Certamen de Inventores

José Fernández Bremón


Cuento


Jamque adeo donati omnes...
(Eneida, Liv. V.)


El Tribunal, que debía adjudicar el premio al invento más útil, y todos los oyentes, escuchábamos con asombro la explicación de un descubrimiento extraordinario.

—Voy a concluir, señores —decía Sapiens, el inventor—. Los cerebros de los contemporáneos más ilustres se conservan rotulados en mis frascos y si he profanado sepulturas, he descubierto y poseo en toda su energía, o atunuado en cultivos de diferentes graduaciones, el microbio de esa enfermedad que llaman henio. Gracias a mis inyecciones, brillan en el mundo algunos imbéciles de nacimiento, sometidos por sus padres a mi régimen, Porque, señores, pocos hombres han creído necesaria para sí la inoculiación de mi bacilo: he ofrecido bacterias del cerebro de Bismarck a nuestros políticos, de Víctor Hugo y Zorrilla a los aprendices de poeta, y de Moltke a nuestros generales más obscuros, y las han rehusado con desdén. Sólo algunos músicos de murga han adquirido microbios atenuadísimos de Wagner, y me han aturdido a tompetazos; la sublimidad en música tiene manifestaciones formidables. Únicamente he transmitido el bacilo del genio militar a un sacerdote, y el del genio poético a un prestamista: el primero está enseñando la estrategia a una comunidad de capuchinas, y el segundo está versificando la ley hipotecaria.

Sapiens saludó modestamente, y hubo un murmullo de aprobación que ahogaron los otros inventores. Uno de éstos, el licenciado Muceta, le interrogó con ademanes descompuestos:

—¿No afirmas que el genio es una enfermedad?

—Así lo aseguran autores afamados.

—¿Y quieres reproducirla, miserable, cuando se ha extinguido felizmente, en España, hace ya tiempo?

—La administro en cultivos atenuados.

—Sapiens, explica tu sistema.

—Inyectando el bacilo de Bismarck en un jumento obtengo un bacilo más suave, que, inoculado al español, le da facultades de jefe de partido; si ese bacilo lo atenúo en otro asno, con su producto sólo consigo gobernadores de provincia y caballeros grandes cruces; a la tercera atenuación no logro sino concejales, poetas de charada y empresarios de teatro, y a la cuarta, sacristanes, limpiabotas y serenos; nadie quiso ensayar la quinta, y trayendo conmigo el cultivo décimo, pregunto: ¿hay quien se preste a la prueba en provecho de la ciencia?

Todos nos miramos, animándonos los unos a los otros, conviniendo en que correspondía hacerla a algún mendigo que quisiera ganar una peseta. Un pobre aceptó, diciendo al tribunal:

—Cuando era rico hubiera propuesto lo mismo que vosotros: el pobre es el conejo de Indias de los hospitales, su estómago la retorta de los experimentos atrevidos y las vitrinas de los museos el panteón de su osamenta. Las momias del Pacífico reposan en cuclillas: casi todos los muertos yacen tendidos a la larga; sólo el esqueleto del pobre espera en pie la resurrección de la carne.

Y se sometió dócilmente a recibir la picadura.

—¿Qué siente usted? —le preguntó Sapiens terminada la punción; pero el pobre había perdido la palabra—. Exprésese usted por señas.

El pobre se volvió de espaldas, derribó de una coz al presidente, y emprendiendo un trotecillo borriquero, salió a la calle rebuznando, mientras todos exclamábamos:

—¡Qué degeneraciones las del genio!


* * *


—Ésa es la consecuencia de las manipulaciones patógenas; las enfermedades sólo producen otro mal —dijo Muceta—. Yo cultivo microbios benéficos, y he aquí el resultado.

Y sacando del zurrón una caja parecida a los botiquines homeopáticos, la presentó con orgullo al tribunal.

—Sólo veo —dijo el presidente— tubitos de cristal y rótulos de ciencias en las etiquetas. Explíquenos qué es esto.

—Ésta es la universidad del porvenir. Cada ciencia tiene su microbio, o produce un bacilo en el cerebro de los doctos. He logrado aislar y cultivar el microbio de cada asignatura, que, inoculado en la cabeza del alumno, se resuelve otra vez en ciencia sin la molestia de estudiar.

—¿Podría usted darme una prueba?

—En el acto, si alguien se presenta a ser inoculado.

Nadie se presentaba, hasta que, excitado por la aventura y las palabras del inventor, se adelantó un chiquillo, gorra en mano, diciendo:

—Yo me atrevo.

Destapó Muceta un tubo rotulado Matemática y preparó la jeringuilla.

