Diálogo Madrileño

José Fernández Bremón


Cuento


Joven.—¡Ea! Don Gustavo, no es bueno acurrucarse en el sillón y cavilar: le convido a usted a todo lo que quiera; comeremos en el mejor restaurant; iremos a los toros.

Viejo.—¿En domingo y en tranvía, para ver media corrida y comer luego a la francesa? Gracias.

J.—Perdone usted: olvidaba que no pertenece usted a nuestro tiempo, y sólo le gustaría ir a los toros en lunes y en calesa: comeremos en casa de Botín y le llevaré a la botillería de Pombo.

V.—Es inútil resucitar lo que ha pasado: soy un superviviente de todo lo que amé. No me gusta la literatura de ustedes, ni sus guisos, ni sus juegos: no saben ustedes hacer siquiera chocolate: sus mesas de billar son para niños, y no hay ni una para jugar con taco seco a la española. Madrid no existe ya. Se ha deshecho la tercera parte del Retiro, que empezaba en toda una acera del Prado, desde los jardines que llevan hoy su nombre; media pradera de la Virgen del Puerto ha desaparecido, y en vano busco la montaña del Príncipe Pío, otro sitio de recreo. Hay empeño en entristecer todo lo gratuito, para obligar a que se compre un poco de alegría.

J.—Es que Madrid ensancha, embelleciéndose.

V.—Podrá ser, pero ya no lo reconozco como mío. ¿Quién se acuerda de la iglesia de Santa María, donde Preciosa, la gitanilla de Cervantes, bailó al compás de las sonajas ante la imagen de santa Ana, patrona de la villa, ni quién se acuerda de ese patronazgo? Ni el parque de Monteleón ni el convento de Maravillas, con sus recuerdos del Dos de Mayo, merecieron compasión. ¿Quieren ustedes calles rectas y casas altas para subir cómodamente al cielo en ascensor? El campo es ancho, y aumenten la población hasta Toledo y será Madrid villa de pesca. No puedo vivir en casas sin gateras donde entre y salga mi morrongo, y sin buhardillas interiores donde y jubilar y no abandonar los trastos viejos, porque me considero uno de tantos. Detesto las chimeneas de leña que prenden el hollín escandaloso: ni me conformo con no hallar en las tiendas pomada del oso, obleas de goma, plumas de ave, cajas de pistones, tiradores de campanillas, botas de caña, rapé, chufletas ni pajuela. Jamás transigiré con una generación que ha perdido la verdadera receta de los bartolillos, magdalenas y paciencias.

Mientras peroraba don Gustavo se había puesto los tirantes, la corbata de armadura, las demás prendas, y pedía a voces su espadín.

J.—¿Es espadín?

V.—Nunca he salido sin él: pero ahora lo llevo oculto en el bastón.

J.—¿Para qué?

V.—Para ensartar al ciclista que me eche encima el aparato: ¿qué necesidad hay de rodar entre gente? Aunque será inútil para defenderme del cable eléctrico que caiga en mi cabeza, o de la explosión de gas que me eleve hasta un cuarto segundo. ¿Segundo dije? Pues no dije nada, porque hoy se llama segundo a un piso casi último. ¡Servidor de vuecencia! Pero ¿a quién saludo? ¿Pues no creí que ese que ha pasado era Calomarde?

J.—¡Qué amigos tuvo usted!

V.—Sí; pero quiso ahorcarme por gritar «¡viva la Constitución!». Entonces nos fusilábamos los amigos; hoy se venden entre sí: nos divertíamos más que ustedes; hacíamos barricadas y se tocaba a generala en las esquinas: ¿en qué calle estamos? No responda usted, porque no la conocería por su nuevo título; tendrá el nombre de un concejal o de un poeta, tan desconocidos para mí como esos transeúntes con el mismo hongo y la misma americana. ¿Quién distingue al duque del lacayo? ¡Vaya un mundo pintoresco!

J.—Confiese usted que los tranvías son cómodos y baratos.

V.—Cómodos para el que halla asiento y no va en la plataforma abrazado a un tomador. ¿Y no resulta caro el vicio que hemos tomado de no andar? Han hecho ustedes inútiles las piernas.

J.—Pero lo que es nuestro alumbrado es preferible al de aceite.

V.—El de aceite convidaba a dormir, que es el destino de la noche; entonces había silencio, y se dormía más profundamente.

J.—¿Y el canal de Lozoya?

V.—¿Y el reuma y las turbias?

J.—¿Y estas calles y plazas aireadas?

V.—Dígamelo, que sufrí dos pulmonías. Ya no hay guardacantones para que repose de su carga el hombre fatigado, ni llueve a chaparrón, por haber escondido los canales, ni existe el arroyo, y necesito cavilar para reducir los kilómetros a leguas y a litros las azumbres.

J.—Me da usted una idea con esos caños salientes que caían de los tejados. Son infinitos saltos de agua que puede utilizar el Municipio ahora que las casas son tan elevadas: cuánta energía eléctrica, y el agua aprovechada en baños públicos, fuerza, higiene, riqueza.

V.—¿Qué disparata usted?

J.—Madrid ensanchado: grandes vías en forma de estrella, y su centro el parque del Retiro.

V.—¿Dónde venden bombas de dinamita? Porque si no se venden hoy, se venderán como los revólveres y las navajas traperas. Es lo único que acepto de estos tiempos.

J.—¿Para qué quiere usted las bombas?

V.—Para volarle a usted y a sus ideas.

J.—Don Gustavo, retiro mi convite; ya no vamos a casa de Botín.

V.—¿Y qué iba a hacer en esa casa? ¿Verle a usted devorar un cochinillo y unas perdices estofadas? Yo almuerzo, como y ceno en una cabrería; estoy a dieta láctea.

J.—Pues, respetabilísimo señor, cuando se tienen esas ideas y ese estómago...

V.—¿Qué?

J.—Que debe uno morirse.

V.—¿Morirme? Si no puedo.

J.—¿Quién se lo impide?

V.—Los gobiernos. Tengo pagado mi nicho en la Patriarcal, y me han cerrado el cementerio.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.