A Fuerza de Arrastrarse

José Echegaray


Teatro, comedia



Reparto

PERSONAJES — Actores

BLANCA — Sra. Guerrero.
JOSEFINA — Srta. Suárez.
PLÁCIDO — Sr. Díaz de Mendoza (F.)
MARQUÉS DE RETAMOSA DEL VALLE — Palanca.
CLAUDIO — Santiago.
DON ROMUALDO — Cirera.
DON ANSELMO — Carsí.
JAVIER — Guerrero.
BASILIO — Díaz de Mendoza (M.)
TOMÁS — Mesejo.
PADRINO 1º — Medrano.
IDEM 2º — Soriano Viosca.
TÍO LESMES — Urquijo.
DEMETRIO — Juste.
CRIADO 1º — Gil
IDEM 2º — Ariño

Prólogo

La escena representa la sala baja de una casa muy pobre, en una aldea. Puerta en el centro que da al campo. A un lado, una verja con algún tiesto de flores. Se ven el cielo y árboles. Un sofá, un sillón, algunas sillas, etc., todo pobrísimo, viejo y desvencijado. Una mesa de pino; sobre ella, una palmatoria con un cabo de vela sin encender. Es la caída de la tarde.

Escena primera

PLÁCIDO, en la puerta, mirando hacia fuera.


PLÁCIDO.—Sí, la puesta del sol es muy hermosa, ¡admirable! ¡La Naturaleza ama el lujo..., ¡como yo! Pero ella es rica, puede derrochar tesoros. ¡Yo soy pobre, mis tesoros son éstos! (Viniendo al interior.) Paredes enyesadas y sucias. Muebles que se deshacen en polilla. Una mesa que vino en línea recta de aquel pinar. Y para alumbrarnos esta noche, un cabo de vela: hay que economizarlo; que si no, nos quedamos a oscuras. ¡Oh sol, párate y sigue alumbrando, que me quedo sin palmatoria! (Ríe con risa forzada. Va a sentarse, el mueble cruje y él se levanta.) ¡No puedo sentarme, que me quedo sin muebles! ¡Oh! Pero, en cambio, mi reja es un jardín. Lo cuida Blanca. ¡Qué linda es, y qué buena! ¿Y para qué le sirve la bondad? Para traerme esas flores, que siempre están asomadas a la ventana como queriendo volverse al campo. ¿Y para qué le sirve su hermosura, envuelta en miserables trapos de campesina pobre? En Madrid, ya sería otra cosa. ¡Madrid! ¡Oh! Si yo fuera muy rico, me la llevaría a Madrid..., sí, Blanca conmigo..., y después la pasearía en triunfo por Europa. Pero ahora, lindamente ataviada, está para pasearla en triunfo. ¡A la vaquería o al corral! ¡Cuando más, a la era! ¡Aunque se rompa! (Dejándose caer en el sofá.) Estoy cansado. Cansado porque no lucho; pero no lucharé. Yo he de subir: no sé cómo, como pueda... ¡Arriba, como pueda! Bien a bien, o mal a mal. Hola, ¿quién es?

Escena segunda

PLÁCIDO y el Tío LESMES.


LESMES.—Soy yo, a la gracia de Dios.

PLÁCIDO.—¡Ah! El tío Lesmes. Buenas tardes.

LESMES.—Buenas han sido, que el camino no se me ha hecho largo. En su carro me tomó el tío Roque; tiene muy buenas entrañas y muy buenas mulas.

PLÁCIDO.—¿Estuviste en el pueblo?

LESMES.—Pues estuve, que por eso he vuelto.

PLÁCIDO.—¿Y diste mi carta a don Rufino?

LESMES.—Se la di, que por eso vengo. Digo, a traerle a su merced la contestación.

PLÁCIDO.—Pues venga.

LESMES.—Si no la traigo.

PLÁCIDO.—¿Pues no has dicho que la traías?

LESMES.—La traigo y no la traigo.

PLÁCIDO.—Explícate.

LESMES.—Así por escrito, no la traigo; que a don Rufino no le gusta escribir..., porque dice: «que lo escrito... son compromisos».

PLÁCIDO.—Bueno, ¿y qué te dijo?

LESMES.—Que vaya usted y que verá si le gusta... eso..., lo que va usted a llevarle; y que si le gusta y usted se conforma con el poco dinero que tiene, que lo comprará, como le ha comprado a usted otras cosas. «Que voluntad no le falta.» No le crea; lo que más le falta es voluntad. Es un tío usurero. ¡Es un tío marrajo!

PLÁCIDO.—Bueno; gracias Lesmes. ¿Y cuándo he de ir?

LESMES.—Pues verá usted. Tiene usted que salir ahora, al anochecer, y llegará usted a las doce. Estas noches de verano da gusto caminar.

PLÁCIDO.—¿Y por qué no mañana?

LESMES.—Porque don Rufino así lo dispuso.

PLÁCIDO.—¿Y por qué lo dispuso así?

LESMES.—Ya. A la cuenta porque tiene que irse temprano de viaje y no volverá en quince días.

PLÁCIDO.—Está bien. Te repito las gracias.

LESMES.—Pues con Dios. (Se va y vuelve.) ¡Ah!..., tengo que darle una buena noticia. Que se casa mi chico.

PLÁCIDO.—¿Se casa? ¿Y con quién?

LESMES.—Con Pacorra.

PLÁCIDO.—¡Guapa moza!

LESMES.—Como guapa, sí que es guapa. Unas carnes y una color... ¡Ni Tomasa, la carnicera, tiene la color más encendida! Así es que mi chico está todo él encendido.

PLÁCIDO.—¿Y cuándo es la boda?

LESMES.—Eso va para largo. Mi muchacho va ahora a servir al rey, y tiene que volver, y tiene que morirse su tía, que ha prometido darle unas tierras así que se muera... ella, su tía. ¿Estamos?

PLÁCIDO.—Mucho tienes que esperar.

LESMES.—Aquí tenemos calma y esperamos a que Dios quiera. Pero siempre quiere. Esperamos la lluvia, y al fin llueve, si por nuestros pecados no hay sequía. Y esperamos la espiga, y al fin sale más dorada que el sol. Y a luego esperamos la siega. ¡Qué remedio! La vida se ha hecho para esperar, que todo llega. Como llegarán mis nietos, y ya verá usted qué guapos. Conque, con Dios, don Plácido; queda usted convidado para la boda y para el bautizo. (Se va y vuelve.) Cásese, don Plácido, cásese, y que no haya sequía... Quede con Dios..., y mantenerse firme, que está usted un poco esmirriado... ¡Ea, hasta la vuelta..., con Dios..., con Dios!

Escena tercera

PLÁCIDO; después, CLAUDIO y JAVIER, hermano de BLANCA.


PLÁCIDO.—Ese bestia es feliz: se contenta con lo que tiene a su alcance. Es feliz Blanca con traerme unas cuantas flores, que yo luego tiro al suelo cuando ella se va. Esas flores son felices conque les llegue un rayo de sol. (Dando un puñetazo en la mesa.) Y hasta creo que es feliz esta mesa estúpida, que, afirmando sus cuatro patas, se queda donde la ponen, sin desear ir a otra parte. ¡Yo, no; yo me ahogo aquí; yo quiero ir a otra parte, donde se brille, donde se luche, donde se goce!

CLAUDIO.—¿Estabas declamando? ¿Piensas hacerte actor?

PLÁCIDO.—Pienso hacerme diablo; ¡que los diablos me lleven!

JAVIER.—A eso venimos.

PLÁCIDO.—¿Y adónde me lleváis?

JAVIER.—Si somos diablos, ¿adónde te hemos de llevar? Al infierno.

CLAUDIO.—A Madrid, quiere decir éste.

PLÁCIDO.—¿Con bromitas venís?

JAVIER.—YO no bromeo. Yo voy a Madrid. Conque a ver si os animáis. A Madrid; y me llevo a mi hermana Blanca, que es toda mi familia.

PLÁCIDO.—¿Pero cómo es eso?

JAVIER.—Me tienes envidia, una envidia rabiosa, te lo conozco en el tono.

PLÁCIDO.—Sí; rabiosa.

JAVIER.—Como ése.

CLAUDIO.—Como yo: rabiosa.

JAVIER.—Pues verás. Pero sentémonos.

PLÁCIDO.—Sentémonos, pero con tino.

JAVIER.—Tú sabes que mis padres, sin ser ricos, estaban bien acomodados y hacían buen papel en Madrid.

CLAUDIO.—Como mi familia.

PLÁCIDO.—Como la mía. Ni estado llano, ni estado noble; vanidad y poco dinero. Para gastar, marqueses; para ganar, ni obreros. Querer tocar las nubes y no tener torres a que subir. Llevar plomos en los pies y alas en el deseo. ¡Aleteo plomizo!

CLAUDIO.—Aleteo plomizo. Así somos los tres.

JAVIER.—¡Cuántas veces hemos hablado de esto mismo desde que nos conocimos en la Universidad!

CLAUDIO.—Tres carreras empezadas...

PLÁCIDO.—Y ninguna concluída.

JAVIER.—Tres naufragios y los tres de cabeza a Retamosa del Valle.

PLÁCIDO.—Adelante.

JAVIER.—Las tentaciones de mi familia eran grandes, porque la mayor parte de sus amigos eran personas de gran posición. La madrina de Blanca eran una gran señora: doña Mercedes, la hermana del marqués de Retamosa del Valle.

PLÁCIDO.—¡Gran personaje! Hombre político de primera, senador, marqués y una fortuna colosal: todo lo que alcanza la vista es suyo.

CLAUDIO.—¡Si no fuera más que eso! Dicen que tiene más de veinte millones de pesetas.

JAVIER.—¡Más, mucho más! Pues con esa gente alternábamos. Mi padre quiso hacer gran fortuna en poco tiempo; jugó a la Bolsa, se arruinó y se murió de pena. Y mi pobre madre, de pena se murió también. Tuve que abandonar la carrera, y aquí me vine con Blanca a un casucho casi tan lujoso como éste.

PLÁCIDO.—Esa es la historia antigua. Ya la conocíamos, y se parece mucho a la nuestra. Pero dijiste que ibas a Madrid. ¿Es que ha cambiado tu fortuna? ¿Te ha caído la lotería?

JAVIER.—Nada de eso. Es que me propuse salir de este villorrio: la voluntad puede mucho.

PLÁCIDO.—A ver cómo pudo.

JAVIER.—Ya os he dicho que doña Mercedes fue la madrina de Blanca. Blanca y la hija del marqués eran niñas, se encontraban en casa de doña Mercedes y eran amiguitas.

PLÁCIDO.—¡Sí, Josefina, la hija única, la heredera millonaria! Pero dicen que es fea, casi contrahecha, la columna vertebral desviada, el alma torcida, egoísta, voluntariosa, mal educada, antipática...; y ella, un mal engendro, rica..., y Blanca, un ángel y un sol, ¡pobre!... ¡Así es el mundo!... ¡A él sí que se le torció el espinazo!... ¡Hay que enderezarlo o romperlo!

CLAUDIO.—Pero ¿cómo? Eso es lo que tienes que decir, que lamentarse se lamenta cualquiera.

PLÁCIDO.—(A JAVIER.) Sigue..., Sigue.

JAVIER.—Pues aprovechando esas antiguas relaciones, que los marqueses habrán olvidado de seguro, pero que yo no olvido, le escribí al marqués pidiéndole protección.

CLAUDIO.—Ya.

JAVIER.—Y no me hizo caso.

CLAUDIO.—Claro.

JAVIER.—Y le volví a escribir una carta que partía los corazones. ¿Qué digo los corazones? ¿Habéis visto que está partido el poste kilométrico de la salida del pueblo? Pues fue que sobre él dejé la carta un momento mientras encendía un cigarro. (Riendo.)

CLAUDIO.—(Riendo.) Buena carta.

PLÁCIDO.—¡Buena, buena! ¿Y el marqués de Retamosa del Valle?

JAVIER.—Nada.

PLÁCIDO.—Más duro que el marmolillo.

JAVIER.—¡Le escribí hasta cinco cartas! Y como si se las hubiera escrito al emperador de la China. Al fin conseguí que Blanca le escribiera a Josefina. Me costó trabajo, mucho trabajo, porque Blanca es orgullosa; pero la convencí de que iba a tirarme al río si no me sacaban de Retamosa..., y escribió ¡como ella sabe!

PLÁCIDO.—Sí sabe, sí.

JAVIER.—Esta vez, triunfo completo. El marqués me da colocación en su periódico, uno de los primeros de la corte: El Faro del Porvenir, y ése es mi faro. La colocación es modesta, pero lo que yo quiero es ir allá. Y Josefina protegerá a Blanca, la llevará alguna vez al teatro, y en coche. ¡En fin, que veo luz!

CLAUDIO.—Yo sigo a oscuras. No tengo la suerte que tú. Ni tengo hermana bonita, ni madrina rica, ni protector marmolillo.

JAVIER.—Calla, hombre, que cuando yo sea algo ya te daré la mano.

CLAUDIO.—(Por PLÁCIDO.) ¿Y a ése?

JAVIER.—También. Os protegeré a todos.

PLÁCIDO.—Yo me protejo a mí.

CLAUDIO.—¿Tú tendrás amigos en Madrid?

PLÁCIDO.—Ninguno.

JAVIER.—Pues, entonces...

PLÁCIDO.—(A JAVIER.) Tengo mis planes. Antes que tú, estaré en Madrid.

CLAUDIO.—¿Con qué recursos cuentas?

PLÁCIDO.—Realizaré cuanto tengo.

CLAUDIO.—(Riendo.) Levántate, Javier, que le vamos a estropear los muebles y tiene que hacer almoneda.

JAVIER.—(Levantándose y riendo.) ¡Es verdad!

PLÁCIDO.—Todavía tengo algo, que se lo venderé a don Rufino. Es un cuadro, allá de los tiempos de nuestras grandezas. En París me darían por él quince mil pesetas, porque es de uno de nuestros grandes pintores modernos. A don Rufino lo menos le sacaré tres mil, porque él no consiente que se le escape la firma. Poco es, pero con tres mil pesetas se puede hacer el viaje y vivir allí algunos meses.

CLAUDIO.—Vamos, que tú también eres feliz: ¡todos vosotros!

PLÁCIDO.—(A CLAUDIO.) Y tú también, porque tú vienes conmigo.

CLAUDIO.—¿Yo..., has dicho que yo?... ¿A Madrid contigo? Enciende, enciende ese cabo (A JAVIER.), que está oscuro y quiero verle la cara a ver si bromea. (JAVIER enciende el cabo. PLÁCIDO pasea muy nervioso, CLAUDIO le sigue y le trae a la luz y le mira de frente. Ya es noche cerrada.) Pues parece que lo dice de veras.

PLÁCIDO.—Y tan de veras. Los tres allá y los tres unidos; y los tres a luchar. Os necesito.

JAVIER.—Magnífico.

CLAUDIO.—Me parece que estoy soñando.

PLÁCIDO.—Los tres marchando a la par, podemos hacer mucho. En otros tiempos, menos mezquinos que estos en que vivimos, el camino a mis ambiciones estaba trazado. ¡Tiempos de férreas armaduras, de pesados lanzones y de tajantes espadas! ¡Formaría una partida de bandoleros si era preciso: yo, el capitán! Hoy, tres. Dentro de poco, quince. Algunos meses más tarde cincuenta. Con el robo, o llamémosle botín, mantendría una mesnada, me pondría al servicio de un conde o de un duque, y al fin sería duque o conde, y quién sabe si llegaría a emperador o rey.

CLAUDIO.—Para eso no cuentes conmigo.

JAVIER.—Ni conmigo tampoco: no sirvo.

PLÁCIDO.—Ni yo. Las armaduras pesan mucho para los aventureros de hoy. Además, los petos y los espaldares son rígidos, no dejan libertad al espinazo para doblarse. Hoy los procedimientos para medrar son otros, requieren gran flexibilidad. Quien tenga genio, elocuencia o saber, que suba a saltos. Nosotros tenemos que subir lentamente. ¿Conocéis la fábula del inmortal autor de Los amantes de Teruel?

CLAUDIO.—¿Cuál?

PLÁCIDO.—La que se titula El águila y el caracol.

JAVIER.—No la recuerdo.

PLÁCIDO.—Es muy breve. El águila real que anida en eminente roca, ve cierto día que un caracol de la honda vega había logrado llegar hasta su altura, y le pregunta, sorprendida:

«¿Cómo con ese andar tan perezoso
tan arriba subiste a visitarme?»

«Subí, señora —contestó el baboso—,
¡a fuerza de arrastrarme!»

¿Podemos ser águilas?, pues a volar. ¿No podemos?, ¡pues seamos babosos, pero arriba!

JAVIER.—¡Este piensa lo que piensa!

CLAUDIO.—Y sabe lo que dice.

JAVIER.—¡A Madrid!

CLAUDIO.—A Madrid, y tú nos mandas.

PLÁCIDO.—Convenido. A luchar. ¡Lucha prosaica, vulgar, mezquina! No esperéis nada grande. ¡No entraremos ciertamente en la ciudad troyana!

CLAUDIO.—Como entremos en una plaza de tres mil pesetas, a mí me basta.

PLÁCIDO.—A mí, no.

JAVIER.—Sea lo que el ministro disponga.

CLAUDIO.—¿Conque me llevas?

PLÁCIDO.—Te llevo.

CLAUDIO.—(A JAVIER.) ¡Pues acompáñame, para que entre los dos convenzamos a mi pobre abuela! ¡La pobre lo va a sentir mucho!

JAVIER.—Vamos allá.

CLAUDIO.—Y luego volveremos para rematar nuestro plan.

PLÁCIDO.—Hasta luego.

CLAUDIO.—Hasta luego.

JAVIER.—Adiós.

CLAUDIO.—(Aparte.) Este Plácido hará carrera: tiene talento.

JAVIER.—(Aparte.) Y poca aprensión.

CLAUDIO.—(Aparte.) Bien mirado, nosotros tampoco tenemos mucha. (Salen riendo CLAUDIO y JAVIER.)

Escena cuarta

PLÁCIDO; después, BLANCA.


PLÁCIDO.—Lo que importa es salir de aquí. Estos horizontes, con ser tan anchos, me ahogan. Y Blanca también viene con nosotros: me alegro. ¡Pobre Blanca! Blanca... <

BLANCA.—Buenas noches. ¿No está mi hermano?

PLÁCIDO.—Se fue ahora mismo. Ha dicho que le esperes.

BLANCA.—Se me hizo tarde. Me fui, como de costumbre, por el camino de la ermita. Y distraída y pensando..., me alejé... y la noche se vino encima. Hoy no traigo flores. ¿Para qué? No te gustan: siempre las encuentro por aquí... tiradas y marchitas... Además..., ya no podré traerte más flores... (Tristemente.) ¿Te lo ha dicho mi hermano?

PLÁCIDO.—Sí... ya sé que os vais a Madrid. ¡Poco contenta que irás a la corte!

BLANCA.—¡Contenta! Tú sabes que no. Lo dices porque te gusta atormentarme.

PLÁCIDO.—Pero no niegues que vas contenta. Irás con frecuencia al palacio del marqués: quizá te quedes a vivir con Josefina...

BLANCA.—¡Bonito porvenir! Yo no sé si Josefina habrá cambiado; pero cuando era niña..., ¡criatura más antipática no se puede encontrar! Se complacía en atormentarme. ¡Más lágrimas me ha hecho verter.

PLÁCIDO.—Eres ingrata, porque esta vez bien te ha servido.

BLANCA.—Es verdad. La pobre ha hecho lo que ha podido por nosotros y le debo gratitud: habrá cambiado. Pero está de Dios que lo mismo sus agravios que sus favores me cuesten lágrimas. (Llora bajito.)

PLÁCIDO.—(Aparte.) ¡Pobrecilla! (Alto.) Vamos, que ya te consolarás cuando en aquellos salones tan espléndidos luzcas hermosos trajes.

BLANCA.—¿Hermosos trajes? ¿Y con qué dinero los compro?

PLÁCIDO.—Josefina te regalará alguno de los suyos. ¡Es riquísima!

BLANCA.—¡Ah! (Con cierto orgullo.) «No tenemos la misma medida»: me vendrían estrechos. Además, mis trajes son los míos. Muy pobres, pero se moldearon en mi cuerpo. Quiero estameña que arrope mi propio calor, no blondas que se empeñó en amarillear el calor ajeno.

PLÁCIDO.—¡Eres altiva! Malos vicios llevas a la corte.

BLANCA.—Menos malos si no dejan hueco a los que allí pudiera recoger. ¡Pero te has empeñado en atormentarme esta noche! Yo venía angustiada: durante todo el paseo estuve llorando. Pensé encontrarte triste y te encuentro burlón. Yo creo que te regocija la idea que ya no vamos a vernos más.

PLÁCIDO.—Si tanto te apena el irte, ¿por qué le escribiste aquella carta a Josefina?

BLANCA.—Pensé que no haría caso, como no habían hecho caso de las cartas de mi hermano. Y Javier se empeñó... «que yo destruía con mi orgullo su porvenir...» ¡Qué sé yo..., debilidades..., tonterías..., que luego se pagan!

PLÁCIDO.—De todas maneras, resulta que entre tu hermano y yo, prefieres a tu hermano. Con él te vas..., y yo..., el pobre Plácido..., aquí se queda.

BLANCA.—¿De modo que tú no quieres que me marche a Madrid? (Con alegría.)

PLÁCIDO.—Yo no mando en ti, Blanca.

BLANCA.—(Con ansia amorosa.) Pero ¿te da mucha pena que me vaya?

PLÁCIDO.—Ya lo estás viendo.

BLANCA.—Pues. si lo sientes tanto, ¿por qué no me pides que me quede?

PLÁCIDO.—¡Ah! Tú obedecerás a tu hermano.

BLANCA.—Más te obedecería a ti si estuviese segura de que me quieres mucho.

PLÁCIDO.—Finges que lo dudas para tener un pretexto y marcharte: ¡ir a la corte, vivir entre el lujo y el placer, oír galanterías y, al fin y al cabo, casarte con un duque! Y el pobre Plácido, allá, que se muera en el pueblo.

BLANCA.—¡Me vas a volver loca! ¡Yo, riquezas; yo, lujos; yo, galanes! Mira, Plácido, dime de verdad, con todo tu corazón: «Quédate», y desobedezco a mi hermano y «me quedo».

PLÁCIDO.—¿Serías capaz?

BLANCA.—¡Prueba..., prueba!... ¿A que no pruebas?

PLÁCIDO.—Voy a probar: «Quiero que te quedes.»

BLANCA.—Pues suceda lo que quiera, no voy a Madrid.

PLÁCIDO.—Ahora veremos si cuando venga Javier te atreves a decírselo.

BLANCA.—Ahora lo veremos.

Escena quinta

PLÁCIDO, BLANCA, CLAUDIO y JAVIER.


CLAUDIO.—Ya hemos convencido a la pobre vieja. (Entrando muy alegres.)

JAVIER.—(A BLANCA.) Hola..., ¿has venido tú?

BLANCA.—Sí..., a buscarte... Estuve paseando... hacia la ermita..., y la tarde estaba muy hermosa..., y me dió mucha pena el pensar que voy a dejar todo esto... ¡Mucha pena!... ¡Tú no lo sabes bien! Conque pensé una cosa, y te lo voy a decir.

JAVIER.—¿Qué pensaste?

BLANCA.—También me da mucha pena decírtelo..., porque eres mi hermano y te quiero... Hay días malos en que todo da pena.

JAVIER.—Pues mira tú, para mí es hoy un gran día.

CLAUDIO.—Y para todos nosotros, y para ése. (Por PLÁCIDO.)

BLANCA.—Para ése no.

PLÁCIDO.—Sigue..., sigue... ¿No te atreves a explicarle a tu hermano lo que has pensado?

BLANCA.—Sí me atrevo, Plácido. Oye: tú conoces a Marta; es tina buena mujer y muy honrada.

