Entre el año pasado y el que viene suelen colocar los hombres el presente, como si lo presente pudiera durar un año. Imaginémonos la medianoche del 31 de diciembre y la línea divisoria del año que acabó y el que está por empezar: ¿Cómo desaparece ese año presente que suponíamos en correcta formación con los demás? Es que no existe: lo presente es la molécula del tiempo: una serie de puntos suspensivos entre lo que fue y está por ser: las paradas imperceptibles, pero continuas, del tren que rueda a toda máquina.
El hilo de instantes que cae sin cesar hacia el pasado forma esas montañas que llamamos edades, cuya extensión equivale a la extensión del porvenir; porque el tiempo corre incesantemente y siempre está a la mitad de su camino.
El infinito no es sino un instante repetido eternamente, y en su aparente monotonía se encierra toda la variedad de las edades pasadas y futuras, en que no hay dos años iguales, pues los más próximos, el pasado y el que viene, difieren entre sí como lo ajeno y lo propio, lo nominal y lo efectivo. El que viene es el año que quisiéramos: el pasado es el año que nos dan.
* * *
Decía un amigo nuestro:
—¡Cuánta felicidad parece que niega la mujer con sus desdenes! ¡Qué poca puede conceder con su cariño!
El tiempo es como la mujer, misterioso; poético, cuando lo seguimos de lejos; prosaico y desagradable, cuando nos persigue de cerca.
El año pasado se parece a la mujer de quien quisiéramos alejarnos y que nos molesta con la monótona repetición de sus lamentos: es la realidad sin arte palpitante de vida; el domingo del estudiante recordado en la mañana del lunes; la penosa vibración de los dolores terminados, el hastío de los placeres más recientes y la parte equitativa, pero escasa, que nos ha correspondido en la económica distribución de lo real. Acaso seamos injustos con el año pasado: ¿no lo somos siempre con la última mujer abandonada?
Tal vez crean algunos que no hallo poesía en lo pasado.
Sí: la tiene el pasado que se desvanece en la niebla del tiempo, el que se hunde en lo desconocido, acaso para convertirse en porvenir, como hay poesía en la inscripción ya borrada de una tumba, y no en el cadáver fresco y amarillo vestido con su traje más flamante.
Cuando hacemos el balance del año pasado, el libro mayor de nuestra vida se cierra siempre con un déficit ruinoso, y se ve claramente que el vivir no tiene cuenta. Cartas de amor protestadas, corazones insolventes, créditos venidos a tierra, pérdidas de ilusiones y de tiempo; apenas si se realizan algunos desengaños, y sólo breves momentos de felicidad figuran en la cuenta de las ganancias.
Y sin embargo, el año pasado podría ser peor con sólo ser inmejorable; es decir, habiendo sido un año tan feliz que no nos dejase el desahogo principal del corazón humano: el placer inmenso de la queja.
Desgraciados los venturosos que tienen el deber de sonreír; felices los desdichados que tienen el derecho de llorar.
Pero, bueno o malo, el año pasado es al fin un año de vida. ¿Tiene alguien seguridad de que lo será el año que viene?
* * *
Hubo un año pasado, en tiempos muy remotos, que las gentes recordaban con terror.
—¡Tengo miedo! —decían a sus maridos las mujeres cuando cerraba la noche.
—¿De qué?
—La oscuridad me trae la idea de lo del año pasado.
Apenas asomaba por el horizonte un nubarrón, hombres y mujeres temblaban y caían de rodillas, diciendo con espanto:
—¡Oh, señor! Así empezó el año pasado.
Aquel año pasado fue el Diluvio, el más funesto para la vida humana después del año del pecado original. Allí acabó la época en que el anciano más anciano de nuestros tiempos hubiera parecido al morir un joven malogrado; la época que ilustró Matusalén, el primer coleccionista de años pasado de que hablan las historias.
* * *
He podido apreciar el valor de lo que se llama año pasado oyendo la conversación de dos señoras.
—Amelia, tienes un cuerpo muy bonito —decía una—: estás en la flor de tu edad; sólo te aconsejo que cambies de modista.
—¿No te gusta mi traje, Petra?
—Está bien hecho y te sienta bien, como todo lo que te pones; pero el año pasado se usó mucho esa forma.
—Ha sido elección mía, porque no todo lo antiguo es cursi; siendo yo niña usaba mi mamá una tela enteramente igual a la de tu vestido, y sin embargo, es elegante.
—Las modas vuelven indultadas por el tiempo; sólo no es lícito a quien viste bien usar lo que se llevó el año pasado.
Puede aplicarse al tiempo esta sentencia femenina: lo que se lleva el año pasado es la parte más vulgar y prosaica de la vida.
* * *
En el mar de las ilusiones todos esperamos una flota en la que
ondea el pabellón de la esperanza, esa bandera que jamás arría el
hombre.
Año risueño por venir, ¡cómo te enriquece la imaginación con el espléndido cargamento de esas naves tripuladas por amigos, y cuyos pasajeros son el hijo ausente, el amante infiel, la mujer soñada y el poderoso protector que saludan desde lejos, aplauden y sonríen; en aquellos buques hacen de grumetes graciosos amorcillos; son onzas de oro la metralla con que se cargan sus cañones, y entre el humo de sus plateadas chimeneas flotan, como en los cielos de Murillo, los cuadros alegres que improvisa el pensamiento!
¡Oh! Si ese año ideal se cumpliese conforme el programa del deseo... «¡No era así!», respondería la imaginación desconsolada; y es que las vaguedades del espíritu no se traducen a los hechos, como la figura que concibe el escultor jamás se copia en barro, como no pueden dar idea exacta del amor las palabras más dulces ni las caricias más ardientes. El año que viene es de la naturaleza de los sueños: se siente y no puede explicarse; es el éxtasis del enamorado: lo que se vive traspasando los límites de la vida e invadiendo la región de lo inmortal.
