A Pan y Agua

José Fernández Bremón


Cuento



Ya no existe en Madrid el monasterio de bernardos; en su solar se han edificado casas en la manzana comprendida entre las calles Ancha de San Bernardo y de la Garduña, y calle y travesía de la Parada, esta última llamada en otro tiempo calle de Enhorabuena vayas; han desaparecido también el vecino callejón de Sal si puedes y el convento inmediato, convertidos en plaza de los Mostenses; la travesía de las Beatas perdió su antiguo título de calle de Aunque os pese, y sólo quedan como recuerdo del pasado, asomando sus copas por la tapia posterior de la manzana del convento, algunos árboles plantados por los frailes; y acaso entre los cimientos de la iglesia, las cenizas de los religiosos que presenciaron a mitad del siglo XVIII los sucesos que voy a referir.

I

El abad, el prior y soprior ocupaban la mesa del testero, y la comunidad, por orden riguroso de categorías, las mesas colocadas a lo largo del refectorio; delante de cada religioso había un pan, un cubierto, vaso, plato, servilleta, almofía y una jarra con agua; los monjes, sin cogullas y las capillas puestas, estaban recostados en el respaldo de su asiento, con las manos recogidas bajo el escapulario; y el lector, desde la tribuna, había empezado a leer en latín un sermón de san Bernardo.

El abad dio un golpe sobre la mesa, y todos los religiosos desdoblaron a la vez sus servilletas, con una simetría de movimientos correspondiente a la uniformidad de sus capillas y sayales; la comida empezó a distribuirse con tan escaso ruido, que parecía un banquete de fantasmas; los signos sustituían a la voz para no turbar el silencio; el que necesitaba pedir vino colocaba sobre la boca, y tocando a la nariz, el dedo segundo de la mano derecha; los huevos se pedían haciendo señal de batir con una mano sobre la palma de la otra, y el pescado, extendiendo una mano y moviéndola de derecha a izquierda para imitar el coleteo de los peces.

Aquel día se notaba que monjes y novicios, zurdos y legos, no atendían a la lectura edificante ni al gusto de la pitanza y la menestra, sino que miraban fijamente a un lego sentado en el suelo, a corta distancia de la mesa, con la servilleta encima de la falda, como castigado a pan y agua; y no lo miraban con lástima, sino con irritación, porque en vez de tener el aire humilde de un penitenciado y limitarse a tragar de vez en cuando un bocado de pan y un sorbo de agua, introducía la cuchara en el plato vacío, llevándosela a la boca, como si saborease manjares exquisitos; era indudable que se burlaba del castigo o creía asistir a un banquete imaginario. Un murmullo creciente y amenazador corrió de mesa en mesa, y el abad, después de imponer silencio dando un golpe con la mano, dijo al lego castigado:

—¡Hermano Roque!

El lego descubrió su cabeza pelona y sin cerquillo, poniéndose de pie; y añadió el abad con su acento más suave:

—Mientras la comunidad toma sus postres, póstrese el hermano.

El lego Roque se inclinó hasta tocar con sus manos las fimbrias de su hábito, y cayó de rodillas; poco a poco sus labios se movieron como si rezase; pero observándolo fijamente, más bien parecía que mascaba.

La comida concluyó; los servidores recogieron de la mesa el pan sobrante; descubrieron los religiosos sus cabezas, y la comunidad, después de dar las gracias, marchó hacia el coro cantando un Miserere.

II

Tener venias llamaban los bernardos al acto de reunirse la comunidad en el capítulo, y después de una exhortación del prelado, al decir éste hablemos de nuestra orden, irse acusando todos, de uno en uno, de las faltas contra sus instituciones y la regla del padre san Benito. Como en la comida del día anterior, la atención estaba fija en el lego Roque, así es que todos pasaban rápidamente por sus faltas; o era el convento modelo de observancia, o temían que se dilatase el castigo de un culpable; llegó por fin el turno al hermano Roque, y el silencio que reinaba de ordinario se hizo aún más profundo.

El lego dejó su sitio, se arrodilló en medio de la sala, y dijo con modestia:

—Padre abad: digo mi culpa del poco silencio que he guardado, del mal ejemplo que di, y de todas mis faltas, y prometo la enmienda.

—Más tiene que enmendar el hermano —dijeron a un tiempo varios monjes.

—Hablen únicamente los dos religiosos más antiguos —respondió el abad—; sólo dos pueden clamar contra el que dice su culpa. Padre Hilarión, ¿de qué acusa vuestra paternidad al hermano Roque?

—Le acuso de inobediente y escandaloso; de burlarse del castigo y hacer ademán de comer como todos en el refectorio, cuando está condenado a pan y agua.

—Discúlpese el hermano Roque —replicó el abad—. ¿Es verdad que ayer aparentó comer algo en su plato?

—Me acuso de haber comido realmente.

—¿Y de qué manera pudo ser eso estando el plato vacío?

—No lo estaba.