JAVIER.—Sí lo es. ¿Y qué?

BLANCA.—Tiene dos hijas: son unas buenas chicas.

JAVIER.—Sí lo son.

BLANCA.—Y no hay nadie más en la familia.

CLAUDIO.—Sí hay: el cochinito y la vaca.

JAVIER.—(Riendo.) Es verdad.

BLANCA.—Pues yo sé que si yo le dijese a Marta: «Mi hermano se va a Madrid a probar fortuna; pero yo no quiero ni servirle de estorbo ni serle gravosa, de modo que si tú no tienes inconveniente me quedaré en vuestra casa, os ayudaré como pueda, y os daré como ayuda lo poco que tenga», ¿comprendes? Yo sé que si le dijese esto a Marta se pondría muy contenta.

JAVIER.—¡Pero yo me pondría muy furioso! ¿qué disparate es éste?

BLANCA.—(Medio llorando, pero con energía.) Lo he resuelto.

JAVIER.—¡Pero Blanca!

BLANCA.—(Llorando más, pero decidida.) Lo he resuelto.

JAVIER.—Pero ¿por qué?

BLANCA.—¡Porque soy así; pero lo he resuelto, lo he resuelto! (Llorando desesperadamente.)

JAVIER.—Eres una mala hermana.

BLANCA.—Tienes razón, y lloraré todo lo que tú quieras, y te pediré perdón de rodillas; pero tú te marcharás y de rodillas me quedaré.

JAVIER.—¡Blanca!

CLAUDIO.—¡Esta chica se ha vuelto loca! Lo comprendería si se quedase Plácido..., porque se sabe lo que se sabe...; ¡pero si nos vamos los tres!

BLANCA.—¿Cómo?... ¿Qué estás diciendo?... ¿Que Plácido...? A ver, repítelo.

JAVIER.—Viene con nosotros a Madrid.

BLANCA.—Pero ¿es verdad?

PLÁCIDO.—(Riendo.) ¡Tonta!... ¡Si todo ha sido una broma!... Los tres, y tú con nosotros, a Madrid.

BLANCA.—¿Una broma?

PLÁCIDO.—Sí.

BLANCA.—(Aparte, a PLÁCIDO. Entre tanto, JAVIER y CLAUDIO hablan y ríen.) Ha sido una broma muy cruel y demasiado larga. Yo no hubiera tenido corazón para darte esa pena.

PLÁCIDO.—Es verdad. Perdóname.

BLANCA.—(Entre enojada y risueña.) Harás fortuna en Madrid: sabes fingir.

PLÁCIDO.—¿No estás contenta?

BLANCA.—Sí lo estoy; pero mejor hubiera sido que nos quedásemos.

JAVIER.—(A BLANCA.) Conque, a ver, ¿qué resuelves?

BLANCA.—¡Qué remedio...,. si te empeñas..., si me lo mandas!...

JAVIER.—¡Qué docil eres!

CLAUDIO.—Si has de llegar a las doce a casa de don Rufino, ya puedes emprender la caminata.

PLÁCIDO.—(Resueltamente.) Es verdad. Lo que ha de hacerse, ha de hacerse pronto. Vuelvo en seguida. (Sale un momento.)

BLANCA.—¿Adónde va?

CLAUDIO.—A procurarse fondos para el viaje.

BLANCA.—No comprendo.

JAVIER.—(En broma.) Tiene un tesoro escondido.

CLAUDIO.—¡Un tesoro!

BLANCA.—Estáis de broma..., hoy todo el mundo está de broma.

JAVIER.—Un cuadro..., ¡una pintura admirable!, ¡restos de su riqueza!

CLAUDIO.—Don Rufino, el anticuario..., o el usurero, se lo compra.

JAVIER.—Lo menos da tres mil pesetas.

CLAUDIO.—Pero ¿qué cuadro es ése?

JAVIER.—No sé.

CLAUDIO.—Ni nos importa.

BLANCA.—¿Será...? ¡No puede ser! ¡Por nada de este mundo lo vendería!

PLÁCIDO.—(Dispuesto para el viaje, con el sombrero y un cuadro envuelto en un lienzo.) Ya estoy en marcha. Hasta mañana. Adiós, Blanca; perdóname. (El cabo de vela se apaga; la salida queda a oscuras, por la puerta y la verja entra la luna.)

BLANCA.—¿Qué llevas ahí?

PLÁCIDO.—Un cuadro que me compra don Rufino.

BLANCA.—¿Qué cuadro es?

PLÁCIDO.—Nada..., lo único que tengo..., es precioso... Adiós, que se hace tarde.

BLANCA.—No; espera. No te veo la cara; pero en el tono de voz hay algo que me hiere.

PLÁCIDO.—La miseria hiere siempre. Adiós.

BLANCA.—(Deteniéndole.) No... Responde: ¿es un retrato?

PLÁCIDO.—¿Qué quieres que sea?... ¿Qué otra cosa tengo?... ¿Qué puedo vender?... ¡Como no venda mi alma!

BLANCA.—¿Es aquel retrato tan hermoso que me enseñaste un día?

PLÁCIDO.—¡Sí muy hermoso! ¡Ella era muy hermosa!

BLANCA.—¿Es el retrato de tu madre?

PLÁCIDO.—¡Claro! ¿Para qué están las madres? ¡Para salvar a los hijos! Adiós... (Se desprende de BLANCA y sale corriendo.)

BLANCA.—¡No...; eso, no!... ¡Plácido..., Plácido!... ¡No lo vendas!... ¡Es una mala acción! ¡Es peor que si vendieses tu alma!... ¡Plácido!... ¡No me oye..., no me oye!...

CLAUDIO.—Pero ¿qué tiene esta chica?

JAVIER.—Blanca, ¿qué tienes?

BLANCA.—¡Ay Dios mío! ¡Dios mío! ¡Mal empieza el viaje!... Antes me hizo llorar!... ¡Ahora vende el retrato de su madre! ¡Os digo que me da mucha pena! ¡Que me da mucho miedo!

Acto primero

Salón muy lujoso. Puertas laterales y puertas al fondo. Es de día.

Escena primera

DON CIPRIANO (Marqués de Retamosa del Valle) y JOSEFINA (su hija). JOSEFINA es como se la ha descrito en el prólogo; el Marqués tiene aires de gran personaje; vanidoso y vacío; su edad, unos cuarenta y cinco o cincuenta años. El Marqués aparece sentado; está preocupado e inquieto. Su hija, en pie, muy nerviosa y como un gato.


JOSEFINA.—¿Qué tienes, papá? Estás inquieto; no me atiendes.

MARQUÉS.—Hija, tengo muchas cosas en qué pensar y muy serias: la política, el periódico..., disgustos y cavilaciones.

JOSEFINA.—Para un hombre superior como tú, ¿qué es todo eso?

MARQUÉS.—Bueno, se puede ser superior y tomar muy a pecho cosas inferiores.

JOSEFINA.—¿Y no puedes atender a tu hija ni un momento?

MARQUÉS.—Vamos, di lo que quieras; ya te oigo.

JOSEFINA.—Que yo también tengo disgustos; que yo no puedo vivir así; que, como tú sabes, estoy muy delicada, que sufro mucho de los nervios y que entre todos me van a matar... Luego, mucho afligirse: «¡Pobre Josefina! ¡Pobre Josefina!...» ¡Pero Josefina ya se murió!

MARQUÉS.—Antes moriré yo.

JOSEFINA.—Eso sería lo regular... Es decir, lo sentiría mucho... Pero ya verás como no sucede.

MARQUÉS.—Vamos a ver qué te pasa; dilo de una vez.

JOSEFINA.—¡Que Blanca tiene un carácter imposible! ¡Que se goza en hacerme daño! ¡Que es una ingrata!

MARQUÉS.—Tú tienes la culpa. Tú te empeñaste en que los protegiese a ella y a su hermano, en que ella se quedase a vivir contigo. Él parece un buen chico: dócil, agradecido y respetuoso... Blanca..., no sé. Guapa, es muy guapa, no cabe duda.

JOSEFINA.—¡Eso es! Porque es guapa, o porque os figuráis que es guapa, ella ha de ser aquí la reina y yo la esclava.

MARQUÉS.—¡Pero Josefina!

JOSEFINA.—Y yo no sé qué hermosura encontráis en Blanca. A mí me parece muy basta y muy ordinaria.

MARQUÉS.—¡Y qué! ¿Qué es lo que hace?

JOSEFINA.—Contrariarme en todo. No servirme en nada. Basta que le mande una cosa para que no la haga y para que tome aires de princesa agraviada. ¿Pues qué se ha figurado que es en esta casa?

MARQUÉS.—Mal hecho.

JOSEFINA.—Ya lo creo. Mira, papaíto, es un picotear constante. Estoy dándole un encargo a Plácido, ese escribiente que has tomado hace poco...

MARQUÉS.—Por recomendación de Blanca y de su hermano y por empeño tuyo.

JOSEFINA.—¿Mío?

MARQUÉS.—Sí; te lo presentó Javier y quedaste encantada.

JOSEFINA.—Porque es muy fino; ya se conoce que ha recibido una gran educación. ¡Y muy obsequioso, y muy servicial, y muy simpático!

MARQUÉS.—Es verdad; el mejor de todos ellos, el más agradecido y el que sabe el puesto que debe ocupar.

JOSEFINA.—Bueno; pero si de Plácido no me quejo. Me quejo de Blanca. Decía que estoy dándole un encargo a Plácido, y llega Blanca, siempre llega a punto, y para contrariarme le echa con cualquier pretexto; que le llamas tú o que hace falta... En fin, cualquier mentira.

MARQUÉS.—Eso no me parece que tiene importancia. ¿Quieres concluir, hija? Que yo también tengo mis ocupaciones.

JOSEFINA.—¿Ves tú Tomás? El criado de confianza de la casa, que casi no es criado, es el que más me mima...; me mimó desde que tenía doce años. Pues desde que vino Blanca, me atiende menos; y eso que ella le trata con un despego...; es muy orgullosa.

MARQUÉS.—(Con impaciencia.) ¿Hay más?

JOSEFINA.—Tú mismo, mi padre, el que debía protegerme, siempre le das la razón a esa mujer.

MARQUÉS.—(Cada vez más impaciente.) Pero ¿cuándo?

JOSEFINA.—Ayer mismo. Yo escogí una tela para mi vestido de baile, Blanca me escogió otra, y tú, tú, ¡mi padre!, le diste a ella la razón. Todo para humillarme. Te lo digo muy seriamente. Que se quede aquí Blanca y mándame a un convento. O que me lleve Tomás a Retamosa. Blanca, en tu palacio; tu hija, en la aldea.

MARQUÉS.—¿Quieres dejarme en paz?

JOSEFINA.—¡Qué desdichada soy!

MARQUÉS.—(Colérico.) ¿Qué quieres que haga? ¿Que eche a Blanca? Ahora mismo.

JOSEFINA.—¡Eso, no! ¡De ningún modo! Sin ella me aburriría mortalmente.

MARQUÉS.—¿Pues qué?

JOSEFINA.—Que la llames y delante de mí la riñas.

MARQUÉS.—¿Y me dejarás tranquilo?

JOSEFINA.—Sí; pero has de reñirla fuerte, ¡hasta que llore!

MARQUÉS.—Ahora, verás. (Toca un timbre y aparece un CRIADO.) Que venga al momento la señorita Blanca. (Sale el CRIADO.)

JOSEFINA.—¡Buen principio! ¡La señorita Blanca! Señorita... La llamas como pudieras llamarme a mí.

MARQUÉS.—(Fuera de sí.) ¿Qué quieres? ¿Que mande a los criados que la traigan arrastrando?

JOSEFINA.—Con decir: «Que venga Blanca», era bastante. Cada cual en su sitio.

MARQUÉS.—Si cada cual estuviera en su sitio, estarías en tu cuarto y me dejarías en paz. ¡Como si no tuviera yo en qué pensar! ¡Que criatura más insoportable!

JOSEFINA.—¡Ay Dios mío!... ¡Dios, mío, cómo me tratas! ¡Y por ella..., por ella! (Rompe a llorar con rabieta de niña mal educada.)

Escena II

MARQUÉS, JOSEFINA Y BLANCA, por la derecha; Tomás, por el fondo.


BLANCA.—¿Qué tienes? ¿Qué tienes, Josefina? (Acercándose cariñosa.)

JOSEFINA.—¡Déjame!... ¡Aparta!

BLANCA.—(Al MARQUÉS.) Pero ¿está enojada conmigo?

MARQUÉS.—(En tono severo.) Blanca... Josefina está muy delicada, mejor dijera muy enferma, y es preciso que todos en esta casa procuren tener con ella aquellas consideraciones que su estado requiere. (Va tomando tono de discurso.)

BLANCA.—Yo procuro...

MARQUÉS.—(Siempre discurseando.) No basta procurar. Cuando la voluntad es recta y el deseo es sincero, se consigue aun sin procurarlo. Y usted, más que persona alguna, tiene esta sagrada obligación, ya que no por recuerdos de la infancia que debieran bastar, por deudas bien recientes de gratitud, que en pechos bien nacidos ni se borran ni palidecen nunca.

BLANCA.—Señor marqués, no creo haber merecido esas frases..., que me parecen duras, muy duras.

MARQUES.—Pues usted es mujer de buen sentido, nada agregaré a lo dicho.

JOSEFINA.—(Aparte.) ¡Pues ni por ésas llora! ¡Tiene un carácter!

MARQUÉS.—(A BLANCA.) Puede usted retirarse. Llévese usted a Josefina; asuntos graves reclaman mi atención. (BLANCA quiere hablar.) Basta.

JOSEFINA.—Me siento muy mala, muy mala. ¡Qué opresión! ¡Qué desvanecimiento!

BLANCA.—Josefina...

JOSEFINA.—No... Tú, de ningún modo; me dejarías caer. Que venga Tomás.

MARQUÉS.—Que venga. (Toca un timbre.) Que venga Tomás.

(Aparte.) Y con él una legión de diablos. (JOSEFINA hace monadas de niña enferma. BLANCA, inmóvil.)

TOMÁS.—(Es un hombre de poco más de cuarenta años. Fino y correcto, pero con un fondo de insolencia, Viste entre señor y criado. Al MARQUÉS.) ¿Llamaba usted?

MARQUÉS.—Ayude usted a la señorita a ir a su cuarto. No está buena.

TOMÁS.—Sí, señor. (Sostiene a JOSEFINA y la ayuda a salir.) ¿Qué tiene la niña? ¿Está enferma?

JOSEFINA.—Muy enferma. (Salen JOSEFINA y TOMÁS.)

BLANCA.—Señor marques, yo no soy ingrata. Yo agradezco en el alma todas las bondades de usted. Lo que hace por mi hermano, lo que hace por mí; pero comprendo que no soy simpática a Josefina y yo no puedo seguir en esta casa.

MARQUÉS.—¿Marcharse? De ningún modo; no lo permito. ¿Quién sufre entonces a mi hija?

BLANCA.—Yo no tengo esa obligación.

MARQUÉS.—La tiene usted. ¡Pues no faltaba más! Si usted se marcha, que Javier no cuente nunca conmigo.

BLANCA.—Señor marqués...

MARQUÉS.—Yo soy severo, a la par que bondadoso. Y cuando el marqués dice una cosa, el marqués cumple consigo mismo sosteniéndola. Sírvase usted retirarse.

BLANCA.—Permítame usted...

TOMÁS.—(En la puerta.) Dice la señorita Josefina que vaya Blanca. (Da unos pasos hacia BLANCA.) Que vaya usted.

MARQUÉS.—Vaya usted.

BLANCA.—(Dobla la cabeza con desaliento.) Obedezco al padre y a la hija. (Va a salir delante de TOMÁS, pero éste se anticipa y sale sin hacer caso a BLANCA.) Todo sea por mi hermano. (Sale.)

Escena III

MARQUÉS; después, DON ROMUALDO.


MARQUÉS.—Gracias a Dios que me dejan solo. Buen día me han dado entre todos. En seguida me quedo yo en esta casa solo con Josefina. ¡Como su madre..., que en paz descanse!

CRIADO.—Don Romualdo Pedrosa.

MARQUÉS.—Que pase, que pase. (El CRIADO sale.) Ese me alegro que venga; es buen amigo y de buen consejo. (Entra DON ROMUALDO.) Querido Romualdo. ¡Cuánto tiempo por esos mundos de Dios!

DON ROMUALDO.—Querido marqués... Te encuentro nervioso.

MARQUÉS.—Me encuentras loco. Yo sostengo siempre en mis discursos que la religión, la propiedad y la familia son los tres fundamentos de la sociedad... De la religión no hablemos. La propiedad es cimiento muy sólido.

DON ROMUALDO.—Sobre todo la tuya.

MARQUÉS.—Pero respecto a la familia, ya es otra cosa. Yo no tengo más que una hija... y no puedo vivir. Hombre, ¿quieres casarte con ella?... Perdona, no recordaba que eres casado. Es lástima; le doy toda la legítima de su madre...

DON ROMUALDO.—Pues no le faltarán novios. ¿Y ése era el motivo?...

MARQUÉS.—No; el motivo principal del estado en que me encuentras es otro. Ya sabes cuál.

DON ROMUALDO.—Supongo que será el artículo que publicó contra ti el periódico El Batallador.

MARQUÉS.—Justamente. Ese asunto se complica y ha de darme muchos disgustos; ya me los da.

DON ROMUALDO.—El artículo era fuerte.

MARQUÉS.—¡Era horrible! ¡Era infame! A un hombre como yo no se le trata así. Dice que soy un farsante, un imbécil.

DON ROMUALDO.—¿Y tú crees que eso produce efecto en Madrid?

MARQUÉS.—Ya sé que no. Todo el mundo me conoce. Pero me ataca en mi honra, mancha el origen de mi fortuna, ¡como si fuera un crimen ser rico! Señor, si el que gana un duro es honrado, el que gana cincuenta mil duros debe ser cincuenta mil veces más honrado, o yo no sé aritmética.

DON ROMUALDO.—¡Indiscutible!

MARQUÉS.—Pero, es que no respetan ni mi hogar doméstico, ni mi familia.

DON ROMUALDO.—(Riendo.) Antes no lo respetabas mucho.

MARQUÉS.—Esos eran desahogos del hogar doméstico.

DON ROMUALDO.—¿Y qué vas a hacer?

MARQUÉS.—Yo creí desde el primer momento que la cuestión era muy grave. ¡Que ciertos insultos no se borran más que con sangre!

DON ROMUALDO.—(Dándole la mano.) ¡Muy bien! Eso creen todos tus amigos; el partido en masa.

MARQUÉS.—Y se lo dije al director del periódico. ¡Usted tiene que batirse! ¡Así, con energía! ¡Con mucha energía!

DON ROMUALDO.—¿Y qué te dijo?

MARQUÉS.—Que estaba dispuesto. Pero luego, los redactores y algunos de mis amigos, ¡buenos amigos!, argumentaron que el ataque no era al periódico, ni al director, ni a la redacción; que era un ataque directo y personal contra mí. Y que yo era el que debía provocar el lance.

DON ROMUALDO.—Ya. Y tú...

MARQUÉS.—Yo..., ya me conoces. Soy un hombre de corazón; sé afrontar los peligros..., pero no estoy solo en el mundo; ¿y mi familia?, ¿y mi hija?, ¿y la hija de mi alma? ¡Si sabe que voy a ese duelo se muere! ¡Y yo por nada en este mundo, ni por la honra, me resigno a ser parricida!

DON ROMUALDO.—Es verdad. Pero ¿cómo te explicas tú ese artículo?

MARQUÉS.—No sé. Si no conozco al autor, y eso que firma con todas sus letras: Claudio Maltraña. Dicen que es de Retamosa del Valle.

DON ROMUALDO.—Entonces son odios de localidad.

MARQUÉS.—Pero si yo no recuerdo haberle ofendido nunca.

DON ROMUALDO.—¿Y no hay más?

MARQUÉS.—Hay otra complicación gravísima. ¿No has leído mi periódico?

DON ROMUALDO.—Sabes que he estado fuera dos meses: hay que cuidar los distritos.

MARQUÉS.—Bueno, pues oye. Se recibió en el periódico un artículo anónimo, de uno de mis admiradores, sin duda alguna, contestando al artículo de El Batallador. ¡Un artículo admirable! ¡Qué estilo, qué energía, qué lógica y, sobre todo, qué manera tan noble de hacerme justicia! Claro..., se publicó. Y ahora resulta que ese señor don Claudio se da por ofendido, porque dice que en el artículo se le insulta: ¡la verdad es que se le pulveriza! Y la emprende conmigo, asegurando que yo soy el autor del artículo... Algo hay en él de mi estilo vigoroso y correcto, es cierto; pero no es mío, te aseguro que no es mío.

DON ROMUALDO.—Entonces...

MARQUÉS.—¡El otro no se da por satisfecho; que le diga el nombre del autor o que responda yo en el terreno! Nada, que todo el mundo se ha empeñado en que he de batirme. ¿Comprendes tú esto?

DON ROMUALDO.—¡Qué demonio! El caso para ti es muy apurado.

MARQUÉS.—¡Si es apurado!... Estoy esperando sus padrinos y tengo que nombrar los míos... ¿Cuento contigo?

DON ROMUALDO.—Como siempre.

MARQUÉS.—He avisado también a don Anselmo Ventosa, el primer crítico literario de mi periódico; diputado, hombre de mucha respetabilidad y de mucho aplomo.

DON ROMUALDO.—Buena elección.

MARQUÉS.—Pues a vosotros me encomiendo. ¡La honra sobre todo..., pero sin que la dignidad degenere en provocación..., ni el valor en temeridad. Soy un hombre serio, no soy matón de oficio. (Se ve que tiene mucho miedo.)

DON ROMUALDO.—¡Pierde cuidado! Sobre todo, tu honor; tú lo has dicho.

MARQUÉS.—Justo; pero sin exageraciones impropias de mi carácter.

DON ROMUALDO.—Te conozco bien.

MARQUÉS.—Espera..., alguien ha entrado en mi despacho. (Se va a la puerta.) Son ellos..., deben de ser ellos. (Vuelve y vacila; se apoya en una butaca.)

DON ROMUALDO.—(Acudiendo a él.) ¿Qué tienes?

MARQUÉS.—(Fingiendo fiereza.) Nada..., he tropezado...; el coraje que me domina..., y estoy un poco nervioso. A veces no puedo contenerme.

Escena IV

MARQUÉS, DON ROMUALDO Y PLÁCIDO, que trae un libro en la mano, con un dedo entre las hojas, como para no perder el sitio en que leía.


PLÁCIDO.—Señor marqués... (Se inclina respetuosamente ante DON ROMUALDO.)

MARQUÉS.—¿Qué ocurre, Plácido?

PLÁCIDO.—(Siempre muy humilde.) Dos señores que esperan en el despacho; desean hablar con usted.

MARQUÉS.—¿Los conoce usted?

PLÁCIDO.—No, señor.

MARQUÉS.—¿Ni sabe usted a qué vienen?

PLÁCIDO.—Yo creo..., digo, me figuro..., que son los padrinos de ese miserable, ¡de ese villano!..., ¡de ese Claudio!... Perdone usted, pero a pesar mío me exalto.

MARQUÉS.—Exáltese usted, Plácido; es una prueba de su cariño.

PLÁCIDO.—Sí, señor; de mi cariño, de mi gratitud, de mi adhesión, señor marqués.

MARQUÉS.—¡Gracias, gracias! Sé lo que usted vale. (Aparte, a DON ROMUALDO.) Es un escribiente que he tomado hace dos meses; es de Retamosa..., es hombre leal. (Alto.) Oiga usted, Plácido.

PLÁCIDO.—(Con solicitud.) Señor marqués...

MARQUÉS.—Dicen que ese Claudio es de Retamosa.

PLÁCIDO.—Sí, señor.

MARQUÉS.—¿Es amigo de usted?

PLÁCIDO.—¡Ay!, no, señor.

