El nacimiento de la pulga
En los primeros tiempos, cuando toda la materia fue poco a poco condensándose y tomando forma, dijo Dios al Genio de la Tierra:
—Ha llegado el momento de poblar de vivientes tu planeta: convoca a los espíritus creados para habitarla y que elijan cuerpo y manera de vivir a su gusto. Y hágase.
El Genio bajó a la Tierra para obedecer sin discutir; pero muy desconsolado, y pensando que aquel decreto iba a arruinar el planeta que se le había confiado, decía con tristeza:
—¿Habré cometido alguna falta en la distribución de montañas y llanuras, climas y paisajes, y curso y reglamento de las aguas? ¿Estarán mal calculados los movimientos de la atmósfera? ¿Parecerán mezquinos los árboles que yo creía tan gallardos, y las variedades que imaginaba tan complicadas e ingeniosas de los minerales y las plantas? Bajo el temor de haber desagradado, ahora me parece ruda y bárbara mi obra. ¡Qué pálidos, escasos y pobres son los colores que ha combinado con las vibraciones de la luz, y qué mal dispuestas me parecen las leyes del sonido, de la gravedad y del calor! Los contornos de las montañas y la forma de los continentes no tienen armonía y son extravagantes.
Y un pensamiento aún más terrible le hizo afligirse hasta el extremo.
—¿Habré revelado por torpeza el gran secreto del crear, que se me ordenó poner de manifiesto claramente, pero de modo que resultase oculto por su misma claridad? Grave ha sido mi error cuando se me manda entregar la Tierra a esos espíritus inquietos e innumerables, para que la estropeen con sus malos instintos, brutalidad, torpeza, orgullo y condiciones destructoras y malignas. Es verdad que no todos son malos, y los hay inofensivos y agradables... ¿Qué resultará?
La primera legión de espíritus que acudió al llamamiento del Genio era la más traviesa y tan numerosa, que a tener cada individuo el tamaño de un grano de trigo, hubieran formado en montón una cordillera alta como el Himalaya, que rodease todo el ecuador.
—Estáis destinados a vivir —dijo el Genio explicándoles el misterio de la vida—: elegid formas, medio de habitar y la satisfacción de vuestras aspiraciones: yo completaré la máquina del cuerpo para que se cumpla ese destino.
—Está bien —respondieron aquellos espíritus inquietos moviéndose con impaciencia—: queremos vibrar, agitarnos y columpiarnos sin cesar. Formas que varíen, poder rompernos como las nubes... cuerpos de mil clases... y agua en que nadar.
—¿Dónde queréis precipitaros?
—Llena de agua esa cáscara de nuez.
El genio lo hizo admirado, y la legión se precipitó en aquellas gotas de agua, sin hacer rebosar la cáscara, en que todos nadaban a sus anchas.
Y los espíritus se habían convertido en infusorios, orgullosos de su tamaño y encantados de su suerte. Fueron las primeras moléculas de vida que palpitaron en las aguas del planeta.
¡Qué sorpresas tan extrañas experimentó el Genio al ver las formas extravagantes que fueron eligiendo por turno los espíritus, desde la ostra perezosa a la ballena; al ver arrastrarse los reptiles, volar las aves y producir sonidos jamás escuchados en la Tierra! Sería interminable referir el desfile de todos los vivientes. Por fin apareció la pulga, no como la conocemos hoy, sino de una altura de cuatro metros.
Esta vez se alarmó el Genio de la Tierra y subió al trono del Eterno para exponerle sus temores y pedir una gracia.
—Es buena tu intención —respondió el Padre— y te la concedo. Di qué quieres.
—Señor: la legión más revoltosa y maligna ha tomado una forma fea y terrible, y ha caído sobre la Tierra, ávida y voraz: sus fuerzas son colosales, su ligereza superior a todas las criaturas, su altura la mayor entre todos los seres terrestres, y sólo se alimenta de sangre. Pido que se reduzca su tamaño tanto que resulte inofensiva. Hablo de la pulga.