El abad tuvo que imponer silencio varias veces a la indignada comunidad durante aquel breve diálogo; el lego prosiguió:

—Su paternidad no ignora que tengo un estómago exigente que no se sacia nunca; nací con hambre, me destetaron a los siete meses, jamás pude comer lo suficiente, y la ración conventual no me satisface. He rezado mucho y hecho penitencia pidiendo a Dios que me harte de una vez para que la necesidad no me conduzca al pecado de la gula, impidiendo que me salve. Como el castigo a pan y agua es pena de muerte para mí, sin duda el Señor, compadecido, se digna llenar mi plato cada vez que me castigan; una voz imperiosa me dice al oído: «Come y bebe»; y yo obedezco y tomo el alimento sobrenatural que se me sirve.

Los murmullos de la comunidad fueron tan recios, que costó algún trabajo al abad el acallarlos.

—¿Luego el hermano afirma que se efectúa en él un milagro para excitarle a la desobediencia?

—Creo que sólo se producirá para socorrerme.

—¿Y tomáis con delectación esos manjares?

—¡Oh, padre abad, los platos que me sirven todos saben a gloria!

—Padre abad —dijo otro monje—, el hermano Roque, al salir ayer del refectorio, apestaba a vino que era una vergüenza.

—Conteste a ese cargo el inculpado.

—No puedo negar que el agua de la jarra se convertía en vino al caer dentro de mi vaso.

Al oír esto, los murmullos se trocaron en clamoreo de voces que pedían un castigo.

—Hermano Roque —dijo el abad—, no habréis de convencernos a los que conocemos vuestra ruindad de que sois un elegido. Seguiréis a pan y agua treinta días. Ahora, alzaos la capa sobre la cabeza, descubrid la espalda, y que el hermano Blas os administre una buena disciplina.

Un movimiento general de satisfacción dio a entender que la comunidad aprobaba la sentencia.

El hermano Blas aplicó la corrección en toda regla, mientras el lego Roque exclamaba humildemente a cada disciplinazo:

—Digo mi culpa, que yo me enmendaré.

III

Como el escándalo se repitió en el refectorio, y la indignación de la comunidad iba en aumento, dispuso el abad que el lego Roque cumpliese en el calabozo su penitencia; pero al segundo día, el carcelero dio aviso al prelado de que a la hora de la comida había oído en el encierro gran ruido de vajilla, y que abriendo la puerta con disimulo, sólo vio al hermano Roque comiendo el pan y bebiendo agua en un rincón.

—Suprimid el plato, el vaso y el cubierto, que son inútiles, y los ruidos de vajilla cesarán —dijo el abad.

Sin embargo, durante quince días, en vez de cesar aumentaron los ruidos, y aseguraba el carcelero haber olido a través de las rendijas de la puerta vaho de comida.

—¿Ha enflaquecido el lego en este tiempo? —preguntó un día el padre abad.

—Todo lo contrario —respondió el llavero—; y como la puerta es tan estrecha, temo que no pueda salir de gordo que se pone.

El mismo día del cumplimiento del castigo, no fue el carcelero, sino el médico, el que entró en la celda del prelado para hablar del lego Roque.

—¡Cómo! —dijo el abad levantándose de su silla de vaqueta muy conmovido—. ¿Ha muerto ese desdichado cuando iba a ponerle en libertad?

—Certifico la defunción.

—Tengo remordimientos: bien decía el pobre Roque: «El castigo a pan y agua es para mí pena capital». Señor médico, ¿ha muerto de hambre?

—Vuestra paternidad puede estar tranquilo: el hermano Roque ha muerto de una indigestión.

IV

Cuando estuvo enterrado el lego Roque, las opiniones de la comunidad se dividieron: los unos le tachaban de embaucador; para los más era un hombre sospechoso de haber tenido un demonio familiar; el soprior y muchos donados creían que era un santo.

—No me fío de los santos modernos —decía el abad severamente.

Era, sin embargo, general la creencia de que todos los días, a las horas de comer, se oía estrépito de platos dentro de la bóveda donde estaba enterrado el lego Roque. Un día éste se apareció en la cocina, destapó las ollas y cazuelas, y probó todos los guisos, mientras el cocinero, paralizado por el miedo, sólo tuvo fuerzas para rezar un padrenuestro. Desde entonces, las apariciones nocturnas fueron muy frecuentes: una vez creyeron verle sorber el aceite de una lámpara, y otra noche llenar de higos en la huerta la falda del sayal.

El abad callaba siempre que se le daba noticia de algún prodigio, y todas las noches hacía su ronda, sin encontrar jamás al fantasma. Un día en que le habían molestado con el tema de la santidad del lego, exclamó el prelado con enojo:

—Nuestra orden tiene santos de sobra para necesitar del lego Roque: la santidad se demuestra con virtudes, y no con fastasmagorías y visiones; y pues el difunto convierte en comedor el suelo de la iglesia, salga del templo, y le enterraremos en el melonar. Dé tres golpes la campana grande, reúnase la comunidad, abran la bóveda y llevemos el cadáver a la huerta.

Todos los religiosos se agruparon a la entrada del subterráneo, que parecía hacerles el efecto de una caja de sorpresas; cuatro hermanos sacaron el ataúd, y al divisarlo, monjes y legos cuchichearon entre sí con gran viveza:

—Ya veréis como es santo y está entero: la caja huele bien —decían los creyentes.