MARQUÉS.—Pero ¿usted le conoce?

PLÁCIDO.—(Con profundo desprecio.) Como se conoce a la gente... a quien se conoce y nada más.

MARQUÉS.—¿Qué clase de persona es?

PLÁCIDO.—¡Un malvado! ¡Un hombre peligrosísimo! ¡Una fiera!

MARQUÉS.—(Acongojado.) ¿Una fie...?

PLÁCIDO.—¡Sí, señor marqués! ¡Una fiera! Todos sus compañeros no le llaman Maltraña, sino «mala entraña». Es capaz de cualquier crimen.

MARQUÉS.—(Sin poderse contener de puro miedo.) Cri...

PLÁCIDO.—Crimen.

MARQUÉS.—Pero ¿un criminal sin valor?

PLÁCIDO.—Es lo único que en justicia debe reconocérsele: un valor salvaje.

MARQUÉS.—¡Salvaje!

DON ROMUALDO.—Malas noticias.

PLÁCIDO.—Pero su valor no tiene mérito: maneja todas las armas admirablemente. ¿Qué mérito hay en esto?...; un asesino. Lo diré en voz muy alta, ¡un asesino! Perdone usted, señor marqués.

MARQUÉS.—Y con un asesino, un hombre que se estima en algo..., dígalo, dígame en conciencia..., ¿puedo batirme?

DON ROMUALDO.—¿Está descalificado?

PLÁCIDO.—Por desgracia no lo está. ¡Ah!..., él guarda todas las apariencias... A los tres o cuatro que ha matado en duelo, los ha matado con todas las reglas del código del honor.

MARQUÉS.—¿Tres o...?

PLÁCIDO.—No sé si han sido tres o si han sido cuatro. (Como contando.) El de Cuba..., el de Barcelona..., el francés... y el maestro de armas... Sí; han sido cuatro.

MARQUÉS.—(A DON ROMUALDO.) ¿Estás oyendo?

DON ROMUALDO.—Es un lance muy desagradable.

MARQUÉS.—¿Desagradable?... ¡Trágico!

PLÁCIDO.—¡Ay!

MARQUÉS.—¿Y mi hija?

PLÁCIDO.—¡Pobre señorita!

MARQUÉS.—¿Cómo le digo yo a mi hija: «Me ha matado ese hombre»?... (Aturdido del todo.) Es decir..., ¿cómo le dicen: «¡Han matado a tu padre!»?

PLÁCIDO.—Señor marqué,..., yo soy un hombre agradecido... Yo le debo a usted el pan que como... ¡Señor marqués..., no se bata usted con Claudio! (Casi llorando le tiende los brazos.)

MARQUÉS.—(Le abraza ligeramente.) ¡Pobre Plácido!

PLÁCIDO.—Pero ¿puede nadie dudar del valor de usted? Yo he oído contar cosas...

MARQUÉS.—¿Ha oído usted contar? (Con vanidad satisfecha.) No recuerdo... (Con fingida modestia y sin poder recordar sus heroicidades.) No hablemos de eso; cosas de la juventud. (Aparte.) Pues no sé a qué podrá referirse.

DON ROMUALDO.—De todas maneras, tú no puedes quedar en ridículo.

MARQUÉS.—¡Eso no!... Voy a ver a esos señores..., y después..., vosotros sabréis lo que vais a hacer conmigo. (Se dirige a la puerta con dignidad, pero vacilando un poco. A DON ROMUALDO.) Cuando sea preciso, ya te avisaré. Plácido...

PLÁCIDO.—¿Señor marqués?

MARQUÉS.—Haga usted compañía a don Romualdo y déle antecedentes sobre ese señor Claudio.

PLÁCIDO.—Sí, señor.

MARQUÉS.—Vamos a ver qué pretenden esos señores. (Aparte.) En buena, en buena me han metido. ¡Ay Dios mío, cuándo acabará esto! (Sale.)

Escena V

PLÁCIDO y DON ROMUALDO.


DON ROMUALDO.—Mal lance es el de mi amigo.

PLÁCIDO.—Muy malo.

DON ROMUALDO.—Ese es el mundo y ésa es la vida pública.

PLÁCIDO.—Por eso a mí, en mi modesta esfera, me gusta más el estudio.

DON ROMUALDO.—Sí, ya lo veo a usted con un libro. Parece que no quiere usted desprenderse de él.

PLÁCIDO.—(Apretándolo contra su pecho.) ¡Ah! ¡Nunca!

DON ROMUALDO.—¿Es de literatura?

PLÁCIDO.—No, señor. De sociología.

DON ROMUALDO.—Usted permite.

PLÁCIDO.—(Le enseña la portada.) Con mucho gusto. «Estudios sociológicos; la sociología moderna.»

DON ROMUALDO.—Ya. (Aparte.) Mi libro. (Alto.) ¿Y quién es el autor?

PLÁCIDO.—No sé. Dice: «Por un aficionado.» ¡Sí, sí, aficionado! ¡Vaya un aficionado! ¡Un maestro, un gran maestro!

DON ROMUALDO.—¿Y cómo vino a caer en las manos de usted?

PLÁCIDO.—Por casualidad; revolviendo en la librería del marqués, ¡que es magnífica!, di con este libro. Empecé a leerlo, y a la primera página, me sentí empoigné; nada, que el libro hizo presa en mi cerebro.

DON ROMUALDO.—¿Tan bueno es? (Siempre la vanidad satisfecha.)

PLÁCIDO.—Pero ¿usted no lo conoce?

DON ROMUALDO.—No, señor. Los hombres políticos no tenemos tiempo para leer.

PLÁCIDO.—¡Qué lástima (Aparte.) ¡Ay hipócrita! No lo conoces y el libro es tuyo. (Alto.) Para ustedes los políticos este libro debiera ser el evangelio.

DON ROMUALDO.—(Satisfecho.) ¿Nada menos?

PLÁCIDO.—Nada menos. ¡Una obra maestra! ¡Sólo un genio puede escribir un libro como éste! Yo he leído mucho, es mi afición. Pues no hay más que dos libros que yo haya leído tres y cuatro y cinco veces: el «Quijote», y ese libro que parece tan modesto y que está escrito ¡por un aficionado! ¡Cuánto daría yo por conocer al autor!

DON ROMUALDO.—Esas son exageraciones de la juventud.

PLÁCIDO.—(Con fingida sequedad.) Si usted no lo conoce, no puede juzgarlo. Perdone usted..., y permita que me retire.

DON ROMUALDO.—No se retire usted, Plácido, y venga esa mano. Quise saber su opinión libre e imparcial sobre esa obra. Sépalo usted de una vez: el autor soy yo.

PLÁCIDO.—¡Usted!... ¡Cómo sospechar!... ¡Si lo hubiese sabido!...

DON ROMUALDO.—No me hubiese usted hablado con tanta franqueza, ¿verdad?

PLÁCIDO.—Verdaderamente, estoy confuso.

DON ROMUALDO.—Tenía usted un protector, el marqués. Tiene usted otro, yo. (Vuelve a darle la mano. PLÁCIDO finge confusión, gratitud y humildad.)

PLÁCIDO.—¡Don Romualdo!...

DON ROMUALDO.—Vamos a ver: ¿cuáles son los proyectos de usted?

PLÁCIDO.—No sé..., trabajar.

DON ROMUALDO.—Pero trabajar, ¿con qué objeto? Será para conseguir algo: fama, posición, riqueza.

PLÁCIDO.—No tengo ambiciones.

DON ROMUALDO.—¿Le gustaría a usted entrar en la redacción de un periódico? La prensa es un arma poderosa.

PLÁCIDO.—Bueno..., si mis protectores me lo aconsejan.

DON ROMUALDO.—Y podrá usted, por ejemplo..., escribir un artículo sobre mi libro.

PLÁCIDO.—¡Ay!..., ¡sí!..., ¡qué idea!... ¡Eso sí!... i Eso sí!.... ¡mi ideal, mi ilusión, don Romualdo!

DON ROMUALDO.—Pues ya realizó usted su ilusión. Yo tengo mucha influencia..., soy uno de los primeros accionistas en uno de los principales periódicos de Madrid. Cuente usted que ya está en él escribiendo... lo que usted quiera.

PLÁCIDO.—Don Romualdo..., yo no se cómo expresar a usted mi gratitud.

DON ROMUALDO.—¿Y nada más?

PLÁCIDO.—¿A qué más puedo aspirar yo?

DON ROMUALDO.—¿No le llama a usted la política?

PLÁCIDO.—Con usted y a sus órdenes... (Con energía.) Entendámonos, ¡para realizar todo lo que dice ese libro de sociología!

DON ROMUALDO.—(Riendo.) Por descontado. ¿Y usted no ha escrito nada? Versos o dramas..., cualquier cosa.

PLÁCIDO.—Sí, señor...; pero a usted me da vergüenza decírselo; he escrito una comedia..., que han aceptado en un teatro por recomendación del marqués, y que se estrena mañana. Nada..., una tontería.

DON ROMUALDO.—No será tontería. De todas maneras, usted escribe la crítica, se le pone cualquier firma y se publica en el periódico.

PLÁCIDO.—¿Yo mismo escribir la crítica de mi comedia? ¡Por Dios, don Romualdo!... Perdone usted, pero es imposible.

DON ROMUALDO.—¡Qué tendría de particular! ¡No sea usted puritano! Así no conseguirá usted nunca cosa que valga la pena.

PLÁCIDO.—No puedo..., no puedo.

DON ROMUALDO.—Bueno, respetemos al joven Catón. Le mandaré a usted nuestro crítico, con orden de que quede usted complacido.

PLÁCIDO.—Eso..., si usted se empeña..., ya es otra cosa.

CRIADO.—Señor don Romualdo, el señor marqués le ruega que pase a su despacho.

DON ROMUALDO.—Allá voy. A trabajar, Plácido, que entre todos le haremos a usted subir.

PLÁCIDO.—No soy adulador..., no encuentro palabras...

DON ROMUALDO.—No hacen falta. (Sale mirando a PLÁCIDO. Aparte.) ¡Tiene mucho talento! ¡Vaya un artículo que escribirá sobre mi libro!

Escena VI

PLÁCIDO; después, un CRIADO; después, TOMÁS.


PLÁCIDO.—Estoy rendido. La tarea hoy es muy fuerte. (Dando un golpe con el libro sobre la mesa.) ¡Ah libro estúpido, no te puedes quejar de mí! (Toca el timbre y sale un CRIADO.) Diga usted a Tomás que haga el favor de venir un momento. Se lo ruego. (Sale el CRIADO.) A ese grosero de Tomás también hay que tratarle con dulzura, casi con mimo. Es el preferido de Josefina, tiene sobre ella mucho dominio y no conviene que ni a ella ni al marqués les hable mal de mí. Hay que seguir «arrastrándose» Hasta ahora no me puedo quejar. Hola, Tomás.

TOMÁS.—¿Qué quería usted, Plácido?

PLÁCIDO.—Pues quería que usted hiciera que viniese aquí, con sigilo..., sin que nadie se enterase, la señorita Josefina.

TOMÁS.—(Con autoridad.) ¡Hola, hola! ¿Y para qué?

PLÁCIDO.—Tengo que hablar con ella de un asunto importante.

TOMÁS.—(Con grosería.) ¿Y qué asunto es ése?

PLÁCIDO.—(Aparte.) De buena gana te rompería el espinazo a palos. (Alto.) Para usted no tengo secretos.

TOMÁS.—Es que si no, la señorita no viene.

PLÁCIDO.—Ya lo sé..., y por eso acudo a usted.

TOMÁS.—Bueno, pues vaya usted diciendo.

PLÁCIDO.— Es para decirle que su padre está en un grave peligro. Que es preciso que a todo trance impida que se bata.

TOMÁS.—¡Ca! No tema usted; el marqués no se bate.

PLÁCIDO.—Quien sabe... De todas maneras, yo cumplo «un deber de conciencia». Siento causar ese disgusto a la señorita Josefina... y que le dé algo.

TOMÁS.—No le da nada.

PLÁCIDO.—Pues haga usted el favor... de hacer que venga.

TOMÁS.—Vendrá..., porque si no... De todas maneras ha de ponerse furiosa. ¡Ah! Un consejo. Procure usted no caracolear mucho alrededor de la señorita Josefina.

PLÁCIDO.—¡Qué bromista es usted, Tomás.

TOMÁS.—Pues por si acaso. (Vase.)

Escena VII

PLÁCIDO; después, JOSEFINA.


PLÁCIDO.—Como yo pueda, ya me pagarás tu grosería. ¡Tú no sabes, imbécil, que la baba del que se arrastra alguna vez es veneno! Hay que apresurar la subida, ¡porque la sangre me va subiendo también muy aprisa! (Cambiando de tono y con dulzura.) ¡Josefina!

JOSEFINA.—Dice Tomás que deseaba usted hablarme.

PLÁCIDO.—Es cierto. Pero no sé cómo empezar.

JOSEFINA.—Pues entre tanto dígame usted algo agradable.

PLÁCIDO.—¡Qué más quisiera yo que decir cosas agradables a Josefina! Ayúdeme usted.

JOSEFINA.—¿Cómo me encuentra usted hoy?

PLÁCIDO.—¿Lo digo?. ¿No se enfadará usted?

JOSEFINA.—No me enfadaré.

PLÁCIDO.—Encantadora. (Aparte.) Está más fea que de costumbre.

JOSEFINA.—(Con coquetería mimosa.) Atrevido.

PLÁCIDO.—Usted dijo...

JOSEFINA.—Yo quería decir que cómo me encontraba usted de salud. Qué aspecto tenía... Blanca asegura que estoy muy pálida.

PLÁCIDO.—La palidez de la azucena.

JOSEFINA.—Gracias. ¿De modo que Blanca no tiene razón al afirmar que mi color es enfermizo?

PLÁCIDO.—¿Qué entiende Blanca de estas cosas?

JOSEFINA.—Y Blanca, ¿no es muy bonita?

PLÁCIDO.—Belleza lugareña.

JOSEFINA.—¿Y yo?

PLÁCIDO.—Belleza refinada y artística.

JOSEFINA.—¡Qué le voy a creer!

PLÁCIDO.—Haría usted mal en no creerme, porque yo hablo siempre con el corazón.

JOSEFINA.—Pero el corazón de usted no le pertenece.

PLÁCIDO.—Acaso acierta usted.

JOSEFINA.—Es de Blanca.

PLÁCIDO.—No..., la quiero... como a una hermana.

JOSEFINA.—Otro gallo le cantara a usted si en vez de haberse enamorado de Blanca hubiera usted puesto sus amores en persona más digna de usted.

PLÁCIDO.—¿Y si yo no fuera digno de esa persona?

JOSEFINA.—¡Qué modesto!

PLÁCIDO.—¡Qué cruel!

JOSEFINA.—(Riendo.) ¿Por qué?

PLÁCIDO.—Si se ríe usted de ese modo, no puedo decirlo.

JOSEFINA.—¿No sabe usted de qué me río?

PLÁCIDO.—No lo sé.

JOSEFINA.—Pues me río pensando en la cara que pondría Tomás si nos oyese.

PLÁCIDO.—(Muy serio.) Es verdad; todavía no he dicho lo que tenía que decir.

JOSEFINA.—¿Es cosa grave?

PLÁCIDO.—¡Muy grave! En breves palabras, porque pueden interrumpir esta conferencia. Su padre quiere batirse.

JOSEFINA.—¿Mi padre?

PLÁCIDO.—Sí, Josefina; con un hombre peligrosísimo.

JOSEFINA.—¡Ay Dios mío! ¿Y pueden matarle?

PLÁCIDO.—Es casi seguro.

JOSEFINA.—No..., eso no...; ¡qué pena y qué trastorno en la casa!

PLÁCIDO.—Pues no diga usted que yo le he dado el aviso; pero evítelo usted a todo trance.

JOSEFINA.—¿Pero cómo?

PLÁCIDO.—No sé..., angustiándose, rogando..., y luego, las lágrimas...; un desmayo..., en fin, como usted pueda.

JOSEFINA.—Sí que lloraré... ¡Ay Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Qué pena tan grande me ha dado. usted! (BLANCA ha salido; se detiene en la puerta y se oye las últimas palabras de JOSEFINA. Se adelanta con ímpetu.)

Escena VIII

JOSEFINA, PLÁCIDO y BLANCA.


BLANCA.—Josefina, ¿por qué lloras?

JOSEFINA.—Por nada.

BLANCA.—Plácido, ¿por qué has hecho..., por qué ha hecho usted llorar a Josefina?

JOSEFINA.—¿Y tú por qué vienes sin que nadie te llame? Plácido y yo teníamos que hablar en secreto.

BLANCA.—(A PLÁCIDO.) ¿Es verdad?

PLÁCIDO.—Es verdad.

JOSEFINA.—¿Eres tú mi madre, o mi hermana, o la novia de Plácido?

BLANCA.—(Con tristeza.) No lo soy.

JOSEFINA.— Entonces, déjanos en paz con tu vigilancia ridícula.

BLANCA.—Perdona, Josefina. Perdone usted, Plácido.

JOSEFINA.—¿Vas a llorar tú también?

BLANCA.—(Con energía orgullosa.) No; yo no lloro.

PLÁCIDO.—Ni habría motivo.

BLANCA.—Los dejo a ustedes.

PLÁCIDO.—No, Blanca, puede usted quedarse..., si Josefina lo permite.

JOSEFINA.—Lo que habíamos de hablar ya lo hemos hablado. Puedes quedarte. Es usted muy bueno y muy cariñoso. Este rasgo de usted no lo olvidaré nunca. (BLANCA vacila, se va, vuelve, quiere irse, quiere quedarse. Todo esto se encomienda al talento de la actriz.) Puedes quedarte. Lo que nos queda por decir puedes oírlo. Es usted (A PLÁCIDO.) una de las personas a quienes más quiero. Mi padre, Tomás y usted son mis predilectos. (BLANCA rompe a reír nerviosamente.)

BLANCA.—Puede usted estar orgulloso, Plácido. ¡Ja, ja, ja!

PLÁCIDO.—Lo estoy. ¡El afecto de Josefina no tiene precio para mí.

BLANCA.—(Pasa riendo delante de PLÁCIDO y le dice en voz baja.) ¡Sí tiene precio!

Escena IX

BLANCA, JOSEFINA, PLÁCIDO, un CRIADO; después, DON ANSELMO VENTOSA.


CRIADO.—Don Anselmo.

DON ANSELMO.—A los pies de usted, Josefina... Blanca... Amigo Plácido. (Se saludan.)

JOSEFINA.—Muy bonitos, muy bonitos los versos que me ha escrito usted en el álbum. Venga usted, venga usted a sentarse a mi lado.

DON ANSELMO.—Es usted muy amable, Josefina.

JOSEFINA.—No con todo el mundo; con usted, sí.

DON ANSELMO.—Tanto más agradecido.

BLANCA.—(En voz baja, a PLÁCIDO.) Tienes la cara muy sombría, Plácido. Te olvidas de tu papel. Mira que es uno de los primeros críticos de la corte y que ha de juzgar tu comedia.

PLÁCIDO.—Es verdad.

JOSEFINA.—(Que no ve con gusto que PLÁCIDO y BLANCA hablen en voz baja, los interrumpe.) Plácido, venga usted aquí. Estoy hablando a don Anselmo de la comedia de usted.

PLÁCIDO.—¡No merezco tanto! Ocuparse de Plácido la más bella de Madrid y el primer literato de España.

DON ANSELMO.—Lo primero, sí. Lo segundo, no.

JOSEFINA.—Lo primero, no. Lo segundo, sí.

BLANCA.—(Aparte.) Lo primero, no. Lo segundo, no.

PLÁCIDO.—Si no fuera atrevimiento excesivo, yo le rogaría a usted que viese un ensayo de mi obra.

DON ANSELMO.—Ya lo he visto, y tengo escrita la crítica. Me gusta alentar a la juventud, y además se interesan por usted Josefina y el marqués... y supongo que Blanca también.

BLANCA.—Es paisano.

DON ANSELMO.—Es natural.

PLÁCIDO.—(Con fingida efusión.) Mil gracias, don Anselmo. JOSEFINA.—No tan aprisa; antes de darle las gracias hay que saber cómo le trata a usted. Yo soy muy positiva.

DON ANSELMO.—Plácido es muy simpático, muy modesto; no le falta ingenio; yo creo que hará algo bueno con el tiempo.

BLANCA.—(Con ansiedad.) Pero la comedia..., ¿qué le parece a usted?

DON ANSELMO.—Es discreta..., y tiene algo..., tiene algo...

JOSEFINA.—Vamos, mediana.

DON ANSELMO.—No se puede juzgar de ese modo, Josefina. Además, una obra que usted recomienda, para mí es admirable.

JOSEFINA.—¿Lo dice usted así?

BLANCA.—¿Dice usted que es admirable?

DON ANSELMO.—No digo tanto... porque hay que mostrar cierta imparcialidad. De lo contrario, el elogio resulta sospechoso.

JOSEFINA.—Estoy segura de que el artículo no es como yo quisiera.

DON ANSELMO.—Pues usted lo modifica.

JOSEFINA.—¿Me autoriza usted?

DON ANSELMO.—Plenamente autorizada.

PLÁCIDO.—¡Perdóneme usted, maestro! Soy joven, tengo ilusiones; acaso de usted dependa mi porvenir. ¿Ha de negarme usted su protección? ¡Le cuesta a usted tan poco hacer de mí un hombre!

DON ANSELMO.—Le comprendo a usted, y simpatizo con usted..., y Josefina lo manda.

JOSEFINA.—Claro.

DON ANSELMO.—Dispense usted, Josefina. El marqués me mandó venir y todavía no le he avisado que estoy aquí. ¿Quiere usted tocar el timbre, Plácido, y usted dispense?

PLÁCIDO.—Usted echa las campanas a vuelo por mí; yo toco el timbre por usted. (Toca el timbre.)

DON ANSELMO.—(A un CRIADO que se presenta.) Avise usted al señor marqués que estoy a sus órdenes.

JOSEFINA.—(Aparte, a PLÁCIDO.) ¿Vendrá para lo que usted me dijo?

PLÁCIDO.—Seguramente.

JOSEFINA.—Pues yo le sigo. Entro en el gabinete; los oigo..., y ya verá usted cómo no hay duelo.

PLÁCIDO.—(Fingiendo interés.) Sí, por Dios, Josefina.

CRIADO.—El señor marqués le espera a usted.

DON ANSELMO.—Voy en seguida. Con el permiso de ustedes.

JOSEFINA.—Yo le acompaño a usted hasta el despacho de mi padre.

DON ANSELMO.—Tanto honor...

JOSEFINA.—Blanca, espérame en mi cuarto. (Salen DON ANSELMO y JOSEFINA. BLANCA hace un movimiento de enojo que no puede reprimir.)

Escena X

BLANCA Y PLÁCIDO.


BLANCA.—¿Lo has oído? Para ella soy menos que una criada.

PLÁCIDO.—Y yo para todos soy casi un lacayo. ¡Qué importa! Hay que sufrir, hay que esperar; ya llegará el desquite.

BLANCA.—Cuando llegue el desquite, ¿qué seremos los dos? ¡Seres abyectos, escarnecidos, pisoteados!... ¿Hay algo en el mundo que compense estas humillaciones? ¡Humillada por ella..., por ella!... ¡Sólo es amable contigo!... ¡Yo creo que tú te resignas gustoso!

PLÁCIDO.—¡Por Dios, Blanca!

BLANCA.—¿Tú me quieres o se acabó tu cariño?

PLÁCIDO.—¡Siempre lo mismo!... Mira, el día en que triunfe te contestaré.

BLANCA.—Pero ¿qué entiendes tú por triunfar? Por ejemplo: ¿casarte con Josefina?

PLÁCIDO.—¡Qué desatino! Pero ¿no comprendes que es una locura? Yo, ¿qué soy? ¡Nada! ¿Y ella?... ¡La heredera del título y de los millones del marqués?... ¿Estás en tu juicio?

