Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.

—¡Matadlo, matadlo! —gritaban las mujeres desde las ventanas, y los peones desde los quicios de las puertas.

El toro, que había retrocedido un instante, embistió al primer jinete, rasgando el vientre del caballo y levantándolo por lo alto: el caballero cayó sobre la arena, produciendo un ruido metálico. Cinco o seis lanzas atravesaron en aquel instante el cuerpo de la fiera, que cayó, para no levantarse ya, lanzando su último bramido.

—¡Salid, salid, que ya está muerto! —gritaron los muchachos, siempre los primeros en averiguar y propagar las grandes noticias.

—¡Bravo, bravo! —decían las mujeres desde las ventanas, sonriendo a los vencedores.

Poco después todos los habitantes de Burgos bajaban a presenciar los destrozos de la lucha, a medir el cuerpo del toro y calcular su enorme fuerza.

—¡Oh, qué serie de desgracias! —decía una pobre vieja contemplando los cadáveres de dos pobres soldados.

—¡Ha herido a mi hijo! —decía otra mujer llorosa mirando con rencor al toro muerto.

La carne del animal fue adjudicada a los jinetes, que dieron un gran festín a sus amigos.

—La verdad es —decían todos, contando los accidentes de aquella extraña aventura— que las gentes no hablan ni hablarán en mucho tiempo de otra cosa.

—Tienen muchas desgracias que contar.

—¿Desgracias? Es verdad. Pero no sé qué tiene el hecho, que casi todos lo recuerdan con gusto y como una diversión. Apuesto a que desearían repetirla.

—No siempre entran fieras en una población.

—Hay quien sería capaz de traer toros para que los matasen a lanzadas.

—No sería malo. ¡Vaya una ocurrencia! He de pensar en ella muchas veces, pero eso es imposible.

—Sí, imposible —repitieron casi todos con tristeza, trinchando con sus dagas trozos de carne de toro asada al uso de la época.


Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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