I
María de las Nieves, condesa de Rocanevada, era a principios de siglo una hermosa viuda de treinta años de edad: su perfil griego y su esbelta figura le daban la apariencia de una estatua: la mirada de sus ojos negros era fría; diríase que era una sombra venida de la región de las nieves perpetuas y que atravesaba nuestra zona bostezando. Moralmente, la condesa era la personificación de la honestidad y del recogimiento. Los más atrevidos galanes se contenían respetuosamente en su presencia, como se detienen los marinos ante los hielos del círculo polar. Su reputación de mujer juiciosa era proverbial: cuando, al venir al mundo, el médico examinó las encías de la niña, vio con sorpresa que tenía una muela. ¿Qué seductor se atreve a una mujer de quien se sabe que ha nacido con la muela del juicio?
Era una tarde de verano: la condesa había abierto el Kempis, que le servía de oráculo, para conformar su conducta a la primera máxima de aquel ascético libro que tropezase su vista, y sus ojos se habían fijado con asombro en una cartita perfumada y elegante, furtivamente introducida entre las hojas místicas del libro.
La mano aristocrática de la condesa agitó una campanilla de plata, y poco después se presentó en el gabinete, rígida y circunspecta, la camarera principal de la condesa de Rocanevada.
—Adelaida —le dijo la condesa sin alterarse—, queda usted separada de mi servicio. —Y María de las Nieves, con gesto glacial e inexorable, enseñaba a la camarera el libro abierto—. Ésta es la tercera carta perfumada que encuentro entre las páginas del Kempis: la primera pudo introducirse aquí con facilidad: recibí la segunda cuando ya usted se había encargado del cuidado y vigilancia de esta habitación: o usted no sirve para ello, o es usted cómplice de la persona que me escribe. En este caso puede usted decirle que esta carta, como las anteriores, ha sido rota sin leerse.
La condesa hubiera roto el papel a no impedirlo Adelaida diciendo:
—Un momento, señora condesa: ni merezco dejar un cargo que desempeño con fidelidad y celo, ni debe vuestra excelencia romper la carta sin leerla.
María de las Nieves miró con desconfianza a la camarera, que dijo con extraño acento:
—¿Tiene la señora condesa la seguridad de que se habla de amor en esas cartas, único caso en que no deben ser leídas sin peligro?
—¿Peligro? Me parece la palabra impertinente. ¿Amor? ¿Acaso he leído esos papeles?
—Mis dudas, señora, tienen fundamento: en esas cartas se pudiera tratar muy bien de asuntos de familia. Créame vuestra excelencia y lea sin temor.
Resistirse más hubiera parecido miedo a la tentación, indigno de una mujer fuerte. María de las Nieves leyó, al parecer de mala gana:
Condesa, ¿No ha sentido usted nunca el beso de mis miradas en sus labios?...
La condesa arrojó la carta al suelo y dijo con severidad a su camarera:
—¡Pronto! ¿Por qué sospechaba usted que en esta carta se tratasen asuntos familiares?
Adelaida, asustada y comprometida, no titubeó un momento en justificarse.
—Señora condesa, porque quien colocó las cartas en su libro no ha podido ser otro que su señor sobrino, a quien he visto salir recelosamente de este cuarto el día de la segunda carta, y hace como una media hora.
—¿Mi sobrino? ¡Imposible! Adolfo es una criatura...
—Sin embargo, ha cumplido los diecisiete años, y los guardias de corps, además, tienen fama de traviesos.
La preocupación de la condesa pareció desvanecerse, y hasta procuró en vano sonreír.
—Será una travesura de guardia —dijo—: es preciso disimular para sorprenderle y que reciba el castigo conveniente.
En aquel momento llamaron con suavidad a la puerta.
Adelaida hizo un signo con la mano, que decía claramente «¡es él!». La condesa retiró el libro y arrojó a la calle con precipitación los pedazos de la carta: cuando entró Adolfo en la estancia, la señora y la camarera tenían el rostro tranquilo y el aspecto impasible de costumbre.