BLANCA.—Te parece desatino sólo por la distancia que os separa, no por otra razón. ¿No es ese lo que piensas? ¡Pues no seas tonto! No te apures. ¡Si tú puedes llegar! ¡Sigue arrastrándote y llegarás! ¡Tienes talento, ellos son necios! ¡Tienes astucia, ellos son torpes! ¡No, la dignidad no te pesa, ni la conciencia te estorba, ni mi amor te salva! ¡Arriba, arriba! Que no quiero entorpecerte el camino y me voy de esta casa.

PLÁCIDO.—Silencio, Blanca. ¡No des un escándalo! Prudencia, Blanca, ¡que puedes hacerme mucho daño!

BLANCA.—¡Ah Plácido; mis lágrimas sólo te preocupan por lo que pueden perjudicarte en tus proyectos!

PLÁCIDO.—Pues sí; pueden perjudicarme.

BLANCA.—¿Y qué he de hacer? Dilo tú.

PLÁCIDO.—Callar, sufrir, tener paciencia.

BLANCA.—¿Y tú?

PLÁCIDO.—Yo..., por mi camino. ¡No te cruces en él!

BLANCA.—¿Y si me cruzo?

PLÁCIDO.—¡Te apartaré!

BLANCA.—¿Y eso me dices tú?... ¡No; no eres el mismo de antes!

PLÁCIDO.—Pues si no soy el mismo, no busques al antiguo y respeta al nuevo.

BLANCA.—¡Es que al Plácido de antes yo le amaba! Y al de hoy...

PLÁCIDO.—¿Qué?

BLANCA.—¡Casi lo desprecio!

PLÁCIDO.—¡Despréciame del todo y déjame!

BLANCA.—¡Siento impulsos de obedecerte!

PLÁCIDO.—Pues sigue tus impulsos.

BLANCA.—¡Ay Dios mío..., qué débil y qué torpe soy!

PLÁCIDO.— ¡Calla, que viene gente!

Escena XI

BLANCA, PLÁCIDO, CLAUDIO Y JAVIER.


JAVIER.—(Al CRIADO.) No tiene que anunciarnos; esperaremos en esta sala.

PLÁCIDO.—Javier... ¡Ah Claudio!... ¡Tú en esta casa!... Pero, desdichado, ¿a qué vienes?... ¿Os habéis vuelto locos?

CLAUDIO.—Vamos despacio, querido Plácido, que el asunto es grave. ¡Me has comprometido en un lance gravísimo! Tú no piensas en nada; por lo menos, no piensas más que en ti.

PLÁCIDO.—Pero ¿a qué vienes? (Mirando a todas partes.)

CLAUDIO.—Ya puedes comprenderlo. Tú, para no sé qué planes, me diste un artículo tremendo contra el marqués y me obligaste a firmarlo.

BLANCA.—(A PLÁCIDO.) ¿Tú has hecho eso?

PLÁCIDO.—(A CLAUDIO.) ¿Y qué?

CLAUDIO.—Que la cosa me pareció comprometida; pero te obedecí.

BLANCA.—(Como hablando consigo misma.) ¡Pero si es imposible!

PLÁCIDO.—Acaba y vete.

CLAUDIO.—Acabo, pero no me voy sin haber visto al marqués.

PLÁCIDO.—Pero, imbécil, destruyes mi plan.

CLAUDIO.—Nada, lo dicho. Tú te has empeñado en que me bata con el marqués y yo no me bato..., y no me bato..., y no me bato.

PLÁCIDO.—Pero si no llegará ese caso.

CLAUDIO.—Sí llegará...; es decir, no llegará, porque yo cuido de mi persona.

PLÁCIDO.—Si yo lo arreglo de otro modo.

CLAUDIO.—No es posible, porque un amigo me asegura que el marqués ha sido siempre un hombre terrible, un espadachín, una fiera. ¡Me mata, me mata...; es decir, no me mata, porque yo cuidaré de no ponerme a su alcance!

PLÁCIDO.—¡Pero, desdichado, imbécil, si el marqués es aún más cobarde que tú! ¡Si te tiene más miedo que tú a él!

CLAUDIO.—¡Ha matado a dos hombres en desafío!

PLÁCIDO.—Él cree que tú has matado a cuatro.

CLAUDIO.—¡Aseguran que es un tigre!

PLÁCIDO.—Yo le he dicho que tú eres un león.

CLAUDIO.—Plácido..., perdóname..., ¡pero amo la vida!

PLÁCIDO.—¡Él ama su vida más que tú la tuya, porque es rico, y tú eres pobre!

CLAUDIO.—Pues pobre y todo, vivo muy a gusto, sobre todo desde que gano treinta duros al mes en el periódico, con esperanzas de ganar cuarenta.

PLÁCIDO.—Pues vivirás y ganarás cincuenta o los que quieras si me obedeces.

CLAUDIO.—¿Sin que medie espada ni pistola?

PLÁCIDO.—Sin que medie acero ni plomo. Y se acrecentará tu fama y se duplicará tu sueldo, y has de conseguir reputación de héroe.

CLAUDIO.—¡Ah!, en ese caso...

PLÁCIDO.—Y nadie más que nosotros sabremos que eres necio y cobarde.

CLAUDIO.—Eso no me importa.

PLÁCIDO.—Pero vete.

CLAUDIO.—Es que yo venía a presentar mis excusas al marqués.

PLÁCIDO.—Vete ahora mismo si no quieres que te tire por el balcón. (Le va llevando hasta la puerta.)

CLAUDIO.—Pero ¿me prometes...?

PLÁCIDO.—Sí...

CLAUDIO.—Pero ¿cómo?

PLÁCIDO.—Eso es cosa mía.

CLAUDIO.—¿No iré al terreno?

PLÁCIDO.—Irás a los infiernos.

BLANCA.—¿Tú sufres esto? ¿Tú eres cómplice de estas farsas?

Escena XII

BLANCA, JAVIER, PLÁCIDO; después, DON ANSELMO, DON ROMUALDO, PADRINO 1º y PADRINO 2º (de CLAUDIO) y el MARQUÉS; después, JOSEFINA.


JAVIER.—(A PLÁCIDO.) Y yo, ¿me marcho?

PLÁCIDO.—Haz lo que quieras, pero silencio. (Pausa. Entran los personajes con arte y solemnidad.)

DON ROMUALDO.—Esta noche, en mi casa, a las nueve; y esta misma noche terminaremos el asunto.

MARQUÉS.—Mi casa es suya.

PADRINO 1º.—Mil gracias, pero usted comprende que no es regular.

PADRINO 2º.—No es regular.

MARQUÉS.—Yo he querido explicar a ustedes, antes que ustedes deliberen, todos los antecedentes del asunto.

PADRINO 1º.—Ya los conocíamos.

PADRINO 2º.—Los conocíamos.

DON ANSELMO.—Y nosotros daremos, cuando llegue el caso, nuevas explicaciones.

DON ROMUALDO.—Perdone usted; explicaciones, no; aclaraciones.

PADRINO 1º.—Ya hemos anticipado que no admitimos ni explicaciones, ni aclaraciones, ni nada.

MARQUÉS.—¡Este hombre es una pantera!

PADRINO 2º.—Nada.

MARQUÉS.—(Aparte.) Otra pantera. (Alto.) Señores..., a pesar de lo triste de la ocasión..., es decir, de lo, desagradable..., ustedes saben..., mi casa..., y yo... (Está profundamente emocionado y no acierta con el cumplimiento.)

PADRINO 1º.—Mil gracias, señor marqués. Esta noche se eligen las armas y se fijan las condiciones. Mañana, al terreno.

MARQUÉS.—(Aparte.) ¡Y por la tarde, al cementerio!

PADRINO 2º.—Para evitar entorpecimientos enojosos será conveniente que estos señores (Por DON ANSELMO y DON ROMUALDO.) vayan plenamente autorizados por el señor marqués para todo. Don Claudio ha fijado la cuestión terminantemente. O se presenta el autor del artículo a responder con su persona, o acude al terreno el señor marqués. (Los cuatro padrinos se quedan hablando en el fondo. El MARQUÉS, desesperado, va al primer término. En ese momento entra JOSEFINA.)

JOSEFINA.—¡Papá! (Abrazándose a él.)

MARQUÉS.—Pero ¿ves tú, hija mía?... Pero ¿ve usted, Blanca? Pero ¿qué dice usted, Plácido?

JOSEFINA.—Haga usted algo, Plácido.

PLÁCIDO.—¡Sí, Josefina!... ¡Sí, señor marqués! ¡Por ustedes todo, todo! (Se adelanta hacia el fondo.) ¡Señores..., un momento, se lo suplico; señor marqués, perdóneme usted, pero usted no puede ir a ese duelo. ¡Yo no lo permito! ¡Yo, Plácido, no lo permito!

MARQUÉS.—¿Han oído ustedes? ¡Plácido no lo permite!

DON ROMUALDO.—¿Por qué?

PADRINO 1º.— ¿Con qué derecho? (Los demás PADRINOS murmuran lo mismo.)

PADRINO 2º.—Eso no es serio.

DON ANSELMO.—No lo es.

MARQUÉS.—Calma, calma; puede ser que lo sea. Explíquese usted, querido Plácido.

PLÁCIDO.—Señores: ¡Mi gratitud para el señor marqués es inmensa! ¡Mi cariño es inmenso! Y al ver el artículo infame de don Claudio contra el señor marqués, no pude contener la indignación, y escribí el artículo de que se trata..., el de réplica. ¡Ese artículo con que he abofeteado la cara de don Claudio! Díganselo ustedes así, ¡he abofeteado su rostro!, ¡yo no vuelvo el mío!, ¡yo respondo con sangre de las afrentas!

MARQUÉS.—¡Qué hombre!... ¡Ah! ¡Qué hombre!

JOSEFINA.—¿Ves tú lo que es Plácido?

BLANCA.—(Aparte.) ¡Siento asco!

PADRINO 1º.—Pero ¡eso que dice usted...?

PLÁCIDO.—Está probado. ¿No te llevé yo a la redacción el artículo?

JAVIER.—Sí, es verdad.

PLÁCIDO.—¿No es mía la letra del artículo?

JAVIER.—Es tuya.

PLÁCIDO.—¿No me has visto tú escribirlo?

JAVIER.—Te he visto.

MARQUÉS.—¡Más probado!

PLÁCIDO.—¡Pues bien: digan ustedes a don Claudio que respondo de todos los insultos que le he dirigido! Que me batiré mañana. ¡Qué dicha, señor marqués, dar por usted mi sangre!

MARQUÉS.—(Abrazándole.) ¡Plácido, Plácido, hijo mío!...

PLÁCIDO.—¡Padre mío!

JOSEFINA.—(Abrazándole.) ¡Yo también!

BLANCA.—(Aparte.) ¡Farsa miserable! ¡Farsa, farsa!

PLÁCIDO.—(A BLANCA.) Y tú, ¿no me abrazas?

BLANCA.—Yo, te desprecio.


TELÓN

Acto segundo

La escena representa un saloncito elegante y sencillo, perteneciente a un pabellón del parque del Marqués. Puerta al fondo que cla a dicho parque; puertas laterales.

Escena primera

El MARQUÉS y DEMETRIO, mayordomo de la casa ya viejo; trae una cartera y un lápiz.


MARQUÉS.—¿Conque se ha enterado usted, Demetrio?

DEMETRIO.—Sí, señor marqués. Este pabellón queda desde ahora a las órdenes de don Plácido; es decir, del escribiente de usted. (Tomando apuntes en su cartera.)

MARQUÉS.—No; la palabra propia. Nunca emplea usted la palabra propia. Mi escribiente... lo ha sido; ya no lo es. Don Plácido, o si usted quiere el señorito Plácido, es mi secretario particular; ¡mi secretario particular!

DEMETRIO.—Sí, señor marqués, su secretario particular. (Apunta.)

MARQUÉS.—Y aquí habitará con un criado... o dos criados, que pondré a su servicio.

DEMETRIO.—¿Con un criado o con dos criados? (Suspendiendo la apuntación.)

MARQUÉS.—Con dos. Dos criados. Además, comerá con nosotros. ¿Comprende usted?

DEMETRIO.—Perfectamente. Comida, la del señor marqués. (Apuntando.)

MARQUÉS.—¡Hombre, eso no! Si le da usted a Plácido mi comida, me quedo yo sin comer. ¡Propiedad en la frase, por Dios!

DEMETRIO.—Quiero decir que comerá a la mesa del señor marqués.

MARQUÉS.—Bueno. Y mucha consideración y mucho respeto.

DEMETRIO.—Pierda cuidado el señor marqués. Se le respetará como si fuera el propio señor marqués. (Va a apuntar.)

MARQUÉS.—¡Tanto respeto, no! Porque al fin yo soy yo.

DEMETRIO.—Algo menos. (Apuntando.) Se le respetará algo menos.

MARQUÉS.—Pero si lo apunta usted de ese modo, van a creer que se le debe respetar algo menos de lo que antes se le respetaba, y es al contrario.

DEMETRIO.—(Apuntando.) Algo más.

MARQUÉS.—(Corrigiendo.) Bastante más.

DEMETRIO.—(Apuntando.) Bastante más.

MARQUÉS.—Ahora que le busquen en la casa; probablemente estará en mi despacho; y que venga a tomar posesión de sus nuevas habitaciones.

DEMETRIO.—Sí, señor marqués. (Se va apuntando.) Que venga sin dilación a tomar posesión del pabellón.

MARQUÉS.—Es el mayordomo más torpe que he tenido.

Escena II

El MARQUÉS, DON ROMUALDO y DON ANSELMO, que se encuentra con DEMETRIO.


DEMETRIO.—Pasen, pasen..., que ahí dentro está el señor marqués esperando al señorito Plácido, su secretario particular. (Saluda y vase.)

MARQUÉS.—¡Ah..., son ustedes!... Los esperaba con verdadera impaciencia.

DON ROMUALDO.—Estamos pasando unos días muy desagradables. En fin, tú te empeñaste en que fuésemos padrinos de Plácido..., y realmente es un joven muy simpático.

DON ANSELMO.—Muy simpático.

MARQUÉS.—Su conducta ha sido nobilísima.

DON ROMUALDO.—No cabe duda; nobilísima.

MARQUÉS.—Pero ¿cuándo ha de acabar este asunto?

DON ANSELMO.—¡Ah! De nosotros no depende..., ni de ellos tampoco. Dos veces hemos querido ir al terreno, y dos veces la Policía se nos ha echado encima. ¿Quién ha podido dar el aviso? ¿Lo sospecha usted?

MARQUÉS.—Vaya usted a saberlo.

DON ANSELMO.—De los interesados no hay que sospechar. A don Claudio le dió un síncope, o algo así, de ira.

MARQUÉS.—No, a corazón no le gana a Plácido. No he visto tranquilidad igual. Ustedes saben lo que yo soy en esos lances, pues aún más sereno que yo: como si tal cosa.

DON ROMUALDO.—¡Si es tranquilo el hombre, dígamelo usted a mí! En estos días, que debían ser angustiosos, muy angustiosos para él, porque al fin se juega la vida, ha tenido la ocurrencia de escribir un artículo sobre mi libro.

DON ANSELMO.—Un gran artículo, y que ha tenido una gran resonancia.

DON ROMUALDO.—¡Es un joven de mucho talento... y de mucho valor!

DON ANSELMO.—Y, sin embargo, vean ustedes, lo que es el teatro: la noche en que se estrenó su comedia tenía miedo; un hombre tan sereno ante la muerte..., tenía miedo.

MARQUÉS.—Pero fue un gran éxito.

DON ANSELMO.—(Al MARQUÉS.) Claro, usted compró casi todo el teatro, y luego nuestros dos periódicos echaron las campanas a vuelo.

DON ROMUALDO.—¡Yo no estoy arrepentido!

DON ANSELMO.—Tratándose de un principiante tan simpático, la benevolencia es permitida, es casi un deber.

MARQUÉS.—Hay que ayudarle entre todos, porque él es tan tímido, tan modesto, que no hará nada por sí. Yo tengo mi proyecto. Si escapa con vida, que Dios lo quiera, yo le haré subir. ¡Quizá le deba la vida! ¡No hago más que pagar una deuda sagrada!

DON ANSELMO.—Si ustedes le hubieran visto con qué modestia y con qué ingenuidad me rogaba que dulcificase mi artículo de crítica. Al soberbio, castigo; al humilde, protección.

MARQUÉS.—Yo estoy angustiadísimo. Pero ¿no habría modo de evitar el lance?

DON ROMUALDO.—Imposible. Hemos querido aprovechar las dificultades que durante una semana entera nos ha estado poniendo la Policía, para buscar un arreglo, extender un acta en que todos quedasen bien y dar por terminado el lance; pues no lo hemos conseguido.

DON ANSELMO.—Y en honor a la verdad, el más terco ha sido Plácido: «que Claudio le ha insultado a usted y que han de matarse y han de matarse». Esto es lo que se opone a todas nuestras reflexiones.

MARQUÉS.—Ese joven vale mucho. Yo soy duro para estas cosas, ya lo saben ustedes..., pues me enternezco. ¡Si ocurriese una desgracia!

DON ANSELMO.—Tengamos esperanza. Y si Plácido sale bien, ha hecho su suerte. En ocho días, el hombre a la moda, el favorito del público, el héroe y el caballero.

MARQUÉS.—¡Qué pena si le rompen las alas a ese pobre chico!

DON ROMUALDO.—Él se empeña.

DON ANSELMO.—Él fue el que sugirió la idea de que aprovechásemos su parque de usted.

MARQUÉS.—Y yo tuve la debilidad de acceder.

DON ROMUALDO.—No; el sitio está bien escogido, y esta vez desafiamos a la Policía.

MARQUÉS.—Ya he dado mis órdenes.

DON ROMUALDO.—Plácido está aquí; no le ve entrar ningún polizonte. Don Claudio vendrá solo y entrará por la puertecita del parque. Y los padrinos vendremos como de visita..., o para almorzar contigo..., a las once o a las doce. No hay modo de que nos sorprendan.

MARQUÉS.—Sí, las precauciones están bien tomadas; pero voy a pasar un mal día..., porque es hoy, ¿no es verdad?

DON ANSELMO.—Hoy misino; ya se lo hemos escrito.

MARQUÉS.—Sí, sí..., recibí anoche la carta.

DON ROMUALDO.—Pero veníamos precisamente por eso, para evitar cualquier equivocación.

DON ANSELMO.—Sí..., vamos, que nos estarán esperando los otros padrinos. Hasta luego, señor marqués, y buen ánimo. (Se dan la mano.)

DON ROMUALDO.—Hasta luego..., ¿quién sabe?..., puede ser que almorcemos todos juntos.

MARQUÉS.—¡Dios lo quiera! (Salen DON ANSELMO y DON ROMUALDO.)

Escena III

El MARQUÉS; a poco, PLÁCIDO.


MARQUÉS.—La verdad sea dicha, me disgustaría profundamente encontrarme en el caso de Plácido. La vida es triste..., pero perderla sin motivo fundado es más triste todavía. Hola, Plácido, ¿estaba usted ahí?

PLÁCIDO.—(Entrando siempre con aire modesto.) Me dijeron que me llamaba usted, pero al acercarme vi que hablaba usted con mis padrinos y no quise molestarlos a ustedes.

MARQUÉS.—Siempre discreto y respetuoso.

PLÁCIDO.—Es mi obligación.

MARQUÉS.—¿Y no siente usted cierta inquietud nerviosa?

PLÁCIDO.—No, señor. Cumplo mi deber, demuestro que soy agradecido y voy a castigar a ese..., a ese hombre que ha insultado groseramente a mi bienhechor.

MARQUÉS.—Me admira usted, Plácido. En este siglo miserable en que vivimos, quedan pocos hombres como, usted.

PLÁCIDO.—¡Ay, no, señor; yo creo que hay muchos como yo!

MARQUÉS.—En fin..., si ha de ser, mucha sangre fría, mucha tranquilidad; en más de un lance apurado me salvó esta sangre fría que la Naturaleza me dio, y que todos conocen.

PLÁCIDO.—Ya que no en otras cosas, procuraré en ésta imitarle a usted, señor marqués.

MARQUÉS.—(Le contempla con admiración y cariño.) Mire usted, Plácido, hay momentos en que siento impulsos de tomar su puesto... de usted en ese lance. ¡Ya vería don Claudio lo que era bueno!

PLÁCIDO.—Eso sí que no lo consentiría yo.

MARQUÉS.—¡Pero mi hija, mi pobre Josefina! ¡Si no fuera por ella!... ¡Los hijos atan mucho! ¡Hasta que tuve a mi hija, yo era un hombre agresivo..., temible..., violento!... ¡Tuve a Josefina..., y aquí me tiene usted convertido en borrego! (Riendo.)

PLÁCIDO.—Se le conoce..., se le conoce... Señor marqués, voy a pedirle a usted un favor.

MARQUÉS.—Lo que usted quiera. Almas como las nuestras se comprenden.

PLÁCIDO.—Pudiera ser que la suerte me fuera adversa. Si yo muriese, no abandone usted a Javier: es para mí como un hermano. No abandone usted a Blanca: siempre fue una hermana para mí. ¿Me lo promete usted?

MARQUÉS.—¡Se lo prometo! ¡Se lo juro! (Se dan la mano.) Pero una vez prometido y jurado, algo tengo que decirle a usted en forma de consejo. Plácido, no se fíe usted de Javier ni de su hermana.

PLÁCIDO.—¿Por qué?

MARQUÉS.—Porque no le quieren a usted. Porque le tienen envidia. ¡Porque le odian!... ¡Le odian, sí, señor! Yo conozco a la gente.

PLÁCIDO.—Pues ¿qué han hecho?

MARQUÉS.—No estar, como nosotros, angustiadísimos por la situación en que usted se encuentra. ¡Lo natural, señor, lo natural! Pues ellos, los amigos de siempre, los hermanos queridos, tan frescos, tan indiferentes, ¡como si tal cosa!

PLÁCIDO.—Será por cortedad, por disimular...

MARQUÉS.—¡Qué bueno es usted y qué cándido! Odio, envidia, malas pasiones, porque ven que usted sube y sube; ¡y subirá, yo se lo fío!

PLÁCIDO.—(Sin poder contenerse.) ¡Subiré!

MARQUÉS.—Déjeme usted a mí. ¡Ahora, a olvidar esas pequeñeces! Ánimo y serenidad, y un abrazo. (Se abrazan.) Ya los tiene usted ahí a los dos. Vendrán a despedirse. ¡Unas lagrimitas y unos suspiros dulces! ¡La suavidad del reptil! Yo estoy a la mira, y en cuanto suenen dos tiros interrumpo el lance atropellando por todo. Adiós, Plácido... ¡Le dejo con sus buenos amigos!... ¡Adiós! (JAVIER y BLANCA están en la puerta. El MARQUÉS pasa desdeñoso, sin dignarse saludarlos.)

Escena IV

PLÁCIDO, BLANCA Y JAVIER. Pausa. Se miran unos a otros.


JAVIER.—Como dicen todos que estás en peligro de muerte, venimos a despedirte.

PLÁCIDO.—¿También tú? Blanca te ha convencido, según parece.

JAVIER.—Pensé que los tres íbamos a una. Que en esta lucha prosaica, vulgar, rastrera, pero en el fondo trágica, todos teníamos la obligación y el compromiso de ayudarnos.

BLANCA.—¿Trágica?... Asainetada, diría yo.

PLÁCIDO.—Os dije al salir de nuestro pueblo que venía «resuelto a subir», bien a bien o mal a mal. Por la fuerza o por la astucia. ¿No queréis acompañarme? Cada cual por su camino.

JAVIER.—Francamente, el tuyo me repugna.

BLANCA.—Ni él ni yo servimos para histriones.

PLÁCIDO.—Esa ventaja os llevo: tengo un talento más.

BLANCA.—¿Y te sientes orgulloso?

