ¡Mal corazón!
Érale peor cuando se ponía rabiosa como una perra. La empujaban las gentes. La rechazaban.
Incluso la insultaban también..
«La Piltrafa» respondía:
—¡Maldita sea!
Después se alejaba, temblequeando.
A las diez de la mañana ya estaba en el portal de San Francisco.
Ahí comía.
«La Piltrafa» llevaba un tarro de lata. No muy grande. «Regularcito no más, hermano, vea»... Porque no era permitido llevar tarros grandes... Siendo chico el recipiente, por poco que en él se echara podía decirse que estaba repleto de comida, hasta el desperdicio, hasta la locura... Y que la caridad de los hermanos de Asís colmaba el vaso vacío del hambre de los cristianos...
Salía del convento un lego gordo, rozagante, colorado como un tomate maduro, florecido de acné profundo del mentón. Detrás de él venía un mozo de servicio, portando ollas enormes, conteniendo una masa caliente, humosa, negruzca, que exhalaba un olor desagradable a legumbres en putrefacción. Eso era la comida.
El lego metía un cucharón en las ollas. Luego vaciaba en los tarros ansiosos que se alargaban al extremo de las manos esqueléticas una porción de la masa negruzca.
Quien recibía había de decir:
—Alabado sea Dios. Gracias, hermanito. Que San Francisco le dé su sagrada bendición.
Si no se decía esto o algo por el estilo, al día siguiente el lego olvidaba echar comida en el tarro del malagradecido.
Por el contrario, si con tono contrito y voz humillada se rendían las gracias de costumbre, el lego añadía un postre de bendición sobre la masa negruzca, sobre el tarro de lata y sobre el mendigo.
«La Piltrafa» conocía bien estos manejos.
No se le escapaba detalle. Jamás omitía las frases consabidas.
Hasta agregaba a veces de propia cosecha:
—Padrecito lindo, Dios te salve... Estás lleno de gracia...
Porque se podia tutear al lego gordo según viniera en gana el hacerlo. Esto era una cosa ventajosa. Una como fraternal confianza.
Y el lego sonreía plácidamente.
Resultaba una cosa amable poder tratar de tú a una persona redonda, aseadita, reluciente de color y de grasa.
—Tú..., tú..., tú...
Como a Dios.
A Dios parece que también se le puede tratar de tú.
Otra cosa igualmente amable.
«La Piltrafa» pasó una época mala. Una crisis terrible.
Vagamente recordaba haber sido siempre así, como era ahora. No se preocupaba mayormente de eso, la verdad. Pero creía recordar que la cuestión había sido siempre la misma... Mendigar... Ir tras las moneditas lucientes.
De cualquier manera, como en un sueño veía en ocasiones una figura de mujer... ¿Mamá?... No; abuelita... Algo así... Andaban juntas por los campos montuvios, asoleados, inacabables... Tomadas de las manos... Jugándole el quite a los toros bravios y a los cuidadores de las haciendas...
Después, la ciudad...
Habían llegado en vapor, de madrugada. En uno de esos vapores que traen la leche desde los potreros lejanos...
Iban ahora también tomadas de las manos... Y les jugaban el quite a los automóviles... Hasta que un día uno de estos furiosos animales de ruedas arrolló a la abuelita... La recogió la ambulancia y se la llevó.
«La Piltrafa» no la volvió a ver. Quedó sola. Con las calles por delante. Amplias, bordeadas de edificios soberbios con portales propicios para el sueño.
Las calles... Las moneditas de a cinco centavos...
Entonces fue que alquiló el cuarto.
¡El cuarto!
Tres sucres por mes. Pagaderos en semanas.
Las cosas marchaban bien. Días había en que reunía hasta seis o siete moneditas. Y se tomaba vacaciones. Un domingo no salió a pedir caridad. Se pasó metida en el cuarto. Feliz. Comiendo naranjas. Contando las cañas de las paredes.
Así fue todo hasta la época mala.
Cierta noche «la Piltrafa» regresaba al cuarto. Se le había hecho demasiado tarde. En la iglesia de la Merced se celebraba un novenario. Y «la Piltrafa» estuvo en el atrio esperando la salida de los feligreses.
Cruzó la barriada de La Legua. La oscuridad se metía en los ojos. Pero a «la Piltrafa» no le importaban las sombras. Ella conocía el camino.
De improviso, un grupo de barrenderos la detuvo. Estaban borrachos los hombres. Apestaban a alcohol y a desperdicios. Fueron sobre ella. Uno, dos, cinco... Quedó tendida encima de un montón de basura, desmayada...
A la mañana la encontró la policía.
Entre varios gendarmes la condujeron al hospital cercano.
Vino un joven muy elegante. Luego otro más. La examinaron.
Ella contó llanamente lo sucedido.
Los jóvenes elegantes sonrieron maliciosamente.
—Con tu voluntad habrá sido, cochina. Y ahora dices...
—No, no...
—Ahá.
Tornaron a sonreír.
«La Piltrafa» se violentó entonces. Los injurió en su jerga arrabalera. Pensó que no la entenderían, sin duda, porque no le pegaron, como hacían sus vecinos cuando los insultaba.
Uno de los mozos dijo:
—De todos modos, era virgen... Aquí está...
—¿Sí? ¡Qué raro!
—Alguna vez había de ser.
—Ya se verá.
—Tiene veinte años... La edad fisiológica... aparente...
—Entonces, no hay nada que hacer...
—¿Y el asalto? ¿Y el forzamiento?
—Hombre, sí... Pero, ¿usted cree?...
—Como creer, francamente... no...
Se fueron.
Al día siguiente la botaron del hospital.
Una monjita se le acercó ceñuda:
—Largo de aquí, corrompida...
«La Piltrafa» salió, haciendo una mueca.
Y de nuevo a pedir caridad...
—Una caridad, futrecito... Vea...
Pero la gente se reía.
—Que te mantenga el que te mantuvo.
—El que te tumbó de espaldas que te acomode el petate.
Y así otras frases. Peores. Más repugnantes.
«La Piltrafa» se admiraba un tanto. Miraba crecer su vientre. Inflársele incontenidamente.
Un día no pudo más con él. Como si pesara demasiado se desplomó en la vía.
Acudió la ambulancia. «La Piltrafa» se acordaba de su abuela, a quien también se llevó una vez la ambulancia y a quien no vio más. Y se resistió, llorando, gritando, pataleando.
A la fuerza la arrastraron hasta una casa de maternidad.
Y la metieron ahí.
Tras una semana le dieron el alta.
Se encontró en el umbral, frente a la calle hospitalaria, frente a la calle de todos. Estaba medio desnuda, con sus ropas miserables que apenas la cubrían. Entre los brazos apretaba un montoncillo de huesos raquíticos...
El hijo...
Este sábado de diciembre amaneció nublado, orballando.
A media tarde se desató el aguacero.
«La Piltrafa» se metió bajo un soportal a esperar que cesara de caer el agua.
Hacía frío. Un frío intenso, que penetraba en la carne como el frío sacudido del paludismo.
«La Piltrafa» oprimía al hijo contra el pecho. Se había dormido el huahua, y «la Piltrafa», por no despertarlo, olvidaba demandar la limosna a los escasos transeúntes. Antes bien, se revolvía rabiosa cuando alguno hablaba junto a ella.
Musitaba, mordiendo las palabras:
—Siga su camino, vea...
Y señalando para el huahua añadía:
—¿No ve? Está dormidito...
Lo miraba, amorosa.
Se agitó de pronto, nerviosa, asustada... Le había parecido como si el huahua no respirara... ¿No?... ¿Sí?... Sí, sí respiraba... Pero estaba amoratado, con la naricilla disneica...
Lo movió. Lo sacudió al aire. Pero el huahua no abría los ojos.
«La Piltrafa» se desazonó.
Salió corriendo bajo la lluvia. En el primer puesto de Asistencia Pública se detuvo.
El salón de espera estaba lleno de gente. «La Piltrafa» quiso violentar al portero y entrar. Pero no la dejaron. Hubo de resignarse. Le tocó al fin el turno.
El médico examinó al huahua.
—Sálvemelo... No quiero que se muera, vea... No quiero...
El médico permanecía silencioso.
Dijo al cabo, como hablando consigo mismo:
—Neumonía. Hay que abrigarlo. Que tome esta bebida.
Le extendió un papelucho.
—La Asistencia Pública ha suspendido la botica por la crisis. Ya no se regalan remedios. Tendrás que comprar esto en cualquier parte.
—Bueno.
«La Piltrafa» contempló al médico, meditativa, cavilosa.
—¿Se morirá? —preguntó.
El médico alzó los hombros.
—Depende... Es grave la cosa... Si lo cuidas, puede ser que no se muera... Dale el remedio en seguida... Es urgente eso... Cada hora, una copita...
—Ahá.
«La Piltrafa» se dirigió a una botica que conocía, justamente en la plaza de San Francisco.
Hizo preparar la medicina.
—¿Cuánto?
—Dos sucres.
Pagó en la caja. Le entregaron el remedio.
Sólo entonces se dio cuenta de que había descompletado el dinero del arriendo... ¡Qué importaba!... le diría al corredor que la esperara... ¡Que aguantara, pues, el dueño!... Ella convencería al corredor... Estaba enfermo el chico... Le diría...
Precisamente junto a la botica se encontró con el corredor.
—No puedo pagarle, vea...
—¿Eh?
—Le pagare el lunes.
Habló largamente «lá Piltrafa». Jamás recordaba haber hablado tanto de seguida.
La escuchaba el corredor. Parecía fastidiado, cansado.
Dijo:
—Tú verás, pues.
Nada más.
Y se fue.
«La Piltrafa» pasó el resto de la tarde en el portal de la botica.
Preguntaba la hora a uno de los empleados. Prestaba una copita y le daba el remedio al huahua.
A las siete se marchó.
Seguía lloviendo, más fuertemente todavía.
Como podía mejor, iba cubriendo al huahua.
El huahua estaba dormido. Dormido desde la mañana. No había despertado. No despertaba por más que lo moviera.
Llegó «la Piltrafa» al cuarto.
Ella dejaba siempre la puerta junta, sostenida con una cuña de palo.
Estaba ahí la cuña.
Pero había además un grueso candado, prendido en las argollas, sobre un papel escrito...
Como «la Piltrafa» no sabía leer, no supo qué diría el papel.
Sabía, sí, lo que significaba el candado.
Cuando alguno de los inquilinos retrasaba el pago del arriendo, el corredor echaba sobre la puerta del cuarto del moroso un candado como ése.
«La Piltrafa» lo había visto muchas veces.
Dieron las ocho en el reloj de la vecina iglesia de la Soledad.
Dieron las nueve...
No paraba de llover.
Soplaba sobre la lluvia un viento a ráfagas.
«La Piltrafa» se había sentado al pie de la puerta cerrada.
No se atrevía a romper el candado.
No habría podido, quizás.
Y aun cuando hubiera podido, no se habría atrevido tampoco.
Dizque llevan preso al que rompe un candado. Y en la Policía dan de palos.
Pensaba en eso lejanamente.
Y se estaba ahí, sentada, empapándose bajo el cielo inclemente.
En las rodillas había acostado al huahua. Se inclinaba sobre él para que la lluvia lo mojara lo menos posible, tapándole con su cuerpo.
A ratos «la Piltrafa» lloraba...
Ya se había acabado el remedio. Y no sabía qué hacer.
Los vecinos dormían. Mas aun cuando estuvieran despiertos, suponía que le habrían negado ayuda. Ella los insultaba cada vez, siempre...
Sonaron nuevas campanadas en el reloj de la iglesia.
Seguía «la Piltrafa» casi tumbada de bruces sobre el hijo.
El huahua ya no respiraba con la nariz. Ella lo sentía así en la oscuridad. Lo palpaba. Advertía que había abierto, ansiosa, desesperada, la boquita, como queriendo tragar vida...
«La Piltrafa» puso sus labios sobre los del huahua.
Y empezó a soplar aire tibio, aire respirado, en la boquita anhelosa...
Al mismo tiempo balanceaba las piernas, acunándolo.
De rato en rato dejaba de insuflarle aliento para cantarle en voz baja la última canción aprendida en las radiolas de las tiendas arrabaleras...
¿Castigo?
Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se arrancó angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...
Apenas leves, levísimas sospechas, recaían sobre la verdad de la tragedia conyugal de los Martínez.
Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia de edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y lindos, ella.
Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los cónyuges.
Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo año de casada.
El amante de Manonga Martínez era el doctor Valle, médico.
Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase por los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el doctor Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su profesión) a Manonga.
Dejaba el doctor Valle su automóvil frente a unas covachas que lindaban por la parte trasera con el chalet donde vivían los Martínez, y, con la complicidad de una lavandera que hacía de brígida, penetraba por los traspatios hasta la habitación de aquéllos.
Encerrábanse los amantes en el dormitorio, y cumplían el adulterio sobre el gran lecho conyugal.
Manonga, precavida, se deshacía con anticipación de la cocinera y de la muchacha. Para mayor facilidad, veíanse, por ello, a la media tarde.
Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando estuvo más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía que correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las veredas del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el que su madre estuviera en casa.
Cierta tarde, rudos golpes en la ventana del dormitorio, donde a la sazón se encontraban los amantes sacrificando a Venus, sobresaltaron a Manonga, extraordinariamente.
Casi desnuda se asomó.
En ocasiones semejantes, no hacía caso de los llamados —amigos o preguntones que no creían en las aseveraciones de Felipillo, y que se marchaban luego, convencidos
de que la familia había salido.
—¿Qué es? ¿Por qué llama usted de ese modo?
Era una vecina.
—Ña Manonguita, su hijo...
—¿Qué, por Dios?
—Taba jugando con otros chicos y salió corriendo p’allá, p’al Salado. No lo podimo alcanzar. Mande que lo tregan. Como hay peligros...
El estero Salado quedaba a tres cuadras apenas. La zona era traficadísima.
Manonga se desesperó.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Que puede caerse al agua! ¡Que puede aplastarlo un carro!
Púsose un traje sobre el camisón, calzóse sobre los pies desnudos, a prisa, y lanzóse a la rúa, enloquecida. Iba desalada, y no le importaba que el viento se le metiera entre las piernas y le esculpiera las formas oscuras.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo, por Dios!
El doctor Valle se vistió reposadamente. Después, por los traspatios, siguiendo su ruta habitual, llegó hasta su automóvil y montó en él.
Fué entonces cuando se propuso auxiliar a su manceba.
Pensó que era una pobre mujer y que a él no le importaba gastar un poco de gasolina y otro de tiempo en corretear por las calles buscando al chico. Horramente, pero en algo al fin, retribuía el placer que ella le daba sin limitaciones, generosa de sí como un horizonte... Recordó, no sabía cómo, que Felipillo le sonreía siempre que lo veía y que antes, cuando era más pequeño, cuando recién balbuceaba las palabras fáciles, lo llamó alguna vez, sonriendo ampliamente con la boca desdentada: “Papá”... Esto acabó de decidirlo.
Excediéndose de la velocidad reglamentaria, el doctor Valle se metió por el bulevar con su carro.
Érale difícil manejar entre tantos peatones descuidados. Además, el tráfico rodado era considerable. Y él no era muy experto en el volante.
Por otra parte, concentraba la mayor parte de su atención en mirar a los lados, por si encontraba al perdido.
Y he aquí que el accidente se produjo.
Fue al salir el automóvil a una vía transversal. Por la bocacalle venía a todo correr una criatura pequeña, y detrás, persiguiéndola, una mujer. El doctor Valle no alcanzó a distinguirlas bien. Percibió las figuras nebulosamente, como en su sueño.
Fué al cruzar la criatura frente al carro....El doctor Valle quiso frenar, y no pudo. Acaso oprimiera atolondradamente el acelerador, porque el automóvil dió un salto forzado hacia adelante.
Alcanzó a coger a la criatura con el guardachoque y la tiró contra las ruedas. Cimbró el vehículo y se detuvo. Ya era tarde. De bajo el carro surgió un grito agudo, horroroso. Y el pavimento se inundó de sangre, como si un fantástico manantial acabara de brotar en él.
Una mujer —la que perseguía a la criatura,— se arrojó sobre el doctor Valle, y lo agarró tenazmente del cuello.
—¡Era mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Y me lo has matado tú!
En la angustia del ahogo, el doctor Valle reconoció a Manonga, y quiso defenderse.
Agitábase como una culebra apaleada.
—¡Noooo!
Seguía la mujer
—¡Me lo has matado tú! ¡Tú!
Oprimía el cuello del hombre. Lo apretaba para estrangularlo, y había —sin embargo— en la voz de Manonga, una espantosa mezcla de venganza y de perdón.
—¡Tú!
Acudió la policía. Hubieron los gendarmes —cuatro, cinco, seis...— de zafar el cuello amoratado de los enclavijados dedos que se hundían en él crispadamente.
Como un pelele rodó —entonces— por sobre los adoquines, inanimado, el cuerpo del que hasta hacía dos segundos fuera el doctor Valle, médico...
Chichería
Letreros al óleo:
Chichería "El Ventarrón" de
Mariana de Jesús Contreras V.
NO FIO, SEÑORES: ANTES DE PEDIR
CONSULTEN CON SU BOLSILLO SI
NO QUIEREN QUE INTERVENGA
LA POLICIA
LA MEJOR CHICHERÍA
DE LA TAHONA
Letreros al carbón:
MAS MEJOR ES LA DE
ENFRENTE
YO SOY MUY HOMBRE
¡MALDITA SEA!
¡VIVA BONIFAZ!
¡ABAJO!
Y otros...
El más alto:
En un cuadro de viejísima hojalata, reclavado arriba del marco de la puerta, en letras negras sobre una mancha polícroma, semejante a la bandera de Suecia:
PROPIEDAD ESCANDINAVA
A un costado, a tiza:
MENTIRA, PUEBLO
PROPIEDAD PERUANA.
* * *
Había dos barricas grandes: “La Envidia” y “El Pescozón”. Habrá,
además, una serie de barrilitos en varios portes pequeños, hasta algunos
que parecían de juguetes o de muestrario, como, por ejemplo, “Lindy”.
Todos estaban repletos de buena chicha cogedora, en diversos estados de
fermentación, según el día de la llenada y la edad y madera de los
envases.
Se servía conforme a los gustos. Decía ña Mariana, la dueña:
—Vea, Camacho a los del reservado me les pone de “El Pescozón”. Esa gente quiere fuerte, como pa quemarse el guargüero.
O, en otros casos:
—Me les vacea de “La Envidia”. Esa chicha no está muy templada que digamo...
Durante el día casi no había movimiento. La tienda dormía en su penumbra. Los barriles alineados, reposando sobre sus cajones de palo duro, que se asentaba en el suelo de piedra; daban una impresión extraña. Redondos, ventripotentes, tamaños, recordaban a esas momias de obispos, ataviados de pontificar, que se ven en las catacumbas de algunas catedrales serranas.
Sólo la rueda a circunferencias negras sobre fondo claro, plomizo, del tiro al blanco para escopeta de mota, rebrillaba en la oscuridad de una esquina, como una pupila curiosa. A veces, algún rayo de sol cosquillante, juguetón, metiéndose por los soportales hacía reir la dentadura apolillada de “Maruja”, la pianola de marca “Playotone”.
Únicamente Camacho atendía en las horas diurnas. Ña Mariana dormitaba tras el mostrador, cuidando del negocio más con la presencia que con la vigilancia de los ojos entrecerrados.
Acudían, a la media tarde, muchachos que salían de las escuelas vecinas. Iban en rondas bulliciosas, peleándose y bromeando.
Preferían la chicha suave y dulzona de “Lindy”. Alguno, mayorcito, que ya bordeaba la pubertad y fumaba su “Progreso”, mal liado, solicitaba chicha de “El Pescozón”, o de “La Envidia”. Camacho no hacía reparo; pero si se apercibía ña Mariana, lo impedía.
—No; no quiero que se chumen y yerme en vainas. No es por nada pero la policía va a andar fregando si pasa algo.
Ña Mariana se consideraba una buena mujer, aunque su moral fuera un tanto latigueada.
—Si quieren de “Lindy”, sí...
Y era intransigente.
En cambio, permitía que los chicos dispararan al blanco, apostándose sus centavitos, y les cobraba el “derecho de casa”. Cuando les faltaba dinero, les recibía a empeño incluso los libros de estudio; y, de no sacarlos a tiempo, los mandaba vender en los caramancheles de la orilla.
A las seis de la tarde se encendían los focos eléctricos. Por toda la tienda se diluía, en el aire, una claridad azulenca, lechosa, agradable a la vista, que era el reflejo de las luces en la pintura de los barriles.
A esa hora llegaba el sirviente que estuviera de turno, de los dos más que había: Cervantes y Rosado. Con algún retraso llegaba la pianolista. Esta decía llamarse Rosa Spencer y ser hija de ingleses y nacida en Valparaíso: era una prostituta pasada de moda, que arrastraba su carne envejecida y pintarreajada por los más bajos fondos del puerto.
Por lo regular, los clientes no aparecían hasta las siete.
Casi todos los jornaleros de esa zona del Malecón, los fleteros, los embarcadores de fruta, los estibadores de carga en los buques extranjeros, acudían.
En ocasiones saltaba marinería de las naves surtas en la ría: era ésta una clientela selecta y preferida, que hinchaba de relucientes monedas y de grasientos billetes el cajón del mostrador. Había, además, con estos clientes, la ganancia del cambio.
Los sábados por la noche el negocio era más productivo pero en el resto de la semana no eran despreciables las entradas.
A cosa de las diez comenzaban a presentarse las mujeres. Ña Mariana no las pagaba para que bailaran; pero ellas iban, sin embargo, acicaladas, propicias a la pesca de algún hombre que les diera de beber y les convidara la cena.
En esta oportunidad de su venida, se repartían las guitarras.
Casi siempre concurrían los trovadores famosos del barrio, y se armaban concursos y contrapuntos. Cada cantor tenía sus partidarios, sus admiradores incondicionales, en oposición a los de ótro. Estas rivalidades eran causa de peloteras, escándalos y aun combates cruentos, en los que los jarros hacían de proyectiles.
Se murmuraban que más de una ocasión resultaron muertos en tales luchas. Hablábase de un pozo negro, no cegado, que dizque había en el traspatio de la chichería, y el cual era, según la afirmación musitada de los vecinos, una suerte de osario común.
Lo único cierto que podía saberse es que no han sido pocos los barcos que hubieron de suprimir nombres en su rol, al zarpar de Guayaquil, donde sus tripulaciones saltaron y fueron vistas, última vez, en la chichería de “El Ventarrón”.
Cuando aquellas algazaras se promovían, ña Mariana abandonaba su aspecto pacífico y su reposado continente, e intervenía con aires matoniles, esgrimiendo una porra de chonta. Vociferaba mientras repartía garrotazos a diestra y siniestra.
—¡Largo de aquí! ¿Me quieren dañar el negocio? ¡Vayan a amolar a la perra que les parió!
No se acobardaba ante nadie, por fama de guapo que tuviera el bullanguero.
—Yo me les hey plantado a Cachasmaco y a Manyoma; ¿qué miedo les voy a tener a ustedes, desgraciaos?
Cachasmaco y Manyoma fueron unos terribles matones que, no ha muchos años, hicieron de las suyas en la Quinta Pareja. Cacahueros fornidos, sin técnica alguna boxeril, siguieron la escuela de la pelea criolla que exaltara a su máximo apogeo el legendario Marcos Soriano.
—Y a la policía también me la hey echado encima...
Las risas de los circundantes advertíanla del juego de palabras en que había incurrido involuntariamente.
—¡Majaderos!
Cuando decrecía el alboroto, ña Mariana ordenaba a las parejas que salieran al ruedo del baile y a los cantores que reanudaran sus cantos.
Sonaban los acordes breves de las guitarras; y, a poco, un voz aguardentosa gritaba a grito pelado el pasillo de moda:
Soñé ser tuyo y en mi afán tenerte
Presa en mis brazos, para siempre mía;
Pero nunca soñé que, de perderte,
A otro mortal la dicha sonreiría.
* * *
Camacho estaba enamorado de ña Mariana.
Como él vivía en la misma tienda y se adjudicaba a la mesa de la patrona, las sobras que dejaba ésta; tenía más oportunidades de verla que Cervantes y Rosado.
De tanto verla se enamoró.
Al principio le hacía confidencias a los otros fámulos.
—Anoche la vide a la gorda, desnudota. ¡Barajo que hay alimento! ¡Es mujer como pa pobre!
Cervantes asentía:
—Si así vestida no ma’se le ve... ¡Bien sacadah las’agua! ¡Y popa’e lancha, caray! ¡Pa un cuartel alcanza!
Rosado inquiría detalles íntimos:
—¿Y es veyuda? ¿Y de qué gordo tiene las piernas acá, ¡fijate!, acá arriba?
Camacho revelaba cuanto había visto. Con el entusiasmo agresivo de sus dieciocho años llenos, libidinosos de suyo y puros a la fuerza, describía las anchas gracias de ña Mariana, sus grasosos encantos de multípara.
Después se volvió más cauteloso y casi ni quería hablar de la patrona.
—¡Déjense de joder! De repente alguien le va con el cuento y nos larga a los tres.
Pero era un mal signo. Sucedía que ya Camacho no estaba enamorado, sino obsedido, enloquecido. Soñaba con la hembrota basta: la veía mejorada, embellecida, ofrecérsele sumisa, pasiva, obediente. No era ya su patrona sino su esclava. Su cosa. La poseía; la poseía hasta quedar exhausto, agotado, precisamente como un barril de chicha vacío, vaciado.
Lo malo es que esto sólo acontecía en sueños, y Camacho comenzó a sufrir de poluciones nocturnas y a enflaquecer espantosamente.
Mientras tanto, el afán le aumentaba insaciable.
Ña Mariana acaso no se daría cuenta o acaso no le concedería importancia al asunto. Los clientes sí notaban el apasionamiento de Camacho, y le prestaban a su actitud un interés burlón y, a veces, compasivo.
—¡Lo que es este hombre se va a fregar!
—¡Seco se’stá quedando!
—Lo que más consume es la mujer.
Creían que era conviviente de ña Mariana. Otros, un poco mejor enterados, negaban eso y le atribuían a Camacho vicios solitarios.
Le decían:
—¡Póngase candao en la bragueta, amigo!
O, también:
—Amárrese las manos cuando se acueste a dormir!
O, también:
—El camino que lleva con “eso”, es más corto que el de la Lengua pa’irse al cementerio.
Camacho se desentendía de las chanzas. No le importunaban ya. Se había ausentado de sí mismo. Su espíritu estaba nada más que en sus miradas, y sus miradas se las llevaba ña Mariana prendidas en las curvas rotundas de las caderas pomposas, y en los troncos gruesos de los muslos y en las moles altaneras de los senos.
* * *
No había pasado en años. Pasó en un día. Salió verdadero el decir popular.
Fue un viernes por la noche. A las doce había poca gente. Cuatro personas apenas; marineros de un buque anclado frente al Conchero.
Hablaban con un dejo achilenado; pero afirmaban ser mexicanos, de Yucatán. A lo mejor eran ecuatorianos manabitas de esos que se embarcan para Nueva York junto con la tagua y el caucho o se metían a servir en los caleteros.
Cuando la chicha les hizo sus efectos, empezaron a decir que eran cubanos, únos, y ótros de Puerto Rico. Tratabanse entre ellos de contrabandistas, piratas y ladrones, y se referían a tierras y mares de nombres estrafalarios.
Rosado no estaba de turno, y Cervantes y Camacho los atendían, mientras la patrona, somnolienta, daba cabezadas sobre el mostrador.
Roncaba la victrola, a falta de cantores. Rosa Spencer, la pianolista, habíase marchado ya con una conquista.
Los marineros preferían a Camacho como mozo, y así lo manifestaron. Cervantes, un poco mohino, se retiró a una banca del portal.
Ya borrachos, los marineros obligaron a Camacho a beber con ellos. Uno, el más viejo, lo llamó aparte tan pronto como lo advirtió un poco embriagado.
—¿Usté se acuesta con la patrona?
—No.
—Pero le tiene ganas...
Camacho confesó:
—Sí...
—Usté m’ha cáido en gracia, ñor, y le vo’a tender la cama. Dele a l’ hembra este polvito. Solita lo jala p’al catre.
—No tomará.
—Espere. Se acercó el hombre a ña Mariana con su jarro de chicha.
—¿Me aceuta una confianza?
Solía negarse la patrona. Esa vez accedió.
De una empinada trasegó íntegro el líquido compuesto. Sentiría desagradable el sabor de la chicha, porque hizo al fin un gesto de asco. Nada más.
El marinero le dijo luego a Camacho:
—A la media hora hace efecto. Nosotros nos vamo. Aproveche usted primero. Después regreso yo solo, pa que me dé mi parte, socio... Me deja la puerta unta...
Marcháronse los marineros.
Transcurrió un cuarto de hora. No acudió ningún cliente más. Ña Mariana ordenó:
—¡Váyase, Cervantes! ¡Cierre las puertas, Camacho!
Explicó:
—Me voy a acostar temprano. Creo que m’enfermado. Se me da vuelta la cabeza.
Camacho apretó los labios y se estremeció.
Cuando se fue Cervantes, él cerró las puertas.
—¿Apago, señora?
—No; espérese.
Camacho se bamboleó. Se sentía más ébrio, ahora.
Ña Mariana sonrió:
—¿Está jumo?
—Si; esos tipos...
—¡Ah...!
Seguía sonriendo la patrona. Era una sonrisa extraña, impresa, ajustada.
—¿Qué le parece, Camacho, que nos tomáramo un jarro de “El Pescozón”. M’aprobocao.
Era la primera vez que acaecía esto. La primera vez.
Bebieron un jarro, dos... un galón, dos... Mano a mano, frente al mostrador.
De improviso ña Mariana se tumbó sobre el sirviente. Estaba pálida hasta lo inconcebible. Sonreía. Lo abrazó.
—Yo a vos, Camachito, te quiero mucho.
Cayeron juntos al suelo revueltos, estrujándose.
Reaccionó el hombre.. ¡Estaba ahí la hembra, la hembra de las ansias angustiadas, rendida, apta!...
Ah... Pero, ¿qué era eso? ¡Por Dios! ¿Qué era?
—¡Señora! ¿Qué le pasa, señora? ¿Qué le pasa?
¿Sera la muerte? ¿Sería...?
Ña Mariana había cobrado un aspecto horroroso. Tenía el rostro amoratado, violáceo. La mandíbula inferior se había desquijarado. El cuerpo recto, recto, recto... se iba poniendo rígido... Salían de la boca espumarajos... No se abrían ya, en el afán del aire, las aletillas de la nariz... Apenas si el pecho se convulsionaba.
—¡Señora! ¡No se muera, señora! ¡Por Dios, no se muera! Ah... ¡y morirse ahora!
Camacho vacilaba, vacilaba...
Se le ocurrió fugar... Pero la chicha estaba ahí. La chicha podía más. La chicha llamaba, y había que atenderla. Desde el fondo de las barricadas de enormes vientres grávidos, la chicha llamaba.
Camacho llenó hasta los bordes una garrafa galonera y alcanzó un jarrito. Escogió, por cierto, de la chicha picante de “El Pesconzón”.
Se sentó al lado de ña Mariana, que ahora estaba ahí, tendida en el suelo, propicia a todo, dispuesta a todo, quieta, quieta...
Bebía el hombre. Después colmaba el jarro y lo vaciaba de un golpe en la boca de ña Mariana, donde el líquido hacía un gluc-gluc raro...
Y transcurrió un gran espacio de tiempo...
De pronto sonaron golpes en la puerta, y una voz dijo:
—¡Amigo! ¡Soy yo, su socio! ¡Abra!
Camacho hizo una mueca, siguió bebiendo y derramando chicha en la boca de ña Mariana, y no contestó...
Los golpes arreciaron, arreciaron; espaciaron se luego; y cesaron, por fin...
Oyó Camacho unos pasos, alejándose, y la voz decía, furiosa:
—¡Ahí’juna!... ¡Solito se da el banquete!... ¡Ahí’juna!... ¡Y se come la parte’l socio!
Chumbote
A Manuel Benjamín Carrión
Aseguraban que Chumbote era cretino. Quizás. Después de todo, parece lo más probable.
El patrón —don Federico Pinto— que se las daba de erudito en cuestiones etnológicas, repetía:
—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.
No obstante, don Federico Pinto, y su mujer, la gorda Feliciana —"la otela" o "la chancha" como a espaldas suyas apodábanla sus amigas—apaleaban cotidianamente a Chumbote, acaso con el no revelado propósito de desasnarlo, aun cuando el conseguir lo tal fuera contrariar las afirmaciones de la ciencia.
Chumbote había entrado los doce años, y ya se masturbaba en los lugares "sólidos", como había visto hacer al niño Jacinto, el hijo de sus patrones. Entre la masturbación y los palos se le habían secado las carnes. Y era larguirucho, flaco, amarillento, como si lo consumiera un paludismo crónico. Por lo demás, nada raro habría sido que estuviese palúdico: su cuerpo servía banquetes a los zancudos, en las noches caliginosas, tendido sobre las tablas cochosas de la cocina.
Naciera Chumbote en la hacienda de don Pinto, allá por Colimes. Confirmáronlo con el mote porque cuando en la hacienda vivía era un chico macizo y recio como un ternero crecido. No lo conocían de otro modo que por Chumbote. Pero —como el patrón— se llamaba Federico. Federico de Prusia Viejó. Su padre, Baldomero Viejó, que había sido tinterillo y medio estafador en Colimes, mientras hacía de guardaespaldas de un gamonal, le decía indistintamente "Federico" o "Prusia". Cuando se emborrachaba, le añadía, como un título, lo de "hijo de puta". Pero —dicho sea en honor de la difunta, que dormía desde mucho tiempo atrás en el cementerio lodoso de Samborondón—, la madre de Chumbote sólo había recibido en amor, bajo el toldo de zaraza colorada de su talanquera, a muy pocos hombres además del suyo propio, Baldomero Viejó, "que se la sacó niña".
Cuando Chumbote ajustó diez años, su padre se lo regaló al patrón Pinto para que lo tuviera de sirviente en la casa de Guayaquil.
Doña Feliciana lo recibió con una sonrisa que —hablando en oro— fue la única que para él dibujó. Pero, así que le oyó decir que se llamaba Federico, la sonrisa se convirtió en mueca.
—¡Cómo, atrevido! ¡Federico! ¿No sabes que ese es el nombre del señor?
El pobre muchacho, todo amohinado y temeroso, hubo de convenir en que había mentido y en que no se llamaba Federico, sino Chumbote a secas.
Para sus adentros, añadió algo más, que su carita atezada no reveló.
Fue un mal comienzo. Doña Feliciana armó un lío horroroso con lo del nombre del chico.
—¡Federico! ¡Como tú! ¡Nada menos que como tú! —increpó al marido cuando éste llegó para la merienda—. A lo mejor es hijo tuyo... Sí; hijo tuyo, sin duda... Un hijo que le habrás hecho a alguna de esas montuvias volantusas de la hacienda, y que ahora tienes el atrevimiento, osadía espantosa de traerlo a tu casa, ¡a tu hogar que es sagrado!, para que se hombree de igual a igual con tu otro hijo, con el legítimo, con el verdadero, ¡con el de mis entrañas! ¡Canalla!
Se lanzó a la cara de su marido, y lo arañó con sus uñas filudas de gata, con sus uñas que eran la única característica que la diferenciaba de las grasosas chanchas. La acogotó luego un llanto en Mi sostenido.
Después de esta escena, don Federico Pinto comprendió que para que su mujer se convenciera de que Chumbote no era "su sangre", lo más consejado resultaba tratarlo como a un perro odioso. Esa misma noche lo apaleó. Un nimio pretexto bastó para la pisa.
Cuando doña Feliciana oyó aullar al chico, se refociló beatíficamente.
Le pareció fundamentalmente bien; pero guardó silencio. Un silencio de diosa propiciada. Y hasta esbozó un gesto de incredulidad que vio y entendió su marido.
En lo sucesivo, don Federico le pegó más de firme al muchacho. Repugnábale esto un poco. Mas, estimaba que la paz conyugal estaba por sobre todo.
Doña Feliciana colaboró con su marido en lo de las palizas. El niño Jacinto —que era un badulacón engreído y afeminado— secundó a sus papás.
Y éste le hizo algo peor. Con ejemplo le enseñó a masturbarse.
De vivir en la hacienda, a Chumbote no se le habrían ocurrido jamás esas porquerías. Los pobres vicios solitarios, tenebrosos y sórdidos como son, que prosperan como el moho en los rincones oscuros, no alientan allá, en el campo abierto. Se ahogan en el mar de sol.
Dejaba Chumbote trascurrir las horas muertas de la media tarde —entre la de fregar los platos sucios del almuerzo y la de prender la candelada del fogón para la merienda— sentado en una esquina de la azotea, al amor de la canícula, entretenido en arrancar los élitros rumorosos a los chapuletes o en organizar la marcha de las hormigas.
Pensaba... Pensaba vagamente en una multitud de cosas sin sentido preciso, no logrando jamás el concertar un razonamiento complejo. A las veces —eso sí— le obsedía el recuerdo de la hacienda, y los ojos parduzcos se le abotagaban de nostalgias inútiles.
Era entonces cuando lanzaba inopinadamente esos sus grandes gritos que hacían más creer a todos que la cabeza no le andaba bien:
—¡"Pomarrosa"! ¡"Cañafístula"! ¡"Maravilla"! ¡"Tetona"! ¡Uhj... jah... jah...! ¡Jah...!
A nadie se le ocurriera la humilde verdad.
Que Chumbote rememoraba. Que Chumbote revivía milagrosamente, en su memoria, las tardes soleadas o lluviosas de allá lejos, en el campo irrestricto, cuando, retrepado a pelo en su caballejo de color azufrado, chiquereaba el ganado de su patrón.
De oído —y lo oía siempre— doña Feliciana aparecía, látigo en mano.
—¡Animal! ¡Que no me dejas dormir la siesta!
Lo azotaba hasta que de la carne enflaquecida y angustiada de las nalgas, le brotaba la sangre, una sangre escasa y blanquecina que más parecía purulencia derramada.
Lo dejaba entonces.
Volvíase a su cuarto majestuosa, ondulante, bamboleando la grasa rebosante en uno como ritmo de navegar en bonanza.
Rosa, la huasicama leonesa, acudía compasiva. Le bajaba al flagelado los calzoncitos de sempiterno azul, cuya tela se adhería a los surcos largos de los latigazos, y le refregaba un poco de agua con sal. Cuando podía robarlo sin peligro, le ponía vinagre del de la despensa.
—¡Vida mía, me lo ha puesto hecho un Ecce Homo!
Con su compasión, la huasicama le hacía a Chumbote un mal antes que un bien. Entre el dolor agudo y picante de los azotes y la proximidad de la muchachota blanca, de carnes duras, cuyo profundo olor a mugre y a feminidad se le metía en las narices, revolvíasele a Chumbote las ansias. Y, en quedándose solo, encerrábase en el retrete a violentar sacrificios onanistas, con la imaginación llena de la Rosa.
Y era así, casi sin variación, el programa de cada día...
Como de costumbre, una tarde —las cuatro serían, y aún no había vuelto de la escuela el niño Jacinto—, Chumbote distraía sus cortos ocios en la azotea.
Jugaba ahora con "Toribio", el enorme angora de doña Feliciana, que se había escapado quién sabe cómo de las tibias y mantecosas ternuras de su ama.
Corría Chumbote tras él, hostigándolo con un palo.
—¡Mishu, niño Toribio!
Porque, conforme a la orden de doña Feliciana, el gatazo participaba del respetuoso tratamiento debido a los patrones.
—¡Zape, niño Toribio!
De improviso, la bestezuela, que trataba de refugiarse en una esquina, pisó una tabla que estaba desclavada —lo que había ignorado Chumbote— y que jugaba sobre la cuerda de mangle con un movimiento de báscula, como en la distracción infantil del guinguilingongo. Dejaba la tabla, al moverse, al descubierto un hueco por el que fácilmente habría pasado un cuerpo humano. Además, ese rincón de la azotea, destinado a sostener los tiestos de flores de doña Feliciana, estaba casi podrido con el agua de los riegos diarios.
Hubo de auxiliar Chumbote al "niño Toribio" para evitar que descendiera violentamente al patio. Y quedóse quietecito, mientras el gato huía.
Pero, con los correteos habíase armado estrépito; y, como siempre, doña Feliciana apareció látigo en mano.
—¿Qué bulla es ésta? ¡Ah, infame, no respetas el sueño de tu patrona!
Alzó el brazo armado de la beta.
—¡Vas a ver!
Descargó el primer latigazo.
Fue tan grande el dolor, que Chumbote —por la primera vez desde que servía en la casa— pretendió hurtar su cuerpecillo del tormento, y corrió.
Mientras corría recibió el segundo latigazo.
Entonces —sólo entonces— pensó rápidamente en la venganza. Todo el odio que había acumulado calladamente, ignorándolo él mismo, reventó en explosión inusitada.
—¡Pipona maldita! —masculló.
Dio un gran salto agilísimo y fue a pararse en la esquina de las siembras, salvando la tabla movediza.
—¡Ah, criminal, cómo pisoteas mis flores!
Arrimado a la cerca de la azotea, en la actitud de una fierecilla acorralada, Chumbote esperó.
Sabía lo que iba a suceder. Lo que sucedió, en efecto.
Doña Feliciana intentó aproximársele cuan velozmente pudo, haciendo pesar toda su grasa sobre las maderas podridas, asentando justamente el pie sobre la tabla movediza que al punto jugó en su balance...
Fue un instante.
Se hundió como en un lodazal. Apenas si su diestra pretendió agarrarse a una cuerda carcomida que le negó apoyo.
Chumbote reaccionó vivamente.
—¡Rosa! ¡Rosa! ¡Se ha caído la niña! ¡Yo no tengo la culpa!
Nadie le respondió. Sin duda, la Rosa habría salido de compras. Era la hora, y la casa estaría solitaria.
Chumbote no atinaba qué hacer.
Se asomó al hueco que dejara el paso del cuerpo de su ama.
—¡Niña! ¡Niñita!
Estaba doña Feliciana tendida allá abajo, en el patio... Había caído sobre un montón de piedras de aristas finas. Estaría muerta, quizás. Acaso, no. Chumbote no entendía de eso. Aguzando el oído, alcanzó a percibir uno como quejumbroso gruñido que salía de la garganta de la patrona.
Se le habían alzado a doña Feliciana, en el descenso, las polleras, y mostraba al aire los muslos ampulosos, blanco-azulados, de un obsceno color leche con agua.
No pudo resistir Chumbote ese espectáculo.
Sin quitar la mirada de los muslos de su patrona, sentado ahí al borde del hueco, comenzó una nueva masturbación, que venía a ser la cuarta en ese día.
Cólimes Jótel
De atenerse al letrero pintado a grandes caracteres negro sobre el fondo celeste, que se mostraba en el frente del edificio, a todo lo ancho de la fachada, bajo la línea de los alféizares, el nombre propio de aquello era el de “Hotel Colimes”. En los registros de la oficinas de higiene de la alimentación estaba catalogado, modestamente, entre las casas de posada, en la cuarta categoría. Pero, el dueño y sus empleados lo llamaban a la inglesa (?), enfáticamente, golpeando la esdrújula y aspirando la jota en un ahogo: “Cólimes Jótel”. Añadían, en castellano, lo que en castellano con errores ortográficos rezaba otro letrero, pequeño éste, colocado también en la fachada, sobre el arquitrabe del cornisamento de madera: “Piesas desde a sucres. Comidas sanas. Atención hesmerada. Moral en la libertad”.
El “Hotel Colimes” ocupaba la parte alta de una casa vieja, de cañas y quincha. La construcción era casi secular; y, por sus tipo y su aspecto, pasados algunos años podrá asegurarse con algún fundamento que en sus salones bailó Bolívar.
En la parte baja, en las tiendas, funcionaban comercios de artículos de cuero que despedían vahos nauseabundos de tanino y hediondeces de pieles mal curtidas. Del alcantarillado de los traspatios se desprendían visiblemente emanaciones pútridas, en las que flotaban nubes de moscas y mosquitos. Debido a todo ello, que ascendía en vaharadas densas por los claustrillos, arriba reinaba de suyo un ambiente pesado; que el olor a polvos de Coty falsificados y a esencias baratas de las cabaretistas, y el tufo a viandas sazonadas a la perra que salía de la cocina, contribuían a hacer insoportable.
Por cierto, el edificio no había sido hecho para que sirviera de hotel, sino para residencia familiar; y, al instalarse en él con su negocio, el dueño hubo de arreglarlo al efecto. Había tirado unas divisiones absurdas —diagonales, paralelas, angulosas—, de cañas empapeladas o de tablas de jigua blanca sin cepillar. Así, los antiguos cuartos prestaban acomodo a varios pasajeros, que en las noches se escuchaban mutuamente sus ruidos como si durmieran en un mismo lecho.
La disposición de los focos de luz eléctrica —Edison Mazda, esmerilados, 50W. 110V—, pegados contra el cielorraso, valía para que alumbraran algunas habitaciones a la vez. Sin embargo, unas habían que tenían su 25 bujías exclusivo, y aun con conmutador. Estas últimas piezas estaban localizadas en los que fueron cuartos de domésticos en la primitiva distribución de la casa, y tenían precios especiales más crecidos que el corriente.
Los principales clientes por asiduos y constantes, de “Cólimes Jótel”, eran rameras, de distintas nacionalidades, que bailaban a sueldo en los cabarets de la calle Quito. Tales mujeres, de encantos más o menos discutibles, regresaban generalmente borrachas a la madrugada, al filo del amanecer, acompañadas de tipos tan alcoholizados como ellas, y los cuales, al despertarse hacia el mediodía, armaban escándalos fenomenales, asegurando que les habían saqueado los bolsillos.
También era frecuentado “Cólimes Jótel” por montuvios que “posaban” en él cuando venían a Guayaquil para hacerse “reparar” del médico o para consultar al abogado. Tres vinieron, en diversas épocas, a cobrar premios en la lotería; pero resultó la curiosa coincidencia de que, al ir a hacer efectivo el billete, aparecía que éste no era el favorecido. Por mucho que, en cada ocasión, los montuvios juraron por todos sus santos patronos que habían traído, amarrado en un nudo del pañuelo, el billete auténtico, el mismo que les habría sido sustituido en el hotel; era lógico suponer que se trataba de equivocaciones flagrantes, debido a que no cotejaron bien el número con el boletín, ya que los montuvios, por mucho que sepan leer, no dominan a la perfección la oscura ciencia de los guarismos.
De todos modos, los campesinos ponían una nota pintoresca en el hotel. Traían, junto con sus personas y sus atados, un poco del puro aire de los montes y un picante olor a sudor de caballo y a excrementos de vacunos... También olían a janeiro fresco y a agua de las charcas.
Ofrecían singulares espectáculos cuando al volver de las fianciones de los cines o de los circos se daban con que, acostada en el catre de su cuarto, esperaba alguna de las rameras... Aceptaban, encantados, unos; protestaban, otros, en principio, para ceder cuando el dueño les decía que lo tal era una costumbre directamente traducida del alemán de Austria, copiada de los grandes hoteles de Viena, y que constituía una comodidad que el próvido hospedaje ofrecía a los clientes de los campos.
Después, éstos, ya en las haciendas lejanas, mientras se curaban con infusiones de vegetales anónimos, de alguna enfermedad secreta que habrían pescado por hacer aguas contra el viento, por comer cañafístola o por haberse sentado en el cacao asoleado o en asiento caliente..., se hacían lenguas de lo que se habían divertido en el Guayas...
“Cólimes Jótel” prestaba también algunos otros servicios impagables; por ejemplo, propiciaba citas de malos amores —señoras casadas, personas distinguidas—, a cuyos eventos contaba con una puerta excusada y con ocultaderos y escondites bastantes aceptables.
Cuando alguna muchacha de los arrabales era raptada por su novio, los agentes de investigaciones, de no haberla encontrado en cualquier otro sitio semejante, la buscaban con éxito en “Cólimes Jótel”. Era cosa segura el hallarla, y no como entró, en el famoso cuarto rosado...
Este cuarto no se diferenciaba de los restantes sino en el color de su papel, que pretendía de simbólico; pues, por los demás, el menaje era el mismo: una hamaquilla a medio romper; una cama estilo cuja, hecha de tubos de cañerías de gas, con su colchón de paja, un lavatorio de hojalata; una repisa, sostenida en la pared con un pie de amigo, que hacía de velador; un roperito de los de tijera; y, debajo de la cama, púdicamente escondido entre las deshilachaduras de la colcha, el vaso de noche, que era de un bonito color verde con dalias pintadas en tono sangre de toro...
Alguna ocasión, los empleados de policía, al registrar el hotel por dar con algún tahúr, con algún bebedor contumaz violador de la ley seca, o con alguna doncella perdidiza, se toparon con el botín de robos recientes. Es indudable que se trataba de cualquier cliente de poco más o menos, que no respetaba la libertad y al par severa norma tradicional de la casa....
“Cólimes Jótel” se permitía algunos lujos. En su hall ostentaba una victrola ortofónica 4-13 y tenía el teléfono privado de una talabartería.
Cubillo, buscador de ganado
Cuento de aventuras
Alonso Martínez conoció a Cubillo en una de las Galápagos, o sea,
ya en la etapa más triste de su vida, cuando las circunstancias
incontrastables impedían al personaje montuvio practicar su cómoda
profesión de buscador de ganado.
Este Martínez era él mismo un sujeto pintoresco. Afirmaba ser oriundo de Santo Domingo, en las Antillas; lo cual no tiene nada de particular. Pero Martínez hallaba en lo de su nacionalidad un motivo para singularizarse; pues, decía —y hasta puede que fuese verdad— que él y un chofer de taxi eran los dos únicos dominicanos que había a lo largo de las costas del Ecuador.
Como el de todo marinero desembarcado, el centro de operaciones de Martínez en Guayaquil era el barrio de La Tahona, ese característico rincón de la ciudad, tan estrictamente porteño, que la piqueta municipal va poco a poco desbaratando. En cualquier cantina o chichería de las innumerables establecidas en la planta baja de las siniestras casas coloniales del barrio, Martínez encontraba auditorio complaciente, formado por marineros retirados o en descanso; quienes, además de escuchar sus fabulosos relatos de mar, le pagaban el consumo abundoso. Porque el isleño no era parco en el comer ni sobrio en el beber, sobre todo cuando, según su expresión, navegaba en buque grande, es decir, cuando había alguien que abonara la adición sin discutirla.
Además de sus artes de narrador, Martínez poseía otra, que lo hacía respetable entre sus colegas: hablaba o pretendía que hablaba el papiamento, esa enrevesada mezcla idiomática del Caribe. Cuando lanzaba una frase en el —según Martínez— más puro estilo de Curaçao, sus oyentes, que apenas mascaban un canalla inglés de cala de barco, se quedaban epatados.
Este Martínez fue quien trajo las últimas noticias que se han tenido acerca de Pedro Cubillo, buscador de ganado. Martínez lo vio en la bahía de la Rosa Blanca en la banda oriental de la isla de San Cristóbal.
A pesar de su poética designación cartográfica, esta bahía es más conocida entre los marinos como el «Puerto del Hambre»; y este apodo evita el describirla.
Playa arriba, al borde de la arena muerta, Cubillo había construido su vivienda: una covacha elemental, donde apenas conseguía abrigarse de los vientos que soplan del mar, como un azote tenaz sobre la costa desolada.
Se alimentaba de marisco, que asaba o cocía, encendiendo fuego al modo primitivo, frotando maderos secos. El agua dulce, en verdad, salobre, tenía que traerla cada semana desde lejanos manantiales de isla adentro, y la reservaba en conchas de tortuga.
Andaba casi desnudo. El cabello le había crecido largamente, y le caía como un manto a la espalda; la barba le bajaba al pecho; las uñas de los pies, enormes y encorvadas sobre los dedos, lo habrían caracterizado absurdamente como un digitígrado, pues lo forzaban a caminar levantando los talones.
De retratarlo así, su fotografía hubiera servido para ilustrar una edición popular del clásico Robinson.
Y estaba solo. Absolutamente solo. Como únicamente los dioses pueden estarlo.
Pedro Cubillo era originario de la Boca de Yaguachi, región
montuvia cuya antigua fama trascendió al agro todo y se remonta hasta
los días coloniales. No es, por desgracia, una fama honorable, sino muy
por lo contrario.
Los piratas fluviales, felizmente hoy extinguidos, quienes atacaban a las embarcaciones que conducían los víveres serranos desde Bodegas a Guayaquil, tuvieron ahí sus cuevas y escondrijos. A lo mejor, Pedro Cubillo descendía de alguno de esos endemoniados ladrones de río y llevaba en sus venas sangre malhechora. La cosa no se establecerá jamás, porque las familias montuvias no suelen conservar sus genealogías.
Pero Cubillo siempre vivió en la población misma de Yaguachi, al amparo de la autoridad civil y la protección de San Jacinto, su vida tranquila, hecha a su manera amable, hasta que los pasos se le enredaron en el papeleo judicial como en una trampa, y todo se le vino cerro abajo.
Pedro Cubillo había encontrado un modo maravilloso de ganar dinero con poco trabajo y ningún peligro: buscar ganado.
Como suele ocurrir con los grandes inventos, la técnica del suyo era sencilla como una suma de enteros, y la halló con ayuda de la casualidad.
Claro que había el antecedente de que era Cubillo el hombre más apropiado para crearse un sistema así de subsistir: con otro, la casualidad habría fracasado en su auxilio. La inteligencia de él jugó papel importante.
Cubillo era quien mejor conocía el cantón Yaguachi y sus aledaños. Nadie como él. De borde a borde lo había recorrido, ora a caballo, ora en canoa, ora a pie, sencillamente.
Porque Cubillo disfrutaba del placer de andar, sin rumbo ni propósito, a la buena de Dios, por los campos inmensos, bajo el libre ciclo. Así, no había atajo o sendero que le fuera ignorado, ni tembladeras cuya hondura no hubiera sondeado, ni selva virgen cuyos vericuetos no le resultasen tan familiares como las calles del poblado.
—¿Por dónde cae, Cubillo, un punto que llama Cabeza de Gato? ¿Lo conoces vos?
—Ahá. Queda lejísimo. En media montaña jáya de Bulubulu. Es un cerrito chico: una tola de los indios, creo. El cerrito tiene la forma de una cabeza de gato, vieran. Es raro, ¿no? Bueno, cuentan que ahí...
Porque la geografía de Cubillo era historiada y anecdótica. Él sabía lo que en cada lugar había pasado y, mejor aun, lo que no había pasado, pero se le atribuía. Sabía el sitio preciso donde el asesino tiró sobre su víctima, y dónde ésta se vino al suelo; dónde estaban enterrados los tesoros; dónde ardían las llamas diabólicas; dónde se reunían las brujas; dónde se aparecía Satanás; dónde, en fin, se mostraban las «malas visiones» en sus mil formas horribles: desde en figura de un árbol que camina y mueve las ramas como brazos, hasta de furioso dragón de ojos llameantes. Todo lo sabía Pedro Cubillo, vaquero viejo.
Y la casualidad quiso que a este hombre se le presentara la más preciosa oportunidad.
A don Casimiro Segovia, rico propietario del cantón, se le robaron cien roses. Don Casimiro llamó a Cubillo.
—¿Quieres buscar las reses y, si es posible, los ladrones? Anoche no más fue el robo, y estarán frescas las huellas. Además, tú conoces de memoria esos andurriales, ¿no es eso? Te pagaré bien, por supuesto: la décima parte del ganado que recuperes, será para ti. ¿Aceptas?
Pedro Cubillo no vaciló. Se le ofrecía graciosamente la coyuntura de ganar dinero, y no era cosa de desecharla. Más todavía cuando, hasta entonces, no había ganado un solo centavo con su trabajo. Subsistía, y con el su mujer y sus hijos, a cargo del suegro, un pulpero español, bonachón y cordial, quien, para que su hija y sus nietos no perecieran de hambre, los alojaba en su casa, con Cubillo inclusive, y atendía a las necesidades de todos. Para sus gastos privados, Cubillo contaba con las entradas eventuales que le rendían las peleas de gallos, la pinta y el mah-jong en el cual descamisaba hábilmente a los propios chinos tenderos del pueblo. Pero eran escasas monedas, que se le iban sin remedio en alcohol, en cigarrillos y, más que nada, en agua de Florida: su perfume y su manía.
Ahora, no. Amenazaban ingresar a sus bolsillos escuálidos, gordos fajos de billetes, con los cuales podía darse en Guayaquil mil y un placeres no saboreados jamás: lindas muchachas y bebidas gringas en los cabarets; complicados potajes en los restaurantes asiáticos; largos paseos en automóvil, por las avenidas anchas, bajo las noches cordiales, con compañías adorables... Además, también, podría comprarles ropa nueva a los hijos, que hasta de vieja andaban escasos... ¿Cómo iba, pues, Pedro Cubillo a dejar pasar esa ocasión, acaso única?
Alistó la partida: él y cuatro peones de don Casimiro, seleccionados entre los de más bragas, bien armados y bien montados; y se largó a potrero traviesa, en demanda de las selvas. Lo guiaba una intuición: los cuatreros habrían tumbado hacia Suscal para alcanzar la cordillera, trasponerla y feriar las reses en los caseríos indios, donde no se hierra el ganado ni se exige al vendedor boleta de venta.
Y le salió bien el cálculo. A las cuarenta horas de viajar a rompecinchas, topó con los cuatreros. Eran de la Sierra, por lo visto, y poco fogueados; pues, en disparándose los primeros tiros, corrieron de fuga, abandonando el botín.
Pedro Cubillo recogió el ganado. Lo contó. Faltaban dos cabezas, que los cuatreros carnearían, sin duda, para el hambre de los vivaques. Pero, el resto estaba ahí. ¡Noventa y ocho vacas! ¡Y la décima parte de eso era suya! ¡Suya, sin disputa!
Entró en la población, como los generales tras el triunfo. La vanidad y el orgullo amenazaban desmontarlo del caballo.
Desde aquel día Pedro Cubillo se convirtió en una persona
considerada. Él mismo sintió que algo se le había cambiado alma adentro.
Su profesión definitiva quedaba escogida: sería buscador de ganado y
nada más que buscador de ganado. ¿Para qué otra cosa?
Cinco o seis empresas, semejantes a la primera, lo confirmaron en su vocación, y le saldaron larga punta de monedas.
Pero, vinieron los malos tiempos.
Los malos tiempos para Cubillo eran aquellos que los propietarios rurales reputaban casi buenos; o sea, cuando se aumentó el número de piquetes de policía montada, se dictó la ley que mandaba á los abigeos a cumplir su condena en las Galápagos, y los cuatreros dejaron el campo libre a los gendarmes, únicos que en adelante podían robar ganado sin temores ni cortapisas.
El ejercicio de la profesión de Cubillo decayó. Nadie lo llamaba a servir. Hasta sintió que se rebajaba socialmente en la estimación de sus convecinos. Para sus gastos menudos, hubo de acudir otra vez a los gallos, a los dados y a las fichas. La carga de la familia volvió sobre los hombros del pulpero español.
Entonces fue cuando lo tentó el diablo, y se dejó arrastrar como una paja en la corriente.
Una noche entró en la finca de don Casimiro Segovia, su cliente número uno, precisamente, arrastrándose por la yerba con sigilo de sierpe, y rompió la cerca del corral grande. Él sabía lo que hacía: por la salida practicada, el ganado escapó, y a favor de la noche se largó monte adentro.
Don Casimiro Segovia no dudó siquiera de que se trataba de un robo; y, en vez de avisar a la gendarmería rural, solicitó la cooperación de Cubillo.
La maña surtió a maravilla.
Cubillo repitió el golpe, no con el viejo Scgovia, sino con otros propietarios, pero con iguales resultados ventajosos.
Todo corría sobre ruedas. Parecía que para Cubillo habían retornado los dichosos tiempos. De nuevo el amable dinero con el que se pueden hacer tantas bonitas cosas, venía a él sin regateos.
El hombre era feliz.
Pero el santo se le cansó a la larga y le volteó las espaldas. El
vecindario empezó a murmurar. ¿Qué era eso tan raro, pues? ¿Era,
quizás, este Cubillo insignificante, un ser dotado de fuerzas extrañas?
¿Un brujo, acaso?
Los vaqueros de las haciendas próximas, cuando venían al pueblo los domingos, comentaban en las cantinas. ¿Cómo descubriría Cubillo las reses perdidas? Ellos, expertos en ciencia montuvia, baqueanos viejos como él, no eran capaces de hacerlo. ¿Y cómo nunca daba con los ladrones? ¿Sería que, a condición de no revelarlos, éstos le advertían el lugar donde...? ¿O estaría de acuerdo, no más, con los propios ladrones? ¿O sería que...?
Por ahí se desovilló el hilo.
Cierta tarde, cuando Cubillo regresaba de buscar, y encontrar, por supuesto, un ganado robado, la comisión de la Rural lo detuvo:
—¡Venga, don Cubillo! El señor comisario necesita hablar con usted.
—¿Conmigo? ¿Y para qué, eh? ¿Para qué?
—Quiere saber cómo es que usted adivina... ¡Ja, ja, ja!
Lo habían denunciado. ¡Como ladrón! ¡A él, al investigador!
El comisario le «amarró» el sumario y lo sentenció a un año de confinio en las Galápagos. Apeló; pero, el juez letrado, en lugar de revocarle el fallo, le aumentó la pena a dos años.
En breve, a bordo del velero, aparejado en bergantín, que conducía a los condenados, dejó Guayaquil con rumbo a la isla de San Cristóbal, en el archipiélago de las Galápagos.
La colonia penal de San Cristóbal tenía una existencia teórica. En verdad, no había tal colonia.
Cuando la nave arribaba al puerto, se les decía a los penados:
—Bueno, ¡a aligerar el barco, que tenemos que cargar!
Ya en tierra cada penado era libre de hacer lo que le diera la gana, incluso morirse de hambre, si carecía de inventiva para procurarse el alimento pescando o cazando. Porque en ninguna de las casas del pueblo le brindarían un bocado de comer, ni en ninguna de las dos o tres haciendas de la isla conseguiría trabajo.
Pedro Cubillo no se arredró. Con otro penado —un indio miserable, que había robado un cerdo al patrón millonario—, se aventuró por la isla.
Cubillo gozaba con su viejo placer de vagar sin ruta ni propósito, y ahora, además, encantaba sus ojos experimentados, viendo el ganado salvaje que pastaba en el interior de San Cristóbal: toros gigantescos, gordas vacas, chumbotes retozones; todos sin dueño a quien volverlos. Ganado perdido para el hombre.
Cubillo se ponía nostalgioso, triste, al contemplar el espectáculo del ganado. Se sentía casi capaz de filosofar.
Una vez hizo algo de eso. Mirando pasar una piara de cerdos bravíos que se cruzó por frente a ellos, le dijo al indio:
—Fíjate, Piñas: por uno de esos te condenaron... ¡y cuántos hay aquí!
El indio no respondió. Estaba atareado con su paludismo, que sólo le dejaba tiempo para sacudirse.
—Es una infamia que te hayan traído aquí, Piñas, ¿no?
Forjaba planes:
—Viviremos juntos, Piñas. Lejos del pueblo. Haremos nuestra choza. Y viviremos juntos.
Pero el indio era ya cosa acabada. Su paludismo —adquirido en la cárcel de Guayaquil, mientras esperaba que lo embarcaran— lo iba a matar en breve, en esta tierra inhóspita.
Lo mató, en efecto. Se murió una noche en el fondo de una cueva donde se habían metido en busca de abrigo para dormir. Cubillo tapó con grandes piedras la entrada de la cueva. Y dejó ahí oculto para los siglos el cadáver de su compañero de las andanzas insulares.
Él siguió adelante. Hasta que esta solitaria bahía lo convidó a quedarse.
El carbonero en que entonces navegaba Alonso Martínez, hubo de ponerse al pairo frente a la bahía de la Rosa Blanca, mientras arreglaba su velamen, deshecho en un temporal.
Con otro marinero, el dominicano saltó a tierra a recoger huevos de tortugas. Así conoció a Pedro Cubillo.
Dizque la primera pregunta que éste le hizo, fue acerca de la fecha. Cuando Martínez se la dijo, Cubillo exclamó:
—¡Ah! ¡Hacen diez años ya! ¡No los he sentido pasar!
Durante los tres días que Martínez y su compañero permanecieron en la isla, amistaron con el penado. Éste les contó su historia. Los marineros le propusieron irse con ellos en el barco. Pero él se negó:
—¿Para qué? Todo habrá cambiado allá. ¿Para qué, pues?
Añadió:
—Al fin y al cabo, aquí me distraigo.
Miró para los montes que se insinuaban en el horizonte, hacia el interior. Pensaría tal vez en las innúmeras manadas de reses bravias que pastaban en sus laderas. En los frescos paisajes. En los senderos abiertos al azar del paso. En los caminos que llevaban a todas partes y a ninguna, bajo el aire infinito. Acaso, en su peluda cabeza anidaban fantásticos proyectos.
—No; no quiero irme. Estoy bien aquí.
Contradictoriamente, Alonso Martínez creía que Pedro Cubillo, ex buscador de ganado, no era feliz. A pesar de su soledad maravillosa... A pesar de que estaba ahí solo, como un dios...
De cómo entró un rico en el Reino de los Cielos
(A Joaquín Gallegos Lara)
Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que
un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que
más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una aguja, que
entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas
cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser
salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible
es esto, mas para con Dios todo es posible".
—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.
A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta
residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama,
rey del yute.
Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.
Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.
El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.
¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.
No podría ser de otro modo. Las revistas yanquis son las que tienen —y tampoco podría ser de otro modo— mayor circulación en el mundo. ¿Y cuál la revista yanqui que no traiga, ya que no una foto del rey del yute en su hobby patentado, una interview, o siquiera, una alusión a él?
Fué Tuppermill quien fundó el famoso instituto ídem de Investigaciones Prehistóricas; Tuppermill, quien donó a la biblioteca de Kansas City cien mil volúmenes con un valor total de dos y medio millones de dólares; Tuppermill, quien lanzó una bandada de águilas oro americanas para auxilio de los infelices supérstites del último terremoto del Japón; Tuppermill, quién fomentó y financió la campaña contra las fiebres en la región de Dakar y Fernando Poo; Tuppermill, quien laboró por el saneamiento de los puertos menores de las Molucas; Tuppermill, quien estableció el famoso sanatorio para perros en el estado de Alabama, reputado como lo mejor en su clase. En fin... La —permitidme el terminacho— denominativa gratitud humana, se ensañó con él en forma aguda: un puerto mayor de las Molucas fué consagrado Tuppermill; una calle de Yokohama, idem, una plaza de Dakar, idem; un paquete portugués bound Goa, recibió en las espumas bautismales del consabido champagne a proa, como nombres, los completos —con más los apellidos paternos y maternos— del rey del yute: “Douglas Nicholas Tuppermill Wright”. Sería interminable la lista.
Baste decir que, ignoro porqué —Mr. Tuppermill nada tenía de militar ni de cosa por el estilo, y hasta creo que perteneció a una comisión permanente para el financiamiento de la paz mundial;— el gobierno de la República Francesa llamó con el nombre de Fuerte Tuppermill a uno de sus puestos avanzados en el Sahara...
¿Cómo, con su enorme volumen de buenas obras, no iba Mr. Tuppermill a ser recibido con honores generales en el Empíreo? He de deciros que el hijo predilecto de Alabama añadía, por su cuenta, a este volumen, justamente para hacerlo más valioso, su calidad de ciudadano de los Estados Unidos, que pensaba que, como es muy natural, de mucho habría de valerle.
Empero, puesto delante de Nuestro Señor, el espíritu de Douglas N. Tuppermill se estremeció, acaso porque el recibimiento no tuvo nada de caluroso. Un miedo extraño, un no se explicaba qué de raro, lo acometió. ¿Habría hecho en la tierra todo el bien que pudo? El creía que sí; pero...
Así como en los procesos de canonización se estila que un doctor de la iglesia haga la loanza del futuro santo, mientras que otro lo acusa poniendo de relieve sus pecados, sus deméritos; en la Corte Celestial se tiene por costumbre que, para cada candidato a bienaventurado, se haga fórmula de sumario juicio, defendiéndolo un serafín y fiscalizándolo otro.
El encargado de amparar a Mr. Douglas N. Tuppermill hizo, así, su apología. Trajo a cuento lo del donativo para las víctimas del terremoto del Japón, lo del saneamiento de los puertos menores de las Molucas, en fin, hasta lo del hospital canino; olvidando, en cambio (por más que el reo se afanaba en señas, juntando las manos en actitud de oración y abriéndolas luego para tornar a cerrarlas), lo del donativo de libros para la biblioteca de Kansas City. Y otras cosas de la laya. Bien puede ser que para el celeste criterio, eso de facilitar los conocimientos no sea, precisamente, una buena obra...
El serafín que hacía el papel de fiscal, recordó, por su parte, con lujo de detalles, los primeros capítulos do la vida de Mr. Tuppermill que tenían un asombroso parecido —casi eran un plagio— con los de la Vida del Buscón, que escribiera don Francisco Gómez de Quevedo...
Nuestro Señor oía silencioso. Y su rostro estaba adusto, y estaba ceñudo.
—Amigo hombre —comentó en voz baja el serafín defensor;— llevamos las de perder. A Su Eternidad no le han convencido mis razones.
El rey del yute pensó que bien podía él contratar los servicios de un doctor más avisado que este jovenzuelo imberbe —¿no estaban en el cielo por ventura San Agustín y el de Aquino?;— pero, a tiempo cayó en la cuenta de que todos sus dineros se los había dejado allá —¿dónde es allá?— en la tierra y que a esta hora, con la rapidez que caracteriza a sus paisanos, ya se los habrían repartido entre herederos y legatarios...¡Ah, si él hubiera podido poner un radiograma!
De improviso, pareció que el serafín que hacía la defensa de Tuppermill y que se había quedado unos instantes silencioso y pensativo, como vencido por los argumentos que esgrimía su contradictor, —recordaba...
—Algo no he hecho todavía valer en favor de mi defendido, y pido permiso a Vuestra Eternidad para alegarlo.
Nuestro Señor hizo ademán de consentir.
—Habla —dijo.
Y su voz fué como el viento de poniente.
