Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?

Si cada duro estuviera en el bolsillo de su dueño, y cada finca perteneciese a su verdadero propietario, en buen hora que la sociedad defendiera una propiedad tan ordenada. Pero, ¿por qué escandaliza tanto el robo? Porque vulnera la santa propiedad. No investigaré el origen de ésta: pero, hablando de lo que entiendo, haré un cálculo irrefutable. Desde tiempo inmemorial existen ladrones en el mundo: nuestro gremio es uno de los más antiguos: se roba en el mundo por millares de hombres hace miles de años. ¿En qué se convierte lo robado? En propiedad. ¿No es absurdo que se prohíba el robo de lo que fue robado? ¿No es seguro que el robo material, como lo practicamos nosotros, fue uno de los orígenes de la propiedad legal? No concibo cómo una sociedad fundada en tales bases tiene tal aversión a los ladrones. La propiedad es respetable para nosotros, como unos de sus fundadores; todo lo que le quitamos se lo volvemos a restituir.

Y si de los que robamos por oficio, pasamos a los que roban por ocasión con la ganzúa de la ley; el tutor que derrocha la dote de la huérfana; el administrador judicial que escamotea una finca; el que abusa de la amistad; el usurero que arruina a sus clientes con fórmulas legales, y cuantos roban en justicia y tal vez administrándola, no me explico por qué está mal mirada una profesión que ilustran, practicándola, tantos personajes respetables.

El hurto está prohibido en los mandamientos de Dios, dirán algunos. Es verdad. Pero habiéndose anticuado lo menos siete de esos diez mandamientos en las leyes humanas, ¿por qué se ha de hacer excepción en perjuicio del arte de hurtar?

Todo el que entiende de leyes sabe perfectamente que las escritas para perseguir el robo, si castigan al que roba con franqueza, sirven de barrera y resguardo al que hurta o despoja hábilmente a los demás. Yo sé que el legislador no lo quiso así: pero si las mismas leyes hechas contra el robo, en vez de evitarlo se convierten en métodos para privar al prójimo de lo suyo, ¿qué se ha conseguido con ellas? Dividirnos a los ladrones en dos clases. Ladrones consentidos y respetables, y ladrones perseguidos y ruines. Los primeros practican el arte superior: los segundos robamos al menudeo.

¿Qué roban aquéllos? Casas, cosechas, acciones, derechos y territorios; lo que nadie podría usurpar a otro, si no tuviese tras sí, para ayudarle a entrar en posesión de ello, los tribunales y la fuerza pública. ¿Qué robamos nosotros? Monedas, alhajas, muebles, ropas y algún papel; es decir, lo que se oculta fácilmente, lo que puede el ladrón guardar en su bolsillo o cargar sobre sus hombros, burlando a los agentes que le vigilan y persiguen. Créame usted, miserias.

Nosotros somos necesarios; si nos declarásemos en huelga, si renunciásemos al oficio, ¿qué pretexto tendrían para seguir cobrando el sueldo y paseando su uniforme por las calles inspectores, guardias y tantos funcionarios de policía? Para proteger las vidas son inútiles; siempre llegan tarde. Por nosotros y contra nosotros subsiste esa antigua y sabia institución. Y es que nadie se fija en este axioma: los robos bien hechos no los descubre nadie; los robos mal hechos cualquiera los descubre.

Créalo usted, robamos por necesidad, como las hormigas, los pájaros y casi todos los vivientes. Éstos, como nosotros, se han encontrado todos los bienes de la tierra acaparados, y no tienen otra disyuntiva que robar o perecer.

La vida es cara aun para el ladrón; creen ustedes que no tenemos sino tomar aquello que necesitamos o nos gusta, allí donde se encuentra; tomamos lo que podemos, en donde nadie nos atisbe. Y después de tomado y convertido en nuestro, no puede usted imaginarse lo mucho que nos roban las gentes honradas; nos dan algodón por hilo, esparto por seda, cal por harina, agua por vino, gato por liebre, vara por metro, libra por kilogramo, y viuda por doncella.

Los antiguos eran más justos con nosotros; dieron a un dios, Mercurio, entre otras altas cualidades, la del robo. Dirán ustedes que si fue oficio de un dios pagano, claro está que no deben ejercerlo sino personas importantes. Por eso sin duda no nos permiten que les hagamos competencia.

Un funcionario se marcha con los fondos confiados a su custodia: a eso se le llamaba robo antiguamente y ahora se le llama irregularidad. ¿No podía inventarse un nombre más suave para expresar la sustracción de relojes, pañuelos y dinero que nosotros efectuamos? Ellos sólo cometen un grosero abuso de confianza, y nosotros robamos con arte, habilidad, gracia y ligereza.

Se encantaría usted de ver robar a un amigo mío: nadie le iguala en tino para averiguar en qué parte del vestido tienen el bolsillo las señoras: es de admirar con qué miradas tan amorosas las distrae, cómo las conquista y les saca el portamonedas. ¿No es esto un idilio?

Nadie usa de tanto ingenio, talento y observación, sagacidad y conocimiento del hombre, como nosotros para apoderarnos de lo que más se guarda y estima. Es indudable que en la escala social estamos postergados sin motivo.

Dignifíquese nuestro oficio y todos ganaremos: consiéntase nuestra profesión, y por la tercera parte de lo que cuesta la policía que nos persigue, aseguraremos a todos contra el robo que se teme de nosotros.

Un ladrón.


No me atrevo a emitir opinión sobre el asunto. La carta que he insertado me parece subversiva. La entrego, por lo tanto, a la justa indignación de las honorables personas a quienes ataca.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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