PLÁCIDO.—Hoy, no; cuando venza, sí; me sentiré orgulloso.

BLANCA.—Y dime: ¿qué tendría que hacer un hombre para que tú te sintieras con el derecho de despreciarle?

PLÁCIDO.—Ser más torpe que yo.

BLANCA.—¿Y nada más?

PLÁCIDO.—Nada más.

JAVIER.—¿Y no crees tú que si los demás estuvieran en el secreto, como Blanca y yo, tendrían derecho para arrojarte al rostro el nombre de farsante?

PLÁCIDO.—¡Qué cándidos sois! ¿Creéis que soy el único ejemplar de mi clase en la comedia humana? ¿Imagináis que no se representan en el mundo miles y miles de farsas más repugnantes, más infames, más grotescas que esta farsa que yo represento?¡Quizá menos artificiosas, porque eso ha dependido de las circunstancias; pero en el fondo, de la misma familia que la mía: farsa y farsa! ¿Cuántos hombres mienten, cuántos hombres fingen, cuántos adulan, cuántos se arrastran? ¡Contadlos si podéis! ¡Lo que hay es que vosotros veis el artificio por dentro y en el mundo se ve por fuera y parece natural! ¡Ah! Si en el teatro social viviéramos todos entre bastidores, ¡cómo nos despreciaríamos los unos a los otros!

BLANCA.—¡No todos los hombres son como tú!

PLÁCIDO.—Es cierto; muchos son más torpes, cometen acciones parecidas a las mías, pero no ajustadas a un plan. Yo, como no soy torpe, y tengo energías, y sé adónde voy, y no vacilo, ¡estudio y preparo mi papel! Ellos, ¡los pobres diablos!, improvisan a diario, y a veces se equivocan y los conocen, y entonces los silban. ¡Ah! Las equivocaciones ni en el escenario ni en el mundo se toleran.

BLANCA.—Pues aunque unos sean listos y otros torpes, yo te repito, Plácido, que no todos son como tú, porque entonces habría que huir de la sociedad.

PLÁCIDO.—Lo confieso, puesto que entre la muchedumbre de los seres humanos estáis vosotros, que no sois como yo. Tú, Blanca, eres un ser excepcional. (Con respeto y tristeza.) Pero la generalidad de los humanos no puede ser perfecta.

BLANCA.—¡Pero todos pueden ser honrados!

PLÁCIDO.—Sí; la honradez es la mercancía más barata: está al alcance de cualquier imbécil.

BLANCA.—¿Y esa adulación constante, rastrera, que te está manchando, Plácido?

PLÁCIDO.—¡La adulación es el arma más poderosa y el arma más universal! Adula el que requiere de amores a la mujer a quien no ama, y aunque la ame; adula el que va a pedir un favor, y la Humanidad se pasa la vida pidiendo favores; adula el humilde al poderoso y el cortesano al monarca; y los emperadores adulan a sus pueblos; y los generales a sus soldados para que se dejen matar; ¡y cuántos que alardean de piadosos adulan, impíos, a su Dios para que les conceda un rinconcito del cielo! ¡Ay! ¡Si Dios no tuviera cielos que repartir, cuántos beatos menos habría!

BLANCA.—¡Eso, no; no calumnies el alma humana; emborrona la tuya, no las demás!

PLÁCIDO.—Me hacéis perder fuerzas con vuestras impertinencias morales...

BLANCA.—(Con cariño.) ¡Olvida tus ambiciones, que no son buenas, Plácido!

PLÁCIDO.—¡No exageremos! Mis mentiras y adulaciones, ¿qué daño causan? Decidme, si podéis, ¿a quién hago daño?

BLANCA.—A ti.

PLÁCIDO.—¿Cómo, si voy subiendo?

BLANCA.—Degradándote.

PLÁCIDO.—No lo veo tan claro.

BLANCA.—Esa es tu perdición, que no lo ves claro.

JAVIER.—¿De modo que no logramos convencerte?

PLÁCIDO.—No.

JAVIER.—¿Y seguirás tu camino?

PLÁCIDO.—Seguiré.

BLANCA.—¿Nada somos para ti, nada, Plácido?

PLÁCIDO.—¡Unos benditos de Dios! Pero atended. Para toda esa gente, yo soy el bueno, el simpático, el honrado, el leal. Y vosotros, ¿sabéis lo que sois vosotros? ¡Los envidiosos, los traidores, los egoístas! Hace poco me lo decía el marqués con profunda indignación. Esa es la justicia del mundo, y ahora, ¡sacrificaos por esa gente! Aunque no sea más que por vengaros, he de escarnecerlos.

BLANCA.—¿Nada somos para ti, nada, Plácido?

PLÁCIDO.—¡Qué queréis..., hay algo superior a la voluntad!

BLANCA.—Sí; hay algo..., y ésa era mi última esperanza; pero ya no la tengo.

PLÁCIDO.—¿Y qué era?

BLANCA.—Si tú no lo sabes, yo no lo digo.

PLÁCIDO.—Calla..., creo que viene alguien.

BLANCA.—No temas; no iba a decir nada.

Escena V

DICHOS y TOMÁS.


PLÁCIDO.—¡Ah!... Es Tomás... Volvamos a mi papel. (Con mucha amabilidad.) Entre usted, entre usted, Tomás. ¿Me buscaba usted? ¿Deseaba usted algo?

TOMÁS.—Desear..., nada. Por mí, nada.

PLÁCIDO.—¿Le manda a usted la señorita Josefina?

TOMÁS.—La señorita Josefina no tiene para qué mandarme. Me manda el señor marqués. (Mirando a todas partes con curiosidad.)

PLÁCIDO.—¿Acaso quiere hablarme?

TOMÁS.—A usted, no, señor. A quien me ha mandado que busque, y a quien desea hablar al momento, es a don Javier.

JAVIER.—¿A mí?

TOMÁS.—Tiene usted que llevar al director del periódico, de parte del señor marqués, una carta, y además creo que tiene que darle a usted otro encargo.

JAVIER.—¿Cuál?

TOMÁS.—Él se lo dirá a usted de palabra. ¿La señorita Josefina no ha venido?

PLÁCIDO.—No ha venido. Ni merezco la honra de que me visite.

TOMÁS.—Claro está que no. Pero pensé si habría tenido la curiosidad de ver la nueva habitación de usted. Buena es..., buena... El señor marqués le cuida a usted.

PLÁCIDO.—El señor marqués es muy bondadoso..., demasiado bondadoso.

TOMÁS.— Demasiado. Conque, don Javier, ya lo sabe usted.

JAVIER.—Voy en seguida.

PLÁCIDO.—Si usted quiere, puede sentarse...

TOMÁS.—Tengo que ir allá. Me espera la señorita. Buen alojamiento, bueno, bueno. (Dirigiéndose a la puerta.) Que lo goce usted muchos años. Porque mejor que éstos, los salones del palacio del señor marqués. No hay más. ¡Eh!..., ¿no digo bien?... (Se marcha hablando en voz baja y para sí.) Plácido..., don Plácido..., el excelentísimo señor don Plácido... A eso vamos..., a eso vamos.

Escena VI

BLANCA Y PLÁCIDO. BLANCA, sentada y ocultando el rostro entre las manos.


PLÁCIDO.—¿En qué piensas, Blanca?

BLANCA.—En que forma contraste muy doloroso la dulzura con que tratas a ese criado antipático y grosero, que te odia..., ése sí que te odia..., y la dureza con que nos tratas a Javier y a mí.

PLÁCIDO.—Exigencias de mi situación... y de la comedia que represento.

BLANCA.—Ya lo sé. Ese hombre puede hacerte daño; nosotros, no.

PLÁCIDO.—Ese hombre es un muñeco ridículo, a quien trataré como merece el día en que pueda darle su merecido. Vosotros... ya os he dicho lo que sois para mí.

BLANCA.—¡Nosotros!... (Levantándose.) ¿Y yo qué soy? Quiero saberlo de una vez, y por eso me he quedado. Sobre todo, no me engañes como a los demás.

PLÁCIDO.—A ti, nunca. A ti me presento sin careta. Tú eres la única a quien no me da vergüenza mostrar las luchas dolorosas de mi alma.

BLANCA.—¿Luego luchas todavía? (Con esperanza.)

PLÁCIDO.—No; he luchado. He vencido. A otra mujer la engañaría; a ti, no, Blanca. Estoy en el centro del torbellino, de mis locuras o de mis ambiciones., como tú quieras; no sé adónde me llevará el torbellino.

BLANCA.—Yo, sí. A esos salones del marqués, como decía Tomás hace poco. ¡Niégalo!

PLÁCIDO.—No puedo negarlo, porque no puedo adivinar el porvenir.

BLANCA.—Yo, sí, te lo repito. ¡Has salvado la vida al marqués, su gratitud es inmensa! Eres simpático, tienes talento, empiezas a tener fama, todos te aplauden...; y Josefina está enamorada de ti..., ¡como ella puede enamorarse!..., pero llamémosle amor a lo que siente; y el padre agradecido, y la hija apasionada, y tú ambicioso y sin conciencia, la solución es natural y fácil. ¡Te casarás con Josefina, y serás millonario, y serás poderoso, y tendrás un título, y debajo de todo eso serás un ser villano y despreciable, un harapo que yo no recogería allá, en nuestro pueblo, de la rodada que dejan en el barro las ruedas de nuestras carretas!

PLÁCIDO.—¡Insúltame! Hay en tus. insultos no sé qué de misteriosa dulzura. ¡Prefiero tus insultos a tú llanto, Blanca!

BLANCA.—No lloro por orgullo; pero me cuesta mucho tragarme mis lágrimas. Yo tampoco te engaño.

PLÁCIDO.—¡Blanca!... ¡Blanca!... Dime algo.

BLANCA.—No sé qué decirte.

PLÁCIDO.—¿En qué piensas?

BLANCA.—En un recuerdo.

PLÁCIDO.—¿Cuál?

BLANCA.—Como ahora me dices..., porque me lo has dicho como se dicen estas cosas, que no me quieres, pensaba en la primera vez que me dijiste que me querías.

PLÁCIDO.—¿Cuando fue? ¿Cómo fue?

BLANCA.—¿No lo recuerdas?

PLÁCIDO.—No.

BLANCA.—¡Fue un día de fiesta...; era ya de noche...; veníamos por el monte de una de aquellas romerías tan alegres!... Javier y Claudio, detrás. Nosotros dos, delante y silenciosos; habíamos reído mucho; estábamos cansados de reír. De pronto, pasó junto a nosotros una pareja de enamorados; iban muy de prisa, cantando y cogidos de la mano, cuneando los dos brazos a compás de la canción. Y tú me dijiste: «¿Vamos como ésos?» Y nos dimos las manos y «fuimos como ellos».

PLÁCIDO.—(Conmovido.) ¡Blanca! (Queriendo cogerle la mano.)

BLANCA.—No; a mí, no. Dale la mano a ésa. (JOSEFINA aparece en la puerta. Aparte, y en voz baja.) ¡La careta! ¡La careta, que se te ha caído!

PLÁCIDO.—(Aparte.) ¡Pues la careta!... (Alto.) ¡Josefina!...

Escena VII

DICHOS y JOSEFINA.


JOSEFINA.—¿Estorbo?... Parece que estabais en conversación muy interesante.

PLÁCIDO.—¡Interesante!... Sí..., vino Blanca llamada por la curiosidad a ver mi nuevo alojamiento..., y hablábamos de lo bueno

que es su padre de usted para conmigo.

JOSEFINA.—(Con malicia.) Sí, papá es muy bueno. Y a eso he venido yo..., a lo mismo que Blanca..., a ver su nuevo alojamiento de usted. Las dos hemos venido a lo mismo, ¿verdad?

BLANCA.—Y puesto que ya lo hemos visto, podemos marcharnos las dos.

JOSEFINA.—No, porque estoy muy cansada. (Se sienta.) Y hazte el cargo, mujer; yo no he hecho más que entrar. Tú ya lo habrás visto todo. Muy bien y con calma, porque hace mucho que estás aquí; me lo ha contado Tomás.

BLANCA.—Es cierto: me entretuve más de lo que pensaba.

JOSEFINA.—Sí..., ¿eh?

PLÁCIDO.—Hablábamos de nuestro pueblo.

BLANCA.—Comparábamos aquella casucha miserable que tenía Plácido con esta habitación lujosa que el señor marqués ha querido darle en prueba de su bondad y del cariño que le tiene toda la familia. (Con intención.)

JOSEFINA.—Sí, todos le queremos mucho. Para hacerse querer, no hay como ser bueno. Si fuera agrio, huraño, desagradecido, no le querríamos. Cada uno se gana lo suyo, ¿no es verdad, Blanca?

BLANCA.—¡Cada uno tiene lo que merece, y Plácido merece vuestro afecto, «el tuyo sobre todo»!

JOSEFINA.—No sé si has querido decirme algo desagradable, porque es tu costumbre.

PLÁCIDO.—¡Por Dios, Josefina, no piense usted eso! Es que allá, en el pueblo, tenemos un modo de hablar un poco..., un poco...

BLANCA.—Un poco brutal, dilo. Tiene razón Plácido: no me acostumbro al lenguaje cortesano.

PLÁCIDO.—De todas maneras, Blanca no ha querido decir lo que usted supone.

JOSEFINA.—Pues entonces, ¿qué ha querido decir? No, yo soy a mi manera. Yo quiero que me den la razón o que me la quiten.

PLÁCIDO.—¿Quién es capaz de negar que Josefina tiene siempre razón?

BLANCA.—Nadie; ni yo.

JOSEFINA.—Es decir, ¿que te das por vencida?

BLANCA.—Ahora y siempre me doy por vencida.

JOSEFINA.—(Riendo con cierta crueldad.) Pues. los vencidos, ¿sabes tú lo que hacen?

BLANCA.—Resignarse.

JOSEFINA.—Resignarse y apelar a la fuga; sobre todo si el vencimiento es derrota, ¿no es así, Plácido?

PLÁCIDO.—¡Qué bromista! (No sabe qué decir; está violento.)

JOSEFINA.—¿No me entiendes?

BLANCA.—¿Quieres que me vaya?

JOSEFINA.—La modista está arreglando mi vestido. Papá dice que para estas cosas, tú tienes buen gusto.

BLANCA.—Pues iré.

JOSEFINA.—Y te pones mi traje... Me ahorras la primera prueba.

BLANCA.—(Con cierta ironía, fina venganza de mujer.) Eso sería inútil; no tenemos el mismo cuerpo. Y si lo dudas, que lo diga Plácido, a ver si en eso te da también la razón. (Dirigiéndose a la puerta.)

JOSEFINA.—¿Por qué no?

BLANCA.—(Ya en la puerta y riendo.) Es capaz. (Sale.)

Escena VIII

JOSEFINA Y PLÁCIDO.


JOSEFINA.—En fin, ya nos dejó solos, que es lo que yo quería.

PLÁCIDO.—¿Deseaba usted decirme algo?

JOSEFINA.—¿Es que yo no me intereso por usted?

PLÁCIDO.—¿De veras? ¿Lo dice usted por bondad o porque lo siente?

JOSEFINA.—¿Se figura usted que yo soy como Blanca?

PLÁCIDO.—Eso sí que no me lo figuro.

JOSEFINA.—Todos sabemos que va usted a tener un duelo muy grave; y ella, indiferente..., y yo...

PLÁCIDO.—¿Y usted...?

JOSEFINA.—Yo, por lo regular, duermo nueve horas; pues anoche no dormí más que ocho..., y soñé con el duelo.

PLÁCIDO.—¿Usted se desvela por mí? Pero ¿es posible? ¡Sería demasiada dicha!... Siente usted la necesidad de protegerme... Velando un ángel como usted por mí, no temo nada... (Acercándose y fingiendo apasionamiento.) Josefina es mi ángel tutelar!

JOSEFINA.—Esas cosas que usted dice son las que a mí me gustan.

PLÁCIDO.—Voy a sonrojarme.

JOSEFINA.—¡Sonrójese usted! El color encendido sienta bien.

PLÁCIDO.—Voy a sonrojarme más, sólo por darle gusto a usted.

JOSEFINA.—No...; está usted bien así. Está usted a punto, y me va usted a decir la verdad.

PLÁCIDO.—¡No sé mentir!

JOSEFINA.—¿A quién prefiere usted: a Blanca o a mí?

PLÁCIDO.—Mire usted que la contestación a esa pregunta es peligrosa; porque voy a decir a usted... lo que no debo decir..., ¡lo que debiera quedar para siempre abrumado por lágrimas en lo más profundo de mi corazón!

JOSEFINA.—Pues lo diré de otro modo..., y conste que estamos de broma... ¿Con quién preferiría usted casarse: con Blanca o conmigo?

PLÁCIDO.—Es una broma, pero una broma cruel.

JOSEFINA.—Conteste usted, conteste usted... Dicen que soy caprichosa, pero quiero que conteste usted..., ¡lo quiero, lo quiero!

PLÁCIDO.—¡Pero si usted no querrá nunca ser mía!... ¿Qué soy yo?

JOSEFINA.—¡Qué terco!... Usted es un hombre de talento, lo dicen todos. ¡Cómo le aplaudían a usted en el teatro! ¡Usted escribe muy bien!... Digo, el artículo en defensa de papá. ¡Y es usted valiente..., ya lo creo..., y fuerte! ¡A mí, tan poca cosa como soy, me enamora un hombre de bríos!... (Riendo y provocativa.) ¡Y, además, con la protección de papá y de don Romualdo, y de todos, será usted famoso, y será usted diputado, y culpa de usted será si no llega a ministro! ¡Pues con un ministro no tendría nada de particular que yo me casase! Me parece..., ¡no sé si será usted de la misma opinión!

PLÁCIDO.—Presentarme esas visiones divinas de felicidad para desvanecerlas con un soplo..., no es tener compasión de mí, Josefina... ¡Mi única esperanza es morir en ese duelo!...

JOSEFINA.—No se ponga usted triste, que voy a ponerme triste yo también y va a darme el ataque de nervios.

PLÁCIDO.—¡Eso, no!... ¡Que no le dé a usted!

JOSEFINA.—Lo que usted quiere es no contestar a mi pregunta, a la que antes le hice. ¡Pues ha de contestar, ha de contestar o reñimos para siempre!

PLÁCIDO.—¡Reñir con usted, no! ¡Es usted mi esperanza!..., ¡es usted mi ambición!..., ¡es usted mi presa!... (Lo dice con verdad, con pasión, brutalmente, apretándole un brazo.)

JOSEFINA.—¡Ay..., que me hace usted daño! ¡Qué fuerza tiene este hombre... y cómo le brillan los ojos! (Riendo más y más.)

PLÁCIDO.—(Separándose.) ¡Perdón, Josefina!

JOSEFINA.—No; si no me enfado; si aún podría resistir más.

PLÁCIDO.—No supe lo que hice.

JOSEFINA.—Mejor. Es como salen mejor las cosas: cuando no se piensa en ellas. ¿De modo que yo sería la preferida?

PLÁCIDO.—Sí.

JOSEFINA.—(Riendo.) ¡Pobre Blanca!

PLÁCIDO.—¡Pobre Blanca!

JOSEFINA.—No le tenga usted lástima. Ella no se parece a nosotros.

PLÁCIDO.—No se parece.

JOSEFINA.—Ella será feliz de otro modo... Allá en el pueblo... vivirá a su gusto. Si se casase usted con Blanca y se fueran ustedes a Retamosa del Valle..., ¡qué vida..., qué aburrimiento! Yo he pasado en el pueblo una temporada, y creí morirme. Irían ustedes los días de fiesta a alguna de aquellas romerías tan ordinarias... ¿no las recuerda usted, Plácido? ¡Qué mozas y qué mozos, y qué amoríos!

PLÁCIDO.—¡Si las recuerdo!...

JOSEFINA.—Se pone usted triste..., lo comprendo.

PLÁCIDO.—¡Si las recuerdo!...

JOSEFINA.—Pues olvídelas. En cambio, si eso que suponíamos antes... se realizase... Vamos, si nos casáramos..., iríamos a París, a Londres, a Berlín... ¡Qué palacios..., qué trenes..., qué fiestas!... ¡Cómo me envidiarían las mujeres! Ir del brazo de usted, de un hombre de talento y de fama, que ha sido ministro y que es muy rico, debe de dar mucha envidia. ¡Dirán que soy muy mala, pero dar mucha envidia me calma los nervios lo que usted puede figurarse!

PLÁCIDO.—¡Pero eso es un sueño!

JOSEFINA.—¿Quién sabe?... Acaso de usted depende que no lo sea.

PLÁCIDO.—¿Qué he de hacer? Estoy dispuesto a todo.

JOSEFINA.—En primer lugar, no dejarse matar por ese matón.

PLÁCIDO.—¿Por Claudio? (Riendo.) Eso corre de mi cuenta. ¡Claudio no me mata!... ¡Le digo a usted, Josefina, que no me mata!

JOSEFINA.—¡Es usted un valiente!... Eso me gusta. ¡Está usted tan sereno como si se preparase para ir al teatro!

PLÁCIDO.—Lo mismo. Si pudiera usted poner la mano sobre mi corazón, se convencería usted de que late tranquila y reposadamente.

JOSEFINA.—(Con malicia.) ¿Conque su corazón de usted está tranquilo? ¿Aun después de haber estado hablando conmigo tanto tiempo?

PLÁCIDO.—¡Cómo juega usted conmigo! ¡Sea usted compasiva: me declaro vencido!

JOSEFINA.—No sé..., no sé...

PLÁCIDO.—Tiéndame usted su mano misericordiosa.

JOSEFINA.—(Empezando a tender la mano.) ¿Y si se queda usted con ella?

PLÁCIDO.—Corra usted ese riesgo por mí. ¿O es usted más cobarde que yo?

JOSEFINA.—¿Cobarde?... ¡No!... (Le da la mano; él se apodera de ella con fingida pasión y la besa.) Eso no es valentía, sino atrevimiento.

PLÁCIDO.—¡Es locura, es delirio!... ¡Josefina!... (Se ve venir lentamente a TOMÁS.)

JOSEFINA.—¡Tomás!... (Soltando la mano.) ¡Qué rabia!..., ¡qué pesado!..., ¡qué inoportuno!

PLÁCIDO.—¡Si no fuera porque usted le quiere mucho..., ya le trataría como se merece!

JOSEFINA.—Trátele usted como quiera. ¡Es inaguantable!

PLÁCIDO.—¿Usted me autoriza?

JOSEFINA.—Plenamente; ya no le puedo sufrir.

PLÁCIDO.—Ahora verá usted. (Aparte.) ¡Gracias a Dios! ¡Empieza mi desquite!

Escena IX

DICHOS y TOMÁS.


TOMÁS.—(Con mal tono.) Lo que pensé: los dos.

PLÁCIDO.—¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Quién le ha llamado a usted?

TOMÁS.—¿Oye usted, señorita Josefina?

JOSEFINA.—Déjeme en paz.

TOMÁS.—Pero ¿es que den Plácido es ya el amo?

JOSEFINA.—¿Y qué que lo sea?

PLÁCIDO.—¡Lo, soy! ¡Y como soy el amo, te mando a los infiernos, mentecato!

JOSEFINA.—Bien, bien manda usted, Plácido; así me gusta.

TOMÁS.—(Casi llorando.) ¡Yo mentecato..., yo imbécil!... ¡Pues que los sorprendan a ustedes! ¡Ahí viene gente! ¡Me alegro! ¡El amo! ¡Ya es el amo!... (Sale aturdido y vacilante.)

JOSEFINA.—¡Dice que viene gente!... ¡Adiós, Plácido! (Va hacia la puerta.)

PLÁCIDO.—Pero, todo lo que me ha dicho usted, ¿habrá sido un sueño? (Siguiéndola.)

JOSEFINA.—No sé..., pero yo estaba muy despierta. (Se dan la mano. Él la besa y ella sale corriendo, ríe.)