—Elige otro viviente para que cambie de altura.
—Elijo a otro ser pacífico y modesto que se alimenta de hierba y tiene menos altura que una hormiga. Hablo del elefante.
—Sea —dijo el Eterno; y desde aquel instante el elefante adquirió la altura que la pulga había tomado para sí, cuando apareció en tierra dando saltos feroces que llegaban a las nubes. La pulga quedó del tamaño que sabemos.
—Se ha salvado la Tierra —dijo el Genio.
—No —respondió afectuosamente el Eterno—: ese viviente iba a perecer por falta de alimento para su tamaño y excesiva ferocidad, y tu has hecho posible su existencia. Se ha salvado la pulga.
Caso de conciencia
Simeón no era odiado solamente de los cristianos de Toledo, que al fin y al cabo tenían la misma animadversión a todos los judíos, aun aquellos que gozaban la consideración y privanza del gran rey don Alfonso el Sabio: le querían mal todos sus correligionarios, y acusándole de no observar el sábado, que solía pasar en la carnicería vigilando a sus tablajeros, le tildaban de cristianizante. Las hebreas de su vecindad aseguraban que todos los días a las horas del almuerzo salía de su hogar un escandaloso olor a magras fritas, y desde luego consideraban los más imparciales y juiciosos que era muy ocasionado a faltar a la ley el inmundo tráfico en que hacía sus ganancias, la cría, la matanza, salazón y venta de los cerdos.
El sabio rabino Zabulón, cada vez que pasaba por el edificio que servía de saladero a los tocinos y jamones producto de cada matanza, decía al opulento Simeón:
—Grande es el almacén de tus culpas.
Simeón sonreía y calculaba, contemplando con tanta satisfacción las reses abiertas en canal, como un sabio que leyera un libro lleno de ciencia.
Un día se encontraron en el campo el rabí y el ganadero, caballeros en sendas mulas, como a dos leguas de la ciudad, en el momento de estallar una tormenta: y sobrevino tal ventisca y aguacero, que determinaron refugiarse en unas ruinas que se veían a lo lejos, temerosos de que las caballerías se espantasen, sobre todo Zabulón, que era mal jinete. El terreno era quebrado, las herraduras de las bestias resbalaban en las raíces húmedas de los árboles, la tormenta seguía, y cuando encontraron el refugio estaban extraviados y la tarde iba vencida.
—Hermano Simeón —dijo su compañero cuando estuvieron bajo techado—: estoy muerto de hambre, porque no he probado nada desde esta mañana. He creído ver que tu alforja tiene un bulto, y si es cosa de comer, te ruego que la partas conmigo.
—¡Oh sabio Zabulón! —contestó el tocinero, alzando las manos al cielo y dando al rostro expresión dolorosa—: yo soy culpable y tú virtuoso: tú un hombre de rígida conciencia y yo un mal judío y pecador empedernido. Traigo en mi alforja alimento, pero no me atrevo a ofrecértelo, porque es manjar prohibido por la ley.
—¿Qué dices?
—Que sólo traigo un jamón cocido en vino generoso. Es un vicio que he contraído al tratar con los cristianos.
Y Simeón sacó de su alforja medio jamón en dulce, que presentó con timidez al virtuoso rabino.
—¡Aparta, aparta esa inmundicia! —dijo éste retrocediendo.
—La necesidad se impone a veces... come, y luego purifícate.
—Antes que la necesidad está el deber...
—Entonces, permíteme que peque en tu presencia.
