Qué sueño aquel tan agitado: recuerdo que hubo una gran batalla entre los hombres guapos y los feos: y como aquéllos eran pocos, los pasamos a cuchillo; corrió la voz de que algunos habían escapado a la matanza disfrazados de mujeres. Los vencedores dictamos una ley que castigaba con pena de muerte la hermosura en el hombre, y los consejos de guerra aplicaban la pena sin compasión: a cada instante se oían descargas: era que los soldados fusilaban buenos mozos: y ¡fenómeno extraordinario!, cuantos más sucumbían, más hombres guapos aparecían por todas partes, y menos feos veíamos, o conformes al menos con la idea que teníamos de la fealdad.
El poder se preocupó de aquella abundancia de hermosos, y recelando que pudiesen dar un golpe de mano, hizo una ley de sospechosos, mandando encarcelar a todo el que tuviera alguna gracia, atractivo o facción buena. Los amigos solíamos decirnos en secreto:
—¿Tengo en mi cara algo notable?
—Nada: puedes vivir seguro.
O darnos este aviso:
—Tu nariz es correcta: te aconsejo que te la cortes.
No hacíamos otra cosa que mirarnos al espejo para extirpar cualquier hoyuelo, perfección o suavidad penable por la ley. El que no tenía verrugas las sembraba en sus mejillas: si por desgracia no brotaban, se hacía poner tachuelas en el rostro. Todos nos afeábamos a competencia, y sin embargo, las ejecuciones aumentaban. La lista de los ajusticiados nos llenaba de espanto, porque leíamos nombres de personas reconocidamente feas.
—¿Por qué han fusilado a Fulano? —preguntábamos en voz baja.
—El tribunal ha hallado su fealdad agradable.
—¿Y Zutano?
—Fue denunciado por vislumbrarse en él cierta hermosura cadavérica.
Todos temblábamos: no por temor de que tuviéramos un átomo de belleza, sino por miedo a la injusticia. Y estando en ese sobresalto, nos llenó de terror un tumulto de feos que corrían por las calles buscando refugio y gritando y lamentándose.
—¡Estamos perdidos! —nos decían.
—¿Qué sucede? ¿Nos atacan otra vez los hombres guapos?
—No, no: pero vienen sobre otros un ejército de negros casi monos, tan repulsivos y deformes, que a su lado todos somos bellos. ¡Huyamos! ¿Veis nuestras caras espantosas y nuestros cuerpos retorcidos? Pues los recién llegados nos condenarán a muerte por hermosos. ¡Sálvese quien pueda!