Bocetos

José Fernández Bremón


Cuentos, colección



La prima de dos mártires

Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.

Virginia estaba melancólica: así solía empezar a presentarse la nostalgia del cielo y la vocación del martirio en las niñas de su edad. Sin duda empezaba a echar de menos las reuniones de los cristianos a la hora del alba, las oraciones en comunidad y los banquetes piadosos, y no satisfacían a su ardiente devoción los rezos familiares. Además, los padres sospechaban que su hija había salido de casa, en complicidad con algún siervo, a la hora del alba, la más peligrosa para los que practicaban a todo riesgo la religión de Jesucristo. Publio y Celsa querían la salvación de su hija: les enternecía la idea de ser padres de una santa; pero ¿no podría moderar aquella peligrosa exaltación y ganar el cielo en familia, entre los besos y caricias de sus padres?

Celsa se encargó de espiarla, y una mañana, antes de amanecer, despertó llena de sobresalto a su marido, haciéndole vestir precipitadamente: se oyó crujir la puerta de la calle, y poco después seguían Publio y Celsa a su hija, que se alejaba de la casa acompañada de una sierva. ¡Cómo palpitaba el corazón de aquellos padres infelices! Les parecía que iban siguiendo el entierro de su hija.

Ésta se detuvo ante un bosquecillo: llevaba en la mano un objeto que los padres no podían distinguir. Virginia penetró sin vacilación entre los árboles, y los padres entraron sigilosamente. Después se detuvieron al ver a su hija arrodillada delante de un altar.

Los ojos de Publio y Celsa se arrasaron de lágrimas al ver aquel espectáculo, sorprendidos de la revelación que contenía. Habían temido antes por la vida de su hija, y empezaban a envidiar la suerte de los padres de Julia y de Marciana.

Un amorcillo lindo y vendado, con las alas doradas y en actitud de volar, sonreía sobre un pedestal de mármol cubierto de ofrendas y de flores, en medio de un jardín.

Virginia era pagana, y estaba cubriendo de rosas el ara de Cupido.

El fugitivo de Guadalete

Era el mes de diciembre del año 711. Se acababa de recibir en Toledo la noticia de la derrota y muerte de don Rodrigo en las orillas del Guadalete. La consternación era grande; se ponderaba en Toledo la muchedumbre de los moros, sus armas, su fortaleza y el valor de sus caudillos. No participaban, sin embargo, del espanto popular los nobles, bien enterados de las intrigas políticas de aquel tiempo. Para unos, la muerte de don Rodrigo era un cambio de reinado, favorable para sus intereses; otros sabían más, los tratos del partido de los hijos de Witiza con el invasor, es decir, lo que hoy se llamaría una coalición de moros y cristianos para destronar a don Rodrigo.

Algunos señores godos comentaban y celebraban las noticias, burlándose de los terrores del vulgo, en una casa de recreo, no lejos de la capital y a orillas del camino, cuando sonaron algunos golpes en la puerta. Un criado anunció poco después que pedía hospitalidad un soldado rendido de cansancio.

—¿De dónde vienes? —preguntó el dueño de la casa.

—Viene de la guerra. Su caballo ha caído muerto de fatiga delante de la puerta.

—¡Que entre, que entre! —dijeron todos, levantándose de sus asientos y dejando los vinos y manjars para saciar el hambre de noticias.

Abriose otra vez la puerta y apareció en ella un soldado, con la armadura abollada e incompleta, todo el cuerpo empolvado y el rostro abatido y descompuesto.

—¿Has asistido a la batalla?

—¿Es cierta la muerte del rey?

—¿Quién manda los ejércitos? ¿Qué caudillo han proclamado?

Y todos le preguntaban a la vez, sin darle tiempo a contestar.

—Ante todo, dadme de beber, que muero de sed y de cansancio.