—Una vez, Señor —comenzó el serafín defensor su nueva arenga,— este hombre visitaba un hospital de niños en el Africa del Sur. Recorriendo una de las salas, ¡pobres salas donde los enfermos, cualesquiera que fuesen sus dolencias, estaban confundidos!; vio a un niñito leproso... leproso como Job y como Lázaro, Señor... Entretenido estuviera el niño con una pelota; pero, al jugar con ella, la pelota cayó al suelo y rodó muy lejos, donde él no podía alcanzarla. Sentado en su camita, de la que no se levantaba ya porque la lepra había devorado sus piernecitas... calladamente, no atreviéndose a llorar por miedo al látigo de los enfermeros, miraba el niño su pelota perdida, que nadie recogería para él porque todos le tenían repugnancia... Entonces, este hombre, Señor, fué a la pelota; la tomó con sus manos desnudas y la devolvió al niño... Hubiérais visto, Señor, cómo sonrió ese niño... ese niño que, sobarcando su carga de dolores, vivió hasta la pubertad, murió entonces, y a ésta vuestra casa vino, y ahora está en ella... Ese niño, Señor, era yo...
Lloraba el serafín, y en los celestes ojos de Su Eternidad había brillantemente dos claros diamantes.
—En verdad te digo, hombre —sentenció Nuestro Señor,— que eres salvo.
Sonrió.
Y su sonrisa fué como el sol que se levanta.
Y hé aquí cómo Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute,
ciudadano de los Estados Unidos, entró en el Reino de los Cielos.
Disciplina
Un cuento negro esmeraldeño
La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta
narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante
abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez
se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al
respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la
provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el
castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de
original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten
sus labios bocotudos.
Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.
En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.
La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.
Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.
Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.
Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.
El coronel Concha era un autentico tipo de caudillo militar, y tenía metido en jaque al gobierno de Quito, cuyos ejércitos marchaban de derrota en derrota.
A Concha le secundaba el mayor Lastra, un moreno tremendo, valiente como el diablo, y el cual capitaneaba las tropas negras.
En Esmeraldas, la gente de color es numerosa; y casi toda, si no toda, había plegado a la revolución, formando las fuerzas de Lastra.
Es de creer que estarían ahí todos los parientes de Quiñónez, incluso las mujeres de la tribu, que, por lo común, acompañaban a los varones en las aventuras guerreras.
Pero, Fulgencio Quiñónez no estaba con ellos, sino en el ejército regular que los combatía.
No sería extraño que la mala pasada que le jugó el destino, fuera como un castigo de su traición inconsciente a la raza a que pertenecía.
Bien puede ser, también, que la desgracia se la atrajeran sus paisanos brujos, con artes de magia, y viniera sobre él en alas de esos horribles y misteriosos espíritus que tan siniestramente intervienen en la torturada existencia de los negros.
A los doce años, Fulgencio Quiñónez vagaría por las calles yerbosas del pueblo, sin objeto ni beneficio.
Demoraría frente al cuartel, viendo el trajín de los soldados. Haríales a éstos pequeños servicios, recompensados con centavos o sobras de rancho. En las noches, encantaría su pequeña alma con el toque de retreta. Y luego se iría a dormir, soñando con ser despertado por las salvas que saludan a la bandera en las albas de fiesta.
Su existencia ligera sería la de un parásito del cuartel; o acaso, como la de una mosca que diera vueltas en torno del covachón, ardiendo en ansias de meterse en él.
Un día le diría cualquier suboficial:
—¿Querís ser mi ordenanza, negrito?
Y él aceptaría sin recapacitar, loco de contento a saber que iba a vivir, de entonces para adelante, la alegre vida militar.
O, acaso, las cosas no pasaron de ese modo, sino de otro distinto: lo cazarían en alguna batida del campo, arrancándolo de los brazos tenaces de la madre, que forcejearía por no entregarlo, con su amor violentado, al sargento reclutador.
Lo cierto es que sus trece años amanecieron en el cuartel.
De mero sirviente ordenanza, lo hicieron «raso»; y un «primero» desocupado y bonachón le empezó a enseñar a leer.
La disciplina es una cosa muy seria; pero, a la larga, resulta hasta amable. Se va uno, poco a poco, acostumbrando a ella; y, entonces, sin dejar de ser respetable, peligrosamente respetable incluso, pierde su primitiva hosquedad aparente.
Nada es más cómodo que ella cuando llega a hacerse carne de la propia carne: no se siente ya su peso, y se comienza a advertir su bondad innumerable.
Resuelve para el soldado, aquellos problemas que afligen a los demás hombres, pobres seres desorientados.
En verdad, la disciplina es una cosa cómoda; porque ahí es nada saber, siempre y en cada caso, lo que se tiene que hacer: todo consiste en someterse, al pie de la letra, al mandato inconmovible de los reglamentos.
La disciplina es una divinidad: una diosa fría y lejana, si se quiere; pero cuida de quienes la veneran y pone en sus espíritus una conciencia de ubicación y una certidumbre de ruta, de que los demás, barcos a la deriva, carecemos y careceremos.
Fulgencio Quiñónez sintió la disciplina, y esto le valió sus rápidos progresos en la carrera.
No se dio jamás, en los anales del Ejercito, soldado más férreamente disciplinado que él. Sin conocer el clásico rasgo del granadero de Napoleón, hubiera podido repetir la escena: de haberlo ordenado el coronel de su regimiento tres pasos adelante, teniendo a dos un abismo, habría dado, sin vacilar, el paso número tres en el vacío.
Y la cosa fue peor todavía cuando aprendió a leer. Entonces se metió en la dura cabeza zamba, letra a letra, como alfileres en un acerico, las advertencias e indicaciones que, impresas en sendos cartones blancos, adornaban las cuadras de la tropa:
Hay que hacer esto cuando...
Hay que hacer estotro cuando...
La cuestión ocurrió cierta noche de invierno, mientras sobre el
poblacho, amenazado por las fuerzas de Lastra, escondidas en la maleza
vecina, llovía a cántaros.
El cabo Quiñónez —ya era cabo, por entonces— se encontraba a cargo de la guardia en la puerta del cuartel.
Le habían tocado las horas más peligrosas: las de nona; aquellas a cuyo amparo se arman los ataques sorpresivos y se anudan las emboscadas.
Pero el cabo Quiñónez se enorgullecía de esa guardia de nona, que por primera vez le habían confiado a él solo, sin oficial alguno. No consideraba que lo que sucedía era que en el cuartel no quedaba ya ni un oficial para remedio, pues todos habían muerto durante las anteriores semanas, en los combates que se libraron con las gentes de Concha en la cancha brava de La Propicia: no reparaba en nada de eso. Estaba enorgullecido, no más; lleno de una esponjada vanidad, al sentirse responsable de los soldados dormidos, de la santabárbara, del edificio mismo.
Había mandado cerrar las puertas del cuartel, disponiendo que el centinela se recluyera en su garita enrejada, mientras que él se quedó afuera, en el soportal, sentado en un poyo de madera, vigilante y solemne.
De pronto vio avanzar, bamboleándose en las tinieblas de la noche llovida, al capitán Jáuregui, encargado, por falta de otros oficiales de graduación más elevada, de la jefatura del cuerpo.
El cabo Quiñónez lo reconoció en seguida. Más aún, pensó que el capitán habría estado donde las Macías, unas bonitas muchachas que amaban los hermosos uniformes militares. El cabo Quiñónez sonrió.
—¡Fregado el capitán! —murmuró, benévolo.
Pero... ¿Qué decían los reglamentos? Ya: en tiempo de guerra hay que dar el «quién vive» a todo títere, a la madre de uno, si a mano viene. No importaba que hubiera reconocido al capitán. Tenía que cumplir. El siempre tenía que cumplir. Él era un soldado disciplinado. Así, gritó el quién vive.
El balumoso capitán se detuvo, cabeceando como un barco que se para en alta mar.
Ahora se notaba que estaba más ebrio de lo que parecía:
—¿Qué dices, negro estúpido? ¿No me reconoces? ¿Estás borracho, tal vez?
El cabo Quiñónez no se alteró. Acostumbrado a las injurias de sus superiores jerárquicos, no le impresionaron mayormente las de su capitán.
Pero, él tenía que cumplir.
Insistió:
—¿Quién vive?
El capitán se puso iracundo. Y recordó calumniosamente a todos los negros antepasados de Quiñónez.
El cabo lo escuchó sin interrumpirlo; pero, al fin lo conminó secamente:
—Si avanza un paso más, disparo... El reglamento dice...
El capitán Jáuregui lo amenazó:
—¡Te haré meter en el cepo, animal!
Quiñónez permaneció impertérrito. Pero, repitió:
—Lo tiro si avanza.
Y amartilló el fusil.
Profiriendo soeces exclamaciones el capitán se adelantó. Y, el cabo Quiñónez, sin pensarlo dos veces, se resolvió a cumplir... Había que disparar. Los cartones blancos, pegados en las paredes de las cuadras, lo decían rectamente... Disparó sobre el cuerpo... El capitán vino en tierra, de bruces.
Metido en su garita, el centinela quiso decir algo.
Quiñónez, con un gesto, le impuso silencio.
Eran las tres de la madrugada.
No había muerto el capitán. Tan sólo estaba herido. Se quejaba lastimeramente, como un perro arrollado.
El cabo Quiñónez pensó: «Debo ayudarlo. Lo traeré a la enfermería. Ahí lo curarán.» Pero, cuando iba a hacerlo, pudo apreciar la distancia a que había caído el capitán; estaba más allá de los veinte metros... ¿Qué decían los reglamentos? No; no era posible: al jefe de guardia no le era permitido alejarse más de veinte metros de la puerta del cuartel. No cabía, pues, auxiliar al herido.
El cabo Quiñónez tornó a sentarse en su poyo, meditativamente, con el fusil entre las piernas.
El capitán continuaba quejándose... Quejándose... Hasta que por fin dejó de quejarse para siempre. Y lo envolvió el silencio denso de la madrugada.
Mi informante asistió a los debates del Tribunal de Guerra en que se vio el caso Quiñónez.
El defensor —un tenientito rubio, visiblemente llevado ahí a la fuerza—, comenzó su alegación insultando al reo. Dijo que se trataba de un cretino, o poco menos, que había obrado desde la penumbra de su inconsciencia, por lo que no valía condenarlo, si bien el rubio teniente estimaba honestamente que habría que recluirlo en cualquier manicomio.
El fiscal se apoyó en la fría ley. Según él, el cabo Quiñónez era convicto de homicidio voluntario, con la agravante de que la víctima era su superior jerárquico y de que la República —concluyó en tono campanudo— se hallaba en estado de conmoción interna.
Triunfó la tesis de la acusación, y el Tribunal de Guerra condenó al cabo Quiñónez a la pena de dieciséis años de reclusión mayor extraordinaria.
Dizque Quiñónez escuchó la sentencia en posición de firme, y, cuando terminó la lectura, hizo cerradamente el saludo militar.
Mi informante lo vio salir de la sala, entre dos soldados armados que lo conducían al calabozo.
Producía el mozo una impresión sobrecogedora. Estaba pálido, lo que prestaba a su piel negra un tono ceniciento moraduzco.
Pero, no se manifestaba triste, no daba muestras de arrepentimiento; más bien parecía un hombre desilusionado: un hombre que ha visto que algo, muy profundamente dentro de él, se ha derrumbado.
Experimentaría acaso la sensación que se tiene cuando la tierra —en cuya solidez se cree a ciegas— se sacude como un mar en el temporal del terremoto.
O algo por el estilo.
Por entre sus cabellos flotaba un viento pavorido, y sus ojos se abrían, acuosos, enormes, preñados de un asombro desconcertado.
Don Rubuerto
Difícil será que me olvide alguna vez de mi amigo don Rubuerto Quinto, montuvio viejo de los “laos” de Ñausa.
Estaba yo en su casa cañiza, edificada en plena vega del estero, bien asentada. —“como una vaca que quiere caer a l' agua, blanquito”—, sobre sus cuatro patas fuertes de mangle, delgadas, musculosas, que se hundían profundamente por el lodo hasta afirmarse en lo duro del ribazo.
Era a la tarde, después de la merienda. Junto a la ventana, saboreábamos el café con punta de mallorca y arrojábamos el humo de los cigarros contra los mosquitos.
Me preguntó don Rubuerto:
—¿Usté estudia pa doctor de leyeh'u de medecina?
Le respondí, y él sonrió.
—Ta bueno eso, blanquito. Eh máh mejor que todo. Cierto que ar médico le cai er goteo... Pero l'abogado, con una qui'haga tiene p'al año... Se gana la plata así... así...
Manoteaba en gestos de presa, obstaculizando el revolar de los mosquitos, que manifestaban su cólera zumbando, zunbando...
Guardó un rato de silencio. Luego dijo:
—Yo también n'hey metido en esah vainah der paper seyado.
Y habló de sus triunfos, de sus glorias. Relató en detalle sus pobres audacias, sus zafios ardides de tinterillo de pueblo chico.
—Pero, la mejor que'hey hecho, eh la der paisa der cuño...
—¿Y cómo fue ésa, don Rubuerto?
—Verá... Loh de la Rural bían garrao un paisa mentado... Suáreh me creo de que se yamaba... y lo bían garrao con er cuño, loh'áccidos y todo.. Lo tenían fregao ar paisa, bien atrincado en la barra...
—¿Y?
—Yo andaba enfiestao ese día en Jujan, cuando er paisa me vido y me yamó pa tomarme parecer... Yo le dije: “Diga no mah que usté'hizo la plata farsificada, pero que no la cambió; porque la ley lo que castiga es er cambeo...”. Er teniente político le tenía estrumentao sumario y todo; pero, con la tranca que yo le puse, se vino abajo er papeleo... ¡Y pa qué!, er paisa me quedó grato y me pagó mi pensión que me bía tomao...
Cruzaba por la cocina la mujer de don Rubuerto.
Don Rubuerto le gritó:
—¿Ti'acuerdah voh, Rosa der paisa?
Se acercó la mujer.
—¿De cuár paisa?
—Der paisa der cuño pueh; de ése que se puede decir que yo saqué de la cárcel... ¿Ti'acuerdah?
La mujer vacilaba. Con la mirada decía que no, mas con la boca dijo:
—Ah, sí, sí...
Y se volvió a su cocina.
Don Rubuerto me invitó a bajar.
—Abajo corre fresco.
Ya en el portal, tendidos en nuestras hamacas respectivas, continuó sus historias, interrumpidas de vez en cuando por consejos de la laya de éste:
— Hay que'nredar. L'abogao si'ha hecho eh p'enredar.
De repente se incoporó callado y atento.
Miró para el estero.
—¿Oyó?
—¿Qué, don Rubuerto?
—Zapatió un lagarto.
—No...
—Sí; eh'un diablo cebao. Se jala terneroh. Hasta vira canoah chica...
En el agua corría una estela ondulante. Estúvola contemplando don Rubuerto hasta que desapareció.
—Si'ha echao a pique Nicoláh —rezongó.
—¿Qué Nicolás?
—Er lagarto...Yo lo miento así: Nicoláh... De fregao...
—Ah...
Después de un rato, concluyendo sin duda un pensamiento no manifestado, don Rubuerto añadió, palmeándome la espalda:
—L'abogado, blanquito, debe de ser como er lagarto.
Sonrió sin malicia, arrojó lejos el cigarro apagado, y dijo con poca convicción:
—O quién sabe mejor er tigriyo, niño, qui'ataca de noche... y por la esparda...
El amor que dormía
I
¡Halalí!
¡Vive Dios y cómo grita ese endemoniado marinero chileno!
¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…
Agotaos, muchachos; no importa. Ya descansareis cuando gracias a vuestro esfuerzo pueda el barco soltar el áncora en la bahía risueña. Pensad que será dulce el vaivén de las ondas allá… Allá, hacia donde la prora se enfila como la nariz de un rostro en expectativa.
¡Halalí! ¡Juicli! ¡Sssss!…
Tirad de los caitos sin temor a que se rompan. Arriad a prisa esas maldecidas velas que infla como ubres vacunas el vendaval.
—¡Capitán!
No; no atiende. Para, él –hinchado en el convencimiento de su misión–, soy una cosa más, que habla y que, desgraciadamente, se mueve, en este pandemoniaco movimiento del barco y del mar.
—Oye, araucano de Satanás, ¿pereceremos?
Me mira sin responder.
Tenemos dos vías de agua, allá abajo, en el alma oscura, de la nave, y toda la obra muerta de estribor ha sido barrida por las olas.
¡Cómo trina al desgajarse el palo de mesana!
¡Halalí! Ha-la-lí…
Entiendo que ha llegado el momento de pensar en Dios.
II
Y bien; yo no he hecho nada de malo.
Honré a mi madre. Veneré la memoria –sagrada– de mi padre. Di cuando pude dar y cuanto pude. Prediqué que la misión del hombre es la del árbol: florecer –para alegrar los ojos– y fructificar –para, satisfacer ajenas ansias… Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.
¡Halalí!
Ya es inútil, viejos lobos de mar; asoleados, ennegrecidos nautas: nunca más vuestros pies se asentarán en tierra firme. Para vosotros –como para mí– el grito del cuervo trágico: Never more!
¿A qué luchar? Esperad –como yo lo hago– que la hora llegue, escrutando en el recuerdo, en la honda sima, del recuerdo, las huellas de la vida mala. Y entretanto, elevaos a Dios con el pensamiento.
…Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.
¡Halalí!
Os pido, mujeres que me quisisteis, perdón si alguna vez hubo en mi vida un acto que os disgustó: madre mía, ancianita linda, vieja canosita y risueña en tu hamaca, de mecida corta; ñaña Felipa, de bravo nombre historiado, altota como eras, fea y sentimental; ñaña María Teresa, agria y bonita, cabecita loca y corazón de oro, que te fuiste al misterio en aquellas memorables “salidas de aguas” del 23… Digo adiós a vosotras dos que vivís, y a la difuntita digo, desentendido de mí mismo: “¡Ahí va eso!”
A vosotras también, mujeres que, sin estar ligadas a mí por vínculo de sangre, me reservasteis de exclusivo un rincón de corazón chiquito o grande, os diré la blanca palabra inexorable: ¡Adiós!
Sí, adiós. Adiós Clara Isabel, Antonieta, María Asteria, Fernanda…
No good bye… Till bye and bye only, Evelyn, my sweet blonde little girl!
Y hasta con usted, Gertrudis, que, no obstante haber doblado ya el tempestuoso cabo de Buena Esperanza de los cuarenta años, creyó que este mozalbete tonto, pero cazurro, que yo fui, casaría con usted por sus extensas plantaciones de cacao… Farewell!
—Gracias por esta boya que me das, ¡araucano de voz estrepitosa! Me la ajustaré al tronco como quien a una botella pone un marbete: por ella, sabrán que tuve la estupidez de embarcarme en este velero podrido que se llama –pomposamente– como mi bella ciudad “Perla del Pacífico” …Nada más. Porque pienso ahogarme a pesar de la boya. A menos que me proporcionéis un motor… Entiendo que la Isla del Muerto es la tierra más próxima, y cae –apenas– a ochenta millas inglesas a, barlovento… ¡Dobles gracias, pues, por el “salvavidas”!
III
—Pero, capitán, por Dios, ¿a qué hora, nos hundiremos por fin? Esla espera –como todas–resulta una tortura.
Líeme ya preparado a bien morir. De todos cuantos quise o me quisieron, me he despedido; a la sazón, hasta ellos habrá irradiado mi pensamiento, y lo habrán sentido como una “corazonada”.
—¿Qué le acontecerá a Gonzalo? —se dirán.
Unos rezarán; otros llorarán, todos –bien o mal– me encomendarán al Muy Alto. Gracias. Y otra vez, ¡adiós! …
Ah, pero en mi gran despedida te olvidaba a ti, Eugenia, morenita ojiverde que también sentiste –por m– amor de sufrir.
Te olvidaba. Perdóname.
Yo no te quise; más comprendí que tu amor fue lo más grande que hubo en mi vida. No rae preguntes –eso sí– porqué no te quise. A tu interrogación, no sabría cómo responder. Razones son esas del corazón.
¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…
¡Ha!-¡la-lí!
En las jarcias, en los últimos guiñapos de las velas, el viento glisa su canción. Es la música funeral de nuestro sepelio. No interrumpáis con vuestros gritos vanos, marineros, la Canción del Temporal. Hay en ella trino de pájaros, rumor do hojas que caen; para cada cual está en ella el eco de voces amadas. ¿No acaba mi madre de llamarme: “¡Hijo!”?
¡Ha!-¡la-lí!
* * *
¿Que no te quise, Eugenia? ¡Mentira! Ha sido un grave error irreparable. En realidad, te he querido.
¡Te quiero!
Ahora lo sé. Como en el mar, en mi corazón se desarrolla formidable tempestad; y mi amor a ti –que dormía en el fondo de mi corazón–, ha surgido luminoso… ¡Evohé!
Te quiero…
¿Cómo he ignorado este amor? ¿Cómo y por qué -cuando es imposible– ha venido en revelárseme?
¡Cuántas cosas hay dentro del alma, que uno misino desconoce y de las que no tendría nunca noticias si no fuera por estas convulsiones que las traen a flote!
Es durante los grandiosos maremotos cuando las islas –ocultas bajo las ondas– apuntan en la superficie…
IV
He aquí, pues, que he perdido –antes de ahora– mi vida que pudo ser feliz.
Quién sabe en cuál rincón de la patria tendríamos nuestro hogar, tuyo y mío, Eugenia… Yo estaría gordo de salud rebosante, un poco envejecido de tranquilidad; sería padre de cuatro o cinco muchachotes robustos, todos varones, para que mañana pudieran verter su sangre en defensa de nuestra buena, ¡tierra ecuatoriana!
Tú estarías a mi lado. En tus dulces ojos verdes –que empañarían lágrimas de gratitud para la vida amable– me recrearía en contemplar el pasado; así como en los ojos ingenuos de nuestros hijos, tú y yo, medrosos, miraríamos nacer el sol del porvenir que no veríamos.
Cultivando mi heredad, me habrían crecido raíces en los pies, y no sería lo que soy: pasajero en un barco que navega en la Tempestad,
¡Ha!-¡la-lí!
Ha sido un grave error irreparable.
V
—¿A qué hora, capitán? ¿A qué hora, por fin, nos hundiremos?
El anónimo
En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!
Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.
Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.
Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.
Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.
Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.
Esthercita, una completa pero encantadora burguesita, expresábale sus asombrosa Maruja, que revivía el tipo —raro ya— de una diabólica de Barbey D’Aurevilly...
—¿Cómo es posible, Maruja, por Dios, que tu marido no se dé cuenta de tus cosas?
No hay para qué detenerse en aclarar cuáles eran “las cosas” de Maruja. Cualquiera comprende. Un amante cada invierno, y cada verano... otro.
—Ay, mujer; ese es mi secreto.
—Revélamelo, Maruja.
—¿Querrías aplicar la receta?
—¿Por qué no? No me creas tan melindrosa como para no confesarte que, a veces, sobre todo cuando he estado de temporada, se me ha ocurrido tener... Bueno; tú me entiendes ... Pero, francamente, hija, no me he atrevido. Me acometía un terror infantil, un miedo loco a que lo supiera mi marido, a que alguien se lo dijera, a que le escribieran un anónimo... Ya sabes que esto es, entre nosotros, por desgracia, plato del día.
Maruja sonrió maliciosamente.
—Ah, con que ésas teníamos, palomita sin hiel, ¿no? Pues, me lo hubieras avisado antes. Con darte la fórmula...
Y, sin hacerse de rogar mucho, Marujita de Medrano explicó a su amiga de la infancia, Esther de Gaizariaín, el modo y forma cómo se hurtaba a las justas venganzas conyugales, manteniendo el secreto de sus inocentes aventurillas...
—Me casé —comenzó diciendo Marujita,— como generalmente se casan, todavía, las mujeres de nuestro país: enamorada de mi marido. Pero, has de creerme que, a poco, todo mi amor se había convertido en odio, en un odio agudo, picante, sediento de venganza. Esteban no me hacía, pasado el breve ensueño de la luna de miel, más caso que a un traste. No ignoraba yo cuanto hacía él fuera del hogar. Sus conquistas, sus triunfos, sus éxitos de hombre poco atrayente, pero adinerado y generoso con las mujeres; no me eran desconocidos. Y estaba él al tanto de que yo sabía y nada hacía para evitarlo. Te juro que habría querido matarlo. Si hasta llegué a trazar un plan.... uno de esos planes locos que forjan las mujeres celosas. Después, reflexioné por mi propia cuenta y atendí al consejo de una amiga querida que sabía dónde les aprieta el calzado a los maridos. ¿Conclusión? Pues que me eché un amante a cuestas, como si dijéramos. ¿Su nombre? Nada importa; como no importan tampoco los detalles, puesto que no es mi intención narrarte un cuentecillo verde claro, ¿verdad? Me salió mal el primero... Y, lógicamente, mi venganza no satisfecha del todo, pidió un segundo amante... un tercero, luego... La eterna historia que se repite.
Hizo Marujita un mohín picaresco, lo mismo que si hubiera estado flirteando con un jovenzuelo, y continuó:
—Lo malo fue que mi marido estuvo en un triz de descubrir mis enredillos; y, como yo no soy de las que aman la tragedia sino el vodevil, resolví buscar un modo seguro de despistarlo completamente y de una vez por todas. Lo encontré, verás. Aprovechando de su última conquista femenina, le di cada escena de celos que ni un Otelo con faldas... Lloraba a lágrima viva; no comía, por lo menos delante de él; pretendía —¿que te parece?— suicidarme. Él se lo creyó todo a pies juntillas. Claro, se diría el pobre, como Marujita me quiere, sufre... Y hasta quién sabe si no se hizo a sí mismo propósito de enmienda. ¿Qué tal, eh? En estas circunstancias, juzgué oportuno dar el golpe do efecto que tenía preparado de antemano. Una noche, en el comedor, de sobre mesa —apenas si yo había probado bocado y tenía los ojos hinchados de llorar,— le pregunté a mi maridó si la palabra hipócrita, se escribía con h o sin h y si la palabra avieso se escribía con s o con z. Sin darle mayor importancia a la pregunta, aunque permitiéndose una broma sobre la mala enseñanza de las religiosas de la Inmaculada, me dió la forma correcta de escritura de las aludidas palabras... Horas después, tomé de su escritorio una hoja de papel timbrado, al cual arranqué el membrete, y un sobre en blanco. Y, en su máquina Undenwood,cuyo tipiaje le era muy conocido, escribí en el papel que había cogido, un anónimo horroroso contra mi propia persona. En el tal anónimo, que hacía aparecer como que un amigo endilgaba a mi marido, se decía que yo tenía un amante, que era una mujer hipócrita, y que mi proceder era avieso... Por supuesto, con ortografía correcta las palabrejas... Cuando concluí de redactarlo, lo metí en el sobre nemado para mi marido y lo guardé hasta la mañana siguiente en que, personalmente, lo eché al buzón de correos.
—¡Eres admirable, Maruja!, —no pudo menos de exclamar Esthercita do Gaizariaín—. Casi se me figura el resto.
—Pero es mejor que lo escuches, —dijo Maruja, y continuó: —Mi marido tiene por costumbre pasar por el correo a la hora en que sale de la oficina, por la. mañana; así que, poco después de haber yo depositado el anónimo, ya lo tuvo él en su poder... Cuando vino a casa para el almuerzo, era de verle la cara de broma que traía. Desde la escalera venía gritando: “¿Dónde está la infiel?; ¿dónde está la hipócrita?; ¿dónde está esa mujer de proceder avieso? ¿Dónde está... para besarla?” Yo acudí al recibo, queriendo manifestar en mi rostro una impresión de espanto...“¿Qué ocurre. Esteban, por Dios” No me dejó proseguir. Me abrazó y me besó; y, mientras lo hacía, no cesaba, de repetirme: “¡Ah, la tontita! ¿Conque anónimitos, no? Para otra ocasión, te recomiendo más precauciones... Pero, así, no engañan tus anónimos ni a una criatura... En mi papel... en mi propia máquina...” Y reía a todo trapo. Yo, mimosa, hacía pucheritos...
A Esthercita acometióla un acceso de risa nerviosa que contagió a Maruja.
—¡Qué bobos son los hombres, y en especial, los maridos! —dijeron casi a una voz las dos amigas.
—Con eso del anónimo, —comentó finalmente Maruja— he adquirido, como si dijéramos, patente de corso... Frecuentemente, mi marido recibe avisos... y éstos, no escritos por mí y refiriéndose a hechos... deliciosamente verídicos... ¿Sabes lo que hace Esteban? “¡Cosas de Maruja!”, dice, y da con los papeluchos al cesto. Cree que he cambiado el estilo y que tomo “más precauciones”. Nada, hija; patente de corso...
—Realmente, Maruja —dijo Esthercita de Gaizariaín,— la fórmula es magnífica: una suerte de abracadabra, una especie de filtro...¡Admirable!
—¿La aplicarás? —preguntó casi orgullosa Maruja—.
—Es probable que no —confesó, ruborizándose, Esthercita de Gaizariaín—. Me gusta; pero, quisiera encontrar una mía, de la que me pudiera vanagloriar de tener la exclusiva. Convendrás conmigo, que si en algo se debe ser original, aún para hacerlo más excusable, es en el pecado...
El derecho al amor
I
Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o sexta vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio doloroso de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere penetrar.
—¡Ea, vamos; hay que distraerse! —se dijo—.
Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que conducía de la mano a una niñita como de diez años.
Enrique Loy sonrió a la chiquilla.
—Ella es bonita y pequeña: una chalupita —pensó—; en cambio, la madre es una inmensa barca velera.
Le agradó ésta que consideraba ingeniosa observación, y rió con su risa ancha y sanota de muchacho ingenuo un poco baseballista, y un poco sentimental.
—¡Eso es! Una fragata a la que va acoderada una lanchita. Justamente, una navegación en conserva.
Y se le ocurrió que acaso podría hacer él —crucero de batalla— como en alta mar, un abordaje.
Tornó a reír, ahora escandalosamente; tanto que algún transeúnte volvióse a mirarlo, quizás creyéndolo escapado de la casa de orates.
Momentáneamente resurgió en él el bachiller que obtuvo título en colegio de jesuítas...
—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante, entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.
En inconsciente protesta contra la moral barata de Enrique Loy, la chiquilla ondeó más aún ante él su elegancia delgada, acentuando un contoneo excitante de caderas... Blanquísimo el cuerpo, parecía hecho en kaolín, o mejor, en una rara porcelana china veteada de azul.
A lo menos, tal se le ocurrió a Enrique Loy, quien se sumió en dilatado examen de la nena, de abajo a arriba... Zapatito negro, resbaloso; media corta, en terno; de la cintura, desde el surco que señalaba el amarre de las calzonarias, colgaba, como circular cortinilla, una cuarta de tela que hacía el papel de falda. Hacia arriba, no siguió viendo más.
Entre la media y el borde del traje, corría la blancura de las piernas. Y tuvo el observador una frase de arquitecto:
—Esas piernas son las columnas que sostienen un edificio en construcción: el edificio de su vientre. Por esto es que yo quería que se las cubriera; no por moral, sino por estética. Cuando una obra de arte está inconclusa y es imperfecta aún, hay que velarla; ya llegará luego el momento de la inauguración.
Y olvidándose de que era bachiller con título obtenido en colegio de jesuítas, y dejándose ahora llevar por una idea para hilvanar muchas, prosiguió casi en voz alta:
—¡Edificio en construcción! Sí; eso es el cuerpo de las niñas. Más tarde, cuando el vientre sea generoso de sí... entonces... ¡Oh, el vientre de las mujeres! ¡Oh, el secreto proficuo de los ovarios, en cuyos misteriosos rincones se cuaja la vida!
Oyó las cinco en un reloj público, y al conjuro de la hora, su costumbre despertó. Le acometió ese hambre vaga y como, lejana que se siente en las tardes.
Se despreocupó de la chiquilla, y apresuró el paso.
En el primer salón entró.
—Ea, mozo, un té con pastas...
II
Así que hubo terminado el té, encendió un cigarrillo.
Fumo
por amor al humo...
......................
Y surge, de pronto, en las espirales
del humo
que fumo,
su noble, silueta....
Recitó a media voz el verso amable y evocador. Parecíale que, en
realidad, mirábala a ella, a la idolatradísirna, entre las sedas de humo
de las volutas; y, como sabía que era para él la inconseguible, la maris stelia inalcanzable, agradecía el engaño manso de este humo que aparentaba ofrecérsela.
—Hola, chico, ¿cómo te va?
Contestó con un gesto al saludo del amigo que pasaba, y se hundió de nuevo en su íntimo pensar.
...¡Ella! ¡Ella, la que no siendo de nadie, sería siempre y a pesar de todo, la ajena; porque jamás, sería de él! Ella...
—¡Oh, era demasiado buena! ¡Más buena de lo que se debe ser en este mundo malo y ruin! ¡Más buena de lo que se puede ser! Y, como el chiquitín de Galilea, contagiaba su bondad a los seres y a las cosas que la rodeaban... No obstante eso, y quizás por eso mismo, me hizo un daño irremediable, del que no se dió cuenta... y que hasta juzgó quizás un bien...
Con los ojos del recuerdo, la vió.
...Tenía un nombre santo —se llamaba María del Socorro—, y evocaba a esas vírgenes de madera pálidas, cubiertas de una leve capa de polvo sutil que las vuelve morenas. Ojos verdes eran los suyos; magníficos ojos verde mar, esmeraldas de todas aguas, en cuyo fondo titilaban puntitos de oro como estrellas. Y sobre el milagro moreno de la cabeza, caía el pelo rizoso, flavo, color de miel...
Hugo Cantos se le acercó y le palmoteo la espalda.
—Alza, Enrique, ¿en qué piensas?
—En nada —contestó Enrique fastidiado por la brusca interrupción.
Aceptó por no dejar la invitación que hiciérale el amigo para dar unas vueltas en auto.
—Veremos a las chicas. Pasaremos por frente a la casa de tu María del Socorro.
—Ya se fué...
Hugo Cantos se sorprendió.
—Pero, si hace un rato no más que la vi, en el comercio. Iba de tiendas con la mamá.
Enrique Loy se revolvió con enojo.
—Se fue al pasado... ¿Es que uno no puedo irse para donde le venga en gana?
Hugo Cantos esbozó una sonrisa burlona para las excentricidades del amigo. Enrique, mientras tanto, musitaba otra vez, como queriendo afirmar en él mismo una
verdad que se resistía a serlo:
—¡María del Socorro se fué al pasado!
III
Como le hastiaba la charla insípida de Hugo Cantos, en la primera oportunidad se despidió de él.
Pasaban por frente a la casa de las Altar de Loy, primas de Enrique, y fingió éste recordar que tenía una cita con las parientas para llevarlas al cine.
—Nos veremos mañana, Hugo: entonces te contaré.
Cerró por su mano la portezuela del auto, y se encontró en la acera como abandonado. Dudó un instante, y al fin se decidió a subir a la casa de las primas.
En el recibo grifó:
—¡Tía Carlota! ¡Rosario Esther!
Y sólo ya adentro, preguntó:
—¿Y Nela? ¿Cómo, esta Nelita?
Él mismo se dolía y asombraba de la inusitada antipatía que habíale cobrado a la pobre prima inválida, que siempre tuvo pararon él maternales solicitudes; pero, no le era posible contener aquel como desbordamiento de odio que se le venía afuera en teniéndola presente. Aquello era irrazonado, espontáneo, rebelde al superior control de su voluntad.
Hiciéronle entrar al salón, oscuro en esa hora del anochecer.
—Por tu casa, ¿bien?
Tía Carlota, con su habitual ingenio, movió la charla familiar y plácida, hasta que al cabo llegó a su tema favorito: la enfermedad de Nela.
—La pobre va peor. Día por día progresa la parálisis. Y, digo yo, será así hasta que le llegue al corazón y la mate... ¡Oh, mi hijita, tan bonita como era la infeliz!
Rara, la enfermedad de Nela, en verdad. Hasta, los quince años fué una muchacha guapa y alegre, con esa belleza y ese buen humor de la salud; robusta y sanguínea. Panuda esa edad comenzó a adelgazar, a perder los colores de la cara, a ponerse triste, con una honda tristeza fisiológica que no reconocía causa alguna espiritual. Y un mal día la parálisis hizo su aparición. Primero fueron las piernas que se inmovilizaron; pusiéronse después fofas, y se secaron luego, al punto de que, propiamente, la piel se pegó a los huesos encorvados, hinchados en tumores duros... ¡Oh, era un extraño maleficio irreparable! Antojárase que un demonio envidioso de la lozanía de su cuerpo, íbalo consumiendo poco a poco, absorbiéndolo, dejándolo bagazo después de haberle succionado el jugo como a una fruta...
Sentada Nela en un sillón de ruedas, pasaba los días, ansiando acabar cuanto antes, según confesaba. Una gran colcha cubría sus piernas ñoñas y horribles; y, de entre los pliegues de la colcha, surgía su busto nubil y fuerte de virgen y su rostro lindo de rubia.... Su fina cabecita high life, hecha para lucir en los salones, arrebujadita, estuchada como una joya en pieles de animales fabulosos .... Su sonrisa buena, pedigüeña y limosnera a un tiempo mismo....
—¿Quieres ver a Nela, Enrique? Ella siempre te recuerda. Dice que eres ingrato al no venir.
Como no se le ocurrió ninguna excusa aceptable, hubo de acceder a que lo condujeran al cuarto de la enferma. Tía Carlota estuvo un momento allí y salió luego; Rosario Esther se fue también. Como la pobre, aunque fea era joven, pensaba aún en el balcón... Enrique quedó solo con Nela, sintiendo el peso de esa soledad. Habló banalidades. Charló —él que se las daba de importante—, sobre innúmeros asuntos baladíes. Pero, al fin, abordó ella la cuestión esquivada por enojosa.
—¿No sabes? María del Socorro se va para Lima con la familia. Un caprichito de niña mimada y rica, seguramente.
La noticia lo hizo saltar como un punzón.
—¡Mientes! ¿Quién te lo dijo?
—Ella, ella misma. Se embarcan en el próximo vapor. Creo que el lunes, en el «Urubamba».
Vencido por la impresión, Enrique Loy pensó en voz alta:
—¡Me huye!
Y la enferma, con afilada ironía en la voz, le contrarió:
—¿Qué te va a huir, hombre de Dios, si no te quería ni un tantito así?
—No; es imposible eso que ahora dices, Nela.
—Es muy cierto. Ya sabes que éramos íntimas, casi como hermanas, y me lo confesó... Que no te amaba; que hasta le eras fastidioso...
Él se desesperó.
—No quiero creerte, Nela. ¿Por qué ella no me lo dijo a mí? ¡Ah, cómo mentía entonces cuando me llamaba su bebé, su múñequito! ¡Cómo fingía entonces, cuando inventó toda una historia para reñir! Pero... ¡no quiero creerte, Nela! Di que todo es una broma mala que tú me haces. Dilo. Porque eso, aunque lo sea, no puede ser la verdad...
Y salió escapado del cuarto aquel y de la casa; mientras que la paralítica, con la voz preñada ahora de cariño, clamaba por él, llamándolo con la misma familiar denominación de cuando eran pequeños y jugaban juntos:
—¡Quico, Quiquito; ven, oye!
IV
Se plantó Enrique en la acera y entretúvose en contemplar la doble fila de los autos que iban y venían. Evitaba —pretendía— el pensar, el recordar; no desviaba, la mirada fija, temiendo que apareciera cualquier detalle evocador.
Pero el detalle vino: el color de una tela.
—¡Ah, cómo le gustaba a ella vestir de verde mar, para que el traje armonizara con sus ojos!
Aunque lo intentara, érale imposible hablar en tiempo de presente acerca de María del Socorro...
—¡Y qué aires de reina tenía ella con el más sencillo indumento!
Enderezó los pasos por el bulevar, pletórico de circulación, tropezando con los peatones, sin atender a otra cosa que al rápido enhebrar de sus ideas.
Ya en su casa, por costumbre pasó al comedor; pero, casi no probó bocado.
La madre acudió, solícita.
—¿Qué te pasa, Quico?
—Nada; una tesis de oposición a premios, mamá, que he decidido hacer y que me trae un tanto preocupado. Nada, en definitiva.
—Bien; ya estudiarás, luego.
—Sí; esta noche. Y a propósito, no podré acompañaros al teatro. He de controlar ciertas citas. Ya irá con vosotros ñaño José Luis.
José Luís comía, frente por frente con él, en el lado opuesto de la mesa. Era un mozo guapo y fornido, algo menor que Enrique; ocioso a toda prueba, tenía empero dos profesiones atareadas: hacer el oso a cualquier chiquilla ojilinda y jugar a la espada sable con mamá y las hermanitas, cuyos ahorrillos reconocían en él un enemigo formidable.
En ese momento se desbarataba en ademanes de protesta.
—¡Seguro! Yo sí tengo de ir al teatro a aburrirme, en vez de distraer el tedio en la calle... ¡Cómo tú no tienes ya con quién pelar la pava! Pero, si no hubieras quebrado palito con María del Socorro, ¡a ver si te quedabas en casa, tan formalito, controlando no sé qué majaderías!
Rió burlonainente.
Enrique, coloreó hasta el pelo, como suele decirse, y quiso variar el giro de la conversación. ¡Oh, ahora, cómo le era interesante esa humilde hormiga loca que corría por el mantel blanquísimo como por un campo ártico!
—¿A qué se deberá mi inapetencia?
José Luís saltó vengativo e implacable.
—A que estás de monos con la chica, ñaño, convéncete.
La madre intervino.
—¿Pero, oh cierto eso, Enrique? ¿Has reñido con María del Socorro?
Enrique silabeó un resignado “sí”, y calló.
Se levantó a los postres sin haber pronunciado una palabra más. Comprendía: hasta la madre lamentaba íntimamente la pérdida de María del Socorro, con lo difícil que es el que las suegras, y más las presuntas, simpaticen con las nueras.
Ah, pero con María del Socorro era distinto; porque María del Socorro era un ángel...
Y concentró su pensamiento en una frase:
—En conociéndola, no quedaba otra cosa que adorarla.
V
Ya en su cuarto, solo, se dirigió mecánicamente a su mesa de noche y abrió el cajón. Ahí, entre mil chucherías, conservaba una flor que María del Socorro le obsequiara un buen día, —un buen día que irremediablemente se iba haciendo lejano. Se la aproximó a los labios para besarla, y sin besarla la retiró en seguida.
—¡Oh, esta flor marchita cómo huele a cadáver! ¡Qué pobre olor a muerte tiene la única cosa que ella me dió!
Y pensó que, así mismo, su recuerdo, aunque era ahora en él resplandeciente y luminoso como un sol, se iría apagando...; y que algún día, no obstante se empeñara en evitarlo, habría de olvidar... ¡Porque en la vida se olvida todo!
Y pretendió, iluso ambicioso, hacerse dueño de ese instante fugaz... ¡Ah, si se lograra impedir que con los soles nuevos venga el olvido! ¡Ah, si se lograra detener la obra cicatrizadora y sanitaria del tiempo, que echa su generoso polvo de antigüedad —uno a manera de talco secante— sobre las llagas sangrantes!
—¡Ah, si yo pudiera no olvidarla! ¡Gustoso sufriría por ella antes que sentirme vacío de ella!
Su corazón era así como un ánfora llena de ella, y el olvidarla habría sido como derramar el líquido del ánfora, dejándola vacía.
En la hora propicia, sintiéndose seguro en el ambiente familiar, inexpugnable al ridículo, tuvo un gesto lírico y cursi:
—En liza galante, al igual de esos legendarios caballeros del Medievo, ofrecería mi corazón ensartado en la punta de una lanza, al primero que consiguiera atravesarlo; siempre que, al morir por ella, obtuviera una amorosa mirada de sus ojos...
VI
¡Sus ojos!
Como si fuera un grito guerrero y alentador, exclamó:
—¡Sus ojos! ¡Sus ojos!
Su imaginación, exaltada, le pintó esos ojos únicos e imposibles; ojos profundos en cuyas pupilas se repetía el horizonte... o se formaba un horizonte nuevo; verdes ojos marinos, mares ellos mismos; ojos insondables, oceánicos...
Alguna vez, mirándolos, había él repetido la frase fabulosa que ha servido para consagrar el nombre del Grande Océano: “¡Oh, mar, que pacíficas son tus aguas!”
Y en ese mar inconmensurablemente profundo, él, barquichuelo frágil, había naufragado.
—Como en aguas cuyo fondo no alcanzaban mis pies, me metí en ellos y me hundí.
Ahora variaba la fantástica sensación; en vez de sentirse lleno de ella, se sentía ahogado en ella.
Persistió el juego imaginativo, y a poco, como quien realmente se sumerge en algo, cerró los ojos sonmoliento.
Echóse en un diván y se durmió.
VII
Despertó bruscamente. Había tenido pesadilla.
Miró el reloj. La una de la madrugada.
Se desvistió y se acogió al abrigo del lecho.
Durante el sueño, la había visto; a ella.
Seguidamente pensó:
—¡Ah, si tuviera un retrato suyo! Lo colocaría en un marquito, de aluminio, sencillo para que su imagen resaltara más; lo pondría en un sitio alto, como si presidiera mi cuarto; y, lo adoraría ciego de su luz, anonadado de su belleza. Sería como un záparo ante el fetiche.
Y con esa facilidad que él tenía para adecuarse a las ilusiones y vivirlas, se sintió como si el retrato estuviese ya, y, ante él, hincado, lo adorase.
—Te invocaría con tu propio nombre santo y mago, María del Socorro, pan sobresubstancial, ofrenda limpia, trigo de los predestinados... Rezaría, para tí, la letanía, del Sacramento. O, mejor, la de la Virgen.
Calló un momento y prosiguió:
—Sí: la invocación de las vírgenes.
Se exaltó más aún:
—María del Socorro... ¡Ave María, gratia plena! Maris stella... Turris ebúrnea...
Olvidaba el orden, pero seguía el llamamiento milagroso, deshilado, incongruente, mezclando el bello idioma en que Dios, de hablar, hablaría, con nuestra humana lengua:
—Regina, apostolorum... Salud de los enfermos... Consolatrix aflictorum...
Y continuó así, a media voz, haciendo ésta más opaca, hasta que sólo quedó en un castañeteo imperceptible...
Otra vez el sueño cerró pesadamente sus párpados...
VIII
Con el día nuevo vínole nueva energía; en su espíritu negro de inquietudes, se matizó una inédita tonalidad rosa.
Ahora ansiaba la venida mesiánica del olvido salvador y redentor, purificador, lustral, mano que cura...; ahora gritaba por él, anheloso de paz de alma, sediento de aguas de tranquilidad, aguas de mar muerto...
Y si no llegó al olvido definitivo y radical, al verdadero olvido que es la muerte del recuerdo —ese fenómeno natural de defunción de células—, gustó del no recordar... por el momento.
Como quien por delante de un escenario echa una cortina que puede descorrerse. Oculta, sí; pero, detrás, está la misma escena, lista a reaparecer. Siempre. Lamentablemente siempre.
Sin embargo, Enrique Loy se satisfizo con este engaño que a sí mismo, conscientemente, se daba; y, se refociló en él y con él.
Más tarde habría de arrepentirse, sin duda; porque son terribles las resurrecciones del recuerdo; porque, cuando con él el pasado vuelve, vuelve armado de eternidad. Y la eternidad confunde y anonada la humana pequeñez.
Se lanzó a vivir... Y ningún otro modo de decir que esto de “lanzarse”, justamente significaría la manera cómo tomó la vida desde entonces. Fué tal como quien se arroja a un mar revuelto, con ánimo de zambullir entero el cuerpo, dejando que se filtre piel adentro el íntimo sabor del agua.
En toda su alegría —porque la vida es, sintéticamente, alegre— vivió la vida. Y no cabía ser de otra suerte para quien, como él, quería aturdirse, ahogar con ruidos máximos el mínimo interior ruido atormentador.
...Mientras tanto, Judío Errante, peregrino hacia una Meca inalcanzable, el tiempo, indiferente, fue pasando...
IX
Primero de junio. El claro mes amanecía.
Enrique Loy recordó los versos de aquel poeta, monje a medias, que acaso equivocara la ruta...
El día, en que me quieras habrá más luz que en junio;
la noche en que me ames será de plenilunio...
Ese día alardeaba en el cielo un gran sol luminoso, y la noche anterior, última de mayo, fue una magnífica noche plenilunar.
—Parece como si ella me amara. Hay sol y hubo luna.
La frase impremeditadamente dicha, le sonó a hueco. ¿Quién era “ella”?
Hacía cuatro meses que María del Socorro fuérase al Perú, y desde entonces la única noticia que tuvo de ella, la supo por una crónica social de Clovis, quien la citaba, como concurrente a una fiesta en la legación del Ecuador.
—Distrae bailando y de seguro coqueteando la pena de no verme —había dicho él en aquella ocasión.
Pero, en lo sucesivo, había procurado no pensarla.
Mas hoy, espontáneamente, salía a sus labios la frase bandolera que punzaba de muerte su insegura tranquilidad.
—Parece que ella me quisiera hoy.
Añadió:
—¿Qué hará?
Y se contestó:
—Si deseara en verdad saberlo, iría a casa de Nela, con quien presumo que se carteará. ¡Pero no! Además de repugnarme, sin acertar con el por qué, hablar con la... inválida ésa; he de considerar que he cerrado cou chapa Yale el cajón de mi cerebro donde se guarda la memoria de ella...
Rió, como lo hacía cada vez que su pensamiento semimorboso florecía en una “novedad”.
—Si yo fuera francamente loco, ¡qué de cosas extraordinarias se me ocurrirían! Habría que ir a visitar el manicomio sólo por oírme...¡Ah, si yo fuera franca, declarada, inteligentemente loco!
Y lo decía así, porque él, en su recóndita intimidad, se juzgaba por loco, un loco mediocre; que también puede y debe haber mediocridad en la locura.
* * *
En la tarde de ese día había de asistir a un dinner dancing que ofrecía un su amigo.
Aunque tenía decidido no concurrir a fiestas, en las cuales corría riesgo de situarse otra vez en una posición sentimental enojosa, ya que su corazón érale engañoso y desleal; aunque evitaba el trato de mujeres, tímido y previsor como habíanlo vuelto las desilusiones y los fracasos, no pudo negarse a la invitación exigente, y acudió.
En la mesa se acomodó entre dos chiquillas lindas, pero al frente de una solterona de construcción estilo Picio. Bien sabía él que los ojos masculinos no miran para lo próximo. sino para lo distante. Situado así, las chiquillas eran para él lo inmediato, casi propio; la solterona, era lo obvio, más ajeno.
A la hora del baile se arrinconó en una esquina sombreada de heléchos del dancing garden, activa la mirada únicamente.
Entró la orquesta con Wabash Blues.
Rememoró:
—No hace cinco años, los bailes eran por la noche y comenzaban con Lanceros Chilenos.
Se distrajo en ver bailar.
—Tienen razón los viejos. Yo en pater familias, no consentiría en que mis hijas bailaran fox.
Vagamente esperanzado, deseó:
—¡Si tocaran algo nacional!
Expuso su pretensión al director de orquesta, el cual accedió a ella.
En efecto; luego del fox yanqui, se vino encima un boston de última edición —Amor—, obra de un joven compositor porteño que, así mismo, gastaba su inspiración en tangos. Después tocóse una marcha morisca nacional, y en seguida un romantic and sweet fox, también nacional, que tenía un sugestivo nombre: Esto es amor.
Enrique Loy se puso en crítico.
—La culpa de todo la tiene ese revolucionario de Debussy. Ya se perdió la sencillez divina de Mozart, la divina facilidad de Chopin... Porque, antes, la música era algo fácil y sencillo hasta en los grandes genios musicales. Beethoven será tremendo y ampuloso, pero en el fondo se deja comprender... ¿Hoy? Sí; Debussy es el responsable, el gran responsable ante la historia del arte; su reforma es el pretexto madre de toda esta abundante flora de barbarismos musicales... ¡Caiga, pues, sobre él el peso del fallo irrevocable! Desgraciadamente, estos compositores nuestros tienen talento; pero, si lo emplearan en algo más noble y más intenso que esa música chinganera, ¡cómo sería mejor! La ópera Cumandá es un ejemplo a seguir... Mas, así como son, yo, aunque acaso del todo no se lo merezcan desde lo alto de mí mismo los llamaría ¡victorianos!
Enardecido, a poco si grita:
—¡Viva la República y lo suyo!
—¿Por qué no baila, señor Loy?
A la insinuación de la amiguita guapa, que acaso le fuera propicia al amor, mintió:
—Tengo una luxación en el pié, señorita. Dispense.
Detrás de él, oculta en alguna frondosidad, debía arrullarse una pareja dé amantes. Oía...
La ilusa voz masculina.—¡Tú no me quieres!
La voz de la eterna quimera.—¡Ya sabes cuánto soy capaz de quererte!
La ilusa voz masculina.—Tú amas aún a Juan Manuel. ¡Eso es lo cierto!
Seguidamente venía la protesta de ella, igual a todas las protestas de ellas.
Enrique Loy dejó pesar esta frase de gruesa factura, pero que en su estado de ánimo él encontró sutil:
—La mujer es un animal «protestante».
Rió. Y, para matar el tiempo, dióse a explicar el asunto aquél, según su criterio.
—Ella tiene razón, sin duda. Ya no ama a ese Juan Manuel que motiva silenciosamente, desde el fondo de amenaza del pasado, los celos retrospectivos del amante actual. Lo quiere, sinceramente, a éste, ahora... Pero, ¿lo querrá siempre? Es la vieja historia... La vieja historia rehecha y repetida, que cansa como un enrevesado folletón interminable... Después de un amante, viene otro; caído un trono, en el dominio cordial de Fémina —que no ha leído ni leerá a los enciclopedistas—, surge un trono nuevo, con una sucesión sálica correctísima. La mujer no ama a Isaías, ni a Samuel, ni a Jacobo como tales Isaías, Samuel o Jacobo: ama la idea de Hombre, el substractum —diría puesto en filósofo barato— de la masculinidad... Al primero, al que la despertó, lo ama más; en los otros, o para los otros, el cariño —que es el mismo— sigue un orden descendente. ¡El amor de la mujer es una escalera! ¿Cómo? Grotesco, pero cierto... Cuando una viuda afirma, por ejemplo, que no será de otro hombre, no miente sino en cantidad; del primero fue enteramente, como no será del segundo, ni del tercero, ni de los que a éste sigan. Pero, lo tal no depende de ella —valga decir, no es un producto de una consciente reflexión, ni es mérito, ni vale loarse: es un fenómeno natural de cansancio, de fatiga... Recuerdo que una vez cierta chiquilla, transcurridos escasos meses de la riña con un amante, y teniendo ya otro, me decía: «Es que yo a nadie he querido. Lo reconozco, aun con el baldoncillo que me cae por lo de haber mentido amor a otros. Es a Antuco (el actual) al que quiero. Es a él al único a quien verdaderamente he querido. Lo demás... ¡puah!... humo de pajas. Era al decir estas frases cuando mentía —claro que no propositadamente— por lo que a los otros hacía referencia. Desde su punto de vista, decía la verdad. Ya no recordaba que amó a los anteriores, y —justamente— le parecía que no los había amado jamás... Y se engañaba de buena fe. Que es cosa ésta muy femenina de mentir sin intención y de hacer mal sin malicia. Eva lo que ha sabido bien siempre a más de entrar en compincherías con la serpiente paradisíaca, —es ser madre, o poetisa—, que es una suerte de maternidad... En lo demás, concluye cuaternaria... Cuanto a su amor, resulta éste a la manera de un reflector que puede ir de aquí para allá, enfocando un lugar u otro. Pero, es la verdad que el tal reflector se va opacando tiempo adelante, y como alumbró el primer sitio, no puede alumbrar ya los demás...
Pero, después de esta biliosa disertación, adecuada para un centro feminista o cosa así, y con la cual acaso él mismo no estaría de acuerdo en lo íntimo, se arrepintió. Porque casi había arrepentimiento en su pregunta:
—¿Y si a mí, ahora, me está pasando lo mismo con María del Socorro? ¿Qué número será el mío entre sus amantes?; ¿qué escalón ocuparé?
Para conjurar el temido desborde que amenazaba venir, refrenó:
—La mujer es una cosa que no vale la pena...
Ocurriósele la frase del filósofo:
—«La mujer es una hermosa bestia de cabellos largos e ideas cortas». ¡Eso! ¡Admirable! Pero, ahora las mujeres se cortan melena. ¿Entonces? Ah, es que las ideas —para guardar la relación debida—, se han acortado por su parle... ¿Y las feministas? ¡Esas son las supermujeres!
Caía otra vez en el lugar común:
—¿A cuántos habrá amado antes que a mí María del Socorro?
¡Oh, era imposible dejar de pensarla! ¡Maldito el recuerdo! ¡Y cómo le obsedía!
—¿Por qué el Letheo no será una realidad?
X
Lunes, cuatro de setiembre. Las nueve de la mañana.
Enrique Loy tenía, que despachar un asunto urgente en la administración del hotel Ritz, y se llegó a las oficinas de la planta baja.
Le llamó la atención la lista de pasajeros, y púsose a leerla. Se sorprendió. “Principal,—dep. 17.—J. G. Ebara, señora e hijas”.
¡María del Socorro había regresado, y él, si quería, podía verla!
Se decidió. Subió hasta el principal. El janitor de piso lo condujo al departamento número 17 y entró a anunciar su visita con la tarjeta que diérale Enrique. Esperó éste afuera, en el vestíbulo.
Cuando el empleado salió, le indicó que iba a ser recibido.
Penetró en la salita, vulgar e impersonal como todas las salitas de hotel, y buscó un asiento que imaginó “estratégico”, frente a la puertecilla que comunicaba con las piezas interiores del departamento, cerrada ahora.
—Cuando esa puerta se abra —musitó mientras se acomodaba en la postura que le parecía más elegante—, mi emoción será mayor que la que sintió Lord Carnarvon al abrir la cámara mortuoria de Tuthankhamen.
Aunque la comparación surgió espontánea se le antojó burlona:
—Hay cosas que piensa uno, y que luego quisiera no haber pensado...
Recién se iba dando cuenta de 1a realidad; porque casi hasta verse sentado allí, en la salita del 17, había procedido mecánicamente.
—María del Socorro ha llegado...¿Cuándo? ¿Cómo, corazón si la amas, no me lo anunciaste? No; bien hecho. has procedido muy correctamente, corazoncillo mío. A ella
correspondía avisarme... “pero mándame un mensaje con tu mano, con tu paje —con el viento o con el sol—, o, aromado con tu aroma, —que lo traiga una paloma-tornasol...” tal hiciera la princesa de Rubén Darío... Esto me viene en probar que si ella no me ama... tampoco la amo yo, y estamos pagados. A cualquier otro tipo, así que la adorada pisa el muelle, le late más deprisa el corazón o le sobreviene una conmoción nerviosa.
Se alegró en la conclusión lógica:
—No la amo.
Pero, en ese momento María del Socorro apareció en el vano de la puerta, erguida, con el pelo suelto a la espalda, vistiendo una linda matinée blanca.
—¡Hola, Enrique! ¡Mire usted que se presenta a saludar a las amigas a los tres días de llegadas! Tardía bienvenida.
A Enrique se le declaró en ese instante una endiablada parálisis lingual.
—¿Cómo está la mamá?; ¿cómo van los estudios?
¡Lo trataba como a un chiquillo! “¿Cómo está tu mamá, niñito?; ¿cómo sigues en la escuela?” Eso era capaz de vencer la parálisis; y, en efecto, Enrique habló. Mas, por mucho que intentó llevar el agua a su molino, procurando una conveniente intimidad, la listeza de su interlocutora hizóle fracasar.
Sin embargo, cuando supo que el resto de la familia Ebara había salido a rever la ciudad esa mañana, y que María del Socorro lo recibía sola “porque eso no tenía nada de particular, ya que él era casi un amigo de confianza”; acometió con osadía en la frase:
—Cada día, más guapa ¿eh? Como para que la adoren más. En razón directa...
Esto era una vulgaridad; pero, Enrique no estaba como para gentilezas, y peor que peor, para alambicamientos.
Queriendo hacer una broma “de estilo”; pero, con la íntima seguridad de que vendría un “no” rotundo, aventuró:
—Sé que está de novia allá en Lima. Supongo que...
Y la sorpresa de Enrique no tuvo límites al escuchar la respuesta que contenía una afirmación:
—De veras que las noticias vuelan... Tienen alas... Yo creía que usted no lo sabría....Pero, mire.
Con la voz un poquito trémula, añadió, confesando:
—Efectivamente; estoy comprometida con Ernesto Ayala Garmendia, secretario de la legación del Paraguay en Lima.
Enrique Loy no había visto en su vida, a un paraguayo; así que la curiosidad pudo mucho en él.
—¿Cómo son los paraguayos? ¿Es cierto que hablan sólo guaraní? Luego, usted debe hablar... ¡Ah, pero será, una lengua muy difípil!
Lo cortó la carcajada de ella. Comprendió que estaba desastrosamente metiéndose en payaso.
Mas, en seguida se hizo esta reflexión:
—Mejor que mejor. Así creerá que no la quiero.
Con todo, vino la reacción.
Fue mansamente irresistible. Como un suspiro que no se puede contener...
—Y yo, María del Socorro, que la he amado tanto...
Puesto ya en camino, la recriminó amargamente. Y habló. Como siempre sucede —y a él sucedía un tanto más que a la generalidad—, habló demasiado.
El diálogo tomó a poco un inesperado sesgo. María del Socorro se defendió, acre, con violencia, como si tuviera la razón.
Y acaso la tenía.
—María del Socorro se gasta una clase de alma que ya no se usa..., —comentó finalmente, para sí, Enrique Loy cuando concluyó de hablar con ella.
De lo que le dijo, adivinando, deduciendo e induciendo, Enrique quiso sacar una conclusión que nunca hubiera querido suponer.
—Había un oculto motivo para que yo sintiera, antipatía por Nela. No así por gusto el instinto advierte.
Cuando salió del hotel, había agarrado desnuda la verdad.
¡La definitiva verdad de su desgracia!
XI
En plena calle, se sintió arrastrado por la multitud; y, un poco de su alma atrozmente sensitiva en ese rato, se fué en la marea del tráfico, con los demás, allá, a perderse.
—Sin embargo, yo tenía algo que hacer...
Lo detuvo un grupo de transeúntes bruscamente parados, y se acercó.
Pero, ¿por qué, señor gendarme, da usted de sable a un ebrio infeliz? ¡Es una injusticia! ¿No ve usted que él se emborrachó con aguardiente que paga impuesto? Si, el estado vive, en mucho, del vicio, ¿a qué título hace moral? Recuerde usted que, a pesar de su crasa ignorancia, de su insignificancia personal, la voz de usted, en este minuto, señor gendarme, es la voz del estado!
Gustó el encanto de meditar.
—¡Oh, es el viejo odio policial contra la pobre gente, qué aprovecha estos zafarranchos de combate para lucir...! Sí; pegue usted, señor empleado, en las espaldas del pueblo sufrído y aguantón; rocín suyo es ahora. Pero, más adelante, usted caerá —caerá, no; se levantará—, y será pueblo... La historia es así: encima y debajo; yunque y martillo. Su turno es. Golpée, señor empleado. Otra vez. Otra más... ¿Por qué cesa? ¡Ah, es que se ha cansado! ¡Es que la mano se cansa de golpear! Hasta eso fatiga a la endeble humanidad.
Se controló.
—Sin embargo, yo tenía algo que hacer.
Y recordó.
La ira, poco a poco, íbalo llenando como a un tonel.
Rebosó al fin.
—He de ir a casa de mis.primas, y diré a Nela todo lo viborina y dañosa que ha sido conmigo.
Pasaba un auto desocupado, y por justificar la prisa que sentía, lo llamó.
Dió al piloto del vehículo la dirección, y tres minutos después deteníase el auto frente a, la casa de las Altar de Loy.
Cuando Enrique pudo estar a solas con Nela, tuvo una ráfaga de vacilación.
—¡Pobrecita impedida! No vale la pena el hacerla sufrir.
Mas fue esa impedida quien pudo arrebatarle a su María del Socorro. No; había que vengarse en ella del mal inmenso e irreparable...
—He sabido, Nela, cuanto tú hiciste para provocar una ruptura mía con María del Socorro. Hablé ahora con ella, y si bien no me lo dijo claro, no era preciso mucho esfuerzo para comprender. Su proceder fué noble; mientras que el tuyo...
La miró.
Silenciosa estaba Nela y débil; pero, inconcebiblemente más fuerte en su serenidad que él, agitado de ira, tormentoso... Vio sus ojos, secos, muy secos y muy lindos, de los que nunca él conseguíría —pensaba—, rebeldes como eran, hacer brotar una lágrima. No obstante, ahora parecían humildes.
Prosiguió, burlón:
—¿De manera que tú me amas y fueron celos que te movieron? Ah...¿no recuerdas que tú no puedes amar?
Quiso herirla más.
—Con tu pobre cuerpo inválido, tú estás fuera del amor, Nela seguía muda y serena.
Enrique Loy pensó: “Esta mujer me ama”. Y lamentó, y hasta maldijo la parálisis traicionera ... .“Ah, si fuera sana, como el amor requiere que sean sus servidores!”
Tornó a mirarla.
La gran colcha tapaba sus piernas ñoñas y horribles. Y surgía de entre los pliegues de aquélla, su busto nubil de virgen. Y flameaba su fina cabecita high life, hecha para lucir en salones, arrebujada, estuchada como una joya en pieles de animales extraordinarios.
Se conmovió él apenas.
—Nelita...
Pero la ira lo había llenado. Era un tonel repleto.
—No debiste hacerlo.
Esperó una frase que no venía.
—¡Responde!
Contestó Nela, al cabo:
—Sí; no debí hacerlo. Pero, lo volvería a hacer. No sé... En principio tienes razón. Sólo que yo no estoy fuera ¡sino por encima del amor!
Enrique Loy se volvía necio en su rabia:
—¿Con qué derecho tú...?
Fué ella, ahora, quien violentó la escena:
—¿Que por qué te he amado?; ¿que por qué hice aquello? No lo sé. Ni explicarlo para que tú lo comprendas, sabría nadie. Hablas, Enrique, como macho fuerte y sano que eres; no sientes con tu corazón sino con tu salud... Yo soy enferma; y humildemente, sin rencor alguno, lo he cedido todo... Mas en la vida hay un derecho inalienable que no estuvo en mí el ceder...¡El derecho al amor!
Sus propias palabras fueron como el golpe de la vara de Moisés en la roca. De sus ojos secos, atrozmente lindos en un momento, brotó el llanto a raudales, copioso, incontenible...
Con voz entrecortada, añadió aún:
—¡El derecho al amor!
El desertor
Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne lacerada.
La peonada se encaminaba a la labor, madrugadora y diligente. Eran quince los peones: encanecidos unos en el mismo trabajo rudo y anónimo; nuevos, otros, retoños del gran árbol secular que nutría de luengos tiempos a los dueños. Adelante, guía de la marcha, iba Prieto, el teniente.
¡Cuánta envidia causaba Prieto a los compañeros noveles! Veían en él al hombre afortunado, protegido de quién sabía cuál santo patrono, que se alzó desde la nada común hasta la cúspide de un grado militar: ¡Teniente!
—¡Mi tiniente! —decíanle a cada paso con unciosa reverencia, opino si se tratase de una majestad—. ¡Mi tiniente!
El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba con sus voces el andar cansino de los peones.
—¡Apurarse, pué! Nos va a cantar la pacharaca, de no.
Había un rebelde: Benito González. Se retrasaba siempre.
—Ya voy, tiniente. Un ratito no má. Es que la ñata me ha llamao.
El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su fuerte aquello de agnados y cognados.
En gracia al parentesco le guardaba a Benito más consideraciones. A los otros hubiérales soltado, acto seguido, una chabacanada; a él, lo aconsejaba.
—¡Apúrate, Benito! Deja la hembra pa dispué. Apriende de mí, que trato a las mujeres como a las culebras; apriende. De no, lo mandan a, uno. Vos sólo estás metido onde la Carmen, y cuando te llama tenés de ir inso fasto... ¡Caray, la juventú de ahora! En mi tiempo la mujer era pa un rato, y dispué... ¡a gozar uno, a diveltirse por otro lao! Vos, no: como er cuchucho. Ni trabajar podés. ¿O es que querés quedarte así pa siempre, con la mesma paga?
Benito humillaba la vista, y echaba adelante. Suspiros entrecortados escapabánsele luego, y maldecía por lo bajo del guía, de los compañeros, del trabajo, de la vida dura.
¿Que él no tenía ideales?; ¿que no aspiraba nada más que a peón? Muy engañado, su pariente. A los dieciocho años, ¿cuál que no tenga siquiera ilusiones? Benito anhelaba superarse en lo futuro, ser “otra cosa”, sobresalir. Y si hasta entonces no lo había procurado, era por ella, por la ñata Carmen.
Porque para dar cima a su sueño, precisaba alejarse de la amada, y eso él no podía hacerlo. Hubiera deseado olvidarla, aventar al aire su recuerdo como cenizas, como vedijas ingrávidas; hubiera deseado... y ni lograba positivamente desearlo.
Resignado, se sometió al trabajo embrutecedor de la hacienda. Le pareció lo mejor por de pronto... Más tarde... ¡ah!, más tarde...
Benito había concretado su ejemplo a seguir en un hombre: Prieto, el teniente. ¡Ser como Prieto, acaso más que Prieto! Y soñaba: triunfante la revolución —aquella que lo hubiese contado en sus filas—, volvería jinete en recio potro maneador, terciada la Winchester infallable, y el amplio jipi con cinta tricolor llevado a la bandolera. Entonces, don Carlos, el padre de la ñata, no advertiría que era poseedor de ocho vacas paridoras, mientras que el padre de Benito sólo tenía dos; y Carmen —su Carmen— que aún así pobre parecía quererle, lo recibiría toda llena de amorosa confusión, estremecida y ruborosa.
Sueños. La realidad era muy distinta.
A intervalos, seguía sonando la voz del guía:
—¡Breve, que se hace tarde!
El camino atravesaba ilimitados sartenejales. En la todavía lejana meta —el potrero a resembrar,— esperaba el pesado espeque y las plantas sacadas fuera, que languidecían por tornar presto al seno maternal de la tierra.
* * *
¡La revuelta! Allá lejos, tierra adentro, se había “levantado” el
comandante Ruiz, el Negro, a la cabeza de un centenar de jinetes,
peones casi todos de los fundos aledaños.
—¡Mardito sea er gobiesno, caray, que roba ar pueblo y lo exprime! —dijo Prieto al enterarse de la para él buena nueva—. Gracia que todavía hay hombres como el negro Ruiz que se amarran los pantalones a la centura, que de no....
Y añadió, nostalgioso:
—¡En mi tiempo...!
Como si quisiera justificarse, agregó:
—Ahora ya no puedo; estoy baldao: este brazo que se me encoge... Pero quedan los mozos. Como un solo hombre debían d’irse, en masa.
Su mirada se fijó, larga y dulce, en Benito que agrandaba un surco con el espeque:
—Vos, cholo, ¿vas u no?
Benito respondió secamente:
—Voy.
—¿De de veras?
—De de veras. Mañana mesmo: en canoa.
—Ta bien; vos eres hombre, pué.