Adolfo Céspedes era un joven alto y esbelto y de facciones aniñadas: llevaba el uniforme con cierta gracia, aunque todavía sin soltura militar: la divisa roja de su bandolera indicaba que pertenecía a la compañía de guardias españolas; pero era un novato en ella, que aún no había dado su primera guardia en las habitaciones de Palacio. Adolfo saludó a su tía con respeto y se aproximó para darle el beso de costumbre.
La condesa había desviado el rostro, fingiendo revolver un cesto de costura; pero la operación no podía prolongarse: cuando volvió la cara, se encontró cerca de sus labios los frescos y encarnados de Adolfo, que reclamaban su derecho. «No es él», pensó rápidamente la condesa, al observar la franqueza juvenil de aquellos ojos.
Pero el beso de Adolfo le pareció aquel día más prolongado y ardiente que otras veces, así como la mirada de Adelaida menos respetuosa que de ordinario y algo irónica.
II
Algunos días antes de lo ocurrido en el capítulo anterior, el joven guardia don Adolfo Céspedes se disponía a salir del cuartel, cuando sintió que le tocaban en el hombro. Volviose creyendo que le llamaba un compañero, y se encontró con sorpresa y temor delante de uno de sus jefes, el brigadier de guardias don Pedro Tarazona, cuyos tres galones, casi unidos al galón del cuerpo que brillaba en la vuelta de sus bocamangas, indicaban que era coronel vivo del ejército, como entonces se decía.
—Sígame usted —dijo con aire majestuoso el brigadier al aturdido guardia, que descubierto contemplaba al jefe con el respeto que la antigüedad y la graduación debían infundir a un alférez novel educado por una dama.
La palabra brigadier de guardias no debe entenderse en su exclusivo significado actual. Cada una de las tres compañías del Real Cuerpo de Guardias de Corps se componía de un capitán, cuyo empleo en el ejército era de teniente general; un primer teniente, mariscal de campo; un segundo teniente y un alférez, brigadieres de ejército; un ayudante y ocho exentos, coroneles de caballería; cuatro brigadieres con empleo de teniente coronel, y otros tantos subrigadieres, capitanes. Don Pedro Tarazona, a pesar de sus tres galones y su coronelía, era un simple cabo en el Real Cuerpo, donde hasta los cadetes gozaban la graduación de capitanes. Pero como los brigadieres tenían a su cargo la inmediata instrucción y vigilancia de los guardias, aquel empleo les daba gran prestigio y autoridad, especialmente entre los holgazanes y novatos. Adolfo sigió muy intranquilo al brigadier, repasando su conciencia militar, que no le reprochaba ninguna falta de servicio.
Cuando entraron en la habitación de don Pedro, cuyo aspecto marcial y gran bigote, y cuyos cuarenta años cumplidos le daban un aire gallardo e imponente, el novel guardia estaba a punto de temblar.
—Joven —le dijo aquel familiarmente—, me intereso mucho por usted: su parentesco inmediato con persona a quien estimo me determina a distinguirle y cuidar de sus adelantos, para lo cual quiero empezar examinándole.
—Mi brigadier —contestó aterrado el joven—, estoy muy atrasado.
—¿Conoce usted bien las ordenanzas?
—Casi nada.
—Tome usted la carabina.
Adolfo descolgó el arma de fuego y se colocó militarmente delante de don Pedro Tarzona, el cual gritó con voz sonora:
—¡Atención! ¡Presenten las armas! ¡Preparen las armas! ¡Preparen el cartucho! Joven... esa voz se obedece en tres tiempos. ¡Cartucho en el cañón! ¡Saquen la baqueta! Debe sacarse con más aire... ¡Ataquen! ¡Retiren la baqueta! ¡Baqueta en su lugar! ¡Ceben! ¡Apunten! ¡Fuego! Mal, muy mal: necesita usted ejercitarse mucho, y está usted en un error si entiende que es sencillo cargar y descargar reglamentariamente una carabina.
Las mejillas del guardia tenían el color de los cuadros de su bandolera. El implacable brigadier dijo con acento más suave:
—Pasemos a otra cosa. ¿Cuál es la obligación del guardia cuando cumple un arresto?
—Debe ir a dar las gracias al jefe que lo arrestó.
