Conversaciones de Café

José Fernández Bremón


Cuentos, colección



El toreo y la grandeza

—¿Cree usted que está bien un grande de España toreando?

—Según y conforme. Si es buen torero lucirá y será muy aplaudido; si es malo...

—Prescindo del mérito y me refiero al hecho de torear.

—El toreo fue un ejercicio aristocrático, hasta que vino a España un rey que no entendía de toros, y los nobles se alejaron de la plaza por complacerle. Entonces el pueblo se apoderó del redondel; vinieron luego reyes aficionados a los toros, pero los nobles no sabían ya torear. Quizás por eso no son hoy populares. Dígame usted si el pueblo no adoraría hoy a la nobleza, si en ella se hubiese perpetuado el conocimiento y el arte del toreo.

—Pero ese oficio retribuido quita prestigio al que lo ejerce.

—Bueno; figurémonos que el duque de Medinaceli sale a matar en una fiesta real o de Beneficiencia; ¿deshonrará su casa por hacer lo que hicieron sus antepasados?

—Yo no sé... presenta usted las cosas de un modo que parece que tiene razón, y sin embargo, creo que no la tiene usted. Hoy es un oficio mal considerado; los que lo ejercen sufren los insultos del público.

—¿Cree usted que en las plazas antiguas no se silbaría y gritaría, y que diez o doce mil personas podrían estar en silencio ante los accidentes de la lidia, y el valor o torpeza de los caballeros?

—Pero no cobraban por sufrir esa crítica. Hoy es un oficio pagado.

—¿Y en qué puede haber deshonra para cobrar lo que se trabaja? ¿No cobraban en tierras los antiguos conquistadores sus hazañas? ¿No cobran todos los funcionarios sus servicios?

—Bueno: la desconsideración tendrá por motivo el dedicarse al toreo personas muy humildes.

—Sustitúyalas usted con los títulos más antiguos. ¿Qué podrá decirse de un oficio que ejercieron en España las familias más ilustres, y en el cual las ganancias se conquisten con la punta de la espada?

—No se puede discutir con usted: ¿cree usted lo que dice?...

—La lógica me conduce insensiblemente a esas deducciones...

—¿De modo que los grandes deben convertir en toreros a sus primogénitos?

—Creo que ya es tarde. Perdieron la ocasión de perpetuar su popularidad, al abandonar el único prestigio que nos queda de lo antiguo.

—¿No sería mejor que se hubieran colocado al frente de la ilustración y de la enseñanza?

—Hubiera sido peor para ellos: ya sabe usted lo que sucede en España a los maestros.

Las pantorrillas

Él. —Vengo indignado de Biarritz. Sabe usted que no soy hombre a la moda, sino que fui por mis negocios. ¿Y cómo dirá usted que han dado en vestir allí los elegantes? Pues una boina en la cabeza, americana abierta sin chaleco, camisa de color, pantalón corto, zapato de campo y medias negras para lucir la pantorrilla. ¿Le parece a usted traje varonil?

Yo. —¿Y qué encuentra usted de afeminado en ese modo de vestir?

Él. —¿Es propio de hombre llevar las piernas al aire?

Yo. —De quien no es propio es de señoras: sólo suelen hacer en favor nuestro una excepción las bailarinas y el coro de señoras cuando el autor lo exige.

Él. —El hombre no debe hacer gala de sus piernas, que pertenecen al dominio privado: hace tres cuartos de siglo que la pantorrilla quedó envuelta en una funda, y hay exceso y atrevimiento en lucirla descaradamente.

Yo. —Niego todo lo dicho: es cierto que el pantalón largo desfiguró nuestras extremidades, deformando la base natural del cuerpo, y aprisionó nuestra pantorrilla aunque no había cometido ningún delito. Pero siempre hubo una protesta formidable contra esa injusticia: los funcionarios de Palacio y la Guardia Civil en traje de gala, el clero, los maragatos, los toreros y el fornido aragonés lucieron libremente sus robustas pantorrillas. ¿Cree usted que un montañés de Huesca resulta afeminado por enseñar la media azul que envuelve su pierna poderosa?

Él. —No todos tienen esas pantorrillas presentables.

Yo. —Hablara usted claro de una vez. Luego el pantalón largo es una coquetería para disimular un defecto muy frecuente y para engañar al público. Usted tiene algo que ocultar.

Él. —No personalicemos. Las pantorrillas del hombre de este siglo son sagradas.

Yo. —¿Cómo sagradas? ¿No sale usted en público con las piernas al aire cuando se baña en el mar? La resistencia que hace usted a esa innovación es rutinaria: tiene usted la vista enviciada por la costumbre de ver siempre lo mismo. ¿Sabe usted qué parece una pierna humana con el pantalón que ahora se usa? Pata de elefante.