Los nobles le presentaron sus copas, esperando con ansia las palabras del soldado. Éste se repuso vaciando algunos vasos, su rostro se coloreó, y luego dijo con voz triste:

—He asistido a la batalla; he visto al rey huir en su caballo; el ejército no ha elegido caudillo porque ya no hay ejército; los moros se apoderan sin resistencia de todas las fortalezas y ciudades; he visto rendirse a Écija, y no he encontrado, desde el Guadalete hasta Toledo, un solo puñado de hombres dispuesto a impedir la ruina de este reino; dentro de quince días, de un mes o dos, estarán los enemigos enfrente de Toledo, sin que ningún poder humano se lo impida.

Los nobles murmuraron un instante, luego cambiaron miradas significativas y prorrumpieron por fin en una carcajada.

—¿Sabes las fuerzas del reino, su extensión, las riquezas que contiene y los intereses que impiden esa ruina? —le dijo el más anciano.

—Sólo sé que los moros se adelantan y que sus naves arrojan todos los días en España nuevos enemigos, y que no hay aliento ni jefes que impidan la conquista.

—¿No has oído decir que los grandes sucesos se arreglan en los salones de los palacios y en las celdas de los monasterios?

—Menos cuando el hierro los desarregla en los campos de batalla.

—¿Luego crees que el reino perece?

—Creo que murió en el Guadalete.

—¿Tan completa imaginas la ruina?

—Creo que no tenemos patria.

—Soldado —dijo el dueño de la casa, sonriendo—, tienes el vino muy triste: bebe otro trago y vete a descansar; estás borracho.

Y el festín prosiguió cada vez más alegre y animado, brindándose a la salud de los libertadores: don Oppas y los hijos de Witiza.

Corrida prehistórica

A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.

—¡Matadlo, matadlo! —gritaban las mujeres desde las ventanas, y los peones desde los quicios de las puertas.

El toro, que había retrocedido un instante, embistió al primer jinete, rasgando el vientre del caballo y levantándolo por lo alto: el caballero cayó sobre la arena, produciendo un ruido metálico. Cinco o seis lanzas atravesaron en aquel instante el cuerpo de la fiera, que cayó, para no levantarse ya, lanzando su último bramido.

—¡Salid, salid, que ya está muerto! —gritaron los muchachos, siempre los primeros en averiguar y propagar las grandes noticias.

—¡Bravo, bravo! —decían las mujeres desde las ventanas, sonriendo a los vencedores.

Poco después todos los habitantes de Burgos bajaban a presenciar los destrozos de la lucha, a medir el cuerpo del toro y calcular su enorme fuerza.

—¡Oh, qué serie de desgracias! —decía una pobre vieja contemplando los cadáveres de dos pobres soldados.

—¡Ha herido a mi hijo! —decía otra mujer llorosa mirando con rencor al toro muerto.

La carne del animal fue adjudicada a los jinetes, que dieron un gran festín a sus amigos.

—La verdad es —decían todos, contando los accidentes de aquella extraña aventura— que las gentes no hablan ni hablarán en mucho tiempo de otra cosa.

—Tienen muchas desgracias que contar.

—¿Desgracias? Es verdad. Pero no sé qué tiene el hecho, que casi todos lo recuerdan con gusto y como una diversión. Apuesto a que desearían repetirla.

—No siempre entran fieras en una población.

—Hay quien sería capaz de traer toros para que los matasen a lanzadas.

—No sería malo. ¡Vaya una ocurrencia! He de pensar en ella muchas veces, pero eso es imposible.

—Sí, imposible —repitieron casi todos con tristeza, trinchando con sus dagas trozos de carne de toro asada al uso de la época.

El azufre en la magia

Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.

Un juez y un escribano, acompañados de algunos sayones o alguaciles, acecharon la casa poco después del cubrefuegos, deteniendo al aprendiz en el momento en que salió a verter los desechos del barrido. Interrogando al muchacho, las sospechas tomaron gravedad: su amo le había prohibido entrar con luz en el taller, donde hacía experimentos, y le asustaba sin cesar ponderándole los peligros de la desobediencia.