—Muy bien; pero eso se contesta sin vacilar. ¿Cuándo ha de dar un golpe con el pie el guardia que esté de centinela en las habitaciones reales?
Adolfo enmudeció ruborizándose.
—Esta pregunta —dijo don Pedro— es el quis vel qui del guardia...
—Son tantos —repuso el joven con angustia— aquellos a quienes se debe saludar con el pie... que sólo recuerdo a los oficiales de guardias, cardenales, embajadores, grandes de España, consejeros, virreyes, arzobispo de Toledo...
—¿Y a quién más?
—A sus mujeres.
—Fíjese usted en que habla del arzobispo de Toledo. Pero mejor será que estudie usted bien nuestra ordenanza.
El aturdimiento de Adolfo aumentó de tal modo, que cuando el brigadier le mandó tomar una escoba para que hiciese las veces de caballo, montó por el lado derecho de la escoba. El examen de esgrima aún fue menos feliz. Don Pedro era un buen tirador, y Adolfo estaba mareado.
—Cúbrase usted, joven —decía el brigadier dándole de palos con entera impunidad—: éste es un ejercicio muy útil, y me intereso mucho por usted. Le voy a dar otra cuchillada, y nada más.
Adolfo recibió con resignación la última cuchillada.
—Mal, muy mal —exclamaba don Pedro—: debía arrestarle a usted... y ¿sabe usted por qué no le arresto? Siéntese y se lo diré. Me importa la carrera de usted, porque quiero ser su tío.
La sorpresa y el cansancio hicieron caer a Adolfo en un sillón de cuero.
—Soy nieto de un duque, amigo Céspedes —decía don Pedro, después de haber hecho un justo y apasionado elogio de la honesta y rigida doña María de las Nieves, de quien se había enamorado en la antecámara real—. Pronto seré exento. Mis intenciones son puras, y en cambio de mi protección como jefe, deseo el auxilio de usted como pariente.
Y don Pedro, después de haber hecho tan ostensible su superioridad al novel guardia, le tendió la mano cordialmente. Adolfo la estrechó con respeto y con orgullo; aquel enlace le parecía excelente: un matrimonio de alta conveniencia.
—Tendré mucho gusto en anunciarle a usted en casa.
—No por ahora, amigo mío —respondió el señor Tarazona—: la experiencia me advierte que para interesar a las mujeres distinguidas conviene emplear cierto misterio... Por ejemplo, cartas que se introduzcan en su gabinete de una manera inexplicable... ¿Quiere usted indicarme cómo podré hacerlo?
Adolfo estaba interesado en aquella unión; pero vacilaba en aceptar el cargo que se le ofrecía de un modo indirecto.
—Hablemos con la franqueza de dos parientes presuntos —repuso don Pedro con audacia—: no le propondría a usted una mediación descubierta; pero no puede usted negarme un auxilio sigiloso. Necesito deslizar algún billete en sitio donde haya de verlo la condesa..., por ejemplo, en el libro de oraciones... ¿Quiere usted prestarme ese servicio?
Adolfo, como aseguraba su tía doña María de las Nieves, era una criatura, y su jefe le había dominado: no pudo rehusarle aquel favor. Al despedirse, el gallardo brigadier estrechó entre sus brazos al novicio, diciéndole con ternura:
—Adiós, sobrino.
III
La condesa de Rocanevada había meditado mucho: el caso era singular, inesperado y grave: el cándido niño, a quien tenía costumbre de mimar, se había convertido de pronto en pretendiente apasionado y astuto: el atrevimiento que su acción demostraba, y la debilidad que un afecto ya arraigado producía en el corazón de la condesa, indicaban a esta severa dama la proximidad de un gran peligro. Creía estar a cubierto de las seducciones ordinarias; pero un ataque tan íntimo la había desconcertado. El disimulo de Adolfo le hacía aún más temible.
—Aparta; eres ya un hombre —le dijo al despedirle el mismo día cuya escena quedó descrita en el capítulo primero—: es ridículo que un alférez bese a su tía como un niño.
—Entonces —respondió Adolfo— le besaré la mano a lo galán.
La preocupación de la condesa era tan invencible, que se estremeció al contacto de aquellos labios tibios y respetuosos.