Él. —¿Quiere ver usted lo ridículo de ese traje? Nada más serio que un muerto: atrévase usteda vestirlo de corto.

Yo. —Ya lo creo. Leonidas y todos los que sucumbieron en las Termópilas quedaron en el campo vestidos de tonelete y con las piernas al aire; los montones de cadáveres que obstruían las puertas del parque de Monteleón el día 2 de Mayo, todos llevaban calzón corto y media larga, ¿se los representa usted ridículos?

Él. —No lo eran entonces.

Yo. —¿No vemos todos los días a los actores en el teatro lucir las pantorrillas? ¿Qué razón moral o social, ni qué ley los prohíben?

Él. —¿Y el bien parecer?

Yo. —¡Ah! El bien parecer... Esa sumisión servil a las preocupaciones ajenas, que nos hace vestir incómodos, porque así visten los demás... Pues me rebelo, y proclamo la pierna libre en la nación independiente.

Él. —Yo quiero las pantorrillas enfundadas honestamente.

Yo. —¿Es deshonesto el maragato?

Él. —No podemos entendernos. Usted aspira a exhibiciones desvergonzadas.

Yo. —Ni las busco ni las temo...

Él. —Usted quiere aumentar nuestras divisiones, poniendo en pugna a los rollizos y los flacos; pues bien; si la moda se impone, si las pantorrillas del hombre se descubren, oiga usted mi decisión: tengo siete perros; todos ellos saldrán a la calle sin bozal.

Yo. —Si eso sucede, sepan ustedes los flacos que los perros son muy aficionados a los huesos.

La llama de la vida

—Tome usted chocolate.

—Imposible: el chocolate hace soñar: la última vez que lo tomé, soñé que deseaba conocer el misterio de la desigualdad de las existencias humanas.

—Y ¿acudiría usted a un sabio?...

—Tengo la costumbre de no hacer preguntas a los sabios cuando quiero saber algo. Busqué un médium ignorante que sin ciencia ninguna daba respuestas maravillosas y le dije:

»—¿Por qué mueren tantos niños, tantos hombres robustos y personas que parecían destinadas a larga vida, y duran otras que no reúnen condiciones de salud?

»El médium, que es cerero, consultó a los espíritus y me dijo:

»—Enciende una vela tú mismo.

»Había delante de mí hachas, cirios, velas de todos tamaños, y cerillas muy delgadas; casi todas estaban sin estrenar, y por no hacer perjuicio, tomé un hachón algo gastado, y lo encendí.

»—Esa luz que has elegido es tu vida: cuando se apague, morirás.

»—¿Y si hubiera elegido aquel cabito que veo en ese rincón?

»—Hubieras durado muy poco. Ya sabes el secreto: unos viven con hachón de viento, otros con vela de sebo, otros con cirio pascual y algunos, lo que dura una cerilla.

»—¿Qué hago con este hachón?

»—Puedes llevártelo o dejarlo.

»—¿Cuánto debo?

»—La vida no tiene precio. Si lo dejas no podré cuidarlo, que harto tengo que hacer cuidando el mío.

»—Es que si me lo llevo el viento lo apagará... porque hace mucho aire.

»—Resguárdalo con la mano... adiós: voy a cerrar.

»—Espera a que se calme el viento.

»El viento apenas movía la llama y me parecía un huracán: me detenía en todos los huecos: no me determinaba a atravesar las bocacalles, y todo me parecía conspirar para apagar aquella luz preciosa.

»—¿Me hace usted el favor del fuego? —dijo un transeúnte.

»La pregunta me indignó: aprovechar la luz de mi vida para encender un cigarro era un abuso: pero no podía indisponerme con nadie. Al aproximar el puro a la llama, el transeúnte estornudó. Yo retiré el hachón con tanto ímpetu que se cayó de mis manos, y rodando encendido por la acera, cayó por la abertura de un sótano cercano.

»—Es la cueva del carpintero, que está llena de virutas —dijo el transeúnte gritando ¡fuego! con todos sus pulmones.

»—¡Silencio! —le dije.

»—Espere usted: la fuente está cercana y voy por agua para apagar el hachón en un momento.

»—¡Silencio! —repetía yo con angustia—: cuando esa luz se apague moriré... Su estornudo de usted me ha muerto.

»Pero se oían las campanas que tocaban a vuelo y las bombas que acudían saltando por el empedrado.

»Yo me puse delante del boquete para recibir el agua de las mangas en mi cuerpo... y la frialdad del chorro me despertó...

»No: no debía estar despierto porque tocaban a fuego. Pero mi familia me tranquilizó: no se quemaba nada más que la Armería.


Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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