Conforme a lo dicho, al día siguiente, hacia la madrugada, Benito aparejó su canoíta. y se preparo a remontar la corriente de Río Chico, un estero poco profundo que se adentraba muy lejos a través de las haciendas.
—Hasta Cocha te podés ir por agua; dende Cocha, por tierra, hasta las Cruces. Allí está Ruiz. Si no lo encontráis, pregunta; cualquierita te da razón.
—Ta bien, tiniente.
—Y que cuando güervas, si güerves, que seas también tinieute vos. U más: general... capitán...
Al observar la inocultable melancolía del recluta, Prieto inquirió:
—¿Tenes pena?
La respuesta se negaba.
—¿Tenes pena?
Al fin contestó Benito:
—¡Claro, pué! ¿No ve que la dejo a ella?
—¡Bay, flojo! A la güerta, la cogés pa ti, pa siempre.
—¿Y si no güervo?
—Er muerto no siente.
—Pero...
—¿Qué? ¿Te dispediste ya?
—Anoche.
—¿Y?
—Se engringólo, pué... Que porqué me iba; que no la quiero; que se desquitará.
—Deja no má que diga. Dispué le pasa.
—¿Le pasará?
—Seguro; las mujeres son como la luna: tienen menguantes y crecientes. No hay qué hacerles caso, pué. Ahora, ándate ya.
Llegada a su limite la vaciante, á poco voltearía la marea. Era el momento propicio a la salida.
—Tarás en Cocha con la repunta. ¡Larga!
La canoíta parecía inquieta, como si deseara aventurarse pronto por entre las dificultades del riachuelo; Sirviéndose del canalete, Benito la separó del barranco.
—¡Adiós, pué!
—¡Adiós!
Erguido, con un pié en la borda y el otro en el fondo de la embarcación, Benito comenzó a bogar pausadamente. Desnudo de cintura arriba, su torso parecía el del discóbolo de Mirone.
La canoa, mal dirigida, zigzageaba.
—¿Qué pasa, hombre? Popea bien. ¿O es que estás camaroneando? Sorbe un trago de agua pa que te pase er susto.
Benito volvió el rostro.
—No es miedo. ¡Es que tengo pena, tiniente; es que tengo pena!
El curso del estero torcía bruscamente. La frondosidad de los porotillos orilleros interceptaban las miradas.
—¡Adiós!
Esplendía ya el sol en el cielo.
Prieto decidió el regreso; se aproximaba la hora de trabajar, de “ganarse er día”.
Pensó en su pariente.
—¡Pobre! —se dijo—. Va triste, y a los tristes busca la bala...
* * *
Seis meses duraba ya la revuelta.
Iniciado en oculto rincón de la montaña, el incendio envolvía ahora en sus llamas a todo el país: desde las tierras bajas y calientes hasta las altas tierras frías, quizá hasta las selvas inholladas de allende la cordillera oriental de los Andes.
Y, como siempre sucede, gentes anónimas, amparándose hipócritamente tras el estandarte de la rebelión política, asolaban los campos.
¡La montonera! ¡El miedo inmenso a los montoneros que suelen tornarse en pesadilla de los hacendados y horror de las vírgenes! Y luego, para colmo, “la remonta”, saqueo oficial, y el robo descarado.
Seis meses de tal vida dejaron exhaustos los ánimos. Nadie quería sembrar los campos, temiendo imposible destrozo; nadie, tampoco, tenía voluntad para hacerlo: una enorme fatiga —esa fatiga que al fin produce la continuada tensión nerviosa,— pesaba, sobre los seres. Hasta los más entusiastas por la lucha, los que más de cerca seguían sus incidentes, deseaban ya la paz fecunda y bienhechora.
—¡Caray, que gane arguno! Cuarquiera. Lo mesmo da.
—Lo mesmo. En arribándose, se orvidan de lo que ofrecieron.
Hacía mucho tiempo que los hombres de los campos habíanse convencido de esta cruel verdad de la política paisana: un jefe de partido les prometía encantados paraísos; los enganchaba en sus filas; aprovechábase del tesoro de sus arrestos y su sangre; triunfaba .... ; y, luego, ellos, los vencedores de veras, a curar sus heridas, a explotar la caridad extraña, con la exhibición de sus lástimas físicas, a vegetar de nuevo —en las rústicas soledades— rumiando recuerdos...
Esto era lo cierto. Precisaba resignarse a cómo se brindaba la vida.
Además, ¿no conseguían, y esto todos, tener, al principio, una gigantesca fuerza de ilusión, de esperanza en lo porvenir, que los elevaba de largos codos sobre el nivel común? Siquiera en algo, pues, se recompensaban sus martirios y sacrificios. ¿Para qué pedir más si no era logradero?
¡Seis meses! Ríos de sangre corrieron; colinas hubiéranse podido levantar con los cadáveres. Y esto, ¿con qué objeto? Con uno solo, acaso: que en los decretos ejecutivos, inconsultos cuando no innecesarios, una firma sustituyera a otra.
¡Un nombre! Por un nombre, cuando no es un símbolo, aunque se lo quiera presentar como tal, no se debe luchar...
Durante su prolongada ausencia, apenas si se tuvieron en la hacienda noticias de Benito. Súpose por un diario de fecha atrasada, que estaba herido de gravedad en un muslo —fractura del fémur, rezaba el dato;— luego, que había sanado, que reingresaba en las filas revolucionarias con un ascenso.
—Ya es teniente ¿no ven? —dijo entonces Prieto a los peones—. Y los de acá, flojos, pollerudos, que no quisieron d’ir...
Gervasio, uno de los trabajadores, sonrió con malicia.
—Mejor hace si se queda.
El guía, amargamente, sonrió también.
—Vos sabes porqué decís eso, pué. Tenés razón.
Y masculló palabras incoherentes, amenazas, insultos.
Sí; tenía razón Gervasio. Mejor hubiera hecho Benito en quedarse.
Él, presente, habría servido de muralla defensora a Carmen contra su propia debilidad de mujer.
—Si está aquí, no cae ella como cayó...
—¡Claro! O a lo meno...
Prieto intentó averiguar detalles:
—Dicen que la ñata no quería; que Goyo abusó por la juerza....
—Verdá; yo mesmo lo vide. Tábamo en una tambarria onde er viejo Caslo. Usté sabe cómo son los bailes pal santo del viejo: ocho días. Y entonces jué que aconteció. Ella no quería; la ajumamo.
—¿Vos ayudaste?
—Como soy interesao con Goyo...
—Por la ñaña, ¿no? ¿Le hacés er cuco?
Por las mejillas moreno-ceniza de Gervasio, pasó algo que quiso ser rubor.
—Sí —confesó.
Prieto adoptó aires de juez:
—¿Benito no era amigo de vos?
— Verdá. Pero como estaba ausentao... Goyo era amigo de ér, también.
En los dientes apretados del guía se detuvo el calificativo que iba a escupir al rostro a Gervasio.
—¡Rocen más ese lao! —ordenó a los peones, por variar de asunto—. Quedan sus yerbas.
* * *
Junio. Día de sol. Amalgama de oro con estrías azules —desgarramientos de añil,— era el aire.
Hacia las once sonó la campana grande de la hacienda.
—¡La llamadora! ¡A comer, pué!
Todos los trabajadores, poco a poco, fuéronse llegando a la casa del patrón, quien —conforme a la Añeja costumbre— dábales, además de la paga, el yantar.
Los primeros en acudir fueron los de los distantes potreros de tierra adentro, que abandonaban su labor antes de la hora; luego, los que trabajaban en sembríos de la orilla, más próximos a la casa.
Los últimos trajeron la noticia:
—Dicen pué, yo no lo hey vido, que Benito ha llegao.
—¿Que ha llegao?
—Sí; de mañanita, a caballo.
—¿Er patrón sabe?
—No; Benito ta escondido; ha venido desertao.
A Prieto lo trastornó la noticia. Rechazó la comida y apresuradamente se trasladó a la casa de su pariente.
—¿Qué hay de verdá? —preguntó desde abajo a la madre de aquél—. Diz que ha llegao, ¿no?
—Sí; a la madrugada. Pero no quiere que lo vean.
—¿Por qué?
—Ha desertao.
—¿Y sabrá eso, lo de Carmen, pué?
—¡Bay! Pa eso desertó.
—¡Ta malo! Hay que hablar.
—Venga no má. Usté es de confianza
Prieto subió. En el cuarto que servía de sala, tendido en una hamaca que casi se arrastraba sobre el piso de cañas, estaba Benito.
Había ganado en estatura, según parecía, y su cuerpo había engrosado.
Cuando advirtió al guía, se incorporó.
—¡Toy fregaol-dijo a guisa de salutación-; Herido!
—¿En la piesna u aquí?
Y Prieto tocóse el costado izquierdo del pecho.
—Ha adivinao, tiniente. ¡Aquí!
—¿Y qué vas a hacer?
Benito señaló con un gesto su afilado machete curvo, que pendía de la pared. Como cediéndole al arma la palabra:
—Contesta vos, raboncito —dijo.
Prieto, comprendiendo, asintió.
—¿Cierto que tás de fuga?
—Cierto. Me escapé pa venir acá no má, a desquitarme.
Andan en mi detrás, pisándole los cascos ar caballo. Yo cogí la trocha nueva de San Juan pa que no me agarraran; pero como carculan onde estoy, no tardan en...
—Te escondés pué.
—Según. Quiero entenderme antes con Goyo: er que la hace... Dispué ¡qué importa!
La vivienda de Goyo —un ramadón miserable,— estaba situada cerca de la de Benito.
—A las doce cae Goyo a su casa, ¿no?
—De costumbre.
—Entonces, ya mesmo.
—Ya mesmo.
El guía se inquietó.
—¿La habís vido a la ñata? —preguntó.
—No, ¿pa qué?
—¿Sabes bien er caso?
—Me lo han contao. Er juó er causante: la ajumaron... ¡De no!
—Pero se va a casar.
—¿Y yo qué hago? Tié ér que pagarla antes.
—Te vas a amolar pior.
Benito sonrió con indiferencia.
—Una vez no má se muere —dijo.
Parecía como si todos en la casa se asociaran en la venganza. Fué la propia madre del desertor quien le dió el aviso:
—Ya vino er sucio ese de Goyo,
Benito se incorporó, requirió el machete y se dispuso a ir a casa de su enemigo.
Prieto, sabedor por si propio de cómo eran de tercos en sus pasiones los hombres de los campos, lo siguió en silencio; Benito iba adelante, a prisa.
Recorrieron así el corto trecho que los separaba de la casa de Goyo; pero, poco antes de llegar al pie del ramadón, el viejo teniente se detuvo.
—Yo veo de aquí, no diga que somos dos pa él solo.
El desertor avanzó. Acaso había sido advertida su llegada, porque puertas y ventanas estaban cerradas. Paróse al frente de la casa, y gritó:
—¡Goyo! ¡Goyo! ¡Sar si eres hombre! ¡Tú y yo, acá ajuera! Trae machete no má...
Adentro hubo un tumulto. Se abrió la ventana y apareció una cara simpática de mujer: aquello era un ardid.
—¿Qué se ofrece?
—¡Carmen! Benito vaciló. Honda conmoción agitólo; pero reaccionó bruscamente.
—¡Mardita sea! —vociferó— ¡Esconde la máscara vos! Con Goyo es que quiero agarrarme.
Y esgrimió, amenazador, el machete que espejeó ni sol.
Atemorizada, la mujer se retiró en seguida.
—¡Goyo, sar no má! ¡Yo solo estoy pa tí!
En aquel instante, rasgó al aire horrenda blasfemia: la había lanzado Prieto.
El desertor volvió el rostro y se dió cuenta... A tres cuadras a lo sumo, compacto grupo de soldados revolucionarios —sus propios “muchachos”— avanzaba a carrera tendida, con los fusiles listos a disparar.
—¡Escóndete, ñato! ¡Pa el río busca!
El pobre guía temblaba por su pariente. Este, al primer estímulo, intentó huir. Corrió... Luego se paró en seco y arremetió contra la entrada del ramadón.
—¡Mardita sea! ¡Goyo, sar, caray!
Quería echar abajo la puerta. Sabía que iban a apresarlo y que, de seguro, le aplicarían a su vez la “ley de fuga”, cuyo peso en tantas ocasiones hizo él sentir a los desertores y a los prisioneros; sabía esto, más no lo temía. Lo que temía, lo que lamentaba con toda su alma, era que le impedirían tomarse el desquite.
En el colmo de la desesperación, suplicó) a su rival que saliera “para matarlo”.
—¡Goyo, por Dios! Hermanito, sar no má... Dos machetazos... Hombre a hombre acá ajuera. ¡Ve que me van a coger, Goyo! ¡Sal, hermanito! Hazlo por ella, de no: ¡por la ñata Carmen!
Llegaron los soldados y se engañaron con la actitud del desertor.
El que los mandaba ordenó:
—¡Apunten!... ¡Fuego...!
Como un descuajaramiento de rocas, sonó la descarga.
—¡Raaaas!
El cuerpo de Benito, acribillado, cayó... De las heridas, la sangre aún cálida, a borbotones comenzó a manar...
El fin de la Teresita
Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono patético que si bien no convenía al ambiente, —un rincón del club no muy apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.
Regresábamos de un crucero hasta las Galápagos, a bordo del cazatorpedero "Libertador Bolívar", la unidad más poderosa que tenía entonces la armada de la República. Era yo guardiamarina, quizá el más joven entre mis compañeros; porque hace de esto, más o menos, veintitrés años. Habíamos cumplido la primera escala, luego de la travesía del Pacífico, en la isla Salango, y después, siguiendo la costa de Manabí, demoramos, para hacer maniobras de artillería, entre Punta Ayampe y las islas de Los Ahorcados.
—Mar bravo en esa altura —interrumpió uno de los oyentes.
¿Usted conoce? Sí; mar bravo —continuó el narrador— y, justamente por eso escogió el comandante esa zona para que los noveles artilleros hicieran ensayos de puntería, disparando contra blancos movedizos y pequeños: un botecillo viejo, un palo, una boya, llevábamos dos días en maniobras; al amanecer del tercero hubimos de forzar máquinas con rumbo al norte, no recuerdo por cuál motivo, hasta colocarnos a relativamente escasa distancia arriba de las islas de los Ahorcados, que teníamos a la vista. Por cierto, continuábamos en nuestra tarea. Hacía el medio día, advertimos que de la costa de una de las islas se separaba un bongo y que una persona avezada sin duda en el manejo del remo, lo dirigía seguramente hacia nuestro buque. Cuando la pequeña embarcación, que a cada momento las olas parecían tragarse, estuvo a suficiente distancia de nosotros, el oficial de toldilla conminó a su pasajero para que la alejara; pero éste se afanaba en ademanes que claramente daban a entender que solicitaba permiso para atracar al costado del "Bolívar". El comandante, que en ese momento estaba junto al oficial de toldilla, accedió a las mudas súplicas del hombre del bongo y dio órdenes para que le permitieran abordar. "A lo mejor se trata de cosa que nos interesa", dijo. Era algo inusitado que el comandante violara el severo reglamento de las naves de guerra, que terminante prohíbe que un civil suba a ellas, o se aproxime más de la cuenta, sin superior permiso o salvo casos de fuerza mayor, peor aún encontrándose la unidad en alta mar; pero, el aspecto del hombre del bongo no era como para infundir sospechas, y, además, la República gozaba, por ventura, de completa paz interior y exterior: fue dos años más tarde el conflicto con el Perú.
Ciertamente, no había nada que temer; amén de que de ningún modo se le permitiría al visitante conocer el sistema de defensa de la nave: sería recibido en la escala. A poco, había trepado aquel. Era un cholo viejo, como de unos setenta años, baldado de un brazo. Su figura lo señalaba como uno de esos lobos de mar nuestros, que lo mismo saben ordenar una maniobra de velas para desafiar al temporal, que conducir a un barco de alto bordo, por entre peligrosas sirtes fluviales —entre Scila y Caribdis—hasta la ría de Guayaquil. Parado en el portalón de babor, con aire encogido, jugando con el jipijapa entre las manos inquietas, preguntó por nuestro comandante. "Soy yo", manifestó éste.
Un mozo que con una servida de gin se acercó a nuestro grupo, interrumpió al narrador.
Así que se hubo hecho honor al aguardientillo, prosiguió el marino:
—Quisiera conocer lo bastante el dialecto de la gente costeña para reproducir el discurso del cholo con las mismas frases, con los mismos modismos por él empleados; pero, como no puedo hacer tal, trataré de, lo más fielmente que me sea posible, repetiros lo que dijo y que tanto nos conmovió: "Vea, mi comandante" inició; "ustedes están haciendo tiro al blanco con los cañones y yo quiero ofrecerles un blanco bueno para que mejor aprendan a disparar los muchachos. Es mi balandra, mi "Teresita", ¿sabe? Ya está muy vieja y no se puede hacer a la mar. Antes, sí. ¡Era de verla! He ido en ella hasta el Perú; y, varias veces, hasta Colombia. A Galápagos, ni se diga. Una ocasión fui —no lo ha de querer usted creer— hasta Nicaragua, por orden de mi general Alfaro, y traje de allá a veinte oficiales que venían al Ecuador a Pelear con los godos. ¡Era de ver a mi "Teresita" cómo jugaba con las olas, cómo las esquivaba, orzando a babor, orzando a estribor, siempre ágil, siempre lista! La llamaban 'la gata' por lo brincadora. ¡Ah, era de verla! Ahora, no, Ya está vieja; tanto como yo. Ya no puede ni siquiera navegar en bonanza, porque el menor soplo de brisa la pondría en peligro, porque el más insignificante oleaje rompería sus cuadernas y la hundiría... Mis nietos, ¿sabe?, quieren que le meta hacha, que la venda como madera vieja; que venda el palo mayor que como ése sí es nuevo, puede servir para otra embarcación, que venda la lona de las velas para otras balandras... Yo no quiero eso, mi comandante; yo no quiero eso. Mi "Teresita" no merece esa muerte. Ella se tiene ganada otra distinta. A usted, mi comandante, pongo por caso, ¿le gustaría, con lo que ha navegado, con lo que ha peleado, morirse un mal día en su cama, de fiebre? ¿Verdad que no? Pues... lo mismo, más o menos... Y es por esto que yo quiero pedirle a usted un favor: que haga que los muchachos, los guardiamarinas ecuatorianos, disparen contra mi "Teresita" para que se hunda en el mar herida de bala; para que así muera, para que así acabe... ¿Cómo diría?, de una manera digna...".
Lloraba el anciano cholo al pronunciar las últimas palabras. Nuestro comandante estaba francamente emocionado, y, al consultarnos con una mirada, debió leer en nuestros rostros la expresión de una emoción parecida a la suya. Seco y lacónico como era, sólo dijo al cholo: "Está bien. Traiga su balandra y póngala a tiro de cañón. Yo mismo dispararé… para mayor homenaje". El pobre hombre no sabía cómo demostrar su agradecimiento; lloraba y reía a un tiempo mismo; y lo peor era que sus sentimientos resultaban contagiosos. Yo —lo confieso— hube de secarme disimuladamente una rebelde lagrimita que pugnaba por deslizarse sobre mi mejilla... Volvió el cholo a la costa y lo vimos desaparecer tras las rocas de una pequeña caleta. A poco, doblando lentamente una punta, se puso a nuestra vista la "Teresita". Andaba como una vieja paralítica. El suave nordeste que hinchaba su foque y su trinquetilla, no sé por qué juego de fuerzas tensaba la mayor, haciendo que el barco se inclinara agudamente de proa. Realmente la "Teresita" era una cosa inservible; y, así, causaba asombro que un solo tripulante —su dueño— pudiera maniobrarla. Y tan bien podía hacerlo el viejo marino, que, después de corto tiempo, la había colocado a tiro de cañón, en mar abierto, frente por frente con el "Bolívar". Largó las cazavelas, dejó los lienzos tendidos, y pairó la nave. Abandonóla luego y, a bordo de su bongo, enderezó hacia el costado del "Bolívar", y atracó junto a la escala. Fuele imposible pronunciar palabra cuando estuvo sobre cubierta. Bañada en lágrimas la faz, indicó con un gesto al comandante, la balandra, que, allá lejos, era juguete del monstruo de "sonrisas innumerables..." Nada dijo, tampoco, el comandante. Dirigióse a uno de los cañones de proa, de antemano preparado; acomodó la puntería y disparó... La "Teresita", magistralmente herida en el metacentro, bajo la línea de flotación, comenzó a hundirse... Llena de líquido toda la capacidad de su casco, desapareció bajo el agua la obra muerta, quedando tan sólo a la vista el velamen. Inclinóse a babor; inclinóse luego a estribor; hizo juegos de balance de popa a proa, mostrando en uno de los tales la parte posterior de la quilla; y hundiendo primero el bauprés, como una espadilla que se clavara en el lomo de una bestia y alzando al aire la popa, la "Teresita" se perdió en el abismo... Por un momento, la lona del foque, desprendida seguramente de la escota, flotó sobre la superficie y se movió sobre ella como un pañuelo que se agitara en ademán de despedida... Acodado sobre la borda del "Bolívar", el viejo cholo, fijos los ojos en el sitio donde quedaba sepultada la "Teresita", lloraba y reía, todo a una... lloraba y reía... Créanme ustedes que era un espectáculo capaz de poner angustia en el espíritu...
Al concluir su narración, en verdad que el marino estaba emocionado. Y nosotros, con él.
El hombre de quien se burló la muerte
San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.
—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.
Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.
Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.
Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.
La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir
haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre
de quien se burló la Muerte.
—No me preguntéis —advirtió San Feliú— cómo vine en el preciso
detalle de estos hechos. Largo y enojoso sería el explicar porqué sé yo
hasta de los postreros instantes de Fernando Acevedo.
—Pierda cuidado, coronel —garantizó Savrales;— no averiguaremos más de lo que usted quiera decirnos.
—Bien; comienzo... Los Acevedos se extinguieron, por lo menos en la rama ecuatoriana, a fines del pasado siglo. El último de ellos, Juan José, acompañó al destierro al capitán general Ignacio de Veintimilla, y desde entonces no se
supo más de él; su único hermano, Fernando, moría en Guayaquil poco después.
“Este Fernando no había nacido, sin duda, bajo el signo de Venus. La sangre procer de los Acevedos, jamás floreció en bellezas masculinas... ni femeninas; y desde antiguo, fama tuvieron los de esa familia de negados de aquellos dones que los dioses derramaron generosamente sobre Adonis... Detalles... Un Acevedo, contemporáneo de García Moreno y general de la República, se ganó en justicia el
simbólico apodo de Duguesclín: fué, como en su tiempo aquel legendario guerreador, el caballero más bravo y más feo.
“Pero esto Fernando aventajaba a todos sus antepasados y hacía pleno honor a la tradición de la línea... Aparte de qué su fealdad no era sólo física, sino también moral. En esto, asimismo, era un perfecto Acevedo. Sobre esta antigua familia pesa una prolongada leyenda de dolores y de sangre; y Fernando, en su alma jorobada como su cuerpo, resumía y sintetizaba la maldad ancestral de sus gentes, flageladoras de indios allá en la puna solar.
“El medio civilizado en que vivía, dulcificó un tanto la hiel heredada; pero no lo suficiente para hacer de él un hombre como, más o menos, son los demás, es decir, con un porcentaje bastante reducido de la vieja maldad —maldad de
amoralidad,— legado de la caverna.
“La madre —una San Feliú,— viuda a poco de tenerlo, lo envió desde pequeñín a Europa. Graduado en no sé cuál ciencia germánica (porque hay ciencias nacionalmente germánicas), regresó a la patria hecho ya todo un hombre.
“En nada diferente de los jóvenes porteños de la época, se manifestó Fernando Acevedo. Pero esto fué sólo al principio. Poco a poco, como se dice, se fué dejando caer. Era malo porque sí, sin que nada explicara su proceder. Extremaba crueles rigores con los animales, con los indefensos, con los humildes. Gozaba, a lo que parece, con el padecimiento ajeno y con el ajeno sufrir. Tenía alma de inquisidor y su sentido de la justicia era el de un bárbaro.
“Mas, he aquí que, como en castigo, la felicidad —me refiero a esa alcanzable felicidad que los pequeños éxitos constituyen en la vida de todos,— huía de él inaprensible, como una sombra. Todo le salía al revés. Si emprendía en un negocio que había sido para otros fuente de inagotables riquezas, sufría pérdidas. Naufragaron los buques que adquirió para traer ganados de las Galápagos. Allá en sus tierras de pan sembrar de la cordillera, paramaba frecuente, y a veces exclusivamente, sobre sus cosechas. Bien sabéis vosotros lo extraordinario que es el que se produzca una avenida en nuestra costa... Pues una extensa y feracísima isla que poseía en la desembocadura del Guayas, fué arrastrada por la avenida. ¡Horroroso!
“Parecía como que algo extraño se burlaba de él. La única felicidad aparente de su vida, fué sólo eso: aparente. Me refiero a sus amores con una consaguínea suya, y mía, llamada, si no recuerdo mal, Teresa San Feliú.
“Teresita San Feliú era bella y honesta. Joven y rica, además, nadie se explicaba cómo pudo corresponder de amores a su execrable pariente y consintió en ser su compañera en el tálamo nupcial. Hablóse, por entonces, de imposiciones familiares; díjose, quizá con mayores fundamentos, que Fernando Acevedo, durante una visita de las San Feliú a una de sus haciendas, hizo suya, manu militarí, a la linda Teresita. ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que casó con él.
“Las mujeres de la estirpe de los San Feliú, blasonaron siempre de invencible virtud —fortalezas inexpugnables...
Prevalido de su amistad con el coronel, el ingeniero Savrales subrayó con una ligera tos la última frase de aquél.
—Está de más su oportunísima tos, ingeniero —saltó el coronel un tanto disgustado.—Al cabo estoy de las leyendas que circulan sobre las mujeres de mi casa; y tiempo habrá para hablar de ello. Ya verá usted cómo aun tratándose de los míos, soy imparcial. Por ahora le ruego me deje continuar en paz.
“Prosigo...Esta flor de castidad, este lirio de candidez y de pureza que era la mujer de Fernando Acevedo, se manchó de pecado. Pero, no; no fué culpa de ella. Fué el siniestro destino de su marido, que había inexorablemente de cumplirse, lo que la empujó al adulterio; y, la santa, la dulce, la incomparable Teresita, engañó como cualquier mujerzuela desarrapada, al hombre a quien había jurado fidelidad.
“Una vez más aquello —sabe Dios qué— que se mofaba constantemente del infeliz Acevedo, ganaba la partida.
“El escándalo se produjo con tan grandes proporciones que el marido ofendido no pudo evitarse el retar a duelo al burlador de su honra. Digo que no pudo evitárselo; porque Acevedo, cobarde como todo malvado, bien hubiera querido rehuir un desafío.
“En aquel entonces —fresco todavía el recuerdo caballeresco de la colonia,— los desafíos no eran las papeladas ridículas de ogaño. En el suyo, Acevedo, que fué a lavar con sangre la mancha de su honra, la lavó, en efecto, pero con la suya propia...¡Era demasiado! La punzante sorna de las gentes tijereteadoras y maldicientes, no le dejaba tranquilidad; y, convaleciente aún de la herida que recibiera en la liza, decidió —en un arranque que su herencia procera explicaba como lógico al fin y al cabo,— sustraerse definitivamente a esa suerte color de carbón que le perseguía desde la cuna.
“El suicidio le ofrecía fácil remedio. Durante tres días meditó sobre la forma y manera cómo llevaría a término su resolución, desechando uno a uno los medios que se le ocurrían. A la postre creyó encontrar el que le acomodaba. Había oído hablar por ahí de la muerte dulce de los ahorcados, y optó por ahorcarse. Al efecto, cierta tarde se encaminó a una quinta abandonada que poseía en las afueras de la ciudad, y se preparó al suicidio.
“Escogió para su objeto una de las habitaciones del viejo edificio, y en una de las gruesas vigas del techo ató un extremo de la cuerda cuyo otro extremo había enlazado a su propio cuello. Practicada esta primera operación trepó encima de unos cajones superpuestos, acortó la cuerda lo suficiente para el menester, se ajustó bien el lazo al cuello, y empujando con los pies la columna de cajones sobre la cual estaba subido, se dejó colgar en el vacío...
“Fué un momento de drama. El suicidio iba a consumarse plenamente.
“Mas he aquí que, de repente, la viga —carcomida madera vieja— en que se sostenía la cuerda, cedió al peso del cuerpo y se partió, cayendo uno de sus pedazos, con la fuerza de un ariete, sobre la cabeza del presunto ahorcado, el cual había rodado por el suelo.
“Ni siquiera pudo suicidarse. Fue el recio golpe lo que lo mató.
“Al día siguiente, rodeado de los suyos, en su propio lecho, expiró...”
—¿No os parece —concluyó el coronel San Feliú— que este Acevedo fue un hombre de quien la Muerte, lo más serio que hay, se burló?...
El poema perdido
Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.
Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.
Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.
Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.
El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.
Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.
—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.
—¿Rehacerlo? —respondía el vate— ¡Cómo no! Se advierte, amigo, que no entiende usted de estos fregados de la literatura. La inspiración, por así decirlo, no es fuego que quema dos veces el mismo pabilo. Por supuesto, no quiero decir que, de intentarlo, no podría...¡Claro que sí! Ah, pero ya no sería ése, ese mismo, el de aquella noche en que mi cerebro vibró en la flama de Apolo .... Convénzase, amigo, que “El singular coloquio de las altas cimas andinas”, se ha perdido para siempre... Y no sé, ocúrreseme que esto de perder los escritores sus mejores producciones —a Dante Gabriel Rossetti, a Edmond Rostand, a Oscar Wilde, creo, les pasó lo propio,— no es cosa natural... Me imagino, a veces, que es un gesto de defensa de la Inmortalidad, virgen reacia que no quiere dejarse poseer así como así; o quizá, una venganza del anónimo inconsciente, como es una venganza del inconsciente mineral aquello de mandar fino polvillo de arena que, en las alas de Eolo, cunde devastador por sobre los rósales florecidos...
Pero, no obstante lo que creía su ilustre autor, el maravilloso poema no se había perdido del todo cuando fué vilmente echado en el carro recolector de basuras.
La casualidad, que suele tener extravagantes ocurrencias, hizo que una de las cuartillas se deslizara del camión y fuera a caer precisamente a los pies de un famoso crítico, amigo sincero y admirador fervoroso del autor del poema.
Anheloso de poseer, y más por tan curiosa vía, un manuscrito completo de su predilecto, dióse el crítico maña para —venciendo económicamente la razonable negativa del conductor,— remover toda la basura, hurgar en ella con su bastón y hasta con sus propias manos cuando fué menester, y reunir todas las cuartillas, y en ellas, íntegro, el poema.
Pocos días después, el crítico se topó con el poeta en el salón mayor del Ateneo, y oyó cómo refería la historia de la invaluable pérdida.
—Es lo mejor que he escrito —repetía—. Daría mi mano derecha por recobrarlo. Era para ser leído en los juegos florales que se celebrarán este año. Me veré en el caso de no concurrir a esa festividad; porque es ya muy tarde para escribir algo que pueda siquiera de lejos recordar a “El singular coloquio de las altas cimas andinas”. ¡Ah, mi pobre poema! Como de los seres humanos que en otro tiempo fueron, sólo queda de él un nombre... ¡También él ha muerto!
Y volvía a aquella especie de colofón:
—¡Es lo mejor que he escrito! ¡Es lo mejor que he escrito!
Nada dijo el crítico sobre su hallazgo. Él había leído el poema y lo encontraba muy vulgar, muy pesado, hasta muy tonto; tenía para sí que, de ser recitado en aquellas solemnísimas justas intelectuales a las que estarían invitadas eminencias literarias continentales, la fama del poeta paisano padecería en vez de exaltarse.
Entonces, se fué a su casa el crítico, buscó las cuartillas, y para evitarse la tentación de restituírselas a su amigo, las rompió en mil pedacitos y lanzó éstos al fuego.
Y fué así como el poema de aquel ilustre poeta que hizo llorar de emoción a las mujeres de las tres Américas, se perdió para siempre...
El sacristán
A Colón Serrano
1
Zhiquir es un anejo de indios, adherido como una mancha ocre, al contrafuerte andino.
Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el
Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del
cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era
un privilegio hereditario.
Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.
Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.
Cuando el viento glacial de la noche, bajando desde las lejanas cimas nevadas, se metía, por las callejuelas de Zhiquir; encontraba casi siempre a Blas Toalombo, sentado a la puerta de su huaci de tierra, alumbrándose con sus propios ojos, cuando Quilla no estaba en el cielo... remendando alguna alpargata vieja, un zapatón a veces...
Eran buenos amigos el viento frío y Blas Toalombo. Tenía también éste otros amigos: los grandes sapos chucchumamas que desde la acequia pestilente le ofrecían su música:
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Los agentes del teniente político —los varayos— perturbaban de vez en cuando con sus pisadas secas y autoritarias el concierto sapuno al cruzar la callejuela.
Desde su hueco del umbral, aún sabiendo que no le contestarían, Blas Toalombo rendíales humildemente su salutación:
—¡Taita Diosito le dé buenas noches a su mercé!
Ocurría alguna vez que el varayo iba de buen humor, y contestaba al indio:
—¡Buenas se las dé a tu madre, runa!
2
No estaba muy satisfecho taita curita —el padre Terencio— de su fámulo.
Blas —que, según la expresión de su paternidad, era un poco más bruto de lo que suelen serlo los indios— se emborrachaba con frecuencia, valga decir, con demasiada frecuencia; y, además, y en esto residía el pecado como en un trono —su paternidad era fiuúreador y metafórico— el Blas profesaba, ciertas ideas poco en armonía con las convenientes a un sacristán pío. Dizque en vida de su padre, el Blas anduvo por todos los anejos próximos, y hasta se susurraba que bailó en las sangrientas revueltas que ocurrieron en Pucto durante uno de los últimos y mayores levantamientos de la indiada. De sus ajetreos, el Blas había sacado una suerte de conclusión de la que ni él mismo acababa de estar seguro: que todos eran iguales, la gente de Zhacao y la gente de Zhiquir, y la de más allá... todos... Y cuando se ajumaba más de la cuenta, soltaba la cosa a boca llena, en la chingana del Purificación Rosillo —“El Trompezón”,— que se abría sobre la plazoleta única del poblado.
Sabiendo su paternidad de tales opiniones, llamaba a su sacristán.
—¡Ele, runa bestia! —decíale—. ¿Cris vos que todos dizque somos iguales? ¿Quiersde? Da pus vos firmando uficios como el teniente político a ver si te los reciben... Da pus vos sacrificando a ver si es lo miso...¿Y quiersde tenís plata vos como el Juan de Dios Quijo, que ha hecho un entierro de treinta sucres? ¡Mapa huaccha! ¿No decís vos que yo y tú y todos somos iguales?
A Blas Toalombo le caía pesado el razonamiento. No encontraba el modo de rebatirlo, ni se habría atrevido tampoco. Y le flaqueaba la convicción debilucha, no virilizada por el alcohol, “que lo hacía más hombre”.
Pero a breve andar, en la tiendita del Purificación Rosillo, con tres lapos adentro como estuviera, ya peroraba fundamentalmente: Que todos somos iguales; que él era lo mismo que el teniente político, aun cuando no firmara oficios, y que el cura, aun cuando no dijera misa... y hasta un poco más que el Juan de Dios Quijo —cañarejo peludo!— aun cuando no guardara plata enterrada... Decía, a la postre, que no tardaría en dejar Zhiquir y bajarse a las llanadas de la costa.
—¿Como tu hermano huahuíto?
Sí; como el Miguelito, que no más huambrito vendió la madre a un viajero por cuarenta sucres.
Pero, él —el Blas— no iría vendido. Solito iría... Mas que en la yunca se lo tragara vivo algún fiero animal colebra, como quizá le habría pasado al ñaño huahuíto.
Ibanle en seguida con el soplo al padre Terencio. Y el cura comprendía que algo debía hacer urgentemente para que la oveja descarriada tornara al redil del Señor. Lo que, después de todo, habría significado para taita curita, no sólo un triunfo más de la santa causa eclesiástica, sino también un considerable ahorro para el sagrado tesoro de la huaca.
Porque la mansa raza de los Toalombos, hasta en Zhiquir se está acabando; y, de largarse el Blas, no era fácil hallar otro que gratuitamente lo reemplazara en la abandonada sacristanía.
3
Dióle pié el azar —su paternidad habría dicho que la Providencia; pero, es lo cierto que la Providencia no se preocupaba para nada de Zhiquir;— dióle pié el azar a taita cura, para intentar, y creía que con éxito, la vuelta definitiva del Blas al hondo y suave seno de la Iglesia.
Chumóse el sacristán cierta tarde de sábado en la cantina del Rosillo con unos indios de Cañar, que trabajaban en las cercanías de Zhiquir. En unión de ellos, bailando al son del bombo, esperó el sol del domingo. Amanecido, fuese con los cañarejos a las eras vecinas, y en la chacra de un compadre se pasó el día bebiendo uinapu en cantidades fabulosas. Regresó a Zhiquir anochecido. Como el cielo, el Blas estaba también anochecido. El alcohol trasegado en veinticuatro horas de copeo, teníalo como loco.
Encontró vacía la chozica que habitaba con su madre.
En la puerta de la choza contigua, una longa gordota lascaba menudamente sus pulgas.
El Blas inquirió por su madre:
—¿Quiersde la doña?
La vecina se lo quedó mirando sin responder, pero cesó de rebuscarse las pulgas. Luego se puso de cuclillas, atenazada por la angustia vesical, y sin alzarse el follón comenzó a mear. Sus meados iban saliendo de entre los pliegues del guardapolvo y se extendían manchosamente por el suelo enlucido de luna.
Púsose a hipar la longa, siempre mirando al Blas. Ahora lloraba y meaba a un tiempo mismo.
—¿Quiersde la doña? —gritó Toalombo.
La vecina, sin dejar su postura, señaló a lo alto con el brazo extendido.
—Taita Diosito se la llevó...
Lloraba más fuertemente. Meaba más abundantemente. Parecía una doble pila.
En su beodez, el Blas intuyó la trascendencia del dicho de la longa. Instintivamente se encaminó a la iglesia.
Iba nauseoso, bamboleándose sobre la línea angulosa de la callejuela.
Sus amigos, los chucchumamas, desde la larca le daban la bienvenida:
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
En el pretil de la iglesia había un corrillo numeroso: los amigos, los parientes, los curiosos: medio Zhiquir.
Al ver al Blas, empezaron a salomar en coro fuerte. Rocordáronle vagamente a Toalombo la canción de sus amigos chucchumamas cuando pedían agua a los ciclos socos.
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Era, pues, verdad lo que dijera la longa vecina.
El Blas preguntó, jugando sobre la vertical:
—¿Donde’stá la mamita?
4
Del interior del templo salió el padre Terencio, acatarrado de solemnidad.
—Tu mama ha muerto, Blas. Tú le has matado.
Erguíase tremendo.
—Como no dijiste anoche donde t’ibas, creió que habías fugado a la costa. Sufría del shungu la doña, y se murió aurita no más, esta tarsde, de pena...
Le gritó al Blas que lloraba agudamente:
—Tu mama ha muerto. Tú le has matado. Mañana lo entriegaré a los varayos, ¡asinino!
El sacristán se le arrojó a los pies, abrazándole las piernas sobre la sotana estrujada.
—No, taita curita... lindito... ¡perdón!
Agravósele el llanto, que degeneró en náuseas. Se vomitó, así como estaba, sobre los zapatos de su paternidad.
Su paternidad le dió una patada.
—¡Indio sucio, hijo de pampay-runa!
—¡Perdón, taita curita!
Se le alcanzó al clérigo que había sonado la hora de aprovecharse de la ocasión.
—Te perdonaré —le dijo— donde te portes bien como sacristán. Donde te portes mal, te entriego yo miso a los varayos.
—Te juro, taitita; te juro... —sollozaba el Blas.
Entre amigos y parientes, a empellones lo metieron en la iglesia.
5
La mama del Blas estaba extendida en una tabla colocada sobre dos cajones vacíos en media nave. Cuatro velas de cebo, plantadas en el suelo, elevaban hasta el cadáver una claridad mustia. Pero, no hacía falta la luz artificial. Por una claraboya practicada en el techo, penetraba un haz de rayos de luna que le daban de lleno en el rostro a la muerta. Y era como un votivo homenaje de Mama Quilla a la descendiente humildísima de los que otrora fueran sus poderosos adoradores.
Aproximóse el Blas al rudimentario catafalco. Lloró su buena media hora. Cansado, vencido por el dolor y la borrachera, se quedó dormido en el suelo, junto a uno de los cajones vacíos que servían de sostén a la tabla.
Salieron amigos y parientes. En la huaci de cualquiera de ellos armarían la zambra funeral.
El cura apagó las velas y salió tras ellos, cerrando con llave la endeble puerta de la iglesia.
Alzó el brazo en ademán de bendición sobre la madre muerta y el hijo dormido, que quedaban ahí, en la iglesia cerrada. Pero, su paternidad padecía ya de reumatismo de las extremidades. Encogiósele el brazo, y se le quedó así, formando ángulo, en un gesto vano.
Por el camino se lo fué acomodando...
6
Durante unas horas el Blas durmió tranquilamente su borrachera.
Hacia la media noche, el sueño se le plagó de fantasmas horrorosos. Se agitó todo él por defenderse de los monstruos. Y, en un movimiento brusco, se fué de nalgas contra los cajones vacíos, y la tabla con la muerta se le vino encima.
Despertó aterrorizado.
—¡La mama! ¡La mama! ¡Perdón, mamitica linda...!
Rodara el cadáver por el suelo en una postura obscena, arremangado el follón sobre las canillas despernancadas, y la blusa de zaraza retrepada sobre el pecho, dejando al descubierto las tetas fofas y flácidas de vaca vieja. A la luz de la luna, era un espectáculo como lúbrico y como trágico.
El Blas no pudo resistir. Se abalanzó contra la puerta, y dueño de una extraordinaria fuerza, hizo saltar la chapa.
Lo serenó un tanto el aire gélido de la calle. Pero, el recuerdo de la muerta le acalambró el espíritu.
Llegó al fin del pueblo y siguió corriendo por el sendero de cabras que se hundía entre los flancos de los altos cerros.
Corría, corría como si lo persiguieran. Creía sentir que detrás de él —velocísima ¡ya lo alcanzaba!— la cama enfurecida de la madre “que él había matado”... venía...
No atendía a sus amigos chucchumamas que, inquietados, le preguntaban, a dónde iba...
—¡Huarac! Tac... tac... tac...
Encontróse de repente al borde de una quebrada. Fué un instante. Quiso detenerse... Quiso avanzar... Quiso detenerse... Avanzó violentamente, como obligado por un impulso extraño.
Sacudido en el vacío, su cuerpo rebotó contra las salientes de las rocas y fue a despedazarse allá abajo, en las piedras del río profundo...
Las zorras asustadizas lo aguaitaron desde sus cuevas de los riscos rudos.
Acaso habría gritado, en el horror de la caída; pero, el gran rumor bronco del río, que sonaba como un inmenso órgano desconcertado, ahogaría tan profundamente su grito, que ni siquiera el oído finísimo de las zorras de largos rabos de plumero, pudo percibirlo...
Nota para el lector extranjero
Para la mejor inteligencia de la lectura doy a continuación la significación de las palabras quechuas (cañaris, no explicadas en el texto; tomando la acepción en que
van empleadas, de la magnífica obra del doctor Octavio Cordero Palacios,—“El Quechua y el Cañan”,—Cuenca del Ecuador, 1924. Doy, también, la significación de algunos otros vocablos que, no siendo propiamente castellanos, quechuas o cañaris, sino más bien corrupción de algunos pertenecientes a esas lenguas, y concretamente hoy ecuatorianismos,— requieren indispensableinente para el lector extranjero, una explicación, siquiera breve.
Para la facilidad de la consulta, van. las palabras en el orden en que figuran en el texto de la narración.
HUACI.—Casa.
QUILLA.—La luna.
RUNA.—Gente. Propiamente, el indio.
CHINGANA.—Taberna.
ELE.—Exclamación. Posiblemente, corrupción del “hele ahí”, o del “hele”, simplemente, castellano.
QUIERSDE.—Dónde. Cuándo.
MAPA.—Inútil. Falso. Inservible.
HUACCHA.-Pobre. Horro.
HUAHUA.—En el quechua antiguo —en el del Inca Garcilaso de la Vega.— “hijo, pero solo respecto de la madre”. Hoy se llama así (el o la huahua) a la criatura pequeña, sin distinción de sexo.
HUAMBRA.—En el cañari antiguo, niño o muchacho. Generalizado, ahora, para entrambos sexos.
YUNCA.—Tierra caliente. La costa.
ÑAÑO.—Hermano. En el viejo quechua sólo existía ñaña, hermana, pero sólo respecto de la hermana. Por extensión, hoy se aplica al hermano o a la hermana.
HUACA.—Va empleada en su acepción de iglesia. Tiene muchas otras.
UINAPU.—“Brevaje hecho de sora o jora”. “Hacése un brevaje fortísimo que embriaga repentinamente; llámanle uinapu.” (G. de la V.)
LONGA.—Llámase así a la india, a la mestiza.
DOÑA.—Tratamiento que se da a la longa.
FOLLON.—Falda de bayeta que usan las mujeres plebeyas de las serranías andinas.
LARCA.—Acequia.
SHUNGU.—Corazón.
PAMPAY-RUNA.—Prostituta. Literalmente: gente de campo y plaza.
CHUCHAQUE.—El estado que sigue a la alcoholización aguda.
CAMA.—Alma. Anima.
ZORRA.—El animal de que aquí se trata es el canis azarae que vive en las regiones americanas, del Ecuador a la Patagonia, hasta en las alturas andinas de 4.000 metros.
El santo nuevo
Cuento de la propaganda política en el agro montuvio
I
En la vega estaba el arroz espigón amarillecido. Calentaba el sol dorando las cimeras de las matas; refrescaba el pie de los tallos la marisma lodosa, negruzca, que se hinchaba con las mareas crecidas y se desinflaba en las vaciantes. El viento —que seguía el curso fluvial, jugando en dnamorisqueos con las ondas, desde la lejana cabecera, y que nacía con el agua, como ella cristalino, en el mismo hontanar lejano de la sierra— agitaba las hojas largas, ásperas. Los coletazos de los bagres hediondos y los trampolines maromeros de los camarones, sacudían desde abajo el armazón vegetal. Pronto se pondría reventón el grano, madurado por la obra del lodo y del sol.
—Va a embolsicarse buena plata, don Franco.
—Según: depende de que haya precio. Me creo de que el arroz está en Guayaquil por los suelos. ¡Claro, sudor de pobre!... Hasta apesta...
—No remolque, don Franco. Ya verá los sucres que le entran. Más que mosquitos salen de tembladera.
—Tal vez.
Pero no era de las gramíneas enhiestas, verdes como loras jóvenes, de lo que se preocupaba a la sazón ño Camilo Franco (a quien apodaban «Mamadera» por su afición, antaño desmedida, a las botellas literas de aguardiente de caña). Ni era tampoco de la frutaleda, que, detrás de la casuca cañiza, en tierra de bancal extendía la fronda de sus árboles. Ni de las gallinas ponederas que cacareaban en el corralito, picoteando gusanos y maíces. Ni de los blancos patos pesados, «grandes como muchachos de año y medio», que flotaban en las charcas y en los canalillos de desagüe, zambullendo las cucharetas en pesca vana. Ni de los gordos cerdos, mestizos, que esperaban su sanmartín en el chiquero, engrasándose mientras tanto para menos sentir la cuchillada definitiva. Ni siquiera de los ternerillos gráciles que traveseaban las horas, estrujándose contra las ancas de las vacas madres y ramoneando los brotes tiernos del janeiro en las mangas de los pastizales.
Hubiéranle dicho al hombre:
—Ño Camilo, se le cae la casa...
Y él habría respondido:
—Que se caiga.
Cuando mucho, añadiría:
—Son los comejenes que han ablandado los calces... ¡Y no tengo arsénico!
Y haría una mueca resignada, fea de tristeza, vaga, lenta.
Sin embargo, don Franco era, o mejor, había sido un hombre enérgico, recio, bravo como las guadúas de montañas, espinoso como ellas también; que vencía día por día, en una lucha jamás suspendida, a la vejez, desde cuando ésta, veinte años atrás, al bordear él la cincuentena, se le fue viniendo encima.
Tenía un pasado aventurero, del que no se vanagloriaba y que, por el contrario, maldecía.
Había nacido don Franco en las comarcas de Catarama. Era hijo de peones conciertos y descendía de un linaje de esclavos que consumieron sus existencias miserables, siempre al servicio de los mismos patrones, en el antiguo latifundio.
Ño Camilo no revocó la negra tradición de su familia de explotados seculares:
—Hasta cuando tuve casi la edad de Nuestro Señor Jesucristo trabajé para los blancos Moreira.
Se fugó luego, a la selva, por no casarse con Magdalena.
—Yo había sido enamorado de la Magdalena. ¡Hembra linda era! Parecía una vaconcita de raza. Nos íbamos a juntar pronto: para la fiesta del Santo de mi nombre. Pero, el patrón se adelantó... —Suspiraba ño Camlio aún ahora... ¡Aún ahora!— Se adelantó y me propuso después que le tapara la porquería. Yo no acepté. Magdalena lloraba...; yo la quería más, más todavía... Pero el patrón se había adelantado...
Tornábasele opaca, ronca, la voz. Si alguien le hubiera escudriñado en esas ocasiones los ojos a don Franco, nítidamente habría distinguido cruzar, por el fondo cenizo de las pupilas, la morena figurita de la remota campesina, extraviada hoy quién sabe por qué atajo de la vida...
Esa historia de amor era una mala égloga. Una égloga falsificada que andará sin duda por ahí, cantada por cualquier poetastro burgués del novecientos, desde el punto de vista del patrón Moreira: el campo color de rara grosularia, el cielo azul y... el amor que bate las almas rumorosas... y la doncella campesina que se rinde entre los brazos sojuzgadores del conquistador, en tanto Pan, o cualquier otro sujeto de laya, ríe en la floresta...
Mientras demoró en la selva inhóspita, que le dio su literaria virginidad en cambio de la deliciosamente humana de Magdalena, don Franco había corrido peripecias extraordinarias y sin cuento.
Lo obsequió con sus secretos la montaña, y supo así de las taumaturgias vegetales; de las yerbas que curan y las yerbas que matan; de las maderas que llaman al agua, de las que asustan a los ladrones, de las que alejan a las ánimas y a las penaciones, y de las que indican dónde se ocultan los tesoros enterrados. Supo también de las alimañas terroríficas y penetró en las oscuras vidas de las fieras misteriosas.
—Eso me ha hecho ganar plata bastante. ¡Y que yo nada he hecho para el mal!, porque soy cristiano firme, hijo de mi Señor.
Embromábanlo por su religiosidad:
—Usted, don Mamadera, es un creidón.
En efecto: su religiosidad golpeaba un fanatismo bronco que lo hacía esperar todo de las divinas intenciones:
—San Andrés, que me cuaje el arroz... Santa Ana, que logre la vaca... Santa Bárbara, que llueva... San Jonás, que no haya aguaje ni inundación...
Mas, al propio tiempo, astuto y ladino como era, se auxiliaba según podía para propiciar el milagro en que confiaba.
Y sistematizaba una filosofía refranera:
—Dios dijo que uno se ayude para Él ayudarlo... Cuando se está en el agua hay que nadar para la orilla; que de no, le pasa a uno lo que al camarón que se duerme...
Y reía con una risilla chiquita y aguda.
Dizque cuando supuso que ya no había peligro, que su patrón habría olvidado el asunto de su rebeldía, salió de la montaña.
—Pero, me vine para acá, a estos lados bajos del Vínces.
—¿Y por qué no regresó a la hacienda de los Moreira, ño Mamadera?
—Unos dicen que no volví por no verle la cara al patrón, y otros dicen que no volví por no verle la cara a Magdalena.
—¿Y usted mismo, qué dice?
—Nada. Me quedo quedito. No digo de que sí, pero tampoco digo que no.
Entró de peón en la hacienda de los Echarris, donde continuaba aún, mas ya como arrendatario «al grano» de una pequeña extensión de terreno ribereño.
—Me sopló acá la suerte, y me hice finquero... Aquí me casé con la difunta mi mujer... Acá me nació mi hija Carmen, que la mentaban «la Mora» por la color del cuero... Acá también murió la Carmen, de sobreparto, y me dejó la potrilla de herencia. Acá se ha criado la Marta, que es la única compañía que tengo...
Adoraba en la Marta, en la potrilla... Parecía una mujer, él que era tan redondamente macho, según se calificaba, para atender a la muchacha. Cada noche, antes de acostarse, se aproximaba sigiloso al tendido donde dormía la nieta: la contemplaba un rato; rodeaba cuidadosamente el toldo de zaraza, para hurtarla a los cínifes; y,
luego, alzando la diestra callosa, le bendecía en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
II
La causa de la preocupación de don Franco era precisamente la nieta.
Sabíala guapota, codiciable. Sabía que su carne dura era un bocado apetitoso para todo paladar. Sabía que eran tentadores sus diecisiete años niños. Y sufría por ella, cancerbero sentimental.
Quería casarla lo más pronto. Habíale ya escogido marido. A entradas de aguas la desposaría.
Pero, temía aún...
El novio, Juan Puente, trabajaba de bracero en una hacienda próxima a la de los Echarris. No era campesino originario. Era de la ciudad. Había sido obrero del Ferrocarril, en Eloy Alfaro, y perdió la plaza sindicado de agitador.
Gustábale al anciano charlar con Juan Puente. Placíale escucharlo más bien, cuando peroraba acerca de la cuestión social, abriendo, delante de los ojos cansados del viejo montuvio, caminos desconocidos. Cuando Juan Puente hablaba sobre las reivindicaciones obreras y campesinas, don Franco comprendía; comprendía y se ponía meditativo, torturado... No lo entendía del todo, pero se empeñaba en entenderlo... Y las ideas que ganaba, las mezclaba con las suyas rancias, y sin quererlo las adecuaba...
Bailábanle en el cerebro ciertas frases... «La Revolución Social»... «Lenin es el Santo máximo de la nueva religión»... «La Dictadura del Proletariado»... «Los obreros y los campesinos son los únicos que sienten de hondo la necesidad inmediata de las retaliaciones»...
«Lenin... Lenin... nada más que Lenin, bien; pero nada menos que Lenin»...
«Lenin... Lenin... Lenin»...
Y don Franco se había formado de Vladimir Ilich un concepto original en armonía con su ingenua religiosidad campesina.
Juan Puente le proporcionó cierta vez una revista donde aparecía en fotograbado la efigie de Ulianov.
Don Franco recortó la figura y púsola, sin pensarlo, en la pared, junto a las escampas de los Santos cristianos, en la esquinita dedicada al culto: la lamparilla de kerosene, que alumbrara suavemente el ara minúscula, iluminaba así un icono más, al que envolvía en sus plegarias el viejo montuvio.
Sin confesárselo del todo, ño Franco suponía que Lenin podía salvarlo, por vía de milagro, de los abusos del patrón cuando se llegara al caso.
Y el caso se estaba llegando.
El «blanquito», hijo del patrón Dionisio, rondaba la casa de don Franco.
—No me gusta el voltejeo del ave esta —repetía el finquero—. El pájaro busca presa.
Intuía el viejo que la presa buscada era su nieta, su yegüita; la que hasta poco antes fuera su potrilla, no más.
—Lo mismo que el otro. Lo mismo. Son igualitos los blancos. Cortados con una tijera.
Temía que se repitiera con su nieta la historia de la Magdalena; y, por ello, un día comunicó sus temores a Juan Puente.
—Ve, Juan Puente: yo a vos te quiero, ¡claro!; y como te quiero, te digo...
—¿Qué, don Franco?
—Tengo aquí en el guargüero atragantado al niño Echarri...
—¿Y por qué?
—Anda tras de la Marta. Ha de querer lograrla.
—¿De veras?
—Como hay Dios. Lo he visto.
—¡Ah!...
Juan Puente afirmó luego, enteramente:
—Yo lo arreglo al tipito ese, ya verá. Yo sé cómo se los trata.
Don Franco, desconfiado, sonrió.
III
Sin embargo, de ahí a poco se advirtió que había cesado por completo el asedio del «blanquito» Echarri.
Ni pisaba siquiera, como antes lo hiciera con tanta frecuencia, por los alrededores de la vivienda de Mamadera, montando su caballo fina sangre enjaezado a lujo y sin cuidarse de que los cascos de la bestia aplastaran los sembríos.
Y luego corrió por la hacienda la noticia de que el «niño» Echarri se iba a Guayaquil, y de allí a Europa.
Un día, ya atardecido, en que don Franco conversaba con Juan Puente en la azotea de la casuca, aquél abordó el asunto:
—¿Y cómo hiciste, Juan Puente, para zafarnos del tipo?
—Muy fácil. Lo encontré una vez en la vuelta del cafetal y le dije: Vea, joven: Usted anda fregando a la Marta, ¿no? Bueno; la Marta va a ser mi mujer, y donde usted siga atravesándoseme como palo en camino, lo mato, ¿sabe?... sin asco... o con asco, pero con esta barberita que cargo aquí afilada para su pellejo... «¡Tóquela!» Y se la enseñe, no más...
—¿Y qué te contestó el blanquito?
—Se puso amarillo y después tartamudeando me explicó... Que me había equivocado... Que él no tenía segundas intenciones y que, para probarlo, iba a adelantar la fecha de un viaje largo, que tenía que hacer... Yo le dije entonces: «Haga ese viaje no más, niño Echarri; porque, de no, yo le voy a hacer que haga otro más largo, más largo...» ¡Ah, es que yo sé cómo hay que tratarlos a estos burgueses cobardes! ¡Yo sé cómo hay que tratarlos!
—¡Ah!...
Don Franco no siguió interrogando. Penetró en su cuarto; acarició suavemente la cabecita de su nieta, que cosía, sentada junto al altar de los santos, su traje de novia; se aproximó al ara; encendió la lamparilla debajo mismo del retrato de Lenin, y salió de nuevo a la azotea a reunirse con Juan Puente.
Tomó al mozo por el brazo, y le susurró al oído:
—Oye, Juan Puente, voy a decirte una cosa...
—¿Cuál?
—Eso del blanquito Echarri que se va, que se ha ido...
—Sí...
—¡Eso es milagro de Lenin!
Y encarándose con el cielo bajo, nuboso, don Franco, arrebatado inconteniblemente, en un esfuerzo de su voz cascada, gritó contra el horizonte:
—¡Viva San Lenin!
Pasaba justamente en ese instante, camino del río, un poco de viento de sabana... El viento le devolvió la última ene del grito con un campaneo de hojas...
Galleros
José Manuel Valverde, el mozo, pasaba, repasaba y tornaba a pasar aquella tarde por frente de la Prevención, donde estaba desde por la mañana, casi cadáver ya, tendido de espaldas sobre el cochino suelo, el Negro Viterbo, que había sido, justamente hasta la noche anterior, el más tenebroso bandolero de la comarca.
Valverde, el mozo, miraba al agonizante con ojos curiosos e intrigados, que se iban sobre él a través de las piernas de los carabineros, quienes lo rodeaban en una guardia inútil.
—¿Inútil, cree usted? Se ve que no ha conocido al Negro Viterbo. Este se levanta de la tumba para escapar a la justicia, si a mano viene. Es tremendo el moreno.
—O, mejor dicho, era...
—Ni lo piense. A lo peor, se alza de esta enfermedad... que l’himos hecho con las balas. De otras más graves ha regresado el bandido. Una vez cuentan que en el Saliere le metieron cinco plomos en el pecho. Al mes dizque ya montaba a caballo y hacía de las suyas, como de costumbre. Por eso es que afirman que el Negro tiene amarrado trato con el Compadre... Patica lo protege.
—Si es así...
—Claro que es así. Por lo mismo nosotros, que tenemos la responsabilidad, no lo aflojaremos ni muerto. Sólo cuando, después de abrirle la panza en la Morgue, lo entrieguen al enterrador, quedaremos tranquilos. Y aún así, yo sería del parecer que le pusieran centinelas de vista en el sepulcro, siquiera por tres días, no sea que resucite al tercero, como don Lázaro el santo.
—No exagere, hombre.
—No esagero, señor.
Este diálogo lo sostenían uno de los policías rurales y el amanuense de la Tenencia Política, un joven «ciudadano», en presencia de Valverde, el mozo, quien no perdía sílaba de cuanto decían.
El infeliz hacía esfuerzos desesperados, torciendo el cuello en posturas inverosímiles, como una pequeña garza, para mejor ver al bandolero. Habría dado cuanto le pidieran por el privilegio de contemplarlo de cerca, a sus anchas, desde el ventajoso sitio donde se encontraban los carabineros, tan próximos a él. Lo había intentado:
—Déjeme entrar, señor, ¿quiere?
—¿Y qué se te ha perdido aquí, mocoso? Anda al trabajo, flojonazo.
—Es que yo...
—Tú... ¿qué?
—Nada, señor.
Había corrido un peligro nada insignificante. Uno de los policías lo halló «sospechoso».
—¿No será éste algún espión de la banda del Negro Viterbo? ¿No será, mismo? Agarrémoslo.
Lo hubieran «agarrado». Y eso habría sido trance mayor. Hasta que se esclareciera el asunto y, consecuentemente, el padre del muchacho gratificara debidamente a los acuciosos gendarmes, habría transcurrido su buena punta de días, pasados en el calabozo inmundo del pueblo, con la más siniestra compañía, entre ladrones, cuatreros, asesinos, prostitutas.
Por ventura, uno de los policías, nada menos que «el Encargado», lo reconoció a tiempo:
—¡Qué va a ser nadie, hombre! Este muchacho es hijo de José Manuel Valverde, el viejo.
Había añadido, para el mocetón:
—¡Largo de aquí, mamarracho! Si otra vez te pesco espiando lo que no te importa, te meto p’adentro.
«P’adentro» era el calabozo, que quedaba precisamente detrás de la Prevención.
Valverde, el mozo, no dejó de considerar la posibilidad de que realmente lo encerraran. No le era nada agradable aquello; pero, en fin... habría visto, al pasar, el rostro del bandido, su trágica cabeza macheteada, su tronco trizado de balazos... Lo habría visto.
—¡Largo de aquí, te digo!
Obedeció. A pasos lentos siguió por la calle que conducía a la
plaza grande de la aldea. Ahí se.detuvo. Un grupo de gentes comentaban
la captura de Viterbo. El muchacho se acercó al corro. Lo formaban
amigos y conocidos de su familia. Le contestarían. Satisfarían su
curiosidad desbordada. Preguntó:
—¿Y cómo lo apresaron, vea? ¿No era, pues, tan bravo?
Un anciano le fijó la mirada de sus ojós cansados:
—Claro que era bravo el Negro. Pero, a todos nos llega nuestra hora de caernos. A más de eso, al Negro lo tomaron en una emboscada. Lo traicionaron. Una mujer lo traicionó.
—¡Qué bonito! ¿No? ¿Conque una mujer?
El anciano se engolfó en su relato. Era una historia vulgar, y a lo mejor hasta falsa. Dizque la amante del bandolero mandó un aviso anónimo a la Policía Rural, indicando dónde se escondía el Negro. Parece que la mujer estaba celosa y resolvió vengarse de esa suerte. La policía rodeó la casa en que se ocultaba Viterbo y «la cirnió a bala» desde una distancia respetable. Al fin, el Negro se rindió. Hizo que izaran en una caña guadúa su camisa blanca, manchada en la sangre de las heridas recientes.
—No había otro trapo pa bandera en la casa —dijo.
Desfallecido, lo trajeron al pequeño poblado. El medico municipal aseguró que nada había que hacer con él. Que moriría en un día o dos.
—Depende de la resistencia del cuerpo —expresó—. A veces estos morenos son más aguantones que una res.
Desde la mañana, el Negro Viterbo agonizaba, tumbado sobre el piso de la Prevención, sin más abrigo sobre él que el sudadero de su potro, muerto éste la noche anterior por los carabineros en un instante de terror... El potro había venido siguiendo por su propia cuenta a la comitiva que traía al pueblo a su amo malherido. Quiso entrar tras él a la Prevención. El centinela se dio cuenta. Se llenó de un miedo salvaje.
—¡El diablo! —gritó—. Es el diablo que viene a salvar al Negro Viterbo.
Descerrajó su fusil sobre la pobre bestia fiel.
Viterbo presenció la escena. Con un hilo de voz le escupió el insulto al longo:
—¡Cobarde!
José Manuel Valverde, el mozo, se encaminó a la casa familiar, situada en las afueras de la aldea.
La tribu de los Valverdes —formaba la familia una verdadera tribu—, era de varones particularmente aficionados, por una tradición que se perdía en los años, a las lidias de gallos. Nadie como ellos. En el pueblo, la altura de su fama no tenía rival ni oponente alguno. Lo cierto es que les venía en herencia el vicio gallero. Se contaba que los antiguos Valverdes, los de las buenas épocas del cacao y del caucho, hacían viajes a remotos lugares —algunos viajaron, a lomo de mula, hasta el Perú—, en busca de gallos finos. Cuando sabían de algún «fenómeno», los viejos Valverdes lo sacrificaban todo por adquirirlo. Luego, lo traían orgullosamente al pueblo, para «acotejarlo».
Como buenos galleros, los Valverdes eran supersticiosos a extremos bárbaros. Además de los mil cuidados de que rodeaban a sus gallos de lucha, practicaban innumerables ritos que, a su creer, les asegurarían el triunfo en las próximas peleas. Algunos de aquellos ritos eran meramente ridículos e inofensivos; en cambio, otros resultaban siniestros y tenebrosos.
Uno de estos últimos era el llamado de «la velación». La velación se efectuaba durante todo el curso de la noche inmediatamente anterior a la riña. En un ataúd negro «usado» (es decir, que hubiera ya prestado alojamiento a un cadáver auténtico, y que lo proporcionaba a subido precio el sepulturero del pueblo), se acostaba el dueño del gallo que iba a lidiarse, el cual permanecía entrabado en un rincón de la estancia, o al pie mismo del ataúd. Sendos cirios alumbraban fúnebremente a éste; y, el hombre tendido, cerrados los ojos, adoptaba la yacente postura definitiva en la forma que más le parecía semejante a la natural. Se creía que después de la media noche, el espíritu de Satanás, que vigila los «velorios», penetraría en la estancia, y que, al toparse con la farsa, querría apoderarse del pseudo cadáver. Pero, el gallo desafiaría a Satanás y defendería a su dueño. El gallo es un animal con sagradas virtudes misteriosas. Figura entre los animales de la Pasión, y su canto puede ahuyentar a los demonios y a las potencias dañinas. Satanás saldría en fuga precipitada al escuchar el canto del gallo; pero, el valiente alado alcanzaría siempre a picotearlo en la cola, con sólo lo cual el gallo se posesionaría de fuerzas infernales que derrotarían a su adversario de la lidia inminente.
Pero, ocurría con frecuencia que esta ceremonia maligna, tan costosa como molesta, se frustraba. Sucedía que, en ocasiones, Satanás, ya quemado de engaños, no acudiera a visitar el velorio; a veces, simplemente decía que aquél, más veloz que el gallo, escapaba sin ser picoteado. Y gastos y fatigas se perdían.
José Manuel Valverde, el mozo, sabía esto por habérselo oído a su padre y a sus tíos, y hasta al anciano abuelo, cabeza visible y venerable de la tribu. Pero, también sabía que existía otra práctica, mucho más difícil de realizar, pero que en sus consecuencias era infalible: la de velar la cabeza cortada de un bandido.
Recordaba el muchacho que el abuelo confesara haber velado en su juventud una cabeza. Añadía el anciano que puso en su derredor unos cuantos gallos, «para que la acompañaran en la trasnochada»; y que ninguno de esos animales hechizados perdió jamás pelea alguna mientras vivieron. Y vivieron largo.
—Me hice de mucha plata —concluía el abuelo.
José Manuel Valverde, el mozo, se sintió lleno de arrestos. Él podía hacer como los antepasados. Por su cabeza zamba, las ideas cruzaron rápidas, veloces, como un torrente que se empuja cerro abajo.
El Negro Viterbo murió al anochecer.
—Se fue como la marea de vaciante —comentó sabiamente un viejo montuvio—. Así se van los heridos.
Lo he visto muchas veces.
Sacaron el cuerpo a un pequeño patio trasero y lo tiraron ahí como a una vieja cosa de desecho. A la mañana lo llevarían a Guayaquil, para que se cumplieran las formalidades legales.
El jefe de los gendarmes dispuso que, de hora en hora, el centinela de ronda «le echara un vistazo al dijunto».
—Siempre es bueno —dijo.
Nada ocurrió en las primeras horas; pero, cuando el policial que tomaba el turno de la medianoche, entró al patiezuelo, lanzó gritos despavoridos:
—¡No tiene cabeza! ¡No tiene cabeza!
Acudió la tropa toda.
Y se comprobó la verdad: el cadáver del Negro Viterbo, torcido contra el suelo como un monstruoso pelele, había sido descabezado.
Era una visión de pesadilla.
Vinieron a la mente de los policiales todas las antiguas historias de las «penaciones» paisanas.
—¿Habrá sido el diablo? —apuntó alguien.
—¡Quién sabe! A lo mejor.
—O algún brujo.
El jefe de los gendarmes no se convencía con explicaciones fantásticas.
—Adefesios —dijo—; lo que más puede ser, es una venganza... Pero, no.
Él conocía a la gente montuvia. Los montuvios no se vengan en cadáveres. Para ellos, la muerte es sagrada.
Mas todavía: tabú. Ellos se desquitan limpiamente con los vivos.
Un policial anciano, oriundo de esas zonas bravias, insinuó:
—¿No habrá sido algún gallero?
Aludió a la práctica supersticiosa de los jugadores de gallos, y recordando la presencia de Valverde, el mozo, «necio como una mosca», en la proximidad del cuartel, insistió, ahora con alguna seguridad:
—¿No habrán sido los Valverdes?
Meditó el jefe:
—Nada se pierde con averiguar —expresó el cabo.
Con sigilo que la noche oscura propiciaba, se llegó la tropa a la casa de los Valverdes. En un cuarto bajo, sobre el potrerito, junto a las cuadras, había luz. Se la veía por las rendijas, tenue, movediza.
Los gendarmes golpearon las puertas con las culatas de sus fusiles.
En el interior se escuchó un alarido de terror.
José Manuel Valverde, el mozo que velaba, rodeado de sus gallos entrabados, la cabeza del Negro Viterbo, creyó enloquecido de miedo, que no sólo Satanás, sino todos los demonios del infierno —donde ya el alma del bandido estaría—, acudían a rescatar de sus manos profanadoras lo que pertenecía a la tumba.
Guásinton
I
Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.
Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.
Estaban dos entonces.
