Carta de un Muerto

José Fernández Bremón


Cuento


En el manicomio de Leganés conocí a un loco que razonaba con gran lógica: eran todos sus actos de cuerdo, paseaba solo y huía el trato de sus compañeros: tan sensato me parecía, que no pude menos de abrigar dudas acerca de su locura. Una de las maneras que hay de averiguar si una persona padece alguna manía es irritar ésta, recordando los hechos que la condujeron al asilo de locos. Así lo hice, quizás con imprudencia, pero llevado de un buen deseo: después de una conversación en que me sorprendió la resignación con que me refería su desventura, dijo sonriendo:

—Yo estoy aquí porque me carteo con un muerto.

Le miré con lástima, y comprendió el significado de aquella mirada, porque añadió con melancolía:

—Adivino lo que piensa usted de mí: lo que acabo de decirle es un absurdo; y sin embargo, no estaría aquí si me hubiera callado mi secreto.

—¿Lo es para mí?

—Ni para nadie. ¿Se hubiera usted callado al recibir una carta escrita desde la otra vida?

Yo vacilé para contestar.

—¿Se hubiera usted callado?

—Seguramente que no; pero...

—No cree usted posible esa correspondencia, ¿no es verdad? Eso me sucedía a mí antes de leer la carta que guardo muy oculta, pero al alcance de mi mano.

—¿Y quién le escribe a usted?

—Un amigo muerto.

—¿Conocía usted su letra?

—Perfectamente, y es la letra de la carta. La misma noche en que murió prometió escribirme desde el otro mundo: pasaron nueve días, y al salir del funeral me encontré su carta en casa; tenía el sello del interior, y además otro muy extraño, que figuraba una noche estrellada. Vea usted el sello.

Vi, en efecto, en el sobre de una carta un círculo de fondo negro que representaba en puntos blancos las constelaciones principales de nuestro hemisferio.

—¿Me presta usted el sobre?

—No, señor. Creo que no puedo ser más franco.

—Ciertamente... y lo siento; lo hubiera remitido al doctor Thebusem, por si tenía en su colección otro parecido. Nos hubiera indicado la procedencia de esa carta, y si no, hubiera enriquecido su archivo interesante.

—¿Quiere usted saber los secretos de la muerte?

—Estoy impaciente.

—Pues siéntese y escuche.

Senteme al lado del loco, ya en la persuasión de que lo era, y abriendo aquél la carta, leyó con voz verdaderamente conmovida:


Querido Andrés:

A tu lado estaba cuando mis ojos se cubrieron de sombras y dejé de verte: oí, sin embargo, que decías: «acaba de expirar», y sentí como si se hundiera todo debajo de mí y yo flotara sobre todo. Luego me pareció que despertaba de un sueño largo y penoso, y me encontré de repente entre los míos.

Los míos no son los que traté en esta vida, aquí tan desfigurados que no podría conocerlos. Los míos son los espíritus de mi propia naturaleza y categoría, inferiores al ángel, superiores al hombre, que habitamos en este mundo de los astros, rodeado del mundo de los misterios.

Vemos sin ojos, oímos sin oídos y palpamos sin manos, y siendo incorpóreos, tiene nuestra sustancia, a manera de sentidos, pero sin órganos, propiedades que en el cuerpo humano ni siquiera se conciben. Por ejemplo, allí donde va nuestra intención, vamos nosotros: tenemos una facultad que mide las distancias, y somos a manera de relojes que tuviesen conciencia no sólo del tiempo actual, sino del pasado. ¡Si vieras lo ridículo que resulta aquí el lenguaje descompuesto en palabras para expresar los pensamientos! Ni la fotografía instantánea fija con tanta velocidad las imágenes como nosotros nos comunicamos las ideas más complicadas con sólo desearlo. Temo que no me comprenderías si continuase revelándote nuestra condición.

Pero entre tantas facultades nuevas como encuentro en mí, echo de menos la misteriosa poesía con que adornaba en la tierra mi ignorancia a todo lo desconocido. Esta melancolía agradable, ese recuerdo triste, suele durar poco a los que vuelven de la tierra: los que morimos jóvenes, los enamorados o las madres solemos sentir una tristeza pasajera: aprovechándola, te escribo, a la manera de ese mundo, lo que te puedo escribir sin hacer que vuele tu cráneo como si lo llenasen de dinamita. Somos muy pocos los que hemos pensado en los hombres después de volver al estado de espíritus. Los que se quejan en la tierra de que los hombres olvidan pronto a los difuntos no saben que los difuntos se olvidan antes de los hombres...

Varío de tema. Así como hay revelaciones en el mundo, tales como la infidelidad de la mujer querida, la deshonra de vuestra madre, o vuestra ruina, que trastornan y matan a una persona, así podría hacerte revelaciones que te destruirían en un instante. Figúrate que aquí no hay luchas materiales, pero nos herimos con pensamientos. y son las estocadas tan terribles, que no hay dolor en la tierra parecido.

¿Sabéis lo que sois los hombres? Espíritus culpables que purgáis en la tierra vuestros delitos. Privados de todas vuestras facultades al nacer, sólo se os conceden algunas inferiores que tienen que desarrollarse y educarse. Sometidos a la duda, la muerte os acobarda, siendo vuestra licencia de presidio. Creen algunos escapar del tormento de vivir suicidándose, y vuelven a peor prisión, porque de todos los planetas, lugares destinados al sufrimiento, la tierra no es la peor de las cárceles. Yo no fui de los más culpables; sufrí veintiún años de condena y pocos desengaños y tristezas. Sé la causa de tu prisión; el tiempo que ha de durar, pero no te lo diré. Un sentimiento de la justicia y de mi deber me lo impiden.