PLÁCIDO.—¡Es mía!... ¡Es fea!... ¡Pero es un diablillo!... ¡y es millonaria!... ¡Esto ya no es arrastrarse...: es trepar! ¿Dijo Tomás que venía alguien?... (Asomándose a la puerta.) ¡Ah! ¡Claudio!... ¡Imbécil!...

Escena X

PLÁCIDO Y CLAUDIO, pálido y agitado.


PLÁCIDO.—(Furioso.) Pero ¿a qué vienes?..., ¿Te has vuelto loco? (Corre y cierra la puerta del fondo.)

CLAUDIO.—¡Es posible..., porque me has metido en unos laberintos!... ¡Vine bastante sereno, porque estuve pensando toda la noche: «Esto no es más que comedia..., ese duelo no es cosa formal..., es decir, para todos es muy formal...; para Plácido y para mí es una farsa.»!

PLÁCIDO.—Una farsa, pero muy provechosa.

CLAUDIO.—Y lo que yo pensaba: Plácido no ha de matarme.

PLÁCIDO.—¡No estoy seguro!

CLAUDIO.—¡Hombre, por Dios..., piensa que soy tu amigo!

PLÁCIDO.—¡Eres mi condenación!

CLAUDIO.—¡Te repito que vine con bastante valor! ¡Estaba satisfecho de mí! Venía diciéndome a mí mismo: «¡Aquí hay un hombre!» La puerta del parque estaba entornada, y por orden del marqués me esperaba Javier..., con una cara feroz. «Ya estás dentro —me dijo—; cumplí el mandato», y cerró la puerta y se fue, y me quedé solo... y me dio miedo. ¡Ea!, te digo la verdad: me dio miedo. Y empecé a dar vueltas, hasta que encontré no sé a quién..., a un criado, y le pregunté por ti, y me señaló este pabellón..., y aquí estoy.

PLÁCIDO.—Pero ¿no comprendes que no podemos vernos hasta llegar al terreno?.

CLAUDIO.—Pero si es que precisamente yo no quiero llegar al terreno.

PLÁCIDO.—¡Si está todo concertado!

CLAUDIO.—Pues se desconcierta.

PLÁCIDO.—Pero ¿cómo, reverendísimo imbécil?

CLAUDIO.—Como se hace en estos casos: «nos hemos visto, nos hemos dados explicaciones y somos amigos».

PLÁCIDO.—¡Pues no lo somos, sino enemigos mortales!

CLAUDIO.—¡Por Dios, Plácido, que me comprometes!

PLÁCIDO.—¡Ay, qué hombre!... ¡Si no corremos ningún peligro..., si te lo he explicado cien veces..., si esto no lo sabe nadie. Mira, llegamos al terreno, tú, con tus padrinos; yo, con los míos.

CLAUDIO.—Eso es precisamente lo que yo no quiero. Mis padrinos son los que me dan miedo. ¿Y si adivinan la farsa y se empeñan en que hemos de batirnos de veras?

PLÁCIDO.—¡Pero si no pueden adivinar nada!

CLAUDIO.—¡Los padrinos tienen muy mala intención!

PLÁCIDO.—¡Y tú peor!

CLAUDIO.—Pues oye: me parece que tendría menos miedo si el lance fuera «de verdad». Es una mezcla de miedo y de vergüenza, lo que siento.

PLÁCIDO.—Basta, no seas necio. ¡Obedéceme! ¡O te juro que el lance será serio, ya que esto te agrada más! ¡Yo no tolero que estúpidamente descompongas mis planes!

CLAUDIO.—Pero ¿y si te ocurre una desgracia?

PLÁCIDO.—¡Si no es posible! Atiende: llegamos al terreno; te dan una pistola; a mí, otra. Nos ponen frente a frente. (Va haciendo lo que dice.) Ya sabes las condiciones. Dan tres palmadas; a la tercera, avanzamos a voluntad hasta llegar cuerpo a cuerpo si es preciso, y disparamos a voluntad.

CLAUDIO.—Si eso es lo que me desagrada: que disparemos. Sobre todo que dispares tú.

PLÁCIDO.—¡Si no llegamos a disparar!

CLAUDIO.—Pues para no disparar no es preciso ir al terreno.

PLÁCIDO.—¡Acabarás con mi paciencia! Escucha. Avanzamos los dos «gallardamente», ¡como dos hombres que van resueltos a jugarse la vida! Y al llegar a dos pasos de distancia, yo me quedo impasible ante ti, presentando mi pecho a tu pistola y desafiándote con la mirada, como quien dice: La muerte no me asusta.» Entonces tú...

CLAUDIO.—Disparo mi pistola.

PLÁCIDO.—¡No seas idiota! ¿No ves que estamos a dos pasos y me matarías?

CLAUDIO.—Es verdad. Pues no disparo y nos quedamos así.

PLÁCIDO.—¡No! Tú levantas tu pistola con soberano desdén y disparas al aire.

CLAUDIO.—¿Y se acabó?

PLÁCIDO.—No se acabó. Hay que demostrar que los dos somos dos hombres de corazón.

CLAUDIO.—Por mi parte, no tengo empeño.

PLÁCIDO.—Pero yo sí. Y todo lo que resalte tu fiereza es mayor gloria para mí.

CLAUDIO.—Bueno, pues sigue: me voy tranquilizando.

PLÁCIDO.—Tú, al disparar, exclamas con voz ronca: «¡Yo mato, no asesino!»

CLAUDIO.—«¡Yo mato, no asesino!» Lo diré bien.

PLÁCIDO.—Y yo me pongo furioso.

CLAUDIO.—Hombre, no hay motivo.

PLÁCIDO.—Yo contesto: «¡No admito su generosidad de usted!»

CLAUDIO.—¿Y se acabó?

PLÁCIDO.—No se acabó, aunque se empeñen los padrinos. (CLAUDIO hace un movimiento de impaciencia.) Se vuelve a repetir el lance, sólo que esta vez se invierten los papeles. Tú eres el que avanzas arrogante; yo, el que te espero impasible.

CLAUDIO.—¿Apuntándome?

PLÁCIDO.—Apuntándote.

CLAUDIO.—¡Pues no acepto y no hay duelo! ¡Que se puede disparar tu pistola!

PLÁCIDO.—,¡Ah!... ¡Qué criatura!... ¡Bueno..., bueno..., no te apuntaré!

CLAUDIO.—No apuntándome, ya sé lo demás. Yo avanzo arrogante y sereno. Tú me esperas con la pistola baja, muy baja, y cuando esté muy cerca, tú disparas al aire, diciendo...

PLÁCIDO.—No digo nada; pero ante tanta generosidad y tanto valor, todos nos conmovemos: los padrinos y nosotros.

CLAUDIO.—Y todos nos abrazamos.

PLÁCIDO.—Naturalmente.

CLAUDIO.—Está bien..., está bien...; pero estos lances son muy arriesgados. ¡Una y no más!

PLÁCIDO.—Con ésta me basta. Y ahora te vas muy aprisa... Vete, vete. (Le lleva hacia la puerta.) Oye..., si por casualidad te ven salir de aquí, dices que no pudiendo dominar un impulso ciego de tu carácter violentísimo, viniste, en efecto, a buscarme, pero que por fortuna no me encontraste.

CLAUDIO.—Entendido. (Sale y observa.) ¡Por Dios, no te distraigas: la pistola, baja!...

PLÁCIDO.—¡Te he dicho que sí..., pero vete..., vete con todos los diablos! (Mirando desde la puerta.) Y ahora, Plácido, en confianza, si el lance fuera serio, ¿irías con tanta tranquilidad como ahora? (Pausa.) No. Pero iría... si me convenía ir.

Escena XI

PLÁCIDO, DON ROMUALDO, DON ANSELMO, el MARQUÉS y JAVIER.


PLÁCIDO.—Señores.

DON ROMUALDO.—Faltan ocho minutos, el tiempo preciso para llegar con una pequeña anticipación.

PLÁCIDO.—(Preparándose a salir.) Estoy a sus órdenes.

DON ANSELMO.—¿No quiere usted que intentemos modificar alguna de las condiciones..., que me parecen de gravedad suma?

MARQUÉS.—¡Sí, Plácido!

PLÁCIDO.—Perdonen ustedes; de ningún modo. Señores, permítanme ustedes que en esta ocasión, y sólo en esta ocasión, yo los preceda! (Sale delante de todos.)

MARQUÉS.—(A DON ANSELMO y DON ROMUALDO.) ¡Es un valor heroico!

DON ROMUALDO.—¡Es un hombre!

DON ANSELMO.—¡Todo un hombre!

Escena XII

El MARQUÉS y JAVIER.


MARQUÉS.—Quise que usted me acompañase... para que viera usted lo que es su paisano.

JAVIER.—Ya lo sé.

MARQUÉS.—¿Y no le admira usted?

JAVIER.—Le admiro.

MARQUÉS.—¿Y no se siente usted profundamente conmovido?

JAVIER.—Sí, señor marqués. Ahora, ¿permite usted que me retire?

MARQUÉS.—¿Para qué? Aquí nos traerán la noticia de lo que ocurra. ¡Qué ansiedad, Javier, qué ansiedad!

JAVIER.—Mucha. Me parece que viene alguien. Oigo voces. (Asomándose.) Si, la señorita Josefina y Blanca.

MARQUÉS.—Les habrá contado algún imprudente lo del duelo, y es natural que vengan. No todos son tan impasibles como usted.

JAVIER.—Perdón, señor marqués; yo...

MARQUÉS.—Basta.

Escena XIII

El MARQUÉS, JAVIER. JOSEFINA y BLANCA.


MARQUÉS.—¿A qué vienes?

JOSEFINA.—¿Es verdad que se está batiendo Plácido en el parque?

MARQUÉS.—Es verdad.

JOSEFINA.—¡Válgame Dios, qué disgusto! ¡Primero, que te ibas a batir tú; luego, que se bate Plácido! ¡No me dejan ustedes tranquila!

MARQUÉS.—Son cosas de hombres en que no debes tú intervenir; retírate.

JOSEFINA.—No; yo me quedo donde tú estés.

MARQUÉS.—¡Pero, Josefina!

JOSEFINA.—¡Es inútil!

MARQUÉS.—¿Y si te pones mala?

JOSEFINA.—Blanca me prestará valor: ¡mira qué serena está!

MARQUÉS.—(En voz baja.) Como Javier.

JOSEFINA.—(Lo mismo.) ¡Son dos hermanitos!...

MARQUÉS.—Resueltamente: yo les niego mi protección. Me repugnan. (Se oye un tiro.)

JOSEFINA.—¡Ay!... ¡Ya empieza el fuego!

MARQUÉS.—Ya cayó uno.

JOSEFINA.—(Abrazando su padre.) ¿Llegarán hasta aquí las balas?

BLANCA.—Creo que no.

MARQUÉS.—(A JOSEFINA, bajo.) ¡Es ya cinismo!

JOSEFINA.—Si le sucede algo a Plácido... ¡Pobrecito!... ¿No te acongojas..., no lloras?

BLANCA.—Tengo la esperanza de que todo acabará bien.

MARQUÉS.—¡Es usted muy animosa..., muy animosa!

BLANCA.—En estos casos, sí.

JOSEFINA.—¿Se verá algo desde la puerta?

MARQUÉS.—¡No te asomes, hija! (JOSEFINA, aun con recelo, se asoma; suena otro tiro.)

JOSEFINA.—¡Ay! (Entra apresuradamente.) ¡Me parece que he oído silbar una bala!

MARQUÉS.—¡Ya son dos tiros! ¡Es una cosa muy seria! Esos hombres van a matarse. ¡Del primer tiro, uno! ¡Del segundo tiro, otro! ¡Es un encarnizamiento!

JOSEFINA.—(Con miedo.) ¿Tú crees?...

MARQUÉS.—¡Hija, vámonos! ¡Yo no puedo resistir más estas emociones! Si yo estuviera en el terreno, si fuera uno de ellos, estaría tranquilo; pero aquí no. No puedo. ¡Ven, Josefina! (Se dirige con ella al fondo: aparece TOMÁS.)

Escena XIV

BLANCA, JOSEFINA, MARQUÉS y TOMÁS.


MARQUÉS.—¿Qué hay? ¿Qué ocurre?

JOSEFINA.—¡Vamos, habla pronto, que estoy nerviosa!

TOMÁS.—Que ya se acabó todo.

MARQUÉS.—¿Cuántos han muerto?

TOMÁS.—Ninguno. Dos tiros... y nada.

JOSEFINA.—¿Ni está herido ninguno de los dos?

TOMÁS.—Ninguno. Ahora quedan todos abrazándose y aquí vienen tan contentos.

MARQUÉS.—¡Gracias a Dios!... ¿Y se habrán portado?

JOSEFINA.—¿Cómo se han portado?

TOMÁS. Al pasar oí decir que como dos fieras... (El MARQUES y JOSEFINA dan señales de regocijo.)

MARQUÉS.—(A BLANCA y JAVIER.) Alégrense ustedes de que haya concluído esto.

BLANCA.—Muy de veras nos alegramos.

JOSEFINA.—(Desde la puerta.) Papá..., papá..., que ya vienen. (El MARQUÉS y JOSEFINA, en la puerta, esperando. BLANCA y JAVIER, más retirados, tristes y despreciativos.)

Escena XV

DICHOS, PLÁCIDO y CLAUDIO, por el fondo, con DON ROMUALDO, DON ANSELMO y los padrinos de CLAUDIO.


MARQUÉS.—(A PLÁCIDO.) Vengan los brazos.

PLÁCIDO.—(Se abrazan.) ¡Padre mío! ¡Don Claudio viene a excusarse con usted, a darle una satisfacción, a pedirle perdón! No ha retrocedido ante la muerte, pero se humilla ante la noble figura del señor Marqués de Retamosa.

CLAUDIO.—No he retrocedido ante la muerte, pero me humillo ante la noble figura del señor marqués. ¡Mil veces volvería a batirme como me he batido, y mil veces me humillaría como me humillo! Para mí, el peligro es un acicate...

PLÁCIDO.—¡Basta!

CLAUDIO.—¡Basta de acicate!...

MARQUÉS.—¡Esa mano!... (Tendiendo la suya.)

CLAUDIO.—No puede usted figurarse con cuánta alegría estrecho su mano. Ya no hay aquí armas mortíferas.

PLÁCIDO.—¡Basta!

CLAUDIO.—Basta de armas mortíferas.

MARQUÉS.—(Llevando a PLÁCIDO aparte.) Ya le he escrito al director del periódico que presente su dimisión. Usted será el director de mi periódico. Así premio yo a hombres como usted.

PLÁCIDO.—Señor marqués... (Se dan las manos.)

DON ROMUALDO.—(Llevándole aparte.) Ya he hablado con el marqués... En mi distrito hay un puesto vacante, el que tenía don Anselmo: cuente usted con que será usted diputado. ¡Eso merecen hombres de corazón como usted!

PLÁCIDO.—Don Romualdo... (Dándose las manos.)

JOSEFINA.—(Llevando aparte a PLÁCIDO.) ¿Se acuerda usted del sueño de antes?... ¿Quiere usted que sea realidad?... ¿Me quiere usted de veras?

PLÁCIDO.—¡Con el alma!

JOSEFINA.—¡Pues yo también! ¡Qué menos para pagar amor tan verdadero!

MARQUÉS.—Todos ustedes me van a honrar acompañándome a la mesa..., y al terminar el almuerzo todos brindaremos por dos hombres de corazón... ¡Plácido, dé usted el brazo a Josefina! (Todos, con alegría y voces, se dirigen al fondo.)

BLANCA.—(A JAVIER.) ¡El menos ridículo, el marqués! ¡El más miserable, Plácido! ¡La más liviana, Josefina!... ¡Óyelos!... ¡Óyelos!... ¡Los malvados, nosotros, y sobre ellos y sobre nosotros, envolviéndonos a todos, la farsa repugnante..., la farsa asquerosa..., la farsa ridícula!... ¡Llévame de esta casa, llévame!... ¡Aire puro, por Dios!


TELÓN

Acto tercero

Salón lujoso. Puerta en el fondo y laterales; una de las puertas laterales del segundo término es pequeña.

Escena primera

TOMÁS, sentado cómodamente en un sofá o sillón. Después, un CRIADO.


TOMÁS.—¡Jesús, qué distracción! (Levantándose de golpe.) Si entra de pronto Plácido, digo el señor vizconde, y me encuentra sentado, ¡buena la hicimos! ¡Bien se desquita, bien! Y bien supo hacerse el amo... ¡Paciencia! Tomás es Tomás, y también me desquitaré yo con él y con niña Josefina..., digo..., con la señora vizcondesa...

CRIADO.—(Entrando por el fondo.) Ahí está el que vino esta mañana. El lugareño. Empeñado en que ha de ver al señor vizconde.

TOMÁS.—¿Para qué?

CRIADO.—No sé. No lo dice: es muy receloso. Sólo nos ha dicho que es de Retamosa.

TOMÁS.—¡Ah! ¿De Retamosa? ¡Pchs! Si tiene tanto empeño, que entre. (Sale el CRIADO.) ¿Quién sabe si contará algo útil?

Escena II

TOMÁS y Tío LESMES.


LESMES.—(Mirando a todas partes, con asombro.) A la paz de Dios.

TOMÁS.—¿Quién es usted y qué quiere usted?

LESMES.—¡Ah! Perdone usted. No había reparado, porque usted tiene poco que ver... (Volviendo a mirar el salón) ¡Todo esto sí que tiene que ver!

TOMÁS.—(Aparte.) Vaya un zángano desahogado. (Alto) ¿Que a quién busca usted?

LESMES.—Busco a Plácido. Lléveme usted a donde está.

TOMÁS.—No puede ser. Y entienda que no se llama Plácido.

LESMES.—(Riendo.) ¡Anda, anda, si lo sabré yo! Plácido se llama como no lo haya confirmado el señor obispo.

TOMÁS.—Se llamaba Plácido cuando vino a Madrid. Y así le llamaba yo y ya lo estoy pagando.

LESMES.—¿Que lo paga usted?

TOMÁS.—Desde hace cuatro años, desde que se casó con la hija del señor marqués, con la señorita Josefina, se llama el señor vizconde.

LESMES.—¡Ya..., ya!... Toma con Plácido...

TOMÁS.—¿Y para qué quiere usted ver al señor vizconde?

LESMES.—(Entre simpleza y vanidad.) Para muchas cosas nuestras.

TOMÁS.—¿De usted y del señor vizconde?

LESMES.—Cabalito. Y de don Rufino, a quien le vendió Plácido...

TOMÁS.—¿Qué le vendió?

LESMES.—Un cuadro. Vamos al decir, un retrato.

TOMÁS.—¿Qué retrato?

LESMES.—E1 de su madre.

TOMÁS.—¿El de la madre de don Rufino?

LESMES.—¡Otra que tal! El de su madre..., su madre..., la madre de Plácido.

TOMÁS.—¡Ya!... ¡Plácido vendió el retrato de su madre!...

LESMES.—Plácido me mandó a decir: «Lesmes, pídele a don Rufino el retrato de mi madre; y le das lo que te pida, poco o mucho, que siempre será mucho..., y me lo mandas.» Conque don Rufino me contestó: «Pues no lo tengo, que se lo vendí, perdiendo, a uno que vino a pasar el verano a Retamosa, que entendía de pinturas y que era de Retamosa. Y se fue a Madrid, y tengo entendido que se lo vendió, ganando, a otro, que también es de Retamosa del Valle.» Y en este papel viene todo muy bien explicado... (Sacando un papel.)

TOMÁS.—Bueno; pues démelo usted y yo se lo entregaré al señor vizconde.

LESMES.—¿Qué más da? ¿Yo para qué lo quiero? En no viendo a Plácido, ¿qué más da?

TOMÁS.—Verle no es posible.

LESMES.—Allá él. (Le da un papel a TOMÁS.) Dígale que yo me marcho esta noche. Conque... con Dios. (Al salir mira a todas partes.) ¡Ah! Dígale que mi chico volvió de servir al rey, y que se casó con Pacorra, y que se murió la tía. Y que tengo dos nietos. ¿Plácido tiene nietos?

TOMÁS.—No, señor.

LESMES.—¡Qué ha de haber nietos en Madrid! (Con desprecio.) Vaya..., a más ver, si Dios quiere... Ya sabe..., el tío Lesmes..., Retamosa del Valle..., a mandar. (Ofreciéndose.) ¡Buena casa..., buena, buena! (Sale, mirando a todas partes.)

TOMÁS.—Adiós, bestia. ¿Conque Plácido vendió el retrato de su madre?... Bueno es saberlo. Ya está ahí el Judas. (Toma aspecto respetuoso.)

Escena III

PLÁCIDO y TOMÁS.


PLÁCIDO.—¿Quién hablaba en voz alta? ¿Eras tú? ¿No te he dicho que no me gusta que se hable a gritos?

TOMÁS.—No era yo, señor vizconde.

PLÁCIDO.—¿Pues quién era?

TOMÁS.—Un amigo del señor vizconde.

PLÁCIDO.—¡Mentira! ¡Mis amigos no hablan en forma grosera!

TOMÁS.—Pues el tal dijo que era amigo del señor vizconde y quería verle a todo trance.

PLÁCIDO.—¡Su nombre!

TOMÁS.—Uno de Retamosa del Valle: un patán insolente y grosero.

PLÁCIDO.—(Impaciente.) ¡Su nombre!

TOMÁS.—¡El tío Lesmes!

PLÁCIDO.—¡El tío Lesmes! ¿Ha estado aquí el tío Lesmes?... Pero ¿dónde está, dónde?

TOMÁS.—¡Señor!

PLÁCIDO.—¿Por qué no entró?

TOMÁS.—Yo creí...

PLÁCIDO.—Siempre crees y nunca aciertas. ¡Corre, corre a buscarle!...

TOMÁS.—Ya no está en la casa.

PLÁCIDO.—Pero ¿en dónde para? ¡Su posada!... ¿Cuál es su posada?

TOMÁS.—(Complaciéndose en molestarle.) No lo dijo.

PLÁCIDO.—¿Y cuándo vuelve?

TOMÁS.—(Respetuoso, pero siempre gozando en mortificarle.) Se marcha esta noche al pueblo.

PLÁCIDO.—¿Lo ves?... ¿Lo ves, imbécil?

TOMÁS.—Nada hay perdido, señor vizconde.

PLÁCIDO.—¿Nada perdido? ¿Tú qué sabes?

TOMÁS.—No se incomode el señor vizconde. El retrato de la madre del señor vizconde aparecerá.

PLÁCIDO.—(Dominado.) ¡Ah!... ¿Te ha dicho...?

TOMÁS.—Todo. Sí, señor, todo. Sin preguntarle yo nada.

PLÁCIDO.—Acaba.

TOMÁS.—Don Rufino ya no tiene el retrato: «lo vendió».

PLÁCIDO.—Acaba.

TOMÁS.—El comprador vino a Madrid... «y lo vendió».

PLÁCIDO.—¡Ah, qué maldita casualidad!

TOMÁS.—Comprendo el disgusto del señor vizconde: ¡el retrato de su señora madre, tan buena..., corriendo de almoneda en almoneda y de baratillo en baratillo!

PLÁCIDO.—¿Tú quieres que te tire por el balcón?

TOMÁS.—Como el señor guste. Pero yo encontraré el retrato. No hay cuidado. El domingo iré al Rastro.

PLÁCIDO.—¡Insolente! ¿Y los nombres de esas personas que decías?

TOMÁS.—En este papel están.

PLÁCIDO.—(Cogiendo el papel.) Venga... y vete.

TOMÁS.—¿A la calle?

PLÁCIDO.—No, a la antesala.

TOMÁS.—(Aparte.) Ya lo sabía yo. (Sale.)

Escena IV

PLÁCIDO, solo.


