Esa madrugada, como otras tantas, Juan regresó a su humilde casuca del arrabal occidental de Guayayaquil, borracho como una cuba.
La Petra, su mujer, dormía sobre el camastro sucio, pringoso, que era la diurna habitación del marido.
Este dijo, al entrar:
—¡Ey, carajo! Ta mañaneando, y vos todavía’stás en el catre sobándote la panza. ¡Arza!
La Petra se agitó pesadamente. El enorme vientre —nueve meses de preñez— impedíale movimientos ágiles.
Algo balbuceó torpemente en la semiconsciencia del despertar.
Juan se encolerizó.
—¡Silencio!
Pero, en seguida se calmó y comenzó a acariciar a la mujer.
—¡Negrita!
Como sufriera un vago rechazo, tornó a enfurecerse.
Levantó violentamente la pierna sobre la cama y dejó caer
el pié desnudo en la barriga de la preñada.
—¡Toma, so p.....!
La grávida lanzó una suerte de gruñido hórrido, y del sueño pasó al desmayo.
Reía, ahora, el borracho.
—¡Pa que veas!
Cruzó por su mente el recuerdo de su época de futbolista, y le clareó un orgullo en el alma.
Pero ya no podía más. Se había agotado totalmente en el esfuerzo.
Se bamboleó. Vínole una náusea incontenible, y se vomitó en la cama, agarrándose a uno de los pilares, yéndose de bruces contra la Petra. Medio ahogado en el vómito, se durmió.
A poco resbaló. Y quedó en una postura incómoda, entre sentado y echado, en el suelo, con el rostro vuelto hacia lo alto, al pié de la cama...
Despertó a la media tarde.
Sentía en el rostro una mojadura viscosa y en la boca el sabor de un líquido espeso y dulzón.
Se horrorizó cuando, luego de pasarse las manos por la cara, advirtió que era sangre.
Púsose de pies.
La Petra estaba muerta. Habíase alzado la camisa en la desesperación de la agonía, sin duda; y, de éntrelas piernas, medio pendíale un despojo moraduzco, que a duras penas parecía un feto, sanguinolento, horrible. Las manos de la mujer se crispaban sobre la cabeza de la criatura, como si se hubiera empeñado espantosamente en hacerla nacer, en desgarrarla de sus pobres entrañas arruinadas. Y la cama estaba llena de sangre, no del todo coagulada todavía, que se chorreaba por las sábanas revueltas al piso...
Juan no pudo resistir. Aullando como un mono quemado, se lanzó a la calle.
Corrió.
A poco estaba a la orilla del Salado.
Se agitaba oscuramente en su cerebro, entre las brumas del alcohol, una floja idea de castigo, de desquite, de venganza... contra no sabía quién que tuviera la culpa...
Pensaba... Él había matado a su mujer, a su hijo aún no nacido. Bien; era una cobardía. Si hubiera matado de hombre a hombre, en una pelea...como a esa corbina, que él se comió en su Yaguachi natal cuando la revolución del general Montero. Pero, así, a patadas... a un par indefenso...
Él debía matarse. Era lo mejor. Frente a él las verdes aguas del Salado, le ofrecían una tumba.
Mas he aquí el contratiempo: no se ahogaría. Sabía nadar demasiado bien. En la desesperación, nadaría.
Seguía pensando.
¿Por qué había matado? Porque estuvo boracho. Pero, ¿cómo es que otros borrachos no matan?; ¿cómo era que él mismo no había matado en otras ocasiones?
Entonces, se lo ocurrió que “le habían hecho daño” para que matara, que el pulpero le había compuesto el aguardiente que había trasegado.
¡Ah, el maldito bachiche tenía la culpa, pues!
Volvió sobre sus pasos. No estaba lejos la tienda de don Pascuale.
Anduvo a prisa, casi trotando. Llegó a la tienda.
Se paró frente al mostrador.
—Oiga, don Pascuale, permítame.
—¿Qué?
—Pues, ¿no sabe?, el aguardiente que me vendió anoche, taba compuesto. Me ha alterado. Acabo de matar a mi mujer que’staba preñada, y ar chico, carajo... ¡Usted, so hijo de la p... tiene la culpa...! ¡Tome, pues!
No le dió tiempo al agredido para defenderse. Rapidímo, sacó Juan la daga del bolsillo y le dió una tremenda cuchillada al italiano en el vientre enorme, fofo, que se abrió en sangre y grasa, —como el de la difunta que, allá en su cama, en el cuartucho oscuro, estaba tendida...
La comparación se le ocurrió a Juan, que se quedó estático, mirando al pobre tendero revolverse en el suelo con la angustia de los dolores mortales...