Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.

—¿Quién me dio el bofetón? —exclamó instantes después un guardia, desenvainando y agarrando a un individuo, colocado a su espalda—. No hay otro aquí.

—Soy manco —respondió el aludido, enseñando un brazo terminado en un muñón, y un bastón en la otra mano.

Después sonaron otros besos y otras bofetadas anónimos, y el público, a la voz de «taparse los carrillos, que llueven besos y bofetones», desalojó el teatro, sin enterarse de lo que había sucedido, ni comprender de qué huía, y difundiendo por los cafés el curioso e inexplicable notición.


* * *


Sólo una cosa quedó averiguada al día siguiente: que ni los galanes habían besado a las señoras, ni éstas abofeteado a los galanes; pero que aquéllas habían recibido besos y éstos, bofetones, de que conservaban las señales en el sitio dolorido.

El escándalo fue, a los pocos días, en aumento: las señoras no se atrevían a cruzar por la calle de Sevilla, centro de aquel fenómeno, y los guardias, los principalmente agredidos por las manos misteriosas, pidieron, para resguardo de su cara, que se les permitiera sustituir el casco con alambreras de brasero.

Se hicieron investigaciones inútitles; se acudió, en vano, a las echadoras de cartas, y la opinión más admitida era que el novelista Wells había hecho gran daño enseñando el arte de hacer invisibles a los hombres, por no haber otra explicación, fuera de la desacreditada de los duendes, que admitir una invasión de hombres invisibles, que besaban impunemente a las señoras y abofeteaban a los hombres.

Sin embargo, aquella opinión fue contradicha de un modo concluyente. ¿Cómo algunas señoras, asomadas a balcones altos e inaccesibles, habían recibido besos, si los invisibles no volaran como pájaros? Además, algunos golpes se habían recibido dentro de un grupo a que no podían acercarse los hombres de Wells sin ser palpados y presos. La acusación contra el novelista inglés fue desechada; pero, al adquirir el convencimiento de que nada se sabía, nadie creyó haber ganado nada con aquella adquisición.

La misma Policía, que escudriñaba sus padrones buscando sospechosos, abandonó esa pista, cuando había hallado síntomas de invisibilidad en uno de ellos, escrito en tinta tan clara, que los nombres resultaban invisibles.


* * *


Se trataba en el Congreso de dar al Gobierno un voto de confianza, y dijo el primer diputado:

—Fernán López, sí.

Y recibió en el acto dos sonoras bofetadas.

—¡Señor presidente —exclamó, furioso—, un diputado de la nación ha sufrido un ultraje y pide que sea reparado!

—Lo será cuando este acto termine; ahora vote el señor...

—Candelillas, sí.

Sonaron otros dos bofetones, y el señor Candelillas cayó sobre el asiento. Los rumores del salón y de las tribunas se convirtieron en verdadera gritería.

—Orden, señores; el presidente vela por el decoro de todos; siga la votación.

El diputado contiguo, con voz atiplada y sonrisa picaresca, dijo, cubriéndose los carrillos con las manos:

—Pepínez, sí.

Las bofetadas cayeron sobre la parte descubierta, que era la nariz, y el diputado quedó en cuclillas.

—Señores, las ofensas anónimas no dañan el honor, y las hace suyas el presidente.

—¿En qué carrillo? —dice no sabemos quién.

—Continúe la votación.

—Es decir, sigan las bofetadas.

—García, no.

—Toledo, no.

Como estos diputados no sufrieron molestia alguna, dijo:

—Sietesuelas, sí.

Sonaron en el acto los consabidos bofetones, y, desde entonces, no hubo forma de arrancar a los ministeriales otro sí; hasta el mismo presidente dijo: «no». Cuando el Gobierno le reconvino por su defección, la respuesta fue sencilla:

—Cítenme los precedentes que he infringido; vos mismos hubierais votado como yo.

—Con este sistema, no hay Gobierno posible.

—Eso creo.

Y decían los adversarios:

—Así da gusto hacer oposición.


* * *


Si con los hechos referidos había crecido la curiosidad, todavía se avivó cuando un anuncio remitido a los periódicos dio al enigma una solución inesperada.


MISTERIO ACLARADO.

Las bofetadas y besos que tanto han hecho discurrir en estos días eran el anuncio y la demostración de un gran invento: si la ciencia envía la palabra sin alambre, yo he descubierto más, porque transmito los golpes a distancia.

La necesidad de ejecutar las pruebas con sigilo me obligó a usar el aparato más pequeño, que, por parecerse a los gemelos de teatro, no llamaba la atención: y para que se juzgue la parsimonia con que he procedido en mi propaganda, recuérdese que me limité a besar y abofetear a los dos sexos, pudiendo apalear, tundir y machacar al vecindario. Una ventaja tiene mi sistema: no necesito aparatos receptores allí donde envío los despachos, sino que es receptor todo cuerpo apaleable. Una pieza complementaria multiplica o suaviza la fuerza del martillazo, garrotazo, puñetazo o sartenazo que envío por el aire, como demostraré ante el público, a las once, en el Hipódromo.

La utilidad del invento no hay necesidad de encarecerla, ya se aplique a la defensa nacional, a los «ultimatums», abofeteando al presidente del Gobierno enemigo, a igualar las fuerzas de ambos sexos, a batirse cómodamente, desde lejos, en bata y zapatillas, a matar alondras a cachetes o hacer cosquillas inevitables a las mozas.

Por último, ruega el dador a los agraciados que le dispensen y den por no recibidos los besos y bofetones que tuvo necesidad de repartir para anunciarse, y los consideren como besos y bofetadas de juguete, o física recreativa.


* * *


El público, convocado a la famosa prueba, se impacientaba mirando una torre circular, recién edificada, y, a lo lejos, un terreno acotado y rodeado de guardias, por peligroso, y en él una plancha metálica, que debía vibrar a martillazos aéreos, un farol del alumbrado, una torre telefónica y otros aparatos destinados a caer o sufrir fuertes percusiones de la distante y aislada maquinaria.

Cruzábanse chistes acerca de las palizas a distancia, los ruidos misteriosos de una casa, derribos sin albañiles, escupitajos sin saliva, pedreas de aire, y empezaban a sonar algunos silbidos contra la tardanza.

De pronto, las autoridades, azoradas, mandaron a la fuerza pública que despejase rápidamente y sin contemplaciones a la voz de «la máquina se ha descompuesto, y el inventor no responde de las vidas».

En efecto; la ruptura de una pieza había determinado la catástrofe, y la máquina giraba sin gobierno; el inventor procuraba en vano detenerla, consiguiendo únicamente alzar la puntería y aplazar algunos minutos el lanzamiento de los golpes, lo que permitió a la muchedumbre huir sin mortales contusiones, y a la fuerza pública refugiarse en una zona neutra, en torno de la torre, mientras caían, apaleados, cristales altos, ramas de árboles, alambres de telégrafo, postes, pájaros, palomares, buhardillas, chimeneas, en una tempestad invisible y ruidosa, bajo un cielo sereno y despejado.

El inventor, rendido y aterrado por el fracaso y la responsabilidad de los destrozos, sufrió una terrible convulsión, que terminó con una carcajada, como los dramas de otro tiempo. Y decía, revolcándose:

—La ley está encontrada: pero esa maquinaria sólo yo podría detenerla, y estoy loco.

Era lo único en que tenía razón, y fue preciso prender fuego a la torre.

Cuando dieron el parte al presidente del Consejo de Ministros, dijo, suspirando:

—¡Qué máquina de gobernar hemos perdido!


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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