PLÁCIDO.—(Leyendo el papel.) Sí, con estos datos se podrá encontrar, no hay duda. (Paseando nerviosamente.) ¡Lo necesito!, ¡lo deseo!, ¡lo quiero! (Pensativo.) Mucho me he arrastrado, pero mucho he sufrido. Dentro de pocos días, ¡al más alto! ¡El poder!, ¡qué hermoso es el poder! Ser ministro es mucho, ¡no es bastante! Pero para subir lo que me falta, ya no necesito arrastrarme. Me basta con luchar: luchar de frente, de potencia a potencia. ¡Vida nueva!

Escena V

PLÁCIDO y TOMÁS.


TOMÁS.—Señor vizconde.

PLÁCIDO.—¡Otra vez!

TOMÁS.—Don Romualdo y don Anselmo desean ver a su excelencia.

PLÁCIDO.—No puede ser. Estoy ocupado.

TOMÁS.—Es la segunda vez que vienen.

PLÁCIDO.—¡Aunque vengan doscientas!... No los necesito ya.

TOMÁS.—Pero ellos necesitan al señor vizconde..., y como fueron tan amigos.

PLÁCIDO.—¿Qué es eso? ¿Te permites hacerme observaciones?

TOMÁS.—¡Yo!... Señor vizconde...

PLÁCIDO.—Ya lo sabes: que no puedo recibirlos, Pueden pasar a las habitaciones de la señora. Hoy es «su día», es «su hora»... ¿Recibe ya?

TOMÁS.—Sí, señor. Entró hace un rato a saludar a la señora el coronel Barrientos, ese militar tan guapo.

PLÁCIDO.—¿No te mandé que con cualquier excusa le despidieses? ¡Siempre torpe, torpe, torpe!

TOMÁS.—Sí, señor... Pero la señora me tiene mandado que entre siempre que venga..., y como lo mandó la señora...

PLÁCIDO.—¡Ah! (Conteniéndose.) Está bien. ¿Hay mucha gente esperándome?

TOMÁS.—Sí, señor.

PLÁCIDO.—Pues que pasen todos a saludar a la señora: todos, todos, y en seguida.

TOMÁS.—¿También el señor Claudio?

PLÁCIDO.—¡Ah! ¡Está Claudio!... No; ése que entre aquí.

TOMÁS.—Sí, señor. (Sale. Aparte.) ¡Los compadres!

PLÁCIDO.—A ver qué me cuenta Claudio del asunto. Es una cosa insignificante, ridícula; pero me tiene inquieto. ¡Me voy volviendo cobarde!... Yo antes no era así.

Escena VI

PLÁCIDO y CLAUDIO. Viste con elegancia severa, aire de duelista, pero sin exageración; mirada altiva; de cuando en cuando, con el brazo derecho amaga una estocada, pero sin abusar del movimiento y sin marcarlo mucho.


PLÁCIDO.—Gracias a Dios que vienes.

CLAUDIO.—Es que yo también tengo mis asuntos.

PLÁCIDO.—Tú no tienes nada que hacer.

CLAUDIO.—¿Que no? Estos días soy padrino de dos duelos, y formo parte de un tribunal de honor. Nadie quiere batirse seriamente sin acudir a mí, porque saben que yo no admito farsas.

PLÁCIDO.—Y dime..., porque en estos últimos tiempos te he perdido de vista..., ¿te has batido alguna vez más?

CLAUDIO.—En España, no. Me sería muy doloroso herir o matar a un compatriota. Derramar sangre española..., ¡nunca! En cambio, todos los años hago un viaje al extranjero..., y allí, si se presenta ocasión, doy muestras de lo que es Claudio. Luego «la fama» trae a Madrid la relación de mis proezas.

PLÁCIDO.—Sí, esa costumbre tuya... ya la conozco. Y este último año, ¿cuántos lances tuviste? Es decir, ¿cuántos lances inventaste?

CLAUDIO.—Tres. En Hungría herí...

PLÁCIDO.—A un húngaro.

CLAUDIO.—No; creo que lo hice polaco. En Berlín, a un capitán de ulanos: también lo herí. Y al regresar, a un italiano.

PLÁCIDO.—Bueno; pues llegó el caso de que mates o hieras, o por lo menos «asustes», a un individuo molesto.

CLAUDIO.—¿A Basilio?

PLÁCIDO.—Así creo que se llama ese miserable, que me viene amenazando con publicar un folleto..., ¡un libelo! ¿Le viste? ¿Le amenazaste como tú has aprendido a amenazar, que parece que eres un tigre?

CLAUDIO.—Le vi, pero no le amenacé; con él no valen amenazas. Es enemigo peligroso: valor salvaje..., pero «salvaje» auténtico, no como los que nosotros usábamos; talento, travesura y carencia de todo sentido moral. Nos lleva ventaja.

PLÁCIDO.—(Con repugnancia.) ¡Por Dios!

CLAUDIO.—Con Basilio hay que emplear otro medio: «el único».

PLÁCIDO.—Tú exageras.

CLAUDIO.—No exagero, le conozco bien. Él y yo vivíamos en la misma casa de huéspedes..., allá, cuando nuestra primera farsa.

PLÁCIDO.— ¡Claudio!... ¡Qué palabras empleas!... Aquello fue una broma propia de jóvenes.

CLAUDIO.—Que te hizo hombre.

PLÁCIDO.—Y a ti. Pero volvamos a Basilio. ¿Conoces el folleto?

CLAUDIO.—Cuando fui a ver a Basilio de tu parte y de la mía, porque a mí también me interesa, me leyó un capítulo.

PLÁCIDO.—¿Y qué?... Palabras, insultos...

CLAUDIO.—No; pruebas. La carta que Javier me escribió cuando nuestro duelo, rompiendo toda clase de relaciones conmigo por indigno y farsante; así decía.

PLÁCIDO.—A mí me escribió otra parecida. (En tono triste.) Esa carta es muy peligrosa. Porque Javier en materias de honor tiene autoridad decisiva. ¡Grave!... ¡Muy grave! ¿Me nombraba en esa carta?

CLAUDIO.—¡Naturalmente!

PLÁCIDO.—(Preocupado hondamente.) ¡Grave, muy grave!

CLAUDIO.—Mira tú, Javier ha seguido otro camino distinto del nuestro.

PLÁCIDO.—Inspiraciones de Blanca.

CLAUDIO.—Javier ha estudiado..., ha estudiado..., ¡lo que ha estudiado! ¡Es hoy toda una reputación! ¡Una fama de talento que ni la tuya!

PLÁCIDO.—¡Y en el foro, qué palabra y qué rectitud! Es una reputación de honradez..., que ni (Mirando alrededor.), vamos, no veo en todo lo que alcanza la vista con quien compararlo. (Sonriendo con alguna tristeza.)

CLAUDIO.—Ha tardado más que nosotros, pero ha llegado.

PLÁCIDO.—Y está más tranquilo. Pero, en fin, ¿le viste?

CLAUDIO.—Vi a Blanca y a Javier y les dije que viniesen a tu casa.

PLÁCIDO.—Para prestarme autoridad, para que todo el mundo viese que no me creen indigno de ser su amigo; en suma, para quitar fuerza a esa carta traidora si es que llega a publicarse.

CLAUDIO.—Todo eso y mucho más...

PLÁCIDO.—¿Y qué?

CLAUDIO.—Javier se negó; pero Blanca se echó a llorar, y le dijo: por tu «carta» está Plácido comprometido..., debemos ir.

PLÁCIDO.—¡Pobre Blanca!

CLAUDIO.—Y vendrán esta noche.

PLÁCIDO.—¿Y Basilio?

CLAUDIO.—Vendrá a verte dentro de poco. Y créeme..., hay que capitular.

PLÁCIDO.—Me repugna, sin conocerle.

CLAUDIO.—Ya le conocerás y te repugnará más todavía.

Escena VII

PLÁCIDO, CLAUDIO Y JOSEFINA que entra muy agitada.


JOSEFINA.—¡Plácido..., Plácido!... Adiós, Claudio..., no se marche usted, tenemos que hablar. ¡Vamos, Plácido!...

PLÁCIDO.—¿Qué quieres? ¿Qué ocurre?

JOSEFINA.—Que está ahí el duque, que vendrá a tratar contigo de la combinación ministerial... ¡Pronto, pronto; está en tu despacho!

PLÁCIDO.—¿El duque?... ¡Ah! ¡Sí..., voy..., allá voy! (Sale con apresuramiento; no corre, pero no le falta mucho.)

CLAUDIO.—(Riendo.) ¡No te precipites! (PLÁCIDO se detiene.) ¡Más serenidad! ¡Un hombre político debe saber dominarse!... ¡Dignidad en el dolor; dignidad en el placer; dignidad en el peligro! ¡Ese es mi fuerte!

PLÁCIDO.—Tienes razón. ¡No soy el que era! (Sale dignamente.)

Escena VIII

JOSEFINA y CLAUDIO.


JOSEFINA.—No tiene aplomo, no sabe fingir; yo creí otra cosa. Tenemos que hablar.

CLAUDIO.—Todo lo que usted quiera, Josefina. (Se sientan muy juntos.)

JOSEFINA.—En usted tengo completa confianza; es usted uno de nuestros buenos amigos. Y además tiene usted aplomo. Y valor no se diga.

CLAUDIO.—¡Valor!... ¡Ah! De eso no hay que hablar; mejor es no hablar.

JOSEFINA.—Pues le voy a pedir a usted un favor.

CLAUDIO.—Usted no pide; manda.

JOSEFINA.—¡Qué gente la de Madrid!

CLAUDIO.—Sí, mucha gente.

JOSEFINA.—¡Qué murmuraciones, qué calumnias! No puede una ser más amable con los amigos, porque la amabilidad la convierten en coquetería; y la coquetería la confunden...,¡Dios me perdone!

CLAUDIO.—¿Tiene que perdonarle a usted algo?

JOSEFINA.—¡Qué bromista! No, pues el asunto es serio.

CLAUDIO.—Esos son los que a mí más me gustan. ¡Nada de farsas!

JOSEFINA.—Pues por eso acudo a usted.

CLAUDIO.—Y si hay peligro, ¡mejor!

JOSEFINA.—Cabalmente, por eso pido protección a don Claudio, porque puede haber peligro.

CLAUDIO.—¿Para quién?

JOSEFINA.—Para usted.

CLAUDIO.—(Aparte.) ¡Demonio! (Alto.) Pues me da usted un alegrón. (Riendo.)

JOSEFINA.—¿Conoce usted a don Víctor Marcial?

CLAUDIO.—¡Don Víctor Marcial!... ¡Don Víctor Marcial!... (Haciendo memoria.) Me suena, me suena ese nombre... Uno que está siempre en el extranjero y que es muy espadachín... (Algo distraído.) Yo creo que es el que herí o maté hace dos años en Nápoles.

JOSEFINA.—(Asombrada) ¿Qué lo mató usted?... ¡Ojalá!... Pero debe de ser otro.

CLAUDIO.—¡Ah, sí!... ¡Qué distracción!... El muerto fue otro. ¿Y qué?... Porque todavía no comprendo.

JOSEFINA.—Ese también es espadachín. Y por eso decía yo que iba usted a correr un peligro.

CLAUDIO.—¡Para mí el peligro no es nada! ¡Absolutamente nada! ¡El peligro y yo nos conocemos! «Sobre todo él a mí.»

JOSEFINA.—Pues por eso acudo a usted. Ese hombre es un villano. Me calumnia en mi reputación.

CLAUDIO.—¡Un villano..., un infame..., un miserable!... (Mirando a todos lados por si le oyen.)

JOSEFINA.—Calma, querido Claudio. Primero se apuran las vías pacíficas.

CLAUDIO.—Aunque usted no lo crea, ésta es mi especialidad: las vías pacíficas.

JOSEFINA.—Después se tomará otro camino.

CLAUDIO.—Otro camino... (Aparte.) para escapar.

JOSEFINA.—¿Pues creerá usted que ha tenido la desfachatez de presentarse esta tarde en mi salón?

CLAUDIO.—¿De modo que le tenemos cerca?

JOSEFINA.—Ahí está...

CLAUDIO.—Entonces... (Levantándose para marcharse.)

JOSEFINA.—¡Calma, por Dios! No está bien que provoque usted un escándalo en mi casa.

CLAUDIO.—Pierda usted cuidado; no estoy dispuesto a provocar un escándalo. ¡Cuando me lo presenten le trataré cortésmente!..., ¡afectuosamente!..., ¡amistosamente!

JOSEFINA.—Hasta que salgan ustedes. Y entonces...

CLAUDIO.—Entonces será otra cosa. Déjeme usted correr con el asunto.

Escena IX

JOSEFINA, CLAUDIO y el MARQUÉS.


MARQUÉS.—Amigo don Claudio, ¿quiere usted venir conmigo? Josefina se empeñó antes en que le presentase a usted a don...

CLAUDIO.—A don Víctor.

MARQUÉS.—Justamente.

CLAUDIO.—Me lo acaba de decir.

MARQUÉS.—Le he anunciado la presentación, y está esperando... De modo...

CLAUDIO.—Con mucho gusto.

JOSEFINA.—(Aparte, a CLAUDIO.) Por el pronto, mucha amabilidad.

CLAUDIO.—¡A quién se lo dice usted!... Pero estoy nervioso y acaso fuera mejor que lo dejásemos para otro día.

JOSEFINA.—No, ha de ser hoy mismo. Usted sabrá contenerse.

CLAUDIO.—¡Saber contenerme!... ¡Ah!, ¡aunque me insulte!

JOSEFINA.—Todavía no hay motivo.

CLAUDIO.—Ni lo habrá nunca. Es decir, que no llegaremos a ese caso.

MARQUÉS.—¿Viene usted, don Claudio?

CLAUDIO.—Estoy a sus órdenes, (Salen CLAUDIO y el MARQUÉS.)

Escena X

JOSEFINA, PLÁCIDO y un CRIADO.


JOSEFINA.—¿Qué noticias?

PLÁCIDO.—Buenas. Es seguro.

JOSEFINA.—¡Gracias a Dios! Voy a ver la presentación de Claudio. (Sale.)

PLÁCIDO.—(Toca un timbre. Aparece un CRIADO.) ¿No ha venido un joven a buscarme?

CRIADO.—Sí, señor; ahí espera, y dijo don Claudio que cuando el señor estuviese solo que le avisásemos.

PLÁCIDO.—Dígale usted que entre. (Vase el CRIADO.) ¿Qué clase de hombre será? Conviene tantear el terreno y caminar con prudencia. Más listo que yo no ha de ser. (Riendo.) Cuando más, «otro yo». ¡Sería curioso verme «yo» ante «mí mismo»! (Ríe con risa forzada. Por la pequeña puerta lateral, el CRIADO introduce a BASILIO.)

CRIADO.—Allí está el señor vizconde. (En voz baja.)

BASILIO.—(Lo mismo.) Ya le veo, ya le conozco. (Sale el CRIADO.)

Escena XI

PLÁCIDO y BASILIO. Este es joven, viste modestamente, es un bohemio, pero no un andrajoso; delgado, pálido, mirada entre cínica y astuta.


PLÁCIDO.—(Aparte.) ¡Bah! Será cuestión de cuatro o seis mil reales a lo sumo. (Alto.) Acérquese usted. (BASILIO se acerca lentamente con fingida timidez.) No tenga usted miedo.

BASILIO.—No es miedo, señor vizconde, es emoción natural. ¡Verme yo ante usted! ¡Ante el hombre a quien tanto he admirado! ¡Yo nada soy, un pobre diablo, un náufrago de la vida; pero usted ha sido siempre para Basilio el ser superior a quien se admira desde lejos!

PLÁCIDO.—¿De modo que usted siente por mí verdadera simpatía?

BASILIO.—¡Ah, señor vizconde!

PLÁCIDO.—¡Será una simpatía muy profunda!

BASILIO.—¡Profunda! ¡Inmensa!

PLÁCIDO.—(Riendo y aparte.) Esa clase de simpatías sentí yo; iguales. (Alto.) Acérquese más y siéntese.

BASILIO.—¡Sentarme yo, estando delante de usted!

PLÁCIDO.—Siéntese usted y hablemos como amigos.

BASILIO.—Por obedecer a usted. (Se sienta aparentando timidez.) ¡Pero ser su amigo! ¡Yo no merezco tanto! ¡Yo no puedo ambicionar honra tan grande!

PLÁCIDO.—Pues yo, por lo que había oído, imaginé que usted no me quería bien.

BASILIO.—¿Yo señor vizconde, yo? ¿Yo, que le venero?

PLÁCIDO.—Gracias, esas cosas me las sé de memoria. Pero ¿no cree usted que tanto afecto es empalagoso?

BASILIO.—¡Señor vizconde!...

PLÁCIDO.—No me dejo engatusar por palabras. Quiero obras, amigo Basilio. ¿No se llama usted Basilio?

BASILIO.—Ese es mi nombre.

PLÁCIDO.—Pues hablemos claro. ¿No me amenaza usted con publicar un folleto infamante, apoyado en no sé qué cartas y documentos?

BASILIO.—¿Yo, señor vizconde?

PLÁCIDO.—¿No ha sido usted el que ha escrito ese libelo?

BASILIO.—(Con energía.) No, señor.

PLÁCIDO.—¿Pues quién?

BASILIO.—(Acercándose y en tono confidencial y enfático.) «¡El otro!»

PLÁCIDO.—¿Y quién es «el otro»?

BASILIO.—¡El otro! Mi amigo..., no. Mi compañero, ¡qué tristeza! Mi allegadizo. En el mar, las olas juntan a veces, caprichosas, los restos de un naufragio. Por ejemplo, la cuna de un niño y el mango de un hacha de abordaje. Pues en el naufragio de la vida las olas nos han juntado «al otro» y «a mí»; yo soy la cuna. ¡Él es el hacha!

PLÁCIDO.—(Con impaciencia.) ¿Cómo se llama? ¿Quién es?

BASILIO.—Usted me pregunta... ¡Ah, perdone vuecencia, no le daba tratamiento! ¡Es que estoy aturdido!

PLÁCIDO.—Déjese de tratamiento y conteste: ¿cómo se llama el amigo de usted?

BASILIO.—¡Qué importa su nombre! En su vida aventurera y criminal..., ¡hasta criminal!, señor vizconde..., ha tenido muchos. Llamémosle «El otro». ¿Quién es? Un malvado, capaz de todo. Hace el mal por codicia, por odio o por amor al arte. Emplea la fuerza o la astucia. Y cuando es preciso, se arrastra como un reptil y ¡muerde! ¡Labios de víbora que la adulación endulza! ¡Ah, usted no comprenderá esto! Usted, un ser noble, puro, que ha luchado y ha vencido, nunca por medios vergonzosos, sino por energías soberanas de su voluntad.

PLÁCIDO.—(Colérico.) Basta de elogios. ¡Basta!

BASILIO.—¡También modesto!

PLÁCIDO.—Siga usted y acabe, que entre las muchas virtudes que usted justamente reconoce en mí, falta una: la paciencia.

BASILIO.—Lo que me queda por decir, usted lo adivinará fácilmente. La verdad es que «el otro» se encuentra..., que «los dos nos encontramos en una situación muy difícil. Y digo «los dos», porque la fatalidad me amarró a «ese hombre».

PLÁCIDO.—Abreviemos. ¿Usted cree que su compañero está dispuesto a venderme esos papeluchos y a dejarme en paz?

BASILIO.—Estoy seguro.

PLÁCIDO.—Pues aceptado el trato. No porque a mí me importe nada de todo eso que usted cuenta. Veo que tiene usted talento. Y quiero protegerle a usted. Joven, salga usted de apuros, que yo simpatizo con la juventud. Tome usted. (Saca una cartera, de ella un billete de mil pesetas y se lo da.)

BASILIO.—¡Ah señor vizconde!... ¡Sí, usted me salva!... ¡Usted es mi padre!... (Quiere abrazarle, pero PLÁCIDO le rechaza.)

PLÁCIDO.—Bueno, gracias. (Aparte.) Yo también tuve padres por el estilo. (Alto.) Ahora, déme usted los papeles de que hablábamos.

BASILIO.—Pero si yo no los tengo.

PLÁCIDO.—(Cada vez más impaciente.) ¿Pues quién?

BASILIO.—«El otro».

PLÁCIDO.—Pues tráigalos en seguida. Cuando yo examine los documentos que usted dice, le daré otras mil pesetas para su compañero. ¡Y a concluir pronto, que todo esto me repugna! Más bien cedo por lástima hacia ustedes que por interés propio.

BASILIO.—Ya sé que es usted muy compasivo. Pero mi compañero dirá que esos documentos valen mucho más. Si se tratase de otra persona de menos viso, bien pagados estaban. Pero usted..., ¡usted les da un valor inmenso!

PLÁCIDO.—(Nervioso.) En suma: ¿cuánto quieren ustedes?

BASILIO.—¡Por Dios, yo nada! ¡Usted me confunde con «el otro»!

PLÁCIDO.—(Más nervioso cada vez.) Pues «el otro», ¿cuánto pide?

BASILIO.—¿Y si le parece a usted mucho?

PLÁCIDO.—(Fuera de sí.) ¿Cuánto? ¡Una cifra!, ¡una cantidad!

BASILIO.—¡Mi compañero es muy inconsiderado!

PLÁCIDO.—¡Digo que cuánto!

BASILIO.—Calma, señor vizconde, calma. No nos precipitemos. Antes de fijar la cifra convendrá que usted conozca alguno de los documentos...

PLÁCIDO.—¡De los papeluchos!

BASILIO.—No me atrevo a contradecir al señor vizconde. De todas las pruebas del folleto, no citaré más que dos. Primera: una carta de un amigo de usted, don Javier, una gloria de España; otro de mis ídolos.

PLÁCIDO.—¡Basta de ídolos!... ¿Y qué?

BASILIO.—Esta carta está dirigida a un amigo de usted, don Claudio, y rompe con él toda clase de relaciones por no sé qué desafío.

PLÁCIDO.—Todo eso es absurdo. Y dado que existiese una carta así, sería antigua.

BASILIO.—¡Muy antigua! ¡Pero es admirable cómo la tinta de imprenta rejuvenece los escándalos!

PLÁCIDO.—(Preocupado, sombrío, nervioso.) ¿Y qué más? ¡El «segundo documento»!

BASILIO.—¡No me atrevo!... ¡Es tan infame, tan repugnante, tan calumnioso!... ¡No me atrevo..., no me atrevo! Figúrese usted: si yo no me atrevo a decirlo, lo que sería si se publicase!

PLÁCIDO.—¡Usted se ha empeñado en salir por el balcón!...

BASILIO.—¿Y quién le defendería a usted? ¿Quién le entregaría a usted esos papeluchos?

PLÁCIDO.—(Avanzando sobre él.) ¡Miserable! Acabe usted de contar la infamia que ha empezado.

BASILIO.—¿Usted me lo manda?

PLÁCIDO.—Lo mando.

BASILIO.—(Acercándose y en voz baja.) Antes de casarse la señora vizcondesa, tenía un criado de toda confianza: Tomás.

PLÁCIDO.—Sí.

BASILIO.—Usted no le despidió.

PLÁCIDO.—No.

BASILIO.—Hizo usted mal. Es una persona perversa; les paga a ustedes sus bondades como pagan los villanos... (Acercándose a PLÁCIDO y en voz baja.) Calumniando a la señorita Josefina. ¡Pero de qué modo!... Y suponiendo en usted una bajeza de sentimientos, o si se quiere..., una «magnanimidad»... (PLÁCIDO, fuera de sí, se arroja sobre BASILIO; éste se levanta; PLÁCIDO le coge por los brazos violentamente y quedan los dos en pie, muy juntos: PLÁCIDO, sujetándole los brazos; BASILIO no se defiende, sonríe tranquilo.)

PLÁCIDO.—¡Miserable!

BASILIO.—¡Cuántos miserables hay en este mundo, señor vizconde!

PLÁCIDO.—¡Sí..., «el uno» y «el otro»..., y muchos más!

BASILIO.—No lo sabe usted bien.

PLÁCIDO.—Pero ¡yo puedo aplastarlos a todos!, ¡y a usted con ellos!