—Sí, pero no es olor a santidad: huele a menestra —exclamaban los incrédulos.

—Lo han destapado ya; mirad, mirad: está como cuando lo enterramos: ¿dudáis ahora? Vedlo incorrupto y explicad ese misterio.

—Nada más fácil: como el hermano Roque era un glotón, en vez de comerse los gusanos al muerto, el muerto se ha comido los gusanos.

El cantor, sorprendido de la falta de ceremonias con que se efectuaba la traslación del cuerpo, dijo al prelado:

—¿Entono el responso?

—¿Creéis que se trata de un entierro? Todo lo contrario: es una resurrección.

Y mojando el hisopo hasta empaparlo bien de agua bendita, echó una copiosa rociada sobre la cara del difunto: éste, al recibir aquella aspersión inesperada, se incorporó de repente en su ataúd.

—¡Milagro! ¡Milagro! —gritaron algunos religiosos, mientras que los más se dispersaban aterrados.

—Seguidme —dijo el abad al difunto.

El cadáver obedeció sin replicar, y la comunidad se dividió en grupos distintos: los unos rezaban, dándose golpes de pecho al pie de los altares; los otros seguían de lejos al prelado y a su triste acompañante, y todos quedaron sorprendidos y aterrdos al ver que el abad se encerraba en su celda con el muerto.

V

A una señal del padre abad, el difunto cerró la puerta; sentose el prelado en su silla de cuero, y exclamó:

—Caiga el hermano de rodillas, y diga qué dan de comer en el Purgatorio.

—Padre abad —respondió el lego—, estoy tan turbado y aturdido, que acaso no pueda explicarlo.

—Yo se lo contaré en pocas palabras. Conozco a todos los que le ayudaron en su muerte figurada: los hermanos médico, clavero y los donados que cuidan de la bóveda y la huerta. Basta de mentiras. ¿Por qué habéis hecho burla de la muerte?

—Padre abad, hablo en confesión: la lectura de vidas de santos me ha perdido.

—¿Habéis hallado la perdición en lo que para otro constituye la salud?

—Quise también ser santo...

—¿Y cómo no imitasteis sus ayunos y mortificaciones?

—Lo he intentado; pero el ayuno es el estado más peligroso para mí; cuando tengo debilidad, el diablo hace de mí lo que quiere por un plato de lentejas. Padre, me he disciplinado fuerte, y cuando los disciplinazos me dolían, en vez de conformarme, juraba por lo bajo. He recurrido a la oración, y me he dormido de rodillas. Tengo vocación de santo, pero me falta la aptitud.

—¿Y pensabais ganar el cielo de ese modo?

—¡Oh! ¡No! Me contentaba con ser un santo de los que se quedan aquí abajo; sólo quería elevarme del suelo algunos pies y hacer los milagros más sencillos.

—Estáis vos y los que os ayudaron al engaño expulsados de la orden; y si queréis impedir que os denuncie al Santo Oficio, haced penitencia pública ante la comunidad y confesad vuestro delito.

—Padre abad, ¡misericordia!

—Nunca.

—Es que me priváis de mis devotos.

—¿Acaso los tenéis?

—Tengo dos donados: el uno besó mi hábito cuando os seguía hacia la celda; el otro me arañó con las tijeras por cortar una tira de mi sayo. ¡Oh, abad! No sabéis qué duro es hallarse en buena posición, y luego venir a menos.

Epílogo

Cinco años después de la expulsión de aquellos religiosos, dos monjes bernardos que viajaban por Andalucía entraron un día en la catedral de Córdoba para presenciar la reconciliación de algunos herejes, castigados a cárcel perpetua y pan y agua. El gentío les impedía ver y oír; así es que tardaron mucho en distinguir de lejos a los penitenciados. Cuando pudieron lograrlo, se miraron los monjes con sorpresa: habían reconocido en los herejes al lego Roque y compañeros expulsos.

—¿Sabéis por qué delito se les castiga? —preguntó uno de los monjes a una vieja.

—¿Cómo? ¿No habéis oído hablar del santo gordo? Es el del medio —dijo, señalando al antiguo lego Roque.

—Venimos de Madrid.

—¿Y por qué le llaman el santo gordo? —preguntó el otro monje.

—Era un ermitaño de la sierra que, al decir de las gentes, se alimentaba con sólo una onza de pan y un vaso de agua, y cada vez engordaba más con ese régimen. Todos aseguraban que comía padrenuestros.

—¿Y los otros penitenciados?

—A ésos se les encontró sentados a la mesa con el santo, cuando fueron a prenderlo: los hallaron comiéndose un carnero entre los cuatro.

—¿Y de qué vivían?

—Habían puesto cerca de la ermita una tienda de disciplinas y cilicios e imágenes del santo.

Los monjes se despidieron de la vieja, diciéndose el uno al otro cuando estuvieron solos:

—Ese desdichado se empeñó en seguir la carrera de santo.

—Pero la Inquisición, esta vez, le ha cortado la carrera.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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