—Tengo fuerza suficiente —le había dicho— para hacersaltar un buey hasta las nubes.

Los ministros de la justicia no escucharon más y penetraron en la casa guiados por el aprendiz; ¿qué ocurrió después? El que había quedado a la puerta se sintió impelido y derribado por una fuerza irresistible, mientras un trueno y un relámpago horrorosos iluminaron el cielo y espantaron la ciudad, sin dejar más rastro que una nube espesísima de humo y un olor que, para ser de naturaleza infernal, no era desagradable.

Cuando las gentes y soldados acudieron, no se determinaron a entrar en la casa, dentro de la cual se veía el cadáver del escribano carbonizado en la escalera: pidiose auxilio al clero, que, defendido por reliquias y conjuros, entró por fin, para presenciar un espectáculo lastimoso e incomprensible: toda la cubierta de la casa había volado, y sólo hallaron en el taller otros cuerpos ennegrecidos y estrellados en las paredes. El cadáver del juez fue recogido a gran distancia, y fue preciso desclavar otro cuerpo que estaba enganchado en una veleta: era el cuerpo del judío.

La justicia mandó quemar todos los cadáveres, exorcizar las cenizas, derribar la casa y sembrar de sal aquel solar maldito. Los sabios de entonces no se explicaron el suceso.

Los ignorantes de hoy creemos que la justicia de aquel tiempo penetró sin precaución en uno de los primeros polvorines, retrasando la invención de la pólvora durante muchos años. Apoya esta opinión los ingredientes que usaba el judío en sus combinaciones: el carbón molido, el azufre y el salitre.

El libro robado

Retirábase una tarde del año 1450 a 52, a su convento de Santo Domingo, el padre bibliotecario Francisco de Jesús cuando, al subir la cuesta que conducía al monasterio, vio que le hacía señas desde la puerta de su taller Juan López, vendedor de manuscritos, encuadernador y hábil copiante de libros, que en unión de sus oficiales hacía primores con la pluma y delicadas miniaturas de dibujos y colores excelentes.

El dominico era gran aficionado a libros, y comprendió que Juan López le llamaba para enseñarle alguna copia rara, o por el texto o por la destreza del copiante, pues en aquella época, como las copias de los libros se hacían a mano, había calígrafos consumados.

—¿Qué novedad me va a enseñar el buen Juan López? —dijo el fraile al llegar a la puerta de la tienda—. ¿Es alguna maravilla de colores, hecha por su mano?

—No se trata de obras mías, sino de una Biblia que acabo de comprar, y espero conservar largo tiempo, por la regularidad incomparable de su letra y la extrañeza de su tinta.

—Alguna Biblia podría enseñaros, y habéis de ver, Dios mediante —respondió el dominico—, que echo a reñir con la vuestra, por las condiciones que de ella me habéis ponderado.

—Entrad, padre; entrad a verla —dijo el librero sonriendo.

El libro estaba abierto encima de un tablero, y el padre bibliotecario se dirigió a examinarlo con la curiosidad e interés de un bibliófilo, mientras los oficiales interrumpían su trabajo para oír la opinión de aquel inteligente.

El rostro del dominico dio primero señales de sorpresa: se acercó al libro, tentó el papel y las fuertes tapas de cuero; lo hojeó con precipitación, fijose en unas erratas y sonrió maliciosamente, mirando con socarronería a Juan López y a sus ayudantes.

—¿Qué os parece? —dijo el librero con sorpresa y sin comprender el gesto irónico del fraile.

—¿Qué me ha de parecer?...

Y sin concluir la frase volvió a abrir el libro por la portada, quedose grave, miró a trasluz la hoja y añadió, fijando en el librero la vista con severidad:

—Me parece que tenéis una sustancia prodigiosa para borrar, sin dejar huella, la firma de los dueños de los libros, y que estáis excomulgado.