El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.
Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.
Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.
No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.
El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.
Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.
Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.
No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.
Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.
Su cuerpo se conservaba intacto.
Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.
Cuando los cazadores pasaron camino adelante, pregunté a mi compañero de viaje:
—¿Cómo se llama el viejo?
—Celestino Rosado —me respondió—; ¿no ha oído hablar de él?
—Pues... Celestino Rosado... Me creo que es de los lados de Balzar o del Congo.
El peón pernero contó cuanto sabía del cazador, que no era mucho.
Concluyó:
—Este fue uno de los que mató a Guásinton.
—¿A Guásinton? ¿Y quién era Guásinton?
—Guásinton era, pues, Guásinton... un lagarto asisote...
La mano del peón pernero se extendió en un gesto amplio que abarcaba metros de senda:
—¡Grandísimo!
Por desgracia, en ese instante se recortó contra el horizonte la cruz de la iglesia de Yaguachi, bajo cuyos ámbitos opera San Jacinto sus milagros famosos.
Mi guía la señaló con el dedo:
—Ya mismo llegamos —dijo.
Y no sé cómo se enredó en una complicada disertación acerca de por qué la cosecha de arroz había sido tan buena y por qué, empero, el precio del grano estaba tan elevado en Guayaquil.
—¡Cosas de las fábricas, pues! No hay más vaina...
Las “fábricas” eran las piladoras, los molinos.
Y esa fue la primera vez en mi vida que oí hablar de Guásinton.
II
No sabía bien, todavía, quién eras tú, Guásinton, lagarto cebado...
No sospechaba que tus diez varas de fiera sobre el agua, obsederían algún sueño mío, en las noches caliginosas, cuando me tendía a dormir en la popa de las canoas de montaña, navegando por los ríos montuvios.
Y también desconocía que tenías la mano derecha mutilada, que te faltaba la más poderosa de tus garras...
¡Guásinton, ilustre baldado!
Recuerdo que otra vez me encontré con los cazadores de lagartos en Samborondón.
Fue por la noche.
Al día siguiente se celebraría la fiesta grande del pueblo, la fiesta de su patrona Santa Ana, y todo el vecindario se había echado a las calles.
Samborondón ofrecía un aspecto fantástico, iluminado por farolillos chinos y sacudido de cohetes voladores.
Estábamos bebiendo en la cantina de Victoriano Acosta, que queda, o quedaba, en una esquina de la plaza.
Yo ocupaba una mesa próxima al mostrador, con otros agentes viajeros.
Entonces, en Samborondón el dinero corría a chorros; y, para la época de la fiesta vendíamos abundantemente nuestra mercadería de pacotilla.
En esa ocasión yo conduje un cargamento enorme de zaraza, que había realizado por completo con un fuerte margen de utilidades.
Esto me tenía satisfecho y con ganas de divertirme.
Había hecho una gran tarde de gallos; y como entre pelea y pelea, trasegaba vasos de aguardiente de caña, a la noche debía estar un poco borracho.
No recuerdo bien este detalle.
Mi vecino de mesa, el viajero de la Compañía de Cervezas, me dijo:
—¿Qué te parece, Concha, si contratamos unos músicos para que toquen?
(Porque yo me llamo Valerio Concha y, como ya lo he insinuado, ejerzo por los campos la próspera y honesta profesión de agente viajero).
Acepté la invitación de mi colega; y así, tras de vencer mil dificultades, pues los músicos andaban escasos en el pueblo enfiestado, perinchido de turistas citadinos, que los traían de aquí para allá dando serenatas, conseguimos una orquesta reducida a su mínima expresión, es decir, a una guitarra y un tiple.
Con nuestra orquesta improvisada, el viajero de la compañía de Cervezas, yo y otros agentes que se nos juntaron, fuimos a la casa de la viuda Vargas, quien, además de ser una de las firmas comerciales más sólidas del pueblo, tenía un muestrario de hijas guapas y amigas del jaleo.
El baile que armamos, fue alegre y encendido; pero, yo no intervine mayormente en él.
Me sentía cansado, y esto hizo que buscara un rincón apacible, en el comedor, al lado de la botellería.
Ahí se reunieron cuantos odiaban el bullicio intrascendente y amaban el alcohol, entre ellos, don Macario Arriaga, gamonal montuvio, personaje de edad y de letras y, según me enteré muy luego, otro de los que mató a Guásinton.
Sí; ya lo sabía yo de tiempos: Guásinton era un gigantesco lagarto cebado, cuyo centro de fechorías era el Babahoyo, desde los bajos de Samborondón hasta las revesas del puertecillo Alfaro, al frente mismo de Guayaquil.
Sabía también, hacía poco, que como uno de esos legendarios piratas que, en los abordajes, perdían las manos bajo el hacha de los defensores, era bizarramente manco.
Pero, ignoraba que se había quedado así en un lance heroico, y que su garra perdida era por ello como un blasón hazañoso.
Don Macario Arriaga me refirió la arriscada proeza de Guásinton, donde quedó manco:
—Estaba en celo Guásinton, y venía río abajo, con la hembra, sobre una palizada.
Un vapor de ruedas (creo que fue el “Sangay”; sí, fue el “Sangay”) chocó con la palizada.
Guásinton se enfureció: figúrese, lo habían interrumpido en sus coloquios; se enfureció y partió contra el barco. Claro: una de las ruedas lo arrastró en su remolino, y no sé cómo no lo destrozó; pero, la punta de un aspa le cortó la mano derecha.
Chorreando sangre, Guásinton se revolvió y quiso atacar de nuevo; pero el piloto desvió hábilmente el “Sangay” sobre su banda, y lo evitó.
Quienes presenciaron la escena, dicen que fue algo extrañamente emocionante.
Nadie en el barco se atrevió a disparar sobre Guásinton sus armas, y fíjese que pudieron haberlo matado ahí, sin esfuerzo, a dos metros de él; pero, la bravura del animal los paralizó, porque nada hay que conmueva tanto, señor, como el arrojo.
Dejaron no más escapar a Guásinton, quien fue a juntarse con su hembra en la palizada.
Se aproximaron a nosotros dos individuos que yo no había visto antes.
Eran invitados, como don Macario mismo, de la viuda Vargas.
Don Macario me los presentó:
—Jerónimo Pita... Sebastián Vizuete... El señor...
Y vea, señor, la casualidad: éstos también estuvieron en la cacería de Guásinton, cuando lo acabamos... Con Celestino Rosado, con Manuelón Torres, con... Eramos catorce, ¿sabe?, la partida.
Y anduvimos con suerte: sólo hubo un muerto y un herido. Nada más.
Anduvimos con suerte, de veras.
Pita y Vizuete eran cazadores profesionales de lagartos.
Amaban su oficio como un culto cruento y salvaje, pero próvido con sus fieles.
Para ellos, la verde fiera de los ríos, el lagarto de las calientes aguas tropicales, no era una vulgar pieza de caza, sino un enemigo, a pesar de su fama de torpe, en realidad astuto y, además, valiente.
La cacería del saurio era para ellos como la lidia del bicho para el torero: un arte que juzgaban noble y digna, y que, a mayor abundamiento, les daba para comer.
Pita y Vizuete, corroborados en ocasiones por don Macario, relataron esa noche hazañas sueltas de aquel héroe fluvial, a quien alguno, se ignora cuándo y por qué, bautizó con el nombre amontuviado del general norteamericano. (No sería, por supuesto, por lo desdentado; ya que el monstruo montuvio poseía una dentadura formidable).
Podría llenarse un denso volumen con los hechos singulares de Guásinton, y abrigo la esperanza de que se escribirá ese volumen.
Nada tendría de raro, hoy sobre todo que se ha dado en la flor de escribir biografías de todo quisque, y hasta biografías de los ríos.
Por lo demás, Guásinton se lo merece.
Era un espíritu original el que alentaba en este gigante verde oscuro, acorazado como un barco de batalla o como un caballero medioeval, y que medía diez varas de punta de trompa a punta de cola.
Se decía que era generoso como un buen dios. Entre un caballo que pastara a la orilla y una mujer que lavara sus ropas en la playa, Guásinton prefería devorar al caballo.
Las comadres afirmaban que no lo hacía por gula, sino por compasión, al escoger a la bestia en vez de a la mujerzuela.
Sólo durante las grandes hambrunas Guásinton acometía a las gentes.
Lo ordinario era que nadara junto a los bañistas, sereno, poderoso, consciente de su fuerza, sin molestarlos, aparentemente sin advertirlos siquiera.
Se satisfacía entonces con los tributos que cobraba a los reseros: cada vez que éstos tenían que pasar ganado de una ribera a otra, ahí estaba Guásinton, llevado por quién sabe qué misterioso aviso, a reclamar sus derechos de señor feudal de las aguas montuvias.
Se apropiaba de una res, de una res no más, pero de la mayor, siempre de la mayor.
Guásinton seleccionaba bien.
Y nada hacía ya al resto del ganado ni a los reseros.
Ellos conocían la costumbre del saurio, y separaban su res en los negocios:
—Rebájennos un poco en el precio —decían a los vendedores— para que nos salga más barata la vaca de Guásinton.
La vaca que había de pagársele por el permiso de pasar el río...
Río seguro, después de todo, pues Guásinton no consentía en él competidor alguno: cuando cualquier lagartuelo imprudente, tras la larga siesta de los tembladerales, se atrevía a penetrar en el Babahoyo, Guásinton daba cuenta inmediata de él.
En las orillas su fama era casi única. Había para él una suerta de veneración, muy parecida a la religiosa.
III
Comenzó todo por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego el miedo se contagió a los mayores.
Como suele ocurrir, de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta algo como un culto.
Cuando, entretenido quizás en empresas amorosas, a las que era particularmente aficionado, o simplemente durmiendo el prolongado sueño de su especie, tardaba en aparecer por su zona acostumbrada, las gentes se preguntaban, vagamente inquietas:
—¿Qué se habrá hecho Guásinton?
Y añadían, ahora temerosas:
—¡Mala seña! Este año va a estar seco el río.
Porque, en la creencia popular, Guásinton, señor de las aguas, las traía consigo.
En ocasiones, Guásinton alteraba sus hábitos antiguos. Ocurría eso cuando las hambres.
Entonces, se trepaba a los potreros ribereños y arrastraba las presas capturadas.
Atacaba a las canoas: las volteaba de un coletazo y devoraba a sus ocupantes.
Se convertía en un siniestro poder, en una furia desatada.
Pero esto pasaba en breve, y Guásinton volvía a sus plácidos modos de siempre.
Tornaba a gustar de la melancólica música montuvia; porque, aun cuando se cree que los lagartos son casi sordos y se guían sólo por el olfato, parece ser que Guásinton oía muy bien y que hasta encontraba en ello un especial encanto.
Dizque en las noches, cuando los pescadores tocaban sus guitarras, mientras conducían su pesca al mercado, Guásinton, como una guardia fiel, seguía a las canoas; y si alguno daba un traspiés y venía al agua, Guásinton se alejaba a todo nado, sin duda para evitarse la tentación de comérselo.
Trece lagarteros experimentados, armados de fusiles de repetición y embarcados en dos canoas de fierro, fueron necesarios para matar a Guásinton.
Y ni aún así les fue fácil; porque el animal se defendió tenazmente, y al morir hizo morir con él a uno de sus matadores y malhirió a otro.
Fue don Macario Arriaga quien montó la expedición y quien la dirigió.
Cosa curiosa: don Macario nunca le regateó a Guásinton su tributo de ganado; pero, cierto día Guásinton devoró al perro favorito de don Macario, y éste se decidió a acabarlo.
Viene aquí bien aquello de a pequeñas causas...
Hubo de precederse con mucho sigilo al formar la expedición, para que no se enteraran de ellas las gentes de las riberas, que veían en Guásinton un ser casi sobrenatural.
Con el viejo saurio no valían los cebos. Seguía de largo frente a los cerdos atados a las canoas o a las balsas, tras las cuales se escudaban los fusileros avizores.
Se burlaba de la faena del “sombrerito”. Este ardid consiste, como es sabido, en que el cazador, desnudo de busto y munido de un cuchillo, se sumerge en lo hondo, dejando flotar en la superficie su sombrero: el lagarto se engaña y se lanza en dirección al sombrero, creyendo que ahí está el hombre, mientras este, desde abajo, en un nado veloz, resurge y le clava a la fiera el cuchillo en el vientre una, dos, tres veces, hasta que le alcanza la respiración y el animal se desangra en la hemorragia.
¡Peligrosa la faena del sombrerito! Si la primera cuchillada no es decisivamente mortal, el atrevido perece sin remedio en las fauces del lagarto.
Con Guásinton hubo que emplear otras argucias que las comunes.
Se lo vigiló durante varios días, hasta que se supo que solía reposaren cierto estero, pequeño y remansado, pero profundo.
Entró en él cierta mañana, y entonces los cazadores taparon rápidamente la boca del estero con una compuerta de maderos y alambres de púas, preparada de antemano.
José Gabriel, el más valeroso lagartero que ha existido en el Guayas, se tiró al agua, puñal en mano, a desafiar a la fiera.
En principio, Guásinton rehuyó la lucha.
Se comprendería metido en una trampa y quiso forzar la salida, rompiendo la parte baja de la compuerta, sin mostrarse en la superficie.
Debió herirse en la alambrada, porque, en la boca del estero, el agua se manchó de sangre.
Y cuando sin duda fracasó, retrocedió, furioso, contra el hombre.
Gabriel lo esperaba, atento, advirtiendo sus movimientos por el fango removido.
Se zambulló y lo alcanzó a punzar; pero el lagarto fue más ágil que él: de un formidable coletazo lo trajo al fondo, con la columna vertebral partida y la cabeza deshecha.
En ese momento, don Macario Arriaga ordenó que los cazadores se dispusieran en ambas orillas del estero y dispararan contra el agua sus fusiles.
—Alguna bala lo tocará —dijo.
Y sucedió lo asombroso: Guásinton —que bajo el agua era invulnerable tras su coraza de conchas y dada la escasa fuerza de los proyectiles, disparados de tan cerca— saltó a tierra; y, loco, monstruosamente loco, arremetió contra los hombres.
Estos se desconcertaron ante lo imprevisto, y de ello aprovechó la fiera para llevársele de un tapazo media pierna a Sofronio Moran, que estaba más próximo a sus fauces.
Pero los hombres se sobrepusieron.
Sin cuidarse del herido, se apartaron, y una lluvia de balas cayó sobre Guásinton.
Para morir, se volteó, vientre al cielo. Agitaba los miembros como si quisiera agarrar.
Abría y cerraba las enormes tapas de sus fauces, y emitía un sordo gruñido aún amenazante.
Se acercó a ultimarlo don Macario Arriaga. No llegó a hundirle la daga, como intentara: justamente en ese infante el bravio espíritu de Guásinton partía a fundirse en el gran todo...
Las diez varas de su cuerpo se sacudieron con violencia, y la mirada de sus ojos sanguinolentos se fijó en el vacío: Guásinton, señor feudal de las aguas montuvias, era ya para siempre invencible...
Honorarios
—Pero, doctor, si ella no era virgen...
—Puede ser, señora; yo no pongo en duda, ¡oh no!, lo que usted asevera. Mas, el informe pericial...
—¡Qué informe pericial, doctor! Nadie me convencerá jamás de que el peluquero Suipanta, ¡mudo morlaco!, y el carnicero Martínez saben examinar eso. ¿Es que han estudiado anatomía...? ¿Es que...?
—Será lo que usted quiera, señora; pero, el comisario, en el severo ejercicio de las funciones de su noble cargo, procedió correctamente al nombrar empíricos para el rápido reconocimiento de la violada... El Código de Enjuiciamientos en Materia Criminal, en su artículo 72 —si la memoria no me es infiel—, faculta en casos como el que nos ocupa, cuando no hay profesionales en cinco kilómetros a la redonda... Verdad es que debió nombrar a mujeres... Pero, ocurre que las personas del sexo de usted, señora, con perdón suyo sea dicho, no se prestan para...
—Sí, sí, doctor. Comprendo. Acaso, somos más honorables.. ¡Ah, dispense!
—Crea usted que si no me alcanzara, como se me alcanza, cuál es su estado de ánimo, habría pensado que trata premeditadamente de ofenderme...
—Ya le pedí excusas. Vuelvo a pedírselas. En fin, doctor; yo no entiendo nada de nada... Con todo, pienso que el comisario debió buscar a otras personas, más calificadas, más expertas, que no a...
—Estoy al cabo, señora, de lo que usted insinúa; y, a este efecto, me permito advertirle que hace usted mal, muy mal (y lo mismo los familiares de usted) al excederse en ciertos comentarios desdorosos sobre los señores empíricos que reconocieron a la menor desflorada por el hijo de usted. Lamentablemente, se ha hecho público que el otro día, en la cantina de Severiano Acosta, el hermano de usted dijo que no se explicaba cómo iban a entender de virginidades el carnicero Martínez, que sólo habrá visto la de las vacas, y el peluquero Suipanta, que ni siquiera conoce la de su propia mujer, porque ésta no estaba como debía cuando con él se casó... Repito sus palabras... Es de temer, señora, que esos caballeros, justamente indignados, propongan o intenten proponer querella criminal por atentado contra su honra y consideración; y, acaso, su hermano de usted, usted misma, quizá, se vean envueltos en juicio...
—¡Oh, sería espantoso!
—Y es muy probable que ya hasta lo hayan incoado, según se me ha referido. Creo que mi colega de estudio, el talentoso doctor Martillo, hace actualmente gestiones ante el señor alcalde cantonal primero para...
Ahora la vieja lloraba a gritos. El abogado trataba de calmarla.
—Habría un camino salvador, señora.
—¿Cuál?
—Que su hijo de usted se case con la desflorada.
—Bien sabe usted, doctor, que eso no es posible, que él es casado ya...
—Lo cual agrava su situación ante la ley. Astrea, señora...
—Y aun cuando no fuera casado... cómo iba mi Diego a unirse con una muchacha que será todo lo que se quiera, doctor, ¡hasta bonita!, pero que ha pasado por todos los hombres del pueblo...?
—Señora...
—Sí, doctor. Venga lo que viniere, habré de decirlo, ahora. Hasta usted ha vivido con ella. Es sabido eso. Todo el vecindario lo dice.
—¡Señora! Repare en que de mí depende...
—¿Qué, doctor?
—La libertad de su hijo.
—¿Y cómo?
—¡Ah! Las cuestiones judiciales son tan embrolladas como las famosas ecuaciones del griego Diofanto, señora: su número de soluciones es infinito; y, a veces, a veces, se encuentran alguna tan fácil...
—Le ruego que se explique.
—Pues, muy sencillamente. Está en mi mano hacer que mi cliente, el padre de la violada, retire la acusación... Está en mi mano que el señor comisario, a quien yo coloqué con mi influencia (no lo digo por alabarme), destruya el expediente. lo traspapele, ¿eh? ¡Cualquier cosa! Todo se arreglaría. Y su hijo saldría libre mañana... pasado mañana... ¡hoy mismo! ¿por qué no?
—Haga eso, doctor. ¡Se lo suplico! Mi vida, toda mi vida... ¡Ah, no alcanzarían mis años a rezar por usted, a encomendarlo a Dios!.
—Pero, naturalmente, eso que le digo, señora, tendría su precio. Mis honorarios...
—¿Sus honorarios, doctor? ¿Y de dónde se los pagaríamos? Bien sabe usted de nuestra miseria. Bien sabe usted que es el trabajo de Diego lo que nos mantiene: a mi hija Emérita, a la mujer de él, a los siete chicos... ¿De dónde, doctor, le pagaríamos? La huertita de cacao —once cuadritas, ¡lo único!—, está apestada con la escoba de bruja, con la monilla. No produce nada. La afecta, además, una hipoteca...
El abogado hizo un gesto vago, lento... No; él no era un hombre interesado por el dinero... ¿El dinero? ¡Puah! ¡Quédese para los metalizados, que rinden culto a ese nuevo Moloch que es el oro!
Se insinuó, mañoso.
La vieja, intuyó. Comprendió luego, plenamente.
¡Ah! Quería a la muchacha, a la Emérita... La hermana del violador debía ser violada, ¿no es eso? Una suerte de talión. Diente por diente, himen por himen...
El abogado explicó. No; no era un modo de cobrar el suyo. Era que aprovechaba de la ocasión para tratar un asunto que, de antiguo, habría querido arreglar con la familia... El no era feliz en su vida conyugal, ¡ah, no! Era muy desgraciado, antes bien. Su mujer no se avenía con él, y estaba maduro el proyecto de divorcio. Como fuera libre, él se casaría con la Emérita... ¡Muchacha más digna! Un rey merecía que no a él, pobre y modesto profesional enredado en las cuatro calles de aquel poblachón oscuro, anónimo! La desposaría... ¡vaya que la desposaría! Pero, había que adelantarse, que asegurarse. Las mujeres, a lo mejor salen enamorándose.. y...
La vieja lloraba. Ya no hacía otra cosa que llorar. Era una madre infeliz que no sabía otra cosa que llorar.
El doctor, un poco fastidiado, se levantó para despedirla. Ya le contestaría la señora. Ya hablarían.
La vieja se secó las lágrimas y salió.
* * *
En la casa hubo un conciliábulo entre las tres mujeres: la vieja, la Emérita y la Juana, mujer del preso.
Los siete chicos las rodeaban ignorantes, incomprensivos, pero atentos.
¡Oh, era imposible! ¡Cómo iba a ser, Dios mío!
Fué —el parecer— unánime.
Pero, en el silencio meditativo de la Juana, había una vacilación. Y, acaso, una resolución en ciernes, un propiciarse al sacrificio, en los ojos negros y brillantes de la Emérita.
* * *
Pasaban los días. En la casa, hacíase un ambiente hosco y pesado.
Empezaba a escasear la comida. Para un chico que se enfermó, no hubo
con qué llamar al curandero; se le daban tisanas de yerbas absurdas,
cogidas a la medianoche.... y, estaba ahí, a medio morir, muriéndose, en
el camastro revuelto...
La Juana miraba con una envidia sorda a la Emérita. Comparaba con el suyo enflaquecido, arruinado por los siete partos llenos y los cuatro abortos, el cuerpo rozagante de la doncella, y se sentía morir, peor que el chico...
Emérita creyó adivinar que su cuñada le había cobrado odio, un odio tan grande como si ella fuera, no ya el precio de la libertad de su marido, sino la causa de su prisión... y hasta la enfermedad del rapaz.
La seguía... La espiaba...
Una tarde, mientras la Emérita se bañaba abrió la Juana bruscarnente la puerta del cuarto.
Quedóse en el umbral, contemplando a la desnuda que hacía empeños angustiados por cubrirse de las miradas con las manitas.
—Güena hembraza ereh, Emérita! ¡Con razón el doctor Celcado...!
Y los días se venían encima.
El comisario había dicho que el sumario estaba casi concluido y que, después de poco, mandaría el expediente a Guayaquil, a un juez de letras.
La Emérita acabó por resolverse.
Sin anunciarlo a nadie, una tarde fuese a casa del doctor Cercado.
Recibióla el abogado amablemente y la citó para media hora después en el estudio.
Dijo a su mujer, al marcharse para el encuentro:
—Va a declarar por fin la hermana de Diego Pinto, ¿recuerdas?, el canalla ese que violó a la hija de mi compadre Jesús Flores. No quería declarar la perra, y era indispensable que hablara: ella le alcahueteó la cosa al hermano. Se ha decidido, ahora, por las amenazas del comisario. Urge que yo esté presente; pero, volveré en seguida. ¡Cuida a los huahuas!
Besó a la mujer. Besó a los chicos. Acarició al perro. Y partió.
Una vez en su despacho, el doctor Cercado cobró debidamente sus honorarios profesionales: un poco de dolor y un poco de placer, rociados de sangre...
Cuando la Emérita regresó a su casa, se acercó a la cuñada y le susurró el oído:
—¡Ya!
Nada más. Pero, la Juana, comprendió, y sonrió agradecida. En cuanto pudo hablarle a solas, le ofreció sus servicios de mujer experta en esas cuestiones después de aquello...
—Sobre todo, hay que atajarte la hemorragia...
* * *
El doctor Cercado era un hombre cumplidor de sus compromisos: al
día siguiente. Diego Pinto salía en libertad irrestricta y el expediente
se extraviaba definitivamente.
Mas, había que arreglar el asunto de las querellas propuestas por el carnicero Martínez y el peluquero Suipanta, los señores empíricos...los caballeros esos....
La ecuaciones de Diofanto. Otra vez.
Se produjeron ciertos gastos.
La huertita de cacao atacada por la escoba de bruja y la monilla —once cuadritas, ¡lo único!— hubo de pasar a propiedad del doctor Cercado, quien suplió las costas.
Pero había que agradecerle siempre —¡no alcanzarían los días de la vieja a rezar por él!—, porque, generosamente, se hizo cargo de pagar, cuando fuera oportuno, el crédito hipotecario que gravaba la finca.
Iconoclastia
(Página de un Diario)
Hoy hemos ido juntos a su iglesia. Ella es creyente ardorosa; su
fe es adorablemente primitiva; y, me parece, al verla, que estoy en
presencia de una de aquellas vírgenes patricias, que fueron las primeras
flores arrancadas por San Pedro en los jardines de la paganía romana.
—¡Amada!
Al lado suyo mismo, no se daba cuenta de mí, absorta en el divino oficio. Seguí la mirada de sus ojos, que iba a clavarse como un rayo verde en el rubio Nazareno que desde Su altar preside, y sentí unos vagos celos absurdos, infantiles, que ahora —al escribir estas impresiones— me hacen sonreír. Maldije, entonces, de aquellos buenos padres del segundo Concilio de Nicea que restablecieron el culto de las imágenes... ¡Ah, hermosos tres siglos de iconoclasia en que la religión fue más pura por ser más abstracto su objeto, y cuando las mujeres no tuvieron dónde posar el milagro de sus ojos tiernamente, con un amor humano, que es el único que ellas entienden!
Habré hablado alto cuando ella se volvió a interrogarme.
—Pues, nada; que me siento mal, con no sé qué de raro.
Y abandonamos la iglesia, turbando con el ruido de nuestros pasos la dulce solemnidad de la liturgia.
En la calle, respirando la alegría de este buen sol nuestro, me sentí mejor, y traté de vengar en ella mi rivalidad loca con Él.
—¿Te parece, Amada, bello el Nazareno?
¡Ah, su voz, que yo sé bien cómo es suave, se musicalizó más para loar Su belleza!
Y yo saborée la venganza:
—Te engañas. Todo eso es una farsa torpe. Él era feo; Él desentonaba en la armonía galilea; Él sólo era bueno. Su belleza era interior. San Cirilo de Alejandría, el propio Tertuliano, y muchos doctores de la iglesia, creen que Su fealdad era horripilante y extraordinaria. Isaías lo deja presentir... Acaso yo, con mis pobres rasgos decadentes, sea más bello que Él lo fué nunca...
Callé. Comprendí que en su alma había sembrado la semilla, que es espina, de la desilusión. No hablamos más de eso; pero, ya en nuestro hogar, ella arrojó el libro de misa sobre el lecho, bruscamente; y, yo creí advertir cierta rabia en ese gesto.
Luego ha reído mucho por cada cosa que ocurría. Sólo a la tarde, en el jardín, mientras paseábamos por entre nuestros rosales, me ha dicho inopinadamente:
—¿De manera que Él era feo?
Y en seguida me ha recordado que esta noche habíamos de ir al teatro.
—Luego, —añadió,— nos iremos a bailar a cualquier salón. Quiero gozar, ¿sabes?; gustar la alegría de la vida...
Incomprensión
(Medalla de oro en el concurso literario celebrado con ocasión del Día del Estudiante —1926—, por el Centro Local de Guayaquil, de la Federación de Estudiantes Ecuatorianos).
I
Un ruido de voces en el vestíbulo despertó a Rómulo Nadal.
—Es Idálide que regresa, —se dijo; mientras, mirando el pequeño reloj de esfera luminosa, se enteraba de la hora: 2.35 de la madrugada.
Oprimiendo el botón colocado en la pared al alcance de su mano, dió luz a la alcoba.
Hacía calor.
Nadal se escurrió de entre sus sábanas y saltó fuera del lecho.
—Me va a ser difícil —monologó— volver a conciliar el sueño.
Cerca de la cuja había una butaca, y en ella se tumbó.
Afuera, en el vestíbulo, seguían las voces.
Nadal se entretuvo en reconocerlas.
—Esa es Idálide... Esa ótra es mi perfumada, cariñosa, encantadora suegra... Ah, también ha venido, acompañándolas, mi señor hermano político... Ahora se despiden, gracias a Dios...
Percibió frases sueltas:
“Buenas noches, Idálide”.—“Que la Virgen vele tu sueño, hija mía”.
Besos. Risas. Pasos que bajaban los peldaños de la escalinata.
—Por fin!
Oyó el portazo seco del zaguán, y luego, el suave golpe del motor del Essex.
Entonces Nadal prestó atención a los ruidos del interior de la casa. Lejano ya, perdido en la noche, alcanzó a distinguir en el silencio un taconeo de ritmo familiar a su oído.
—Idálide va a su alcoba —pensó.
La siguió con la imaginación y se distrajo en suponer lo que haría...
Al pasillo saldría a encontrarla María, la doncella.
“¿Se ha divertido la señora?”
Y ella con su lánguida voz de amorosa diría: que sí, que sí; que había bailado mucho; que había gozado la mar...
Entretanto, él —él, su marido— ahí estaba solo, solo en la soledad de su dormitorio “particular”.
Mientras María se entregaba a la dulce faena de desnudarla para el lecho, Idálide averiguaría detalles sobre la cena de su Chang pequinés... Sólo al fin —ojos adormilados de cansancío— preguntaría indiferente “si el señor había salido”. Y al enterarse de que no, de que había permanecido enclaustrado en su habitación, haría un vago gesto indescifrable... que bien podía ser de sueño.
Metida ya en el pyjama —verde grosularia o lila sirio, que eran “sus” colores—, se dejaría caer en la cujita... Mecánicamente esbozaría un rápido signo de la cruz sobre su pecho, y cerraría los ojos.
Antes habría recomendado a la doncella que, muy por la mañana, llamara por teléfono al Lawn Tennis Club, y la excusara de ir ese día “porque había amanecido con jaqueca”...
De puntillas, María saldría de la alcoba, cerrando la mampara tras de sí.
...Un suspiro hondo venció a Nadal al pensar que acaso fuera exacta, sin más ni menos, la escena que forjara su fantasía.
—Habrá preguntado por mí —se dijo— igual que pudo haber preguntado si Nataniel vino a cocinar a sus horas, y con menos interés que si el pequinés hubo devorado correctamente hambriento su comida de la noche... Es la dolorosa verdad.
De una mesita próxima alcanzó un cigarrillo y lo encendió. Tomó así mismo una revista ilustrada y se puso a mirarla cansadamente, más para ocupar las maños que para distraer los ojos.
De pronto se levantó. Oprimió un timbre, que resonó lejano, y esperó.
Pasados algunos minutos se presentó en la estancia un mocetón moreno, de facha escuderil, con los ojos inyectados de sueño.
—¿Qué desea, doctor?
—Ve y despierta al chauffeur. Dile que prepare el carro, que voy a salir.
—¿A estas horas, doctor?
—Me parece que te importa poco, Ramón. Anda a prisa.
Ramón salió a cumplir la orden.
—Pobre Abel! —decía por el camino—. ¡Despertarlo para que vaya a guiar a media noche! Y el doctor lo ha cogido de costumbre eso de andar en automóvil cuando todos están en las camas... Lo peor es que no va a ninguna parte... Rodar, rodar, rodar... ¡Ese hombre está volviéndose loco!
En su cuarto, Nadal cambiaba de indumentaria. Mientras lo hacía, mantenía consigo mismo una suerte de diálogo:
—“Habrá que reconocer, Nadal, que tu mujer se preocupa muy poco de tí... Muy poco... En su pensamiento, tu lugar es más reducido que el del minúsculo canecillo asiático”.
—“Ya cambiará. Es una crisis de su carácter nervioso”.
—“No te ilusiones, Nadal. Todo lo has perdido... hors l'honneur... Y aún éste se te va deslustrando. Los “amigos” comienzan a sospechar lo que ocurre entre tu mujer y tú; y alguna vez, refiriéndose a tí, han dicho a tus espaldas: “Pobre Nadal!”. Ya sabes que cuando los amigos compadecen... mala seña....”
II
María penetró sigilosamente al dormitorio de su ama.
Era la hora meridiana, y cirniéndose a través de los visillos, inundaba la estancia la dorada luz solar.
La doncella se aproximó al lecho de Idálide, que dormía aún arrebujada en las blancas sábanas.
—Señora. Señora...
Al mismo tiempo la remecía, suavemente.
—Señora...
Idálide abrío los ojos. Entre enojada y sorprendida, preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me despiertas?
Un poco confusa la doncella explicó:
—Es que la señorita Ernesta llamó por teléfono y me ordenó que la despertara en seguida porque tiene que hablar con usted.
—¿No te dijo sobre qué?
—Sí... Es que han resuelto un viaje a Salinas para hoy mismo...
—¿Para hoy...?
—Sí; saldrán esta noche en un vapor fletado... Su hermano agasajará en Salinas con un pic nic al ministro de...
—Ajá! De Iverlandia... Es muy amigo de mi hermano.
Idálide saltó de la cama.
—Mira, María: prepárame el baño.
—Está pronto, señora.
—Telefona, entonces, a Ernesta y dila que me espere...que voy con ellos. Hay que gozar, ¿no te parece, Mary?
—Naturalmente, señora.
María salió. Idálide tomó una lujosa bata roja de sobre la cómoda y se dirigió al cuarto de baño, que comunicaba por una pequeña puerta con el dormitorio. A poco se oía el canto del agua de la ducha.
Fue un baño breve. Momentos después, envuelto el cuerpo en el rojo salto, Idálide se situaba frente al tocador a iniciar la tarea delicadísima de su arreglo.
En aquella suerte de deshabillé matinal, al mirarse al espejo, se admiró un poco... Vaya que tenían razón sobrada los que —la noche anterior, apenas—, la llamaban, en elogiosa invocación, Aziyadé... Morena, de una suave y durada morenez; ojos y cabellos negros; boca roja y labigruesa: había, algo de turco, de enloquecedoramente turco, en su belleza... Parecía una de aquellas mujeres constantinopolitanas que la fiebre de modernidad de Kemal Pachá extrajo del fondo penumbroso de los harenes sultanescos...
Terminado el maquillaje del rostro, Idálide se dedicó al cuidado de las uñas.
Lilia —una sirvienta quinceañera— vino a ayudarla, trayendo el estuche de manicure; y cuando esta última labor fue concluída, la bellísima recordó que aún no se había desayunado.
—Preferiría que me sirvieran naranjas esta mañana, Lilia. Dilo así en el comedor.
Cuando quedó sola, cómo asaltada por un impulso, Idálide se acercó al ropero, y ante la gran luna veneciana de cuerpo entero, se detuvo indecisa... En un amplio gesto abrió la bata, quedando desnuda frente al espejo que la copiaba totalmente en una manera de posesión. Sonrió... Enmarcado en la bata roja, su cuerpo parecía un fruto prodigioso brotando de una flor.
Por su mente pasó la imagen de un hombre vestido de frac: S. E. el señor ministro de Iverlandia...
—Qué no diera por verme así! —pensó diabólicamente.
Volvió a su taburete del tocador.
—María! —llamó.
La que vino fué Lilia con el desayuno.
—¿Y María?
—Está hablando por teléfono con la señora Ernesta.
—¿Todavía?
—Dice que está recibiendo “instrucciones”.
Picarescamente Lilia insinuó:
—En el comedor está...
—¿Quién?
—El doctor...
—¿Rómulo?
—¿No te preguntó nada?
—Me dijo que lo mandara servir el almuerzo porque tiene que ir temprano al consultorio.
—Bien —terminó Idálide—; entonces vísteme pronto. He de hablar con él antes de que salga...
III
En su biblioteca —un pequeño salón amoblado a la inglesa— Rómulo Nadal, tumbado sobre un butacón de cuero, leía los diarios.
Idálide irrumpió en la estancia.
—Buenos días —saludó glacialmente.
Él respondió cortésmente, pero en el mismo tono, y le ofreció un asiento, que ella rechazó.
—Esta noche —dijo— nos vamos a Salinas con mi cuñada.
Luis hace un agasajo al ministro de Iverlandia. Tú... ¿querrías ir?
—No; ya sabes que estoy muy atareado.
—Sí; claro. Suponiéndolo, me apresuré a excusarte con Ernesta. Comprenderás, la expliqué, que la clientela no deja un minuto libre al pobre Rómulo.
—Es verdad...
Nadal no soltaba de la mano el diario que estuviera leyendo, y frecuentemente le echaba ojeadas rápidas, como para demostrar por este medio que le fastidiaba, verse interrumpido en su lectura.
—¿Venías a anunciarme tu viaje, Idálide? —dijo al fin.
—Sí... Encuentro que no te molestará.
—No; en lo absoluto. Que te diviertas.
Volvió a caer entre ellos, como una pesada cortina negra, un silencio embarazoso. Idálide revelaba a las claras su inquietud.
—Va con nosotros, también, mamá...
—Ah!
Nadal sonrió burlescamente.
—Convendrás conmigo, Idálide, en que doña Concha posée una constitución de acero... Anoche trasnochó; esta noche, otra vez. ¡Y a sus años!
—Lo hace, como ella dice, por cuidarnos a Ernesta y a mí...
—...que ya estáis creciditas para haber menester de dueñas.
Otra voz el silencio, roto ahora, cortantemente por Nadal.
—¿Deseas algo para el viaje, Idálide?
—Sí...Poca oosa,
—¿Cuánto?
—Un mil...
—¿Mil sucres?
—Sí...; de lo mío.
—Ya lo sé. Espera a que gire un cheque. Vuelvo.
A poco regresaba Nadal.
—Ahí tienes —dijo, ofreciéndole la orden extendida— lo que necesitabas... ¿Algo más? ¿No? Feliz viaje, entonces.
Sin responder, Idálide abandonó la biblioteca.
Nadal, solo, tornó a sumirse en la lectura de los diarios, tranquilo en apariencia.
Mas, transcurridos pocos minutos, llamó nerviosamente a Ramón, que era su servidor predilecto.
Cuando éste vino, le ordenó:
—Telefona a la clínica y avisa al portero que esta tarde no doy consulta porque me siento enfermo. Di que llame al doctor Rosas para que pase la visita a los internados.
—Está bien, doctor.
—Ah... Luego llamas al Norte-93, a casa de Corradini, y le dices a Gerardo que venga acá a las dos sin falta. Que he de hablar con él sobre un asunto urgente.
IV
Apenas sonada la una, transcurriría una hora larga antes de que viniera Gerardo Corradini.
Nadal decidió esperarlo en la biblioteca. Consideraba ese ambiente propicio a la confidencia que habría de hacerle.
Corradini era su mejor amigo, y no otro que él era llamado a conocer y acaso prestar solución en su “drama” conyugal... Resuelto estaba a vaciar en el secreto cordial del amigo todo su dolor silencioso por el derrumbamiento de su hogar; destrucción realizada día por día, calladamente, escondida entre las paredes de la casa... como esas agonías lentamente resignadas de los tísicos.
Compañero desde las bancas de la escuela —¡oh, los días del buen maestro Reinoso, que Alá conserva aún para su gloria!— Gerardo Corradini estaba tan al corriente de la historia de Nadal acaso como de la suya propia. El vió nacer y alentó a crecer sus amores con Idálide...
Amores que nacieron mansamente, sin aquellas truculencias románticas que caracterizan —por lo general— el minuto en que la vida pare el amor definitivo.
Entonces —en aquel entonces un poco lejano ya—, Rómulo Nadal, flamante bachiller, vivía con su madre en la humilde casuca que les comprara el Gobierno “como un homenaje a la memoria del bravo mayor Rigoberto Nadal (179 Batallón), muerto gloriosamente en la campaña de Esmeraldas, y a objeto de remediar en algo la penuria de su viuda y tierno huerfanito” —según rezaba el consiguiente decreto...
A la casa vecina —pared con pared— llegó una numerosa familia campesina —ricos propietarios de plantaciones caucheras— que venía a la urbe porteña “a educar a las niñas”.
Trabaron amistad con la madre de Nadal... Una amistad que, por parte de la viuda del militar, no era muy sincera.
Nadal recordaba la cacareada frase de la madre: “Los nuevos ricos y los montuvios ricos, son dos grandiosas calamidades sociales. Quieren rolar, sin más ni más, en pie de igualdad, con las familias cuya historia no comenzó en Alfaro... que hizo a mucha gente, hijo mío...”
En cambio, la familia campesina —Monje Ríos— era toda cordialidad.
—Es ahora que han cambiado... con la civilización! —lamentó Nadal.
La prole de los Monje Ríos era en su mayor parte femenina; sólo un varón había: Este bendito Luis que ahora resultaba tan amigo del excelentísimo señor ministro de Iverlandia...
Rómulo Nadal no prestó mucha atención a las monjitas, como en broma las llamaba... y mucho menos a Idálide, que era de las menores y estaba pequeñina entonces. Doce años quizá.
Acaso alguna vez —en los entreactos do sus noviazgos bachilleriles— pensó en alguna de las mayores... En Idálide, nunca.
Y sin embargo... Cada vez que horas fijas —volvía a su casa o salía de ella, la encontraba asomadita, sonriente, al aire la pomposa cabellera negra, picarescos y hablantines los ojos que iban ya perdiéndola vaguedad de su mirada infantil... La saludaba... y au revoir!
Sabía de los "chicos” que ella se gastaba; hasta fue amigo de alguno. Asimismo, Idálide fue amiga de su “novia”...(una buena muchacha, cuyo nombre casi no recordaba, que a sus dieciocho años tuvo en su vida ese inútil cuanto imprescindible papel de “novia”... la pobre).
En ocasiones solía hablar con Idálide, y entonces ella le preguntaba por la “novia”; y él, a su turno, se informaba cumplidamente de la salud de Arturito, dr Juanito, de Riquito, del que estuviese en el horizonte... ¡la vida!
...Fué para unos carnavales. Carnavales a la criolla, con agua, con mucha agua, con “llevadas a la pipa”, con anilinas... La tuvo él entre sus brazos, bañada totalmente, formas esculpidas por el abrazo pegajoso del agua. Y comprendió que el cuerpo de esa muchacha era un prodigio en amanecer... Osado, en un momento de soledad, la besó en plena boca.
Bajó ella la mirada; se libró de sus brazos... y no dijo nada...
Pero, a la mañana siguiente, a la hora en que Rómulo solía salir, ahí estaba la pequeña Idálide, sonriente, trenzas al aire, un su ventanita, acodada...
V
La evocación de aquellos días felices, tanto más remotos en apariencia cuanto menos semejantes les eran en realidad los actuales, conturbó profundamente a Nadal.
¡Cómo todo era distinto ahora! ¡Si antojaráse que la Idálide de ogaño no era ni un burdo remedo de aquella otra!
—Parece mentira... Y sin embargo, Idálide es mi mujer!
Recordaba los años que precedieron al matrimonio...
Nunca tuvo intenciones de hacerla su mujer: Corradini podía atestiguarlo... Dedicado al estudio de la medicina, hacia la cual sintiérase llamado por irresistible vocación, en los ratos libres —muy pocos y muy breves— buscaba amoríos fáciles, sin consecuencias y sin peligros.
Idálide, que seguía siendo su vecina, sabía al dedillo sus tenoriadas, y nunca, nunca, —lo recordaba bien— le reprochó.
Durante meses, dejaba hasta de saludarla. Cuando malferido de alma, abatido en algún lance de mal amor, volvía a ella, era recibido con ojos un poco entristecidos pero amorosos...
Le decía a Corradini:
—De esta muchacha tengo miedo. Siento que me va ganando. Un día llegará en que por entero me habrá conquistado.
Y ese día llegó en efecto.
Doctorado con éxito no registrado en los anales de la Casa, según la expresión del Decano, —la Universidad lo becó en París.
Y en París se encontró con Idálide. La familia campesina había decidido terminar “la educación de las niñas” en la bella capital de Francia.
Cuándo —finado el tiempo de la beca—, Nadal hubo de regresar, Idálide, que entonces ya tenía veinte años, le lanzó de sopetón esta frase:
—¿Pero es que no te casarás conmigo?
Y él, atontado, sin tiempo para reflexionar, dijo que sí, que sí...
Y se casaron.
Vuelto a la patria, la orgullosa viuda del héroe de Esmeraldas protestó por “ese matrimonio desigual que Rigoberto jamás hubiera consentido”, y decidió instalar casa aparte.
La moda aupó si joven galeno que venía de París “recibiendo el baño de ciencia que es el ambiente mismo de la capital del mundo civilizado”— como dijo, orondo y magnífico, un semanario local. El público, ese monstruo con muchas patas y pocos ojos, “determinó” que Nadal “era bueno” para las enfermedades del corazón...Y él —que en París se dedicara a perfeccionar dermatología— hubo de acatar el veredicto inapelable de la clientela.
Que era abundante, claro, y le dejaba dinero.
Su vida al lado de Idálide se deslizaba plácidamente. Amaba a su mujer y estaba muy seguro del amor de ella.
En aquel tiempo —no obstante la pena de la madre ausentada— casi se sentía feliz.
Y con él, Idálide...
Acaso el deseo de un hijo —que él sabía imposible— era un resquemor inconfesado... A ratos, quería —hubiera querido— desengañar a la esperanzada.
Y así —casi tres años— hasta que volvió de Francia doña Concha —la suegra— con Luis, que había desposado a una parisina: Ernesta Sorel.
La venida de la parentela marcó una época de fiestas, de bailes, de paseos al campo.
Al principio, Nadal —dejando de lado sus compromisos profesionales— concurría con Idálide; después, un poco disgustado del carácter ultracivilizndo de Ernesta, se abstuvo de ir, permitiendo que Idálide lo hiciera sola.
—Fue un error —musitó Nadal.
Como las hermanas de Idálide se habían quedado en Francia con el padre, doña Concha —asistida en este proyecto por su nuera Ernesta— habló de un viaje a París.
Debía ir Idálide, claro. Primero, el ozono del mar. Después la vida de la urbe máxima, que abre al espíritu un horizonte desconocido. Las modas... ¡qué nuevos modelos habría lanzado la calle de la Paz!
Débil, acosado por la urgencia melosa de la suegra, Rómulo consintió en separarse de su mujer por seis meses.
—¿Qué son seis meses, hijo mío, frente a la vida larga?
Sólo que cuando Idálide regresó... ya no era Idálide.
No medió entre ellos un disgusto; ni la más pequeña frase desentonada. Y sin embargo, ¡qué remota la sentía; qué distinta de él y qué distante!
Como un desagradable recuerdo de pesadilla, guardaba en su memoria el gesto frío, de resignación, de pasivo soportar —de ella— al beso enardecido de él...
Dignidad herida —ahora fue él quien se alejó.
Sus vidas desde entonces —aparentemente unidas— corrieron por cauces lejanísimos.
Semanas había en que ni siquiera por casualidad, aún viviendo bajo el mismo techo, se veían.
Y de esto —de este horrible martirio— un año...
VI
En el vano de la puerta de la biblioteca apareció la figura de Gerardo Corradini.
Era un hombre joven, moreno, de esbelta talla, fornido, guapo a carta cabal, y —según la frase hecha para él—, sudaba alegría.
Rómulo Nadal se levantó a recibirlo.
Se saludaron con un efusivo shake-hand.
—¿Qué ocurre, hombre? Ramón me dijo que me requerías urgentemente...
Nadal lo hizo sentar frente a él y comenzó a hablar.
—Miro, Gerardo: Aunque nuestra amistad ha sido tan íntima que nada te oculté de cuanto ocurría en mi vida... sobre un asunto he guardado reserva... aún contigo.
—¿Qué es ello?
—Mi situación frente a Idálide.
—Sí bien —interrumpió Corradini— no creía que reinaba entre vosotros absoluta, armonía, la verdad...; no suponía que aquello fuera algo grave. Disgustillos caseros inevitables. Sal del potaje conyugal, pimientillas... Con Anita, los tengo también...
Nadal declaró:
—Pues lo nuestro es algo mucho más serio que aquello.
Y explicó:
Amaba a Idálide. Y le era insoportable la vida así! A ratos le obsedía la tragedia: finarla en un epílogo violento... Anhelaba una solución para su caso. La habría, sin duda. Contaba con que ella, a pesar de todo, lo quería. Lo suyo era ofuscación, era nervios, era... cualquier cosa; pero lo quería. No así como así se deja de querer.
Corradini escuchaba, atento las palabras del amigo, conmovido por su sincero dolor.
—Hallo que tú eres el culpable —dijo a la postre—. Sólo tú. No la comprendes.
Nadal se revolvió:
—Como sea. Nada importa el culpable. Y no es oportunidad para recriminaciones. Lo que necesito es un remedio: ¿existe?
Corradini, optimista, le aseguró que lo había, naturalmente.. Y mucho más contando como base con el cariño de ella... en el fondo.
Esbozó un “plan de combate”. Lo detalló luego.
—¿Quieres seguirlo, Nadal? Es infalible.
Nadal —que en su naufragio se hubiera agarrado a un clavo ardiente—, lo aceptó encantado.
—Lo cumpliré al pie de la letra.
Se despidieron.
Cuando Corradini hubo abandonado la estancia, Nadal llamó a Ramón.
—Cumplamos la primera parte del plan —se dijo.
Y sonrió, satisfecho.
—Mira, Ramón —dijo a éste que entraba—, ¿sabes si Idálide ha salido?
—Está en su habitación, doctor.
—Ah... Vé a la casa de mi cuñado Luis y di a Ernesta que Idálide se ha sentido bruscamente indispuesta y desiste de ir a Salinas esta noche.
Ramón sonrió picarescamente.
—Está bien, doctor.
—Cualquier dificultad la obvias tú, ¿eh?
—Perfectamente.
—Bien... Al paso, llégate a la habitación de Idálide y dila en mi nombre que venga en seguida.
Ramón fue a cumplir las órdenes.
Minutos después se presentaba Idálide en la biblioteca con aire malhumorado:
—¿Qué deseas?
Inconscientemente, Nadal adoptó un duro “mise en escéne facial”.
—Te llamé para decirte que he resuelto que no vayas al viajecito ese de esta noche... a Salinas.
Idálide se inmutó. Preguntó, sorprendida:
—¿Por qué?
—¿Quieres una razón?
—Naturalmente, Rómulo.
Dejó caer Nadal pesadamente esta frase:
—Pues... porque no me da la gana.
Era parte del “plan”!
VII
Cuando el fámulo llegó a casa de Ernesta, se hallaba ésta en la elegante y penumbrosa antesala en animada charla con el doctor Souzá, ministro de Iverlandia.
Eran viejos amigos. Felizardo Souza, entonces secretario de la embajada de su patria en París, había conocido a Ernesta antes de que Luis Monje la desposara, y según confesaba la propia Ernesta, su padre debía muchos servicios al diplomático iverlandés.
Al recibir el recado de que Ramón era portador, Ernesta lo despidió con un seco “está bien”, y luego, dirigiéndose al doctor Souza, dijo:
—Algo de esto había de suceder. El ave está dura de pelar.
Su interlocutor hizo un gesto afirmativo.
Ernesta prosiguió:
—Es raro. Quiere al marido, que es una suerte de inaguantable majadero, y sin embargo, marcha mal con él... Creo que no cruzan palabra en meses.
—Pero ¿es que lo quiere de veras?
—No sé; entiendo que sí; no habría otra explicación de ciertas cosas de su conducta mejor que ésta. Vea usted; en París —ya sabe la vida de alegría que nos llevamos!— la galantearon mucho... Es guapa y a la sazón las morenas estaban a la moda... Pues, nada. Una fortaleza. Un castillo... pero no de naipes. Una burgesa perfecta, vamos... Yo le decía, entre bromas y veras, que había nacido para madre de familia.
Souza sentenció:
—Eso define un fondo de honradez... encantador de vencer... Ça irá!
Añadió:
—Lo que usted dice no autoriza a creer que ame al marido.
—Sí; pero es que hay algo más. Refiriéndose a alguien que la cortejase, decía invariablemente: “Mi marido es mejor que este tipo”. Inevitablemente... Y cuando yo le preguntaba porqué se llevaban la vidita que se llevaban, me respondía —y me responde— casi en un sollozo: “Uhm! Las cosas son así; no nos entendemos”.
—Interesante!
—Usted mismo, doctor Souza, creo que no ha avanzado mucho con mi cuñadita, ¿no?
—Nada. O casi nada. Usted lo sabe. Ni una sóla frase prometedora. Siempre el mismo fino rechazo.
—Y es ya de algún tiempo la empresa.
—Cuatro meses. Si casi tengo abandonada la legación en Quito. Voy... y en seguida vuelvo.
—Iverlandia va a cancelar sus credenciales.
—Si tal sucediera, no lograría Iverlandia moverme del Ecuador: Quedaría... con una tienda de comercio...¿eh?
—Idea magnífica, ministro.
—Mía, Ernesta... nada más.
—Recrudece en usted la vieja “fachendosidad” iverlandesa, doctor.
Rieron.
Souza dijo:
—Volvamos a lo nuestro... Idálide, ¿cómo se expresa de mí?
—Ya sabe usted que finjo no percatarme del asedio que usted mantiene cerca de ella. Jamás tocamos ese punto.
—Pero así, generalmente...
—Ah, muy bien. Dice que usted es un caballero muy galante y muy correcto... como todo buen iverlandés.
—Es favor...
—Agradézcaselo a Idálide.
Un mozo entró con un servicio de té. Ernesta hizo los honores.
Mientras saboreaba la infusión asiática, el doctor Souza decía:
—Lo cierto es que nuestra fiesta se aguó con la ausencia de la señora de Nadal.
—Gracias por los otros que vamos, doctor.
—Perdóneme. Usted comprenderá. Pero, ¿cuál será la causa real de la excusa?
—Acaso sea verdad lo de la indisposición.
—Temo mucho que no. Quizá el marido la ha prohibido de ir.
—No. Es incapaz de eso el pobre Nadal.
Souza sonrió.
—Usted lo conoce mejor que yo, Ernesta...
VIII
Rómulo Nadal siguió durante algunos días, al pie de la letra el “plan” que le aconsejara Gerardo Corradini, y cuyos infalibles resultados no debían de hacerse esperar.
Ateniéndose a lo convenido, Rómulo manifestó para su mujer una indiferencia absoluta... tal como si Tdálide, con toda su arrebatadora belleza, no alentara cerca de él. No ocultaba Nadal a su mujer sus aventuras callejeras, aún gloriándose de las tales en su presencia. Todo para excitar sus celos... ¡y su amor dormido!
Por otra parte —y en esto radicaba el fuerte del plan— Gerardo Corradini había tendido en torno a Idálide un círculo de cortejo. Pretextando que su familia se había ausentado a la Sierra, y aparentando acceder a una invitación de Rómulo —pero perfectamente de acuerdo con éste,— Corradini se sentaba mañana y tarde a la mesa de los Nadal y procuraba por estar lo más cerca posible de Idálide, a quien decididamente abordó...
Aunque el cortejo era escandaloso y en las propias barbas del marido, éste finjía no darse cuenta... y diariamente se encontraba con su amigote, fuera de casa, para cambiár impresiones...
—Se muestra reacia a aceptarme, Rómulo. Me voy convenciendo de que te quiere y se respeta.
—Bien. Pero sigue adelante. Sin miedos. Sin dudas. Hemos de sacar todos los frutos posibles de esta idea felicísima.
—Convenido.
Y en la extraña alianza, marido y amigo creían hacer sus papeles respectivos a las mil maravillas; el uno, de engañado; el otro, de galanteador.
Idálide estaba aislada, prohibida de salir como la tenía Rómulo. Su madre, su cuñada y su hermano habíanse quedado por una temporada en Salinas; en cuanto al ministro de Iverlandia, Idálide sabía que estaba en Guayaquil, alojado en el Ritz, pero que preparaba su regreso a Quito para hacerse cargo de su descuidada legación... Y, en realidad, de este buen señor era de quien menos se preocupaba la encantadora Idálide...
El galanteo de Corradini —tan amigo de su marido— la sorprendió dolorosamente.
—Qué vileza! —decía.
Pero, acostumbrada a soportar las impertinencias masculinas, dejó hacer...
A cada avance de Corradini, ella protestaba y amenazaba; pero, bien afirmada en su confianza en sí misma, no temía.
—Ya se cansará —pensaba.
Un día, quizás el trigésimo del "asalto”, Corradini creyó que era el momento propicio para intentarlo todo. Se puso de acuerdo con Nadal y prepararon la escena...
A la hora matinal del baño de Idálide, Corradini debía irrumpir en la estancia y apresarla en sus brazos... y hablarla, hablarla... Nadal, oyéndolo todo, estaría tras de la puerta.
¿Cómo reaccionaría Idálide? ¿Qué haría?
Sucedió tal y como lo presumían los cómplices.
Corradini la acechó en el mismo instante en que saltaba del baño a medio vestir y trató de estrecharla contra sí.
Ágil, Idálide se desasió y luchó, luchó... Como le faltaran las fuerzas, llamó a gritos. Y a quien llamó fué al marido.
—Rómulo! Rómulo!
Nadal entró:
—¿Qué sucede?
Idálide señalando a Corradini, acusó:
—El vil! El perro! El traidor!
Y añadió, llorando:
—Mátalo, Rómulo! Mátalo!
La cosa tomaba un sesgo grave. Corradini —como esos actores que en los últimos actos tienen el papel de explicar la trama—, se adelantó a Idálide y dijo:
—Todo era una farsa, señora; una farsa. Queríamos ver qué haría usted; nada más. Nadal lo sabía.
Idálide se inmutó.
—Ah, era una broma, ¿no? Muy bien urdida; muy bien urdida.
Rómulo sonrió satisfecho:
—Me he convencido de que eres honrada, adorada mía.
La besó. Corradini resplandecía. Era, el triunfo. El éxito definitivo de su infalible plan.
—Por supuesto que esto hemos de celebrarlo. Lo merece.
Idálide musitó:
—Seguramente. Lo celebraremos...
Nadal y Corrmlini abandonaron la estancia.
—Te dejamos, y vé arreglando tus cosas; porque esta misma noche, con nuestro Corradini, haremos rumbo al golfo en un lindo yatecito cuya compra arreglaré hoy mismo.
—Entonces, si lo permites, saldré un rato de tiendas esta tarde.
Desde la puerta, Nadal envió un beso a su mujer “reconquistada”.
IX
Cuando quedó sola, Idálide se a proximó al teléfono y llamó al Ritz.
—Centro... 4-4-5...
Atendido su pedido, solicitó comunicación con el departamento particular del ministro de Iverlandia.
—...
—Ola, ministro!
—...
—La misma.
—...
—Lo llamaba para decirle que me espere en su departamento del hotel esta tarde... a las cinco... en punto... para tomar una taza de té.
—...
—Iré sin falla.
Y cortó bruscamente la comunicación.
Sonrió malignamente.
—Ya se sabe —murmuró como si explicara a alguien— lo que en estos casos significa esto pequeña cosa de nada... una taza de té.
1926
La caracola
Cuento simple
Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza.
Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no
es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la
silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.
Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.
Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.
El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.
Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.
Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.
No obstante, la historia de amor que la evocación me trajo a la memoria y que entonces narre en la cocina conventual de Pueblo Viejo, no fue entendida por mis oyentes, quienes, sin duda, no quisieron entenderla...
Narrador incomprendido, la escribo para el gran lector.
Es un suave desquite del que, por desgracia, jamás se tendrá noticia en la remota aldea del agro montuvio, donde fracasé.
Como es de buena técnica comenzar presentando a los personajes, antes que nada describiré a la muchacha que se llamaba Perpetua o algo por el estilo.
Para mis paisanos, con decir que era guayaquileña ya la he descrito brillantemente; pero, como quiero creer que me leerán incluso extranjeros, debo añadir que, además, era morena.
Con esto sí me parece que es bastante.
El general José San Martín creía lo mismo que yo; y así se lo expresaba a su amante guayaquileña, la «Protectora».
Samuel Morales era dueño de una canoa vivandera, en la cual navegaba, en plan de comercio, por los ríos montuvios.
Se le conocía venir, desde lejos, por el prolongado grito de su caracola, que sonaba como un cuerno de caza.
Las patronas ricas se agitaban en sus cocinas:
—Hay que renovar la provisión.
—Ahá.
—Harinas. Sobre todo, harinas. Y víveres serranos. Llámenlo.
—¿Para qué? Ya apegará. Siempre lo hace.
En efecto, jamás Samuel Morales dejaba siquiera de acercarse a alguna casa, por humilde que fuese.
Aquí decía:
—¿No se les ofrece nada?
—Nada, mismo.
El vendedor ambulante recitaba de corrido la retahila de sus artículos.
—Nada, don Morales; no queremos nada.
Samuel Morales meditaba un momento. Luego, decía a la compradora remolona:
—Si necesita, lleve no más lo que sea, patrona. No importa que no tenga platita. Me pagará otra vez cuando mismo pueda...
Le compraban.
Él conocía a su gente miserable, a su gente «que no tenía platita».
Por supuesto que cobraba después, casi siempre. No sabía leer. Contaba, apenas. Pero tenía una memoria maravillosa:
—¿Se acuerda, doña Angelita? El día del aguacero grande del mes pasado, le dejé...
Y seguía una lista de menudencias, con precio en centavos y medios centavos.
Mas, no exigía. Cuando advertía que era menester, daba más crédito, todavía:
—Lleve, no más. Me pagará cuando venda el arroz. No se preocupe.
Referíase que, en ocasiones, hasta ayudaba a sus clientes con pequeños préstamos y en toda forma que le era factible.
Cierta vez, la viuda Moreno, que le debía diez sucres, lo llamó:
—¿Podría dejarme, don Samuel, cuatro velitas?
—¿Y comida? ¿No quiere comida?
—No; sólo las velitas.
—¿Y para qué, ah? ¿Para qué?
La viuda se echó a llorar. Morales subió a la casa.
En media sala, en el piso de tablas, estaba tendido un cadáver infantil.
La viuda explicaba absurdamente:
—Se me murió, ¿sabe? ¡Era mi hijo y se me murió! Y necesito cuatro volitas. ¡Le pagaré lo más breve!
Samuel Morales bajó hasta su canoa. Volvió luego con un paquete de cirios y unas varas de tela blanca.
—Aquí están las velas, señora. No le cuestan nada, mismo. Y este ruán... P’al ataucito, ¿sabe?
Así era Samuel Morales, comerciante montuvio.
Sólo en las novelas el amor principia desde un límite fijo y determinado. En la vida real, la cuestión sucede de manera distinta. Va naciendo sin saberse cómo. Se va formando —eso es— como las nubes tupidas en el cielo claro; empieza por ser apenas una mancha turbia contra el azul hasta preñarse de negrura y de amenaza.
Nadie podría decir, y mucho menos ellos mismos, pues jamás supieron exactamente si se amaban; nadie podría decir, ni siquiera las bravías comadres de la orilla, cómo se iniciaron los amores de Samuel Morales y la muchacha guayaquileña.
Ella pasaba vacaciones en la hacienda de unos parientes —«El Tesoro»— en las riberas del Vinces.
Él frecuentaba aquellas zonas con su canoa vivandera, anunciando su ambulante comercio con el canto de la caracola.
Desde Vuelta Perdida —una curva inútil del río—, Samuel Morales sonaba su caracola. Se detenía en el muelle de la hacienda, y negociaba con las gentes de «El Tesoro». Luego se alejaba a remo lento. En la Vuelta de los Tamarindos, hacia el norte, antes de perderse detrás de los árboles solemnes, sonaba otra vez la caracola.
Ella, asomada en la gran galería de la casa, lo miraba.
Volvía él luego por la noche, hacia el sur, para rehacer su camino en la mañana.
Y esto ocurría cada día.
En propiedad, aquí cabría concluir la historia de estos amores, en los que no acaeció nada de extraordinario. Mas, como también es de buena técnica anudar incidentes en la narración antes de arribar al desenlace, procuraré recordar alguno y relatarlo.
Cierta ocasión ella se sentiría un poco niña. Lo era, después de todo, con sus diecisiete años alocados, sus trajes de organdí y su melena en alboroto. Quiso comer caramelos de color, y bajó hasta la rambla a comprarlos de la canoa vivandera.
Samuel Morales sintió algo muy extraño en su cuerpo y en su espíritu, al contemplarla tan cerca de él. Habría querido no recibir la moneduca que le extendía; pero, no juzgó prudente hacerlo. Se desquitó entregándole más caramelos de la cuenta: el doble, el triple del valor de la compra.
Luego de improviso, le inquirió:
—Usted, señorita, ¿sabe nadar?
Ella contestó que sí, que sí sabía nadar y agregó:
—¿Por qué me lo pregunta?
Él apenas supo responder:
—Por nada, vea; por nada.
—Ah...
Pero, Samuel Morales mentía. Era que ahora sentía su corazón heroico, vibrante en un hazañoso impulso irrefrenable. Le hubiera gustado, por ejemplo, que ella no supiese nadar y resbalara al río... Él la habría salvado entre los brazos fornidos, oprimiéndola contra su ancho pecho de remero.
—Usted regresa de noche, señor, para volver de mañana, ¿no?
—Así es.
—¿Y por qué no suena la caracola?
Nada impidió que él le dijera entonces:
—La sonaré... despacito... para que usted me oiga, no más.
Ella sonrió levemente.
A Samuel Morales le pareció en ese momento que su canoa no se balanceaba en las sucias ondas del Vinces, sino en verdosas aguas de Kananga, su olor favorito.
Desde aquella ocasión, cada noche sonaba su caracola en la Vuelta de los Tamarindos y en la Vuelta Perdida, al rehacer el camino. Ella, desde su cama, bajo el toldo que la defendía de los mosquitos y de los primos resbaladizos, lo escuchaba y, medio dormida, sonreía.
Así transcurrieron los meses hasta que la muchacha porteña que se llamaba Perpetua o algo por el estilo, dejó la hacienda para reintegrarse a su colegio de Guayaquil.
Por supuesto, en el río Vinces ha seguido sonando la caracola de Samuel Morales.
Pero ahora su canto es triste, como el de las valdivias, que anuncian la muerte bajo la noche medrosa.
La muchacha no volvió jamás a «El Tesoro». Seguramente se habrá casado y tendrá un rondador de chiquitines. Pero hasta mucho tiempo después de su estada en la hacienda, hasta cinco años después, para ser preciso, cada vez que se sentía tomada de melancolía, imitaba, con su dulce voz virginal, el canto de la caracola navegante.
Era curioso constatar que ello le traía una plácida consolación.
Ésta fue la historia de amor que no quisieron entenderme mis paisanos de Pueblo Viejo, minúscula aldea perdida en el agro montuvio.
La cruz en el agua
En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...
No es una vieja leyenda prestigiada de siglos. En verdad, ni es una leyenda, ni acaeció en los tiempos —remotos para la brevedad de nuestra vida nacional— de García el Grande, por ejemplo. Es algo casi actual, de ha pocos años. Quienes me la narraron habían visto aquella cruz «con estos ojos que la tierra se ha de comer».
...A orillas de uno de nuestros más caudalosos afluentes del Pacífico, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio un poco Fracasado habíale quedado un hijo —Felipe Santos— mocetón ya.
Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que lo quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.
Y no estaba mal pagada en su amor la madre; pues, Felipe correspondía a sus afanes con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.
Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y al hijo enseñó en su fe, transmitió su ardor de adoratriz con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.
Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo suyo.
En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo, se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...
Pero el drama estaba de sobrevenir, y sobrevino.
Una tarde la correntada arrebató a Felipe entre sus ondas cuando, en compañía de varios peones, hacía atravesar el río a una manada de reses.
Fué algo violento. Posiblemente —explicaban los peones,— el caballo en que montaba hizo, al nadar, algún brusco movimiento que sacó al jinete por las ancas; el peso de las grandes botas rodilleras le impidió mantenerse a flote... y la correntada hizo lo demás: Felipe desapareció.
Al recibir la noticia, la madre enloqueció. Su dolor exasperado, fué más grande aún en la imposibilidad de encontrar el cuerpo del hijo amadísimo para darle sepultura en sagrado; porque fueron vanos los esfuerzos que se hicieron para recuperar de las traicioneras aguas el cadáver del joven.
Y el sufrimiento de doña Asunción se renovaba, cada día al imaginar que allá abajo, en el lecho profundo del río, entre el légamo pegajoso, los peces de afilados dientes devorarían la carne adorada.
Entonces fué cuando concibió la extraña idea...No; no era dable que su Felipe careciese de cristiana sepultura, y ya que esto en verdad no estaba de su mano, alguna forma buscaría para hacer que hasta él llegara la mansa protección del Santo Madero.
Mandó trabajar una cruz de fino tallado, alta de un metro, con un flotador en el extremo inferior del brazo largo; de suerte que pudiera mantenerse erguida sobre el agua... y la lanzó al río.
Pensaba que algún día pasaría por sobre el cadáver de su hijo, que estaría, acaso, asentado en quién sabe cuál lugar del fondo.
La correntada arrastró la cruz flotante. Durante meses, casi no se alejó de las inmediaciones de la hacienda; luego, alguna marea fuerte la llevó lejos, y doña Asunción no supo más de aquella última y singular ofrenda al hijo perdido.
Quienes solían trajinar por aquella zona, y hasta los cuales, un poco desfigurada, había llegado la rara historia, al ver la cruz ir y venir al capricho de las mareas, la rodearon de un fantástico halo de superstición.
Aseguraban unos haberla visto navegar contra corriente; afirmaban otros que tenía don de ubicuidad y que tan pronto estaba en la desembocadura del mar como en las altas fuentes de los nacimientos fluviales.
Cierta ocasión la cruz salvó a una mujer que estaba ahogándose y para la cual fue propicio y desesperado asidero. Y esto —que bien pudo atribuirse a la casualidad— dió margen para que las gentes crédulas de las riberas tuvieran como dogma de fe el que la cruz aparecía milagrosamente siempre que alguien estaba en trance de perecer en las aguas.
Circundada de superstición, la cruz que buscaba al ahogado, fué tenida en respeto; lo que impidió que alguien malignamente la atrapara. Diz que una vez que esto acaeció, cuentan que animada de extraordinario impulso, escapó de entre las manos que pretendieron retenerla.
Y así, durante meses, durante años —muchos, según la versión popular; apenas dos, en realidad,— el madero fué por los ríos sin parar nunca, fantástico navegante.
Pero, un día se detuvo al fin, como cansada de su largo viajar, enredada en una mancha de lechugas acuáticas, junto a la ribera. Alguno, sabedor del objeto a que estaba destinada, la desenredó para que pudiera libremente tornar a su fúnebre viaje; pero, a poco, la, cruz volvió otra vez, porfiadamente, al mismo lugar.
