Caso de Conciencia

José Fernández Bremón


Cuento


Simeón no era odiado solamente de los cristianos de Toledo, que al fin y al cabo tenían la misma animadversión a todos los judíos, aun aquellos que gozaban la consideración y privanza del gran rey don Alfonso el Sabio: le querían mal todos sus correligionarios, y acusándole de no observar el sábado, que solía pasar en la carnicería vigilando a sus tablajeros, le tildaban de cristianizante. Las hebreas de su vecindad aseguraban que todos los días a las horas del almuerzo salía de su hogar un escandaloso olor a magras fritas, y desde luego consideraban los más imparciales y juiciosos que era muy ocasionado a faltar a la ley el inmundo tráfico en que hacía sus ganancias, la cría, la matanza, salazón y venta de los cerdos.

El sabio rabino Zabulón, cada vez que pasaba por el edificio que servía de saladero a los tocinos y jamones producto de cada matanza, decía al opulento Simeón:

—Grande es el almacén de tus culpas.

Simeón sonreía y calculaba, contemplando con tanta satisfacción las reses abiertas en canal, como un sabio que leyera un libro lleno de ciencia.

Un día se encontraron en el campo el rabí y el ganadero, caballeros en sendas mulas, como a dos leguas de la ciudad, en el momento de estallar una tormenta: y sobrevino tal ventisca y aguacero, que determinaron refugiarse en unas ruinas que se veían a lo lejos, temerosos de que las caballerías se espantasen, sobre todo Zabulón, que era mal jinete. El terreno era quebrado, las herraduras de las bestias resbalaban en las raíces húmedas de los árboles, la tormenta seguía, y cuando encontraron el refugio estaban extraviados y la tarde iba vencida.

—Hermano Simeón —dijo su compañero cuando estuvieron bajo techado—: estoy muerto de hambre, porque no he probado nada desde esta mañana. He creído ver que tu alforja tiene un bulto, y si es cosa de comer, te ruego que la partas conmigo.

—¡Oh sabio Zabulón! —contestó el tocinero, alzando las manos al cielo y dando al rostro expresión dolorosa—: yo soy culpable y tú virtuoso: tú un hombre de rígida conciencia y yo un mal judío y pecador empedernido. Traigo en mi alforja alimento, pero no me atrevo a ofrecértelo, porque es manjar prohibido por la ley.

—¿Qué dices?

—Que sólo traigo un jamón cocido en vino generoso. Es un vicio que he contraído al tratar con los cristianos.

Y Simeón sacó de su alforja medio jamón en dulce, que presentó con timidez al virtuoso rabino.

—¡Aparta, aparta esa inmundicia! —dijo éste retrocediendo.

—La necesidad se impone a veces... come, y luego purifícate.

—Antes que la necesidad está el deber...

—Entonces, permíteme que peque en tu presencia.

—¿Cómo es posible —decía Zabulón mientras su compañero partía con el puñal, y comía con deleite, las lonjas magras y aromáticas—, cómo es posible que hayas preferido traer ese manjar prohibido y repugnante, en vez de un fiambre de vaca, una gallina asada o una empanada de cabrito? ¿Cómo prefieres la cocina infame de los cristianos a la nuestra? ¿No te bastan las perdices, las tortillas suculentas que tanta mezcla permiten de manjares sabrosos y pescados suculentos? Quien come jamón es capaz de comer liebre, conejo, lobos, cuervos, sapos, reptiles y sangre de animales.

—Créeme, el cerdo es bueno —replicó Simeón cada vez más satisfecho—. Y el jamón con vino dulce es preferible a la langosta que permite nuestra ley.

—¡Simeón!, estás blasfemando.

—Pruébalo y juzga.

Y presentó una lonja de jamón al hambriento y virtuoso rabino, que olió la magra sin tocarla por no contaminarse. Zabulón sintió que la boca se le llenaba de agua, en vez del asco que creyó experimentar.

—Confieso que el olor no es malo —dijo suspirando—; lo atribuyo al condimento y al hambre rabiosa que me domina.

—Considera que estamos extraviados y no tienes elección en los manjares —repuso Simeón—: come y callaré.

Zabulón estaba vacilante y su boca se abría de vez en cuando: aún resistió quince minutos.

—La necesidad se impone —dijo por fin, acercándose a su amigo—: dame ya, que no puedo resistir.

Y contrariado y hambriento, ansioso y pesaroso a la vez, tomó el manjar prohibido, y al saborearlo con curiosidad, lanzó un grito de sorpresa.

—¿Es bueno el jamón en dulce?

—No hay en el mundo fiambre que lo iguale.

—¿Crees que eso puede ser manjar inmundo?

—Calla y dame más.

Cuando comió dos buenos trozos de aquella carne maldita, Zabulón se detuvo y dijo:

—No más: sería gula: lástima que esto no se pueda comer sin cargo de conciencia: pero ésta antes que todo.

Poco después cesaba la tormenta y volvieron a tomar las mulas: Zabulón callaba e iba muy pensativo: así anduvieron como una legua, hasta que el rabino dijo a Simeón refrenando la mula:

—Dame otro trozo de jamón.

—¿Y la conciencia?

—Ya la he tranquilizado; desde este instante dejo de ser judío: me he convertido al cristianismo.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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