—¿Cómo es posible —decía Zabulón mientras su compañero partía con el puñal, y comía con deleite, las lonjas magras y aromáticas—, cómo es posible que hayas preferido traer ese manjar prohibido y repugnante, en vez de un fiambre de vaca, una gallina asada o una empanada de cabrito? ¿Cómo prefieres la cocina infame de los cristianos a la nuestra? ¿No te bastan las perdices, las tortillas suculentas que tanta mezcla permiten de manjares sabrosos y pescados suculentos? Quien come jamón es capaz de comer liebre, conejo, lobos, cuervos, sapos, reptiles y sangre de animales.
—Créeme, el cerdo es bueno —replicó Simeón cada vez más satisfecho—. Y el jamón con vino dulce es preferible a la langosta que permite nuestra ley.
—¡Simeón!, estás blasfemando.
—Pruébalo y juzga.
Y presentó una lonja de jamón al hambriento y virtuoso rabino, que olió la magra sin tocarla por no contaminarse. Zabulón sintió que la boca se le llenaba de agua, en vez del asco que creyó experimentar.
—Confieso que el olor no es malo —dijo suspirando—; lo atribuyo al condimento y al hambre rabiosa que me domina.
—Considera que estamos extraviados y no tienes elección en los manjares —repuso Simeón—: come y callaré.
Zabulón estaba vacilante y su boca se abría de vez en cuando: aún resistió quince minutos.
—La necesidad se impone —dijo por fin, acercándose a su amigo—: dame ya, que no puedo resistir.
Y contrariado y hambriento, ansioso y pesaroso a la vez, tomó el manjar prohibido, y al saborearlo con curiosidad, lanzó un grito de sorpresa.
—¿Es bueno el jamón en dulce?
—No hay en el mundo fiambre que lo iguale.
—¿Crees que eso puede ser manjar inmundo?
—Calla y dame más.
Cuando comió dos buenos trozos de aquella carne maldita, Zabulón se detuvo y dijo:
—No más: sería gula: lástima que esto no se pueda comer sin cargo de conciencia: pero ésta antes que todo.
Poco después cesaba la tormenta y volvieron a tomar las mulas: Zabulón callaba e iba muy pensativo: así anduvieron como una legua, hasta que el rabino dijo a Simeón refrenando la mula:
—Dame otro trozo de jamón.
—¿Y la conciencia?
—Ya la he tranquilizado; desde este instante dejo de ser judío: me he convertido al cristianismo.
Las lágrimas de Momo
Júpiter se aburría en el cielo desde que no bajaba a la tierra por no dar celos a Juno. En vano procuraba Momo divertirle haciendo muecas y extravagantes contorsiones: el dios de la risa, humillado y entristecido, hizo pedazos el aro de cascabeles, y se retiró a una apartada viña de los Campos Elíseos, donde se pasaba las horas muertas comiendo pámpanos y echando lagrimones.
Entristeciose el Empíreo con la ausencia del payaso de los dioses. La misma Noche, que antes tenía la apariencia de una viuda enlutada, quedó más lúgubre y más triste, aumentándose las sombras en su rostro. En vano cantaban, bailaban y recitaban versos las nueve Musas para regocijar el Olimpo. Sólo parecían satisfechas de aquella tristeza general la vengativa Némesis, la destructora Parca, las Furias y Medusa, que se pasaba a contrapelo las manos por la cabeza para que se agitasen y silbaran sus trenzas de serpientes.
Plutón y Proserpina abreviaban sus visitas para regresar a los Infiernos, que estaban más alegres que el Olimpo: allí al menos los recibía el Cancerbero ladrando de alegría con todas sus bocas. Las Horas daban vuelta a su devanadera bostezando. Venus no llamaba a los amorcillos para que le atusaran su cabello dorado, y en sus mejillas descuidadas nacía espesa barba.
Se llamó a Hércules para que hiciese juegos malabares con estrellas; a Proteo para que, cambiando de formas, divirtiese a los dioses, y a Mercurio para hacer suertes de escamoteo mercantil: la linda Hebe, que alegraba la vista cuando se adelantaba con la copa de néctar en la mano, resbaló por el cielo rompiendo su copa en la cabeza de una harpía que atronó con sus alaridos el Olimpo.