Llamáis angelitos a los niños que mueren... ¡Oh, cómo influyen en vosotros las fantasías de las formas! Esas cabecitas sonrosadas y risueñas son la jaula de un espíritu culpable... que extingue una pena corta.

Los sexos aquí se desconocen: son clasificaciones del presidio. Figúrate que dos espíritus se encuentran... no te diré dónde.

—Cuéntame tu historia —dice el uno por presentimiento de que ha habido entre ellos alguna relación.

El otro espíritu comunica en rápida impresión todo lo que fue.

Ambos se sonríen: habían estado los dos en el presidio de la tierra amarrados a la cadena; fueron marido y mujer. Lanzan una exclamación parecida a las carcajadas de ese mundo y se alejan.

Al que se le castiga con la pena mayor, se le condena a ser mujer.

Como te interesará este detalle, te diré que he vuelto a mi antiguo oficio; no imaginarías cuál es: soy maestro de terremotos. Ahora me explico por qué destruía siempre siendo chico las casitas de naipes que hacíais en la mesa. Tú has sido fogonero de la máquina del sol.

¡Oh, cómo me río de las tonterías que sosteníamos en ese mundo! He repasado la verdadera historia de los hombres en los registros del presidio en compañía de uno que teníamos allí por sabio historiador, y no podíamos contener las carcajadas. Extraña aquí lo bárbaros que sois. Tenéis al alcance de la mano todo lo que puede haceros falta, y lo buscáis inútilmente, como si fuerais ciegos, en donde no está. Llamáis grandes descubrimientos a cosas tan sencillas como alzar un guijarro que se encuentra a vuestros pies.

Los astrónomos, sobre todo, dicen cosas increíbles. Sólo te diré que lo que llaman Osa Mayor es mi sartén.

No te escribo más porque te volvería el juicio; calculo que esto poco que te digo te ha de producir disgustos. Para recibirlos estás ahí: nos quejábamos de no ser felices... sin saber que era lo mejor que podía sucedernos.

No pienses en mí.

Ricardo Téllez.


El loco terminó su lectura y me miró con aire interrogador.

—¿Quién había delante de ustedes cuando Ricardo le hizo la promesa de escribirle? —le pregunté.

—Estábamos solos.

—¿Tenía parientes?

—Un hermano.

—¿No cree usted que esa carta pueda ser la broma de un amigo?

—No lo es, no lo es; su contacto me estremece; tóquela usted: ¿no siente nada?

—Nada siento.

—No tiene usted fluido.

Me despedí de él tristemente, y no pude menos de decir al médico aquel día:

—Está muy malo.


* * *


Aunque conseguí hacerme amigo de Jacinto Téllez, hermano del difunto Ricardo y joven muy ligero, me guardé muy bien de hacer alusión alguna a este episodio: siempre que iba a su casa observaba con cuidado todos los objetos, procurando que me enseñase las curiosidades que tenía, y fingiendo interesarme y darles gran valor. Mi paciencia fue premiada: al revolver cierto día unos cajones buscando una daga antigua, saltó un sello.

—¡Ah!, ¿qué es eso? —dije recogiéndolo.

—Nada, un sello sin valor.

—¿Nada?, tendría mucha importancia ante un tribunal.

—¿Qué dice usted? —exclamó poniéndose rojo.

—Digo que es el sello con que escriben los difuntos a los vivos. ¿Se acuerda usted de Andrés?

—Jamás olvidaré su desgracia.

—¿Tiene usted remordimiento?

—Sí lo tengo.

—¿Y compasión?

—Infinita.

—No pensaba usted eso al escribir esa carta.

—No es mía, es de mi hermano.

—¿Sostiene usted esa impostura?

—Créamelo usted, he sido débil; mi hermano quiso dar a su amigo una broma después de su muerte, y me hizo prometer que echaría esa carta en el correo; quizá lo olvidó antes de morir, y no me atreví a dejar sin cumplimiento aquel encargo. No sospeché el resultado que tendría.


* * *


Combinamos el plan y poco a poco fuimos preparando la prueba de que aquella carta era la broma póstuma de un amigo. Todos recelábamos sin embargo de que no produciría efecto en aquel cerebro acostumbrado a discurrir con preocupación. Y, sin embargo, Andrés curó, no sin trabajo.

Suele explicármelo diciendo:

—Nunca creí en mi locura.

—Pues ¿qué fue?

—Simple credulidad. Y como yo creía lo que la generalidad consideraba un absurdo, me encerraron. ¿No les parece a ustedes que otras gentes se desengañan más difícilmente que yo de las falsas ideas que les imbuyen, y que muchas fingidas maravillas constituyen secta y doctrina razonable sólo porque cunde la credulidad, apoyándose mutuamente los sectarios?

—En eso tiene usted razón —le dije—; en lo que no la tiene usted es en acercarse tanto a esa chimenea.

—Apenas lo siento —dijo sonriendo—; ya sabe usted que he sido fogonero del sol, y este fuego de la tierra no calienta apenas.

Se burlaba de su manía; estaba sano.


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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