BASILIO.—Señor vizconde, cualquiera que entrase de pronto y nos viese tan cerca UNO de OTRO, pensaría que éramos «tal» para «cual».

PLÁCIDO.—Es cierto. (Le deja libre.) Hay que concluir: «Precio».

BASILIO.—Treinta mil.

PLÁCIDO.—¿Treinta mil reales?

BASILIO.—No es moneda legal.

PLÁCIDO.—¡Treinta mil pesetas!

BASILIO.—«E1 otro» vivió mucho tiempo en América y se acostumbró a contar por «pesos»

PLÁCIDO.—¡¡Treinta mil duros!! ¿Están ustedes locos?

BASILIO.—(Se acerca a PLÁCIDO y habla en voz baja y muy dulce.) Como «liquidación» de todo el «pasado» del señor vizconde, no me parece excesiva la cantidad. ¿Quién puede cerrar el paso en adelante al señor vizconde? ¡Podrá serlo todo; llegar a todo! Piénselo bien; piénselo bien; el negocio no me parece malo. Lo que yo temo es que si mi compañero sabe que el señor vizconde está a punto de subir más..., sea más exigente. Son consejos de un amigo..., si el señor vizconde me permite emplear esta palabra. ¡Oh!, el señor vizconde tiene talento, mucho talento, y es hombre práctico.

PLÁCIDO.—Tendrá usted la cantidad. Traiga usted inmediatamente esos papeles.

BASILIO.—¿Palabra de honor?

PLÁCIDO.—(Con desprecio.) Palabra de honor,

BASILIO.—Entre caballeros, eso basta. (Sale haciendo saludos respetuosos.)

Escena XII

PLÁCIDO; después, CRIADO; luego, JOSEFINA.


PLÁCIDO.—(Procurando convencerse.) ¡Ah miserable!..., ¡miserable!... ¡Yo no he sido así!..., ¡no he sido como tú!... ¡Hay mucha distancia del ingenio..., de la travesura..., a la infamia!, ¡a la villanía! ¡Ese hombre va bordeando el presidio! ¡Yo, nunca! (Con repugnancia y agitándose y paseando como queriendo salir de sí.) ¡Y yo que he tocado a ese ser envilecido! Pero ¿adónde va esta sociedad?, ¿adónde vamos todos con esta podredumbre que nos cerca, que nos asalta; que nos llega a los labios? ¡Asco y miseria! ¡Sí, romper con el pasado, olvidarlo!... ¡No arrastrarse más! Pero ¡para ello, para quedar libre..., necesito esa suma..., y en este momento no la tengo! Yo no tengo nunca oro mío..., ¡mío! ¡No; el asunto no puede quedar para mañana! No hay otro medio. (Después de pensarlo, toca el timbre.)

CRIADO.—Señor...

PLÁCIDO.—Entre usted y diga a la señora que venga en seguida, ¡pronto! (Sale el CRIADO por la izquierda. Enjugándose la frente, febril, mirando el reloj.) Dos minutos para que venga Josefina. Media hora para que venga ese tunante..., y todo habrá concluído..., todo..., y libre..., ¡Libre para siempre! Por precaución hice que vinieran Blanca y Javier..., pero ya sería inútil. No..., inútil, no... Bueno es que vean a Javier en mi casa. Javier da honra. El pobrecillo no puede dar otra cosa. (Riendo.) Pero es algo..., es algo. ¡Ah..., ya viene Josefina!

JOSEFINA.—(Entra elegantísima.) ¿Qué querías? Dilo pronto. Me está esperando el coronel.

PLÁCIDO.—¡Ah!... (Conteniéndose.) Pues en dos palabras. Necesito «dinero» inmediatamente.

JOSEFINA.—¿Y para eso me llamas? ¡También es impertinencia!

PLÁCIDO.—Es que lo necesito ahora mismo.

JOSEFINA.—Pídeselo a papá.

PLÁCIDO.—Para eso te llamé; para que se lo pidas tú.

JOSEFINA.—¿Es que tú no te atreves? (Con burla.) ¡Ay, qué corto de genio se nos ha vuelto! Antes no eras así. ¡Ea, déjame, tengo que decir una cosa muy importante a aquellos señores! (Haciendo un saludo burlesco.)

PLÁCIDO.—¡Más importante es lo mío! ¡Lo tuyo siempre será coquetería!

JOSEFINA.—¡Calla, por Dios!

PLÁCIDO.—¡Josefina, que me va en ello la honra..., y a ti también!

JOSEFINA.—(Riendo.) Bueno; pues ocúpate tú de nuestras dos honras. Esa es cuenta tuya. Yo bastante tengo con mis coqueterías, como tú dices. ¡Adiós.!

PLÁCIDO.—(Fuera de sí y poniéndose delante.) ¡No..., no sales!

JOSEFINA.—(Revolviéndose.) ¡Plácido! ¡Más bajo, que pueden oírnos! Allá en el pueblo, en el campo..., tomaste la mala maña de hablar a gritos, y no has perdido la costumbre. Aquí es otra cosa.

PLÁCIDO.—(Conteniéndose.) Tienes razón. ¿Tú no tendrás esa cantidad?

JOSEFINA.—Yo no sé qué cantidad es ésa, ni yo tengo nada. Los últimos cupones que cobré se los llevó la modista francesa. Ya recordarás que no pude darte ni cinco mil pesetas que necesitabas, no sé para qué. Siempre sería algún despilfarro. Conque déjame tranquila y acude a papá.

PLÁCIDO.—Por Dios, Josefina, acude tú por mí. ¡Te lo ruego! ¡Son momentos críticos para todos!

JOSEFINA.—¡Yo!..., ¡no en mis días! Le tengo muy cansado a papá. ¡No..., no... y no! Y déjame, porque me voy poniendo nerviosa y lo van a notar aquéllos.

PLÁCIDO.—Basta. Vete. Pero al menos dile a tu padre que venga; que tengo que hablarle de un asunto importantísimo.

JOSEFINA.—¡Convenido; te lo enviaré! ¡Buena jaqueca le vas a dar! Adiós... (Deteniéndose cerca de la puerta) ¿Sabes lo que te digo, Plácido? Que nos vas saliendo muy caro a todos.

PLÁCIDO.—(Amenazando.) Josefina!

JOSEFINA.—«¡Mío caro, caro mío!» (Saliendo y burlándose.)

Escena XIII

PLÁCIDO; luego, un CRIADO; después, el MARQUÉS.


PLÁCIDO.—¡Ni alma!..., ¡ni corazón!..., ¡ni siquiera hermosura! ¡Este pasado sí que no lo redimo como el otro con treinta mil duros!... ¡Una gota, aunque no sea más que una gota de rocío! (Toca un timbre, y aparece un CRIADO.) Cuando vengan don Javier y la señorita Blanca, que pasen por aquí. Usted mismo les hace entrar.

CRIADO.—Sí, señor. (Sale.)

PLÁCIDO.—¡Cuánto tarda el marqués! ¡Fuego lento!, ¡esto es fuego lento!... Al fin...

MARQUÉS.—¿Me llamabas, Plácido?

PLÁCIDO.—Sí, le llamaba a usted.

MARQUÉS.—¿Para hablarme de la combinación ministerial? ¿Es cosa hecha?

PLÁCIDO.—Creo que sí.

MARQUÉS.—¡Gracias a Dios! ¡Creí que no ibas a llegar nunca! Y es que no tienes práctica; que te falta tacto.

PLÁCIDO.—Por eso consulto siempre con usted.

MARQUÉS.—Pero no sigues mis consejos. Eres terco..., y a veces «torpe». Cuando se entra en una familia como la mía, hay que demostrar «¡cualidades superiores!».

PLÁCIDO.—(Irritado.) No decía usted eso cuando le salvé la vida.

MARQUÉS.—Yo hubiera hecho tanto como tú; «¡más!». Porque yo no me separo del terreno sin ver sangre. O «mía» o «ajena».

PLÁCIDO.—¡No todos podemos ser héroes como usted! Pero estamos perdiendo el tiempo. Vamos al asunto. Necesito que me dé usted, en el acto, ahora mismo, treinta mil duros.

MARQUÉS.—(Retrocediendo espantado.) ¿Qué?... ¿Que necesitas...? ¿Te has vuelto loco?... ¿Y para qué quieres ese dinero?... ¡Pero, desdichado, si me pides un capital!

PLÁCIDO.—(Brutalmente.) Cuando se lo pido a usted es que lo necesito y que no lo tengo por el momento. Entiéndalo usted: es un préstamo. Se lo devolveré dentro de un par de meses.

MARQUÉS.—Pero ¿no los tienes? ¿No tienes treinta mil duros? ¿Pues qué haces de las rentas de mi hija?

PLÁCIDO.—Ella las gasta en lujo. Ya lo sabe usted.

MARQUÉS.—¡Ella necesita sostener el lustre de mi casa! ¡Poco a poco! ¡Nada de recriminaciones, señor mío!

PLÁCIDO.—En otra ocasión hablaremos de todo eso... y de «otras cosas» Pero no puedo perder el tiempo y necesito lo que he dicho.

MARQUÉS.—Yo no pienso dártelo.

PLÁCIDO.—(Amenazador.) ¿No?

MARQUÉS.—¿Amenazas?

PLÁCIDO.—¡Ese es el nombre!

MARQUÉS.—¡A mí! ¿A tu padre político? ¿Al marqués de Retamosa del Valle?

PLÁCIDO.—¡A usted! ¡A mi padre político! ¡Y al marqués! ¡Y Retamosa! ¡Y al Valle! ¡Y al mismo diablo que nos lleve a todos! (Furioso.)

MARQUÉS.—(Asustado.) ¡Plácido!

PLÁCIDO.—Oiga usted y atienda una vez en su vida. Estoy en la combinación ministerial, cosa que le agrada a usted más que a mí. Y a Josefina, más que a nadie. Pero se está preparando un folleto infame. Si se publica, me hunden. Y al marqués de Retamosa conmigo. Y a Josefina con los dos. Por esa cantidad no se publica y me entregan todas las pruebas y documentos que pueden perjudicarnos. Ahora resuelva usted.

MARQUÉS.—¡Me aturdes! ¡Me confundes! ¡A mí me va a dar algo!

PLÁCIDO.—Pues antes que le dé a usted, que a Dios gracias no le dará, déme usted los treinta mil.

MARQUÉS.—¿Y qué cuenta ese folleto?

PLÁCIDO.—Es largo de contar. Ya lo sabrá usted luego.

MARQUÉS.—Pero de mí, ¿qué pueden decir?

PLÁCIDO.—¿Qué podía decir aquel artículo que estuvo a punto de costarme la vida? Pues mucho más dice.

MARQUÉS.—¿Y de Josefina?

PLÁCIDO.—(Con ira reconcentrada.) De Josefina... no hablemos hoy. Mañana hablaremos.

MARQUÉS.—¿De modo que tú crees...?

PLÁCIDO.—No creo; sé que, si ahora mismo ¡no me presta usted esa cantidad, mañana todos nosotros seremos el ludibrio de Madrid.

MARQUÉS.—(Vacilando, pero casi vencido.) Entonces..., ¿qué remedio?

PLÁCIDO.—El que digo, y pronto.

MARQUÉS.—Me parece que dijiste que era un préstamo.

PLÁCIDO.—Nada más.

MARQUÉS.—Está bien. Allá voy. (Volviéndose.) Pero caro nos cuestas, querido Plácido.

PLÁCIDO.—(Yendo hacia él, colérico.) ¡Marqués!...

MARQUÉS.—¿Qué?

PLÁCIDO.—Nada, vaya usted. Debía estar acostumbrado, porque lo mismo me ha dicho Josefina. Vaya usted, vaya usted.

MARQUÉS.—(Saliendo.) ¡Treinta mil!... ¡Es una cifra aterradora!... ¡Preferiría batirme otra vez!... ¡Ah!..., no; es verdad; la primera se «batió» él. (Vase.)

Escena XIV

PLÁCIDO; un CRIADO; después, BLANCA y JAVIER.


PLÁCIDO.—Ha cedido; ya sabía yo que cedería; otro ser ante el cual no tendré que arrastrarme.

CRIADO.—(En voz baja.) Ahí está el señor... He dicho que pasen. (Se retira.)

BLANCA.—Plácido...

PLÁCIDO.—(Volviéndose rápidamente.) ¡Blanca!... (Pausa. Quedan en pie los tres sin pronunciar palabra.)

JAVIER.—Te empeñaste en que viniésemos; aseguraste que nuestra presencia podrá salvarte de un peligro... o atenuarlo.

BLANCA.—Y aquí estamos.

JAVIER.—Por algunos momentos seremos figuras decorativas en tu casa.

PLÁCIDO.—¿Piensas tú lo mismo, Blanca?

BLANCA.—¿Qué quieres que piense? Y ahora dinos lo que hemos de hacer. ¿Pasearnos por tus salones? ¿Saludar al marqués? ¿Felicitar a Josefina? Lo que tú nos digas; dispón de nosotros.

JAVIER.—Y a todos aquellos con quienes hable, les diré: «Que somos muy amigos, que nunca hemos dejado de serlo, que te estimo y te admiro por tus altas cualidades.» ¿No es esto?

PLÁCIDO.—Sí. Los humildes venís a casa del poderoso a traer una «limosna» de dignidad y de honradez. Dios os lo pague.

JAVIER.—No tenemos otra cosa que dar.

Escena XV

PLÁCIDO, BLANCA, JAVIER y el MARQUÉS, con un sobre en el que se supone que trae el cheque.


MARQUÉS.—Toma... Aquí está... ¡Ah!... (Deteniéndose al ver a BLANCA y a JAVIER.)

PLÁCIDO.—Déme usted. (Coge el sobre y lo guarda.) ¿No los conoce, usted? Son Blanca y Javier, a quienes he invitado.

MARQUÉS.—Sí... Sí..., ya me acuerdo; Blanca... Javier... ¡Cuánto tiempo! ¡Cuánto gusto! Ya sé, ya sé los triunfos de usted. Venga usted, venga usted a ver a Josefina; ¡qué sorpresa tan agradable para ella! (Coge a JAVIER y se lo lleva del brazo. A PLÁCIDO.) Tú llevas a Blanca.

JAVIER.—¡Qué honra para mí!

MARQUÉS.—Yo también voy ganando... ¡La compañía de un sabio de cierto prestigio!... ¡Yo siempre protegí la «ciencia»!... Usted conoce mi biblioteca..., no digo más. ¿Lo creerá usted? ¡Sólo en encuadernaciones gasto tres mil duros al año! (Salen los dos.)

Escena XVI

BLANCA y PLÁCIDO.


BLANCA.—¿Vamos?

PLÁCIDO.—¿Para qué tan pronto?

BLANCA.—¿Para qué más tarde?

PLÁCIDO.—Para decirte no sé qué.

BLANCA.—(Nerviosa.) Entonces

PLÁCIDO.—Estuve una vez hace tiempo en tu casa.

BLANCA.—Lo sé.

PLÁCIDO.—No estabas.

BLANCA.—Sí estaba.

PLÁCIDO.—Pues no quisiste salir.

BLANCA.—Es verdad; ¿para qué?

PLÁCIDO.—Es verdad; para nada.

BLANCA.—¿Vamos allá?

PLÁCIDO.—Todavía no. El único instante de felicidad pura que tengo hace seis años, no me lo regatees.

BLANCA.—¿No eres feliz?

PLÁCIDO.—No; te prometí decirte la verdad. Pues bien: no soy feliz.

BLANCA.—Sin embargo, has subido mucho.

PLÁCIDO.—He subido y subiré más. Pero no basta. ¡Mortal hastío! ¡Repugnancia infinita! Eso siento.

BLANCA.—¡Qué pena!

PLÁCIDO.—¡Blanca!

BLANCA.—¿Qué?

PLÁCIDO.—Has dicho «¡qué pena!».

BLANCA.—¡«Qué pena» que no seas feliz, Plácido!

PLÁCIDO.—¿De modo que no me desprecias?

BLANCA.—Si fueras feliz, te despreciaría; siendo desdichado, no.

PLÁCIDO.—Y tú, ¿eres feliz?

BLANCA.—En lo posible lo soy. Mi hermano se ha ganado un buen nombre, una posición digna y el respeto de todos. ¿Qué más puedo pedir?

PLÁCIDO.—¿Pero tú?

BLANCA.—No me quejo de mi suerte.

PLÁCIDO.—¡Yo, sí!

BLANCA.—Porque eres insaciable.

PLÁCIDO.—¿Cómo ha de saciarse quien nunca bebió agua pura?

BLANCA.—Llévame a saludar a Josefina. (Suenan dos golpes en la puerta pequeña por donde salió BASILIO.)

PLÁCIDO.—¿Oyes?

BLANCA.—Han llamado.

PLÁCIDO.—¿Adivinas quién?

BLANCA.—(Nerviosa, queriendo irse.) ¡Cómo he de adivinarlo!

PLÁCIDO.—¡Un miserable! Ha escrito un folleto que me deshonra.

BLANCA.—Me lo ha dicho Javier. (Sigue caminando.) Vamos, por favor.

PLÁCIDO.—(Siguiéndola.) Y yo voy a comprarle el folleto para que no lo publique.

BLANCA.—¡Calla..., calla, por Dios!

PLÁCIDO.—Y viene por el precio. ¡Compadéceme, compadéceme!

BLANCA.—Quiero irme...

PLÁCIDO.—Te acompañaré.

BLANCA.—(Rechazándole.) ¡No te necesito! (Sale.)

Escena XVII

PLÁCIDO y BASILIO.


PLÁCIDO.—¡Hace bien! ¡No me necesita, le repugno!... ¡Acabemos! (Se dirige a la puertecilla y la abre.) Entre usted. (Todo lo que sigue, en voz baja; conversación entre cómplices.)

BASILIO.—(Inclinándose.) ¡Señor vizconde!

PLÁCIDO.—¿Trae usted eso?

BASILIO.—Aquí está. (Enseña un manojo abultado de cuartillas y varios papeles atados con una cinta.) ¿Y usted tiene lo prometido? (Retirando como por descuido los papeles.)

PLÁCIDO.—Aquí está. (Pausa. Se miran los dos. Esta escena difícil queda entregada a los actores.)

BASILIO.—Estas son las cartas y documentos justificativos. Estas, las cuartillas del folleto preparadas para la imprenta. Pero entre tanto... (Retirando los papeles y extendiendo la mano.)

PLÁCIDO.—(Con repugnancia. Le da el sobre con el talón.) ¡Tome usted!

BASILIO.—(Recogiendo el sobre y mirando lo que hay dentro.) ¡Qué fáciles son estos conciertos entre caballeros y personas leales!

PLÁCIDO.—¡Basta! (BASILIO le da los documentos, que PLÁCIDO recoge y guarda en el pecho. Al darle las cuartillas, dice BASILIO.)

BASILIO.—Más prisa que usted, señor vizconde, en recogerlas, tengo yo en desprenderme de estos papeles infames. (Al darle las cuartillas, fingiendo desprecio y volviendo la cabeza, deja caer dos o tres. PLÁCIDO, instintivamente, se baja para recogerlas, poniendo una rodilla en tierra. De suerte que hay un momento muy rápido en que PLÁCIDO está a los pies de BASILIO; y éste, erguido, burlón, insolente, le contempla «desde su altura».)

Escena XVIII

PLÁCIDO, BASILIO, BLANCA; después, JOSEFINA, el MARQUÉS y JAVIER.


BLANCA.—(Entra de pronto, en el momento preciso en que PLÁCIDO está a los pies de BASILIO, y se detiene de golpe.) ¡Ah! ¡Siempre arrastrándose! (Con dolor, repugnancia y desprecio. Al oír la voz de BLANCA se levanta y hay una pequeña pausa. Después se acerca a ella y habla en voz baja.)

PLÁCIDO.—¿Por qué vuelves?

BLANCA.—Iba a buscar a Josefina, la vi de lejos y sin poder contenerme retrocedí.

PLÁCIDO.—(Con ironía triste.) ¿Y diste conmigo? No ganas en el cambio.

BLANCA.—Vienen todos..., echa a ese hombre.

PLÁCIDO.—(Acercándose a BASILIO, en voz baja.) Salga usted.

BASILIO.—¡Señor vizconde!

PLÁCIDO.—Pero que no te encuentre en mi camino porque te estrangularé pensando que me estrangulo a mí mismo. Vete, que se me van las manos, no sé si a tu cuello o al mío. ¡Vete! (Al salir BASILIO entra JOSEFINA muy aprisa; detrás de ella, el MARQUÉS con JAVIER.)

JOSEFINA.—(Corriendo hacia BLANCA y abrazándola con mucho cariño aparente.) ¡Blanca!... ¡Querida Blanca!... ¡Cuánto me alegro de verte!

BLANCA.—(Procurando dominar su repugnancia.) ¡Querida Josefina!...

JOSEFINA.—Me dijeron que estabas... y en seguida vine a buscarte. ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¡Qué olvidadiza! ¡Qué ingrata!

BLANCA.—Vámonos, Javier. Josefina tendrá que atender a sus amigos.

JOSEFINA.—Se marcharon ya todos.

BLANCA.—Razón de más; hay que respetar la intimidad de la familia. Adiós, señor marqués. Adiós, Josefina... Adiós, Plácido. (Todos se van despidiendo y se dirigen al fondo. PLÁCIDO queda en primer término en pie y sombrío. BLANCA vuelve a buscarle.) Aquel retrato de tu madre, que creías perdido, Javier lo pudo adquirir de uno de allá. Te lo mandaré.

PLÁCIDO.—No..., que se quede en tu casa... ¡Allí tendrá un altar!... ¡Aquí, entre Josefina y el marqués y yo!... ¡Calla!..., ¡calla!..., ¡qué profanación!

BLANCA.—Como quieras; te lo guardaré.

PLÁCIDO.—¿Me das la mano?

BLANCA.—(Dudando un momento.) Sí... Adiós...

PLÁCIDO.—¡Adiós!... No dices, ¡qué pena!

BLANCA.—Sí..., ¡qué pena!..., ¡muy grande!

Escena XIX

PLÁCIDO, JOSEFINA y el MARQUÉS. Al retirarse los demás personajes, PLÁCIDO cierra la puerta del fondo.


PLÁCIDO.—Ahora los tres aquí. Todos juntos; somos la familia íntima, estrechamente unida por lazos de aprecio, de cariño, de confianza, de lealtad; la familia que yo he sabido formar. (Coge al MARQUÉS y a JOSEFINA por los brazos y los aproxima a sí.)

MARQUÉS.—¿Qué quieres decir con eso?

JOSEFINA.—(Recelosa.) No te comprendo.

PLÁCIDO.—¿No comprenden ustedes? ¡Es una explosión de felicidad! ¡Es un mentís que, desde el fondo de este hogar doméstico, damos a ese folleto infame! Porque para saber lo que dice no tiene usted que preguntárselo a nadie. (Al MARQUÉS.) Yo Se lo diré. Dice que usted es un vanidoso y un imbécil.

MARQUÉS.—¡Yo!

PLÁCIDO.—Usted. ¡Dice que tú eres una coquetuela sin pudor y una mujer liviana!

JOSEFINA.—¡Yo!...

PLÁCIDO.—Tú. Dice que yo soy el más abyecto y el más miserable de los tres.

MARQUÉS.—¿Tú?

JOSEFINA.—¿Tú?

PLÁCIDO.—Yo. Y agrega: tres personas y ninguna conciencia. Y ahora, díganme si vale la pena que pensemos en ese folleto. ¡Una familia tan digna, tan feliz, tan unida estrechamente!, ¡tanto, que entre nosotros no cabe ya nadie! ¡Blanca me ofreció el retrato de mi madre y le dije: «¡No!» ¡Entre un «imbécil», una «liviana», y un «miserable» no puede estar! (Con movimiento de desprecio, los separa de sí. Telón.)


Publicado el 29 de junio de 2020 por Edu Robsy.
Leído 47 veces.