—¡Basta! —dijo Júpiter lanzando rayos de ira por los ojos; y volviéndose hacia Apolo, le dijo con melancolía—: Tú sólo me comprendes, tú, que has corrido por el campo persiguiendo a Dafne. Yo te aseguro que era más feliz que en mi trono cuando, convertido en toro, daba mugidos por la tierra, enamorado de Europa, y levantando de una cornada hasta las nubes a los rivales que me disputaban aquella hembra magnífica.
Aquel grato recuerdo desarrugó el ceño del dios, y Apolo hizo un magnífico soneto a la berrenda Europa, y no bien acababa de recitarlo, cuando Baco entró en el cielo, sentado en su tonel arrastrado por tigres. Colgado de un tronco de cepa, y tan enjuto y exprimido como un cuero vacío, iba el pobre Momo con el cuerpo doblado y casi exánime.
Los dioses rodearon el grupo asombrados del aspecto mísero de aquel triste moribundo, que había sido el dios de la risa y era un colgajo de huesos y pellejo con un soplo de vida, y que sólo podía sostenerse suspendido de una percha.
Esculapio le reconoció el pulso, auscultó su pecho, y meneó tristemente la cabeza, diciendo:
—Era la risa la sangre de su cuerpo, y se le ha salido por los ojos a fuerza de llorar: no veo el remedio.
—Yo lo tengo —dijo Baco—. Ponedle los labios en la espita de mi tonel.
—El vino es irritante —replicó Esculapio ofendido de que un profano le diese lecciones de curar.
—¿No le has desahuciado? Yo le daré la vida con el vino fresco y aromático que traigo en mi cuba inagotable.
—Dadle esa bebida —dijo Júpiter.
Descolgaron a Momo y lleváronle arrastrando hasta colocar sus labios en la espita, y el moribundo bebió con avidez: poco a poco sus ojos se animaron, sus formas se rehicieron, sus miembros adquirieron movimiento; por fin apareció en su rostro la alegría y prorrumpió en sonora carcajada.
La ninfa Eco prolongó aquella risa por todas las esferas, y a las carcajadas del Olimpo acudieron los dioses que se habían alejado de tristeza. Neptuno y Anfítrite, sin cuidar de secarse, llegarn chorreando agua: Eolo tuvo que soplarles para que no mojasen a los dioses: Vulcano llegó con las tenazas en la mano, y Marte con espuelas.
—¿Qué vino es ése? —preguntó Mercurio, que en él veía nuevo elemento de comercio.
—Es el vino de la tierra que ha regado Momo con sus lágrimas sembrando para siempre el buen humor en las vides andaluzas.
—¿Cómo se llama ese licor?
—Manzanilla.
—Pues echemos una ronda —dijo el padre de los dioses—, y brindemos a la resurrección de Momo.
Sirvió Ganimedes a los dioses, y se armó una juerga en el Olimpo que duró quinientos siglos. Bailaron en ella desde las diosas más recatadas hasta el lascivo Príapo: las ninfas, con los tritones y los sátiros; las harpías jalearon a la Muerte: hasta las dríadas, sujetas a tierra por raíces, dieron algunas pataditas, y Baco, abriendo la espita de su tonel, lo dejó correr sobre el cielo andaluz para que lloviese vino alegre.
¡Qué período aquél para los que nacieron en Andalucía! La manzanilla corría por los caños de las fuentes y los canalones de las casas.
Tiempos heroicos
Don Froilán, después de haber hecho calentar las sábanas de su lecho, y de sustituir la peluca por el gorro de dormir, se metió en la cama envuelto en su traje de franela, y muy satisfecho por el calor con que había defendido en su tertulia las costumbres de los siglos caballerescos y condenado las modernas. Al apagar su vela y verse libre de los dolores reumáticos, se quedó poco a poco dormido, con la imaginación poblada de monjes y guerreros, pajes, torreones góticos, trovadores y puentes levadizos.