Juan López palideció, y el espanto y la sorpresa no le dejaron contestar.

—Y como os tengo por persona honrada, no os acusaré a vos mismo; pero os advierto que habéis adquirido un libro que ha sido robado hoy mismo a la biblioteca del convento, borrando la firma que puse ayer en la portada.

—¿Decís que ha sido robado hoy mismo?

—Sí; esta mañana lo hojeé antes de salir.

—Pues bien, padre Francisco, puedo probaros, por el testimonio de los presentes, que el libro está en mi poder desde ayer tarde.

El dominico le dijo fríamente:

—La causa que se forme decidirá el valor de los testigos: ¿no tenéis otro?

—Otro y muy bueno: persona venerable y religiosa —respondió Juan López.

—Haced que vayan a buscarle, y le esperaremos, con el libro, en la biblioteca del convento, adonde os intimo lo llevéis ahora mismo.

Un aprendiz recibió un recado del maestro, y salió corriendo como un gamo: otro de los oficiales tomó el libro, y el bibliotecario y el librero se encaminaron juntos y llegaron, disputando con calor, al convento de Santo Domingo.

—¿Conocéis este libro? —dijo el bibliotecario a otro fraile que le servía de amanuense.

—¿No he de conocerlo? Es el que nos regalaron ayer. ¿Cómo viene de fuera, si se encerró en aquel estante?

Y abriendo el armario, sacó, lleno de sorpresa, otro libro igual, que examinaron todos los presentes, haciéndose cruces al ver su inexplicable semejanza. Eran dos libros gemelos, exactos, con las mismas erratas y bellezas. No se cansaban de compararlos y notar sus coincidencias; y se hubieran vuelto locos a no llegar el aprendiz con otro libro, siguiendo a un sacerdote de la iglesia de Santa María, recién venido de Roma aquellos días.

El tercer libro era igual exactamente.

—¿Podréis explicarnos esto? —dijo el bibliotecario.

—Esto —repuso el sacerdote— es que que he traído a Madrid tres libros impresos; es decir, hechos a máquina, que vienen a concluir con vuestro oficio de copiante, amigo Juan López, pero que difundirán el saber por todas partes; ya no haréis escribir un solo libro a vuestros oficiales; pero venderéis muchos ejemplares de cada obra, y vivirán del nuevo oficio innumerables operarios.

Y explicó a sus asombrados oyentes el mecanismo de la Imprenta.

La hierba aromática

Gran día fue el 15 de marzo de 1493 para los habitantes de Palos de Moguer. ¡Qué abrazos recibían los expedicionarios de la Niña y de la Pinta, que sus familias y amigos creían ahogados y deshechos en los abismos del mar tenebroso, y regresaban sanos y salvos, llenos de gloria, cargados de curiosidades y difundiendo los últimos y maravillosos descubrimientos de la Ciencia. Las gentes festejaban, bendecían y aclamaban a Colón, y luego formaban círculo en derredor de sus amigos y escuchaban con admiración las relaciones de aquel viaje romancesco.

—¿Tan excelente es aquella tierra? —preguntaba un bachiller a su paisano y amigo el expedicionario Pedro Luna.

—El clima es delicioso; los habitantes, de un carácter dulce y apacible; las aves y las plantas, de formas y apariencias vistosas... —respondió Pedro.

—¿Te sorprendería aquel descubrimiento... y el hallar hombres y tierras encantadoras en lugar de monstruos y oscuridad, o mares de fuego?

—No me lo esperaba, y me entristeció. El almirante buscaba tierras: yo buscaba encantos y prodigios; barreras de agua defendidas por dragones; el lecho de llamas en que se acuesta el sol, y la fábrica de las tempestades y relámpagos.

—¿Y nada de eso hallasteis?