A oídos de doña Asunción llegó la nueva de que la cruz había cesado de viajar.
—¡Es que lo ha encontrado! —dijo, convencida.
Se trasladó al lugar donde se había detenido el errante madero y dispuso que algunos peones bucearan el fondo.
...Allí, en dirección perpendicular a la cruz, estaba el esqueleto de Felipe, casi enterrado en el limo, sujeto entre unos palos sumergidos...
La muerte rebelde
I
KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!
—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.
Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.
Entiéndase bien: morirse; no matarse.
Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.
Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.
Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.
—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!
Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...
Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.
Don Ramón, por ejemplo, quería sinceramente morirse; pero,le hubiera agradado de infinito modo el fallecer natural y tranquilamente, hasta plácidamente, tendido en su elegante cuja de metal inglés, sobre su colchón calentito de suave plumón, arrebujado en sus sábanas de alba batista.
¿Sería esto posible?
Así, como quien no le da importancia, consultó con varios médicos amigos suyos.
Hablóle alguno de tóxicos orientales que producían una muerte dulcísima, sin dolores, sin convulsiones, sin espectáculo. Mas, ¿cómo conseguir esos bebedizos?
Los mil sucres de renta mensual, no daban como para un viaje de muerte al Extremo Oriente; por lo que, don Ramón casi llegó a descuidar su propósito de exterminarse, al ver las dificultades con que topaba para realizarlo. Y anduvo atajándose el fúnebre afán.
Pero, era tan grande su aburrimiento, que por mucho que lo llamara elegantemente, en inglés, spleen, para halagarlo un poco, siempre lo traía desazonado.
—Debo morir. Es el único remedio.
Mas, ¿cómo?
No estaba don Ramón, queda dicho, por un suicidio ostensible. Él, además de ser una persona decente, era católico, y quería conservar las apariencias aún más allá del umbral de la tumba. Comulgaba con aquello de que pecado oculto es menos pecado. Ah, si pudiera engañar a los demás, hacerles creer que el suyo se trataba de un vulgar deceso, para que, encima, le mandaran decir misas y le rezaran oraciones...
Charlando incidentalmente sobre su tópico favorito con un galeno amigo, don Ramón vino en convencerse de que una impresión violentísima podía paralizar bruscamente la función cardiaca y ocasionar la muerte.
Batió palmas. ¡Eureka! Eso, eso era lo que él quería... Lo difícil estaba ahora en conseguirse la impresión, una impresión auténtica, capaz de romperle el corazón instantáneamente.
¡Una impresión! ¡Una impresión! Hubiera cedido su fortunita, aquélla que daba de sí el millar mensual de mariscales, por una impresión...
Don Ramón hizo lo imposible para lograrla.
Visitó en la alta noche los cementerios... Viajó en automóvil por el carretero a Salinas... Se embarcó en los vapores locupletos que, a la llegada del tren de la sierra, transportan los pasajeros de Eloy Alfaro a Guayaquil... Nada... El corazón le funcionaba, regular y descansadamente, como un relojito suizo. Tic... tac; tic ... tac... Hasta parecía que se burlaba de su propietario. Tic... tac...
Fastidiado, se le ocurrió una idea, que efectivó —este terminacho es suyo,— al instante. Contrató los servicios de un ladrón profesional, a quien facilitó la llave de su departamento para que, por la noche, una noche cualquiera, le hiciera una visita terrorífica, macabra, en la que —como en una escena bien representada— no habría de faltar ni un solo detalle... El ladrón penetraría sigilosamente, encendida la linterna sorda, en la diestra la pistola amartillada, cubierto el rostro con un antifaz...
Don Ramón, que gozaba de una salud física lamentablemente plebeya, no obstante su hidalga ascendencia navarra; solía dormir como un lirón... El ladrón contratado entró, cumplidamente, con todas las de ley, a cosa de las tres de una madrugada; pero, don Ramón no despertó, por más que el ladrón hizo algún ruido al falsear la chapa del armario ropero, de donde, sin duda como recuerdo, se llevó cuantos ternos de casimir cupieron en la alfombra del salón...
Francamente a don Ramón le dió más rabia el haberse perdido de la impresión del ladrón entrando en su domicilio, que por el robo de que fué víctima.
Pero él era un hombre de recursos, y claro está, no sólo económicos.
A la postre dió en la clave, es decir, creyó encontrar el medio de procurarse una impresión capaz de hacerle estallar, cuando más paralizar, la rebelde víscera...
II
EL REY LEAR: ¡Aullad, aullad, aullad! ¡Oh, sois hombres de piedra! Si yo poseyera vuestras lenguas y vuestros ojos, de tal modo los emplearía, que haría estallar la bóveda del firmamento. ¡Se fué para siempre! Yo sé cuándo una persona está muerta y cuándo está viva. ¡Está muerta como la tierra! ¡Dadme un espejo! Si su aliento añubla o empaña la superficie, ¡ah!, entonces vive.
—Shakespeare, ibidem.
De lo más apropiada para llevar a buen término su propósito, estimó que era una noche de domingo.
Así que tomó el té, infusión de que no gustaba, pero que invariablemente trasegaba cada tarde a las cinco, por lo elegante que juzgaba esa costumbre; don Ramón despidió a su cocinera y a su sirviente, a quienes dijo que no comería en casa y que, por lo tanto, podrían aprovechar la tarde para pasearse. Advirtiólos de que no debían regresar antes de las once de la noche, porque él no volvería sino después de esa hora. Por lo demás, la advertencia obviaba.
Cuando se quedó solo, don Ramón cerró puertas y ventanas: vistióse correctamente de negro —el vestido era nuevo, porque el otro que tuviera de ese color habíaselo llevado su colaborador de la fracasada impresión del robo nocturno;— acicalóse como mejor pudo, y luego, con un zapato que le venía holgado, tomó en el suelo la medida de su cuerpo: siete veces el zapato y un poquito más, por si acaso. Un metro noventa resultó.
Inmediatamente se puso en comunicación telefónica con la mejor agencia de pompas fúnebres, y pidió que mandaran «a la casa de don Ramón Manuel Lacunza, calle de la Victoria, 1 15, bajos», un ataúd de paño, estilo cofre, con almohadillado interior en raso, de 1.90. Además, claro, el utilaje indispensable.
Fué una desgracia que no hubiera en la agencia sino ataúdes, en el estilo pedido, de un metro ochenta. Pero don Ramón, que era persona a quien no le placía discutir ni regatear la compra, prefirió ir un poco incómodo en el último viaje —ya pasaría, después de todo, a la barca de Aqueronte;— y dispuso que le mandaran el de uno ochenta.
A renglón seguido como si dijéramos, llamó a «El Telégrafo» y a «El Universo» y ordenó una invitación en primera página, a dos columnas, para el sepelio «del cadáver de don Ramón Manuel Lacunza, ceremonia que tendrá lugar al día siguiente, lunes, a las once de la mañana, saliendo el cortejo, etc...»
—¿Pero es que ha muerto don Ramón?
—Sí; no hace una hora. De un ataque cardiaco. Está hablando usted con un familiar...
—¡Es una lástima! Era un buen sujeto.
Aquello de «buen sujeto», primer elogio post mortem que recibía, le hizo maldita la gracia... ¿Conque él no había sido más que un «buen sujeto»? Decididamente el juicio de la posteridad peca de severo...
Con todo, firme en su decisión, don Ramón arrellanóse en un sillón, y se dispuso a esperar el servicio fúnebre, que no tardó en llegar.
—Soy un hermano del difunto, —explicó a los cargadores, aunque éstos nada habían preguntado.— Él está ahí adentro —añadió—. Coloquen el ataúd sobre los pedestales en esta esquina. Arreglen los candeleros y las cortinas.
Cuando todo hubo concluido, los cargadores se ofrecieron para depositar el cadáver en el cofre.
—No; no hace falta; gracias. Ya haremos eso nosotros —se opuso un tanto azorado don Ramón—. Gracias.
Idos que fueron los de la empresa de pompas fúnebres, don Ramón corrió el pestillo de la puerta zaguanera; encendió los cirios, y se aprestó a meterse en el ataúd.
Un pequeño tropezón tuvo al intentarlo, y anduvo a punto de derrumbar la caja. Pero con mayores precauciones logró acostarse a todo lo largo, retrepando la cabeza en la almohadilla, para que los pies no toparan con la parte inferior del ataúd.
Cerró entonces apretadamente los ojos, contuvo la respiración, e hizo un llamamiento con todas las fuerzas de su espíritu al de la muerte.
Parecía como que ésta se hacía reacia en venir. Medio asfixiado, don Ramón hubo de meterse aire a pulmón lleno a los dos minutos de haber contenido la respiración.
En estos fracasados llamamientos se pasó como tres horas.
—Ya vendrá, —decía por la muerte;— ya vendrá.
Al cabo de las tres horas, sintió una inaplazable necesidad física que lo obligó a dejar a las volandas el tétrico lecho para ir a seguro lugar do satisfacerla, corno lo hizo.
Verdad que aprovechó esta levantada, porque, al mismo tiempo, recortó los ennegrecidos pabilos de los cirios.
Tendido nuevamente en el ataúd, procuró empujar su ánima por senderos de éxtasis... Y entre que conseguía su objeto y no lo conseguía, echó a perder otras tres horas.
Tras las cuales, tuvo una agradable sensación de que se hundía.
—Es Ella que viene, —pensó.
Ocurriósele como que, enervado, se diluía su espíritu en el gran todo: como que entraba reposadamente en las comarcas del infinito... Y perdió la noción del ser...
A cosa de las once regresaron la cocinera y el sirviente.
Abrieron cautelosamente la puerta del zaguán y enderezaron por el
pasillo con dirección a los cuartos del servicio.
Al pasar frente a la puerta de la sala, tuvieron una horrorosa sorpresa: el cuerpo de su patrón se velaba en negro ataúd rodeado de seis altos cirios.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —clamaron a una voz los fámulos.—¿Cómo es posible?
Mitad pena y mitad miedo, el sirviente estaba enloquecido. La cocinera, más serena o menos encariñada con don Ramón, se aproximó al ataúd y contempló por un instante el rostro de su patrón.
Pálido estaba, como si en vez de muerto don Ramón estuviera dormido.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —aulló agudamente la cocinera, agarrada a uno de los brazos de su Fallecido amo.—¡Dios mío!
Y fue entonces que sucedió lo inesperado: don Ramón abrió los ojos... Sólo había estado dormido, como ya lo estuviera diciendo su rostro.
Pero el espanto de la cocinera y el sirviente no tuvo límites. Disparados salieron a la calle, a pedir auxilió a los vecinos...
Se armó el escándalo. Hasta el cuerpo de bomberos hizo acto de presencia.
Don Ramón optó por esconderse debajo del piso.
Y estúvose ahí hasta el día siguiente.
Era de ver, entre eso de las once de la mañana, cómo la calle se llenaba de gente vestida de riguroso duelo: los amigos de don Ramón que estaban noticiados de su muerte por las invitaciones de los diarios, y que no conocían el resto...
Miraba el «fallecido» por una rejilla. Tanta gente trajeada de luto, le parecía una desconcertada procesión de hormiguitas negras...
La soga
En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.
—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.
—¿Y pa qué?
—Pa la guerra.
—Ajá…
Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.
—Van embanderaos…
—Sí; son der gobiesno.
En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.
—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…
—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.
—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!
Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.
—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…
—Ayer decíah que te fartaba un mundo.
Pancho miró con rabia a su interlocutor.
—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.
No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.
—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.
—Claro que sí. Como anda la soga…
—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.
A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.
—¿A mi'hijo?
—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…
El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:
—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.
Como lah tuya no mah son hijah mujeres, y lah mujeres sólo valen pa…
Se contuvo al advertir que su compadre habíase arrancado bruscamente el cigarro de la boca, gesto que en él significaba rabia. Pancho tenía motivos para temer el coraje de su compadre, quien, aunque tan viejo como él mismo, se las traía fuertes aún en lo de puñetazos y machetadas. Como que fue en su hora el mejor "jugador de jierro" de esas orillas. Así pues, variando su última frase, Pancho concluyó:
—Lah mujere no sirvan ni pa na…
La escolta se aproximaba cada vez más. Ahora se la distinguía perfectamente. Formábanla hasta veinte jinetes uniformados.
—Son del escuadrón Yaguachi. Se ve.
Pancho se inquietaba por momentos.
—¿De devera será que andan jalando gente?
—De deverah. Eh pa la guerra, pueh.
—¿Y por qué guerriamo?
—No sé… Dicen que por un pite'e tierra.
—¿Por un pite'e tierra? ¡Caray, no necesitamosh'eso pa na!
Y señalando a los inmensos campos laborables que el capricho egoísta del terrateniente negaba al cultivo, Pancho añadió:
—Ayí hay tierra… ¿Pa qué mah? Despuéh, cuando uno la pela, con doh vara' sobra.
—Y en er güeco, que echen otro; que'r muerto no se calienta.
—¡Claro!
En aquel momento la escolta hacía alto frente a la casa del dueño de la hacienda, a diez minutos más o menos de la vivienda del viejo Pancho.
—¡Tan cerca ya! —dijo éste—. Han parado en la casa'e teja.
Mario aconsejó:
—Esconde a Ramón.
—¡Cierto, caray!
Ágilmente, Pancho trepó por la escalera difícil, hecha delgados troncos de mangle a guisa de peldaños. Bajó al instante.
—Ya le dije. S'ha tirao por atrah de la casa por la cocina, y va guarecerse en el estero, debajo de la puente…
—Ajá; no hay cuidao…
—Afigúrate, no quería irse. Que la patria, que no sé qué…
—Bay, hombre… ¿Ha estao er muchacho en la escuela?
—Sí; argo.
—Entonces… Ahí es que aprienden esah bestiada…
A poco llegaron junto a ellos los soldados.
El que portaba la bandera hizo descansar el asta en el suelo: el trapo nacional ondeó lentamente al aire, como tomando posesión de aquellos campos que acaso jamás visitara. Un respiro del caballo, con cuyas narices tropezó, lo ensució de baba.
El jefe de la comisión —un capitancito moreno, de ojos verdes— preguntó, dirigiéndose a los dos montuvios que lo miraban aparentemente atónitos:
—¿Cuál de ustedes es Pancho Rojas?
—Yo mi coronel…. ¡Selvidor!
—Tu patrón me ha dicho que tienes un hijo —expuso, sonriente el militar—. ¿Está aquí?
—Se jué ar pueblo de mañanita. Si quiere, registre no máh.
—No hay necesidad. Si está en el pueblo ya lo habrán enganchado. Y si no estuviera… ¡tú la pagas!
—Ta bien, jefe.
Pancho Rojas recordó el tratamiento que se daba a los temibles caudillos de las montoneras revolucionarias, y asintió de nuevo:
—Ta bien, mi general.
El capitancito ordenó marcha.
Los soldados obedecieron automáticamente.
El de la bandera hizo, al enhiestarla, un mohín de disgusto.
Cuando los viejos quedaron solos, Mario se dirigió a su compadre.
—Se la pegamo, pueh.
—Y meno…
Pancho volvió a glosar el tema de antes.
—¡Caray que guerriar por tierra!
—Que peleen loh’ abogado… ¡pero, nosotroh!
Simultáneamente recordaron ambos que no hacía muchos meses, cierto día el patrón mandó clavar las estacas de la cerca tres cuadras más allá del antiguo lindero de la hacienda. Los peones de la finca vecina pretendieron impedirlo; mas, ellos, con mayor número de gente, defendieron la nueva cerca machete en mano. Recordaron que hubo sangre… Que José Longo, casi un muchacho, hijo único de ña Petra, la viuda, cayó hijo con la cabeza partida como un coco… Que Manuel Rosa, el "de acá", salió con un brazo menos… Que a Diolindo Yagual… En fin…
No sabían por qué pensaron esto; pero les fastidió el recuerdo.
—¿Verán a Ramón?
—¡Cómo cree hombre! Ya 'stán pasando la puente… Y…
Un grito destemplado —"¡Papá!"— los hizo temblar. Vieron que sobre el puente había un agitarse de jinetes y caballos. Después, otro grito.
Y la escolta siguió camino adelante. Sobre el anca del último caballo amarrado con sendas sogas al cuerpo del soldado, iba Ramón Rojas.
Quiso correr el viejo Pancho; pero no le obedecieron las piernas endebles, le faltó el suelo, y cayó…
Su compadre lo auxilió.
Ya, a la distancia, sólo se lograba distinguir, con esfuerzo, la mancha de color de la bandera, agitándose sobre el grupo que cabalgaba velozmente por el campo, envuelto en densas nubes de polvo…
La Tigra
Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.
"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente
Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi
domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez
Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa
de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta
jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas,
la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un
compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón
expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del
secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es
condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del
ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido
noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la
secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que
ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.
De usted, respetuosamente.— (Fdo.): C. Suárez Caseros . — (Sigue la fe de entrega): "Guayaquil, a 24 de enero de 1935; las tres de la tarde; Telegrafíese al comisario nacional de Balzar para que, a la brevedad posible, se constituya, con el piquete de la policía rural destacado en esa población, en la hacienda indicada, e investigue lo que hubiere de verdad en el hecho que se denuncia; tomando cuantas medidas juzgue necesarias en ejercicio de su autoridad.
Transcríbansele las partes esenciales del pedimento que antecede. (Fdo.): Intendente General".
—(Siguen el proveído y la razón de haberse despachado el telegrama respectivo).
Son tres las Miranda. Tres hermanas: Francisca, Juliana y Sarita.
Su predio minúsculo —ellas le dicen "la hacienda"— no es más grande que un cementerio de aldea. Pero, eso no importa. Jamás las Miranda han tendido cerca en los linderos, sencillamente porque no los reconocen. Se expanden con sus animales y con sus desmontes como necesitan.
Talan las arboladas que requieren. Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto.
El fundo está abierto en plena jungla, sobre las manchas de maderas preciosas. Se llama, en honor de sus dueñas, "Tres Hermanas", y desde él cualquier lugar queda lejos. El poblado más próximo es Balzar; y, para venir a Balzar, hay que andar, o mejor, arrastrarse por senderos de culebras, un día con su noche. El invierno, exponiéndose a toda cosa —por ejemplo, a matarse entre las piedras filudas, bajo la correntada—, se puede utilizar el camino del río, por el cual descienden, ayudadas desde el ribazo por las mulas, las tupidas alfajías. Sólo que esta vía del agua tarda un poco más en ser cumplida: hasta Balzar "se gastan" cuatro días y cuatro noches.
Entre cada Miranda y la siguiente, media aproximadamente un lustro de diferencia. Así, Francisca —la niña Pancha— va por los treinta años; Juliana, por los veinticinco; y Sarita es ya una ciudadana.
La hermosura de las tres hermanas no es únicamente rústica y relativa al ambiente. En justicia y dondequiera se las podría calificar de hembras soberanas. Refieren los balzareños que las Mirandas tuvieron un antecesor extranjero, probablemente napolitano. Sin duda a este abuelo europeo le deberán las tres la tez mate y las cabelleras de ébano lustroso, amplias como una capa; Francisca y Juliana, los ojos beige; y, Sarita, los suyos maravillosos, color uva de Italia.
A la niña Pancha le dicen "La Tigra". No la conocen de otro modo. Ella lo sabe. Algún peón borracho mascullaría a su paso el remoquete, creyendo no ser oído. Ella habría sonreído.
—¡La Tigra!
No le molesta el apodo. Por lo contrario, se enorgullece de él.
—Sí; la Tigra…
A la niña Pancha le envuelve en sus telas doradas la leyenda. Pero, su prestigio no requiere de la fábula para su solidez. La verdad basta.
La niña Pancha es una mujer extraordinaria.
Tira al fierro mejor que el más hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil y sinuosa de serpiente voladora.
Dispara como un cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y amansa potros recientes. Suele luchar, por ensayar fuerzas, con los toros donceles (ella nombra así a los toretes que aún no han cubierto vacas).
Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega aguardiente. Gusta de hacer esto alguna noche de sábado, cuando el peonaje, después de la paga, se mete a beber en la tienda que las mismas Miranda sostienen en la planta baja de la casa-de-tejas.
En tales ocasiones, la niña Pancha se convierte propiamente en una fiera; y a los peones, por muy ebrios que estén, en viéndola así se les despeja la cabeza.
—¡La Tigra está ajumándose!
—¿De veras? Yo me voy.
—Es pior. Hay que estar quedito hasta ver a quién agarra.
—Ahá. Si advierte que te vas, te seguirá a bala limpia.
Es así. Cuando la niña Pancha descubre que, mientras ella bebe, alguno deja furtivamente la cantina, lo caza a balazos en la oscuridad.
—Ah, hijo de perra! ¡Corre! ¡Corre! Esto te ayudará a correr.
Apoyada en el hombro la dos-cañones —"la gemela"—, dispara a las piernas del huidizo.
También le place "hacer bailar".
—¡Baila, Everaldo! ¡Baila, Everaldo!
Utiliza entonces el Smith Wesson. Apunta a los pies del indicado.
—¡Baila, Everaldo!
Y el hombre tiene que bailar hasta que a la "patronita linda" le viene en gana, para caer luego rendido, acezante, como un perro con aviva, a revolcarse en el suelo de la cantina.
—¡Flojo bía sido Everaldo! Veremos con vos, Cara'e caballo, qué tal eres pa'l baile! ¡La Tigra! Cuando ya está completamente borracha, necesita un domador.
Vaga su mirada por el concurso de peones.
Al fin, se fija en alguno.
—¡Ven, Tobías!
No cabe resistir a la voz imperiosa. Es la patrona y la hembra que llaman en la voz de la niña Pancha: la patrona implacable y la hembra implacable.
—Ven, Tobías…
Es una dulce orden; pero, es una orden.
Lo sube a la casa tras de ella, y lo hace entrar en su propia alcoba.
Con frecuencia, el escogido tiene que abandonar, horas después, antes del amanecer, por la ventana, la alcoba a que ingresara por la puerta.
¡La Tigra!
Cuando a la Tigra se le esfuman las nubes del alcohol, le fastidian los hombres.
—¡Largo, perro!
Casi siempre, al domador ocasional lo despide, con todos los honores, un tiro de revólver que le cruza juguetón, una cuarta arriba de la cabeza.
Momentos antes, esa misma cabeza ha sido devorada a besos profundos. Ahora, nada vale. Es como la almendra de una fruta exprimida. Fue gustada. Se la arroja.
—¡Largo, perro!
Le desagrada a la niña Pancha que el domador ocasional recuerde. Satisfácele el amante desmemoriado.
Un día, Venancio Prieto, que a su turno resultó favorecido, le dijo algo a la niña Pancha.
Algo sobre aquello.
¡La Tigra!
La Tigra estaba frente a él, con el machete en la diestra. De un revés admirable, que no tocó la nariz, que ni siquiera golpeó los dientes, se le llevó los belfos gruesos, abultados, de negroide.
—Tenías mucha bemba, Venancio, y hablabas feo. Ahora te la he recortao pa que puedas hablar bonito.
Desde los dieciocho años, la niña Pancha fue el ama. El jefe inexpugnable de su casa y de sus gentes. El señor feudal de la peonada.
Amaneció señora.
Una noche…
Llovía a cántaros esa noche. Parecía que la selva se venía abajo, que no podría resisitir el peso de las aguas volcadas desde el cielo. Afuera, todo estaba oscuro, densamente oscuro, entre relámpago y relámpago. La vacada mugía aterrorizada en el potrero punzado de rayos que quebrantaban los troncos añosos.
Desde su ventana, la niña Pancha adivinaba a las vacas apretujándose en redor del toro padre; creía verlo a éste, afirmándose con los cuatro traseros en el lodazal, recogiendo las manos como si se arrodillara a implorar clemencia del cielo tremendo.
¡Mariquita er "Segundo", vea! ¡Mujerona!
Tiene miedo.
Ella —la niña Pancha— no tenía miedo. ¿Y por qué habría de tenerlo? ¿Qué le iba a hacer el agua? ¿Qué le iban a hacer los rayos? ¿se la iban a comer, acaso? ¡Ja, ja, ja! ¿Se la iban a comer? No; a ella no le pasaba nada. Nunca le había pasado nada. Jamás le pasaría nada. Ella era la hija mayor de papá Baudilio, el más hombre entre los hombres, y de mama Jacinta, la mujer más mujer… Y ella misma era, ¡la niña Pancha!
Todavía no la Tigra. Desde esa noche iba a empezar a serlo, precisamente.
Baudilio Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casa-de-tejas esa noche.
De repente, ño Baudilio se levantó de la hamaca. Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el pecho atravesado de un balazo.
Sonó en seguida otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos de costura. Todo fue cuestión de segundos.
En la sala penetraron cinco hombres armados.
Uno de ellos inquirió:
—¿Y las chicas?
—Han de estar acostadas —repuso otro.
—¿No se habrán recordao?
—No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el sueño del chancho.
—Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No hay que olvidarse!
—Eso pa dispué… Ahora vamo a ver qué hay de plata. Este desgraciao —y el que hablaba sacudió un puntapié al cadáver de Baudilio Miranda—; este lagarto preñao era rico, dicen…
La niña Pancha estaba en la penumbra de la galería, encogida como un pequeño animalito asustado. Pero, no estaba asustada. No se había alterado lo más mínimo. Antes se le habían templado los nervios. Debía hacer algo… Algo… ¡Ya!…
Se resolvió. Amparada en las tinieblas, se deslizó por las piezas interiores —¡ella se sabía su casa de memoria! — hasta la alcoba de las hermanitas.
Las encontró dormidas y las alzó en vilo.
Cargada con ellas se encaminó a la escalera del mirador, y trancó la puerta por dentro.
Respiró. iAhora sí!
La niña Pancha subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a otra.
Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre, hombre precavido, habituado a la vida de la selva. Estaba segura, por eso, de que en el mirador guardaba un rifle de ejército, de cañón recortado listo siempre, y una reserva de cartuchos.
Tanteó las paredes y dio con el arma.
—Por fin, ¡Dios mío!
Estaba serena la niña Pancha. Solo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se atolondraba.
No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de que en este momento gozaba. No la habían oído. ¡Ah, esta lluvia bendita! ¡Esta santa tempestad!
Se asomó al ventanal con el fusil amartillado.
Desde ahí veía toda la casa. La arquitectura montuvia ha dispuesto los miradores en forma que sean como torres de homenaje para la defensa.
¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ahí! ¡Qué bien los distinguía! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los dormitorios. Aún no se habían dado cuenta de nada.
La niña Pancha se acodó en el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ése había matado a sus padres. Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto y disparó.
Tumbó al hombre de contado. Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría? ¿De dónde aquel disparo?
Sacaron a relucir sus armas contra el enemigo invisible.
La niña Pancha no les dio tiempo para más.
Un instante significaba la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos, sin tregua ni descanso. Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro.
Los criminales se desconcertaron y sólo pensaron en huir; pero, en su terror ansioso, portaban en la mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a maravilla.
Aun cuando la niña Pancha vio caer a los cinco hombres, no paró el fuego. La poseía una alta fiebre de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir!
Golpeaba a las hermanas, que, despiertas ahora y temblorosas, se le abrazaban a las piernas.
—¡Quiten! ¡Dejen! ¡Vaina!
Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las habitaciones. Oía los impactos en el piso de tablas gruesas. Oía el zumbido de los proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las lozas quebradas. Oía el campaneo de las ollas de fierro de la cocina, tocadas por las balas. Y, en medio de esta algarabía que la excitaba más todavía, seguía disparando.
A la postre, se calmó.
Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estarían todos muertos? No; alguien se quejaba.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios!
¿Quién sería?
La voz herida suplicaba:
—¡Agua! Agua, niña Pancha…
La había visto. La había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién sería? Y, sobre todo, ¿dónde estaría?
La niña Pancha se guio por la voz. Y comenzó una horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una vez. Otra vez. Hasta que se extinguió la voz herida y el gran silencio reinó en la casa.
Entonces, la niña Pancha sonrió.
Sonrió… Pero, ¿qué era eso, ahora? Se estremeció la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vagido de niño. ¡Ah! ¡Su perrito! ¡"Fiel amigo"!
¿Lo habría alcanzado alguna bala? ¿Estaría, no más, asustado?
La niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho.
¡No! ¡No! ¿Y si alguno de los asaltantes estaba vivo aún, escondido, esperándola?
Se sintió, de pronto, una débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que convoca a los peones. Desde ahí distinguía las masas negras de sus casas, destacándose más negras que la noche, en sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No venían! ¡No se atrevían a venir! ¡Supondrían a los patrones difuntos, incapacitados ya de hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando por la muerte intempestiva! ¡Cobardes!
El resto del tiempo, hasta el alba, la niña Pancha se lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas temblando, sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos.
Cuando salió el sol, bajó a las habitaciones.
Había siete cadáveres humanos y el de un perro.
La niña Pancha besó el rostro de ño Baudilio, besó el rostro de ña Jacinta, y mojó con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a su bebé muerto la madre desolada, el cuerpecito frío de "Fiel amigo".
Ese día niña Pancha asumió su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor que inspiraba.
Cualquier comarcano antiguo diría esto de ella, al comentar, con el cigarro de tras la merienda en la boca desdentada, la hazaña irrepetible:
cinco hombres muertos.
—Una tigra…
Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para el vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra.
—¡La Tigra!
Hacia media mañana los peones atendieron a la convocación de la campana angustiada de llamados.
Uno tras otro, primero los más valientes y arrojados después los más tímidos y medrosos, fueron aproximándose a la casa-de-tejas.
—¿Qué ha pasado anoche, patroncita? Me dijeron. Yo no estaba. Me fui temprano onde mi comadre Petita que tiene un hijo enfermo… Mi compadre Petita, ¿ricuerda?, la de Piedra Gúeca…
—Ahá.
Otro más se sinceraba:
—Yo, como usté estará cierta, tengo un sueño que parezco un palo, mala la comparación…
Ni oí, siquiera…
—Ahá.
La niña Pancha se había recobrado por completo.
Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos de llorar; pero, su voz era firme, y su ademán, seguro.
Lo había previsto todo. A las hermanas las había puesto a la máquina, a coser la zaraza negra de los trajes de luto. En cuanto a sus dos muertos queridos, los había vestido ya con lo mejor que encontró, acomodándolos en el gran lecho conyugal, en la postura yacente definitiva, con las manos cruzadas en actitud suplicante sobre el pecho. De los demás cadáveres no se había preocupado.
Permanecían donde fueron cayendo, en sus desesperados gestos de lucha contra la oscuridad y contra la muerte, revolcados en su sangre.
La niña Pancha se dirigió a los peones:
—A ver: cuatro de ustedes caven una fosa pa los patrones. ¡Vayan!
—¿Y ónde, niña Pancha?
—Allá, en el cerrito, en la mancha de guaránganos.
Me avisan.
Un anciano se atrevió a preguntar, refiriéndose a los cuerpos muertos de los atacantes:
—¿Y a ésos? ¿Ónde les enterramos?
La niña Pancha se lo quedó mirando fijamente.
Bailaba en sus ojos la burla. ¿Enterrarlos?
¿Es que eres mismo, o te haces, Gabriel? ¿O es que los años…? Conque, enterrarlos, ¿no? ¡A éstos! ¡Bah! Los haré tirar a medio potrero, pa que se los coman los gallinazos, de día, y los agoreros, de noche. Eso haré.
Rio a carcajadas.
—¡Enterrarlos! ¡Tas jumo, Gabriel! ¡Tas jumo!
Lo hizo como lo dijo. Al atardecer llevó a sepultar los cadáveres de ño Baudilio y ña Jacinta. Los metió en una misma fosa, bajo los nervudos guaránganos, y colocó una rústica cruz para marcar el sitio.
Antes, había mandado a arrojar a la sabana los cinco cadáveres restantes. No amanecieron. En la noche, los parientes se los robarían, sin duda.
La niña Pancha se puso pensativa.
—¿Se los habrán cargao ellos? —musitó.
Luego, la dominó una idea:
—No; se los ha llevado el diablo.
En breve, esta versión fabulosa, cara a la fantasía montuvia, se generalizó:
—El patica se los jaló al infierno, pues.
La niña Pancha había olvidado a su perro. Al otro día tropezó con el cadáver en la azotea. Lo miró un instante. Hedía horrorosamente. La niña Pancha lo empujó al vacío con un palo de escoba. Al caer, "Fiel amigo" reventó como una camareta.
Como al mes de aquellos sucesos se presentó en la hacienda el comisario de policía de Balzar.
Lo acompañaban el secretario y dos números de la gendarmería rural.
—Venimos, pues, a levantar el sumario.
—Ahá.
—¿Qué le parece, guapa?
—Por mí, levante lo que le dé la gana, no más.
Era la niña Pancha quien respondía.
El comisario formuló una serie de preguntas, que después repetía do otro modo.
Así que usté mató a los cinco, ¿no?
—Claro, pues; ya le hey dicho.
—¡Ah!…
—¿Y eran cinco, mismo?
—Sí, hombre; ya me'stá usté cansando.
La delegación merendó en la casa-de-tejas.
La niña Pancha hizo los honores de la mesa.
El comisario era un tipo joven. Delatábase dado a las faldas. Galanteaba a la niña Pancha. La niña Pancha lo escuchaba, sonriente. El comisario hablaba acerca de su importante persona y de su ciudad natal.
—Yo soy de Guayaquil, ¿sabe?
—Ahá.
—Silvano Moreira, el capitán Silvano Moreira, de Guayaquil. Me llaman capitán, por el cargo; pero, soy, no más teniente. Teniente de infantería de línea.
—¡Ahá!
—¿Usté ha estado en Guayaquil, señorita?
—No; en Balzar, no más.
—Guayaquil es muy lindo. Precioso. ¡Qué calles!
—En Balzar también hay calles.
—Pero, no como las de Guayaquil. Son enormes.
—Ahá.
La charla insulsa del comisario se desenvolvía de esa manera, pero sus ojos, más activos, devoraban a la muchacha. Notábase en ellos una exacerbada lujuria. El Secretario y los gendarmes le llevaban la cuerda a su superior jerárquico.
Alzada la mesa, el comisario tomó del brazo a la niña Pancha y la condujo a la galería.
Nosotros dormiremos aquí —dijo—. Nos acomodaremos en cualquier parte. Somos soldados y estamos acostumbrados a todo. Como en campaña.
La niña Pancha guardó silencio. El capitán Moreira entendió el silencio por una tácita aceptación.
—Y pasaremos los dos una noche jay… — murmuró a la oreja de la muchacha.
Intentó ahora acariciarle los senos.
—¡Dame un beso!… ¿Quieres?
La niña Pancha se volvió bruscamente y cruzó la cara del comisario con la mano abierta.
—¡Busque la manga, hombre! Usté y su gente dormirán en la casa del negro Victorino. Ya sabe.
Dio un salto atrás, en guardia.
El capitán Moreira pretendió imponerse:
—Es que yo soy la autoridá, y hago lo que me parece..
—Vea, señor… ¡Déjese de cosas! Aquí…, aquí mando yo…
La niña Pancha cobró un aspecto resuelto.
Rebrillaron sus ojos de rabia. Y el bravo capitán Moreira recordó con toda oportunidad a los cinco asaltantes muertos a bala, y optó por retirarse.
—Como sea su gusto. Yo soy muy galante con las damas.
—Bueno; lárguese…
A la madrugada, la delegación policial dejó la hacienda.
El comisario dijo al negro Victorino, al despedirse:
—¿Sabe? Para mí, este caso es legítima defensa.
Ño Victorino no comprendió nada; pero, creyó menester asentir.
—Así es jefe.
El capitán agregó, mientras tomaba el camino de regreso:
—¿Y para qué instruir el sumario? Total, para nada. El muerto es muerto.
Añadió aún:
—¡Buen rancho la patrona, ¿no?, la niña Pancha!
Ahora sí comprendió ño Victorino; y, poniendo los ojos en blanco y relamiéndose los labios, dijo picarescamente:
—¡Y es coco, jefe! ¡Virgen doncella!
Más o menos al año apareció por la hacienda el tuerto Sotero Naranjo.
El tuerto era un hombrachón fornido, bajo de estatura, de regular edad y metido en sus grasas.
Tenía un aire vacuno, pacífico, que justificaba su apodo de Ternerote.
Les explicó a las Miranda:
—Yo soy tío de ustedes, mismamente. La mama de ustedes, la finadita Jacinta Moreno, era sobrina del difunto mi padre.
—Ahá.
Las Miranda no discutieron el parentesco.
Les convenía aceptarlo. Ellas necesitaban un hombre de confianza. Podía ser éste. Justamente ahora que habían abierto la tienda, les era indispensable.
—Ta bien, Ternerote. ¿Te querés hacer cargo de la tienda?
El tuerto Sotero Naranjo se encantó. ¡De perlas! Era para eso que él servía. En Colimes había tenido una tienda de su propiedad. Pero, lo arruinaron los chinos. Los chinos, claro; ¿quiénes otros? Como ellos no gastan en nada: no comen, no beben, no usan mujer… Así, Venden más barato.
¡Vaya! los nacionales, en cambio, son otra cosa, de otra madera, pues comen, beben, y lo demás…
¡Muy justo! Él, Sotero Naranjo, era, antes que nada, un nacional. Bueno, pues; como iba diciendo, hubo de ceder el negocio. ¡Cuánto sufrió en esa ocasión! Fue, para él, tanta tristeza, mala la comparación, como si vendiera a su propia mujer.
Y es que así quería a su negocio. Así quería a sus mostradores, a sus perchas, a sus anaqueles.
Como a una mujer o como a un caballo. Así. Con decir que quería hasta los artículos de expendio.
En fin… ¡Qué se le iba a hacer!… Pero, él era lo que se dice un entendido en materia de abarrotes.
—Es pa lo que me preciso.
Por descontado, él, además, valía para muchos otros menesteres. Tumbar cacao, arguenear, pisonar; todo eso sabía. Rajar leña, ¡ah!. Distinguía y separaba los palos como cualquier montañero el algarrobo del aromo; el ébano del compoño; el matasarna del porotillo. El algarrobo, lo mejor, por supuesto. ¿Y dónde dejar el guarángano?
Arde solo, también. Él tenía visto, al venir, aquí en la hacienda, una mancha enorme de guaránganos que incitaba a meterle hacha. ¡Ah!, ¿y lo otro? Hacer quesos, batir mantequilla, ordeñar, chiquerear, herrar, señalar, castrar, los mil y un oficios menores de la ganadería: todos los dominaba.
Pero, "más menos".
—Más menos, claro, que lo de enflautarle a uno, por verbigracia, ruán pasado en vez de olán pa calzonaria. Pa eso soy una águila.
—¡Ah!…
A poco de su llegada, Sotero Naranjo estaba colocado como dependiente en el despacho de abarrotes. Se alojaba en la trastienda, pero comía con las hermanas a la mesa común. Hacía con las Mirandas trato de familia.
El tuerto era de trato simpático y agradable.
Gustaba de contar picantes chascarrillos y aventuras obscenas en las que se exorbitaba su fantasía, atribuyéndolas a su propia persona.
Serían escasas dos vidas para que en ellas le hubiera sucedido cuanto narraba.
Los peones, a quienes permitía muchas confianzas y lo llamaban ya por su remoquete, solían decirle:
—¿Pero, por qué, ño Ternerote, no se aprovecha de las hembritas?
Sotero Naranjo se defendía, escandalizado:
—¡Cómo! ¡Si yo soy de la misma carne que ellas! ¡Hay cosas sagradas, amigo! Por mí, ni atocarlas…
—¡Bay, ño Ternerote! Lo que se ha de comer er moro, que se lo coma er crestiano, como dice er dicho.
El tuerto meditaba profundamente.
—¿O es que le tiene miedo a la Tigra?
—Yo no me abajo ante naide.
—¿Entonces?… Vea, don Naranjo; cierto que la niña Pancha es brava y macha pa todo; pero, en eso… ¡quién sabe!… La mujer es frágil.
Concluía Sotero por franquearse:
—Mire, amigo, ¡pa qué vo a engañarlo!, yo le dentro a la entremedia, a Juliana; pero, ¿sabe?, hay que cuidarse de Pancha. Pancha es, pues, fregada.
Decía verdad Sotero Naranjo. Mantenía estrechas relaciones amorosas con Juliana Miranda; y si no habían pasado a mayores, según confesaba, no era por falta de ganas. Entre el afán de poseer a la muchacha y la realización del deseo, se interponía con su sangriento prestigio la figura temerosa de la Tigra.
—¡Capaz me mata!
—¿Y por qué no se acomoda con ella, pues?
—¿Con quién?
—Con la niña Pancha, pues.
—¡Bay, usté está mamao, amigo!
—Puede que se sea así, don Naranjo —concluía, transigiendo, el interlocutor—; pero, siga mi consejo, no más. ¡Déntrele a la Tigra! Esa fruta está madura; pudriéndose, mismo.
De frecuentes diálogos de la laya, Sotero Naranjo salía envalentonado. Paulatinamente iba cobrando ánimos. Hasta que se decidió a echarlo todo por la borda.
Cierta tarde de domingo cerró temprano la tienda, y se encaminó al picado donde estaba la cancha de gallos, en un redondo placer detrás de la casa. Apostó sin entusiasmo, al principio; mas, luego fue excitándose con las incidencias de la lidia y los tragos de chicha fuerte con punta de mallorca. Hasta que se resolvió. Iría a buscar a Juliana.
Le propondría. Descontaba de antemano la aquiescencia de la chica.
—Si sale mal la cosa, me largo, pues, ¡qué vaina! Pa eso es grande el monte.
Encontró a Juliana, en la orilla del río, sola, buscando pedruscos. Acababa de bañarse y llevaba el pelo suelto a la espalda. La ropa se le pegaba al cuerpo limpio, mal enjugado, delatando las formas oscuras.
—Vamo a andar, ¿quieres?
Juliana aceptó. Se metieron por los brusqueros apretados, entre el abrazo de los hierbajos rastreros y de las lianas colgantes.
—¡Cuidao las culebras, Sotero!
—No; a mí me juyen . Tengo colgao de una piola en el pescuezo, el cormillo de una equis rabo'e hueso. Es la contra negra.
—¡Ah!…
Dieron con un pequeño despampado y se sentaron en unos troncos caídos.
Se habían alejado bastante. El tuerto Naranjo calculó que ni aun gritando los oirían de la casa- de-tejas. Esto lo acabó de envalentonar.
—¿Quieres ser mi mujer, Juliana?
Los catorce años bobalicones de Juliana estaban estremecidos de amor por Ternerote.
—Ya te hey dicho de que sí… —balbuceó.
La niña Pancha los había seguido. A la distancia.
Sin que se dieran cuenta. Guiándose sobre la huella de las hierbas pisoteadas.
Nada pudo impedir. Cuando ya llegaba al despampado, oyó el agudo grito con que su hermana se despedía de su virginidad florecida.
La niña Pancha se sacudió como en un escalofrío.
El grito ése, punzante, la agitó toda. Sentía que le hincaba las entrañas. Que le arañaba los nervios. Que le hacía hervir la sangre en las arterias intensas.
¡Qué grito! Era un alarido más que un grito.
Estaba cargado de dolor, grávido de lujuria. Y, al propio tiempo, parecía una carcajada a la que un golpe de hipo intenso sofocara en suspiro.
La niña Pancha pretendió ponerse en su sitio.
¡La Tigra! Pero, no lo consiguió. Se le nublaron los ojos y sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse… Y nunca supo luego cómo hizo entonces lo que hizo.
Irrumpió en la escena terrible. Vio a su hermana tumbada sobre el suelo, como dormida, con la respiración disneica. Y, frenética, se lanzó sobre Naranjo. Lo agarró fuertemente de los hombros, y le dijo, con vehemencia entrecortada:
—Ahora…, ¡fórzame a mí, Ternerote!..
¡Fórzame o te mato!…
Desde aquella tarde, al tuerto Sotero Naranjo se le hizo insoportable la existencia, hasta el extremo de que pensó seriamente en acabar con ella.
En cambio, los hombres de la hacienda, viejos y mozos, sin excepción, lo envidiaban.
—¡Hay gente suertuda! ¡Véanlo al tuerto, que parecía pasao por agua tibia, como los güevos!…
¡Bía sido macho juerte!… Vive con las dos hermanas; y, de seguro, cuando madure la otra fruta…, se la come, también.
Algún anciano buscaba oportunidad de interpolar su historia:
—Todo tuerto es así, bragao de las entrepiernas.
Mi recuerdo que pa'l año de los Chapulos, vide a un mentao Segundino que era falto de un ojo…
Otro anciano lo interrumpía:
—¿Y mi general Buen? ¿Ónde me lo deja? El catiro tenía los dos ojos, y veía usté como era pa'l montamiento… Es que mismo habimos hombres así, ajustadores…
—¿Usté, ño Serapio?
—Juí; juí, en un tiempo antiguo, como dicen los samborondeños, hace-olla-e-barro…
Las risotadas se sucedían; pero, volvían en seguida a los comentarios:
—¿Y cómo se alcanzará Ternerote pa las dos?
—¿De veras, no?
—¡Y qué ranchazos, baray! ¡Pa quedarse templao como lagarto en playón!
—Ahá.
Lo envidiaban al infeliz; deseaban sustituido; y él, precisamente, habría dado algo porque lo reemplazaran.
—Una mano, pongo por caso.
—Pero, ¿es que está tan hostigao, don Sote?
—Cualquiera de los ancianos metería basa:
El mucho dulce empalaga, pues…
Ternerote sonreía tristemente:
—¡Hostigao! ¿Usté ha visto un zorro apaleao cómo queda? Pues, igual…
—¡Baray, don Sote; qué esageración!
—Así es.
El transcurrir del día era una gloria para el tuerto Naranjo. Desde la tarde aquella, las dos hermanas se disvivían por agasajarlo. Le separaban los platos más delicados, los bocados más suculentos.
—Tienes que alimentarte, Sotero. Estás amarillo como plátano pintón.
No consentían que trabajara. Alternaban ellas en el despacho de la tienda.
—Descansa, Sotero.
Se pasaba el tuerto acostado en la hamaca de la galería, comiendo y durmiendo. Fumaba sendos cigarros dauleños. Punteaba la guitarra.
Sí; el día era una gloria.
¡Pero, la noche!
Las dos hermanas se disputaban la preferencia de sus favores.
—Yo soy la mayor —alegaba la niña Pancha.
—Pero, jue mío más primero —redargüía la niña Juliana.
Sin embargo, no reñían, y terminaban por entenderse. El pobre tuerto pasaba de una alcoba a otra, como un mueble.
Tanto amor lo iba matando. A pesar de los alimentos, a pesar del régimen de ocio, enflaquecía cada día más. Los ojos se le hundían en las órbitas excavadas. Se le brotaban los pómulos.
Cobraba una facies comatosa. Al andar, vacilaba como un muñeco descuajeringado. Concluyó por rebelarse. No fue la suya una rebelión violenta.
Carecía de fuerzas para eso. Fue una rebelión sórdida y oscura que apenas llegó a cuajarse en la fuga silenciosa.
Aprovechado el sueño de hartura que dormía niña Pancha y niña Juliana, Sotero Naranjo, en la sombra de la alta noche, emprendió la huída.
Todo lo dejó. Apenas si portó consigo el hato de sus mudas.
Tomó la ruta de los Andes lejanos y fue a caer, tras mil peripecias, en la aldea leonesa de Angamarca.
Lo último se supo meses después, cuando ya se lo creía muerto en la selva, víctima de las fieras, comido de las aves…
Pero, todo esto es historia antigua, marea pasada…
Los policías rurales han sentido siempre especial predilección por hospedarse en la casa- de-tejas del fundo "Tres Hermanas". Probablemente, ahora no les ocurra lo mismo.
En sus cruceros sobre Manabí, cuando montaban la raya de Santa Ana y se introducían por las tierras ásperas y sedientas de los piñales, persiguiendo a los ladrones de ganado en sus ocultaderos del río Tigre; los jefes de piquete procuraban dejarse coger por las sombras en la hacienda de las Miranda.
—Un güequito, no más. Vamos lo que se dice atrasaos…
—¿Nos darían, niñas, un güequito pa pasar la noche?
Jugaban con las palabras en un primitivo doble sentido. Las Miranda no entendían, o fingían no entender. Por lo común, la niña Pancha respondía en nombre de todas:
—Como sea su voluntá. Aquí no se niega posada al andante.
—Gracias, pues.
Recibían con placer a los hombres armados.
Gustaban de ellos más que de los civiles. Les brindaban la merienda sabrosa y el café bienoliente.
—¿Prefieren con puntita?
Era el comienzo. Les servían las grandes tazas, mediadas de negra esencia y de puro de contrabando.
Después, menudeaban las copitas.
—¡Hay que alegrarse, pues! —decía la niña Pancha—. La noche está joven.
—Así es, niñas.
—Vamos, pues, a dar una vueltita.
—Vamos.
Ponían en marcha el caduco fonógrafo de corneta, marca Edison, cuyos rayados cilindros emitían sonidos destemplados, roncos, cascados, que imitaban perdidas armonías: valses somnolientos, habaneras lánguidas o desaforadas machichas brasileras.
Por rústico que fuera el oído de los gendarmes, aquellos sones les molestaban, antes que agradarlos. No se atrevían, empero, a manifestarlo así, claramente.
Alguno insinuaba:
—Son un poco pasaos de moda, mismo, estos toques.
—Ahá.
—Mi mama no era mi mama, y ya se rascaban estas músicas —osaba decir el más atrevido.
La niña Pancha miraba con rabia no disimulada a los soldados. ¡Imbéciles! Ella adoraba su máquina Edison. Pensaba que no había nada mejor que eso. ¡A qué, pues! Pero, intuía que era un deber suyo complacer a los visitantes. "Er güespe ej er güespe", le oyó repetir a su padre, el finado ño Baudilio; y había hecho de eso artículo de fe.
—Bueno, pues. Paren el fonógrafo.
De un rincón de la sala sacaba entonces una guitarra española, de honda y sonora barriga, adornada con un lazo de cinta ecuatoriana en el astil, cerca del clavijero.
—Ya que no les place el Endison, aquí viene la vigüela. Si arguien sabe…
De principio, no confesaba que ella misma glosaba para acompañamiento, y que la niña Juliana, sobre pulsar la guitarra, cantaba con la gracia de una colemba dorada.
—También hay bandolina… Y un clarinete…
Suspiraba al pronunciar la última palabra.
Casi nunca faltaba entre los huéspedes algún gritador experto que se apoderaba en seguida del instrumento.
La niña Pancha se apresuraba a expresar sus aficiones:
—Valses, ¿quiere? O amorfinos. O pasillos.
Pero pasillos de acá; no de la sierra.
—Ahá.
La niña Pancha detestaba a la sierra y a sus cosas. Jamás había tenido un amante que fuera de esa región. Afirmaba que todos los serranos son piojosos y que, además, les apestan los pies. De la música se conformaba con decir que era triste.
—Pa llorar no más sirve…
Rompían el silencio de la selva anochecida, las notas simples de los pasillos:
Cuando tú te haigas ido…
O si no:
Yo te quise, Isabel, con toda mi pasión…
La corriente era que la guitarra tomara su propio camino, y que
la voz del cantador se trepara a donde podía, como mono en árbol. De
cualquier manera, el baile se hacía, alentado por las repetidas
libaciones de mallorca.
—Er trago, pues, anima.
—Ahá.
En breve, Juliana y la Tigra se dejaban convencer a tanto ruego, y tocaban y cantaban. Pero, lo más que hacían era bailar. Bailaban… zangolotéabase la casa enorme. Trinaban sus cuerdas y sus vigas. Quejábanse sus tablones de laurel. Sus calces profundos de palo incorruptible, esforzábanse por mantener la firmeza del conjunto.
—Este armazón se mueve, ¿no?
—De vera.
—Será que baila, también, como nosotros.
—Así ha de ser, pues.
Las tres hermanas hacían las atenciones en la sala. Las tres se entregaban al movimiento melodioso y pausado del valse, o el agitado sacudir del pasillo, o a las ráfagas lúbricas de la jota, en los brazos de los gendarmes. Las tres bebían el destilado quemante que cocinaba las gargantas. Pero, Juliana y la Tigra escamoteaban servidas a Sara, cuidando que no tomara demasiado. Vigilaban sus menores actos. Controlaban sus gestos más nimios.
—Vos eres medio enfermiza, Sara. ¡No vaya hacerte daño!
Cuando advertían que, a pesar de todo, Sara se había embriagado o estaba en trance de embriagarse, acudían a ella. A empellones la conducían a su cuarto, la desnudaban y la metían en la cama, echando luego candado a la puerta y escondiendo la llave. Lo propio hacían cuando notaban que en los huéspedes el alcohol comenzaba a causar sus efectos, por mucho que Sara estuviera aún en sus cabales.
Por supuesto, la muchacha no dejaba gustosa la diversión. Negábase a salir de la sala, y sólo a viva fuerza conseguían sus hermanas sacarla de ahí. Ya en su alcoba, se la oía sollozar.
Los huéspedes la defendían según sus aficiones:
con interés o por elemental cortesía.
—¿Y por qué, pues, se va la niña Sarita?
La Tigra hablaba, entonces:
—Es maliada, ¿sabe? No le conviene esto.
—¡Ah!…
Miraba a los soldados con ojos relampagueantes; se ponía en jarras, con lo que sus senos robustos emergían soberbiamente, esculpiéndose en la tela de la blusa, como un par de boyas en la pleamar; contoneaba las redondas caderas en una actitud promisora y lasciva; Y decía, con voz sorda, baja, hueca, de hembra placentera:
—Aquí estamos nosotras: Juliana y yo… ¿Pa qué más? ¿No es cierto?
Los hombres subrayaban la afirmación con los ojos desenfrenados.
—Ahá.
Era cuando la orgía llegaba a su máximum.
Juliana y la Tigra escogían sus compañeros.
—Bailamos, ¿ah?
Y en mitad de la danza apretaban a la pareja contra los pechos enhiestos:
—¿Vamos, negro?
Desaparecían las dos a un tiempo, o una después de otra, seguidas del elegido; y volvían luego con los rostros empalidecidos, castigados de fatiga amorosa, a continuar la fiesta.
Solía ocurrir que no volvieran en toda la noche; y, entonces, los desdeñados se consolaban bebiendo hasta dormirse.
Alguna vez, cuando los gendarmes eran novatos —"altas", les decían—, y no conocían las costumbres de la casa, ni la fama de la niña Pancha, provocaban riñas y alborotos por la preferencia.
Si el jefe del piquete no metía orden, la Tigra se encargaba de ello. Contábase que más de una ocasión la sangre policía, que ella hizo verter, mojó las tablas de la sala. Pero, la verdad es que se referían tantas cosas…
Mas, quien realmente daba la nota trágica en estas escenas, era la menor de las Miranda.
Cuando desde su encierro Sara comprendía que sus hermanas conducían a sus alcobas al amante transitorio, lloraba a gritos.
—¿Y yo? ¿Y yo?
Era terrible.
Se revolcaba en su lecho de obligada virgen, como una envenenada; se tiraba sobre el piso; golpeaba las paredes y pretendía traer abajo la puerta.
—¡Yo, también! ¿por qué no me dejan a mí también?
Luego, insultaba a sus hermanas, endilgándoles los más asquerosos y repugnantes adjetivos, hasta que, extenuada, agotada, vacía, caía como una muerta, rendida de sueño profundo.
A la niña Juliana la conmovía un tanto la angustia de la ñañita. A la Tigra, no.
Decíale aquella:
—Acuérdate de vos, Pancha, con Ternerote…
—Me acuerdo, ¿qué crees? ¡Pero, esa no! Tú ya sabes por qué; tú ya sabes…
Y si alguno de los visitantes inquiría sobre lo que le acontecía a Sara, la Tigra respondía serenamente:
—Mi ñaña es medio loca, ¿ve? Loca de la cabeza…
Asentiría el preguntón:
—Ahá… Histérica…
La Tigra ignoraba la palabreja. Se le alcanzaba un poco que era algo así como romántica.
Mascullaba el vocablo:
—Romántica…
Y por asociación de ideas se le venía a la mente el recuerdo del hombre del clarinete…
—Del clarinete que está en la sala, —murmuraba para sí, como si ella misma se diera una explicación.
Un telegrama:
De Balzar, 26 de enero de 1935. —Intendente. —Guayaquil. –
Este momento, siete noche, salgo dirección hacienda "Tres Hermanas", con
piquete diez gendarmes montados, complir orden ud. — Ref. suyo ayer.
(fdo.) Comisario Nacional.
Intermezzo musicale solo de clarinete
El hombre repentino. El hombre inesperado.
Era una historia fresca. Fresca como la carne de la badea matrona. Así de fresca. Y sabrosa. Sabrosa como la carne del mamey Cartagena. Así de sabrosa.
Al evocarla, la Tigra sonreía para sí, —¡ah!, sólo para sí—, con una dulzura escondida, como una madre que le sonriera al hijo de que está preñada, al hijo nonato.
¡Y era tan breve esa historia!
Cierta tarde llegó a la hacienda un mocetón serrano. Era rubio y hermoso.
—Era como un gringo, no más; ¿verdá, ñaña Juliana?
El mozo no llevaba otra impedimenta que un clarinete roñoso, ese que ahora guardaba la Tigra.
Iba para las tierras cordilleranas.
Se alojó en la casa. Comió con las hermanas…
Después, acompañado de la Tigra, bajó a la orilla del río.
—¿Quiere oír tocar este instrumento, señorita?
Mostraba su clarinete imprescindible.
—Ahá.
A la mujer le pareció una música de hechicería la que brotaba del clarinete.
Palmoteaba como una chicuela:
—¡Qué lindo! ¡Qué lindo!
Después se puso melancólica, como no lo había estado nunca.
El odio a los serranos se fue del corazón de la Tigra. ¡Ah, este mozo adorable! ¡Cómo lo amaría ella! Hubiera querido besarlo, morderlo; ser suya en ese instante y para siempre, ahí ahí mismo, sobre las piedras humedecidas; entregársele toda… Pero, él nada decía. Estaba remoto. Estaba en su música.
Cesó de tocar.
—Estoy cansado. Mañana me iré, de mañanita.
Desearía dormir…
—¿Por qué no se queda? —alcanzó a balbucir la niña Pancha.
—¡Ah, no; no! Tengo que irme. Tengo que irme…
La Tigra no se atrevió a insistir.
Reposaré unas horas, hasta la madrugada.
Esa noche no cerró los ojos la niña Pancha.
La proximidad de aquel hombre la inquietaba. Sabía que estaba tendido en la hamaca de la sala, tan cerca, tan cerca que lo oía respirar; ¡y ella, ahí, propicia!
A la luz del brasero de velones que no apagó, la niña Pancha contemplaba su cuerpo desnudo.
Si me viera así…
¿Osaría llamarlo? No. A otro se le habría brindado; a él, no. ¡Jamás!… Pero, si él la deseara…
¡Cómo sería suya! ¡De qué suerte única, como no había sido de nadie!
Cuando el alba inundó de luz amarillenta su alcoba, la niña Pancha abandonó el lecho insomne.
Fue al hombre dormido.
—¡Señor! ¡Señor!
Despierto ya, le preparó ella el desayuno. La criada, no. Ella misma. Ella quería servirlo.
—¿Se va, siempre?
—Sí. ¡Y tan agradecido! ¡No me merezco tantas molestias!
Estaban junto a la escalera. Él sostenía en sus manos el clarinete. Miraba a la mujer con una vaga tristeza en los ojos celestes.
—Yo le dejaré un encargo, señorita. Un encargo no más. Guárdeme este instrumento. Me descubrirían por él, ¿sabe? Pero, no quiero perderlo.
Volveré por él.
—¿Volverá?
—Sí; cuando se acabe este invierno, vendré; y si no vengo en esa época, será que no vendré ya nunca. Entonces, este clarinete será suyo.
Le oprimió la mano, y se fue.
Y pasó el invierno. Y llegó el verano, dorado a fuego de sol. Y otra vez empezaron a caer las lluvias sobre los campos resecos.
Pero, el hombre no regresó.
En el corazón de la Tigra, el odio a los serranos fue de nuevo instalándose.
El clarinete se inmovilizó en una mesa de la sala. Estaba más roñoso. Más feo. Cualquiera figuraría que había envejecido de abandono, muchos años en cada uno.
La Tigra lo contemplaba con un sentimiento extraño: como con una burla triste.
Cada mañana, al hacer la limpieza de los muebles, el pobre instrumento proporcionaba a su guardadora un momento de emoción antigua, como un pedazo de pan romántico.
Y ésta es la historia del clarinete.
La marea ha de estar subiendo en el río, en este instante, porque —como cuando refluyen las basuras vienen a la memoria cosas pasadas.
"Tú ya sabes por qué, Juliana; tú ya lo sabes".
En verdad, Juliana conocía la causa tremenda en fuerza de la cual Sara tenía que conservarse virgen por siempre: fuente sellada; capullo apretado; fruto caído del árbol antes de la madurez, que habría de podrirse encerrando sin futuro la semilla malhecha.
El negro Masa Blanca había andado por la hacienda años atrás.
—¿No hay argún enjuermo que melecinar?
Aquí está en mi modesta persona un médico vegetal.
El negro Masa Blanca era un curandero afamado.
Lo rodeaba cierto ambiente misterioso.
Se ignoraba dónde vivía. Según unos habitaba en los terrenos de "Pampaló", el latifundio de los Hernández de Fonseca. Según otros carecía de residencia fija. Lo cierto es que se topaba con él en los sitios más distantes e inesperados.
—Ha de volar de noche en argún palo encantao…
—Es brujo malo. Tiene trato con er Colorao…
El Colorao era el diablo.
—Caminae n l'agua sin mojarse los pieses…
—Y cambia de cuero como er camalión…
Masa Blanca, sabedor de estos rumores de las gentes montuvias, colocaba su frase indispensable:
—Yo soy médico de curar. Puedo dañar, claro; pero, no daño. Así es.
Masa Blanca se calificaba también de adivino:
—Con mis cábulas, veo lo que va pasar, como si ya haiga pasao mesmo.
Las Miranda consultaron con Masa Blanca sus dolencias.
—Yo, pues, tengo un lobanillo adebajo der pescuezo, —dijo Juliana—. ¿Qué hago pa quitármelo?
Masa Blaca le aconsejó:
—Frótese er chibolo, o lo que sea, con saliva en ayuna; y, al acostarse, con unto sin sar, serenao.
¡La mano'e Dio!
—Ahá.
Sara era por entonces una muchachita traviesa, y nada tenía que consultar. Pero, la Tigra, sí. La Tigra le confió sus ardores. Y Masa Blanca se hizo relatar el rojo cronicón de las hermanas Miranda.
Cuando su curiosidad de vejete estuvo satisfecha, pensó en el negocio.
—D'esta casa está apoderao er Compadre.
El Compadre era, también, el demonio.
—Y hay que sacarlo, pué.
—¿Como, ño Masa?
—Verán… Pero, mi precio es una vaca rejera… con er chimbote, claro…
Las Miranda convinieron en el honorario.
Masa Blanca celebró entonces lo que él llamaba "la misa mala"… En un cuarto vacío de la casa, acomodó un altarzuelo con cajas de kerosene que aforró de zaraza negra; puso sobre el ara una calavera, posiblemente distribuyó sin orden trece velas en la estancia; y a media noche, inició la ceremonia. Daba manotones en el aire. Barría con los pies descalzos las esquinas de la pieza; abría y cerraba la puerta, como si hiciera salir y entrara alguien; en fin, se movía como un verdadero poseído.
A la postre, hizo como si apresara un cuerpo.
—¡Ya lo tengo garrao! —vociferaba.
Accionó lo mismo que si arrojara por la ventana ese cuerpo imaginario al espacio.
—Ya se jué —musitó, cansado.
La Tigra y Juliana habían presenciado la escena ridícula macabra, que a ellas les pareció terriblemente hermosa. Preguntó la Tigra:
—¿No s'apoderará otra vez de la casa el Compadre?
Masa Blanca vaciló al responder:
—Puede que no, si hacen lo que yo digo…
Otro negocio. Cerrado el asunto, el hechicero habló pausadamente. Era visible que le costaba dificultad inventar "la contra"; pero, las Miranda no se percataron de ello.
—¿Cómo?
—¿Cómo?
Estaban ansiosas.
—Ustede, pué, perdonando la espresión, han pecado mucho po'abajo, y er Compadre la sigue como la hormiga a la cañafístola… Si se les priende, no las aflojará…
Vaciló:
—¿Ustede tienen una hermana doncella, no?
—Sí.
—Sí.
—Ahá… Bueno; mientras naiden la atoque y ella viva en junta de ustede, se sarvarán… De no, s'irán a los profundo…
Fue esa la condenación a perpetua virginidad para Sara Miranda. La falta de imaginación de Masa Blanca, a quien no se le pudo ocurrir otra cosa, cayó sobre el destino de la muchacha.
Era una sentencia definitiva a doncellez.
Por supuesto, las dos Miranda mayores se guardaron el secreto.
—Ta enferma la ñaña.
—Es locona bastante.
—Si conociera marido se frogaría pa nunca más.
—Un dotor lo dijo.
—Ahá.
Por eso cuando Clemente Suárez Caseros, que pasó en tránsito a Manabí y hubo de hospedarse por ocho días en la casa-de-tejas, esperando cabalgaduras, se enamoró de Sara y la pidió en matrimonio, la Tigra se opuso:
—No puede ser, don Caseros; vea. Mi ñaña está tocadita. No puede ser.
Y lo invitó a marcharse.
—Pa cualquier lao y en lo que sea, don Caseros…
Pero, usté se va… No me venga a tolondrar a la loquita… Después, como Sara se dejó sorprender en preparativos de fuga, sus hermanas la encerraron bajo llave.
La cuestión era esa.
A vida o muerte.
Y otro telegrama
De Balzar, enero 28 de 1935. Intendente. — Guayaquil.—
Regresamos este momento comisión ordenada su autoridad. Peonada armada
hacienda "Tres Hermanas" ataconos balazos desde casa fundo. Señor
comisario, herido pulmón izquierdo, sigue viaje por lancha 'Bienvenida'.
Un gendarme y tres caballos resultaron muertos. Ruégole gestionar baja
dichas acémilas en libro estado respectivo. Espero instrucciones. Atento
subalterno. - (Fdo.) Jefe Piquete Rural.
Del gendarme no se solicitaba baja alguna en ningún libro. ¿Para
qué? Antes bien, se le había dado de alta en el registro cantonal de
defunciones.
La marea estará, ahora, repuntando en el río.
La vuelta de la locura...
A Arturo Martínez Galindo
Manos presurosas acudieron así que rasgó el aire dormido de la estancia, aquel largo, larguísimo alarido estupendo de la grávida.
He aquí que era varón el recién nacido.
“¡Nos ha nacido un niño,—un hijo nos fuá dado.”
Ojos listos de viejas consultaron el calendario de hojas desprendibles adherido a la pared cerca de la cama de la parturienta: Juan tenía que ser nombrado el infante, porque era —loado sea el Bautista— el blanco día de San Juan.
(Lindo San Juan
—que en el Jordán—
bautizaste a mi Señor,—
tenés mi amor).
...Y otra vieja repitió la cantiga.. Pero otra vieja la modificó,
diciendo: “te doy mi corazón...” Lo cual hizo aparecer desdeñosa
sonrisa en los labios de las que la precedieron en la tonada ritual.
Mientras tanto, en la habitación contigua habían bañado al pequeño Juan. Envuelto en una gruesa toalla, lo trajeron para que la madre lo besara. Sólo que la madre no podía besarlo, porque había muerto. Sin escandalizar —quizá arrullada por la copla vetusta— o quizá mejor, por no oírla, —se había estirado cuan larga era, había ladeado un poco la cabeza, y...
Era preciso enterrarla.
A un examen somero, la “profesora” aventuró:
—Quizá un embolia pulmonar por trombosis de los senos uterinos...
Con todo, las viejas prestaron curiosa atención al hijo de la muerta. Ah!, era lavadito... y ojiclaro... y, por lo que ofrecía, sería pelirrubio, ¿no? Pero...qué mirada bovina!
Una dijo:
—Este será. loco.
Y otra:
—Sí. Es porque la madre ha estado muerta por dentro al parirlo, ¿no ven?
Otra apoyó:
—Una se va muriendo por partes: de los píes para arriba; de la cabeza para abajo. Cuando llega al corazón...
—En el corazón está el alma.
—El alma...¿Y qué es el alma?
—Dios lo sabe!
—Aseguran que metiéndose debajo de la cama de una persona que está agonizando, se oye el grito que da el alma cuando se arranca. Cuentan que un hombre, en Naranjal...
—¿En Naranjal...?
Pero era necesario ver quién se hacía cargo del huerfanito. Se le ofreció a la tía abuela.
—¿Lo aceptará?
La vieja dijo que sí. Que lo tomaría como un presente de San Juan. Habló algo más. Algo sobre el propio Bautista, sobre la muerte, sobre los regalos extraordinarios y sobre el sol de esa mañana...
Pues todo esto ocurría mientras se iba al pasado una clara mañana. Una clara mañana del día de San Juan.
* * *
La verdad, el pequeño Juan no parecía loco. Si lo era, era la
suya una locura mansa, una bella locura pacífica —tal que un ensueño
uniformemente prolongado.
Cuando tuvo siete años aprendió a sonreír; y tanto debió agradarle el “descubrimiento” de esta bonita ciencia de nada, que sonreía —siempre— siempre y a todo, —aun al látigo de tres ramas con que lo castigaba su tía abuela. Sonreía al sol y a la luna, al cielo y a los altos árboles; pero también sonreía —y mucho más dulcemente— a las cosas humildes y sencillas. Era un suave espectáculo cuando —teniendo en la mano una piedra— le sonreía... Pero también es cierto que quién sabe qué le diría la piedra.
A los diez años lo metieron en una escuela para que le enseñaran a leer; y dominado que hubo bien que mal el mecanismo del abecedario, dióse a leer cuanto libro caía por su lado. Un amigo que lo fué de su madre, le obsequió por Navidad un tomo de lindas historias de mar. Nunca hicierais nadie tamaño bien. El pequeño Juan gozó tanto con ese libro. Viajó por los siete mares: repitió las rutas fabulosas de Simbad; se aventuró con Odiseo Laertiada en la vuelta a Itaca: resucitó la osadía multiocéanica de Cadmo, —aquel fenicio que fué toda Fenicia... Pero también viajó con Marco Polo, y con Cristóbal Colón, y con Elcano dió la vuelta al mundo.
Vivía entonces Juan en un pueblo a la orilla del océano. Su tía abuela tenía un quintal, cuyas cosechas mandábalo vender en el poblado vecino. Juan robaba alguna calderilla del producto, y adquiría libros; siempre, libros de mar.
Durante cinco años, leyó.
* * *
Tenía quince años cuando conoció la “primera mujer.”
Fué en circunstancias curiosas.