Y soñó que asistía a un torneo, cerca del tablado Real, en una tribuna de caballeros de la Orden de Santiago, a la cual pertenecía. ¡Con qué placer contemplaba la palestra, los jueces del campo, heraldos y escuderos, y la correspondencia de colores entre los adornos de las damas y las divisas de los caballeros! ¡Con qué satisfacción veía los encuentros de los combatientes, las lanzas volando en astillas, las armaduras rotas y los cascos abollados! ¡Y con qué conocimiento hacía la crítica de los golpes, burlándose, entre los amigos, de los combatientes menos diestros o más tímidos!
—Esa lanzada es baja; ese revés es un simple latigazo; ese caballero no mira por su honra. —Y una vez, sin reparar en el anacronismo, estuvo a punto de pedir banderillas de fuego para un guerrero que no quería acometer.
Entró un heraldo, detrás de un caballero, y hecho el acatamiento ante los reyes, impuso silencio un trompetero para leer un cartel de desafío.
Cuando el guerrero recién llegado al palenque se alzó la visera, don Froilán reconoció en él a don Temístocles, su médico, el mismo con quien había tenido aquella noche la disputa. Había crecido y engordado, y cubierto de hierro, dominaba un caballazo defendido por sólida armadura, y blandía un lanzón como un ciprés que terminaba en agudo pararrayos: colgaba de su cintura un espadón; llevaba daga, puñal, hacha de armas, media luna y una serie de cuchillos y herramientas mortíferas, para pinchar, cortar, mondar y desgarrar las carnes en todas direcciones. Don Temístocles estaba formidable, y don Froilán tuvo un mal presentimiento.
El heraldo leyó el cartel de desafío.
Yo, don Temístocles Gutiérrez, acuso a don Froilán Pérez de
felón, cobarde y embustero, y le espero en el palenque, armado de todas
armas, para derribarle a tierra y cortarle las orejas.
Y don Temístocles arrojó el guantelete de hierro al rostro de don
Froilán, que se levantó lleno de cólera para sentarse abrumado de
dolores reumáticos. Vio fijos en él todos los ojos.
—¡A armarse! ¡Pronto! ¡A la tienda! —le decían los caballeros indignados—; no tiene usted más remedio que recobrar el honor o quedarse sin orejas.
—No tengo ni armas ni caballo, y estoy medio baldado —respondía don Froilán.
—Nosotros le armaremos, y con el ejercicio desaparecerá la baldadura.
Todos le empujaron hacia la tienda para armarle, y empezaron a probarle petos y espaldares, pero su abdomen no cabía en ellos; sólo un peto de hechura de caldera pudo albergar su vientre, pero tenía un gran boquete que descubría el corazón.
—No habéis de tener la desgracia —le decían— de que la lanza hiera en este sitio.
El clarín le llamaba ya y no se encontraba la armadura de las piernas.
—¿Qué hacemos? —decían los amigos.
—Cubrírselas de papel plateado y que salga de cualquier modo: sálvese el honor.
Poco después, don Froilán tenía las piernas forradas de papel de plata y de la apariencia de dos hermosos salchichones: metiéronle la cabeza en un casco herméticamente cerrado, que tenía hacia los ojos unos agujeritos como los de un palillero. El guerrero improvisado no podía menearse, y hubo que izarle en el caballo con auxilio de una polea.
Tomó el lanzón que le entregaba su padrino, pero no podía ponerlo en ristre según era de pesado: fue preciso, a causa de su debilidad, poner un clavo en la punta de una caña para que le sirviera de lanza.
Y entró en el palenque acribillado de dolores a cada movimiento del caballo, y sofocado por el casco y la coraza.