—Nada de eso; hemos ensanchado los mares y la tierra, con otros mares y otras tierras semejantes: tengo la seguridad de que con una nave, por oriente y poniente, por el norte o sur, sólo se encontrarán aguas como las que estamos viendo, y hombres como nosotros en sus islas. El reino se ha enriquecido, pero mi imaginación se ha hecho pobre y árida. Hemos borrado y perdido el camino de los prodigios y los monstruos...

—¿De modo que ya no nos abandonarás otra vez?

—Te equivocas, volveré a partir en la primera expedición.

—Virtud es...

—No, sino vicio.

—¿Quién te lleva a las Indias?

—Esta hierba aromática. Diéronmela a gustar los indios, de una isla llamada Cuba, y tanto placer me dio, que no traigo oro, ni flechas, ni pendientes, ni caretas, ni loros amaestrados, sino hacecillos de esa planta, con que me perfumo la boca sin cesar.

Y arrimando a un ascua viva, Pedro, un manojillo delgado de hojas de color rubio negruzco, lo aplicó a sus labios por el sitio opuesto de la lumbre, aspiró con deleite y lanzó luego por la boca una nube de humo de olor desconocido y agradable.

—¿Cómo se llama esa hierba? —dijo lleno de curiosidad el bachiller.

—Se llama tabaco.

—Déjame probarlo.

—No lo probarás, por tu bien: esta hierba marea y produce náuseas al que no nació para aspirarla. Envicia y hace esclavo al que se entrega a su deleite.

—Pobre amigo mío —dijo el bachiller estrechándole la mano—; antes vivías de ilusiones; ahora vives de humo: siempre serás el mismo.

El juguete veneciano

—¿Les parece a usías conveniente —decía el preceptor a los hijos de un magnate de la corte de Felipe III— hacer esperar tanto a su maestro, que viene del otro extremo de Madrid a darles su lección de cosmografía y matemáticas?...

—Es que...

—¡Silencio! —dijo el maestro, interrumpiendo a Fernandito, lindo y travieso muchachuelo de diez años—; que hable el hermano mayor: don Juan es el mayorazgo y le corresponde la preferencia.

Don Juan tendría dos años más que su hermano, y en su aire de superioridad se comprendía que estaba acostumbrado a las adulaciones de su rango y títulos futuros.

—Nos ha entretenido un juguete que me han traído de Venecia —respondió con cierta altanería—; es muy bonito y lo hemos estado ensayando en el jardín.

—¿Y creen usías que el juego es preferible a los estudios?

—Es que nos han dicho que este juguete es científico.

—¿Cómo y cuándo puede ser la Ciencia objeto y ocasión de juego? —dijo indignado el profesor.

—Aquí está —replicó Fernandito sin poder contenerse, y sacando un tubo de latón, por el cual se puso a mirar a la ventana.

—Venga ese juguete —repuso el maestro arrebatándoselo al niño y examinándolo con atención—. ¿Cómo se llama esto?

—Dicen que se llama telescopio. Se ven con él más grandes y más cerca las personas y los árboles que están lejos —repuso el mayorazgo.

—Ésas son ilusiones ópticas —replicó el maestro—; aberraciones de la vista.

—No, señor profesor; mire su merced por los cristales de ese tubo —decían los niños, invitándole a mirar.

—¿Creen usías que he de convertir la clase en juego? Además, ya conozco este instrumento y les advierto que es muy peligroso. Sobre todo, les prohíbo mirar con él al cielo. Sepan usías que sus aberraciones y las visiones que produce han vuelto el juicio a algunos en Italia. Mirando por ese tubo se ha atrevido un mentecato a negar el movimiento del Sol en torno de la Tierra.

—¿Es posible negar eso? —decían sonriendo los alumnos de cosmografía.

—Eso es posible con el engaño de esos tubos.

—¿Y quién es ese loco?

—Un embaucador que se ha empeñado en defender los mayores absurdos: un tal Galileo.


Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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