Un día, mientras acompañaba a su tía abuela a recoger conchas finas en la playa —para la venta—, mirando la extensión inlímite del Pacífico —del Pacífico nuestro—, en los ojos dé Juan —bovinos— hubo un anhelo...
—Tía, yo quiero ser marino.
La respuesta fué cruel.
—Esa es una locura. Pero...es verdad que tú eres loco.
(Tanto lo llamaban loco que, a las veces, llegaba a convencerse de que lo era; pero, en el fondo, dudaba de esto un poco informemente, porque no sabía qué era ser loco. Dizque Colón fué tal...)
Escuchó el diálogo una mujer que pasaba a su lado en ese instante.
—Muchacho: he aquí la viuda de un marino.
Era guapa con sus ocho lustros pulposos y sonreídos.
—El mar es traidor, muchacho.
La tía abuela se adelantó, porque no le interesaban esas cuestiones.
—Yo amo al mar, señora.
—El mar es muy grande y no tiene caminos.
—Por eso, yo amo al mar...
—¿Sabes tú lo que es lo imposible?
—...y en las noches, señora, canta el mar una canción.
—Es la canción del olvido.
—Olvidar lo imposible...
—No...¡El olvido es imposible!
—A todas partes lleva el mar... Tiene tantos caminos!
—Lo que al mar se va, el mar no lo devuelve.
—¿Y ha vuelto alguna vez lo que se fué?
—Vuelve el amor...
—Pero yo no sé qué es eso.
—Ni yo... Pero es que yo amé.
El pequeño Juan se quedó silencioso, porque no siguió entendiendo.
Fué ésa la primera —la primera mujer que él conoció.
* * *
Tenía veinte años cuando fugó del poder de su tía abuela y marchóse a la ciudad.
Había oído hablar de la ciudad, y quiso conocerla. Se la imaginaba tan bella, que no resistió a la tentación.
Días y días vagó por los caminos solitarios bajo el sol de la canícula, o en las noches tibias, bajo el blanco amor de la luna, como un olvidado de sí mismo, en procura de la urbe. Dormía en la cuneta de las carreteras, haciendo cabezal para su sueño del hatillo de las “mudas”. Apenas si comía allá de vez en vez, cuando topaba con algún campesino generoso que le brindara la frugalidad hospitalaria de su mesa.
Al fin, llegó.
Desde una colina divisó, allá abajo, la ciudad, y descendió hacia ella con el corazón violentado de latidos.
Ya en el valle, casí en los suburbios, se encontró con un hombre.
—¿A dónde va, amigo?
Juan explicó. El iba a la ciudad. Venía del campo, de allá lejos, junto al Pacífico...
—¿Quiere decirme, señor, cuál es la entrada a la ciudad?
El hombre enseñó:
—Por ahí, recto. Recto. A la mano derecha está el cementerio, y a la izquierda, el manicomio.
—El manicomio...¿Qué es eso?
—Pues...la casa de los locos.
En los ojos de Juan —bovinos— apareció un gran destello de sol.
—Esa es mi casa, señor, ¿sabe?
Y ante la sorpresa inaudita de su interlocutor, Juan emprendió rápida carrera hacia el manicomio, cuya ubicación el otro le indicara.
Corrió... A la puerta del edificio se detuvo y llamó. Llamó, desesperadamente.
Abrieron.
—¿Quién es?
—Yo... yo... yo, que vengo a mi casa. Porque ésta es la casa de los locos, ¿verdad?
* * *
En el manicomio transcurrieron para Juan los días más felices de su vida.
Lo pusieron en tratamiento —con grandes esperanzas de “reconstruir su cerebro”, como decía el médico. Y como su locura era mansa, gozaba de libertad y se le permitía pasearse por los jardines, el cuidado de cuyas plantas se le encomendó.
De acuerdo con su nueva vida, comenzó a hacerse afecciones y costumbres. Tenía ya un rosal predilecto y un bancal favorito. Cosas nimias que cumplían su horizonte. Adecuado —afiatado— al medio, ya no pensaba en la mar amplia ni en los caminos que no tienen fin.
Trabó amistades...y adquirió un amigo. Un loco manso, así como él, que era médico, o se lo creía, que da lo mismo.
—Juan, tú eres loco.
—Es decir, me llaman tal.
—Pero tú, Juan, que eres un campesinote torpe y basto, no sabes qué es la locura.
—Cuando me parió, mi madre estaba muerta por dentro...
—La locura, Juan, es un cáncer en el espíritu.
—¿Un cáncer? Una pústula...un grano malo...
—Su etiología es la propia etiología del cáncer común; del cáncer de la carne, diré para que me entiendas... Cuando el feto tiene dos meses, se forma en el centro de él el espíritu. Es una célula, casi como las otras. Sólo que la alimenta la herencia, —que es el soplo primario de Dios... Tiene tres capas que se desarrollan conjuntas y armónicas. Pero —suponte— por cualquier causa —hasta de alimentación, o sea, de herencia—, un punto inaprensible e inapreciable de cualquiera de las capas... de la central, por ejemplo... se paraliza en su evolución. (Quizá estas tres capas correspondan al sentimiento, a la inteligencia, a la voluntad, de los libros de psicología). Las otras capas, que prosiguen su desarrollo normal, recubren, aíslan, involucran el punto reacio... y la evolución se completa, en apariencia. Mas, quedó un punto sin haber concluido su ciclo: las células que lo constituyen, viven en perfecta potencia. Una causa, otra causa —un golpe, una emoción, que es suerte de golpe—, alteran su estabilidad, las despiertan de su marasmo... y evolucionan a prisa, a prisa, desorganizando el mecanismo total del espíritu: rompiendo el equilibrio, que es la normalidad... He ahí al loco: su espíritu —sus células inteligentes—, está alterado por la presencia del cáncer... En el hígado, sería lo mismo... o en el páncreas.
—¿Y ese cáncer es curable?
—Sí; como el otro, como el de la carne. Pero sólo con antipirina. Terapéutica del año 11, de antes de la guerra... Mira, que yo me estoy curando con antipirina.
Juan se quedaba pensativo. Pero esto de quedarse pensativo, era ya una buena señal.
* * *
Una mañana, a las nueve —ya había regado su jardín—, Juan fué llamado a la dirección.
Lo hicieron llegarse al despacho privado del director.
—Doctor...
—44: He de decirte que ya estás bueno, bueno. Tu locura se fué y no volverá.
Juan pensó —sintió, mejor— que él nunca había estado loco. Pero prefirió no decir nada de esto, de lo que, por otra parte, en realidad no estaba muy seguro.
—Y así, pues, amigo, has de abandonar esta casa. El mundo te reclama. Fué esto un remanso en tu naufragio. Pero tienes que vivir tu vida, allá afuera.
Inició Juan un ruego. El quería quedarse allí, marginado, arruinado, exento.
—No es posible. Otros llaman a la puerta. Sobras tú; pero tu lugar será ocupado.
Se resignó. Había de ser en seguida. Se encaminó a su celda —tan querido el hueco!— y arregló el pobre lío de sus ropas. Despidióse luego de sus amigos: el médico, su banco, su rosal, su rincón de jardín... Y se dirigió a la cancela, trémulo todo él, el paso torpe... y un poco de lágrimas en los ojos bovinos.
Junto ala reja estaba una mujer: una muchacha apenas púber. Bajo el cielo de esa mañana, ella era como una gran mancha heráldica: rosa, nieve, oro, mar... Mar, los ojos.
Supuso Juan que sería la hija del director: la señorita Bebé. No la conocía; había oído hablar de ella lejanamente.
Cuando al franquear la puerta pasó delante de ella, se despidió:
—Adiós, señorita Bebé!
—Adiós, Juan.
Juan se detuvo. Ah, lo conocía! Sabía que se llamaba Juan...
Comprendió ella que el quería hablarla, y se adelantó:
—¿A dónde va, ahora?
—A mi pueblo. Queda allá abajo, junto al mar
—Ud., Juan, amará al mar, ¿verdad?
—El mar es bello: profundo y azul. Nada, hay tan azul ni tan profundo.
Mentía propositadamente. Hubiera, querido decir que los ojos de la señorita Bebé eran más profundos y más azules que el mar. No se atrevía... Hubiera querido decir.
—Adiós!
Le extendió ella la mano, en un gesto dulce de compasiva.
—Adiós, Juan...
Salió al camino, Juan... al camino aquel que llevaba a todas partes, porque llevaba a la vida. Iba dando trompicones contra las piedras, bamboleante, valumoso como un barco; ebrio —sí, ebrio!— de una extraordinaria ebriedad.
Ahora sí se sentía loco. Ahora, sí estaba loco, real y definitivamente loco...
1920
Los Sangurimas
Teoría del matapalo
El matapalo es árbol montuvio. Recio, formidable, se hunde profundamente en el agro con sus raíces semejantes a garras. Sus troncos múltiples, gruesos y fornidos como torsos de toro padre, se curvan en fantásticas posturas, mientras sus ramas recortan dibujos absurdos contra el aire asoleado o bañado de luz de luna, y sus ramas tintinean al viento del sudeste.
En las noches cerradas, el matapalo es el símbolo preciso del pueblo montuvio. Tal que él, el pueblo montuvio está sembrado en el agro, prendiéndose con raíces como garras.
El pueblo montuvio es así como el matapalo, que es una reunión de árboles, un consorcio de árboles, tantos como troncos.
La gente Sangurima de esta historia es una familia montuvia en el pueblo montuvio, un árbol de tronco añoso, de fuertes ramas y hojas campeantes a las cuales, cierta vez, sacudió la tempestad.
Una unidad vegetal, en el gran matapalo montuvio.
Un asociado, en esa organización del campesino litoral cuya mejor designación sería: MATAPALO, C.A.
Primera parte. El tronco añoso
I
El origen
Nicasio Sangurima, el abuelo, era de raza blanca, casi puro.
Solía decir:
—Es que yo soy hijo de gringo.
Tenía el pelo azambado, revuelto en rizos prietos, como si por la cabeza le corriera siempre un travieso ciclón: pero era de cabello de hebra fina, de un suave color flavo, como el de las mieles maduras.
—Pelo como el fideo «cabello de ángel» que venden en las pulperías, amigo. ¡Cosa linda!
Las canas estaban ausentes de esa mata de hilos ensortijados. Por ahí en esa ausencia, denotaba su presencia remota la raza de África.
Pero don Nicasio lo entendía de otra manera:
—¿Pa qué canas? Las tuve de chico. Ahora no. Yo soy, de madera incorruptible, guachapelí, a lo menos.
Tras los párpados abotagados, enrojecidos, los ojos rasgados de don Nicasio se mostraban realmente hermosos. La pupila era verdosa, cristalina, con el tono tierno de los primeros brotes de la caña de azúcar. O como la hierba recién nacida en lo mangales.
Esos ojos miraban con una lenta dulzura. Plácidos y felices.
Cuando joven, cierta vez, en Santo Domingo de los Colorados, una india bruja le había dicho a don Nicasio:
—Tienes ojos pa un hechizo.
Don Nicasio repetía eso, verdadero o falso, que le dijera la india bruja, a quien fuera a buscar para que le curara de un mal secreto.
Se envanecía:
—Aquí donde me ven, postrado, jodido, sin casi poder levantarme de la hamaca, cuando mozo hacía daño… le clavaba los ojos a una mujer, y ya estaba… No le quedaba más que templarse en el catre. ¡Hacía raya, amigo!… Me agarraron miedo. ¡Qué monilla del cacao!… Yo era pa peor…
Donde mejor se advertía la raza blanca de don Nicasio era en el tinte de la tez y en la línea regular del perfil.
A pesar del sol y de los vientos quemadores, su piel conservaba un fondo de albura, apreciable, bajo las costras de manchosidad, como es apreciable, en los turbios de las aguas lodosas, en el fondo limpio de arena.
Y su perfil se volteaba en un ángulo poco menos que recto, sobre la nariz vascónica al nivel de la frente elevada.
—Es que soy hijo de gringo, pues: ¿no creen?
—¿Y cómo se llama Sangurima, entonces, ño Nicasio? Sangurima es nombre montuvio; no es nombre gringo. Los gringos se mientan Juan, se mientan Jones; pero Sangurima, no.
—Es que ustedes no saben. Claro, claro. Pero es que yo llevo el apelativo de mi mama. Mi mama era Sangurima. De los Sangurimas de Balao.
—¡Ha!…
Gente de bragueta
—Gente brava, amigo. Los tenían bien puestos, donde deben estar. Con los Sangurimas no se jugaba naidien.
Fijaba en el vacío la mirada de los ojos alagartados, melancólicos como trayendo un recuerdo perdido.
Él insistía:
—Gente de bragueta, amigo. No aflojaban el machete ni pa dormir. Y por cualquier cosita, ¡vaina afuera!
Imitaba el gesto vagamente.
—Eran del partido de García Moreno. Siempre andaban de aquí pa allá con el doctor. Cuando la guerra con los paisas de Colombia ahí estuvieron.
Los amores del gringo
Si ño Nicasio estaba de buen humor, se extendía en largas charlas acerca de los amores de su padre con su madre.
—Mi mama era, pues, doncella cuando vino el gringo de mi padre y le empezó a tender el ala. A mi mama dizque no le gustaba; pero el gringo era fregado y no soltaba el anzuelo…
—Su señora mamás querría no más, ño Nicasio. Así son las mujeres, que se hacen las remolonas pa interesar al hombre.
—Mi mama no era así, don cojudo. Mi mama era de otro palo. De a veras no quería. Pero usté sabe que la mujer es frágil.
—Así es, ño Nicasio. No monte a caballo.
De este jaez continuaba la narración, interrumpida por las observaciones del interlocutor, que colmaba de rabia al anciano.
A lo que este contaba, el gringo aquel de su padre apretó tanto el nudo que al fin consiguió lo que pretendía.
—Y ahí fue que me hicieron a mí. Y tan bien hecho, como usté me verá.
—Así es, don Sangurima.
—Claro que así es.
—Claro.
Cuna sangrienta
—Pero ahí no paró la vaina… Cuando mi papá se aprovechó de mi mama, ninguno de mis tíos Sangurimas estaba en la finca. Andaban de montoneros con no sé qué general. Eran igualitos a mi hijo Ufrasio. Al primero que vino, le fueron con el cuento.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Mi tío Sangurima se calentó. Buscó al gringo y lo mató. Mi mama no dijo esta boca es mía. Nací yo. Cuando nací, mi mama me atendió como pudo. Pero, en cuanto se alzó de la cama, fue a ver a mi tío. Lo topó solo. Se acomodó bien. Le tiró un machetazo por la espalda y le abrió la cabeza como un coco. Nada más.
—¡Barajo, qué alma!
—Así es, amigo. Los Sangurimas somos así.
—¿Y no siguió más el asunto?
—Habría seguido; pero el papás de mi mama se metió de por medio, y ahí acabó el negocio… Porque lo que el papás de mi mama mandaba, era ley de Dios…
II
Leyendas
De ño Nicasio se referían cosas extravagantes y truculentas.
En las cocinas de las casas montuvias, a la hora del café vespertino, tras la merienda, se contaba acerca de él historias temerosas.
Los madereros de los desmontes aledaños encontraban en los presuntos hechos del viejo Sangurima tema harto para sus charlas, reunidos en torno a la fogata, entre el tiempo que va de la hora de la comida a la hora de acostarse, cara al cielo, sobre la tierra talada.
Los canoeros, bajadores de fruta desde las haciendas arribeñas, al acercarse a la zona habitada por los Sangurimas, comenzaban imprescindiblemente a relatar las leyendas del abuelo.
Pero donde más se trataba de él era en los velorios…
Amistad de ultratumba
El cadáver estaba tendido sobre la estera desflecada, más corta que el cuerpo del muerto, cuyas extremidades alargadas sobresalían en las cañas desnudas del piso. Reposando en la estera que antes le sirviera de lecho, el difunto esperaba, con una apropiada tranquilidad de ultratumba, la canoa donde sería embarcado para el gran viaje.
El ataúd lo construían abajo, en el portal, unos cuantos amigos, dirigidos por el maestro carpintero del pueblo vecino.
Circulaban por la sala las botellas de mallorca, para sorber a pico.
Decía una vieja, comentando la broma de uno de los asistentes:
—¡Vea que don Sofronio es bien este pues!
Con eso significaba una multitud de adjetivos.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Bien este pues…
Otra vieja, tras la profunda chupada del cigarro dauleño, sabroso como un pan, musitaba, aludiendo al muerto pacífico:
—Vea cómo se ha muerto, pues, ño Victorino.
Terciaba otra vieja:
—¡Lo que somos!…
Se generalizaba la conversación.
—¡Tan fregao que era ño Victorino!
—Así es, pues.
—Y ahora, con la josca…
—Es que la muerte enfunde respeto.
—Así es, pues.
La viuda, llorosa, intervenía:
—¡Lo que le gustaba al difuntito el agua de coco!
—¿De veras?
—Sí. De antes de morir, pocos días no más, hizo que Juan le bajara una palma. El finadito mismo quería subir. Ahora, a la palma le ha caído gusano.
Giraba otra vez la charla hacia la seriedad de la muerte.
—¡Y vean ustedes! ¿Saben lo que hizo Sangurima, el viejo, una vez en Pechichal Chico?
—No.
—Cuente.
—¿Qué hizo?
—Se le había muerto un compadre, Ceferino Pintado; ¿se acuerdan?
—¡Ah! ¿Ceferino? ¿Ese que decían que vivía con la misma mama?
—Ese. Era bien amigo de ño Sangurima. Juntos se emborrachaban.
—Claro; un día, en Chilintomo.
—No interrumpas. Deja que cuente ña Petita.
Ña Petita proseguía:
—La tarde que se murió Ceferino llegó al velorio ño Sangurima. Estábamos en el velorio bastantísima gente. Porque Pintado, a pesar de lo malo que era, era bien amiguero. Y llegó ño Sangurima. «Salgan pa ajuera, que quiero estar solo con mi compadre». Y agarramos y salimos. Se quedó adentro de la sala y cerró las puertas. Entonces oímos que se empezaba a reír y a hablar despacito. Pero eso no es nada. De repente oímos que Ceferino también hablaba y se reía. No entendíamos nada. Bajamos todititos corriendo, asustados. De abajo preguntamos: «¿Qué pasa, ño Sangurima?». Él se asomó a la ventana. Tenía al lado al muerto, abrazado. El viejo nos decía: «No sean flojos. Suban nomás. Ya voy a ponerlo en la caja otra vez a mi compadre. Estábamos despidiéndonos. Pero ya se regresó adonde Dios lo ha colocado. Vengan pa explicarles cómo es eso. Hay pa reírse». Subimos. En la cara tenía una mueca como si todavía se estuviera riendo… Ño Sangurima se despidió de él, apretándole la mano: «Hasta la vista compadre. ¡Que te vaya bien!» Tiró por su caballo y se fue… Yo me creo que estaba jumo…
—Jumo estaría.
Alguno de los contertulios murmuraba.
—La que estaría juma sería ña Petita. Ahora mismo el mallorca la ha mariado.
—Así es, pues.
El capitán Jaén
No faltaba quien narrara de seguida otra historia del viejo:
—Pero la que dizque hizo en Quevedo, no la hizo jumo. Bueno y sano estaba.
—¿Cómo fue esa?
—Ño Sangurima era liga del capitán de Jaén, ¿se acuerdan?; y la montonera de Venancio Ramos tenía preso en un brusquero lejísimo a Jaén. Quería matarlo, porque Jaén era de la rural y les metía a los montoneros la ley de fuga como a los comevaca.
—¡Bien hombre, Jaén! ¿No?
—Ahá… El viejo Sangurima supo y rezó la oración del Justo Juez. «Ya verán cómo se les afloja Jaén», dijo. Después sacó el revólver y disparó al aire. Se rio. «Esta bala le ha llegado al corazón al pelado Ramos»… Al otro día llegó a Quevedo el capitán Jaén… «Cómo te zafaste, Jaén?». «Ahí verán, pues ni yo mismo sé». «¿Y qué es del pelado Venancio?». «Gusanera. Una bala que salió del monte lo mató.» Ño Sangurima preguntó: «¿Dónde le pegó la bala?». «En la noble; me creo que el corazón había sido». Ño Sangurima se golpeó la barriga de gusto. «Todavía tengo buena puntería, carajo», dijo.
De esta laya eran las historias que se referían en torno de la persona de ño Sangurima.
III
Pacto satánico
Los montuvios juraban que ño Nicasio tenía firmado pacto con el diablo.
—¿De veras?
—Claro.
—Eso sucedía en un tiempo antiguo. Ahora ya no pasa.
—Pero es que ustedes no saben. Ño Nicasio es viejísimo.
—¿Más que la sarna?
—¡No arrempuje!… Pero más que el matapalo grande de los solises…
—¡Ah!…
Alguno aludía hasta al instrumento del pacto:
—Mi abuelo que fue sembrador de ño Sangurima en la hacienda, lo vido. Estaba hecho en un cuero de ternero que no había nacido por donde es de nacer.
—¿Cómo?
—Sí, de un ternero sacado abriéndole la barriga a la vaca preñada… Ahí estaba. Escrito con sangre humana.
—¿De ño Nicasio?
—No, de una doncella menstruada.
—¡Ah!
—¿Y dónde lo tiene guardado el documento?
—En un ataúd, en el cementerio del Salitre, dicen. Enterrado.
—¿Y por qué, ah?
—El diablo no puede entrar al cementerio. Es sagrado. Y no le puede cobrar a ño Sangurima. Ño Sangurima se ríe del diablo. Cuando va por su alma, le dice: «Trae el documento pa pagarte». Y el diablo se muerde el rabo de rabia, porque no puede entrar al camposanto a coger el documento. Peor se desquita haciendo vivir a ño Sangurima. Ño Sangurima quiere morirse pa descansar. Ha vivido más que ningún hombre de estos lados. El diablo no lo deja morir. Así se desquita el diablo…
—Pero ño Sangurima está muerto por dentro, dicen.
—Así ha de ser, seguro.
El precio
Algún curioso interrogaría sobre el precio de la venta.
—¿Y cuánto le dio el Patica a ño Sangurima por el alma?
—¡Uy! Tierra, plata, vacas, mujeres…
Cualquier montuvio viejo intervendría, entonces:
—Ustedes conocen cómo es ahora la hacienda de ño Sangurima: La Hondura. Vega en la orilla, no más. Pa dentro, barranco alto todito. Terreno pa invernar. Lomoales. Más antes no era así.
—¿Y cómo era?
—Mi padre contaba que, cuando él era mozo, eso no era más que un tembladeral grandísimo. Por eso lamentaban La Hondura, que le ha quedado de nombre.
—¡Ah!…
—Cuando ño Sangurima se aconchabó con el Malo, compró el tembladeral… ¿saben en cuánto?… en veinte pesos. Pa disimular, él dice ahora que se lo dejó la mama. Pero no es así. Y en seguida empezó a secarse el pantano y a brotar la tierra solita. Mismamente como cuando cría carne en una herida. ¿Han visto?
—¡Barajo!
—Fue por arte del diablo.
—Así tiene, pues, que ser.
—Dizque cuando se muera ño Sangurima, se hundirá la tierra de nuevo y saldrá el agua, que está debajo no más, esperando.
—Así ha de ser, pues.
—Así ha de ser.
El entierro
Había otra leyenda de riquezas llegadas por causas extraordinarias.
Aquí se trataba de un entierro que ño Nicasio habría descubierto.
—Claro que fue cosa del diablo, también, como todo.
—¿Y cómo fue eso?
—Verán. De que ya firmó el pacto malo ño Sangurima podía hablar con los muertos. Vido un día que en una mancha de guadúa ardía una llama. Entonces fue y le dijo a la candela: «¿Qué se te ofrece?». La llama se hizo un hombre y le dijo: «Yo soy el mentado Rigoberto Zambrano, que viví por estos lados hacia un mundo de años. Tengo una plata guardada, que es para vos. Sácala». Ño Sangurima dijo que bueno y le preguntó que qué había que hacer. El muerto le dijo que le mandara a decir las treinta misas de San Gregorio y las tres de la Santísima Trinidad. Ño Sangurima se conformó. «¿Y qué más, señor difunto?», le averiguó. Y entonces fue lo gordo. El mala visión le dijo que para sacar el entierro había que regar la tierra encima con sangre de un niño de tres meses que no hubieran bautizado.
—¿Y qué hizo ño Sangurima?
—Se puso a buscar un chico así. Dizque le decía a la gente: «Adiós, véndanmelo: yo les pago bien. Más que por un caballo de paseo». Pero la gente no quiso.
—Claro.
—Entonces ño Sangurima dizque agarró y dijo: «Tengo que hacerlo yo mismo al chico». Él no tenía ni hijos ni mujer todavía. Estaba mocito, dicen.
—Ahá.
—Entonces fue y se sacó a la melada de Jesús Torres, que era muchacha virgen, y la hizo parir. Parió un chico mismamente. Y cuando el chico tuvo tres meses, ño Sangurima lo llevó donde estaba el entierro. Le clavó un cuchillo a la criatura, regó la tierra y sacó afuera el platal del difunto. Dizque era un platal grandísimo, en plata goda…
—¡Ah!…
—¿Y la melada Jesús Torres qué hizo?
—Cuando supo se volvió loca, pues. La llevaron a Guayaquil. En el manicomio murió, hace años.
—¿Cuántos?
El narrador se quedaría pensativo. Voltearía en blanco los ojos. Y balbuciría, a la postre:
—Según mis cábulas, a lo menos cien…
El más crédulo de sus oyentes fijaría el colofón indispensable:
—Así ha de ser, pues.
IV
Rectificaciones
Cuando se le averiguaba a ño Nicasio Sangurima por la melada Jesús Torres se advertía en su rostro un gesto de contrariedad.
—A usté le han contado alguna pendejada. Yo no sé qué tienen los montuvios pa ser tan hablantines. De veras les taparía la boca, como a los esteros pa coger pescado. Igualito. Todo andaría más mejor.
Sonreía limpiamente, con un mohín pueril.
—Y vea usté. Algo hay de cierto en eso. Pero no como dicen.
—¿Y qué hay de cierto, ño Nicasio?
—Yo me saqué a la melada Jesús, cuando era hija de un padrino mío de por aquí mismo no más, y le hice un hijo. El chico era enfermón bastante. Una noche le dio un aparato como que se iba a quedar muerto. Yo lo agarré y corrí pa llevarlo a la casa de mi compadre José Jurado, que era curandero. En el camino estiró la pata el angelito; y así fue que lo regresé donde la mama. La melada que vido al chico muerto, lo mancornó y no quiso soltarlo. Dos días lo tuvo apretado. No había cómo quitárselo. El muertecito ya apestaba y tuvimos que zafárselo a la fuerza. Entonces la melada se puso a gritar: «Dame a mi hijo», que no había quién la parara… Se estuvo gritando un tiempísimo… Y así fue que se volvió loca. Yo la mandé a Guayaquil, al manicomio Lorenzo Ponce. Ahí rindió sus cuentas con Dios a los tres años de eso.
—Ah.
—Y vea, amigo, lo que cuenta la gente inventora…
—Así es, ño Sangurima.
Mazorcas de hijos
El viejo Sangurima se había casado tres veces. Sus dos primeras mujeres murieron mucho tiempo atrás. La última vivía aún, inválida, chocheando, encerrada en un cuarto de la casa grande de La Hondura.
Además, don Nicasio se había amancebado un sinnúmero de veces y tenía hijos suyos por todas partes. En los alrededores y muy lejos.
—Hasta en Guayaquil tengo hijos. Es pa que no se acaben los Sangurimas. ¡Buena sangre, amigo! ¡Gente de bragueta, con las cosas puestas en su sitio!
—¿Y cuántos hijos mismo tiene, don Nicasio?
Si estaba a mano una mazorca de maíz, la mostraba al preguntón.
—Cuente los granos, amigo. ¿Ya los contó? Ese número.
—¡Barajo, don Nicasio!
Hábitos fúnebres
Don Nicasio conserva una respetuosa memoria de sus dos esposas fallecidas.
No había querido utilizar para sus cadáveres cementerio alguno.
—¿Por qué, ño Nicasio?
—¡Las pobrecitas! Ahí hay tanta gente, a la hora del Juicio, ¿cómo iban a encontrar sus huesamentas? Ellas, que no servían pa nada. ¡Cómo iban a poder valerse! Yo tendré que ayudarlas.
Probablemente por aquello del auxilio futuro, las tuvo un tiempo enterradas en una colina de La Hondura, cerca de la casa grande.
Luego exhumó los cadáveres y metió los huesos en cajitas adecuadas.
Las dos cajitas que contenían los despojos de sus mujeres, las guardaba debajo de su cama, al lado del ataúd vacío que se había hecho fabricar expresamente para él.
Cada fecha aniversaria de la muerte de alguna de ellas, extraía los restos y los limpiaba con alcohol. En esta labor lo ayudó mientras pudo su tercera mujer.
El ataúd que se reservaba para él estaba labrado en madera de amarillo, y era muy elegante. Lo mantenía aforrado de periódicos.
—De que me muera, no voy a fregar a naidien con apuros. Debajo de la cama tengo la canoa. La sacan, me embarcan, y hasta la vuelta. Es lo mejor.
Cuando aseaba las cajas de restos, aseaba también el ataúd con un delicado esmero y cambiaba el forro de periódicos.
Apariciones
Aseguraba ño Sangurima que sus dos mujeres muertas se le aparecían, de noche, saliendo de sus cajones, y que se acostaban en paz, la una de un lado, la otra del otro, en la cama, junto al hombre que fuera de ambas.
—Oigo chocar sus huesos, fríos. Y me hablan. Me hacen conversación.
—¿Y no le da miedo, don Nicasio?
—Uno le tendrá miedo a lo que no conoce; pero a lo que se conoce no. ¡Qué miedo les voy a tener a mis mujeres! No dirá usté que no las conozco hasta donde más adentro se puede… Me acuerdo de cómo eran en vida. Y las sobajeo. ¡Lo malo es que donde antes estaba lo gordo, ahora no tienen más que huesos, las pobres!
V
El río
La hacienda de los Sangurimas era uno de los más grandes latifundios del agro montuvio.
Ni su propietario conocía su verdadera extensión.
—¿Por qué no la ha hecho medir, ño Nicasio? —le preguntaba alguno de la ciudad, ignorante de ciertas supersticiones campesinas.
—¡Y pa qué! Yo en eso, amigo, soy como el samborondeño «come bollo maduro»… Lo que se mide, o se muere o se acaba. Es presagio pa terminarse.
—¡Ah!
En una línea de leguas, La Hondura se alargaba sobre el río de los Mameyes. Esa ribera podía considerarse como el frente de la hacienda.
El río de los Mameyes es muy poco navegable por embarcaciones de algún calado. Se hace menester, para surcarlo, disponer de canoas de fondo plano y ancho, fuertemente resistentes, de madera gruesa y dura, para que soporte los choques frecuentes con las piedras del lecho y con los carrancos macizos.
El río de los Mameyes viene de la altura, rompiendo cauce brevemente. La tierra se le opone; pero él sigue adelante, hacia abajo, en busca del mar. A través de una serie de confluencias, lanza al fin sus aguas, por el Guayas, al golfo de Guayaquil, en el océano Pacífico.
En la región de La Hondura, ya en zona costeña, el río de los Mameyes no pierde todavía sus ímpetus de avenida serrana.
Se enreda en reversas y en correntadas. Va por rápidos peligrosísimos. Forma cataratas y saltos anchos. Se encañona. Curva, volviendo sobre su rumbo. Sus ondas caían, en cierto tramo.
No obstante, con alguna habilidad se logra recorrerlo, de la casa de la hacienda para abajo, hacia Guayaquil.
Los baquianos dicen:
—Es que el que sabe, sabe. Lo mismo pasa con los potros. Si uno no sabe montar, lo tumba el animal. Pero, si sabe montar, no lo tumba. Así mismo es el río. Hay que saber cómo se lo monta.
El río de los Mameyes debe más vidas de hombres y animales que otro río cualquiera del litoral ecuatoriano.
Durante las altas crecientes, se ven pasar velozmente, aguas abajo, cadáveres humanos inflados, moraduzcos, y restos de perros, de terneros, de vacas y caballos ahogados. En cierta época del año, para los llenos del Carnaval y la Semana Santa, sobre todo, se ven también cadáveres de monos, de jaguares, de osos frente blanca y más alimañas de la selva subtropical. Sin duda para entonces, el río de los Mameyes hincha sus cabeceras y se desparraman sobre la selva lejana, haciendo destrozos.
El río de los Mameyes sabe una canción muy bonita, y la van cantando constantemente.
Al principio encanta escucharla. Luego, fastidia. A la larga termina uno por acostumbrarse a ella, hasta casi no darse cuenta de que se la está oyendo.
Esta canción la hacen sus aguas al rozar los pedruscos profundos.
Parece que esa canción tuviera dulces palabras, que el río fuera musitando…
Viejo amor
Los montuvios relatan una leyenda muy pintoresca acerca de esa canción del agua.
En tal leyenda figura una princesa india, enamorada de un blanco, probablemente de un conquistador español. A lo que se entiende, la princesa se entregó a su amante, el cual la abandonó. La pobre india llora todavía ausencias del dueño.
Por supuesto, esta leyenda no es particular de los Mameyes. En otros ríos de la costa, se cuentan leyendas parecidas.
Seguramente todas estas narraciones no son sino variantes de una sola, con alguna base cierta, cuya exacta ubicación de origen no se encontrará ya más.
Tierra pródiga
A La Hondura la cruzan varios riachuelos y pequeños esteros, que se alimentan uno de otro, concluyendo todos por afluir al río de los Mameyes.
Gracias a esta irrigación natural, los terrenos de la finca son de una fertilidad asombrosa. Se creería que se tratara de tierra virgen, donde jamás se hubiera ensayado cultivo alguno y donde las vegetaciones espontáneas se vinieran sacudiendo desde los días remotos, la una encima de la otra.
Hay trozos de montaña cerrada, donde abunda la caza mayor.
Hay grandes cuarteles para ganado.
Huertas de cacao y de café. Sembríos de plátanos.
Fruteladas.
Y arrozales.
El árbol del muerto
Don Nicasio Sangurima acostumbraba a decir, con un íntimo orgullo:
—En La Hondura hay partes pa sembrarlo todo. Hace uno un hueco, mete una piedra y sale un árbol de piedras.
Se reía.
—Una vez que enterraron en un bajial a un muerto, al día siguiente lo encontraron parado.
—¿Habría resucitado, tal vez?
—No; se había hecho árbol…
Tornaba a reír.
—El árbol del muerto. ¿No han oído decir? No es un árbol como los otros. Se hizo de un cuerpo difunto. Está ahí, a la vuelta de los porotillos de Poza Prieta. Aquí, a dos horas.
VI
Acuerdos familiares
El caserío de La Hondura era nutrido y apretado.
Más de una docena de casas tamañas de madera, techadas de zinc, rodeaban el caserón de la hacienda, el cual estaba habitado por el viejo Sangurima.
En cada una de ellas vivía la familia de uno de los hijos legítimos de ño Nicasio, quienes habían sido dieciséis en total.
Los demás hijos, si residían también en La Hondura, habían construido sus moradas por los sitios distantes.
Se entendía tácitamente que el habitar cerca del abuelo Sangurima era como un derecho reservado a sus parientes de sangre que legalmente lo fueran.
Empero se sabía de antemano que todos los hijos, de cualquier calidad, tocarían a la herencia de la tierra.
Ño Sangurima había dividido por anticipado la finca en tantas parcelas cuantos hijos tenía. Nada de testamento. La orden, no más, trasmitida de palabra al hijo mayor —Ventura Sangurima—, que era un sesentón.
—Papeles, ¿pa qué? Si estuviera vivo mi hijo abogao, bueno. Pero, de no…
Este hijo doctor había muerto tiempo atrás en circunstancias horribles.
—Como el pobre Francisco ya no es de este mundo, ¿pa qué papeleo? Lo que yo mando se hace, no más. Ya sabes, Ventura. cuando yo pele el ojo, agarras y le das a cada uno de tus hermanos, o a las familias de los difuntitos, su pedazo igualito de tierra y un poco de vacas. Yo te diré antes de irme si queda plata, pa que lo dividas lo mismo. Tú dejas que la viuda siga viviendo aquí en la casa grande hasta que Dios se sirva de ella. Entonces te vienes tú con tu manada. Más antes, no.
—Está bien, papá.
Esas eran las disposiciones testamentarias del viejo Sangurima.
Añadía en voz baja, casi al oído de Ventura:
—A los que viven amancebados entre hermanos, me les das una parte de todo no más, como si fuera una sola persona. ¿Me entiendes? Que se amuelen así, siquiera. Porque dicen que eso de aparejarse entre hermanos es cosa criminal… Dicen, a lo menos, los que saben de eso.
La casa grande
La casa grande de la hacienda estaba magníficamente situada a la orilla del río.
Era de sólida construcción, con maderas finas escogidas en los bosques mismos de La Hondura. La obra la hicieron alarifes montuvios, siguiendo las instrucciones del viejo Sangurima.
La casa era enorme, anchurosa, con cuartos inmensos, con galerías extensísimas.
Las fachadas estaban acribilladas de ventanas. Entraban al interior el aire y el sol con una desmesurada abundancia. Se ocurría, al encontrarse dentro de la casa, como si se estuviera en campo abierto. Pero en las horas calurosas, el techo de tejas fomentaba un frescor delicioso en las estancias.
Solo el piso superior estaba dedicado a las habitaciones. En cuanto a la planta baja, eran bodegas para los granos, o patios empedrados y cubiertos para las cabalgaduras.
Al edificio lo coronaba un elevado mirador, donde había también una campana.
La campana se llamaba Perpetua y tenía una historia tenebrosa, como sucedía con casi todo lo de La Hondura; gentes, animales y cosas.
Contemplaciones
Habitualmente, don Nicasio subía por las tardes, a la hora de la caída del sol, al mirador, cuando no prefería acordarse en la galería fronteriza que se abría sobre el río.
Desde el mirador se gozaba de una vista hermosísima.
Se veían como un rebaño, agrupadas las casas menores en torno de la casa mayor, y más allá, las covachas de la peonada, pegadas al suelo, disimulándose en los altibajos. Por entre las edificaciones, los árboles frutales ponían sus conos verdes y sus luces doradas en tiempo de cosecha. Los caminos marcaban sus tintes parduscos. Y monte adentro, los potreros, los potreros hasta perderse en el horizonte ensangrentado por el sol atardecido. Hacia un lado, siempre monte adentro, las manchas cerradas de las huertas…
El viento sobre el río
De ahí venía constantemente un viento sobre el río cantarín. Soplaba, por lo común, en amplias ráfagas, trayendo consigo un caliente perfume de cacao, de café, de mangos maduros. Cuando el viento soplaba desde el río había de tomar cuidado, pues casi siempre se desataba una tempestad y concluía en un maravilloso juego de rayos y centellas, acompañado por lluvias torrenciales.
Desde el mirador se veía el río como una lista movediza de plata, como un camino que corriera. No se distinguían bien los saltos, y el río parecía como si fuera un plano horizontal. Se escuchaba, sí, su profundo rumor, complicado y se advertía la inusitada ligereza de sus ondas, brillantes como lomos de lizas.
VII
Memorias
El espectáculo de la Naturaleza, engreída, vanidosa, en esa zona rural, le producía a don Nicasio Sangurima un plácido efecto.
—Parece como si me hubiera tragado una infusión de valeriana, amigo. ¡Siento una tranquilidad!
Además, lo ganaba el recuerdo.
En vez del paisaje contemplaba transcurrir allá abajo su vida atrafagada, agitada eternamente, móvil y sacudida como la arena de los cangrejales.
Su vida, que era un novelón, lamentablemente verdadero…
La mama
Se veía chiquitín, prendido de la mano de la madre: una amorosa garra que se le ajustaba al brazo, para llevarlo, sorteando los peligros, salvándolo y librándolo de todos.
Entonces no era así La Hondura, como ahora.
Por supuesto, tampoco era el siniestro tembladeral de las fantasías montuvias.
Era una sabana inconmensurable, que hacia el lado derecho del horizonte, contra el río, se arrugaba en unas montañas prietas, oscuras, tenebrosas, donde fijaban albergue las fábulas terribles y las más terribles verdades del campo montuvio.
Después de todo la mama venía de fuga. Temía que sobre todo el mandato del padre, imposibilitado físicamente ya, saltara la venganza de los hijos del hermano muerto por ella. Se hurtaba a los hombres como una pequeña fiera. Huía de los lugares poblados, buscando la soledad agreste, más segura que la compañía humana. Capitalmente, escapaba por defender al hijo pequeñín. Pensaba que sus sobrinos, antes que a ella misma, tratarían de herirla, en lo que le era más querido. Conocía las rígidas reglas de la ley del talión, más de una vez aplicadas entre las gentes Sangurimas…
Este sitio de La Hondura lo halló propicio. Aquí ella construyó con sus propias manos, al pie de aquel algarrobo que todavía extendía al aire sus brazos sarmentosos, como un monumento, una covachita de caña: huronera y escondite.
Vivió metida allí años tras años. Formó una chacra. De los productos se alimentaba con el chico.
—¡Cómo había cambiado todo! —murmuraba Nicasio.
Pasado mucho tiempo se avecindaron en los terrenos aledaños otras gentes.
Le preguntaron a la mujer solitaria:
—¿De quién es esta posesión, señora?
Y ella había respondido enteramente, sin vacilaciones:
—Mía, pues: ¿no ve?, ¿no está viendo? Desde aquí hasta allá hasta más allá. Se llama La Hondura. Si quiere, viva no más. No me opongo. Pero, ya sabe, tiene que pagarme el arriendo. En cosecha o como quiera. Pero tiene que pagarme.
—Bueno, señora. Así será.
Arreglado esto, amistaba con los recién venidos. Se dejaba hacer comadre. Iban al pueblo a bautizar a la criatura. Emparentaba así con los vecinos. Cuando fue de confirmar a Nicasio, escogió para padrino al más poderoso de aquellos.
—Esa gente desgraciada creía que mi mama vivía con mi padrino. Pero, mentira. Mi mama era una santa.
Y su hijo, Nicasio Sangurima, la había sucedido en el dominio de La Hondura.
Líos judiciales
El viejo Sangurima contaba alguna vez a sus nietos la historia de la propiedad.
Cuando mi mama me dejó pa irse al cielo, yo era mocetón no más. Pero claro era un Sangurima enterito, sin que me faltara un pelo… En seguida empecé a mandar… Dije: «Lo que es en esta posesión, naidien me ningunea».
Y naiden me ninguneó…
—¿Y cómo fue eso del pleito, papá abuelo?
—Eso fue otra cosa… a los añísimos de estar yo aquí, cuando ya había hecho esta casa misma donde estamos ahora, la junta parroquial del pueblo vino con que era dueña de estas tierras… «Ahá», dije yo… «¿Nos entriega, a las buenas la hacienda?», me preguntaron. «Vengan por ella», les contesté… Y se le pegaron, y mandaron dos delegados del Municipio dizque… Cuando llegaron los delegados, les di posada fresca…
—¿Aquí en la casa, papá abuelo?
Don Nicasio soltaba una carcajada destempladamente:
—No; en el río…
Seguía con voz jubilosa:
—Y ahí han de estar todavía, quizá, posando… Una vez, pa una creciente fuerte, vide en la orilla un hueso de pierna. Y dije pa mí, quedito: «Este hueso ha de ser de alguno de los delegados esos». El hueso saldría a asolearse. Y pa que no se insolara, lo tiré al agua de nuevo.
—¿Y el municipio no hizo nada, papá abuelo?
—¡Cómo no! Me metieron pleito. Querían que me fuera a la cárcel y les entriegara las tierras encima.
—Ah.
—Yo bajé a Guayaquil y busqué al doctor Lorenzo Rufo, que era un abogado grandote. «Quiero peliar de veras, doctor», le dije. «Por la plata no le haga. Aquí hay plata». Y seguimos el pleito.
—Ahá.
—Mi doctor Lorenzo Rufo se murió después, y entonces yo dije: «No hay que darle de comer a un extraño. Más mejor es que yo haga un abogado de la familia». Entonces hice abogado a Francisco. Pero el pobre era bruto de nación. Casito me pierde el pleito. Al fin otro abogado lo ganó pa siempre.
—¿Y quién fue ese abogado, papá abuelo?
—El billete, pues… a cada concejal le aflojé su rollo de billetes, y con el aceite empezaron a funcionar solitos. Hicieron una sesión en que me reconocieron como dueño y todo. ¿Me entienden?
—Ahá.
—Y por esa mala maña y porque mis cosas están en su sitio, ahora ustedes tienen tierra pa enterrarse con las piernas abiertas, si a mano viene…
—Ahá.
Segunda parte. Las ramas robustas
I
El Achuchillado
El mayor de los hijos legítimos de don Nicasio, habido en su primera mujer, era Ventura.
A Ventura Sangurima le decían el Acuchillado, por culpa de una profunda cicatriz que le cruzaba el rostro de arriba abajo. También le decían «Cara de caballo». Tenía una serie de motes a cual más pintoresco y atrabiliario.
Ventura era un tipo seco, enjuto, larguirucho. Su mentón se prolongaba en una barba encorvada, con la punta a lo lato; lo que le daba un aspecto siniestro.
No obstante, su apariencia, Ventura era en el fondo un pobre diablo. Se parecía un poco a esos termites guerreros, tremenda y aparatosamente armados, que defienden las comejeneras en las tierras mojadas.
Ventura jamás pensaba con su cabeza. Se limitaba a obedecer las órdenes del padre, con un ciego servilismo, incapaz de raciocinar. Si el viejo Sangurima lo hubiera mandado a ahorcarse, Ventura habría cumplido el mandato sin discutirlo. A lo más, lo habría consultado con su hermano cura, pero siempre para hacer, en último término, lo que ordenara el padre.
En su obediencia había un temor oscuro, cuya memoria prendía en los días infantiles.
Ventura no olvidaba en ningún momento que su padre cumplía rigurosamente sus amenazas, por tremendas que fuesen. Recordaba que, en cierta ocasión, cuando él, Ventura, era un chiquillo, el viejo Sangurima le hizo dar cincuenta azotes de un peón negro que servía en La Hondura, y al cual no llamaban de otro modo que «Jediondo». Dizque a los primeros veinticinco azotes, Ventura se desmayó, a pesar de que el Jediondo se los había aplicado con mano floja. Compadecido, el negro preguntó a don Nicasio si cesaba el castigo. El viejo Sangurima había dicho: «Aflójale, los demás despacio: pero ajústale al medio ciento, aunque se muera… ¿No fueron cincuenta bejucazos que te mandé que le dieras?». Y la falta cometida por Ventura había sido tan insignificante como no haber querido enlazar una yegua corretona para que montara el padre. «Es que estoy cansado, pues. ¿Acaso soy peón?». Entonces fue que el viejo Sangurima le había mandado dar los palos.
Ventura estaba casado con una dauleña, de esas que llaman «pata amarilla». Era una mujercita retaca, ancha de cadera, con un vientre enorme y de una proliferidad de cuy.
La dauleña le había obsequiado a su marido veinticuatro hijos en veinticuatro años. Justamente uno cada año. Vivían todos, pero no estaban sino dos, los últimos, al lado de los padres. Los demás se había regado por el campo como una semillada.
Tres mujeres, únicas que había entre las dos docenas de hijos, estaban en Guayaquil, encerradas en el colegio de las monjas Marianas.
Ventura ligaba todas sus esperanzas a las tres hijas. Pretendía hacer de ellas unas damiselas elegantes, que lucieran en la ciudad.
Para eso trabajaba como una mula carguera.
No obstante disponer ya de una considerable fortuna personal, independiente de la segura herencia de su padre, Ventura consagraba todas sus horas posibles a la labor.
Su existencia iba con el ritmo del reloj de las aves de corral, y aun adelantaba. Se alzaba de la cama a la hora que las gallinas aburren el nidal. Se tendía para el descanso a la hora en que las gallinas trepan los palos del dormidero. Y todo el día trabajaba. Era peor que su peón concierto. A pesar de sus años realizaba faenas onustas. Ordeñaba las vacas. Hacía quesos. Rajaba leña. Saltaba agua. Limpiaba desmontes con el machete. Y ya al atardecer, medio muerto de fatiga, todavía tenía ánimos para bañar a los caballos con líquidos garrapaticidas.
Ventura practicaba la agria virtud del ahorro. Era económico hasta lo inverosímil. Se aseguraba de él que cuando le nacía un hijo, le hacía pañales de sempiterna que luego se convertía en ropa de muchos dobleces, lo que, a medidas que el chico crecía, iban desplegándose para que la tela sirviera lo mismo que antes.
Como esta, había muchas anécdotas sobre Ventura.
Seguía con su mismo modo de ser, sin preocuparse de nadie.
El único que lo hacía gastar dinero era su hermano cura, con quien conservaba una estrecha amistad.
Cuando alguien le reprochaba que trabajaba tanto siendo rico, respondía fatigado:
—Yo soy como el burro, que cuando coge una maña ya no la deja. Esto de trabajar se me ha hecho maña. Una maña de burro.
De los hijos de Ventura no se sabía cuestión mayor.
Se decía que otro se había radicado en la sierra, donde estaba casado con una mujer acaudalada.
Finalmente se decía que uno, que se llamaba justamente como el taita, andaba embarcado en un vapor de alto bordo, haciendo viajes por mar a puertos lejanos.
Ventura ignoraba o fingía ignorar lo que se refería a sus hijos.
—Pa mis hijos hombres yo soy como el peje y no como el palomo —decía—. El palomo anda cuidando al hijo grandote. El peje hace al hijo y lo suelta en el agua pa que corra su suerte. Es más mejor ser como peje.
Esta afirmación suya le había valido un apodo nuevo. Por ella y acaso también por la configuración de la parte alta de su cabeza, lo llamaban Raspabalsa.
A Ventura no le enojaban los sobrenombres.
Sin embargo, este de Raspabalsa tenía la propiedad de irritarlo.
Cuando algún muchacho se lo gritaba de lejos, tapándose detrás de los troncos gruesos, Ventura respondía a voz en cuello:
—Anda, dile a la grandísima de tu madre.
Generalmente ocurría que tal grandísima venía a ser hermana de Ventura, pues el muchacho del grito era alguno de los sobrinos innumerables.
Pero Ventura no se preocupaba de esos detalles. Cuando se oía motejar con el nombre del ridículo pez, se ponía desaforado.
Ventura deliraba por las comparaciones zoológicas.
Decía a veces de sí mismo:
—Yo para trabajar soy un animal.
O también:
—Pa eso soy una bestia de bueno.
Acaso sería por las comparaciones, pero lo cierto es que Ventura amaba a los animales con un acendrado amor.
Cuando veía que sus sobrinos maltrataban algún animal, les increpaba.
—No frieguen a esa criatura del Señor.
Esto no impedía que cuando los perros lo molestaban con sus ladridos, cayera sobre ellos a bejuco limpio, armando desenfrenadas zalagardas.
Al escucharlo, los vecinos comentaban burlonamente:
—Ya está Raspabalsa peliando con sus hermanos en el Señor.
Él se justificaba, afirmando:
—Pa mí no hay perro que me ladre, ni gallo que me cante fuerte, ni mujer que me alce la respiración.
En sus raros momentos de cólera, sostenía, como una irrebatible demostración de su hombradía:
—Es que yo soy de la carne misma de mis papás, que por cada hijo que ha hecho ha deshecho un hijo de otro.
Cuando a los oídos de don Nicasio llegaba la noticia de estas expresiones, murmuraba sentenciosamente, con cierta tristeza:
—Este Raspabalsa es mismamente un pendejo, no más.
Por lo común, en el caserío de La Hondura se tenía en poca monta a Ventura Sangurima, el mayor de los hijos del viejo.
II
El padre cura
Antes que con sus hermanos de padre y madre, Ventura hacía grandes migas con uno de los hijos del segundo matrimonio de don Nicasio: con Terencio, que era cura en San Francisco de Baba, la antigua aldea colonial.
Se veían a menudo.
Ora era Ventura quien emprendía el largo viaje hasta el lejano pueblo; ora era el clérigo quien venía hasta La Hondura.
Su hermano predilecto lograba lo que nadie conseguía de Ventura: hacerle derrochar el dinero.
Cuando el Acuchillado armaba camino a Baba, portaba grávidas alforjas, conteniendo los más preciosos productos de campo, para regalo de la mesa del hermano en el convento. Y ya en el pueblo, se desvivía por obsequiarlo, adquiriendo para Su Paternidad las más caras zarandajas en las tiendas de los chinos. Todo sin perjuicio del gasto de cerveza, vinos y licores raros, consumidos en fantásticas cantidades durante la estada, gasto que corría por su cuenta.
En La Hondura, el padre Terencio tenía casa propia, como todos los demás Sangurimas.
Esta casa estaba habitada por una muchacha muy hermosa cuyo nombre era Manuela, y por un demonio de chico, del que ignoraba como le pondrían en la pila del bautismo, pero a quien se conocía por «Perfectamente» al empleo abusivo de la palabreja.
Estos muchachos figuraban como sobrinos del padre Terencio; lo cual resultaba extraordinario, pues ninguno de los hermanos del cura los reconocía como hijos. En ocasiones se decía que eran ahijados del clérigo.
Cuando este visitaba la hacienda, Manuela y el diablillo lo recibían con grandes zalemas.
Frecuentemente lo trataban de papá.
Entonces el padre Terencio los observaba, con su curiosa forma culterana, donde el habla montuvia perduraba con su sintaxis, con su acento y con muchos de sus vocablos:
—Vosotros mismamente no debéis llamarme papá, sino padrino, que es la parentela que tengo con vosotros de a de veras.
El padre Terencio era hombre divertido.
Decía de él el viejo Sangurima:
—Mi hijo cura sería un gran cura de no gustarle tres cosas: verija, baraja y botija. De resto, es tan bueno como un cauje podrido.
Cuando los dos hermanos se encontraban en Baba, se atizaban unas borracheras formidables.
Se encerraban en el convento y consumían mano a mano cantidades fabulosas de alcohol.
Comenzaban por beber cerveza hasta que daban fin con la no muy abundante existencia del mercado. A continuación se dedicaban a ingurgitar licores extranjeros. Al cuarto o quinto día, ya exhaustos los bolsillos de Ventura, trasegaban aguardiente de caña.
A la postre se quedaban tumbados, medio muertos, en la sala rectoral, tendidos en el piso, revolcándose entre vómitos y escupitajos.
Después de dejarlos reposar largas horas, el sacristán se encargaba de ellos. Les daba friegas en el cuerpo y les hacía oler amoníaco. Tras muchos esfuerzos conseguía que se recobraran.
En ocasiones, la tarea era tan difícil que el sacristán llegaba incluso a temer por la vida de los Sangurimas.
Por lo común, el primero que se incorporaba era Ventura.
Atontado, sumido todavía en los horrores del chuchaque, montaba a caballo e iniciaba la vuelta, dejando a su hermano aún inconsciente.
Era el retorno del pródigo. Volvía el hombre arrepentido, sacudido y nervioso, alarmándose de todo. Virtualmente, iba como un perro apaleado, con el rabo entre las piernas.
Durante estas borracheras se suspendían, por supuesto, en la iglesia, las funciones religiosas. Sin embargo, alguna vez, cuando la estada de Ventura coincidía con época de novenario, el cura solía ocupar la cátedra sagrada. Pronunciaba entonces unos sermones pesadísimos, en los que ensartaba mil y un disparates, lanzando afirmaciones descabelladas y emitiendo opiniones que habrían escandalizado al más manga ancha de los teólogos.
La verdad es que, aún en sus cabales, el cura Terencio se llevaba cancha a los padres de la Iglesia.
Entre sus ideas más peregrinas estaba la de que había que democratizar el dogma, como él decía.
Sostenía que a los montuvios hay que presentarles las cosas, no solo en forma que las entiendas completamente, sino de la manera que más de acuerdo esté con su idiosincrasia.
Cuando el padre Terencio se andaba en pastoreo de almas por los sitios montañosos, ocurría que aplicara más frecuentemente su método.
Explicaba:
—Si yo les digo a los montuvios que el judío Malco le dio una bofetada en la mejilla a Jesucristo, este volvió la otra, se escandalizarían, y pensarían que Jesucristo era un cobardón que no vale la pena tomarlo en cuenta…
—¿Y cómo dice entonces, padre Terencio?
—Yo les digo, más o menos: «Iba Nuestro Señor, con esa cruz grandota que le habían cargado los verdugos, cuando en eso sale el judío Maleo y le suelta una bofetada… ¿Saben lo que hizo el santo varón? En vez de haberle rajado el alma, que era lo que le provocaba, como él era tan buen corazón apenas se contentó con decirle al judío: Anda a golpear a tu madre». Así.
En esto y en otras cosas semejantes consistía el sistema del cura demócrata.
El padre Terencio era muy aficionado a las obscenidades. En su anticuado gramófono acostumbraba a tocar unos discos cuyos solos nombres denotaban lo que eran: La noche de bodas, Un fraile en un convento de monjas, y otros semejantes. En su pequeña biblioteca, entre los breviarios, la Imitación de Cristo y los manuales de liturgias, La condesa y el cochero, La posadera y el estudiante, y más por el estilo.
El padre sentía un inefable placer, más que en escuchar, en narrar chistes picantes y puercas historietas, donde aparecían como personajes clérigos, monjas de clausura, sacristanes, cantores de coro, beatas y más fauna de iglesia.
Repetía hasta el cansancio cierto cuento asqueroso en el que figuraba un chico criado por un cura. A punto este de morir, acercaba a aquel al lecho de muerte y le refería la historia de su vida. El cuento concluía con que el cura confesaba al muchacho que era su hijo; pero que él no era su padre, sino su madre, siendo su padre el arzobispo de Quito.
También sabía el padre Terencio versos repugnantes y canciones de parodia.
Cuando iba a La Hondura, el cura procuraba esconder en lo posible su verdadera naturaleza.
Sin embargo, cierto día se emborrachó al extremo y se le ocurrió decir una misa por el alma del hermano abogado.
Improvisó con cajones un altar al pie de un árbol, y comenzó a sacrificar de un modo blasfemo.
En lo mejor, le vinieron hipos y nauseas, y se vomitó sobre el altar, quedándose luego como amodorrado…
Don Nicasio supo el asunto. Bajó de su casa y lo despertó a bejucazos…
III
El abogado
El hermano abogado, muerto años atrás de modo espantablemente trágico en el sitio abierto de Los Guayacanes, constituía para unos Sangurimas algo como el orgullo y el blasón de la familia, mientras que, para otros, solo había sido un infeliz a quien no se le pudo utilizar buenamente ni siquiera para ensayar el filo de un machete nuevecito.
Eufrasio Sangurima, el peor de la tribu, al cual llamaban el Coronel, acaso porque de veras lo fuese, con grado obtenido en cualquier acción de montonería, se mostraba despectivo cuando aludía al doctor Francisco.
—Con el perdón de mi mama, Francisco era un hijo de puta —exclamaba—. Bien hecho que lo haigan muerto como lo mataron.
De aquel crimen se susurraba una acusación contra el coronel Sangurima. No alcanzaba esta a concretarse en nada efectivo, pero era, entre el bravo grupo familiar, un dicho generalizado:
—El Coronel se comió esa corvinita espinosa, pues.
El padre Terencio osó cierta vez, estando en sus copas consuetudinarias, defendido por el amparo de su feligración parroquial, en la Baba de su curato, insinuar el rumor al oído de su hermano Eufrasio, que había ido a visitarlo.
Por supuesto, lo hizo con circunloquios y empleando símbolos bíblicos.
Mirando el machete que colgaba del cinto del Coronel, le dijo a este:
—Acaso esa arma sería la quijada de asno…
El Coronel, que no había leído media línea ni del Antiguo ni del Nuevo Testamento, por la razón elemental de que no sabía leer, quedó sin entender la alusión. Pero, astuto como era, por «por si aca…», pensando que su hermano se burlaba de él en alguna manera, lo mandó al ajo y lo trató de mujerona, de borrachón y de hipócrita, entre una sarta de insolencia cuartelera.
De examinar desapasionadamente el asunto, se advertía que ninguna causa aparente existía para acusar de la muerte del doctor Sangurima a su hermano el Coronel.
Entre ambos, que eran hermanos uterinos incluso, nacidos de un mismo matrimonio del viejo, no habían obrado jamás intereses personales contrapuestos, ni cuestión alguna de litis o pendencia. Se llevaban más bien que mal y conservaban entre sí una amistad respetuosa, sintiéndose ambos valiosos en el conjunto de los hermanos, cada uno por su cuenta y lado.
La muerte del abogado no podía devenir consecuencia de alguna de utilidad para el Coronel por sí misma. Y por tanto…
Pero la malicia montuvia anota ciertas circunstancias e interpretaba ciertos detalles.
Dos días de aquel en que probablemente fue asesinado el doctor, el coronel Sangurima desapareció sin causa justificada del caserío de La Hondura. Cuando regresó, aparentemente no le hizo mayor impresión la tremenda noticia. Y hasta pareció que la hubiera esperado.
—Ahá. Vean, pues… ¿Y quién será que lo ha comido, no?
Y se quedó tan campante.
Además, luego de muerto su hermano comenzó a hablar mal de él. Como si quisiera rebajarlo y dar a entender que se trataba de tan poca cosa, que valía poco el muerto, que no había que molestarse en averiguar nada.
Todo eso no era lo corriente en el genio militar y los montuvios lo advirtieron.
De aquello y de otros hilos perdidos, la malicia campesina sacó partido y dio abajo a sus murmuraciones.
Se decía:
—Que el Coronel mismo no lo haiga matado, bueno. Pero él arregló la cosa. Clarito.
¿Y por qué? Se jalaban bien. ¿Por qué?
—¡Por qué! Ño Sangurima, pues… El viejo… El viejo fue que lo mandó a matar…
—¿El padre?
—¡Y meno!… El doctor estaba perdiendo un pleito gordo y ño Sangurima le había dicho: «Déjame a mí ya. No te metas vos en nada». Pero el doctor Francisco no quería. Dizque decía: «Yo la gano papás». Y no soltaba el poder que le había dado el viejo, haciéndose gato bravo…
—¡Ah!…
—Entonces el viejo dizque dijo: «Yo no me jodo por naidien. Yo hice este abogao: yo mismo lo deshago. Hay que desaparecer el pendejo este». Y lo mandó a matar con el Coronel, que es el engreído del viejo.
—¡Ah!…
—Así fue, pues, la cosa.
El doctor Francisco Sangurima había sido un hombre de extrañas costumbres.
Así que se graduó, montó una oficina en Guayaquil en asocio con un colega que fue su compañero en las aulas de la universidad. Este cofrade era el que hacía la labor profesional. El doctor Sangurima se encargaba no más de mandar clientes, y se limitaba a percibir su comisión de los honorarios que pactaban. Su solo apellido, prestigioso en los campos, y la circunstancia de ser hijo del poderoso dueño de La Hondura, bastaban para que todos los montuvios de los aledaños, buscando congraciarse con las gentes Sangurimas, acudieran a sus servicios. Así, el bufete producía dinero en abundancia.
El doctor Sangurima casi nunca estaba en él, y ni siquiera en la ciudad. Prefería mejor vivir en pleno monte. Se había hecho construir una casucha pajiza en el sitio abierto de Los Guayacanes, y ahí habitaba con un viejo peón que le daba servicios y le cocinaba.
El doctor era una acerba especie de cenobita. Por su modo de ser se había ganado algunas leyendas acerca de su naturaleza sexual.
Antes moraba en el sitio abierto de Palma Sola; pero como otros pobladores acudieron luego a instalarse en las vecindades, alzó con su construcción y la trasladó a Los Guayacanes.
Gustaba de la soledad en una forma exagerada. En realidad, era una manía. Pues, según afirmaba, sufría grandes miedos en la soledad, siempre temiendo que lo asesinaran.
Su muerte se le anunciaba como un presagio fatal, que hubo de cumplirse.
Cierta tarde mandó por víveres a su peón al caserío de La Hondura. El peón se demoró en el viaje más de la cuenta. Aseguraba que el hijo mayor del Coronel lo había emborrachado contra su voluntad.
Cuando el peón regresaba, camino de la casa, vio a lo lejos una mancha negra de gallinazos que voltejeaban sobre el techo y penetraban por las ventanas, saliendo después en cruentos combates, como arrebatándose presas.
Disparó al aire su escopeta y las aves ahuecaron.
En el rellano de la escalera lo esperaba un cuadro horroroso. El cuerpo del doctor Sangurima, pedaceado, medio comido por los gallinazos, estaba ahí, desprendiendo un profundo olor a cadaverina.
Se calculó que, al ser encontrados sus despojos, el doctor tenía ya dos días de muerto.
Acaso lo mataron la misma tarde que el peón salió de compras.
Los asesinos estarían espiándolo tras los matorrales, y en cuanto quedó solitario lo acometieron.
Y así había acabado sus breves días el doctor Francisco Sangurima, abogado de los tribunales y juzgados de la República y gamonal montuvio.
Los moradores de La Hondura comentaban, al recordarlo:
—Como que lo pedaceen a machete y se lo coman los gallinazos, es muerte de abogado…
—Cierto… A mi doctor Domingo Millán…
—Eso mismo iba a decir. Me lo arranchó de la boca.
—A mi doctor Millán, en Yaguachi, le pasó igualito.
—¿No?
—Me creo de que no fue en Yaguachi.
—Me creo más bien que fue pa los laos de Juján…
—Tal vez…
IV
El Coronel
El presunto asesino del doctor Francisco, el coronel Eufrasio Sangurima, era el ojo derecho del don Nicasio.
—Es que eso es hombre, amigo —repetía el viejo—. Se parece a mí cuando yo era mozo. Recortado por una misma tijera somos.
El coronel Sangurima era un tipo original.
Su aspecto físico le daba prestancia singular. Era de una acabada hermosura varonil. Moreno, alto, musculoso, ojiverde. Con el pelo untuoso, ondeado, venido en rulos sobre la frente ampulosa. Tenía una facha marcial y bandolera. Y en todo él había un aire de perdonavidas.
Además, poseía una voz admirable.
En esto residía su mayor resorte con las mujeres a quienes les jugaba, con su canto acompañado por la guitarra, su carta brava de amor.
Era fama que cuando el Coronel pulsaba el instrumento y se ponía a entonar pasillos tristones muequitas apicaradas con la boca, no había mujer que lo resistiera.
—Se me vienen pa encima como canoas que se les afloja el cabo en la correntada…
Pa narrar sus aventuras amorosas o no, el Coronel era incansable. Si no lo hubiera hecho como lo hacía, habría resultado insoportable.
Pero ponía tal gracia en referirlas, que se ganaba la complaciente atención de los oyentes.
—¿Y cómo fue que se sacó a la pimocheña, coronel?
—Verán… Ustedes saben que en la República de Pimocha… Porque ustedes sí sabrán que Pimocha, a pesar de ser pueblo chico, es república independiente… La República de Pimocha…
A costa de la aldea fluminense, iniciaba él la risotada, coreada luego por los oyentes; y proseguía:
—Allá en cuanto llega la noche, hasta el cura se vuelve lagarto, y salen toditos a pescar la comida. Cogen lo que caiga… Lo mismo un bagre cochino que un cristiano…
Nuevas carcajadas.
—Por eso en Pimocha los bailes se hacen de día, y en cuanto va a obscurecer a los que no son del pueblo los largan pa afuera…
—¿Y es de veras eso?
—Claro, pues, hombre. Si no, no lo mentara. Pues verán… Un día, en Pimocha, estaba yo en una matanza de un puerco, y estábamos bailando jumísimos. Yo andaba con todita mi gente, bien acomodada. Ahí fue que al baile la chola Josefina Rivera, y me cayó en gracia… A boca chiquita me dije: «Lo que es este fundillo va a ser para mí». Entonces grité a todo pescuezo: «Hoy es el día de nosotros, como dijo mi compadre Mondonga pa el incendio de Samborondón». Y le metí candela al baile, y agarré y le dentré a la chola. Pero nada. La chola me creo que tenía su compromiso y estaba más seria que burro en aguacero…
—¿Y por qué no le cantaba, coronel?
—Aguántese, amigo… Claro: entonces manotié el instrumento y me puse a jalar amorfinos… También le atizaba aguardiente a la chola pa que se calentara prontito… Lo que es la chola empezó a derretirse y ahí fue que le propuse… Me dijo como que sí, y antes que se arrepintiera, porque las mujeres son muy cambiadizas, la agarré del costillar, la monté al anca del caballo, la mancorné, y… ¡gul bay!, como dijo el gringo. En la casa armaron un griterío, y entonces yo les dije a mi gente: «Delen a esos pendejos una rociadita de bala, pa que no chillen», y aflojamos una andanada de fusilería. Se callaron mismamente como cuando a coso de pericos se le echa un poco de agua. Creo que se jodieron unos cuantos… Del que sí sé es del padre de la china, Anunciación Rivera, que murió en la refriega.
—¿Pero hubo refriega, coronel?
—Es hablar de soldao. Así se dice en los cuarteles.
—Ah…
Tales eran las historias que contaba el coronel Eufrasio Sangurima.
Hazañas militares
El coronel Sangurima expresaba orgullosamente que debía las charreteras al general Pedro José Montero.
—El cholo Montero me hizo coronel en el campo de batalla. Fue en la revolución del año once. Ustedes recordarán…
No había habido revolución en los últimos tiempos a la cual no hubiera asistido el coronel Eufrasio Sangurima.
En cuanto llegaba a sus oídos la noticia de que algún caudillo se había alzado en armas contra el Gobierno, el coronel Eufrasio Sangurima se sentía aludido.
—Yo estoy con los de abajo —decía—. Todo el que está mandando es enemigo del pueblo honrado.
Reunía veinte peones conocidos, que les proporcionaban compañía eficaz. Se trataba de gente conocida, valerosa, amiga de los tiros y machetazos, sin más bagaje que el alma a la espalda. Los aprovisionaba de fusiles, machetes y frazadas, que poseía en abundancia; los montaba en buenos caballos criollos y, él a la cabeza, los botaba por los caminos del monte, lanzando vivas estentóreas al caudillo levantisco.
Tan pronto como salvaba los linderos de La Hondura, la montonera de Sangurima iniciaba sus depredaciones. Para el Coronel, sin más consideración, pasados los límites de la hacienda comenzaba el campo enemigo…
Más allá de los contornos, hasta donde había extendido su prestigio siniestro, a la montonera del Coronel se la conocía por «la montonera de los Sangurimas», o simplemente «Los Sangurimas».
Así que en el agro montuvio sonaba el anuncio de que «Los Sangurimas» venían, se volvía todo confusión y espanto.
«Los Sangurimas» no respetaban potreros ni corrales. Talaban sembríos, quemaban sementeras o graneros. Cometían fechorías y media.
Su paso quedaba señalado por huellas indelebles. Era en realidad el paso de los vándalos.
Cuando trepaban a alguna casa, registraban casas y baúles, cargando con cuanto podían.