Su enemigo le esperaba haciendo ejercicios de fuerza con sus armas fácil y desahogadamente. Leyó un heraldo el pregón de costumbre, el adversario se colocó a su frente, y don Froilán, tapándose con el escudo y preparando su caña, miró hacia todos lados, para ver si había medio de salvar las orejas con la fuga. Imposible: estaba cercado por las barreras y la implacable muchedumbre.
Oyó el clarín, dio un espolazo a su caballo haciéndole volverse, y emprendió una carrera vertiginosa, seguido por don Temístocles, que le apaleaba con su lanza: diez vueltas dieron a la plaza de armas, hasta que su caballo le hizo rodar por tierra. Apeose del suyo don Temístocles, le despojó del casco, desenvolvió el papel plateado de sus piernas, tomó en su mano un berbiquí, y se dispuso a taladrarle la barriga.
* * *
Don Froilán despertó dando voces que hicieron entrar en su alcoba a su familia.
—¿Qué tienes? —le preguntaba su señora.
—No sé: me duele todo el cuerpo.
—Son los dolores reumáticos: ten paciencia, que van a avisar a don Temístocles.
—¡No! ¡No!, que no le llamen.
—Si es el que te asiste.
—No: vendría a taladrarme la barriga.
Armoniterapia
Los suscriptores de El Fígaro leyeron con sorpresa este anuncio en el célebre periódico parisiense:
Armoniterapia
No pueden satisfacer a nuestro siglo, que tiende al predominio de lo útil, las artes que tienen el frívolo objeto de la creación de la belleza, sino la poesía didáctica, la novela científica y la pintura filosófica: la música no había tenido otro objeto que la delectación de los oídos, hasta que el doctor Armonio, compositor y médico, después de estudios concienzudos, ha descubierto su definitiva aplicación, empleándola para el tratamiento de las enfermedades. En su gabinete de consulta tiene una orquesta, y las voces y aparatos necesarios para curar toda clase de dolencias por el sistema musical.
Aquel mismo día hice una visita al curandero, que me recibió en
una especie de anfiteatro, construido con tal estudio de la acústica
como la caja de un piano. Vi en uno de los extremos del salon un órgano,
cuyos tubos parecían trabucos que nos apuntaban para hacer una
descarga: chocome un gran armario que contenía una colección completa de
instrumentos músicos, que empezaba por la sencilla pipitaña, hecha con
un tallo verde de trigo, hasta el serpentón más complicado, y mi
admiración subió de punto al ver en el armario un hombre vivo.
—¿Puede usted explicarme —pregunté al médico— qué papel representa un hombre en esa colección?
—¡Cómo! ¿Duda usted un solo instante? El hombre es un instrumento musical y nada más: es precisamente el más perfecto: ¿qué sonoridad hay más bella que la de su voz cuando canta? ¿qué delicadeza de sonido puede compararse a la del aparato vocal que produce las inflexiones de la palabra? Mi colección sería incompleta si faltara en ella ese instrumento, cuando la medicina que ejerzo no es sino el arte de componerlo.
—Perfectamente; pero ¿por qué no coloca usted un maniquí, que bastaría para la representación, en vez de hacer padecer a un infeliz encajonado en el estante?
—Todos los instrumentos de ese armario están vivos. ¿Quiere usted verlo? Este violín suena; esta flauta hace primores: toque usted, si gusta, ese fagot... El hombre imitado sería como un cornetín pintado en la pared. Por otra parte, pasadas las horas de consulta, abro la puerta del armario para que salga cuando guste: no tendría inconveniente tampoco en que los demás instrumentos salieran a paseo si tuvieran movimiento. Sólo cierro la puerta a ciertos instrumentos, como el ruiseñor y el canario, que no tienen costumbre de volver.
—¿Puede usted explicarme las alegorías de ese techo?