Ingrata y tosca realidad; tú rechazas de este mundo esas bellas creaciones del alma que no caben en la esfera material, como el lenguaje humano, inútil para expresar los grandes sentimientos e ideas, aísla a los hombres entre sí. ¿Qué sabemos de lo que piensan los demás? Lo que quieren confesarnos. Los enamorados más tiernos son dos extraños que se codean en la tierra.
¿En qué horizontes descubrimos esas perspectivas que son algo, puesto que las vemos y sentimos, y no son nada en la realidad? Esa decoración escenográfica reside en nosotros mismos, y la buscamos fuera por una inversión absurda. El año que viene no está dentro del tiempo, sino en ese abismo de pensamiento que no podemos agotar; en el mundo invisible del cerebro, en esa ventana interior que mira al infinito.
¿No ha de ser risueño el año que cada cual forja a su gusto? ¿Qué importa que no se realice? Las ideas realizadas son vagas sombras de lo que fueron antes. El mérito del año que viene consiste en que no viene jamás.
* * *
Hay niños que meditan como hombres; jóvenes cuya frente surcan
arrugas muy tempranas; vemos canas prematuras que brotan en sedosas
cabelleras.
¿Qué edad tienen esos niños y esos jóvenes?
Contando el tiempo pasado, están al principio de la vida. Penetrando en el secreto de su alma, acaso han vivido hasta el borde de la tumba.
El año que viene es para ellos quizás tiempo pasado.
Niñas sonrosadas y rubias que calculáis como un avaro, no me engañáis con esa apariencia infantil; no os basta el año que todos vivimos anticipado; y habéis adelantado un siglo. Os conozco, viejecillas disfrazadas, y sé que vuestra alma tiene nietos.
* * *
En cambio todos hemos visto ancianos llenos de ilusiones, alegres
y confiados como niños. Es que los años no pasaron para ellos, o
pasaron como el viento por la frente, resbalando.
No somos nosotros mismos quienes gastamos nuestra vida: la mayor parte de ella nos la gastan los demás. ¡Cuánto vive quien sabe vivir en lo bueno y en lo bello volviendo la espalda a lo real! Llenad de virtud y de ilusiones vuestra alma, y os comunicarán su frescura y juventud; introducid un malvado en vuestro corazón, y lo desgarrará sin miramiento.
Esos ancianos cuyo corazón no tiene arrugas han idealizado la existencia convirtiendo cada año pasado en un año por venir. La muerte les sorprende, como el alba a las criaturas en la cuna, sonriendo.
No se debe confundir esa cándida juventud con la indiferencia glacial del egoísta: para éstos el año pasado no pasó, como el año que viene no vendrá.
* * *
El año que viene es la primavera de los años: todo florece en
lontananza; es una brisa que llega de la eternidad para reanimar el alma
triste.
Por un fenómeno extraño, en vez de alejarnos de las personas queridas que pasaron, parece que nos las pone por delante. ¿Será, en efecto, una brisa ideal que lleva a los que fueron recuerdos de los que son?
El tiempo es triste casi siempre, y sólo cuando se nos acerca parece que viene lanzando carcajadas.
¡Año hermoso por venir! Que siempre te vean mis ojos del color de mi esperanza; sea la realidad tan sombría como quiera, yo viviré satisfecho en el mundo ideal que creas exclusivamente para mí.
* * *
Reconcentrándome en la profundidad del pensamiento, me encontré
un día en el palacio de un mago, cuya magnificencia es imposible de
describir.
Los cuadros de sus galerías eran cuadros vivos; en espejos convexos se veía en miniatura lo pasado, y en espejos cóncavos el ancho porvenir; el techo de los salones parecía la bóveda del cielo; las arañas tejían hilillo de oro en los rincones; manos con guante blanco saliendo de las paredes sostenían luces de colores, y enanitos blancos y negros, vestidos como las piezas de ajedrez, jugaban en magníficos tableros.
—Baje usted al jardín —me dijo el mago—; tengo muy buena fruta, y puede usted tomar algo si le gusta.
Jamás había visto fruta tan hermosa como aquélla: pendían de los árboles gallardos racimos de mujeres que me miraban extendiendo sus brazos hacia mí. Las del primer árbol tendrían cincuenta años, pero conservaban grandes rasgos de hermosura, y las hojas en que descansaban eran anchas como lechos.
El jardinero me llevó hacia otro árbol, después de haberme dicho con desdén:
—Ésas están algo pasadas.
Las que acababa de enseñarme debían ser flamencas, y las había tan gordas, que las ramas se inclinaban a su peso; algunas habían caído al suelo y dormían junto al tronco.
—¿Esa fruta es silvestre? —pregunté.
—No, señor —contestó el guardían—; para hacer nacer aquel árbol sembré un cuadro de Rubens.
Había más allá un árbol de negras, y el viento les hacía cantar un tango entre las hojas.
—Son frutas tropicales —me dijo el jardinero.
El árbol del centro era el más bello, y el céfiro jugaba alegremente entre sus ramas; nunca he visto caras tan lindas y risueñas; nunca escuché gorjeos tan suaves como las risas de aquellos labios hechiceros: la niña de más edad tendría quince años.
—¡Jardinero! —grité—. Córteme usted aquella rubia, o si no, la trigueñita que está al lado; aunque mejor será que suba yo con la escalera.
Pero el guarda del jardín, deteniéndome bruscamente y alejándome del árbol, me dijo con ironía:
—Caballero, ésas... están verdes.
—Bueno —respondí con resignación dando un suspiro—; pero recordando El hombre de mundo, me dije interiormente algo consolado: «Volveré el año que viene».