Frecuentemente se raptaban doncellas, cuya flor era sacrificada por el jefe. A continuación iban sobre la mujer los demás montoneros, abandonándola luego, muerta a medias, si no del todo, en cualquier parte, para que la recogieran sus deudos.
Por supuesto, en estas depredaciones no siempre sacaban las mejores consecuencias.
Los montuvios no se sometían así como así. Se defendían a bala o a machete. «Los Sangurimas» anotaban bajas nutridas en sus filas. A veces se veían obligados a retirarse sin botín de algún asalto.
Detenido por tales entretenimientos, el coronel Sangurima casi nunca llegaba a reunirse con el grueso de las fuerzas revolucionarias que saliera a apoyar. Pero cuando lograba darles alcance y fomentarles, incorporándose a ellas, sus gentes peleaban como bravos y vendían caras sus vidas en las sangrientas luchas con las tropas regulares.
Al volver de sus campañas, el coronel Sangurima jamás regresaba por el mismo camino de partida. Por ejemplo, si había iniciado la marcha por el norte, tornaba por el sur; y así lo demás.
El coronel Sangurima decía que esta era una abusión Acaso sería una medida de conveniencia, sobre todo cuando volvía en derrota, para evitarse el encuentro con sus víctimas irritadas y dispuestas a la venganza y al desquite.
Triunfadora o vencida la revolución, el coronel Sangurima volvía igualmente a su residencia de La Hondura.
Y esperaba que se incendiara una revuelta para salir con su gente.
Los primeros meses de paz se mostraba tranquilo. Luego se inquietaba.
—La gente se me mojosea —decía.
Cambio de vida
Retirado ya definitivamente de las faenas guerreras, el coronel Sangurima vivía ahora en el caserío de la hacienda, junto a la turbamulta de hijos de distintas madres, por supuesto.
—Son cocinados en hornos diferentes —decía, aludiendo a aquellos—; pero están hecho con la misma masa.
El Coronel se había dedicado modestamente al cuatrerismo.
Con algunos veteranos supérstites de la montonera tenía una como cuadrilla de abigeos, que él capitaneaba.
Generalmente, planeaba el robo y los mandaba a efectuarlo.
Cuando se trataba de una vacada numerosa o cuando la hazaña ofrecía peligros mayores, iba él mismo a la cabeza de su tropilla.
Todo esto se hacía en el misterio más grande y en el más riguroso silencio.
Ya no sonaba, a la hora de partida, como antes, el alarde gritón ni el zafarrancho de combate. La marcha de «Los Sangurimas» era ahora como la de las hormigas, bajo la noche, hacia la presa oliscosa, lejana…
Sobre el Coronel y su gente se amontonaban juicios de abigeato en los juzgados de letras provinciales. Por ello, el Coronel rentaba con un fuerte sueldo mensual a un abogado en Guayaquil, el cual se entendía en defenderlo con los suyos.
En los instantes de máxima dificultad, cuando algún juez amenazaba con condenarlo, el coronel Sangurima empleaba el mismo abogado que su padre.
—El billete, amigo. Es el mejor abogado. No le falla ni una. Como dice mi taita, no hay quien lo puje.
Comadreos
Del coronel Sangurima se decía que vivía maritalmente con su hija mayor.
Esta era una muchacha muy bonita, pero un poco tonta.
—Se ha quedado así de una fiebre que le dio de chica —explicaba él.
Las comadres montuvias aseguraban otra cosa.
Pensaban que se había vuelto así, por castigo de Dios a su pecado de incesto.
La muchacha se llamaba Heroína.
Este nombre extravagante le recordaría a su padre sus turbulentas aventuras.
V
Comentarios
Después de todo, probablemente no sería verdad aquello de que el coronel Sangurima cohabitaba con su hija.
Y de haberlo sido, no era por lo menos el único caso de incesto entre los Sangurimas de La Hondura.
Había otro caso conocido.
Felipe Sangurima, apodado Chancho Rengo, vivía públicamente con su hermana Melania, de quien tenía varios hijos.
El padre Terencio, que ocasionalmente intervenía en ciertas intimidades de la familia, no se atrevía a recriminar directamente a sus hermanos incestuosos, porque sabía exactamente lo que se ganaba.
Murmuraba, sin embargo:
—La maldición de Jehová va a caer sobre esta hacienda.
Amenazaba también con el fuego del infierno y con el de Sodoma y Gomorra.
Según él, en breve La Hondura sería como un castillo pirotécnico de esos que hacen los chinos para San Jacinto patrón.
El viejo don Nicasio aparentaba no darse cuenta.
Cuando más decía:
—¡Y yo qué voy a hacer! Yo no mando en el fundillo de naidien.
Añadía, justificando a Melania:
—¡Qué más da! Tenían que hacerle lo que le hacen a todas las mujeres… Que se lo haiga hecho Chancho Rengo… Bueno, pues, que se lo haiga hecho… justificaba a Felipe:
—Le habrá gustado esa carne, pues. ¿Y…? Lo que se ha de comer el moro que se lo coma el cristiano, como decía mi compadre Renuncio Sánchez, el de Bocana de Abajo… Así es.
Bejucos
Los demás hijos de don Nicasio eran montuvios rancios, con los vicios y las virtudes de las gentes litorales y sin nada de extraordinario.
Se emborrachaban los sábados en la noche y los domingos. El resto de la semana trabajaban normalmente en las labores campesinas.
Las mujeres, casadas o amancebadas, parían incontenidamente, llenando de nietos al viejo.
Gentes montuvias.
Vegetación tropical.
Tercera parte. Torbellino en las hojas
I
Vida patriarcal
A pesar de todo, en el caserío de La Hondura regía un sistema patriarcal de vida, condicionado por el mandato ineludible del abuelo Sangurima, cuya autoridad omnipotente nadie se atrevía a discutir.
El caserío de La Hondura era un pequeño pueblo. Una aldeúca montuvia donde el teniente político estaba reemplazado por el patriarca familiar.
Varios de los hijos y de los nietos adultos del viejo gobernaban negocios cuya clientela se reclutaba entre la parentela y la peonada.
Había así carnicería, botica, pulpería, etc.
También había dos cantinas, rivales entre sí: La Ganadora y El Adelanto.
En esas cantinas se formaban grandes alborotos los sábados por la noche. La peonada consumía parte sensible de su salario en aguardiente, y se divertía bailando entre hombres o con hijas de una viuda Sandoya, que era vecina del poblado.
Por causa de las preferencias de las Sandoyas, con relativa frecuencia ocurrían riñas cruentas en las cantinas rivales. Salían de eso muertos y heridos.
Se procuraba ocultar la cosa o disimularla como mejor era posible. Y todo seguía lo mismo.
Cuando la cuestión había sido tamaña, intervenía con su influencia en Guayaquil el viejo don Nicasio.
En tratándose de asuntos de la laya, don Nicasio era muy complaciente.
Sin duda recordaba sus propias aventuras, y no se creía llamado a imponer una moral exagerada cuando él mismo no la había tenido jamás.
En otros aspectos, el anciano era intransigente.
II
Las Tres Marías
Cuando llegaron de vacaciones las hijas de Ventura Sangurima al caserío de la Hondura, cobró el poblado un inusitado aspecto. Parecía como si constantemente se estuviera celebrando una fiesta popular.
Las tres hijas de Ventura habían concluido sus estudios en el colegio porteño de monjas; y antes de trasladarse a Quito, donde pensaba su padre internarlas en los Sagrados Corazones, para que completaran la enseñanza superior, las muchachas fueron a pasar unos meses de descanso en el campo, al lado de los suyos.
Las hijas de Ventura eran indudablemente atractivas. En nada se asemejaban a su madre, la dauleña «pata amarilla». Físicamente, eran Sangurimas puras, casi tan blancas como el abuelo.
Tenían las tres, como primer nombre, el de María: María Mercedes, María Victoria y María Julia.
Debían sus nombres al capricho del padre Terencio, que era padrino colado de todos los hijos de Ventura.
El cura solía llamarlas las Tres Marías, con un sentido a veces bíblico y a veces astronómico, según le soplara el viento alcohólico del lado espiritual o del lado materialista.
En las muchachas, que estaban en la flor de la edad, la innata gracia campesina se había refinado con los atisbos ciudadanos que pudieron aprender desde el convento cerrado. Además, su instrucción, por mucho que era elemental, les daba un tono de exquisitez si se las comparaba con sus burdos y agrestes parientes.
Sobre bonitas, las muchachas eran muy coquetas.
En la lancha, que las condujera a La Hondura estuvieron coqueteando con el capitán, con el piloto y con los pasajeros; y así que saltaron a tierra, buscaron acomodo amoroso.
Sin distinción, todos sus primos solteros y aún varios de los casados o comprometidos, las pretendieron de inmediato. Pero los escogidos fueron los hijos del coronel Sangurima, que eran los gallitos del caserío.
Tan pronto como los tales tenorios rurales comenzaron su asedio, los demás primos levantaron el suyo.
Entre los mozos, los hijos del Coronel eran respetados y temidos por su matonería.
Los Rugeles
Los hijos del coronel Sangurima —Pedro, Manuel, Facundo—, seguían las huellas de su progenitor, a quien a menudo acompañaban en sus andanzas, secundándolo en sus hazañas de cuatrerismo.
Los muchachos eran valerosos y arrojados, pero con un fondo canalla que se revelaba especialmente cuando estaban en copas, lo que sucedía precisamente cada día.
Por parte de la madre, eran Rugel; y se enorgullecían de este apellido, ligado a gentes consagradas de la aventura montuvia… Rugeles, Maridueñas, Piedrahitas.
Tanto se prevalecían de la ascendencia que con frecuencia se llamaban a sí mismos y les decían los demás: los Rugeles. Acaso solo era para distinguirlos de los otros primos Sangurimas.
Entre su parentela se les acusaba ya, a voz mordida, de haber cometido crímenes horrendos. Acaso no fuera verdad. Pero ellos solo no se preocupaban de desmentir la especie, sino que, en cierto modo, la fomentaban con un silencio sonriente.
Los Rugeles constituían el más acabado modelo de tenorios campesinos.
Poseían todos los defectos necesarios y las gracias que son menester. Sabían bailar como ningún otro en La Hondura. Tocaban la guitarra. Improvisaban amorfinos. Montaban elegantemente a caballo. Y hasta se vestían con un aire particular la cotona abotonada al cuello y los pantalones zamarrudos sobre el pie calzado de botines, o descalzo.
Su lema amoroso era, como expresaba uno de ellos, así:
—La mujer no es de naidien, sino del primero que la jala. Mismamente como la vaca alzada. Hay que cogerla como sea. A las buenas o a las malas.
Niños mimados
Los Rugeles eran engreídos del viejo Sangurima, quizá porque el Coronel, su padre, era el hijo predilecto de don Nicasio.
El viejo Sangurima había hecho por sus nietos sacrificios sin cuento, sacándoles de todos los atolladeros en que se metían.
Cualquier acto que para los otros nietos aparejaban una terrible reprimenda, cuando no un castigo corporal, si lo cometían los mimados merecía una sonrisa plácida y bonachona del anciano.
—Ve que estos muchachos son jodidos —decía—. No se dejan de anidien. ¡Bien hecho! Así hay que ser… Donde uno se deja pisar el poncho, está fregao…
Cuando don Nicasio supo de los amoríos de los Rugeles con las hijas de Ventura, llamó a este a capítulo, al alto mirador de sus conferencias.
—Cuida a esas muchachas Raspabalsa —le dijo, sonriendo—; porque lo que es los Rugeles te las van a dañar… Y después no te andes quejando…
Ventura no le concedió importancia a la cuestión.
III
Enredos amorosos
Las fiestas en el caserío de La Hondura se sucedían una a seguida de otra, casi sin solución de continuidad.
Tras un bailoteo que duraba hasta la madrugada, saludaba con sendos vasos de «leche de tigre», ocurría el beneficio de una ternera y el almuerzo consiguiente y, tras un breve reposo, a la media tarde, un paseo a pie de los cocoteros, o a las manchas de mangos, o a las cercas vivas de cerezo. Y de vuelta a la casa, otra vez el bailoteo.
Variaba en ocasiones el programa. Se hacían paseos de día entero a sitios distantes. En canoa. A caballo.
Eran los Rugeles quienes provocaban estos festejos. Incitaban a sus tíos y a los primos para que los hicieran en honor de los huéspedes. O ellos mismos los arreglaban por su cuenta.
En todas estas circunstancias los Rugeles buscaban no más la oportunidad de lucirse, exhibiéndose antes sus primas.
Llegó un momento en que las muchachas se ilusionaron de veras.
Entonces fue que los Rugeles les propusieron que se salieran a vivir con ellos, según la costumbre del campo montuvio.
Las muchachas, que tenían prejuicios cuyo alcance no comprendían sus primos, se negaron a eso terminantemente.
—Casarnos, bueno —dijeron—. Pero así, como los perros, no…
Facundo que era el más decidido de los Rugeles, aceptó de plano.
—Nos casaremos —resolvió.
Entre los Rugeles Facundo era quien llevaba la voz cantante. Sus hermanos coreaban sus expresiones.
—Nos casaremos —repitieron como un eco.
Esto sucedía cierta mañana, a la orilla del río de los Mameyes, bajo la sombra de los porotillos…
Declaración de guerra
Una noche los Rugeles se presentaron en la casa de Ventura. Iban trajeados con lo mejor que pudieron.
Ventura los recibió embromón:
—Se han echado el baúl encima —murmuró.
Los Rugeles vivían, según su dicho, sobre las armas… De los cintos pendían los yataganes… en la cadera derecha de Facundo delataba su bulto el enorme revólver.
Era ostensible que los Rugeles se habían entonado con aguardiente, sin duda para cobrar ánimos.
Quien habló fue Facundo.
—Vea, tío —empezó con voz nerviosa—; ¡pa qué decirle! Nosotros estamos relacionados con sus hijas. Y queremos, pues, casarnos como Dios manda.
Así, que oyeron esta última frase, las muchachas, que habían aparecido en la sala, corrieron a esconderse en los dormitorios, presurosas.
Facundo continuó:
—Vamos, pues, a convidar al tío cura pa que nos case… ¿Qué le parece, pues, que nos casáramos el sábado? Tamos jueves, y me parece que hay tiempo de sobra.
Pensaría Facundo que no se había explicado muy claro, porque añadió:
—Nos casaremos uno con cada una.
Y entendería luego que había dicho una gracia, porque se rio sacudidamente.
Ventura no supo de momento qué contestarle. Por lo pronto soltó una frase de uso:
—¡Vea que ustedes son bien este pues!…
El hombre pensaba rápidamente. Sabía de lo que eran capaces sus sobrinos. Temía darles una negativa violenta. Pero le horrorizaba acceder.
—¿Qué les parece, pues, si le tomáramos parecer a Terencio? ¿Y al Coronel?
¡Ah, ah!…
Facundo hizo por sí y por sus hermanos un gesto de repugnancia.
—¿Y qué vela llevan en este entierro, mala la comparación, el tío cura y mis papás? Ellos no son los que se van a acostar con las muchachas.
El gesto de Facundo era ahora de franco disgusto.
Ventura estaba aterrorizado. Mas trató de hacerlos comprender.
—A mí me parece muy bien. Me imagino que las muchachas no pueden caer en mejores manos. Ellas han de estar conformes, seguro. Pero es que yo, o más mejor dicho, Terencio, que es el padrino, quiere que completen los estudios. Se van a ir pa Quito. Cuando regresen, ¡claro!, se casan con ustedes. ¡Qué es mejor! De la misma sangre.
Facundo contestó:
—Déjese de vainas, tío… ¿Pa qué mismos necesitan estudiar más? La mujer, con que sepa cocinar, a parir apriende sola… Usté, perdonando la mala palabra, ¿le enseñó a parir a su compañera u ella hizo no más? Resuelva de una vez y no chingue, tío.
Ventura volvió sobre sus andadas. Razonó cuando le fue dable. Pero Facundo no convenía en nada.
—No apriete la beta al toro, tío. ¡Déjese de pendejear y resuelva!
En la discusión se llevaron una hora. A la postre no acabaron de ponerse de acuerdo.
Los Rugeles bajaron sin despedirse, con los rostros hoscos y amenazadores.
Facundo dijo desde media escalera:
—Cuidado se arrepiente, tío.
Y abajo en el rellano, musitó:
—Me la vas a pagar, Raspabalsa…
IV
Temores
Ventura no concilió el sueño esa noche.
Aconsejó largamente a las hijas. Las recomendó que no se vieran para nada con los Rugeles.
Las chicas dijeron que sí a todo. Pero ni este ofrecimiento tranquilizó al padre.
—Estos malalma son capaces de cualquier barrabasada —repetía.
Su mujer, la dauleña «pata amarilla», se tragaba el llanto en un rincón.
La fuga
Por supuesto, las Tres Marías no cumplieron con lo prometido a su padre. A la noche siguiente se entrevistaron con los Rugeles.
Los Rugeles insistieron en que se fugaran con ellos.
Al principio las muchachas se sintieron inclinadas a acceder. Después reflexionaron y terminaron por negarse.
Pero, en secreto, María Victoria bajó y se encontró con Facundo en el sitio que de antemano convinieron.
Facundo la trepó al anca de su caballo y se la llevó por el campo aún anochecido.
A caballo también sus dos hermanos le daban escolta.
La búsqueda
La cosa se supo después, casi a la semana.
Los Rugeles habían desaparecido de la hacienda desde el día del rapto.
Nadie daba noticias de ellos ni de la raptada.
Algunos decían que los habían visto por los linderos septentrionales de La Hondura. Otros, en cambio, decían que los habían visto por abajo, hacia el sur.
Ventura tenía no más datos contradictorios.
Se había acercado al Coronel para inquirirle noticias. Pero solo había obtenido respuestas como esta:
—Vea, hermano, a mí no me meta en sus cojudeces… ¿Y si yo le pidiera que me diga dónde están mis hijos? A usté se la ha perdido una hija; a mí se me han perdido tres hijos… ¿Qué le parece? ¿No será que su mosquita muerta de usté se me los ha jalao a los tres mismamente? ¿Qué le parece, hermano?
Don Nicasio le decía:
—Ya ves, yo te dije: «Cuida a las muchachas esas». ¿Y por qué no las dejaste casar? Más mejor hubiera sido.
Ventura no encontraba apoyo en ningún lado. Los que no simpatizaban con los Rugeles, les temían; de manera que nadie le daba auxilio.
Desesperado, le escribió al padre Terencio, mandándole un propio a Baba.
Tan pronto como recibió la carta el cura se puso en camino.
—Yo mismo seré la contestación —dizque dijo.
Cuando llegó a La Hondura dispuso:
—Hay que buscar a la muchacha esa.
Se prestó para acompañarlo Ventura:
—Mi estado dará respeto…
—Así ha de ser, hermano.
Guardados por dos peones de confianza, Ventura y el padre Terencio salieron a caballo en procura de la perdidiza.
Recorrieron meticulosamente enorme porción de la hacienda. Andaban de día y noche, sujetándose a enrevesadas informaciones, orientándose sobre huellas tardías y horrorosas.
Al fin, cerca del sitio abierto de Palma Sola divisaron una mancha de gallinazos.
Mortecina
—Mortecina —dijo uno de los peones—. Ahí hay una mortecina.
Los dos hermanos cambiaron una mirada aterrorizada. Probablemente recordaron al hermano común, asesinado precisamente en esas soledades, a inmediaciones de donde ahora estaban: tierras como malditas que abandonaron luego sus moradores, espantados de crimen horrendo.
Los Sangurimas se estremecieron.
El padre Terencio se estaba preparando el primero en envalentonarse.
—Debe ser alguna res atascada, que los gallinazos se están comiendo.
Hasta quiso iniciar un chiste:
—¿Saben ustedes en qué se parece la mujer a una vaca atascada?
Le cortó uno de los peones:
—Hasta acá no llegan las reses; por aquí no hay pasto ni agua.
Supuso el otro peón:
—Debe ser algún animal del monte.
Contradijo el primero:
—Pero tendría que ser un animal muy grande, porque tetea el pájaro. Como no sea un cristiano… Puede que se sea un cristiano.
A Ventura el corazón se le oprimía. Se le dificultaba la respiración.
La cabalgata se aproximó al sitio donde estaban los gallinazos espantando a las aves.
Cuando la negra nube de alas se levantó, dejó al descubierto un cuerpo desnudo de mujer. Junto al cadáver estaban las ropas enlodadas, manchadas de sangre.
Con un hilo de voz, Ventura Sangurima balbuceó:
—Es María Victoria. Ese traje llevaba.
No pudo hablar más. Rodó montura abajo, sobre el suelo sartenejoso.
Y se estiró en el desmayo…
El hecho bárbaro
El padre Terencio constató el hecho bárbaro.
A la muchacha la habían clavado en el sexo una rama puntona de palo prieto, en cuya parte superior, para colmo de burla, habían atado un travesaño formando una cruz. La cruz de su tumba.
Estaba ahí palpable la venganza de los Rugeles.
Seguramente Facundo, tras desflorar a la doncella, la entregó al apetito de sus hermanos…
Quién sabe cómo moriría la muchacha…
La hemorragia acaso. Quizás los Rugeles la estrangularon. No se podía saber eso.
Entre la descomposición y los picotazos de las aves había desaparecido toda huella.
Solo quedaba ahí la sarcástica enseña de la cruz en el sexo podrido y miserable.
V
Opiniones
Don Nicasio llamó a Ventura cuando este estuvo de vuelta a la hacienda con el cuerpo muerto de su hija.
—Hay que enterrar a esa muchacha aquí mismo, en La Hondura, a boca chiquita, para que no friegue naidien —recomendó.
Ventura no contestó.
Habría querido oponerse, redargüir, pero no se atrevía a hacerlo. Hubiera dado cualquier cosa porque estuviera presente en la entrevista el padre Terencio, mas don Nicasio había dicho que quería hablar a solas con Ventura, y el clérigo no pudo acompañarlo.
—Ya ves. Vos tienes la culpa. Por no cuidar a tus hijas. Yo te manoseaba el consejo. No lo has oído.
A Ventura lo estremeció un llanto sacudido.
Lo increpó don Nicasio.
—¿Y qué sacas llorando ahora? ¿La vas a resucitar? Deja el lagrimeo pa las mujeres.
Después de un rato agregó:
—¿Y quién sería que mató a la muchacha? Porque lo que es los Rugeles no han sido, seguro. Ellos son alocados, pero buenos muchachos. Yo digo que la chica se habrá extraviado de ellos y ha caído en quién sabe qué manos. Sería tal vez los mismos que se comieron a mi hijo Francisco. Sea como sea, hay que dejar la cosa quedita. Que no se enteren las malas lenguas, sobre to.
Intervenciones
Ventura hubo de conformarse.
En verdad, él no estaba seguro de nada. Sabía ahora que no contaba con el apoyo del padre contra los Rugeles. Y temía de estos más que antes. Creía muy posible que continuaran en sus venganzas hasta dar fin con los suyos. Después de todo, ahí era nada lo que habían hecho.
Empero, la noticia trascendió a Guayaquil.
Acaso el padre Terencio, que había tomado una larga licencia y estaba pasándose una larga temporada en La Hondura, denunció anónimamente el hecho. Era lo más probable.
Lo cierto fue que los periódicos porteños trataron la cuestión en extenso.
Aparecieron largos artículos.
Se historiaba a las gentes Sangurima. Se daba, incluso aumentada, la lista de sus actos de horror. Se mostraba su genealogía encharcada de sangre, como la de una dinastía de salvajes señores…
En esos artículos, los Sangurimas eran tratados como una familia de locos, de vesánicos, de anormales temibles.
Los semanarios de izquierda también se ocuparon del asunto. Para estos periódicos, las gentes Sangurimas estaban a la altura siniestra de los barones feudales, dueños de vidas y de haciendas, jefes de horca y cuchillo. «En el agro montuvio —decían— hay dos grandes plagas entre la clase de los terratenientes: los gamonales de tipo conquistador, o sean los blancos propietarios, y los gamonales de raigambre campesina auténtica, tanto o más explotadores del hombre del terrón, del siervo de gleba, del montuvio proletario —que solo dispone de su salario cobrado en fichas y en látigo—, que los mismos explotadores de base ciudadana. Aristocracia rural paisana, que pesa más todavía que la aristocracia importada, a la cual gana en barbarie».
Persecución
Al cabo se movieron las autoridades para investigar la cuestión.
Entró en funciones la gendarmería montada de la Policía Rural.
De Babahoyo salió un piquete del regimiento Cazadores de Los Ríos.
Y comenzó la búsqueda tenaz de los criminales.
Semanas tras semanas, la labor se volvía infructuosa.
El montuvio se ha acostumbrado a temer más a la Policía Rural que a los mismos asesinos y ladrones.
Así, por odio o por miedo, nadie suministraba información alguna.
Y el asunto comenzó a olvidarse.
Al mes y medio de ocurrido, pocos eran quienes se acordaban de él fuera de las gentes de La Hondura.
Cuando acaeció lo imprevisto.
El combate
Una noche, el caserío de La Hondura fue despertado por un nutrido galopar.
Una cincuentena de jinetes armados se metía por los senderuelos, entre las casucas, arrumbando a la casa grande de la hacienda.
Cuando la cabalgata llegó al portal, el que hacía de jefe de los jinetes llamó a voz en cuello:
—¡Don Nicasio! ¡Don Nicasio!
Arriba reinaba un silencio absoluto.
El de abajo volvió a gritar más fuertemente todavía:
—Soy yo, don Nicasio, el capitán Achundia, de la Rural.
Seguía el silencio.
A la postre, cansado ya, el capitán Achundia amenazó:
—¡Conteste, viejo del carajo, o le aflojo el fuego!… Usté tiene escondidos ahí a sus nietos Rugeles… Entréguelos y no hacemos nada…
Habría seguido hablando el capitán Achundia, quizá habría ordenado fuego abierto… Pero una bala salida de la obscuridad le atravesó el pecho de parte a parte, derribándolo del caballo.
Lanzó el hombre un profundo quejido, que se perdió en un desconcierto de alaridos, de voces de mando, de chillidos y de silbar de balas.
De su casa había salido el coronel Sangurima con gente armada. Cada peón de los suyos agarraba el fusil o la escopeta y disparaba contra los policías.
En breve se ajustó una batalla campal bajo las sombras de la noche cerrada.
Cosa de media hora duró el tiroteo.
VI
Bandos
Las gentes de los Sangurimas se habían dividido en dos bandos.
El que apoyaba al Coronel salió a sostener el ataque de los policías rurales.
El que tácitamente simpatizaba con Ventura permaneció ajeno a los acontecimientos, sin intervenir, en una aparente y medrosa neutralidad.
Para quienes formaban parte en este último bando fue una sorpresa extraordinaria el ataque policial. Algo, en verdad, se había murmurado acerca de que don Nicasio sabía dónde estaban ocultos los Rugeles; pero jamás se llegó a presumir que los tuviera escondidos en la propia casa grande de La Hondura.
—¡Barajo con el viejo vaina!
—Es que cuando quiere, quiere…
—Y a los Rugeles lo quiere, claro.
—Así es, pues
—Así es.
La captura
Los de la Policía Rural esperaban sin duda refuerzos, pues no acendraron el asalto, sino que empezaron a mantenerse a la defensiva. Se arrumbaron en los rincones solitarios, y disparaban desde ahí. Se tapaban tras los macizos de árboles o tras las cercas y las palizadas, como tras murallas propicias.
En efecto, cerca de la madrugada se escuchó por el camino real un nuevo galopar. Y a poco, junto con los primeros clarones lechosos en el cielo ennegrecido, llegó un grueso destacamento de tropas regulares del Cazadores de los Ríos.
Posiblemente atemorizado ante estas fuerzas superiores en número y armamento, el coronel Sangurima que dirigía a los suyos, se escapó con estos; dejando libre el acceso a la casa grande de La Hondura y evacuado el caserío.
Los policías penetraron en el edificio.
Momentos después sacaron atados con sendas sogas, codo con codo, a los tres Rugeles.
Iban estos pálidos y vacilantes. Sin embargo, erguían las cabezas, desafiantes y altaneras.
Se formó la escolta en cuadro y salió del caserío.
—¿Adónde los llevarán ahora?
—A Babahoyo, pues, a la cárcel.
—¡Ah!…
Cuando los Rugeles fueron pasados frente a la casa de Ventura, Facundo gritó burlonamente:
—¡Ah, Raspabalsa!…
Mirando a las ventanas cerradas, hizo dificultosamente con una mano, que apenas podía mover, una seña obscena…
La Policía Rural quedó ocupando el caserío.
Se dispusieron centinelas en la casa grande y ambulancia para recoger a los heridos.
La mañana se dedicó a curar a estos y a enterrar a los muertos.
Tentativa
Cuando la escolta cabalgaba por el camino real, seguida a alguna distancia por el resto del piquete de los Cazadores de los Ríos, el coronel Sangurima intentó una sorpresa para libertar a sus hijos.
Fue rechazado y obligado a fugar con los suyos, confiado a la velocidad de sus caballos hasta el monte espeso.
Se dijo que iba malherido, con un balazo en el hombro.
Después se supo que esto último no había sido verdad.
Epílogo. Palo abajo
El padre Terencio acudió a la casa grande, tan pronto como fue posible hacerlo.
Encontró a don Nicasio tumbado en su catre, agarrándose en una explosión de rabia impotente.
En los ojos verdosos, alagartados, había una luz de locura.
Al ver al cura hizo el viejo una mueca:
—Ya estará contento tu compadre Raspabalsa, ¿no? Ya se jalaron presos a esos muchachos inocentes…
El padre Terencio permaneció silencioso.
—Y ahora dicen que nos seguirán juicio a todos por las muertes que ha habido anoche. La tropa nos tiene vigilaos por eso. Naidien puede salir de La Hondura; naidien puede dentrar tampoco…
El padre Terencio seguía escuchando.
Le gritó el viejo:
—¡Rebuzna algo, pues, don cojudo!
Habló el cura. Procuró acopiar su escasa ciencia de consolación cristiana para fortalecer al anciano.
Este le oía lo propio que oía la canción del río de los Mameyes, que ahora mismo estaba sonando, sonando, allá abajo…
—¿Cuánto tiempo les caerá de prisión a los Rugeles, Terencio?
—Dieciséis años, papás. El comandante del Cazadores me dijo.
—¡Ah! ¡No los alcanzo! ¡Me muriré antes!…
Se deshizo en llanto don Nicasio. Era la primera vez que el padre Terencio lo veía llorar: la primera vez que alguien lo veía llorar. Acaso no habría llorado nunca. Infundía miedo su llanto.
—¡Papás! ¡Papás! ¡Acomódese, papás!
Era un llanto tremendo. Se mordía el hombre las manos hechas puño. Se desgarraba las ropas.
—¡Papás! ¡Hay que tener valor! ¡Hay que ser machos, papás!
Reaccionó don Nicasio:
—Yo soy más macho que vos, mujerona; más macho que todos, ¡carajo!… Pero es que me duele pues…
Se calmó a la postre.
Dijo:
—El pendejo de Ufrasio dañó todito. Yo tenía otro plan. Cuando vide la cosa perdida, agarré y me dije: «Debemos jodernos completos». Y le propuse lo que le propuse. Pero Ufrasio no quiso… Yo le creía más hombre al coronel…
—¿Y qué le propuso, papás?
Don Nicasio explicó largamente el plan que no pudo poner en práctica; lo que hubiera sido el epílogo verdadero y era ahora no más epílogo imaginario, viviente solo en su cabeza afiebrada…
Más debajo de La Hondura, el río de los Mameyes crecía y daba vuelta en una revesa espantosa: la revesa de los Ahogados.
Don Nicasio hubiera dicho a los policiales:
—Más mejor es que nos vayamos con los presos por agua. Yo también quiero ir. Nos embarcaremos en la canoa grandota de pieza…
Los policías habrían aceptado sin desconfianza.
Y al llegar a la revesa de los Ahogados, habría mandado sacar la tabla falsa del fondo de la canoa, y esta habría hundido en dos minutos.
De tierra los peones habrían dado bala a los rurales, que estarían en el agua. Dios habría querido que nos hubiéramos salvado los Rugeles y yo… Los rurales, con el peso del fusil, se habrían ido a pique, si no les alcanzaba un balazo… Y de salir mal, pa eso se llama el punto «la revesa de los Ahogados».
Nos habríamos acabado toditos… Claro; más mejor… Más mejor que presos ellos y solo yo… Ahí nos habríamos jodido completos… ¿No le parece, don cojudo?
—Habría sido un crimen horrendo, papás. Su alma mismamente se habría perdido…
—Usté lo creerá así; pero yo no… Pa mí las cosas son de otro modo…
Sonrió don Nicasio al concluir:
—Usté será todo lo cura que quiera… No me opongo. Pero, aquí en confianza, le vo a decir, que pa mí, si Ventura es un pendejo, usté es otro más grande… Más grande.
Inició un gesto lento, con la mano hacia lo alto:
—Grande como un matapalo, amigo…
En los ojos alagartados de don Nicasio la luz de la locura prendió otro fuego…
Loto-en-Flor
Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.
La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.
A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.
La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.
Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.
De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...
Era la hija del matrimonio japonés. Yo la llamaba Loto-en-flor, a
la poética manera de su raza; pero, en realidad, había sido bautizada
en la iglesia católica y tenía un nombre tan feo y tan extravagante, que
sólo a persona como a su padre —que no entendía bien el castellano y no
cogía el hondo concepto de cada vocablo,— podía ocurrírsele. Así, mejor
no lo diré. Para siempre ella, en mi recuerdo y para quienes lean estas
letras, se llamará Loto-en-flor.
Tenía diez y ocho años y había, nacido en Kyoto la Santa. Contaba dos lustros cuando la trajeron a América.
Esto que supe fué lo único que pudo decirme cierta vez en que —hurtando el celo de sus progenitores— hablamos a solas.
Loto-en-flor...
Pequeña y delgada se asemejaba a una niña en sus amplios trajes de colores claros, con sus lazos enormes en la cabeza, siempre quietecita, callada, hierática, al parecer indiferente a todo cuanto ocurría a su alrededor.
Su sitio favorito era el umbral de la puerta zaguanera del mesón. Allí, de cuclillas en el suelo, miraba pasar la gente por la callejuela sórdida.
Cuando yo salía o entraba, ella me sonreía.
Y nada más.
Nada más.
Pero en el preciso instante en que el «San Esteban» —listo ya después de casi un mes de trabajo— levaba anclas, se presentó a bordo Loto-en-flor.
—Amito, ¿te vas?
Los marineros trataron de hacerla saltar.
—Zarpamos, ¿eh?
Loto-en-flor no se movía.
—Quiero seguirte, amito —me dijo,— porque te adoro. He huido por venir tras de tí. ¿No me rechazas?
Asombrado y todo, no me resolvía a negarme. Era un bocado extraordinario que mi próvido destino me deparaba. Y con aquel clásico ademán protector que ha hecho que en Quito nos llamen un poco burlonamente a los Santelices, los Caballeros del Gesto Magno, le dije a la japonesita:
—Puedes venir conmigo.
Loto-en-flor arrojóse a mis plantas y se abrazó mis piernas, traqueteando los dientes...
El «San Esteban» —hinchadas las velas de brisa sur— se hizo a la mar.
Fué aquel mi viaje nupcial......
Joan —el negro brasilero que traje del Amazonas,— hizo buenas
migas con la japonesita. Ingenuos ambos, —por lo menos así lo creía yo,—
durante mis ausencias de casa en el día, se entretenían contándose
truculentas historias, en las que ponían toda la fantasía de que son
capaces sus razas respectivas. Varias veces los sorprendí cantando...o,
sin saber yo porqué, mudos y pensativos. Confieso que en ocasiones, un
deseo canalla de unirlos, por un prurito de cruzamiento —sabréis que soy
criador de perros,— me dominó; pero, supo contenerme mi celo de macho.
¡Oh, buen recuerdo triste de Loto-en-flor, que supiste ser bálsamo a mi pena, sedativo a mi fatiga de trajinante en esta vida activa y sin idealidad! Cuando he pasado por la calle donde está él pisito que fué nuestro nido, ¡cómo he sentido oprimírseme el corazón, mi imposible japonesita, prodigioso fruto de otra raza, que el destino —loado sea— quiso cederme!
Tenía prohibido al negro Joao que enteraran Loto-en-flor acerca
de mi verdadera vida. Para ella debía ser siempre “un mozo soltero y sin
familia que se dedicaba al comercio del tabaco en alta escala”.
Así mismo, había dado instrucciones a Joao para que no abriera, delante de la japonesita, ciertos cajones en los que guardaba reliquias de mis andanzas sentimentales.
Y creía que el negro —de cuya fidelidad tenía sobradas pruebas,— cumplía con mis órdenes.
Una tarde, el negro Joao se presentó en mi oficina.
—¿Qué ocurro?
—¡La japonesita se ha matado, patrón!
Enloquecí. Tomamos un auto y pocos instantes después pude ver a mi dulce Loto-en-flor tendida en su minúsculo lecho, muerta. Al modo de sus gentes, cuando un desengaño entenebreció su vida, puso fin a ella en la trágica crueldad del harakiri.
—¿No sabes tú nada, Juan?
—Nada, patrón. Oí un grito y entré. Yo estaba en la cocina.
Advertí que aquellos “ciertos cajones” estaban abiertos...
La mano siniestra de Loto-en-flor apretaba un papel que seguramente el brasilero no había visto.
Lo leí. Y por él supe de la villana acción del negro delator de secretos y salteador de regazos.
Cegué de coraje. Bajo mis pies, el piso tembló.
Extraje mi pequeña belga del bolsillo y disparé sobre la chata cabeza de Joao una, dos, tres, cuatro veces... hasta que alguien —no sé quién— detuvo mi mano...
Madrecita falsa
(Medalla de Oro en el Concurso Literario Municipal de Guayaquil de 1923).
I
—La jeune femme à l'éventail de Helier Cosson! —admiró Leonardo Caner.
Y Ramiro Balmaceda, apegado a las cosas de España, creyente fiel en las glorias iberas, como que era hijo de peninsular, contrarió:
—No, hombre; una silueta de Penagos.
En magnífico evohé luminoso, Josefina. Anchorena había entrado al salón.
—Una Virgen, chico!
—Calla tú, salvaje; salvaje, porque no tienes civilización.
Eso es. Venir con que la Virgen! ¿Crees tú que Pepita Anchorena cambiaría su rostro por el de una Madonna rafaelítica?
—¿O neorrafaelítica? —sazonó Caner.
Ranulfo Alves se amostazó.
—Bueno, la emoción... Como que sin duda es ésta la mujer más guapa que han visto ojos.
—Y elogiado labios.
—Es un rostro tutankhamónico! —bromeó en giro ultramodernista Camilo Zenda.
Julito Peña zanjó la cuestión:
—El señor Alves queda perdonado —dijo aparentando seriedad de juez—; pero con la condición de que sea menos... emotivo.
Pepita Anchorena miraba, de vez en vez al grupo de mozalbetes elegantes, y sonreía. Adivinaba que ella era el tema de la conversación, y como de su linda personita tan sólo elogios podía decirse, lo agradecía.
Alves habló en voz baja a Balmaceda:
—Tú, como socio del Club y miembro de una familia amiga de los Anchorenas, harás el favor de presentarme a Pepita.
—Con todo gusto, Ranulfo. En seguida.
Lo condujo hasta ella y tuvo lugar la consabida banalidad de la presentación. Alves se atrevió a solicitarla un fox en su carnet.
—Sin duda, señor. Mire usted: el primero que ejecute la orquesta lo tenía cedido a mi primo Enrique. No vale la pena; será suyo. Ya me excusaré con él.
—Oh, es usted divinamente generosa! —agradeció, trémulo, Ranulfo.
Alves venía desde semanas atrás enamorado de la bellísima. Miradas de soslayo en la iglesia, en la tanda, en el American, habíanle hecho suponer que no fracasaría en sus anhelos. Y ahora! El corazón amante saltóle dentro del pecho como un pajarillo loco que se lanzara contra los barrotes de su jaula.
* * *
Las tres de la mañana. La orquesta rompió a tocar Three o’clock in the morning, en admirable unanimidad con las campanas de los relojes. Ranulfo Alves debía bailar aquel bostón con Pepita Anchorena.
—Mi vals, ¿verdad?
En piezas anteriores que bailaron juntos, Ranulfo hizole saber lo que más pudo sobre él.. Pertenecía, a la espuma social capitalina; era rico, muy rico; ocioso, lo suficiente para ser un dedicado a todos los deportes... menos a la natación, por supuesto. Además, la adoraba desde que una mañana, en misa de diez, la conoció. Esta cursilería no la sabía Pepita, pero no tardó en saberla. En efecto, Ranulfo Alves tosió un poquitín, perdió el compás otro poquitín, y con voz patética, inició un discurso que no tenía nada de original:
—Señorita...
* * *
La semilla cayó en tierra abonada. Dos meses después —hacia setiembre— Ranulfo Alves era novio oficial de Josefina Anchorena.
II
Vibró imperioso el timbre del teléfono. El sirviente que acudió a la llamada, se acercó luego a Ranulfo Alves.
—Señor, de parte de su novia. Pregunta la hora a que irá.
—Dila que al momento.
Abandonó el taco sobre el billar con un gesto de contrariedad. ¡Interrumpir una, partida tan interesante! No importaría si fuera por otro motivo; ¡pero por un capricho loco de Pepita! A ella se la había ocurrido conocer la trocha nueva para automóviles, de noche, en noche de luna. Bien podía conocerla de día. Pero no, señor: de noche había de ser. ¡Y esta noche! Apuntó la idea el día anterior y no admitía dilación. La novia no sabía esperar.
—Nos iremos en tu auto, en el aceitunado que trajiste de París.
Ranulfo estaba recién llegado de París, a donde fuera por comprar un ajuar a la dernier para la novia. Y los azares de la guerra —las dificultades consiguientes— habíanle retenido en Francia casi por un año.
El auto aguardaba frente al Club. Ranulfo bajó y dio al chofer la dirección:
—A casa de Pepita.
* * *
Una hora después la máquina rodaba, por la carretera recién trazada. Iban con los novios, la madre y la hermana menor de Pepita.
—Locuras de la nena; caprichos; ¿verdad, señora?
—Seguramente; sólo a ésta se le ocurren tales cosas. Y como usted la mima...
Pepita sonreía, bajo su gorrita blanca.
—Más rápido, chófer!
Y de pronto, antes de llegar a una curva:
—Pare! Pare usted, hombre! ¡Miren!
Se levantó del asíento y señaló a la cuneta. Era un bultito blanco en el camino, como un atadito de ropas.
—¿Qué es eso?
Bajó el chofer.
—Un niño de pañales, señores.
—Tráigalo usted!
Pepita tomó al nene entre sus brazos.
—Riquín!
Se había apresurado el chofer a reconocerlo:
—Es hombrecito, niña Josefina.
Sonó allá lejos, camino adelante, el claxon de otro automóvil.
—Lo habrán abandonado esos. ¿Quiénes serán? Si los siguiéramos...
—No pienses más locuras, hija. Ve en cuántas cosas nos ha metido tu antojo —protestó la madre—. ¿Y ahora qué haremos con el chico? —añadió.
Pepita, se adelantó a responder:
—¿Qué? Pues criarlo. ¿Te parece razonable, Ranulfo?
Él dijo que sí como fastidiado. Por su espíritu había cruzado una idea negra que en vano trataba de borrar... Un año de ausencia suya... Un inexplicable capricho de su novia... Un encuentro... ¿Con quién? ¡Con un recién nacido! Bullían en su cerebro, desatados e incongruentes, estos pensamientos.
—De modo que piensas criarlo, ¿no?
—Sí; cómo si fuera mío... ¡mi hijo falso!
Se encrespó él en un acceso de inmotivados celos:
—Pero hijo tuyo, en fin!
Hubo un silencio.
—¿Regresamos? —solicitó el chofer.
—Regresamos.
Pepita oprimía al nene en su regazo.
—Monín! Ya verás cómo te haré dichoso, pobrecito mío.
Te lo prometo. ¡Serás feliz con nosotros: yo haré de mamacita cariñosa... Ah, lo baútizaremos! Tú, Ranulfo, serás el padrino.
—Y la madrina, tú.
—Imposible.
Imposible. Ella no quería ser la madrina, ¿Porqué? Como si adivinara, lo que pensaba, su novio, Pepita saltó ingenua:
—No puedo. ¿No ves que soy la mamá? Lo prohíbe la Iglesia.
Lloraba el expósito el alejamiento de la madre. Añoraba el calor de la carne de que nació, como acaso en el ensueño que en su vuelo de flor en flor, añora la mariposa, la seda de su crisálida.
III
Yayá, la criada predilecta de Pepita, entró sigilosamente al dormitorio de su ama.
—En el salón está don Ranulfo, niña, hablando con su mamá.
—Me llamarán si quieren. Vete, Yayá.
Obedeció la criada. Pepita dejó caer el número de La mode a demain que estaba hojeando, y echó atrás el cuerpo en la mecedora, en un movimiento perezoso. Dentro de casa vestía como señora; llevaba hoy blanca bata suelta, corte kimono, que terminaba en puntas abajo en la falda; y ancha cinta rosa claro rodeábale, a manera de obi japonés, el talle, disimulando formas y dando al conjunto del cuerpo un aspecto infantil de muñaquita.
¡Ranulfo había venido! Era raro; en muchos días no lo veía. Bah! Estaba segura de que no la llamarían al salón. ¿Para qué? Sabían de sobra que ella no cambiaba una resolución tomada. ¡Nunca! Y menos en tales circunstancias... ¿Que porque dos o tres amiguitas la envidiaban el novio guapo, rico y joven, y habían echado a rodar la bola de nieve de la maledicencia, ella —sabiéndose inocente— debía resignarse a cuanto quisiese él? ¡No! Podían quedarse con Ranulfo...
La nena recordó el cuerpo esbelto de su novio, sus ojos azul blanco de tanto mirar los Andes, y suspiró.
Ah, pero eso nunca! La baba repugnante de la duda habíala mancillado, verdad; mas ella estaba sobre toda duda. En el corazón de Ranulfo al menos, debía estarlo. ¡Pero él también dudaba! Porque sinó, ¿a qué su interés en silenciar la lengua inmunda de media docena de tontos? ¡Él dudaba! Esa era la dolorósa realidad irreductible... Bueno; pues que la dejara! Lo amaba; pero, es tan fácil el olvido!
Pepita volvió a suspirar. ¿De veras sería fácil olvidar el amor único? Y siguió pensando...
¿No tendría razón Ranulfo en lo que hacía? Todo se había confabulado: la ausencia prolongada de él, casi de un año; el enclaustramiento de ella, su no querer salir a la calle, por mejor agradar al novio precisamente; las visitas asiduas del primo Enrique, con quien antaño tuviera flirt baladí...¡Maldita, casualidad! Por último, se le antojó conocer una noche, a la luz de la luna, la carretera nueva. Exigió la ida, como si la moviera oculto interés; fueron... y encontraron al niño abandonado. Hasta fué ella quien lo vió antes que los otros... Lógica en sus manejos, la maledicencia comenzó su odiosa labor de zapa... Ahora decían que era hijo de ella. En apariencia, Ranulfo había procedido como caballero. No habló claro; dijo que se comentaba, que corría la noticia de mentidero en mentidero. Y puso condiciones: se debía entregar al niño a un orfelinato. En caso contrario... No; era un ardid. El procuraba una prueba: si ella era la madre, no se desprendería del hijo, así como así... Pues que creyera cuanto le viniese en gana. Ella no dió la vida al expósito; pero, si no de sus entrañas, hijo era de su corazón. Y lo había dicho muy alto: no entregaría el pequeño. Si su prometido lo deseaba, estaba lista a devolverle la palabra empeñada. Sin embargo, ¡cuánto dolor le costaba esto! Aún no se habían abierto las fuentes de sus ojos, porque el asunto acaso se solucionaría; después, cuando fuera imposible —imposible por lo pasado—, un llanto muy amargo humedecería de maleficio su existencia... Y ella —la Pepita loca de otros tiempos— marcharía triste, vida arriba.
Un grito infantil en la pieza vecina, la sacó de sus cavilaciones.
Tenía para el abandonado solicitudes de madrecita nueva.
* * *
La mandaron llamar. En el salón estaba reunido un verdadero
consejo de familia. Había venido hasta el tío Pedro, que casi nunca
aparecía por casa.
Fué la madre quien habló.
—Tu novio —y señalaba con la mano a Ranulfo— necesita una contestación tuya definitiva. ¿Das ese chico a la inclusa, o no? Ya sabes que de no hacerlo así...
Pepita se volvió furiosa:
—Es absurdo lo que me piden! No lo haré.
No! Ella jamás entregaría al horror de un orfelinato al nene pequeñín y sin amparo. El Destino habíaselo confiado. Sería criminal volver a la tempestad el barquito desmantelado que se acogió al remanso... ¡Eso nunca!
—Tú dudas de mí, Ranulfo. No es que quieras acallar voces ajenas; es que quieres acallar la voz de la sospecha, que habla dentro de ti.
Y era demasiada ofensa! Pura, seráficamente pura, sabíase. Envolvióla en sus mallas la casualidad, y se resignaba. Perdería el novio; sufriría; sería —trasunto de la leyenda de oro— virgen y mártir. ¡Virgen! Ah, ¿y su corazón? Dos cosas a escoger: o herirse de muerte a sí misma en lo que más amaba, o desobedecer al poder oculto que mandárale cuidar del sin abrigo... Y así como jamás habríase atrevido a aplastar un retoño de flor, tampoco se atrevería a truncar un destino. Preferiría sacrificarse —ella, que vivió algo— por el que aún no había vivido nada.
—Persisto en mi resolución.
Alborotóse el cotarro. ¿Estaba loca? El tío viejo sentenció desgracias para la rebelde. La madre protestó, indignada. La hermanita, también. Y Ranulfo miróla a la cara con desprecio; ella intuyó la palabra que murió en los labios del novio...
—Ea, vosotros no me comprendéis!
Irguióse altanera y salió.
* * *
Aproximóse a la cuna del nene y tomólo en brazos.
—Pobrecito, tú! Te piensan hijo mío... Ah, cómo se engañan, ¿verdad? Cómo son inmisericordes! Pero ¿porqué no darles la razón? Si; eres mi hijo... ¡un hijito falso!
Recordó las palabras de Ranulfo la noche del encuentro, cuyo sentido horrible ahora por entero comprendía, y añadió:
—Hijito falso... ¡pero, hijito mío!
Allá, en la calle, ululó la bocina de un automóvil. Reconoció el sonido. ¡Era que Ranulfo se iba para siempre! Oprimió nerviosamente al nene contra su pecho. ¡Oh, infinito pesar!
El pequeñín abrió su boca desdentada, en anhelosa llamada al alimento. Y como hallara el seno de la virgen, apretó con sus labios el pezón que las ropas esculpían túrgido.
Pepito Anchoreua tuvo un estremecimiento de maternidad. Instintivamente fué a bajar el escote para lactar... y se contuvo. ¡Cómo era loca! Pero, la madre que duerme en cada mujer, acabó en ella de despertar.
—Oh, mi hijito!
Era madre! Madre! Una madrecita falsa...
1923
Mal amor
A Jorge Pérez Concha.
«Querida Nelly:
Sí; ayer fué mi birth day, como tú me dices en tu carta de Felicitación. Cumplí diez años; es decir, soy uno mayor que tú. Ves; estoy casi hecha una señorita.
Me gusta mucho el álbum de vistas de Chicago que me enviaste. Se lo mostré a nuestro primo Raúl y él dijo que estaba muy lindo. Lo conservaré como un recuerdo de mi lejana Nelly.
Francamente, tu regalo y el de Raúl han sido los que más me han agradado.
Ah, este Raúl... ¿Sabes lo que me obsequió por mi santo? Adivina, adivinadora... Pues, un precioso álbum, también; pero para autógrafos. En la primera página están escritos unos versos que él ha hecho para mí. Son una bonita cosa. Raúl cumple justamente años el mismo día que yo —lo que es una graciosa coincidencia,— y los versos son en torno a eso: habla de que la vida es un camino y cada año una etapa, y dice que él está veinte etapas más adelante que yo. En fin, son encantadores. Te mandaré una copia en cuanto pueda.
Por casa, todos buenos. Espero que por allá también lo estéis. No tardes en contestarme, y cuenta siempre con el cariño de tu primita que te abraza y te besa efusivamente,
Loló.
P. S.—Raúl ha corregido esta carta. Por eso me ha salido tan alhajita.—Vale.—L.»
«Querida, Nelly:
Recibí tu cable. ¡Qué amable eres! ¡Qué buena primita! ¡Tantos años como no nos vemos, y jamás te olvidas de mí! Me tienes muy obligada.
Me pedías en tu última que te contara novedades. Pues, no hay ninguna. Nuestro Guayaquil, al que tanto quieres, progresa y progresa más. Yo creo que algún día llegará a ser una ciudad muy grande y muy hermosa, como ésas que tú estarás harta de ver en los Estados Unidos.
Por lo que a mí personalmente atañe, la única novedad —¡y vaya que para mí es grande!,— es la de mis quince años... quince años floridos, como diría Raúl.
A propósito de Raúl, debo decirte que me tiene muy apenada. Verás. Como sabes, él, que es muy pobre, vive en nuestra casa: en un departamento independiente del piso bajo, sí; pero, hace comidas comunes con nosotros y casi todo el tiempo que el maldito diario le deja libre —te he contado ya, que se ha hecho periodista,— lo pasa arriba en nuestra compañía. Yo lo quiero mucho; no sólo porque él me ha mimado desde chiquitina, sino porque es el único, entre los hombres que frecuentan nuestra casa, que no enamora a mis hermanas mayores; no obstante que —te lo digo en reserva— María del Mar se pirra por él, y él lo sabe. ¡Y mira que María del Mar, aunque sea malo que yo lo declare, es una linda chica! Ay, hija; pero, lo que es Raúl va por feo camino con eso del periodismo... Figúrate que ha dado en beber. No hay tarde que no regrese con sus copitas adentro. Muy correcto, claro, como que es un hombre de talento. Pero... Sin ir muy lejos, la otra noche, precisamente la del día de mis quince años, se excedió.
No vino a almorzar ni a comer, y se presentó en la sala, a cosa de las diez, cuando ya estábamos bailando, hecho una calamidad.
Jamás sentí un dolor tan grande como al verlo así. Acudí a él y lo conduje a mi dormitorio, y lo hice acostar en mi propio lecho. Con una taza de café cargado que le di a tomar, reaccionó un poco. Entonces le increpé su conducta, y lo aconsejé como si fuera un hermanito. Y es que así lo quiero: como a un hermano menor. A pesar dé que tiene ya treinta y cinco años, me parece un muchacho, un muchacho loco que no sabe lo que se hace.
¿Te supones con lo que me salió? Pues, que no había venido porque en el periódico se negaron a darle un suplido que él necesitaba para comprarme un regalito... ¡Qué tonto! ¿No te parece? Y me dijo, después, que se había embriagado, fiando la bebida, de pena... Como yo lo juzgo, es una criatura nuestro Raúl...
Y tú, linda Nelly, ¿qué me cuentas? ¿Qué tal de amores? ¿Cómo sigues con tu Harry?
Yo, de eso, niente. Coqueteo, coqueteo... Cultivo el flirt, como tú —que ya estarás hecha una americanita, una auténtica flapper,— liarás. Pero, la verdad, todos estos chicos bien que visitan mi casa, me caen insípidos. Sin ser una intelectual —remoquete éste que les aplican a las preciosas de ogaño, —gusto de los hombres de talento. ¿Extraño? Quizás. ¡Ah, qué no diera yo por encontrarme uno y hacerlo mío para siempre!
Me perdonarás, encantadora primita, que haya sido tan latosa en ésta.
Te recomiendo puntualidad en tu correspondencia.
Recibe un estrecho abrazo de tu prima,
Lolita.
P. S.—Te adjunto unos recortes de periódicos donde han aparecido versos y artículos de Raúl.—Vale.—L.»
«Querida Nelly:
Cree que me alegro mucho porque tu regreso al país natal sea a tiempo para que concurras a mi boda, que se celebrará después de tres semanas cuando más.
Mi boda... Te he hablado ya tanto de ella, que nada nuevo podría decirte.
Mi boda de conveniencia —romperás esta carta;— mi boda casi obligada.
Todos aquí en casa me presionan para que contraiga matrimonio con Amadeo; es decir, no todos; hay uno... Pero, ése no cuenta.
Papá llegó a decirme el otro día que no debo desperdiciar la ocasión: que Amadeo es un partido ideal y que yo, con mis veintidós años y mi carita poco agraciada —así se expresó—no habré de toparme con otro que lo iguale ni en las pisadas. ¿Qué tal, primita mía? No sabes cuánto he llorado.
Cierto que Amadeo es guapo, rico, joven, linajudo, cuanto quieras; pero, se me antoja frívolo, banal, tonto, engreído... ¡muy poco hombre!
En fin... No es ancho el Rubicón.
Te dirijo esta carta, como me indicaste, a Panamá, recomendada a la Legación del Ecuador, y espero que la recibirás oportunamente.
Te saluda tu pobre prima, que delira por verte,
Lola».
—¿Ola? Centro 23-48. ¿Eh? Sí, señorita.
—.....................
—¿Mamá? Sí; con Dolores. No; no pasa nada. ¿Y qué podría pasar? Llamaba para preguntar si está todavía en la casa Nelly. ¿Sí? Pues, te ruego que la hagas acercar al aparato. Gracias.
—.....................
—Claro, Nelly; ¿cómo se te ocurre que me fuera a olvidar el guardar para ti mi liga de desposada? Ojalá, no más, te traiga buena suerte. ¿Conque te ha sorprendido mi llamada? Muy natural. Acabadita de llegar al hogar conyugal y pensando ya en hablar por teléfono. Raro, ¿no? Pero, si supieras...
—.....................
—Sí; mi marido, mi señor marido, está disponiendo no sé qué cosas para nuestra primera cena de casados. Aprovecho el estar sola un momento para llamarte; porque no puedo contenerme...
—.....................
—No; no es eso, pícara flapper, Es otra cosa. Algo terrible, espantoso.
—.....................
—No; no trates de adivinar, y mucho menos andando por esos senderos del Decamerón. Es cuestión muy distinta; pero, horrible...
—.....................
—Te contaré. El automóvil que nos trajo desde la casa hasta esta quinta donde Amadeo y yo pasaremos la luna de miel, se detuvo justamente frente a la puerta. Al ir yo a franquearla, he tropezado con un hombre tendido en el suelo al pié de la cancela, y casi me he caído. ¿Sabes quién era ese hombre? Raúl...Estaba borracho perdido... No sé por qué maldita casualidad ha venido en dormirse aquí en esta ocasión...
—.....................
—Nada. Al tropezarlo, despertó. Abrió unos ojos enrojecidos, que me parecieron muy tristes al mirarme; pero, no me dijo nada... Amadeo no lo reconoció; lo ha visto muy pocas veces y, felizmente, el trío estaba escasamente alumbrado. «Un desgraciado de esos que hacen cama de los zaguanes», comentó... Y entramos en la quinta.
—Sí; seguramente estará ahí afuera todavía. Ah, si tú pudieras mandar a alguien que se lo lleve... ¡Pero, por Dios, que no se entere nadie, Nelly mía! Bueno; gracias. Muchas gracias.
—.....................
—A mí también, Nelly; a mí también. Cuando Raúl me miró, esa misma idea loca cruzó por mi mente.
—¡Quién lo sabe! Acaso por su extremada pobreza... Acaso, por los veinte años que, como a menudo decía, iba él vida adelante... Y, sin embargo... ¡Ola! ¡Ola! ¡Perdón, Nelly! No hablemos más; no puedo... Mi marido, mi señor marido, viene...
Malos recuerdos
Cuando vengo, cuando voy, cada vez me saluda el pulpero de ahí afuera. No parece sino que ese hombre estuviera en la vida para saludarme a mí.
—Buenos días, don Facundo.
—Buenas tardes, don Rosillo.
—Buenas noches, señor Facundo.
De cualquier manera, a su arbitrio, tratándome como le da la gana, pero no deja de saludarme. Como si no tuviera otra cosa que hacer más que cumplir para conmigo los deberes de urbanidad. Ni yo que aprendí de memoria el manual de Carreño y que ahora soy, por una serie de circunstancias desastrosas, profesor en la escuela nocturna de una sociedad obrera.
Antes el pulpero me decía sencillamente, aun hasta palmeándome la espalda:
—¿Cómo le va, joven?
Hace no sé cuántos años. En la época de la guerra con el Perú, creo... Entonces me sentía enojado por eso que reputaba una confianza excesiva; y, quizás, hoy no me molestaría si el pulpero me dijera una noche, lisamente, cuando regreso de dictar mis clases:
—¿Cómo le va, joven? Tunanteando, ¿eh? ¿Picando a alguna hembrita?
Hasta le perdonaría su asiduidad cortés.
Ah, el pulpero... Desde que lo conozco, sólo tres días no me ha saludado. Y es que no estaba en Guayaquil.
Fue un par de lustros ha. Se marchó a Taura, donde agonizaba su madre. Volvió de un luto detonante de tal luto que era. La camisa, incluso, la llevaba negra: un poco de color y un mucho de sucia.
Ah, el pulpero...
Durante el breve tiempo que estuvo ausente se notó que hacía falta, se advirtió que era necesario para que las cosas del barrio anduvieran como siempre.
Yo lo extrañé. Y me alegré de veras cuando, al ir una mañana a mi trabajo, vi de nuevo abierta su tenducha y escuché su eterno saludo:
—Aló, don Rosillo, ¡buenos días!
* * *
Es conveniente que haga estas apuntaciones que suelo escribir detrás de los vales de caja que me traigo de la oficina o detrás de las listas de asistencia que me traigo de la escuela.
Mato así las horas nocturnas que me quedan libres, cuando me las rechaza el sueño. Peor ahora que estoy padeciendo de insomnios. Y que no se va a pasar úno la vida durmiendo como los cerdos... Hay que vivir... Hay que vivir...
Además, un recuerdo trae a otro, de la mano.
Por haber recordado la muerte de la madre del pulpero, he recordado la muerte de mi propio padre, cuyo vigésimo segundo aniversario se cumple mañana.
Murió tuberculoso en el “Calixto Romero”. Estrenó un pabellón recién construido; y, por ello, su fallecimiento armó algún revuelo entre los barchilones y los asilados.
—Ya ha muerto uno en “San Nicolás”.
—Sí; está ahí abajo, en la sala “De profundis”.
—Véanlo... Véanlo... Por esta rendija se le ve...
Habían depositado el cadáver en una tarima de madera. Estaba descalzo y tenía las plantas de los pies tan frías y tan blancas como el hielo de la Cervecería. En la boca se le había fijado para siempre un gesto horrible: la sangre se abría salida entre los labios cerrados y corría en un lento hilillo por la barba.
Es una historia triste ésa.
Lo echaron a la zanja común metido en una funda de liencillo. Nada más.
Cuando fui a la oficina —antes había trabajo en ella mi padre y yo era su ayudante— el jefe me estrechó la mano por la primera vez.
—Le doy el pésame, Rosillo —me dijo— y me lo doy a mí mismo. Ha perdido a su padre; la oficina ha perdido un empleado competente. ¡Ojala siga usted las huellas de ese hombre honrado que le dió el ser que tiene!
—Gracias, señor Ponte —repuse yo, lloroso y agradecido.
Sigo, en efecto, las huellas de mi padre. Tuberculoso como él acabaré, sin duda, en el “Calixto Romero”, cuyos edificios color cascajo, recortados contra el cerro del Carmen, desde aquí distingo.
—Las sigo, señor Ponte.
* * *
El sábado siguiente, cuando cobré mi semana, supe que me habían rebajado el sueldo.
Me explicó el cajero:
—Es orden del jefe.
—Aja.
Después averigüe que el señor Ponte había dicho:
—Se le haría daño a este muchacho conservándole el mismo sueldo. Carece de familia; ya no tiene que comprarle al padre especialidades ni alimentos... ¿para qué tanto dinero?
A lo que el contador había agregado:
—La plata malea a la juventud.
Sólo tres o cuatro años después volví a ganar lo que antes.
* * *
Si yo hubiera tenido madre que mantener, acaso no me habrían rebajado el suelo miserable. Es casi seguro. Pero, no la tenía. Quién sabe si no la he tenido nunca. Es curioso. Como si hubiera nacido de la tierra o del agua.
Mi padre no me habló nunca de mi madre.
Cuando le pregunté, me contestó invariablemente:
—Si no quieres que te patée, métete el dedo donde no te estorbe, y échate candado la trompa.
Cierta ocasión mi padre llegó borracho con un amigo. Al yerme, el amigo dijo:
—¿Este es el hijo que le clavaste a la tuerta?
Mi padre se enfureció y gritó a voz en cuello:
—¡No me hables de la chiva ésa!
Callaron.
Después, alguno ha insinuado que mi padre tuvo amores con una señora de la buena sociedad y que yo podía resultar nada menos que el fruto de tales relaciones. Sería novelesco. Precisamente en muchas novelas que he leído las cosas pasan así.
Pero, no puede ser. Quien conoció a mi padre no creerá jamás que una señorona se haya enamorado de él, ni loca que estuviera. Era demasiado feo; más que feo, insignificante. Retaco, flaquito, azambado, moreno. Como yo. Soy su vivo retrato. Pertenecía el pobre a esa clase de hombres a quienes ni las mujeres miran ni los perros ladran.
De cualquier suerte que fuere, lo único que yo afirmaría hasta cierto punto es la risible cosa que soy hijo de una chiva tuerta.
Y ya es bastante.
Se me ha ocurrido que mi padre llamaba “chivas” a esas tristes infelices que son conocidas, absurdamente, por “mujeres de la vida alegre”.
No estoy del todo convencido de que así las llamaba... Pero, me parece recordar...
¡Oh, entonces sería espantoso!
Y, reflexionándolo mejor, no creo que me convenga a mí, en mis circunstancias, seguir en estas apuntaciones.
Con lo que he escrito, también es ya bastante.
Maruja: rosa, fruta, canción...
A Abel Romeo Castillo y Castillo.
1
—Es una abusión de la gente de la orilla, sólo.
—Pero, dicen...
—Abusión, comadre.
—....de que cuando er chapulete ta colorao y bastantote, tetea er camarón.
—Ojalá.
—Pero er veranillo lo que lo trae es er chapulete.
—Farta un bajío.
—Ya sé.
—No sabe.
—Pa coger camarón.
—Claro. No iba a ser pa coger pluma e garza..
—No digo eso.
—¿Qué, entonce?
—Pa cogesle camarón a Maruja, pué.
—Sirve usté pa bruja, comadre.
—Meno... No iba a ser pa su joven,mi comadre... la pobre.
—Humm...
—Sí, compadre. El hombre es candir pa juera. Se consigue mujer pa que le para.
—¡Comadre!
—No se me ofienda. Digo, nomá.
—E que vamo ar dicho.
—¿Negará, compadre?
—¿Er qué?
—Er que dende que vino la Maruja de Guayaquil, la orilla ta revuerta mismamente que pa aguaje. Toda la hombrada anda como cubos de casa tumbada. ¡Caray! Y no hay pa tanto, pué... De haber habemo mujere aquí, en frente y en la Boca... No lo digo por mí... ¡Pero, es gana nomá de albórotalse, ustede!
—El hombre es como er ganao, que le gusta cambiar de manga.
—¡Sinvergüenza!
Pero, había que irse.
Porque el agua zangoloteaba la canoa como si quisiera desamarrarla. ¡Puta, y qué olorsazo a lagarto! En el aire...
Lagartos de Capones: el viento trae vuestra hediondez amenazadora desde tan lejos como estáis, —fieros, terribles, cebados lagartos de Capones...
2
Maruja: rosa, fruta, canción...
Yo soy “ciudadano” como tú, Maruja. Mi amigo Héctor, también lo es. Sabemos —él y yo— cómo se anda en las tardes de domingo, por el bulevar de Octubre. Y, sin embargo...
Maruja: rosa...
Naciste en los suburbios porteños del oeste, en tierra regada con agua salada de mar y abonada con abono cholo. No tienes —gracias a Dios— mezcla blanca, fina sangre colonche. Aún eres botón a medio abrir. Botón de rosa que marchitará este sol de castigo, quizás antes de que llegue a plenitud. Pero, no importa; porque tienes ya prestigios de rosa. Hueles hondamente a no sé qué. Acaso, tu olor podría llamarse, simplemente, olor de feminidad criolla. Bailando contigo, percibiendo el vaho tibio de tu axila, he comprendido un poco las nobilísimas narices de las damas de Bizancio, que gustaban del almizcle.
Maruja: fruta...
Tu carne, cuyo color oscila entre el café-canela y el mamey-achiote, ha de ser dura y unánime, como la almendra del coco jecho. Cierta vez, a la presión de mis dedos, la carne de tu brazo trinó como si muy adentro se quebraran minúsculos cristales; tal sucede, al calor de la mano, en los trozos del azufre nativo.
Ha de sentirse, al morderte, la misma impresión de que se destempla el cordaje de los dientes, que se siente al morder la púlpula ácida de la grosella. Mas, tu sabor será agridulce, como el de la ciruela cerrera.
Maruja: canción...
Te he oído hablar, Maruja, y tu voz ha cantado a mi oído una canción. O quizás fue que el timbre de tu voz despertó el eco dormido de una canción que yo guardaba ancestralmente olvidada. No sé porqué, —no obstante que tú eres vida, y alegría por eso,— como un halo inconsútil que te rodeara —y que sólo yo veo— flota tristeza en torno de tí. Una dulce tristeza rara, de ésas que únicamente una historia vieja de siglos puede legar. Pero, cuando ríen tus dientes con esa clara risa que sólo he visto en tí y en ciertos niños felices, se olvida uno de todo, hasta de que eres en la vida tan poquita cosa, Maruja: rosa, fruta, canción...
3
—Esta, tarde bailaremos.
—Y esta noche.
—¿Dónde?
—Porque los blanco han venido ha divertilse.
—Quema el aire.
—Pero, la hedentina a lagarto ha desaparecido.
—Bailaremos... ¿en?
—En casa de Tutivén, pues.
—¡Ah!, con Maruja.
—¿Tutivén es peón?
—No; sembrador.
—Aparcero.
Sobre el agua tranquila, la canoa deslizaba su panza lisa de vaca ahogada. Estaba la luna en el cielo. Pero, bajo la luz maravillosa, —luar de invierno,— nosotros, ¡pobres de nosotros!, íbamos a oscuras.
—Hacen falta faroles.
—Hay de venta en Bellavista. Tres cincuenta el litro.
—Un farol caro.
—¡Ah, pero qué bien alumbra! A lo Diamond.
—Vamos.
—Para abajo, nos chorrearemos con el favor. Para la casa de Tuti, la contra.
—Se hará más lejos.