Dos días después, una frase del inocente guardia le hizo meditar toda una noche: aquella frase era, a su entender, un modelo perfecto de ironía y malicia.
—¡Qué hermosa es usted! —le había dicho, mirándola con cariñosa adulación—. ¡Qué feliz será el que logre ser mi tío!
Aquellas palabras resultaban, en efecto, en la imaginación de la condesa algo complicadas, tratándose de un joven que aspiraba a ser tío de sí mismo.
—¡Qué tiempos hemos alcanzado! —decía meditando—: nacen los jóvenes con una sagacidad y una astucia, que envidiarían los antiguos y más temibles libertinos.
Durante tres días seguidos Adolfo, que en su calidad de guardia habitaba en el cuartel, no pudo ver a doña María de las Nieves. ¿Era porque ésta rehuía su presencia, o porque fingía estar ausente para facilitarle los medios de dejar el billete y sorprenderle?
Al cuarto día, la hermosa dama estaba sola en su gabinete y contemplaba una miniatura de Adolfo, hecha cuando vistió por primera vez el uniforme.
—Ese retrato —decía mirándolo con atención— no debe estar siempre delante de mis ojos: era ése su sitio natural cuando Adolfo tenía el carácter de sobrino...
Y se levantó, y acercándose al retrato, lo descolgó con intención de llevarlo a otro aposento. En aquel instante sintió la condesa que le tiraban suavemente del vestido. El terror de ser sorprendida mirando la miniatura le impidió lanzar un grito. Quien la llamaba de aquel modo era Adelaida, que dijo en voz muy baja:
—Señora, señora, venga vuestra excelencia: acaba de entrar en el oratorio.
—¿Quién?
—¿Quién ha de ser? El original de ese retrato.
La camarera se sonrió, y la señora no pudo menos de ruborizarse. Ama y criada se encaminaron hacia el oratorio de puntillas, sorprendiendo a Adolfo en el momento de colocar un nuevo billete en el sitio de costumbre.
—¡Infame!, ¡atrevido!, ¡ingrato! —dijo la condesa oprimiendo el brazo de su sobrino, que acababa de cerrar el libro de oraciones.
—¡Perdón, tía, perdón! —exclamó aterrado el pobre guardia.
—¡Fuera, fuera de mi casa! —prorrumpió la honesta dama con voz terrible, pero contenida, para evitar un gran escándalo.
Adolfo, asustado, cayó de rodillas, y apoderándose de la mano de doña María, la besó con efusión.
—¡Suéltame, déjame! —exclamó la condesa alejándose. Pero el infeliz guardia la detuvo y recobrando sus derechos de niño, se abrazó a su tía, besándole la frente y las mejillas.
Aquella acción, en otro tiempo natural, aumentó la ansiedad y el terror de la condesa.
—¡Socorro! Adelaida... ¡Aparta!, ¡aparta por favor!
El acento de la dama era tan angustioso, que Adolfo la soltó y retrocedió, cada vez más espantado de su obra.
—¡Ni un momento más en esta casa! —le dijo su tía señalándole la puerta.
—Concédame usted, por Dios, una explicación a solas...
Aquello era demasiado ya para la honesta dama. El seductor pedía una cita.
—¡Calla, y sal!
Doña María de las Nieves dio aquella orden con tal imperio y aspereza, que Adolfo bajó los ojos y salió.
La condesa apoyó la frente en las manos y quedó inmóvil y pensativa. Adelaida se mantenía a alguna distancia, respetando su emoción y su silencio.
—¡Adelaida! —dijo por fin, alzando la frente y bajando la vista ante su camarera—. Ve al momento a llamar al padre Félix: es preciso que venga. ¿Lo has oído?
La criada salió del oratorio diciendo para sí:
—Quiere leer la carta sin testigos.
IV
Cuando sonaron a lo lejos los últimos pasos de Adelaida, doña María de las Nieves miró a todos lados con recelo, y después... abrió la carta.
—No —exclamó apartando la vista del papel—, no debo leerlo: Satanás ha dictado estos renglones a una criatura, y esas frases infernales no se olvidan: aún recuerdo el principio de la última carta que rompí: «¿No ha sentido usted el beso de mis miradas en sus labios?»... Sí; lo he sentido hasta en la mirada tenaz de su retrato.
