I
Hacía mucho tiempo que en mi calidad de médium me comunicaba con los espíritus de los muertos, sirviéndoles de amanuense. Había celebrado conferencias con Mahoma, Bobadilla y el rey don Sebastián, pero no teniá el honor de conocerles. Quise hacer mi árbol genealógico desde mi cuarto abuelo, que fue el último que constaba en los papeles de familia, como nacido en 1710 y muerto en 1761: tenía la sospecha de hallar un noble parentesco, y sucesivamente acudieron a mi evocación, dándome noticias suyas, mis abuelos 5.º, 6.º, 7.º y 8.º, que resultaron ser los siguientes:
5.º Don Juan López Uela, familiar del Santo Oficio: Nacido en Madrid en 1680: falleció en 1715 de un bocado que le dio una bruja que sacaron a quemar: murió rabioso.
6.º Don Lucas López y Ruela, maestro de baile: (1640-87), quedó cojo enseñando un paso nuevo a sus discípulas: no quiso usar muletas porque su habilidad le permitió andar toda su vida con un pie.
7.º Pedro López Iruela, corchete: (1610-72), creyendo una noche agarrar el pescuezo a un delincuente, cogió una soga y cayó a un pozo gritando: «¡Por el rey!».
8.º López Ciruela, expósito: (1571-1613), suplicacionero o barquillero, mozo de mulas y ladrón.
Interrumpida aquí la línea legítima, no me convenía encabezar mi árbol genealógico con un individuo de esa especie, que en realidad sólo pudo producir una rama de ciruelas. Mi desencanto nobiliario fue terrible: yo que soñaba convertir mi obscuro nombre de Pedro de López Uela, en el ilustre y señor de Pedro de la Pezuela, no consideré que el López Uela fue el salto definitivo con que mi familia, suprimiendo una erre, pudo emanciparse del Ciruela.
II
Pero el Ciruela en un expósito no podía ser apellido, sino mote; no éramos legítimos, pero hay ramas bastardas muy ilustres y evoqué al noveno abuelo. Era un fraile franciscano; no quiero escribir su nombre venerable, porque murió en olor de santidad y se hicieron reliquias de sus huesos; está averiguado que en un hambre, llegó a tal la penuria, que pidiéndole un milagro, asomaron a una caldera de agua hirviente una canilla seca del bendito, pasados cien años de su tránsito, y dio substancia para alimentar a la ciudad. ¿Cómo envanecerme de su ascendencia si cien testigos aseguran que nuestro abuelo murió virgen?
En cuanto al abuelo inmediato, que labraba piedra, ni aun podría disfrazarle de escultor; sólo hizo pelotas, como se llamaban entonces las balas de cañón; pero se va ennobleciendo el juego de pelota, y tal vez le consigne en esta forma: Pedro Gerga, pelotari.
Ya sin ilusiones y sólo por curiosidad, continué interrogando a mis antepasados. En los siglos XV y XIV todos habían sido labriegos en Galicia; resulta realmente milagroso que de seis generaciones alimentadas de hortalizas procediese aquel fraile franciscano que con una canilla dio de comer a tantas gentes.
Sólo despuntó en la Edad Media un abuelo que fue cautivo: los moros le dedicaron a salar las cabezas que mandaba cortar su rey, y cuando volvió a Galicia aplicó sus conocimientos a la salazón de las sardinas.
Otro antepasado se distinguió en la batalla de Guadalete, dando la voz de «¡sálvese quien pueda!». Fue el último que entró en acción y el primero que la dio por terminada. Su mujer le solía decir cuando reñían:
—¡Mal hombre, que por ti se perdió España!
Otro de los míos fue bufón del rey Witiza; otro, verdugo; otro, judío; y, en fin, desciendo de uno de los sayones que azotaron a Jesús.
No debo formar mi árbol genealógico o debo ahorcarme de la rama primogénita.
III
Procedían mis abuelos de Gomorra, donde según declaración de los interesados, fueron allí de los más escandalosos. ¡Qué triste es para una persona de vergüenza, buen padre familia, que paga sus contribuciones sin recargos y se persigna al acostarse, que le salga una familia de ese género. Realmente, es muy lejano el parentesco mío con esa tanda de bribones, cuyas cenizas forman los posos del Mar Muerto, y que merecieron ver condenadas sus ciudades a las llamas, salvándose únicamente las criaturas dadas a criar en otros pueblos por sus madres.
Si seguí buscando antepasados fue para salir de aquella infamia, pero me encontré que llegaron allí de la India y eran de la casta de los parias, esos infelices que infestan con el contacto de su sombra todo lo que ésta obscurece, y que viven cuidando siempre de no hacer sombra a nadie.
Un día, Onya, antecesor mío, vio al volver un recodo que venían hacia él por los dos lados del camino un bramán y un guerrero en sus carrozas. El sol estaba muy caído hacia occidente y eran muy largas las sombras de los cuerpos; los campos inmediatos eran sagrados y no podía refugiarse en ellos, ni hacerse transparente; tuvo que tenderse en el suelo para no manchar a ninguno con su sombra y las ruedas le aplastaron. Como había manchado las llantas con su sangre impura, su familia tuvo que pagar los carruajes y fue desterrada de la India. Entonces emigraron de espalda al sol, para no perder de vista su sombra y no manchar a nadie sin querer, y buscando el país de las tinieblas: luego torcieron y caminaron de noche hasta llegar a Gomorra, en donde en vez de manchar fueron manchados. ¿Cómo llegó a envilecerse aquella casta? Como empiezan todas las vilezas.
Mi abuelo Olm, descendiente de Cham, se había enriquecido conservando en cueros de reses y de esclavos el vino descubierto por Noé; queriendo aumentar su fortuna obtuvo una contrata: la obra pública más famosa de la historia; fue el contratista de la torre de Babel y se arruinó: en aquella confusión nadie le entendía cuando reclamaba sus derechos y le robaron en todos los idiomas que nacieron de la torre, el primer congreso filológico del mundo. Quedó convertido en esclavo y tuvo que servir su propio vino a sus ladrones.
IV
Con qué gusto consignaría entre mis antepasados a Noé: ¡qué parientes! Ésos son los abuelos verdaderos. Por desgracia he seguido la línea paterna y no puedo continuar la ascendencia genesíaca. La maldición del hijo de Cham produjo sus efectos, y los hijos de éste fueron esclavos o se dispersaron por el África.
Aquí empieza una serie de abuelos que evoqué inútilmente: no me contestaban.
Llamé en mi auxilio otros espíritus y dijeron:
—No te contestan porque no saben hablar. Cesa tus investigaciones: deja a las hijas del maldito extraviadas en la gran selva africana, y lejos de los hombres.
Lo atribuyo a la vehemencia con que quise aclarar el misterio; pero desde entonces, no sólo hablo, sino que veo a los espíritus: desde entonces soy médium vidente.
Y evoqué el espíritu del verdadero fundador de mi familia.
Sólo vi al principio un laberinto de troncos y raíces entrelazados, como si lucharan entre sí: reptiles monstruosos que hacían de los troncos columnas salomónicas: en vez de cielo una techumbre verde formada de hojas anchas como lechos o agudas como lanzas. Oí un grito penetrante y pasó por el fondo una mujer desnuda, arrastrada por un tigre. Después...
Un enorme orangután, descendiendo con precaución de rama en rama, vino hacia mí, me miró con dulzura y tomándome en brazos como a un niño, me besó paternalmente en las mejillas.