—Sí, señor. Aquel dios en traje griego es Esculapio, que ahuyenta la Muerte a trompetazos. Más allá me verá usted a mí escribiendo una receta musical en un pentágrama. Aquélla es una botica armoniopática: las siete notas están metidas en una urna de cristal, y el letrero dice «Mézclense». Una murga rodea el lecho de un enfermo para ayudarle a bien morir. Allí se bañan, en las ondas sonoras de una orquesta, algunos dolientes, mientras otros toman inhalaciones en esos instrumentos de metal.
—Señor doctor, no veo la orquesta de que habla usted en sus anuncios.
—Los músicos están ocultos, según las reglas de Wagner: los enfermos sólo necesitan la música pura sin necesidad de ver carrillos hinchados al soplar, codos que se mueven para manejar el arco, la espalda del director ni su mano inquieta que amenaza constantemente a la partitura.
—¿Y qué enfermedades cura usted?
—Todas las que se me presentan: curo con música alegre la ictericia: contengo la carcajada sardónica con un réquiem...
—¿Y si el enfermo es sordo?
—No hay sordera que resista a un crescendo de mis instrumentos de metal.
—Ya que todo se puede hacer musicalmente, sáqueme usted una muela.
—Nada más fácil. ¿Está usted decidido?
—¿Qué va usted a hacer conmigo?
—Llamar al tenor eminentísimo que tengo para estas operaciones, y decir que le cante a usted una cavatina. Verá usted qué voz tan prodigiosa...
—Y ¿asegura usted que en oyéndola, la muela ha de caer?
—Después de oírle: la muela se la sacaremos a usted cuando el tenor ponga la cuenta.
—Renuncio al tenor: pero, ¿qué me puede usted dar para la anemia?
—Como consiste en falta de hierro en la sangre, le curaré con el triángulo.
—¿Y para las irritaciones?
—Un atemperante pianísimo...
—¿Qué hace usted para evitar las molestias de las enfermedades de la piel?
—Hago con la piel de mis clientes un tambor.
—Caballero, ¿se burla usted de mí?
—Me chanceo únicamente. Voy a hablar con seriedad. La terapéutica admitida actúa sobre los órganos humanos teniendo en cuenta las funciones de nutrición, y sus medicamentos llegan de un modo inseguro e indirecto a su destino. Fijándome yo en que el sistema nervioso llena, por decirlo así, todo el cuerpo humano, y en que el hombre no es sino un instrumento de pensar y expresar con sonidos sus ideas, sostengo que la salud no es sino la armonía de todas las funciones del cuerpo. Cuando el cerebro está en situación normal, está sano el principal organismo, y cuando esa normalidad se perturba, se alteran todas las funciones secundarias. Por consiguiente, mi método consiste en influir en el sistema nervioso, sobre el ánimo, por medio de la música: regocijo al melancólico, calmo al exaltado, distraigo al afligido, infundo graves sentimientos en el frívolo y restablezco en el ánimo el equilibrio necesario. Ésta es mi tarea; pero así como la medicina oficial usa medicamentos inútiles para influir moralmente en el enfermo, yo uso instrumentos y formas pintorescas que hieran la imaginación, y receto autores que no hacen sentir nada, como se venden en las farmacias hierbas completamente inútiles. Por ejemplo, si una dama me pregunta si le conviene mudar de aires, hago cambiar de motivos a mi orquesta. Ayer, por ejemplo, un cliente me pidió un remedio para su mujer, excesivamente habladora.
»—¿Cree usted que tiene cura? —me dijo.
»—Es difícil, pero no imposible: padece un derrame de palabras.
»—¿Qué receta usted?
»—La sinfonía de La muta.
»—¿Y si no calla?
»—Hágale usted cantar a todas horas.
»—Su voz es insufrible.
»—Pues le receto el silencio.
»—No veo medio.
»—Pertenece a la cirugía musical: ¿qué se hace con las trompetas de los niños cuando se quiere que no suenen?
»—Atascarles la boquilla.
»—Eso debe usted hacer con su señora.