Y la aristocrática señora añadió, siguiendo las fluctuaciones de sus alborotados pensamientos:
—Hice mal en romper aquellas cartas: he debido leerlas para estudiar y medir la profundidad de su malicia. Parece increíble, y, sin embargo, es evidente. Le abrí los brazos como una madre, y creyendo estrechar a un hijo, abrazaba a un hombre apasionado... Estas traiciones no tienen defensa.
El semblante de la condesa demostraba amargo sufrimiento.
—Acabemos —dijo con resolución; y sus ojos devoraron el billete.
Hay movimientos en el rostro y emociones en el alma que no se explican con palabras: son torbellinos de sensaciones y de ideas, que amotinados paralizan la voluntad y la subyugan. La condesa leía lenta y maquinalmente:
Señora,
Si el que escribió las cartas misteriosas, y que por conducto tan desusado llegaron a su poder, no ha incurrido en falta imperdonable al valerse del único medio que tenía de fijar la atención de usted en su humilde persona, suplica a usted que, borrando todas las palabras y conceptos atrevidos, le permita solicitar únicamente su amistad, admitiendo su trato respetuoso, previo el informe que de mi posición y familia le haga su sobrino Adolfo, mi cómplice y protector en este ardid.
Pedro Tarazona.
La noble dama dejó caer la carta al suelo. Parecía contrariada y
abatida. El seductor peligroso se desvanecía, cediendo el puesto a un
pretendiente vulgar y adocenado: la agitada fantasía había concluido, y
la imaginación de la condesa entraba de nuevo en la serena realidad.
Media hora después entraba Adelaida, y decía a su señora, que había recobrado su habitual indiferencia:
—Dispénseme vuestra excelencia, pero don Adolfo me ha rogado que solicite su perdón.
El rostro de doña María se animó por un momento.
—Nunca —contestó con energía—; dígale usted que no se lo perdono.
Y volvieron a serenarse sus facciones, que parecían muy tranquilas cuando se presentó en el oratorio un venerable religioso.
—¿Qué dirá usted de mí —le dijo la condesa besándole la mano— cuando sepa que le he molestado inútilmente?
El fraile miró con fijeza a su hija de confesión, y se sentó pausadamente.
—Hija —contestó el anciano con voz suave—, he acudido a tu llamamiento, que no ha de ser inútil: aunque haya pasado la tormenta, quedan todavía las señales, que en rostros siempre serenos como el tuyo, nunca engañan.
—¡Oh!, ¿qué ha adivinado usted? —preguntó la condesa ruborizándose.
—No adivino —repuso dulcemente el confesor—; estoy viendo la huella de tus lágrimas.
V
—¡Qué señora tan recta e inflexible! —decía a don Pedro Tarazona muchos años después Adolfo, el antiguo guardia, ya coronel y conde de Rocanevada, sentados ambos en el gabinete que servía en otro tiempo de oratorio a la devota, convertido en pieza de fumar, sin miramiento a sus recuerdos familiares. Usted, querido tío, la determinó a refugiarse en el convento de que era protectora. Hay personas que no han nacido para amar.
—¿Quién sabe? —repuso don Pedro, retorciéndose con vanidad su bigote blanco—: acaso todo hubiera cambiado si hubiera podido hablar a la condesa.
—No lo crea usted; mi tía no tenía corazón: la prueba es que murió sin consentir que yo la viese.
—Pero te cedió el título y la mayor parte de sus bienes cuando le pediste permiso para casarte con mi sobrina... Y probablemente hubiera sido menos rígida en lo sucesivo, a no haber muerto antes de tu boda.
La recuerdo con gratitud y con un remordimiento que no me explico.
—No olvidaré —añadió don Pedro— la visita que le hicimos en su alcoba mortuoria. Su rostro, siempre blanco, justificaba entonces su nombre de María de las Nieves: tenía los ojos abiertos todavía, y, aquí, para inter nos, mientras besabas su helada frente me pareció que nos miraba con cariño. Créelo, querido Adolfo, aquella mujer singular había nacido indudablemente para mí.