—Un momento —dijo el presidente—. Conviene que el recipientario obre con discernimiento. ¿Sabes, niño, lo que te van a hacer?

—Sí, señor; quieren que salga a la calle rebuznando.

—No; el señor desea meterte todas las matemáticas en el cuerpo.

El chico desapareció como un cohete: hubo que hacer la prueba con el loro del conserje, y se eligió el latín como la asignatura más adecuada, inyectándosela en la punta de la lengua. El animal cayó a tierra al recibir la descarga de los clásicos, y mientras el dueño del loro enseñaba los puños a Muceta, le increpaba su rival y le llamaba matapájaros.

Pero el loro, recobrándose al instante, enderezó su cuerpo, batió las plumas, extendió una pata y dijo gravemente:

Dominum vobiscum.

Y como si contestase a Sapiens, que murmuraba «Bah, ¡latín de iglesia!...», empezó a recitar una elegante prosodia del Arte poética de Horacio.

Volvió a colgarse Muceta en el hombro su zurrón, y, orgulloso y aplaudido, salió de la sala seguro de su triunfo para pregonar en la calle:

—¿Quién compra teología, sociología, filosofía y numismática barata? ¡Al buen derecho romano! ¡Aquí, a cargar terapéutica y balística!

Nadie le llamaba; sólo cuando pregonó: «¡Lenguas muertas o vivas!», le preguntó una cocinera:

—Buen hombre, ¿son de ternera o de carnero?


* * *


—¿Está presente —preguntó el secretario— el sabio que afirma haber petrificado el fluido eléctrico?

—Está —respondió un hombrecillo vivaracho—. Si otros han licuado el aire, yo he gastado mis bienes para conseguir la piedrecilla montada y oculta en mi sortija. He acumulado, prensado y retorcido el fluido eléctrico; lo he sometido a todas las temperaturas hasta reducirlo a cambiar de estado y aprisionarlo en esta cápsula, donde guardo fuerza para pulverizar una montaña. No hay monarca que posea una piedra semejante, porque he fabricado un átomo de sol. Cuando os heláis de frío reina el verano en mi buhardilla; si el día es obscuro, lo hago claro y tengo un sol para mí solo. Veréis su brillo, pero no sabréis nunca mi secreto. —Y volviendo el engarce de la piedra produjo un foco de luz tan vivo, que parecía una atmósfera de llama.

Todos nos felicitamos de que el verdadero sol no perteneciera a aquel sabio egoísta, porque nos sumiría en las tinieblas.


* * *


—Pide la palabra un zapatero —dijo un hombre que llevaba una bota encadenada como si se tratara de un león.

—¿Para qué?

—Para presentar mi bota defensora del hombre contra el hombre; tiene por suelo una plantilla de metal que rechaza a las personas con el talón y con la punta; hace el vacío humano en torno suyo y nadie se acerca al que la usa para robarle el reloj, o darle la mano, que es aún más peligroso.

—¿Se puede ensayar ahora?

—Si vuestra excelencia me lo ordena desocuparé la sala a puntapiés.


* * *


Recuerdo, entre los proyectos o invenciones presentados, una caja de ahorros para acumular el valor que se derrocha en las tertulias y emplearlo en defensa del país, un método para escribir versos monosílabos con pie quebrado, una rotativa que tiraba por minuto cien licenciados en Derecho, ojos de cristal irresistibles para enamorar en los teatros, un instrumento que extrae del cuerpo humano el esqueleto sin dolor, y unos polvos de extracto de envidia nacional para matar ratones y curianas.

El último experimento fue el más agradable. El inventor empezó afirmando que así como disfrutan una música millares de oyentes, pueden comerse un mismo manjar a la vez muchas personas, y para demostrarlo, presentó su multiplicador del alimento. Colocó en un plato una hermosa perdiz escabechada y clavó en el centro una especie de trinchante del cual salían diez alambres terminados en lengüetas, e invitó a diez espectadores a llevárselas a la boca. Nos sentamos a su alrededor, y todos al poco rato, y cada cual de por sí, aseguramos habernos comido la pechuga, los alones y las patas: la perdiz, sin embargo, estaba intacta.

—Ahora —añadió el inventor— pueden aproximarse los señores que deseen volvérsela a comer.

Hubo un gran entusiasmo y todos gritaron «¡al aparato!», cuando una turba de abastecedores y fondistas, invadiendo el local, hizo pedazos el invento, llevándose a empujones al autor. ¿Qué fue de él? No se ha sabido. Créese que entró en una salchichería y no salió.


* * *


El tribunal dictó su fallo:


Considerando que el enemigo mayor del español es el español, contra el cual no bastan precauciones,

Se concede el premio del invento más útil al zapatero Juan Cerote por su bota defensora.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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