He aquí una cosa que yo no sabía. La contra acrece la distancia. Más lejos...
4
Yo no había visto morir a un hombre.
Un hombre que se muere, es como un barco que se va; y, yo he rehuído siempre el espectáculo de los puertos a la hora de la zarpada.
Pero......¡qué bella esa canción!
El bordoneo de las guitarras me golpea en el alma. He querido llorar, y no he podido... porque no tenía qué llorar. Entonces he recordado un viejo amor mío perdido... y he llorado por ese amor.
Amor que se me fue,
no volverá, de nuevo...
Pasillo horro de técnica, es preciso escucharte para comprender
tu belleza triste de canto criollo. Dicen buen decir cuando dicen: la
tristeza, mal americano.
Luego he reído un poco más estúpidamente que cuando lloré.
Me han dicho:
—Tu juma, Arturo, es juma llorona, juma de indio.
Fué entonces que reí —para desmentirles—. Y he esgrimido mi protesta:
—Pero, yo no soy indio. Las narices del indio, no perciben al lagarto lejano... y hasta acá me llega vuestro nauseabundo hedor de amenaza, lagartos de Capones...
5
Puesto que yo lo maté, he tenido que ver morir a este hombre.
Lo maté un poco, porque lo matamos entre todos.
Este hombre amaba a Maruja. Y nosotros sé la arrebatamos.
Dividimos en pedacitos el corazón de la muchacha, uno para cada uno, en la farra alegre de la casa de don Tuti. Y él lo había querido entero.
Se fué...
Era mucho más de media noche cuando se fué. En su canoíta de inverosímil pequenez —que mas parecía ún doznajo para cerdos,— partió aguas arriba, cantando.
Iba cantando para no llorar. Pero, lloraba en su canción.
Al despedirse, dijo:
—Adiós, don Tutivén.
Pero, debía regresar.
Volvió a la madrugada.
Primero, llegó su quejido cansado y débil de desangre. Después, reptando como una culebra, llegó él; es decir, todo lo que quedaba de él.
Bajamos con luces. Era un cuadro horripilante. Tenía una pierna menos, seccionado el muslo en el tercio superior, cerca de los glúteos, y sangraba copiosamente. Jamás nos explicamos cómo pudo llegar arrastrándose.
Nos miraba con ojos humildes y clamorosos de perro envenenado, en los que había, sin embargo, para todo y para todos, un callado perdón.
A su generosidad póstuma, correspondimos adivinando lo que nos quería decir... Un colazo de lagarto le volteó la canoíta, y cayó al agua. Cerca de la orilla, se agarró desesperadamente al barranco; pero, un tapazo del saúrio le llevó una pierna antes de que alcanzara a ponerse completamente fuera del agua. A rastras había venido... porque quería morir entre sus hermanos hombres. Comprendimos su anhelo: ver a Maruja.
Subimos a despertarla; pero, estaba tan borracha de sueño y de aguardiente que sólo gruñidos porcinos obtuvimos como respuesta a los pellizcos.
—Maruja duerme. Despertará al amanecer.
El no podía esperar —crepúsculo de vida— al crepúsculo de la mañana.
Cerró los ojos apretadamente (sin duda para ver cómo se moría, porque después los abrió, claros y acuosos), y en seguida murió.
Comentó una vieja, la mujer de don Tuti:
—¡Desgraciao! Er trabajo que tendrá para encontrar sus hueso er día que suene la Trompa...
Pasó por nuestras imaginaciones una escena del Juicio Final, más escalofriante aún que las del cuadro famoso del Michelangelo: este hombre buscando su pierna devorada en las aguas turbias del gran río.
—Sería injusto eso. Alguien la encontrará por él.
—Sólo un angelito, niño, podría ser.
—Uno le tiene Maruja.
—¡Maruja! ¿Pero, es posible? ¿Maruja?
—Sí, niño; ¿no sabía? Él la empreñó. Es que se faja ella; pero, botará el chico pa salidas de agua.
6
Ahora que sé que hay en tí una mujer que va ser madre, es decir, santamente dos veces mujer; eres para mí más lo que eres, Maruja: rosa, fruta, canción.
Héctor me ha dicho:
—Para que el hijo pueda buscarle la pierna al padre, es preciso que muera ángel, ¿verdad?
—Sí.
—O sea, que muera apoco de bautizado.
He comprendido. Pero, Héctor estaba borracho, y no valía la pena de atenderlo.
Con todo, temo algo tenebroso de estas viejas ignaras y supersticiosas.
Pero, no. Tú no lo consentirías, Maruja. Que se las arregle el padre como pueda en la hora del Juicio. No valdrá su dolor de para entonces, la vida del hijo.
Serás tú una buena madrecita, Maruja. Dejarás de ser rosa; dejarás de ser fruta; nadie impedirá que sigas siendo una canción...
Para tu hijito que —según está calculado por la ciencia paisana— nacerá para salidas de aguas, serás una dulcísima canción: una canción de cuna.
Merienda de perro
Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.
Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.
José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.
Se alejó otra vez Tupinamba.
—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.
El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.
Ese tornó a quejarse por el frío.
—¡Achachay!
Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.
—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.
A corta distancia de su vivienda, se detuvo.
Un balido quejumbroso hirió sus oídos. Miró en todas direcciones. Sus ojos escudriñadores buscaban en la noche el lugar donde estaría el animal que había gritado su lamento.
Lo descubrió, al fin. Allá, allá, al pie de una pequeña eminencia de arena, se agitaba un bultito prieto.
José Tupinamba comprendió. El Santos, que ayudaba a su padre en el pastoreo del rebaño, había dejado una oveja —ésa— fuera del redil, olvidada.
Presa de una suerte de loco terror, el indio corrió, corrió por los caminos de los cerros, sin cuidarse apenas. El poncho le flameaba como una banderola al viento. Las alpargatas golpeteaban la tierra en un tan-tan brevísimo.
Pensaba. Su pensar —agitado y sacudido en los movimientos del traslado violento—, habría sido intraducible de quererse expresarlo con palabras. Era una eclosión de miedo. El miedo ancestral al amo, que se le había bajado a los pies y le calentaba motores para correr, llameábale un tanto en la cabeza, bajo el casco de cerdas, y le encendía pensamientos.
¡Ah, si el peno que guardaba el rebaño, percibiera el balido de la oveja extraviada! ¡Ah, si — entonces— ladrara su aviso! Se despertarían los animales tímidos en un atolondrado coro de balidos angustiados, y el mayoral, que cerca de esos lugares vivía, se daría cuenta cabal de lo ocurrido.
Veía ya el indio sobre sí las sanciones horribles: el látigo... el destierro en la puna lejana... el trabajo en la mina de azufre, hundido en los socavones, bajo las capas inestables que se desmoronan enterrados vivos a los zapadores...
De nada valdría, para evitar el castigo, que su mujer —la Chasca— hiciera, como hacía, cerca del amo —en la hacienda— ejercicio de huacicama y de querida; de nada valdría que la Chasca —la pobre huarmi— hubiera de dejar a su hijita de pechos confiada al cuidado amoroso y torpe del marido, para ir, cada noche, a matar las lujurias del señor que se había encaprichado con los muslos durotes de la india... De nada valdría...
Ah, si ladran “Vencedor”...
Pero, no; no ladraba “Vencedor”. Estaría somnoliento, fatigado quizás. Era raro eso; mas, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno! O, tal vez, hambriento como lo tenían siempre, con las raciones escasas que el can había de completar cogiendo añas o ratas, se habría escapado por las hondonadas, de cacería... Era más raro esto, aún; pero, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno!
Al cabo llegó Tupinamba a la oveja perdidiza. La tomó en los brazos con mil precauciones, para que no alborotara, y la condujo al rebaño.
Iba el indio sigiloso, anunciando su presencia al perro:
—Shss... Shss... “Vencidur”... Ssss... Pero, “Vencedor” no esta ahí. Había abandonado su guardia.
Tupinamba decidió esperar su vuelta. No cabía hacer nada menos. No era cosa de dejar el rebaño solitario.
Sufría el indio. Sufría por la huahua, que habría despertado quizás, y estaría llorando, llorando, allá en la choza, junto al hermanito dormido, revolcándose en el cuero del borrego sin curtir.
Pero, el rebaño... las ovejas...
Transcurrió una hora atormentada, hasta que tomo “Vencedor”. Era un animalejo largo, escuálido, espectro de perro...
Tupinamba se le aproximó. Entonces, el can soltó a sus pies algo informe que traía en las fauces, y fue a esconderse, con el rabo agachado, entre el rebaño, huyéndole al hombre.
Estaba la luna lo suficientemente clara para que, a la primera mirada, el indio reconociera que la desechada presa de “Vencedor” era el pañalito morado de su huahua —¡de la Michi!— y un bracito sangriento...
Miedo
MARGIT.—Afortunadamente se ha ido. Cuando está a mi lado, mi corazón cesa de latir, como si lo adormeciera un frío mortal... Es mi marido; soy su mujer. ¿Cuántos años dura la vida humana? ¿Cincuenta años tal vez? ¡Dios mío! ¡Y sólo cuenta mi vida veintitrés primaveras!...
BENGT.—Hay motivo. A fe. de caballero, no sé lo que le falta. Procuro estar a su lado todo el dia. Nadie puede acusarme de severo con ella. Me encargo yo de dirigir los quehaceres de la casa. Y sin embargo...
HENRIK IBSEN. — GILDET PAA SOLHAUG (La fiesta de Solkaug); acto primero.
Bebíamos. Las perchas de la tabernucha —Brasil y Rumichaca,—
íbanse quedando vacías como los estantes de la biblioteca de un poeta
miserable... Cerveza. Más cerveza. Botellas tras botellas.
Nuestro amigote, el viejo Santos Frías, que era inspector a jornal de no sé qué obra pública (sin duda, alguna estatua a un héroe inédito, descubierto por sus celosos descendientes); estaba ya casi borracho. Hablaba hasta por los codos y dio en hacernos confidencias. Sobre cualquier tema que girara la charla, siempre Frías encontraba oportunidad de endilgarnos un comentario, siquiera, dolorosamente arrancado a su propia intimidad. Ignoro por qué tenía ese empeño tenaz de hacerse daño. Que daño se haría al resucitar así, pública y malamente, recuerdos que debía guardar en el silencio de una farsa de olvido, ya que no en el imposible olvido absoluto.
Por ello, cuando Mateo Alvarado nos hizo esa enfebrecida apología de las delicias hogareñas, de las alegrías del hombre casado, Santos Frías, anheloso de una nueva confidencia, nos lanzó de sopetón la pregunta:
—¿A qué no saben ustedes porqué no me he casado yo?
Cada quien auspiciaba una solución. Por esto. Por lo otro. Por lo de más allá.
En vísperas de la confidencia, Santos Frías negaba con rotundos ademanes de cabeza, fortalecidos con un sonoro no. Evocaba en cierto modo la escena de Tartarín de Tarascón
acompañándola romanza de Roberto el Diablo.
No que no. Él —Santos Frías Osorio— había sido siempre un propugnador del matrimonio como estado ideal de vida. Pero...
Y se nos vino encima con el secretillo.
Aún cuando nos pareciera mentira, él —podía jurarlo, pero no
hacía falta,— había sido, cuando contara treinta años menos del medio
siglo de ahora, lo que se llama en todas partes un mozo guapo. Lo tenían
así acabado, con facha de espectro, el alcohol, la comida escasa “y sin
vitaminas”, el pobre acomodo, el trabajo rudo y largo... En plena
juventud fué otra cosa. Las mujeres le sonreían tan bonitamente como
pensaba que la vida habría luego de sonreírle. Él, sin desdeñarlas del
todo, se contraía a adorar —que adoración fué lo suyo— a una su primita.
La Olguita ésa, su prima, era una ilusión hecha carne: rosada y tersa
carne de mujer. Lo amaba también. Un poco menos que
él a ella; pero, lo amaba. Santos Frías estaba “matemáticamente” convencido de eso. Pactaron el matrimonio. Frías trabajaba como ayudante del cajero, en una fuerte casa de comercio, en cuyo empleo pensaba prosperar, hacer carrera. No resultó así. Un mal día el cajero se alzó con los fondos y fugó al Sur. Sobre Frías recayeron sospechas graves y lo metieron en la cárcel. Permaneció allí tres meses. Judicialmente, no existían cargos concretos en su contra, y lo absolvieron. Pero la opinión pública no lo absolvió. Creyóse a firme que había andado en compincherías con su superior inmediato.
Negáronle trabajo en las oficinas calificadas, y hubo de humanarse a esos puestos francamente inferiores de sobrestante, de inspector, de guardián, de tomador de tiempo.
Así que saliera de la cárcel —desde la cual había mantenido una frecuente correspondencia con Olga,— fué a ver a ésta.
—Sinceramente, Olga, ¿te casarás conmigo?
—Sí; no veo inconveniente. Creo que eres honrado. La cuestión está en que busques un empleo que, satisfaciendo tus aspiraciones, nos dé lo bastante para vivir así, así, medianamente, sin lujos, pero tampoco con angustias.
Y entonces vino lo de las negativas de empleo. Y el aquél de humanarse... ¡él, el hijo del alférez Frías que peleó en Gatazo!
Al medir su situación, el verdadero alcance de su situación; al comprender que no vibraban en él capacidades de triunfador, de dominador del éxito reacio; al saberse estigmatizado, marcado con hierro de humillación para siempre.... Santos Frías tuvo miedo, un miedo horrible...
—Doy por seguro —concluía, hablando para nosotros,— que, de haber insistido yo, Olga no se habría negado aún a casarse conmigo, a ligarse con grillete a mi grillete de condenado. Pero, me dio miedo. Miedo egoísta, lo confieso. No compasión de ella, sino temor por mí...Olga...¿la conocéis? Sí; sin duda... Olga de Schmidt —la mujer del gerente do la casa alemana Schmidt & Wolf— era, y es, una mujer demasiado hermosa para que no la tentaran los hombres, desplegando delante de sus ojos codiciosos todo el aparato del lujo, de la molicie, de la material felicidad, en una palabra, que puede dar el dinero...Olga era demasiado femenina para resistir valientemente, al lado de un hombre a quien, poco a poco, hundida en las complicaciones de la existencia difícil y mezquina, iría dejando de amar...¿Y qué hubiera entonces sucedido? Temblé al imaginármelo. Sentí horror por lo que iba a sufrir en lo futuro irremediablemente —el estrujón inevitable de mi honra,— y preferí sufrir pasajeramente en lo que era entonces presente, el dulce presente ya ido... Olga no entendió bien mi gesto o, acaso, fingió no entenderlo. Luego, casó con el rico Schmidt, y puedo aseguraros que es dichosa. Me ha olvidado buenamente. Como casi nunca me ve, cuando la casualidad hace que nos encontremos en la calle —no visito su casa,— tiene un real trabajo para reconocerme. Yo interiormente estoy satisfecho de todo esto.
Mateo Alvarado nos dijo en voz baja que este Santos Frías calzaba
holgadas calzas de majadero. Quiero creer que no fue la suya la opinión
más generalizada entre los que escuchamos su confidencia triste y
melancólicamente vulgar...
Mientras el Sol se pone...
(nuestro sol interior...)
Se llama a la Muerte en el supremo libro de los verdaderos nombres, la Consoladora y la final Remediadora.
Es buena por mandato divino. Y, cuando es llegada la hora de su visita ineludible, se atavía, para hacérsenos amable, con el áureo traje de nuestro más bello recuerdo.
Cerró los ojos Luis Manuel —como dos puertas— y tembló de la
cabeza a los pies. ¡Qué oscuridad profunda, y pesada! Él —en su pobre
pequeñez de humanidad— había sentido durante un momento, durante la
eternidad vehemente de un momento, —bien así como Atlas el mundo— todo
el profundo peso de la oscuridad...
—Doctor! —clamó
No lo oyeron. Querrían no oírlo. La, enfermera estaría ahí cerca, pensando en quién sabe qué cosas juveniles, rosadas, dulcemente pueriles... Pero, él era un moribundo a, quien ya no valía la pena escuchar cuando llamaba. Vox clamantis in deserto... Puah! Estaba tan cerradamente perdido!
Se agitó en una convulsión loca de 40°. Ahora pidió agua...
Agua...
Los grandes ríos que allá, corren, lejos, en la vida... Dicen que las aguas vomitadas del Amazonas endulzan en extensa zona el Océano Atlántico, el gran Mar Tenebroso que fué...
Agua...
Para la sed milenaria de Egipto, he ahí los Nilos de nombres cromados; los Nilos, hijos de los amplios lagos negros que sueñan en el sur del continente negrísimo; los Nilos obedientes, torpemente bondadosos, migratorios como las golondrinas, o mejor, como el plancton vitalísimo de los océanos fundamentales y todoriginarios.
Agua...
He aquí que en el jamón que somos nosotros —nosotros, Sud América!— como un gran trinchazo que rezumara jugo del fémur escondido: el Plata. (Bolivia puede sor la médula dolorosa y generosa.). El Plata, en cuya boca, como una gran muela única —Montevideo es un incisivo— pesa la maravilla de Buenos Aires la Máxima... Buenos Aires que es Bagdad y Basora, que es Samarkanda y la Ciudad Primera (cuyo nombre misterioso empezaba con E...) de los Libros unisapientes; pero que es, también, Alejandría la sabia, y Babilonia la Loca, y Atenas, y Roma, y París, y hasta New York...
—Buenos Aires será la Capital espiritual de la Raza.
De la Raza que profetizó allá arriba, en el Norte, Vasconcelos..
Mas: “Por mi Raza hablará el Espíritu”.
Hay que escuchar la voz del Norte aguerrido. México no sólo será la muralla; será la base América se erguirá —perpendicular a la horizontal del mar— como un edificio o como un hombre. Como un hombre... He aquí que en el Ecuador estará el corazón de América erecta. Y bien; hace tanto calor acá que podemos hacer un corazón...
—Agua! —gritó.
Le dieron agua. Mas... esta sed inextinguible; esta sed implacable; esta Sed...
Una mano aleteó por encima de su frente. Abrió los ojos.
—Eres tú, madre...
Díjole ésta, en una suerte de reproche dulce:
—Delirabas, hijo mío.
—No!
Dentro de él —tan adentro que no se vió—, sonrió un recuerdo... Pero, dijo una vez más:
—No!
Luis Manuel se sorprendió de ver a su madre cerca, de su lecho de
muerte. Luego se sorprendió de esta sorpresa suya. Era tan natural! Mas
él sordamente hubiera querido que su madre estuviera lejos, allá en la
lejanía infinita que es la ignorancia, para que no se diera cuenta de
cómo acababa la pobre cosa humana que ella hizo. Pensó Luis Manuel en el
dolor de un escultor que fuese obligado a presenciar cómo a golpes de
cincel —del mismo cincel creador—, alguien fuera destruyendo su obra,
sumiéndola en la informidad... En la informidad que es lo único que se
parece a la muerte.
—La informidad: he ahí la Muerte!
Pero, todavía:
—Madre, madre, ¿a qué has venido?
Aquel recuerdo que le sonrió, era un bello recuerdo.
Petrificado, hundido en los más profundos estratos de la memoria —como un fósil en las capas geológicas—, he aquí que salía ahora a flor de superficie —en cantante evohé— con un canto blanco de agua clara.
—Alina!
Y al conjuro de la palabra que musitaron los labios tímidamente, respondió una larga gritería, interior, como un coro de teatro griego:
—Alina! Alina! Alina!
Los pequeños recuerdos, que acompañan como séquito infaltable al recuerdo máximo y uno, vinieron agolpados y trotadores.
(Luis Manuel oyó que una voz que no despertaba eco cordial en él, decía: “La temperatura excede los 41° y va a morir pronto).
Pero, es que ajenos ojos no veían cómo —muy adentro— luminosamente aquel recuerdo de amor le sonreía.
—Alina!
Todavía, otra vez:
—Madre, madre, ¿a qué has venido?
Y, clamorosamente:
—Alina, Alina, ven...
Ojos cerrados, vió, no obstante, cómo Alina, atenta al gran llamado de desesperación, penetraba en la estancia.
Luis Manuel inició un diálogo con la recién venida.
—Alina, me voy; ¿sabes?
Repuso ella:
—Te habías ido ha tanto tiempo.
—No; vivía en tu memoria.
—No; en mí... eras el cadáver de mi recuerdo; pero, ni siquiera un recuerdo.
(Las personas que estaban cerca del lecho del moribundo, se preguntaban con quién éste mantendría diálogo; que del tal sólo escuchaban a uno de los interlocutores, como quien escucha a alguien que habla por el teléfono con persona que puede hasta no ser).
—Te hago presente, Alina, que siempre rehuí las discusiones. He de preguntarte solamente si me has querido. Y tú habrás de responderme.
—Mejor que yo, podrás saber tú si te quise. Está tan lejos eso, que mis ojos —los pobres— sufrirían el engaño de las distancias.
—Acaeceríame lo propio.
—No; porque eso es presente para tí, Luis Manuel.
—¿Y para tí?
—Pasado.
—Mientes, Alina. Permíteme decirte que mientes.
—La mentira es un modo de decir la verdad.
—Ahora, Alina, como siempre y como en todo, eres —o, más bien, quieres ser—, la imposible...
—No soy la imposible. Cuando más —que allá va!— la irreconquistable...
—¿Porqué?
—Lo he dicho ya, Luis Manuel: porque estamos tan lejos...
—¿Qué distancia media, Alina, entre tú y yo? ¿Cuál es la profundidad del abismo que nos separa?
—Un minuto...
—¿Cómo?
—Un minuto de desacuerdo.
—¿Irremediable?
—¿Puede, acaso, tornar a la unidad lo que fué dividido?
—Sí!
—No; queda la cicatriz. Y una cicatriz separa más que un millón de kilómetros.
—Bien; dejémonos, Alina, de discusiones inconducentes, y, con todo, ven... Te llamo.
—Habría venido sin tu llamado y, como voy a hacerlo, te habría besado...
—¿Por qué?
—Porque yo, que soy el Amor, soy también la Muerte...
Se oyó como el rumor de un beso, como el entrecortado hipar de un suspiro...
Luego hubo un silencio.
Demasiado largo...
La madre dijo, abrazándose al cadáver, —que ya lo era Luis Manuel:
—Te has ido para siempre, hijo, hijo mío...
Lloró esta palabra “mío"’.
Corearon todos:
—Se ha ido!
Y la enfermerita soñadora murmuró:
—Él estaba aquí... Pero no hace un segundo que se fué...
Añadió aún:
—Hablaba, poco ha, con la Muerte.
Alguien contrarió:
—Hablaba con el amor.
Y la verdad —que como una conclusión de silogismo caía—, no la profirió nadie; pero, pesaba tanto en el aire, en las personas, en las cosas y hasta en el rayo de sol que penetraba por el vitral amplio de la ventana sobre el jardín... que era un grito, un alarido:
—“Es que la Muerte toma siempre la forma de nuestro más caro amor!”
Olga Catalina
Al compañero Carlos Falconi Villagómez.
I
Detrás estaba la selva, apenas hollada, virgen quizá en largas extensiones, vivero de alimañas; y desde la cual, en las tardes soplaban vaharadas de salvajes aromas y golpes de ruidos misteriosos.
Caballero en Bubi —un talamoco enano— en varias ocasiones me había aproximado a los linderos de la selva, sin atreverme a penetrarla, cohibido ante su vieja doncellez.
—Hay una trocha, blanco, que dentra hasta un punto que llaman der Pajonal.
Esto me decía Crisanto, el peón negro, que fuera capataz de la hacienda hasta mi llegada como administrador; y añadía:
—Un compadre mío de allá, me contó de que hay gente... Un gringo no sé cuanto que vino el año pasao...
La trocha era practicable, y en uno de mis frecuentes ocios, casi sin intención seguí por ella.
...Era una mañana clara. Terciada la carabina a la bandolera, jinete en mi Bubi leal, no me arredraba la soledad. Mis lecturas de bachiller huracanaban recuerdos en mi memoria, y suspiraba por el advenimiento de una aventura —al clásico estilo del género— con su inevitable cohorte de fieras y de hombres peor que fieras.
Siguiendo los vuelos de mi imaginación —que era una loca libélula—, apenas prestaba atención a la despampanante belleza de la Naturaleza, desnuda allí, al descubierto la magnificencia de sus encantos; ni a las horas tampoco.
Las repentinas paradas de Bubi y sus relinchos, me volvieron a la realidad... Bubi era mi reloj. Miró al cielo, y el sol ardía ya en el cénit; al propio tiempo que un agradable cosquilleo en el estómago, delataba un próximo apetito, (Ah, mis formidables apetitos de entonces, lejanos ya, imposibles de tornara ser!)
Decidí regresar y volví riendas. Calculé el tiempo que había durado mi viaje: cinco horas; y temblé al pensar que sólo al caer la tarde me vería en la hacienda, ante la mesa...
Piqué espuelas, y Bubi, hostigado en los ijares, voló...
El sendero se arrastraba en aquel trecho por entre una arboleda gigantesca. Gruesas ramas rozaban los flancos del caballo y mis propias espaldas, y en el suelo, las lluvias —apenas cesadas— habían dejado peligrosos sartenajales.
...Enloquecido de terror, ví que a cortos metros de mí, una rama a medio desgajar interceptaba el camino a la altura de mi pecho. Quise detener a Bubi, pero fue tarde. Tendido por un golpe seco, rodé por el suelo...
Y no supe más.
II
Cuando abrí los ojos, vi, inclinado sobre mí, un rostro de mujer, anheloso... Era ese rostro tan divinamente bello con sus ojos azules, grandes, serenos, que yo cerré los míos otra vez, pensando en una angélica visión. El roce de una mano suave sobre mi frente, me incorporó a la realidad, al tiempo que una voz varonil, nombraba:
—Olga Catalina...
Recobrada del todo la conciencia de ser, me revolví, curioso. Tendido en rústico lecho, estaba en una habitación desconocida para mí. Sentada ahora al borde del camastro, la mujer de la visión...
Penetró luego a la estancia un hombre maduro, de raza blanca, con cierto aire de inconfundible majestad en su continente, y cuyo aspecto señalaba en él al tipo europeo del Norte. Detrás, quedamente, entró mi peón.
Me dirigí a Crisanto. ¿Cómo estaba aquí? ¿Qué me había sucedido? Porque apenas si recordaba la escena de la caída...
Crisanto me explicó. Tenía luxada una pierna, y además, en la espalda, serias contusiones. Por supuesto que había quedado sin sentido en el camino, y allí habría estado quién sabe hasta cuando si «este señor gringo y la blanquita, que es su hija», no me hubiesen recogido. Él, Crisanto, se inquietó al ver llegar la hacienda a Bubi sin jinete, y partió ea mi búsqueda. Me encontró aquí; pero ya «el señor gringo y la catirita» me habían hecho atender de un curandero...
A mi pregunta, Crisanto respondió:
—Er sucedido aconteció al mediodía y ahora son las nueve e la noche.
Iba a deshacerme en agradecimientos para con mis salvadores; pero el hombre maduro me impuso silencio con un amable gesto, al propio tiempo que la mujer de la visión, que permanecía cerca de mí, me pasó dulcemente la mano por los labios.
Dejé caer los párpados, amodorrado. Tenía fiebre.
III
Mi convalecencia fue larga. Acometíanme dolores agudísimos, y el «sobador» —un boliviano charlatán— había prescrito absoluta inmovilidad. Tres semanas estuve postrado en el lecho.
Olga Catalina —tal era su nombre— era mi enfermera. Solícita, esta linda mujercita de veinte años, guardaba inconcebibles energías en su cuerpecito y sobrada caridad en su alma, para soportar las veladas a que la obligaban mis dolencias. A cada paso, su comportarse evocaba en mí el recuerdo de mi hermana Fernanda, a quien hoy la tierra come. Para el enfermo, que el dolor volvía hosco y desabrido, Olga Catalina sólo tenía su sonrisa...(¡Cómo ella nunca nadie habrá de sonreír!)
Apenas hablaba el castellano, así que nuestras conversaciones se hacían en francés. Extraña asimismo a la lengua gala, la ceceaba y suprimía las erres modosamente, como las currutacas del primer Imperio.
Procuraba evitar todo cuanto a su vida anterior se refería. A cierta pregunta mía, respondió una vez:
—Nosotros somos de Holsingfords... Pero bien pudimos haber nacido en Mukden... o en Nueva York.
Y nada más.
El padre, —cuyo nombre nunca logré pronunciar—, hablaba menos conmigo; pues, desconociendo el francés, ni siquiera quedaba este recurso, y sólo podíamos charlar a través de Olga Catalina.
Cuando yo traté en él de hurgar el pasado, me hizo responder:
—Somos unos pobres inmigrantes como tantos otros que vienen a esta tierra vuestra... Ecuador nos ha dado todo: un cuadro de montaña y aperos para labrarlo. ¡Vaya desde nuestros corazones agradecidos, un voto por la grandeza de esta buena patria de los que no hay ninguna!
—¡Pero la vuestra!—Solté yo.
Y a Olga Catalina se le escapó esta frase:
—¡Todo, lo hemos perdido!
Recuerdo, también, que cierta vez, embebecido en la contemplación de la elegante silueta de Olga Catalina, la dije:
—Paréceme que su pie, Olga Catalina supiese del piso de los salones reales, y su cabeza, de los esplendores de la corona.
Y ella, pálida, se estremeció nerviosamente y me miró a los ojos: por los de ella vi pasar la sombra del miedo.
IV
En cuanto pude tenerme en pies, abandoné el lecho. Apoyado en un bastón, ensayaba a andar, mientras Olga Catalina me sostenía por la espalda. Excursionaba por los alrededores de la humilde covacha, auxiliado por mi bella enfermerita que me iba enseñando los progresos alcanzados por su padre en aquel trozo de la selva. Aquí y allá, la mano sabia del civilizado había hecho prodigios, desmontando y roturando, para dedicarlos al cultivo, sendos quintales, donde ya comenzaban a brotar ias plantas útiles. A la orilla de un arroyuelo juguetón, un establo nacía, y en él, orondas y pacíficas, hasta tres vacas ramoneaban con sus crías. El gringo era emprendedor, sin duda, y pronto tornaría aquéllo en una mina de riqueza
—¿Piensa su padre demorar aquí largo tiempo?
—A lo que parece, sí. Él, como todos, quiere hacer fortuna.
¡Él, como todos! ¿Por qué esas palabras de sentido fácil sonaron extrañas a mi oído?, ¡Él, como todos!....
Con los días, ya no me fue necesario el báculo; pero entonces, me apoyaba en el brazo de mi enfermerita y hacíamos más largos nuestros paseos por el campo. Casi restablecido, precisó hablar de mi regreso. Crisanto, que venía frecuentemente de la hacienda trayéndome cuanto requería, me avisó un día que, a la siguiente mañana, vendrían peones para conducirme en una suerte de camilla trabajada a propósito.
Esperé la hora del paseo vespertino para comunicar a Olga Catalina mi regreso inevitable... Yo pedía, por supuesto, perdón por las molestias que involuntariamente había ocasionado; pero ellos debían estar seguros de que mi corazón sería fértil a la gratitud: en cualquier dificultad, que acudieran a mí....antes que a Dios mismo.
Ella, acogió silenciosa mis palabras y esquivó el rostro, mirando hacia otra parte, para ocultarme la clase de emoción que la había producido... Nunca habíamos hablado de amor; pero esa tarde lo hicimos, y ella fue quien inició el tema... Ah! ella no había amado aún... Verdad que no estaba en edad. Pero, así como así, los hombres éramos unos entes miserables. Ella los despreciaba a todos. Como amigos, bien; pero como otra cosa... ¡no! Con todo, comprendía lo fatal. Algún día...
Y aquella charla extraña, terminó con esta frase de ella:
—¿A quién, a quién, Dios mío, habré yo do amar? ¿Quién será el que...?
Se interrumpió. Por tácito acuerdo, no hablamos más en todo el resto del paseo.
Al otro día, al despedirme —yo no me imaginaba que para siempre—, vi en los ojos de Olga Catalina, temblar una lágrima.
(¿Fue ilusión? Quizá. Pero sería para mí muy doloroso pensar que eso —lo único— no fue realidad).
—¡Volveré, pronto; volveré!
Y nunca más iba a volver...
V
Imposibilitado aún para el trabajo rudo del campo, en la hacienda lo solo que hacía era leer. Hojeaba pasadas revistas francesas de la Guerra, periódicos, libros. Sentado en un viejo sillón frailero, mientras releía lo que tantas veces había leído, meditaba una próxima excursión al Pajonal por ver a mi linda enfermerita, cuyo recuerdo no se apartaba de mí.
Una tarde, mientras revisaba una de aquellas revistas, me interesó sobremanera cierto artículo, ilustrado con fotografías, sobre la nobleza rusa que segó la cuchilla bolchevique. Entre las víctimas, figuraban el czar y su familia, príncipes, grandes duques.
Al volver una hoja, un retrato de hombre atrajo irresistiblemente mi mirada.... ¡No; no cabía un ápice de duda! ¡Era él, el gringo inmigrante del Pajonal! La leyenda decía: «Desaparecído.—Gran Duque Alexis.» —El gran duque Alexis, primo del Czar, desapareció de Holsingfords con su hija Olga Catalina el 15 de..
No pude seguir leyendo. En ese momento, Crisanto, pálido, tartajoso al hablar, interrumpió en la estancia.
—¡Patrón, patrón, que desgracia! ¡Pobre blanquita, tan buena! ¿No sabe? Se la robaron los brutos.... ¡Ah, pero er día que caigan!
—¡Explícate, hombre! ¿A quién han raptado?
—A la gringuita, pues, a la niña Catalina. Los montoneros esos... Me contó mi compadre, er de allá dentro....
Olvidado de mi pierna luxada, me erguí bruscamente y comencé a dar las órdenes más contradictorias:
—¡Ensilla a Bubi! ¡Prepara la lanchita! ¡No, pon un telegrama a....! ¡Llama a la peonada y reparte armas....! Iremos....
Crisanto me oía sin hacer ademán de moverse.
—¡Ea, poltrón, qué haces ahí!
Reposado me replicó:
—La cosa jué anteayer....
Comprendí. Era inútil cuanto se hiciera.
Aniquilado, roto, me desplomé en el sillón como un pelele, con ganas de gritar mi dolor rabioso, de ahogarlo en llanto.
Nunca como esa vez he comprendido la humana impotencia ante lo irreparable...
—Olga Catalina! Olga Catalina...!
Olor de cacao
El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.
—¿Taba caliente?
Se revolvió el hombre fastidiado.
—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.
De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.
Concluyó:
—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?
Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:
—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...
Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...
Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:
—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.
Agregó, absurdamente confidencial:
—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...
La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:
—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...
Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:
—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!
Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.
—¿Cuánto es?
La sirvienta aproximose más aún a él. Tal como estaba ahora, la patrona únicamente la veía de espaldas; no veía el accionar de sus manos nerviosas, ilógicas.
—¿Cuánto es?
—Nada... nada...
—¿Eh?
—Sí; no es nada..., no cuesta nada... Como no te gustó...
Sonreía la muchacha mansamente, miserablemente; lo mismo que, a veces, suelen mirar los perros.
Repitió, musitando:
—Nada...
Suplicaba casi al hablar. El hombre rezongó, satisfecho:
—¿Ah? Bueno...
Y salió.
Fue al mostrador la muchacha. Preguntó la patrona:
—¿Te dio propina?
—No; sólo los dos reales de la taza...
Extrajo del bolsillo del delantal unas monedas que colocó sobre el zinc del mostrador.
—Ahí están.
Se lamentó la mujer:
—No se puede vivir... Nadie da propina... No se puede vivir...
La muchacha no la escuchaba ya.
Iba, de prisa, a atender a un cliente recién llegado. Andaba mecánicamente. Tenía en los ojos, obsesionante, la visión de las huertas natales, el paisaje cerrado de las arboledas de cacao. Y le acalambraba el corazón un ruego para que Dios no permitiera la muerte del desconocido hijo de aquel hombre entrevisto.
Sangre expiatoria
I
La covacha pajiza se recostaba sobre la carretera, frente al río. El río era estrecho, pedregoso, todavía de cauce serrano. No tenía denominación fija; lo cual constituía una comodidad, pues cada propietario ribereño lo bautizaba conforme le venía en gana, y generalmente con el nombre de su fundo.
La covacha servía de paradero y hostal.
Su dueña, ña Macaria, era una negra guapetona y varonil, maciza de carnes y de líneas rotundas, quien entre los comarcanos gozaba fama de anafrodita. Según unos padecía de epilepsia. Según otros, estaba hechizada. Lo cierto es que sufría ataques espantosos, durante los cuales corría riesgo grave de morirse.
Ña Macaria conocía el peligro de su vida, y acaso esto le daba uno como desapego y ajenamiento de todo, que la hacían generosa y poco afecta a la ganancia material.
Rodeábala por ello una nutrida corte de paniaguados que la explotaban a su antojo y aun la gobernaban. Estos sujetos le atiborraban el cerebro de absurdos y le socaliñaban los dineros, so pretexto de curarla.
Ña Macaria no ofrecía resistencia. Era una presa mansa. Sin embargo, en ocasiones se rebelaba.
Gustaba de ser tratada consideradamente; como ella decía, que se guardaran las distancias.
Puntillosa en esto, consentía en lo demás.
Su mesa era apetecible. Poníanse a ella platos suculentos, confeccionados al estilo paisano, a base de carne, pescado y plátano. La leche circulaba a jarras. Las frutas se amontonaban en cerrillos pomposos.
De los huéspedes y comensales apenas si algunos eran de paga. La mayoría disfrutaba los beneficios gratuitamente.
La covacha era amplia. A su delantera tenía una galería larga que miraba al río y al camino. Sobre ella se abrían las habitaciones. Detrás quedaban la cocina enorme, los corrales y los potreros.
Un apretado bosque de árboles frutales circundaba el edificio, dejándolo al centro de una mancha sombrosa, donde el aire estaba embalsamado con sabrosos aromas vegetales.
La finca se llamaba «El Paraíso».
La verdad es que lo parecía un poco.
II
A media tarde llegó Juan Quishpe con la recua de mulas cargueras.
Estaba el mocetón cansado, más que las bestias.
Sentía calor. Se asfixiaba en el aire espeso, asoleado.
Ahora suspiraba por el páramo alto y frío, donde los vientos intensos le cortaban la tez como cristales menuditos. Añoraba los cerros difíciles, de empinados senderos, en que cada paso es un prodigio de equilibrio.
Acá era senda llana, ancha, segura... Pero no podía respirar... Cada bocanada que se metía pecho adentro era lo mismo que un trago de agua hirviendo.
Sudaba incontenidamente. Su cuerpo se encharcaba en un liquido tibio, denso, que ni siquiera refrescaba.
Las mulas también... Relucían sus pieles mojadas en sudor, brillosas y empapadas...
Juan Quishpe las observaba andar... Habían como perdido su compás de marcha. Iban ligerito, resonando los cascos. Se paraban bruscamente. Luego tornaban a un trote sacudido. Daban trompicones. Se caían. Se levantaban. Desatinábanse en el terreno liso.
El guía lo había dejado a Juan Quishpe millas atrás, indicándole la ruta inconfundible: recto, todo recto, yendo sobre el derrubio, sin perder de vista el agua.
Hasta que había llegado.
A la media tarde...
Saludó con la fórmula consabida de la serranía:
—¡Ave María Purísima!
Y esperó en vano la respuesta usual:
«Sin pecado concebida.»
Nadie contestó su salutación.
Sin embargo, había dos hombres ahí, sentados en un banco de la galería, bajo la sombra de la ramada; y adentro, en el interior de la covacha, se advertía laborioso trajín de mujeres.
Juan Quishpe contempló a los hombres silenciosos. Eran dos montuvios ancianos, envueltos en ponchos opacos, que a su vez lo miraron sin interés, como quien ve correr el río plácido.
Uno de ellos inquirió al fin:
—¿Qué hay?
El acento era cordial, con un mínimo tonillo de burla, no obstante.
Juan Quishpe se descubrió e inició una reverencia.
—¿Aquí es la posada de ña Macaria Pono?
El viejo que habló al principio repuso afirmativamente:
—¡Ahá!
Y el que había permanecido callado rompió su silencio con la pregunta del otro:
—¿Qué hay?
Insistió:
—¿Qué hay, guagua?
Se le ocurriría haber dicho un chiste extraordinario, porque se echó a reír copiosamente.
Juan Quishpe explicó... Venía de lejos. Desde esos cerros que se esfumaban allá arriba, contra el cielo. Bajaba hasta Babahoyo por carga. Un señor que quería llevar su automóvil a Guaranda lo había contratado. Traía sus mulares. Cuatro. Cuatrito. Conduciría el carro desarmado en piezas, metidas en cajones, a lomo de las bestias... ¿Estaba lejos todavía Babahoyo? ¿No? ¿Sí? ¿No?
Los dos hombres cruzaron una mirada rápida. Uno de ellos gritó hacia el interior:
—¡Ña Macarita!
Una voz femenina contestó:
—¿Qué?
—Nada... Un posante... Salga, vea...
Salió ña Macarita.
Durante largo rato contempló al recién venido.
Juan Quishpe estaba desazonado, sin atreverse a hablar delante de la mujer fachosa. Sus quince años rústicos defendían una inocencia candorosa y temerosa.
Ña Macarla se acercó al mozo. Le acarició la barbilla.
—¿Cómo te mientan?
—Juan Quishpe, para servir a su mercé.
Los viejos reían a carcajadas.
Ña Macaria los increpó:
—¡Cállese, ño Pedro! ¡Cállese, ño Barco! ¡Ocúpense, malgones!... Vean las mulas... Suéltenlas en la manga.
Obedecieron los hombres.
Luego, dirigiéndose a Juan Quishpe, ña Macaria dijo suavemente:
—Estarás rendido, ¿no?... Entra a descansar... ¿Tienes hambre? Entra a comer...
Ño Pedro y ño Barco atendían ahora a los mulares.
No Barco dijo, con cierto dejo cómplice, amedrentado:
—¡Capaz que hay presa!
No Pedro secundó, con dejo semejante:
—¡Capaz!
III
Al cerrar la noche comenzó a llover diluvialmente. Desgajábanse las nubes en torrenteras estrepitosas, flagelando los árboles arrecidos. El río mugía como una vaca; estaban sus aguas más negras que el ciclo y que la noche.
No se veía bien de dónde, acaso de algún cuarto de la misma covacha, salía el eco de una antigua canción de magia negra, perforando la tempestuosa masa de ruidos...
Es lo mejor para el alma
la sangre de un hombre puro;
cuando uno se baña en ella
se echa a temblar el Oscuro...
El canto se acompañaba con un plañido de acordeones. Y la voz cantante era rota, cascada, vieja.
En la cocina de la covacha, junto al fogón, Juan Quishpe dormía profundamente.
La estancia se encontraba casi en tinieblas. Sólo los medio calcinados restos de la candelada que hubiera en el fogón, irguiéndose en llamas mortecinas, daban luminosidades tenebrosas, fúnebres, como de fugaces relámpagos cárdenos.
Ña Macaria se aproximó al durmiente.
—¡Quishpe! ¡Quishpe!
Se alzó el muchacho.
—Mande, doña.
—Vente.
Ña Macaria lo guió por entre corredores y puertas, hasta su alcoba. Le indicó su propio lecho.
—Tendrás frío, ¿no? Acuéstate.
Quishpe se acostó. Hacía cuanto le ordenaba la mujer, estremecido, tembloroso. Sentía un miedo vago.
Ña Macaria se acostó a su lado. Le pasó el brazo por el cuello.
Quishpe se zafó del abrazo:
—Quitará, doña... ¡No!... Es pecado...
La mujer rió agudamente. En seguida se encrespó, furiosa.
—¡Calla, estúpido!... ¡Qué te has creído!...
Se echó sobre el muchacho con todo el cuerpo, poniendo su rostro sobre el de él.
—¡Bésame!
Le mordía con furia los labios.
—¡Bésame!
Quishpe resistía, forcejeaba... Ña Macaria le oprimió entonces la garganta con entrambas manos.
Repetía:
—¡Bésame!
El muchacho se iba ahogando bajo el peso inconmovible, con el nudo de los dedos engarfiados... Abría desesperadamente la boca... Los labios de ña Macaria succionaban de sus labios. Le robaban su aliento de angustia.
Por fin, un grito estrangulado, expelido con el último aire de los pulmones ahogados, rasgó la noche.
—Ma... ma...
Después, nada más.
Ña Macaria permanecía sobre el cuerpo aún tembloroso...
Cuando éste se inmovilizó en la quietud definitiva, se echó junto a él.
Llamó:
—¡Ño Barco! ¡Ño Pedro!
A poco entraron los viejos.
No hubo en sus caras sombra de extrañeza siquiera por el espectáculo tremendo.
Ño Pedro dijo:
—Ahá.
Ño Barco repitió:
—Ahá.
Ña Macaria les inquirió, vacilante:
—Ahora estoy segura mismo, ¿no?
Ño Barco objetó:
—No ha salido sangre... No ha corrido...
La mujer reflexionó:
—De veras.
Sacó de debajo la almohada un largo puñal y lo hundió en el pecho del muerto.
Brotó, en efecto, un poco de sangre que entintó los bordes de la herida y la hoja del arma...
IV
Alguien denunciaría el crimen.
¿Ño Pedro?... ¿Ño Barco?...
Al tercer día los gendarmes de la Rural invadieron la finca y apresaron a ña Macaria.
—¿Dónde está el cadáver?
Ña Macarla señaló para el río.
—¡Pregúnteselo!
Muequeó siniestramente.
—¿Y los mulares?
—En la manga, pues. ¿Qué creen?... ¿Que era por robarle?
Rió a carcajadas.
Los soldados le metieron esposas. La golpearon luego.
Ella no protestaba. Dejaba hacer tranquilamente.
Hasta se encaró con el oficial:
—Haga lo que quiera, vea... Ya estoy segura.
Alzó la vista para el cielo, y el rostro se le llenó de una beata expresión que le iluminaba las facciones... Hizo —hacia lo alto— un ademán de confianza.
—Entraré —murmuró—. La sangre de él me abre el camino... Porque salió sangre, ¿sabe?
Poco a poco iba desapareciendo de su faz el gesto tranquilo. Ahora se tornaba espantosa.
Cayó al suelo ña Macaria sacudida por un ataque terrible, con la boca espumeante...
Shishi la chiva
Yuyu escuchaba. Creíanlo dormido, y por eso hablaban así sus padres en el tendido. Pero no; él estaba despierto. Se había despertado hacía largo rato. Un sueño lindo se le acabó.
—Lindo no más, ¡viera, mama! —musitaba—. ¡Alhajita!
Yuyu atendía a la conversación, interesado.
Decía el taita Miguicho:
—Le mataremos a Shishi la chiva.
La mama Manonga se conformó.
—Ahá.
—Mañana misu, ¿querés?
—Ahá.
—Salaremos la carne. Para comer toda esta luna tendremos.
—Ahá.
De pronto el taita se inquietó:
—¿Y la sal? ¿Quiersde habimos la sal?
La mama susurró despacito:
—Tres puñados tengo... ahí...
Bajó más aún la voz:
—...enterrados...
Estaban solos en la choza; la choza estaba sola en la montaña; la montaña estaba sola en la sierra infinita. Sin embargo, la india Manuela sentía miedo, miedo de que la oyera el viento. El viento es malo. Lleva donde no debe lo que uno dice.
Agregó:
—En la casa del niño Lorenzo los apuñusqué. Harta sal había en la cocina. Cogí no más. Ni me vieron. Fue el día ese que subimos al pueblo a pagarle el diezmo de capulíes a amo curita.
—¡Ah!...
Yuyu seguía atendiendo.
Taita Miguicho dijo:
—Yuyu duerme.
Yuyu se rió para sí.
—Con el ojo pelado estoy —murmuró—. ¡Vieran!
Taita Miguicho ronroneó de frío, como los gatos.
Mama Manonga le propuso:
—¿Por qué no le vendemos a Shishi? Así ahorraremos la sal.
—¿Y?... ¿Quién la compra? En el pueblo nadie merca nada. No hay plata. A caballo anda. No hay plata.
—¡Ah!...
—Así es, pues; así es.
—¿Y por qué no la truecamos, Miguicho? Nosotros damos a Shishi. Shishi está gorda. Nos darán mote, panela, harina... Nosotros daremos a Shishi... Y nos darán mundos...
El indio se entusiasmó:
—¡Y mallorca!... Una botella, lo menos... Para el frío, de mañana... ¡Tiempos que no hago la mañana!...
En breve se esfumó su alegría.
—¿Y... quién la cambia? ¿Quién tiene cosas? Nadie tiene... Las cosechas, heladas... El páramo cae, cae... Nadie ha sembrado ahora... Dicen que así será, que es castigo de taita Dios...
—No.
—Me dijeron... Es que la Lucha, la que va a ser mujer del Chipantiza, no ha querido seguir de ponga en la casa de amo cura...
—¡Ah!... ¿Y por que? Todas hemos servido de pongas para podernos casar.
—Ahá. Dizque amo cura quiso dormirla, y la Lucha no se dejó. De fregada sería... Dijo que a ella no la dormiría más que el Chipantiza cuando se case...
—¡Ah!...
—Amo cura la botó, dicen. Ella dice que se largó.
—¡Ah!...
—Y nos ha traído el castigo... Amo cura tiene derecho... Taita Dios se ha calentado...
La india balbuceó:
—Todas hemos sido pongas... ¡Ganas no más!...
—Ahá. Y nos ha fregado la Lucha...
Se agotaba la charla.
Hacía un frío intenso.
Hombre y mujer se estrecharon bajo la frazada.
Querían conciliar el sueño interrumpido.
En eso chilló el huahua.
—Meado estará. . '
La mama lo palpó.
—Séquito está. Hambre tiene.
—Dale la chichi.
—Ahá.
La mujer púsose a lactar al crío. El hombre lo acariciaba, entre tanto. Bonito el huahua. Parecía un cerdo frajenco.
A poco la mama y el huahua se durmieron. Miguicho se durmió, también. Roncaban. En la choza sólo Yuyu quedaba despierto.
Yuyu se sentó sobre el cuero de borrego que le servía de lecho.
Su corazón de cuatro años estaba triste.
—La quieren matar a Shishi —repetía.
Se envalentonaba:
—No he de dejar... ¡No he de dejar!...
Ajustaba los puños.
—¿Por que no matan al perro? ¿Por que no se comen al perro?
¡Ah! Es que el perro estaba flaco... Por eso sería... Shishi estaba gorda... Él mismo, Yuyu, la conducía a los mejores pastizales... Si lo hubiera sabido no la habría llevado a pastar, y estaría flaca. Así no se la querrían comer... ¡Claro!... Pero como estaba gorda...
—¿Y por qué no matarán al huahua? ¿Por qué no se comerán al huahua?
¡Ah, es que mama Manonga quería al huahua! ¡Que lo iba a matar! Bueno; pero él, Yuyu, también quería a Shishi, la chiva. Y no consentiría que la sacrificaran.
Yuyu pensaba. Apoyaba las manitas en las rodillas, recogidas en ángulo las piernas. Estaba agitado. Ni siquiera reparaba en el frío del amanecer inminente. Pensaba.
Pronto estaría claro, y el sol asomaría tras de los cerros altos, dejando su dormidero.
—Buenos días, Inti. ¿Qué tal noche habís pasado? ¿No te ha pegado la huarmi?
Porque Inti, el sol, tiene su huarmi, su mujer, con la cual se acuesta. Riñen con frecuencia. La huarmi aporrea al pobre Inti. El pobre Inti amanece entonces pálido de mal sueño y moraduzco por los golpes.
—Buenos días, Inti.
Apenas aclarara, taita Miguicho se levantaría, sacaría el cuchillo y se dirigiría al corralito. Shishi lo vería llegar sin desconfianza. Creería que Yuyu estaba enfermo y que Miguicho la iba a conducir a los pastizales. Solía ocurrir eso.
Shishi saludaría a Miguicho:
—Be... be... be...
Miguicho se le aproximaría, y por aquí —Yuyu se indicaba el sitio en su cuello— le clavaría el cuchillo puntón.
Shishi gritaría, llamando a Yuyu para que la defendiera. Después se tumbaría en el suelo a morir...
Yuyu se estremeció.
—¡No he de dejar! —repetía—. ¡No he de dejar!
Instintivamente se irguió. Tanteando por las paredes buscó el sitio donde su padre guardaba el cuchillo, y agarró el arma.
—Lo esconderé —dijo.
Tornó a su lecho y se sentó de nuevo, ocultando el cuchillo entre sus muslos apretados.
Seguía pensando.
En algunos momentos se preguntaba:
—¿Y qué comeremos? Cierto; no hay porotos... Nada hay... No matarán a Shishi; pero, ¿qué comeremos?
Yuyu rió. Se acordó de lo que una vez le contestó el amito Loncho, hijo del amo Lorenzo, y le provocó contestarse lo mismo, contestarle lo mismo al taita y a la mama si le preguntaran.
Un día Yuyu tenía mucha hambre. Había trabajado todo el día de «ayuda». Ya atardecido se encontró con el niño Loncho —un muchacho de casi su edad—, que paseaba por el campo montando un caballo enano. El niño Loncho mascaba con poca gana un trozo de pan. Yuyu le pidió:
—Darásme una pizca, amitu.
El niño Loncho lo había mirado con soberbia, increpándole despectivamente:
—Comerás caca, runa atrevido.
Yuyu reía ahora. Eso, eso podía él decir a taita Miguicho y a mama Manonga. Pero no. Taita Miguicho, de un revés, le volaría los dientes... Yuyu sabía ya por experiencia que no a todas las personas se puede decir las mismas cosas..., que no todas las personas son iguales...
—Entonces...
El cerebro de Yuyu trabajaba fundamentalmente.
Y así pasó el resto de la noche, hasta que vino la mañana luminosa.
—¡Buenos días, Inti!
Marido y mujer abandonaron el lecho, dejando en un rincón, dormido, al huahua. Salieron fuera de la choza. Yuyu oyó que decía:
—Yuyu está despierto.
—Lueguito lo mandaré al pueblo con un recado.
—Ahá.
—Y después le diremos que Shishi rodó a la quebrada y se mató, y que hubo que beneficiarla.
—Ahá.
Yuyu salió también afuera. Bajo el poncho ocultaba el cuchillo.
Se encaminó al corralito. Ahí estaba Shishi todavía.
—¡Shishi!... ¡Shishi!...
Se le abrazó, besándola en los huecos de las orejas. El animalito le devolvía las caricias al pequeño patrón, haciéndole arrumacos con el hocico, como si a su vez lo besara.
—¡Shishi!... ¡Shishi!...
¡Ah, no! Yuyu estaba resuelto a cualquier cosa, menos a permitir que mataran a Shishi. Shishi era su compañera de juegos, su confidente infantil... ¡Shishi!... Desde que Yuyu conservaba memoria, había andado junto a ella... Cuando Shishi tenía crías, Yuyu le mamaba en las ubres la leche tibiecita, como si él fuera otra cría más... ¡Shishi!... Cuando Yuyu subía por los cerros empinados, Shishi le enseñaba el mejor camino, trepando antes que él... ¡Shishi!... Cuando Yuyu se quedaba dormido en los machayes profundos, Shishi, recostada a su lado, lo cuidaba... ¡Shishi!... Shishi lo protegía de las bestias malas... Se transformaba en una fiera cuando los perros atacaban a Yuyu.
Yuyu no se había opuesto a que vendieran las crías de la chiva. Pero, ¿matarla a Shishi?
—¡No he de dejar!
Regresó. Taita Miguicho, sentado un poco lejos de la choza, remendaba sus alpargatas. Mama Manonga, en cuclillas delante del fuego de chamizas, preparaba la infusión de canela que suplía al desayuno.
Llamó al hijo:
—Yuyu.
—Mama.
—De que tomes tu agua caliente irás al pueblo con un recado.
—Bueno, mama.
Yuyu penetró al interior de la choza y se quedó meditativo, arrimado a un filo de la puerta.
—¡La van a matar! —se decía—. ¡La matarán siempre!
El huahua dormía en su rincón, envuelto en trapos.
Yuyu lo contemplaba fijamente, como absorto. De pronto se resolvió. Lo había pensado toda la madrugada. Pero de pronto se resolvió.
Sacó el cuchillo y se inclinó sobre el huahua.
Ahí, ahí... En esa hoyita... Así sacrificaban a las reses en el pueblo...
Yuyu afirmó una mano sobre el pecho del huahua y con la otra le hundió el cuchillo por la garganta, hacia el tórax.
El huahua se sacudió, exhaló un ronquido sordo y todo el se bañó de sangre.
Yuyu tiró el arma y salió corriendo.
—¡Mama! ¡Mama!
La Manonga se revolvió. No había oído nada. Preguntó:
—¿Qué?
Yuyu estaba transfigurado. La alegría se asomaba brillantemente a su rostro.
—Ya no hay que matar a Shishi, mama... Ya tenemos carne... ¡Venga, mama!
La india intuyó... Vió las manos ensangrentadas de Yuyu, y comprendió...
Al entrar en la choza lanzó un espantoso alarido.
Si el pasado volviera...
(Cuento de Año Nuevo).
El doctor Eduardo Rivaguirre, abogado consultor del Banco
Nacional, respiro satisfecho al saberse solo en aquel elegante
rinconcito hasta donde apenas si llegaba el eco de las músicas y el
cascabelear de las risas.
—¡Ah! —suspiró—. No hay duda que envejezco. Casi no soporto ya el ruido de las fiestas.
Era el doctor un hombre delgado y largo de extremidades. Sus movimientos perezosos hacían que, al andar, recordara el paso del camello; y, alguna vez, en sus épocas juveniles de luchador, lo habían hostigado con el nombre de tal animal. No era, por cierto, guapo; pero, su rostro era inteligente y simpático. Aparentaba cincuenta anos. Acaso tuviera más.
Casi tumbado sobre una poltrona baja de marroquín, montada una pierna sobre la otra, había tomado un cigarro de cierta mesita próxima y fumaba.
Ya era sonada la hora magna de la media noche y, luego del champagne de estilo, la gente joven bailaba allá afuera, en los salones feéricos, por la gloria del nuevo año. Los hombres de edad se habían replegado sobre las cantinas y los fumaderos, y las señoras murmuraban —como es natural— en las vecindades de los tocadores. El doctor Rivaguirre, vagamente fastidiado, se acogió al remanso que era este saloncito solitario, al que nadie vendría.
Mas, de improviso se había levantado el portier y aparecido en la entrada la señora viuda de Jiménez Cora.
—¡Oh, doña Elena!
Le ofreció un asiento frente a él, que ella aceptó.
Doña Elena posiblemente le igualaba en edad; pero, aún podía considerarse digna de ser mirada, conservando rasgos de pasada belleza, como momificados en el rostro; y, la armonía de su cuerpo no estaba perdida del todo.
Hizo ella una voz acariciadora, para, decir:
—Usted busca como yo, doctor, los lugares solitarios. Está malo eso; porque el apartarse es uno de los síntomas inconfundibles de la vejez.
Sonrió él amargamente. ¡Claro! Al menos por su parte... Había que dejar a los jóvenes libres en su alegría escandalosa. El no iba a usurpar su puesto a la juventud. Llega una edad en que ni soñar está permitido; ¿verdad?
Ella opinaba lo mismo. Naturalmente... Ya, había pasado el turno de ellos. Además, tenían hijos, y había que cederles el lugar. Que los chicos gozaran, rieran, se hicieran el amor. Nunca fiarían más, después de todo; porque la vida es muy igual en el fondo. Apenas si cambia el paisaje.
—Crea, usted, doctor, que a mí no me inspira ilusión el Año Nuevo.
Sí; él lo creía, y lo comprendía perfectamente. Amén de que cualquier ilusión de uno, se la ha cedido a los hijos. Que sueñen ellos por uno; que se ilusionen. Pero, los viejos.... Y todavía, que si alguna vez sueñan éstos, a aquéllos los coge el sueño. Es, generalmente, en su provecho.
—¡Ah, los hijos! Son los supremos ladrones. Le quitan la belleza a las madres; la fuerza, a los padres. Son parásitos que medran a costa de los troncos. Como la palmera de los mitos griegos, nacen de entre las cenizas. Es decir, reformando el símil: es preciso la destrucción de la palmera progenitora para que la nueva palmera brote de entre sus desechos... O, como los alacranes de la vulgar creencia, que, al decir, se comen a las madres...
—Desgraciadamente, tiene usted razón, señora. Las creaciones se hacen a base de destrucciones, por ley natural. Es menester que algo muera para que viva algo. La vida sale de la muerte; y, el nacimiento es un fenómeno consecuente a la defunción.
Callaron, pensativos.
¡Ah! ¿Oía él? Ese valse...ese viejo valse que ahora tocaban...
—No se imagina, usted, doctor, lo que ese valse me recuerda. ¡Mi postrer aventura de amor! ¡Mi postrimera ilusión! Fué hace quince años, en Quito, en un baile que diera la Legación del Brasil...
Y Rivaguirre estuvo hasta poco educado al interrumpir:
—Mas, usted ya no pensará en esas cosas...
Rieron.
—Ahora, nuestros hijos.
—Sí; ellos...
La señora viuda de Jiménez Cora sonrió, maliciosa.
—¿No sabe usted, doctor? Su hija Ernestina...
—Y su hijo Luis Felipe...
—Se quieren. ¿Lo sabía usted?
—Me lo dijo ella.
—Yo, por mi parte...
—Y yo, por la mía...
—Sí, doctor —dijo la viuda;— hay que dejarlos. Que se amen. Que se casen, si es que en gana les viene devorar su pobre amor. Después de todo, acaso ellos realizarán lo que a nosotros dos no nos fué dable.
Se sorprendió él. ¿Qué quería ella significar? ¿Qué era aquello que no alcanzaba a entender del todo?
La dama se estremeció.
— Hoy, día de Ano Nuevo —inició ella con voz trémula,— día en que según el pensar ingenuo de la gente más o menos vulgar, comienza vida nueva, quiero descargarme de un gran peso; hacerle a usted, y sólo a usted, la confesión do una locura cordial de mi juventud. No pensé decírselo jamás; no se lo habría dicho jamás... Pero, no sé, ahora, por qué voy a hacerlo... La oportunidad, este ambiente, la fecha, quizás; acaso, la pretensión banal de que entre usted y yo se ate un lazo que, por unirnos en un bello recuerdo, sea a fortalecer el que ojalá estrecharan su Ernestina y mi Luis Felipe... No sé.
La miraba el doctor Rivaguirre como si intentara hacer oídos de sus ojos, como si fuera, a escucharla con todo el cuerpo y con toda el alma.
Hablaba ella:
—¡Una locura cordial! Hacen... Usted tenía entonces veinte años; comenzaba a escribir y estudiaba jurisprudencia. ¿Recuerda? Vivía usted en mi mismo barrio y pasaba siempre por frente a mi casa. Yo lo miraba; pero, usted, andaba siempre con la cabeza inclinada, y no me veía. Seguía yo su vida; leía lo suyo: sus primeros versos y sus primeros cuentos; sabía de sus luchas y me interesaba por ellas; recortaba y guardaba sus retratos, publicados en diarios y revistas...y quién sabe si por ahí, en cualquier gaveta de mi secretaire, hasta ahora los conservo... ¡Pero, yo era rica! Comprendía que usted, que entonces era un muchachito humilde, no se habría atrevido a requerir de amores a una chiquilla de la aristocracia. ¡Ah, y quizás de haberlo hecho, yo, orgullosa, a pesar de todo, acaso lo habría. despreciado, aún escondiendo en la entraña un sincero dolor! La vida, doctor; las exigencias de la vida... Un día, usted se fue ¿a Chile?, ¿a la Argentina? Yo me casé a poco con Jiménez Cora, que residía aquí como cónsul del Perú. Pero, antes, cuando usted pasaba diariamente por mi calle, yo había pensado... había pensado, no más...: “Si este muchacho quisiera, yo iría con él hasta el fin del mundo, por su oscuro camino de luchador, descalza y pisando espinas”. Una ocasión soñé que usted me había raptado, y no he sido luego, en la realidad, tan feliz como lo fui en ese sueño. Locuras, doctor; locuras...
Él acentuó con una voz cascadamente imbécil:
—Sí, señora; locuras... Locuras propias de la edad.
Parecía que cuanto dijera la todavía hermosa viuda de Jiménez Cora, no le había causado la menor impresión.
Consultó el reloj.
—La una de la madrugada del primero de año... Me voy. Es justamente la hora de los resfríos; y, a mi edad, si pesco un romadizo me sería fatal.
Se levantó. Despidióse a prisa, y salió.
Atravesó los salones repletos de gente alegre que vivaba la fecha y el club social que ofrecía aquel suntuoso baile de Año Nuevo.
Ahí dejaba a Ernestina, al cuidado de Arnoldo, su hermano mayor. No había que importunar a los chicos, ni —mucho menos—, cortarles la diversión.
En la portería pidió su sombrero y su abrigo, y se lanzó a la calle.
Transitaban todavía personas que regresaban a sus hogares o iban a fiestas ajenas; había aún muchachos en torno a los vestigios de las hogueras en que se incinerara al simbólico muñeco.
Próxima ya la estación lluviosa, caía un orballo menudo y helado que calaba.
El doctor Rivaguirre tembló de frío y de emoción.
—Ah..., —murmuró;— ¡y pensar que yo por ella abandoné la patria! ¡Y pensar que por ella hasta matarme quise! Y ella me quería, en secreto...
Suspiró por lo imposible.
—Ahora es tarde ya... ¡Si lo hubiera sabido antes! Mas, quién sabe si, como ella dijo, de haberle yo revelado que la amaba, me habría despreciado... Mejor, mejor así: saberlo cuando ya no puede ser...
Se inquietó aún.
—¡Y pudo ser, sin embargo! ¡Ah, si el Año Nuevo fuera, como la gente asegura, vida nueva! Pero es igual, desastrosamente igual, la vida.
Se contuvo.
—Ahora es ridículo pensar en esas cosas... por mucho que la ilusión que proporciona a cada quien el Año Nuevo autorice a soñar en la posibilidad de lo imposible... Ella, vieja; viejo, yo...
Pero, todavía:
—¡Ah, si el Año Nuevo obrara un milagro! ¡Si la vida diera vuelta atrás! ¡Si el pasado volviera!
Seguía orballando, en menudas gotas tenues, imperceptibles.
—Si el pasado volviera...
Ahora hacía más frío.
Venganza
Esa madrugada, como otras tantas, Juan regresó a su humilde casuca del arrabal occidental de Guayayaquil, borracho como una cuba.
La Petra, su mujer, dormía sobre el camastro sucio, pringoso, que era la diurna habitación del marido.
Este dijo, al entrar:
—¡Ey, carajo! Ta mañaneando, y vos todavía’stás en el catre sobándote la panza. ¡Arza!
La Petra se agitó pesadamente. El enorme vientre —nueve meses de preñez— impedíale movimientos ágiles.
Algo balbuceó torpemente en la semiconsciencia del despertar.
Juan se encolerizó.
—¡Silencio!
Pero, en seguida se calmó y comenzó a acariciar a la mujer.
—¡Negrita!
Como sufriera un vago rechazo, tornó a enfurecerse.
Levantó violentamente la pierna sobre la cama y dejó caer
el pié desnudo en la barriga de la preñada.
—¡Toma, so p.....!
La grávida lanzó una suerte de gruñido hórrido, y del sueño pasó al desmayo.
Reía, ahora, el borracho.
—¡Pa que veas!
Cruzó por su mente el recuerdo de su época de futbolista, y le clareó un orgullo en el alma.
Pero ya no podía más. Se había agotado totalmente en el esfuerzo.
Se bamboleó. Vínole una náusea incontenible, y se vomitó en la cama, agarrándose a uno de los pilares, yéndose de bruces contra la Petra. Medio ahogado en el vómito, se durmió.
A poco resbaló. Y quedó en una postura incómoda, entre sentado y echado, en el suelo, con el rostro vuelto hacia lo alto, al pié de la cama...
Despertó a la media tarde.
Sentía en el rostro una mojadura viscosa y en la boca el sabor de un líquido espeso y dulzón.
Se horrorizó cuando, luego de pasarse las manos por la cara, advirtió que era sangre.
Púsose de pies.
La Petra estaba muerta. Habíase alzado la camisa en la desesperación de la agonía, sin duda; y, de éntrelas piernas, medio pendíale un despojo moraduzco, que a duras penas parecía un feto, sanguinolento, horrible. Las manos de la mujer se crispaban sobre la cabeza de la criatura, como si se hubiera empeñado espantosamente en hacerla nacer, en desgarrarla de sus pobres entrañas arruinadas. Y la cama estaba llena de sangre, no del todo coagulada todavía, que se chorreaba por las sábanas revueltas al piso...
Juan no pudo resistir. Aullando como un mono quemado, se lanzó a la calle.
Corrió.
A poco estaba a la orilla del Salado.
Se agitaba oscuramente en su cerebro, entre las brumas del alcohol, una floja idea de castigo, de desquite, de venganza... contra no sabía quién que tuviera la culpa...
Pensaba... Él había matado a su mujer, a su hijo aún no nacido. Bien; era una cobardía. Si hubiera matado de hombre a hombre, en una pelea...como a esa corbina, que él se comió en su Yaguachi natal cuando la revolución del general Montero. Pero, así, a patadas... a un par indefenso...
Él debía matarse. Era lo mejor. Frente a él las verdes aguas del Salado, le ofrecían una tumba.
Mas he aquí el contratiempo: no se ahogaría. Sabía nadar demasiado bien. En la desesperación, nadaría.
Seguía pensando.
¿Por qué había matado? Porque estuvo boracho. Pero, ¿cómo es que otros borrachos no matan?; ¿cómo era que él mismo no había matado en otras ocasiones?
Entonces, se lo ocurrió que “le habían hecho daño” para que matara, que el pulpero le había compuesto el aguardiente que había trasegado.
¡Ah, el maldito bachiche tenía la culpa, pues!
Volvió sobre sus pasos. No estaba lejos la tienda de don Pascuale.
Anduvo a prisa, casi trotando. Llegó a la tienda.
Se paró frente al mostrador.
—Oiga, don Pascuale, permítame.
—¿Qué?
—Pues, ¿no sabe?, el aguardiente que me vendió anoche, taba compuesto. Me ha alterado. Acabo de matar a mi mujer que’staba preñada, y ar chico, carajo... ¡Usted, so hijo de la p... tiene la culpa...! ¡Tome, pues!
No le dió tiempo al agredido para defenderse. Rapidímo, sacó Juan la daga del bolsillo y le dió una tremenda cuchillada al italiano en el vientre enorme, fofo, que se abrió en sangre y grasa, —como el de la difunta que, allá en su cama, en el cuartucho oscuro, estaba tendida...
La comparación se le ocurrió a Juan, que se quedó estático, mirando al pobre tendero revolverse en el suelo con la angustia de los dolores mortales...