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En aquel momento llamaron con suavidad a la puerta.
Adelaida hizo un signo con la mano, que decía claramente «¡es él!». La condesa retiró el libro y arrojó a la calle con precipitación los pedazos de la carta: cuando entró Adolfo en la estancia, la señora y la camarera tenían el rostro tranquilo y el aspecto impasible de costumbre.
Adolfo Céspedes era un joven alto y esbelto y de facciones aniñadas: llevaba el uniforme con cierta gracia, aunque todavía sin soltura militar: la divisa roja de su bandolera indicaba que pertenecía a la compañía de guardias españolas; pero era un novato en ella, que aún no había dado su primera guardia en las habitaciones de Palacio. Adolfo saludó a su tía con respeto y se aproximó para darle el beso de costumbre.
La condesa había desviado el rostro, fingiendo revolver un cesto de costura; pero la operación no podía prolongarse: cuando volvió la cara, se encontró cerca de sus labios los frescos y encarnados de Adolfo, que reclamaban su derecho. «No es él», pensó rápidamente la condesa, al observar la franqueza juvenil de aquellos ojos.
10 págs. / 18 minutos.
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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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